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Textos de Teologia fundamental - fitojim

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Teología fundamental
Roma Ces 2015
(Fitojim)
DTF ? TEOLOGÍA
Sumario: 1, Definición (R. Fisichella).
II. Epistemología (R. Fisichella). III.
Eclesia- UDAD y LIBERTAD (M.
Seckler). IV. Teología y CIENCIAS (M.
Seckler). V. Teología y filosofía (R.
Fisichella).
I. Definición
El fundamento y el centro de la teología
es la revelación de Dios en Jesucristo.
Su objetivo particular es la inteligencia
crítica del contenido de la fe para que la
vida creyente pueda ser plenamente
significativa.
Las coordenadas que se han asentado
para la comprensión del concepto de
teología no han sido siempre las mismas
a lo largo de la historia. En cuanto
reflexión histórica sobre la fe y sobre
sus contenidos, la teología ha ido
sufriendo una constante evolución en su
intento de autodefi- nirse; evolución que
puede identificarse con la misma
historia del pensamiento cristiano.
El término teología theologhéin es de
origen no cristiano; los primeros datos
que se pueden recuperar son los que ven
a la theologhía ligada al mito. Homero y
Hesíodo son llamados theológoipor su
actividad peculiar de componer y de
contar los mitos. Aristóteles, al dividir
la filosofía teorética en matemática,
física y teología, la identificará con la
metafísica en cuanto “philosophia
perennis” {Met. VI, 1,1025). Los
estoicos, como recuerda Agustín, son los
primeros que utilizaron este término con
una connotación religiosa, ya que lo
identifican como “ratio quae de diis
explicatur” (PL XLI, 180).
Tan sólo progresivamente, tanto en
Oriente como en Occidente, se fue
imponiendo el uso cristiano de este
término. Para Clemente de Alejandría,
theologhía será el “conocimiento de las
cosas divinas”; para Orígenes indica la
verdadera doctrina sobre Dios y sobre
Jesucristo como salvador; sin embargo,
le corresponde a Eusebio de Cesarea el
privilegio de haber sido el primero que
atribuyó al evangelista Juan el título de
theologos por haber escrito en su
evangelio una doctrina eminente sobre
Dios.
Así pues, a partir de Eusebio, theologhía
indicará la verdadera doctrina, la
cristiana, que se opondrá a la falsa
doctrina enseñada por los paganos. A
continuación, Dionisio establecerá una
distinción, que sigue siendo válida hasta
nuestros días, entre una teología mística,
simbólica, escondida, que une con Dios,
y otra teología más manifiesta, más
filosófica, que tiende a la demostración
racional.
Una última connotación digna de interés
que proviene de los padres griegos es la
que identifica la theologhía con la
doctrina sobre la Trinidad, para
distinguirla de la doctrina sobre la
encarnación, que será llamada
oeconomía. El período monástico —
pensemos en los nombres de Evagrio
Póntico y de Máximo el Confesor—
hablará finalmente de “theologhía” como
el culmen del co- nocimiento y la
plenitud de la gnosis, por haber sido
realizada bajo la guía del Espíritu.
Para el Occidente, es especialmente
Agustín el que introduce el uso religioso
del término en la cultura y en el lenguaje
común. El entendimiento que interviene
en la comprensión de la fe es
contemplación de un espíritu creyente
que, puesto que ama, desea alcanzar la
plenitud de la realidad amada.
En una palabra, theologhía para el
pensamiento patristico señala el
esfuerzo por penetrar cada vez más en la
inteligencia de la Escritura y de la
palabra de Dios; por eso mismo
resultará normal el intercambio entre
“theologia” y “sacra pagina” o “sacra
doctrina”, terminología que permanecerá
felizmente intacta durante todo el siglo
XII.
Se verifica una primera señal de cambio
con Boecio, que da a conocer la
distinción de las “ciencias” de
Aristóteles; Alcuino comienza la
reforma carolingia con la distinción de
las artes del trivio y del cuadrivio; la
dialéctica, como método de
investigación, comienza a abrirse cada
vez más camino...; se llega así a la
formulación de las primeras Sententiae,
sacadas de la colección de los escritos
de los santos padres, y a la utilización
de la grammatica.
Se da realmente un salto cualitativo con
la pre comprensión anselmiana de
theologia. En su intento de establecer un
equilibrio entre el planteamiento
“monástico”, que alimentaba
preferentemente la comprensión de una
autosuficiencia de la fe, y el
planteamiento “dialéctico”, que tendía a
absolutizar la exigencia de la razón,
Anselmo crea el principio del quaero
intelligere ut credam, sed credo ut
intelligam. La fe que ama quiere conocer
más; por consiguiente, la ratio se
fundamenta en la fides, sin que por ello
sea menos autónoma en su búsqueda.
Sin embargo, será Abelardo el que se
recordará como el primero en haber
dado el paso de una “sacra pagina” a
una theologia entendida como scientia,
por haberse convertido en quaestio. De
poco servirán las resistencias de
Bernardo para mantener relegada la
theologia a la perspectiva del “non quasi
scrutans, sed admi- rans”. Tomás no
podrá menos de ratificar el
planteamiento del Magister
sententiarum, concibiendo la theologia
como la forma de conocimiento racional
de la enseñanza cristiana; lo que la fe
acoge como don, la theologia lo
explícita y lo explica a la luz de la
comprensión humana con sus propias
leyes.
Buenaventura, permaneciendo fiel a la
corriente monástica, mantendrá la
acentuación sobre el papel y la
presencia de la gracia; Duns Escoto,
después de él, será el mayor
representante de esta forma de pensar.
Por aquel mismo tiempo, Guillermo de
Occam favorecerá la entrada de la
crítica y del nominalismo. El humanista
Erasmo de Rotterdam acentuará hasta tal
punto la crítica, que llegará a sustituir
con ella en adelante a la quaestio
medieval. Melchor Cano marcará la
época de la reinvención de las
auctoritates a través de los / lugares
teológicos, y el Tridentino culminará
con las especulaciones del saber
teológico. El siglo xviii verá cómo se
acentúan las formas de los “sistemas” y
la organización del saber teológico en
las enciclopedias. La Aeterni Patris,
finalmente, registra un cambio ulterior
con el intento de un retorno al
pensamiento de santo Tomás,
interpretado, sin embargo, a la luz de los
nuevos principios filosóficos.
Desde el punto de vista histórico, el
artículo de Y. Congar en DthCnos ofrece
un estudio completo, que se ha
convertido en una verdadera obra
clásica de la literatura teológica. Pero
todavía es preciso observar que la
comprensión de la teología se reía- dona
y se “adapta” en diversas ocasiones a
las diferentes épocas históricas con que
llega a encontrarse. Esto es señal de una
característica determinante del saber
teológico: la historicidad de la reflexión
de la fe, que permite al mismo tiempo
mantener siempre viva la pregunta sobre
la inteligibilidad del misterio y
encontrar una respuesta que sea
conforme a las diversas conquistas del
saber humano.
El cambio de horizonte que ha llegado a
crearse con el Vaticano II ha alejado a la
teología de aquel contexto
controversista-apologético que había
caracterizado a los cuatro siglos
anteriores, para colocarla en un sereno
diálogo con las culturas y las ciencias, a
fin de hacer evidente la com-
plementariedad de cada una de ellas con
vistas a la globahdad del saber, para una
existencia humana cada vez más digna
(cf GS 53-62).
Al faltar entonces una única referencia
filosófica, sustituida por una pluralidad
de referencias con diversos sistemas
filosóficos, y al haber adquirido una
comprensión hermenéutica más global y
profunda del dato bíblico, la teología se
caracteriza mejor hoy a la luz de una
pluralidad de teologías que dejan
vislumbrar las diversas metodologías
adquiridas.
Sin embargo, hay nuevos problemas que
requieren una mayor reflexión y que
pueden caracterizar a la actualidad
teológica en el momento en que, una vez
más, intenta auto- comprenderse; pueden
señalarse tres por lo menos; 1) la
determinación del estatuto
epistemológico que, en cada ocasión, se
refiere al nuevo saber científico; 2) la
eclesialidad de la teología, que
comporta la responsabilidad pública de
la inteligencia de fe y la superación de
una contraposición entre el saberteológico en cuanto tal y el saber
teológico regional o contextual; 3) la
relación teología- magisterio, que
comporta la indicación de las
mediaciones propias de una teología
como inteligencia ecle- sial de una fe
comunitaria y la libertad del sujeto
epistémico en su búsqueda científica.
II. Epistemología
La teología fundamental, en cuanto
epistemología teológica, tiene que
responder previamente al menos a tres
cuestiones fundamentales que se
imponen para el saber teológico: 1) la
aparición de la teología; 2) la
determinación de su contenido; 3) su
autojustificación como conocimiento
crítico de la fe.
1. LA APARICIÓN DE LA TEOLOGÍA.
El punto de partida de la teología como
autoconciencia refleja de la fe es lo que
llamamos la admiración concienciada
del creyente al plantearse la pregunta:
“¿Por qué creo?”
Con esta categoría de la admiración
concienciada se quiere recuperar ante
todo un dato común a toda la historia del
pensamiento, que encuentra
precisamente en la “admiración” el
comienzo de toda conciencia que sabe
percibir lo existente. Es la admiración
que surge en el sujeto en el momento en
que está presente a sí mismo en el acto
de reflexionar y de descubrirse a sí
mismo como un sujeto pensante,
presente en la historia, en el mundo,
como proyectador de sí y del mundo. Es
la admiración la que le permite
autocomprenderse como sujeto activo de
la historia, por ser capaz de volver
sobre sí mismo una vez que ha salido de
sí para la averiguación y el
conocimiento de lo real (reditio in se
ipsum).
En una palabra, la admiración es lo que
está en el origen del buscar humano y
del comprender; es lo que puede
permitir la recuperación de todo lo que
nos ha precedido, nos determina y que
constituirá nuestro futuro. Sin la
admiración nos haríamos extraños a
nosotros mismos y a la historia, por ser
incapaces de realizar un nuevo saber.
Es posible ver realizada esta realidad
también dentro del saber teológico como
aquel momento en que el creyente tiene
conciencia de la gratuidad del ser
llamado a la comunión de vida con
Dios. Es la admiración de descubrirse a
sí mismo como sujeto capaz de un acto
que cualifica antropológicamente la
existencia y que se comprende como
realidad que, en cuanto tal, no puede
exigirse, sino sólo ser acogida como un
don; es, en una palabra, la conciencia
del ser misterio y del participar de la
infinitud del misterio.
Esta admiración no es fruto de la
emotividad, sino una actividad peculiar
del sujeto epistémico; por eso
precisamente, en el momento en que se
plantea la pregunta del “¿por qué
creo?”, se realiza también dentro de la
fe y aparece la teología como
inteligencia de la fe.
Esto permite ya comprender que el
horizonte en que se plantea la pregunta
está determinado desde el principio por
el ser ya creyente. En efecto, hay un acto
fundamental que precede al
conocimiento reflejo del sujeto creyente,
y es el que provoca que aparezca la
admiración, es decir, el acto de gracia
mediante el cual Dios llama a cada uno
a la fe.
Así pues, antes de que el creyente pueda
ponerse ante Dios en el acto de
pronunciar categorialmente su nombre,
como expresión de una actividad
intelectual personal que dé contenido a
la fe, existe ya la realidad del ser
conocidos por Dios y haber sido
llamados en Cristo a la salvación (cf 1
Jn 4,10).
Por tanto, la admiración concienciada y
la certeza de la llamada a la salvación
constituyen el contexto necesario para
que la fe del creyente pueda constituirse
como elemento reflejo. Además, la
condición de realización de la teología,
especialmente respecto a las otras
ciencias (/ Teología, IV), debe recurrir
necesariamente a su carácter particular
de paradoja.
El primer dato paradójico que surge de
este horizonte afecta tanto al objeto de la
teología como a su sujeto epistémico.
Efectivamente, la fe, como punto
fundamental dentro del cual nace la
reflexión, determina el contenido de la
búsqueda hasta tal punto que éste se
presenta ya como verdad fundamental y
no como verdad que haya que demostrar.
El contenido revelado que hace surgir a
la teología es considerado ya y creído
por ésta como una verdad que no hay
que demostrar, sino tan sólo comprender
intelectualmente y hacer comunicable.
El carácter paradójico de esta expresión
aumenta cuando se considera que la
verdad dada no es fruto de la
abstracción especulativa, sino que es
una persona histórica, en la concreción
de su existir. La verdad de un sujeto
histórico se convierte aquí en pretensión
de verdad sobre toda la humanidad y en
centro propulsor de verdad para la
comprensión de toda la historia. Pero,
sobre todo, es una verdad que manifiesta
toda su evidencia de paradoja en el
momento en que asume la muerte de
Jesús de Nazaret como el criterio para
expresar la verdad última sobre Dios.
En la muerte, que antropológicamente
constituye el punto más impenetrable del
saber humano y el más difícil de ser
acogido, ya que en él llega a su cima la
contradictoriedad de la existencia (GS
18), es donde nos sale al encuentro la
forma que expresa la donación total de
Dios a la humanidad.
En Jesús de Nazaret, la teología recibe
al mismo tiempo el objeto de su
investigación y la verdad sobre el
hombre y su destino. La pasión, la
muerte y la resurrección constituyen la
“prenda” de la salvación que se da en la
espera del cumplimiento escatológico.
Finalmente, en este horizonte la teología
comprende que se le ofrecen también
unas mediaciones que-van más allá de
las categorías del saber humano. Se le
dan porque pertenecen a la economía de
la revelación, que comprende: la
constante presencia del Espíritu para
orientar a la Iglesia en su comprensión
del sentido de la palabra, hasta que no
se haya alcanzado por completo la
verdad en su totalidad (Jn 16,13); los
carismas, que habilitan a los diversos
creyentes en la mutua responsabilidad
por la construcción de la comunidad
entera (1 Cor 12-14); la infalibilidad en
la interpretación de la fe auténtica (LG
25); el sentido de la fe como patrimonio
de todo el pueblo de Dios para el
discernimiento de la verdadera tradición
(LG 35).
De esta situación paradójica se derivan
por lo menos tres principios de los que
no es posible prescindir para un saber
teológico correcto:
a) En la medida en que es la fe la que
pone en acto a la teología, es la misma
fe la que muestra a la teología las
razones sobre la necesidad de la
inteligencia de la fe. Por consiguiente, la
inteligibilidad del dato revelado no es
un principio extrínseco a la revelación,
sino interior a ella, y por tanto principio
que pone en acto a la teología.
b) Toda reflexión teológica —excepto la
neotestamentaria, que por su propia
naturaleza se sitúa como norma normans
para toda teología— es histórica y está
relativiza- da por su propio objeto. Por
tanto, la libertad de la investigación
científica no puede perjudicar a la
ortodoxia del contenido de la fe, sino
que tendrá que confrontarse con él y
acogerlo obediencialmente.
c) La fe dará a la teología los caminos
maestros para que pueda alcanzar
realmente su contenido. Con Anselmo,
podríamos identificarla como:
delectatio, es decir, gozo por haber
descubierto el objeto de la investigación
y gratitud por haberlo recibido;
adoratio, por la que se percibe y se
comprende el final del recorrido que
desemboca en la profesión del
rationabiliter comprehendií
incomprehensíbile esse.
2. El contenido de la teología. Ei
contenido de la teología es la revelación
de Dios en Jesucristo o, en otras
palabras, el misterio global de la
encarnación. La teología es la
“concreción del logos ”(E. Peterson),
que abarca la globalidad del dogma
cristiano, que se extiende a partir del
misterio insondable de Dios hasta
alcanzar el misterio del hombre.
Por tanto, la revelación constituye el
fundamento y el centro de la teología; es
su contenido peculiar. Sin embargo, el
primer contenido que tendrá que hacerse
inteligible gracias al proceder teológico
será precisamente el de las categorías
que acabamos de señalar.
Decir fundamento es lo que, a nivel
teóricoy temporal, es la condición de
posibilidad del saber. Teóricamente,
hablar de revelación como fundamento
de la teología implica tener presente un
triple elemento que sólo en la
terminología (cf R.L. HART, Unfi-
nished Man and Immagination, Nueva
York 1968, 83-97) equivale a lo que se
constata como ya fundado, lo que se está
fundando y lo que no está aún fundado,
pero lo estará.
Por consiguiente, la revelación
constituye para la teología una realidad
dinámica: a partir de un acontecimiento
inicial se desarrolla un movimiento
ulterior que permite una comprensión
histórica, pasada y actual, del mismo,
pero sin tener que cerrar el futuro. La
comprensión que se posee del
acontecimiento debe referirse a él como
a su principio formal y causal, ya que no
hay ninguna otra posibilidad de
conocimiento del fundamento fuera del
fundamento mismo.
En otras palabras, afirmar que la
revelación constituye el fundamento de
la teología equivale a recuperar el
elemento pre-reflexivo que comporta la
afirmación de un contenido
completamente nuevo, que sólo puede
ser dado por revelación. Existe, pues, la
presentación de un novum, que es dado y
que se impone con su verdad evidente,
como una realidad que el sujeto creyente
no puede darse, sino sólo recibir por
revelación.
El conocimiento más adecuado que se
puede tener de este novum es dado por
la fe como la forma de conocimiento
propio y adecuado al objeto del
conocer. La triple estructuración del
fundamento afecta a la investigación
teológica, ya que ella acepta lo que ya
está fundado, comprende lo que se está
fundando mediante la fe ininterrumpida
de la Iglesia y prepara lo que no está
fundado todavía, a través de su tensión
constante hacia el acontecimiento
escatológico.
Al hablar de revelación como centro de
la teología, se hace una referencia más
directa a la sistemática de la
investigación. Esto significa que todo el
saber teológico necesita estructurarse en
torno a la revelación, ante todo para
poner de manifiesto que el principio
formal de las diversas disciplinas es uno
solo, pero que igualmente el misterio de
la revelación, desde el punto de vista
científico, está sometido a la
complementariedad de las perspectivas,
que sólo en su conjunto y en la
interdependencia recíproca puede
ofrecer la perspectiva global (cf OT 16;
Sapientia christiana).
3. EL conocimiento crítico de LA FE. El
último elemento que hay que justificar es
el hecho de que la teología constituye el
saber crítico de la fe; dicho en términos
clásicos, estamos ante las primeras
relaciones de fe-razón.
Plantearse la pregunta sobre el saber
crítico de la fe es ya de suyo un dato
teológico, pues dentro de la fe el
creyente, en cuanto sujeto epistémico,
posee un conocimiento que le da certeza.
Esto es lo que se percibe en la
experiencia común del conocer humano;
el saber es una experiencia original del
sujeto, mediante el cual se descubre la
realidad propia como actividad
pensante. Este saber primero y
fundamental es él mismo certeza, ya que
cada uno sabe que sabe: un saber
inmediato que está constituido por la
propia existencia y por el encuentro con
la realidad. En su movimiento externo,
el saber se ve atacado por la duda, que
pone en crisis al mismo saber; “scio me
nescire”. Sin embargo, el “no saber” se
ve orientado hacia nuevas adquisiciones
de un saber primero no conocido.
Tenemos por consiguiente, un
movimiento con una doble
característica: el sujeto expresa la
voluntad de saber porque sabe que no
sabe, pero esto corresponde a un primer
saber que fundamenta la certeza del
saber mismo.
La existencia creyente está también
inserta en esa certeza de la salvación
que le permite a cada uno concebirse
como una persona llamada a la
comunión de vida con Dios a través de
la gracia. La admiración ante esta
realidad que suscita en el sujeto la
pregunta del “¿por qué creo?”
corresponde a aquella primera cuestión
que hace surgir simultáneamente la
certeza de una primera existencia de fe y
la necesidad de ir progresando, ya que
se descubre que el misterio no es
conocido todavía.
Por tanto, la pregunta sobre la necesidad
de un saber confiere ya al creyente una
certeza primera y fun- damental, puesto
que al preguntar ya afirma, aun cuando
su preguntar se oriente hacia un sentido
y un saber cada vez más grande.
Pero la teología constituye el saber
crítico, es decir, un saber que analiza la
relación existente entre el contenido del
saber personal y el del nuevo objeto
conocido. Por consiguiente, al ser
crítico, es un conocimiento que llega a
la conclusión de un procedimiento
mediante el cual se alcanza el juicio.
Pero juzgar significa haber encontrado
ya una conformidad entre la certeza
original y el contenido del objeto; en
consecuencia, se tendrá un juicio crítico
solamente cuando se haya alcanzado la
esencia del objeto conocido, y no una
personal representación del mismo.
La / fe constituye la respuesta plena y
libre del creyente a la revelación de
Dios (DV 5); corresponde al don de
gracia con un acto totalmente humano, en
donde “el entendimiento y la voluntad”,
sinónimo de la globalidad de la persona,
se ven plenamente comprometidos en
una unidad indisociable. La verdad que
es acogida en la fe es fruto del
conocimiento del saber del creyente que,
con el mismo acto de fe, indica la
correspondencia que tendrá que ponerse,
en el plano gnoseològico, entre su
conocer y el objeto por conocer. De este
modo la fe expresa la forma de
conocimiento que corresponde a la
naturaleza del objeto conocido; en
resumen, para ser conocido, ese objeto
necesita del conocimiento de fe.
Por tanto, el creyente conociendo cree y
creyendo conoce; esto significa que en
un solo acto, el de la fe, está presente de
modo plenamente humano la forma de
conocimiento que es la expresada por el
creer. El conocer, en relación con la
revelación de Dios, no es distinto del
creer, ya que es la única expresión que
puede corresponder al objeto de
conocimiento.
Sin embargo, la verdad que se presenta
no es un conocimiento abstracto, sino
que se refiere, por el contrario, a la
historicidad de Jesucristo (/ Cristología
fundamental) como verdad última y
definitiva que se entrega a la humanidad
para que encuentre el sentido de su
existencia. La teología, como saber
crítico de la fe que ya conoce y sabe que
ese contenido es verdadero, tiene que
mostrar, siguiendo las líneas de un saber
y de un desarrollo científico, que se da
una plena correspondencia entre lo que
la fe presenta como verdadero y lo que
el sujeto comprende como tal. En otras
palabras, el creyente obtiene de la
revelación, acogida en el saber de la fe,
el contenido de su conocimiento; y este
contenido es analizado y conocido por
la teología en cuanto saber crítico a
través de los elementos que lo
componen; la historicidad, el lenguaje,
el comportamiento y el anuncio de Jesús
de Nazaret deben relacionarse
críticamente con lo que la fe ya conoce
como verdad, para que se pueda crear
aquella circularidad entre la fe y la
razón que imprima al acto de fe su forma
plenamente humana.
Lo que la fe acoge en su creer no está
cerrado a la razón, sino que está de suyo
abierto; se le da a la razón porque ésta,
en el acto mismo de creer, está ya
realizando una forma pecuhar de
conocimiento.
Tan sólo una visión distorsionada de la
racionalidad y de la fe ha podido
separar los dos elementos y verlos como
extraños el uno al otro. La fe no es un
sustitutivo de la voluntad cuando la
razón no puede ir más allá; y la razón
crítica no es la única forma de
conocimiento del saber humano. Tan
sólo una recuperación de sus relaciones
a la luz de una búsqueda autónoma,
aunque complementaria, entre la
filosofía y la teología podrá poner más
de manifiesto la legitimidad de un saber
de la fe y la necesidad de una fe
conocida.
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R. Fisichella
DTF 118
APOLOGÍA
1. Semántica general. Este término
(traducido ordinariamente al pie de la
letra en las lenguas modernas europeas)
se encuentra ya atestiguado en el griego
presocràtico. Como las demás voces
vinculadas al lexema apolog-, indica una
relación fundamental con el decir
(logos) y con la causa (apo) por la que
se pronuncia la palabra. Se trata
generalmente de un hablar delante de
alguien con la intención de justificar la
conducta propia o ajena, o bien para
defender unas convicciones filosóficas o
religiosas. Son dos los contextos en los
que suele aparecer esta voz; el
filosófico (cf Platón, Pol. 286a) y el
forense. En este último, apología tiene el
valor de un término técnico (“acusación
/ defensa”). Pero también se la encuentra
con un sentido más amplio, indicando
simplemente una respuesta explicativa.
2. Examen de esta voz en los textos
bíblicos. La Escritura presenta tres
derivaciones del lexema apolog-:
apologheomai (tres veces en el AT y 10
en el NT), apologhia (una vez en el AT y
ocho en el NT) y apologhéma (una sola
vez, en Jer 20,12). Las cifras indican un
notable incremento del léxico en el NT;
en efecto, la suma total de las
frecuencias está en una proporción de 5
a 18.
Por otra parte, se observa —no sin
sorpresa— que la voz apologia està
ausente en los diccionarios bíblicos y
teológicos más conocidos de nuestro
siglo (BL, BThW, GLNT, TBLNT...).
Quizá se dé, en esta omisión, una
relación con la crisis de una teología
apologética demasiado preocupada por
defender la fe de los ataques de los
adversarios (/ apologética). De todas
formas, este silencio hace aún más
necesaria la búsqueda del significado
bíblico de esta terminología.
Para saber qué indica la Escritura con
las voces apologheomai y apologhia es
necesario ante todo examinar los
contextos, ya que es distinto su
significado en el terreno forense del que
tiene en las diatribas o bien en un
contexto de persecución.
En el AT el verbo se presenta por
primera vez en Jer 12,1, para traducir el
hebreo ríb, término clásico de la
disputa, judiciaria o no judiciaria. Pero
aquí el profeta lo usa para describir sus
relaciones con Dios, su entrar en
discusión (’arib apologhéso- maí) con
él, su interrogación sobre el modo de
obrar de Dios. También traduce el
hebreo ríb el substantivo apologhéma en
Jer 20,12. El
profeta, perseguido por sus enemigos,
sostiene que ha confiado su defensa al
Señor. De este modo el uso forense se
traslada al plano religioso, en donde
indica una confianza plena en la justicia
divina. Por el contrario, el verbo tiene
un significado político en 2Mac 13,26,
donde se habla de la autodefensa de
Lisias contra los ciu-dadanos de
Tolemaida.
Es significativo que la única aparición
veterotestamentaria de apolo- ghia esté
presente en un contexto sapiencial (Sab
6,10). Se trata de una advertencia
dirigida a los poderosos de la tierra
para que aprendan la sabiduría y se
porten rectamente (Sab 6,1-11). En
efecto, un juicio severo aguarda a los
que están arriba. Pero el que se deje
enseñar por la sabiduría y guarde las
“cosas santas”, encontrará en ellas su
propia defensa. Así pues, se le atribuye
a la sabiduría una función apologética,
en el sentido de que se la reconoce
capaz de defender a sus devotos.
En el NT el léxico está presente casi
exclusivamente en Pablo y en Lucas
(única excepción: 1 Pe 3,15), por lo que
se ha hablado de un influjo helenístico.
En cuanto al uso, se reduce a dos
terrenos fundamentales: la situación de
conflicto (social y re-ligioso) y el
contexto misionero. En el primer caso,
el lenguaje expresa la
confrontación/choque del joven
cristianismo con el ambiente pagano por
una parte y con la sinagoga por otra (cf
Le 12,11; 21,14; 19,33; referido a Pablo,
en He 22,1; 24,10; 25,8; 26,1.2.24; 2Tim
4,16). En el segundo caso, el léxico
apologético está en función del
movimiento misionero y muestra la
influencia de la propaganda judeo-
helenística (ICor 9,3; 2Cor 7,11; 12,19;
Flp 1,7.16).
3. IMPORTANCIA DE IPE 3,15. Para la
teología fundamental encierra una
especial importancia el significado de
apologhia en IPe 3,15. Este escrito va
dirigido a unos cristianos que viven en
situación de diàspora en las provincias
romanas del Asia Me-nor. Toda la carta
—y en especial el trozo al que pertenece
este pasaje (3,13-17)— dej a intuir un
clima tenso y hasta de hostilidad y
violencia, aunque sin llegar a la
persecución. En este contexto el autor
interviene con una argumentación
sumamente positiva. Confía en la lógica
de la reciprocidad que regula la vida
civil. Generalmente, el bien es
reconocido y apreciado. Por eso piensa
que la oposición del ambiente puede
resolverse si, por su parte, los cristianos
se deciden a obrar bien: “¿Quién podría
haceros daño si os empeñaseis en hacer
el bien?” (IPe 3,13). Esta pregunta,
claramente retórica, prevé una respuesta
consoladora (¡nadie!). Pero no excluye
que las cosas se resuelvan de otro modo.
En efecto, Pedro sabe por experiencia
—como testigo de los sufrimientos de
Cristo (5,1)— que el bien puede pagarse
a veces con el rechazo y la enemistad.
La posibilidad del sufrimiento injusto,
previsto ya en la exhortación a los
domésticos (cf 2,19-20), se presenta de
forma realista a todo cristiano y remite a
la bienaventuranza evangélica: “Si, a
pesar de todo, os veis obligados a
padecer por la justicia, ¡dichosos
(makarioi) vosotros!” (3,14; cf Mt 5,10).
Pero el autor no considera esta
posibilidad como ordinaria, y por su
parte intenta reforzar la idea de que la
fuerza del bien es convincente: los
cristianos deben dar una prueba de ello.
Este convencimientovuelve de nuevo en
la conclusión del trozo: siempre es
mejor sufrir —si Dios lo quiere— por
haber hecho el bien (agathopoieö) que
por haber obrado mal (v. 17), como
demuestra el ejemplo de Cristo, al que
Dios exaltó (3,18-22; cf 2,21-25).
El sentido de “apología” debe captarse
en la perspectiva de esta argumentación
típica. Se exhorta a los creyentes a no
dejarse paralizar por el temor que
inculcan los adversarios, a no sucumbir
a sus críticas y a su hostilidad, sino a
resistir más bien la confrontación
positivamente y con discreción. Con una
expresión atrevida se les invita a
“santificar” en sus corazones a Cristo,
reconociéndolo como Kyrios, como
Señor escatológico. Esta relación
cordial con Cristo será la que los haga
disponibles (etoi- moi) en todo tiempo
(aei) a dar “explicación” (apologhia) a
cuantos pregunten por el motivo de su
esperanza (v. 15). No ciertamente con
arrogancia, sino con mansedumbre,
respeto y “buena conciencia” (v. 16a).
Para Pedro el objetivo de esta apología
es el de desacreditar las calumnias con
los hechos. El que habla mal de los
cristianos tendrá que desdecirse, al
observar su comportamiento honrado
(3,16b; cf2,12).
¿Qué sentido tiene entonces apologhia
en este contexto? Parece que ha de
excluirse el de una defensa de carácter
público y legal, una denuncia ante un
tribunal. En efecto, aunque la locución
aitein tina logon peri tinos (pedir razón a
alguien de alguna cosa) y la voz
apologhia pueden tener un sentido
jurídico, no parece que sea ése su valor
en este trozo. El autor, que habló ya de
sumisión a la autoridad civil (cf 2,13-
17), no menciona en este caso ninguna
categoría específica. La demanda de
explicación puede venir de cualquiera
(pan- ti); por eso hay que pensar en un
interrogatorio informal, ligado a la vida
de cada día. En esa vida cotidiana,
expuesta a la observación curiosa y
tendenciosa, es donde los cristianos
tienen que estar siempre dispuestos a la
apología.
En semejante contexto parece
inadecuado igualmente el sentido de
apología como defensa racional de la fe.
No es casual que el objeto al que se
refiere la pregunta no sea ante todo la fe,
sino la esperanza (elpis), tema central en
el escrito de Pedro (1,3.21; 3,15). Con
este término, más que la adhesión a una
doctrina, se intenta designar el nuevo
planteamiento de vida, la regeneración
obtenida mediante la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos (1,3).
La pregunta entonces parte de la praxis,
ya que los cristianos, debido a la
esperanza que hay en ellos {en hymin:
en cada uno y en la comunidad), viven
de forma distinta. Este comportamiento
atípico respecto al de otros tiempos
hace surgir la pregunta sobre el sentido
de conjunto de la nueva orientación de
vida, sobre la esperanza a la que están
radicalmente orientados los cristianos.
Pues bien, a una pregunta relativa
al sentido de una vida no se responde
generalmente con la “defensa” o con la
“autojustificación”, sino intentando
explicar las razones profundas que han
cambiado el curso de la propia manera
de vivir.
Por otra parte, tampoco se trata de
confirmar que ios cristianos son
respetuosos con el orden constituido,
sometiéndose a la autoridad y a las leyes
de convivencia social. Esta hipótesis es
la que propuso Balch basándose en los
escritos apologéticos de Filón {Hypoth.
7,14) y de Flavio Josefo {Contra
ApionemW, 147.178. 181). La
perspectiva de IPe es distinta de la de
Filón y Josefo. En ella el término
apologhia se utiliza en sentido ampho;
supera el horizonte puramente defensivo
y se despliega en una dimensión
misionera. La disponibilidad para
dejarse interrogar, y sobre todo el
“enfrentamiento” con los adversarios de
forma digna y pacífica, tiene un valor de
apologética positiva y misionera.
En conclusión, el uso pettino de
apologhia lleva a sus lectores, más allá
de la estrechez de las expresiones de
persecución, al terreno social de la
convivencia cotidiana, en donde tiene un
espacio la provocación de la esperanza.
BIBL.i BALCH D., Let JVives be
Submissive. The Domestic Code in
IPeter, Chico 1981, sobre todo pp. 90-
93; FABRIS R., L’Apologià nel Nuovo
Testamento, en ETFl, 3-14; GOPPELT
L., Der 1. Petrusbrief (K.EK), Gotinga
1978; SECKLER M., Fundamental
theologie: Aufgaben und Aufbau, Begriff
und Ñamen, en HFTh IV, 455-467.
E. Bossetti
Sumario:
I. Historia: 1. Nuevo Testamento; 2. Era
patrística; 3. Medievo; 4. Del siglo xvi
al xviii; 5. Siglo xix; 6. Siglo XX (A.
Dulles);
II. Naturaleza y finalidad: 1. Definición
por vía de negación; 2. Naturaleza de la
apologética; 3. El método de la
apologética (R. iMtourelle).
I. Historia
1. Nuevo Testamento. Los libros
bíblicos, incluyendo el NT, son escritos
pastorales dirigidos a comunidades de
fe. Ninguno de ellos, en su estado actual,
es primordialmente apologético. Pero,
indirectamente, el NT ofrece abundante
información sobre cómo los primitivos
cristianos, en diálogo con judíos y
paganos, hacían una “defensa” razonada
(el sentido original de / apología) de la
esperanza que alentaba en ellos (cf IPe
3,15). La predicación cristiana más
antigua, tal como se relata en Hechos,
busca demostrar a los posibles creyentes
que Jesús, como mesías prometido,
murió y resucitó según las Escrituras.
Los apóstoles, tal como se los describe,
acentúan el valor demostrativo de las
apariciones del Señor resucitado y
señalan los dones de profecía y de hacer
milagros como prueba de que el Señor
resucitado, en cumplimiento de la
profecía bíblica, ha enviado su Espíritu
a la comunidad cristiana (He 2,16-21;
ICor 14,25). En situaciones de
persecución, Esteban, Pablo y otros
explican a quienes los persiguen o
detienen los sólidos cimientos de su fe,
dando con ello ejemplos que deberán
seguir posteriores confesores y mártires.
Lucas inicia su evangelio expresando su
intención de confirmar a Teófilo en la
certeza de las enseñanzas que ha
recibido (Le 1,4). Los cuatro evangelios
cuentan la historia de Jesús con el
designio de conseguir la fe en él como
mesías. Su ascendencia
davídica, su milagrosa concepción, la
misma ciudad de su nacimiento, su huida
a Egipto, su predicación y milagros, así
como los detalles de su pasión y
resurrección, están ligados a textos del
AT interpretados proféticamente. La
autoridad con la que Jesús hablaba y las
poderosas obras que llevaba a cabo se
presentan como razones para poner la fe
en él.
Entre las cartas del NT, la dirigida a los
Hebreos es notable por su elaborada
argumentación de que Cristo cumplió de
forma incomparable todo aquello por lo
que Moisés, Aarón y otros sacerdotes y
profetas, e incluso los ángeles, habían
sido venerados. La carta es apologética
hasta el punto de que intenta prevenir a
los conver-sos cristianos para que no
recaigan en el judaísmo. Una intención
similar subyace en la segunda carta de
Pedro, que pone en contraste la buena
noticia con “fábulas hábilmente
imaginadas” (2Pe 1,16).
El NT, por tanto, conserva muchos ecos
de la primitiva apologética cristiana;
proporciona materiales que posibilitan a
los cristianos justificar su fe y
defenderla contra los adversarios; hasta
cierto punto, está pensado para
confirmar a los cristianos en que su fe
está sólidamente cimentada.
2. Era patrística. En el siglo II, con los
llamados apologistas, la apologética se
convierte en la expresión dominante de
la literatura cristiana. Parte de esta
literatura iba dirigida a emperadores y
autoridades civiles con el fin de
conseguir tolerancia legal para los
cristianos. Parte, se dirigía a judíos o
paganos con la esperanza de que
llegaran a abandonar sus errores; y
parte, a los cristianos para preservarlos
de ser influidos por las objeciones y
para animarlos a confesar su fe con
valentía. Las dos apologías de Justino,
la Legatio pro christianis de Atenágoras
y la anónima Carta a Diogneto sostienen
todas que los cristianos no son desleales
al Estado y que no han hecho nada que
merezca la muerte. En su Diálogo con el
judío Trifón, Justino ofrece un modelo
de debate franco sobre el cumplimiento
de la profecía bíblica enel cristianismo.
Hacia el final del siglo muchas de las
formas estandarizadas de la apologética
cristiana se han fijado ya.
En el siglo III, Tertuliano prosiguió la
tarea apologética con retórica brillantez.
En su Apología y A Scapula abogó
elocuentemente por la libertad religiosa,
y protestó contra los falsos y absurdos
cargos presentados contra los cristianos.
Escribió también las apologías Contra
los judíos y A los paganos. En
Alejandría, Clemente compuso una
espléndida exhortación a la conversión,
el Protréptico, presentando al
cristianismo como la verdadera
filosofía. Orígenes, que ocupó el lugar
de Clemente como cabeza de la escuela
catequética de Alejandría, dio en su
obra Contra Celso una réplica erudita,
rigurosamente razonada y en toda regla
al platónico ecléctico Celso, que había
presentado los cargos contra los
cristianos. Con Clemente y Orígenes la
apologética alcanzó refinamiento
filosófico.
En el siglo iv, Arnobio y Lactan- cio,
prosiguiendo la tradición establecida
por Minucio Félix en el siglo III,
compusieron apologías literarias de la
fe, dirigidas a romanos cultos que
pudieran pensar en la conversión. En
Oriente, Eusebio de Cesa- rea, en su
Preparación evangélica, respondió con
tono erudito y cortés al neoplatónico
Porfirio. En su Demostración evangélica
promovió una lectura cristológica de las
Escrituras hebreas. Él y Atanasio,
aunque discrepaban en sus actitudes
hacia los arríanos, compartieron un
júbilo común ante el derrumbamiento
del paganismo en el Imperio.
En el siglo v, el antioqueno Teodoreto
de Ciro adujo una respetable summa de
argumentos clásicos contra el paganismo
en La curación de enfermedades
paganas, poniendo de relieve los puntos
de coincidencia entre la filosofía
platónica y la revela-ción bíblica. En
Occidente, la apologética alcanzó un
nuevo grado de brillantez con Agustín de
Hipona (354- 430). En sus primeros
diálogos Agustín refutó el escepticismo
basado en presupuestos puramente
filosóficos. Después escribió varias
obras breves contra los maniqueos, que
incluyen De la religión verdadera y
Sobre la utilidad de creer. Más tarde
compuso su monumental tratado La
ciudad de Dios, en la que respondía a la
acusación de que el cristianismo era
responsable de la caída del imperio
romano. Además de exponer los puntos
débiles de la religión pagana, como lo
habían hecho otros, Agustín, en su obra,
echó los cimientos de una teología
global de la historia. Con su perspicacia
filosófica, su fuerza literaria y su
excepcional com-prensión del
dinamismo del espíritu humano, Agustín
figura entre los principales apologistas
de todos los tiempos. Su obra fue de,
alguna manera, continuada por sus
discípulos Orosio y Salviano, y, en el
siglo vi, por los papas León I y Gregorio
L
3. Medievo. A partir del siglo VII, la
apologética asumió la nueva tarea de
responder a los musulmanes. Juan
Damasceno y su discípulo Abu Qurrah
escribieron diálogos que incluían
debates religiosos entre cristianos y
musulmanes. En el Occiden-te latino,
compusieron diálogos ficticios (basados
en algunos casos en debates reales)
entre cristianos y judíos, Isidoro de
Sevilla (siglo vii), Pedro Damián (siglo
xi), Gilberto Crispín (siglo xi), Ruperto
de Deutz (siglo xii) y muchos otros.
Pedro el Venerable (siglo xii) dio
autoría aun polémico tratado Contra la
inveterada obstinación de los judíos y
otro Contra la secta o herejía de los
sarracenos. En contraste con estas obras
más bien violentas, Abelardo escribió
un Diálogo entre un filósofo, un judío y
un cristiano extraordinariamente abierto
y no polémico.
En el siglo xiii, Tomás de Aquino
contribuyó de modo importante al
desarrollo de la apologética con su
Summa contra Gentiles, también llamada
Sobre la verdad de la fe católica contra
los errores de los no creyentes, obra
probablemente pensada, al menos en
parte, para uso de los misioneros
cristianos en España. Tomás trazó un
agudo contraste entre las verdades
religiosas que son accesibles a la razón
sobre la base de la experiencia
ordinaria, tales como la existencia de
Dios y la inmortalidad del alma, y otras
verdades, como la de la Trinidad y la
encarnación, que no se pueden conocer
sin la revelación. La fe en estas
verdades indemostrables, sostenía, está
garantizada racionalmente en virtud del
testimonio de maestros autorizados, cuya
credibilidad está autentificada mediante
profecías y milagros.
Después de Tomás de Aquino la obra
apologética contra los sarracenos y
judíos fue llevada adelante por el
dominico del siglo xiii Ramón Martini y,
al pasar al nuevo siglo, por Raimundo
Lulio y Ricoldo de Monte Croce. Lulio
compuso varios diálogos interesantes
entre cristianos, judíos y sarracenos.
Esta tradición fue seguida en el siglo xv
por Georgios de Trapezon, Juan de
Torquemada y Dionisio Cartujano; todos
ellos escribieron contra los musulmanes.
El cardenal Nicolás de Cusa,
inmediatamente después de la caída de
Constantinopla, escribió un diálogo
notablemente irónico Sobre la paz o
concordia en asuntos de fe (De pace seu
concordia fidei, 1454), en el que el
elemento apologético es mínimo.
Desde el comienzo del siglo XIV los
escotistas y ocamistas sostuvieron que
era posible alcanzar un completo y firme
asentimiento de fe (fides acquisita)
sobre la base de la sola razón. Enrique
Totting de Oyta y Enrique de
Langenstein, siguiendo a Escoto,
enumeraron cuidadosamente los signos
extrínsecos por los que el cristianismo
en su opinión, era digno de crédito.
Durante el renacimiento, Marsilio
Ficino (1433-1499), el fundador de la
academia platónica de Florencia,
elaboró una sugestiva síntesis entre la
filosofía platónica y la fe cristiana. En
su obra Sobre la religión cristiana
ensalzó el cristianismo como la religión
más perfecta y defendió la inmortalidad
del alma y la divinidad de Cristo.
Girolamo Savonarola, contemporáneo
de Ficino, en su tratado apologético El
triunfo de la cruz, pintó de forma
espléndida la belleza de la pasión de
Cristo y describió la paz interior que
emana de la inquebrantable fidelidad a
la confe-sión de Cristo.
4. Del siglo xvi al xviii. Los
reformadores protestantes adoptaron
actitudes diversas con respecto a la
apologética. Lutero habló con frecuencia
como si la razón fuera un guía
incompetente en asuntos espirituales y
sólo pudiera engendrar dudas, a menos
de someterse a los dictados de la
revelación. Creía que la revelación
debía aceptarse sobre la base de la sola
fe. A pesar de ello, Felipe Melanchthon,
su íntimo compañero, al menos en las
últimas obras, hace uso de la razón
como preparación a la fe. Comenzando
con la edición de 1536 de su obra Loci
communes, expuso los argumentos
tradicionales, basados en la antigüedad
de la revelación bíblica, la exce-lencia
de la doctrina cristiana, la perennidad
de la Iglesia y el testimonio de los
milagros. Juan Calvino, en su obra
Instituciones de la religión cristiana
(edición final, 1559), defiende el
carácter revelado de la Sagrada
Escritura sobre la base de argumen-tos
similares a los usados por Escoto y los
nominalistas del siglo xiv.
Los católicos del siglo xvi, aunque
ocupados en polémicas disputas con los
protestantes, siguieron produciendo
tratados apologéticos, como el titulado
Sobre la verdad de la fe cristiana del
humanista español Juan Luis Vives
(póstumo, 1543). Esta obra, en deuda
con Agustín, Tomás de Aquino y la
tradición posterior, enfatiza la necesidad
de la religión y los fundamentos para
aceptar la religión cristiana como un
camino ofrecido por Dios para la
salvación. En una sección final. Vives
aborda los asuntos de judíos y
musulmanes en forma de diálogo.
El hugonote Felipe du Flessis- Mornay,
en su obra Sobre la verdad de la
religión cristiana (1581), estableció la
pauta básica de la apologética
calvinista. Su obra se parece
extraordinariamente, en su estructura
general, a los tratados católicos como el
de Vives. Hugo Grotius, notable
apologeta calvinista holandés, escribió
un manual claro y sistemático. La verdad
de la religión cristiana (1621, revisado
en 1627). MoisésAmyraut, que escribe
en Francia pocos años después de
Grotius, afrontó de manera especial el
problema de la indiferencia religiosa.
Otro pastor hu-gonote, Jacques Abbadie,
en su Justificación de la verdad de la
religión cristiana (1684; traducción
inglesa, 1694) se esforzó por resolver
los problemas surgidos de la crítica
bíblica de Spinoza y de las nuevas
teorías paleontológicas de La Feyrére.
Apologética
108
Los católicos del siglo xvii tendían a
acusar a los protestantes de poner
demasiado énfasis en la razón y en la
opinión personal. Pierre Charron, en
respuesta a una obra polémica de
Plessis-Mornay, estableció una
aproximación en tres etapas,
defendiendo sucesivamente la validez de
la religión, la del cristianismo en
particular, y la del catolicismo como la
forma auténtica de cristianismo {Les
trois verités..., 1596). Intentó
desenmascarar la excesiva confianza en
sí mismos de ateos, no-cristianos y
protestantes; a todos ellos les acusa de
pretender saber más de lo que realmente
saben sobre Dios y la religión. Blas
Pascal (1623-1662), en sus Pensées,
ridiculizó las pruebas metafísicas de la
existencia de Dios y prefirió seguir lo
que él denominaba las razones del
corazón. Hablaba de la fe como de una
apuesta en la que se asume el riesgo
calculado de que el mensaje sea
verdadero. Es razonable, afirmaba,
obedecer a nuestra inclinación a creer si
nuestros corazones están así inclinados.
Algunos apologistas católicos del siglo
XVII, influidos por el clima de
racionalismo, fueron muy audaces en su
apologética. El jesuita español Miguel
de Elizalde (1616-1678) y su discípulo
Tirso González intentaron demostrar,
casi matemáticamente, el “hecho de la
revelación”. El influyente predicador de
corte, Jacques Bénigne Bossuet (1627-
1704), aunque no era racionalista,
parecía estar libre de dudas de una
forma especial. En su Discurso sobre la
historia universal {\(¡%\) ilustró con
cierta extensión cómo la verdadera
Iglesia, siempre atacada y jamás
vencida, es un “perpetuo milagro y
testifica con toda claridad la
inmutabilidad de los ideales divinos”.
Como antídoto al escepticismo, el
diplomático inglés Edward Herbert of
Cherbury (1583-1648) ideó el sistema
conocido como deísmo, en el que se
considera a la razón capaz de demostrar
todas las verdades de la religión, y en el
que todo lo que se considera revelado
debe ser ratificado por su conformidad
con la razón. John Locke en The
Reasonableness of Christianity as
Delivered in the Scriptures (1695)
sostenía que él cristianismo podía
calificarse de revelado porque estaba
atestiguado por mi-lagros y profecías, y
no contenía nada contrario a la razón.
Dos de sus discípulos, John Toland y
Matthew Tindal, yendo más allá que su
maestro, negaron que la religión
revelada pudiera ser otra cosa más que
una reedición de la religión de la
naturaleza.
Una multitud de apologistas anglicanos
salió en defensa de la religión revelada.
Samuel Clarke (1675- 1729),
defendiendo con toda energía los
derechos de la teología natural, sostuvo
que el NT concuerda totalmente con la
razón. Joseph Butler, de mentalidad más
empírica, prefirió dejar aparte los
argumentos sacados de la metafísica o
de la autoridad. En su obra The Analogy
of Religión, Natural and Reveled (1736)
mantenía que las misiones de Cristo y
del Espíritu Santo, que sobrepasan las
verdades de la religión natural, son
esenciales al cristianismo y resultan
totalmente creíbles. Los argumentos en
favor del cristianismo, admitía, son sólo
probables si se los toma uno por uno,
pero “las pruebas probables, al unirse,
no sólo aumentan la evidencia, sino que
la multiplican”. En casi todas las
decisiones prácticas de la vida,
añrmaba, nos guiamos por
presuposiciones y probabilidades. ¿Por
qué no, entonces, en religión?
Hacia el final del siglo xviii, William
Paley recapituló de forma clara y
sistemática los principales argumentos
de la escuela probatoria. Su famosa obra
A View of the Evidences of Christianity
(1794) reúne los argumentos típicos
contra los filósofos escépticos, que
cuestionan la posibilidad de conocer a
Dios; contra los deístas, que niegan la
revelación, y contra historiadores
escépticos, que no dan crédito a las
afirmaciones de la revelación bíblica.
Paley es recordado hoy principalmente
por su ar-gumento del proyecto, en el
que, como otros antes que él, comparaba
a Dios con un relojero.
En el continente europeo, la increencia
alcanzó un grado mayor de virulencia
con Pierre Bayle (1647- 1706). En un
discurso que prologa su Theodicy
(1710), Gottfried Wilhelm Leibniz
(1646-1716) argüía contra Bayle que la
fe concuerda con la razón y que el hecho
del mal no es objeción contra la
existencia de Dios, que ha creado el
mejor de todos los mundos posibles. En
una línea más escolástica, el jesuita
Vitus Pichler, en su Theologia polémica
(1713), sostenía que se puede demostrar
racionalmente la posibilidad y la
necesidad de la revelación. Otros
apologistas alema-nes, tanto protestantes
como católicos, tomaron parte en el
debate provocado por el deísta H.
Samuel Reimarus (1694-1768), que
impugnó la historicidad de los
evangelios.
En Francia, Alexandre Houtteville, del
Oratorio, intentó demostrar en su obra
La religión cristiana demostrada por los
hechos (1722), que los relatos de
milagros de los evangelios eran dignos
de fe según los principios generales de
la demostración histórica. El abate
Nicolás Bergier, que escribió varias
réplicas a Rousseau y otros deístas,
defendió la historicidad de los relatos
de milagros del NT en los mismos
términos que Houtteville. Voltaire tuvo
muchos críticos católicos, incluyendo a
Claude Nonnotte y Antoine Guénée.
El profesor de la Sorbona Luke Joseph
Hooke conjugó la postura un tanto
racionalista de Clarke y Pichler con la
más histórica de Houtteville. Su obra
Religionis naturalis et revelatae
principia (1752-1754) empleaba un
método gradual, defendien-do primero
las verdades de la teología natural, la
posibilidad y necesidad de la revelación
después, y finalmente el hecho de la
revelación. Esta aproximación general,
desarrollada en muchas obras estándar
de la época (p.ej., las de Benedikt
Stattler, Ignaz Neubauer y Engelbert
Klüpfel), fue expuesta de manera más
elaborada por el dominico italiano
Pietro María Gazzaniga en los nueve
volúmenes de su obra Praelectiones
theologiae (1788-1793). Para demostrar
la necesidad de la revelación, Gazzaniga
realzó la debilidad de la razón humana,
a la que, sin embargo, creía capaz de
establecer criterios para percibir la
auténtica revelación. Para Gazzaniga el
milagro supremo es la resurrección de
Cristo.
5. Siglo xix. Al final del siglo xviii hubo
una reacción contra el árido
racionalismo de la ilustración. En
Alemania, Fiedrich Schleiermacher
(1768-1834) introdujo un nuevo estilo
de apologética que luchaba, no por
defender los dogmas de la ortodoxia
tradicional, sino por dar entrada al
instinto religioso que da origen a la fe.
En sus conferencias Sobre la religión
(1799) Schleiermacher atacó la pasión
por el cálculo y la deducción, que tendía
a debilitar el sentido y el gusto por lo
infinito. En su síntesis dogmática La fe
cristiana (1821- 1822) defendió el
cristianismo como la suprema
plasmación de monoteísmo, y el
monoteísmo como el más alto modelo de
religión. El poder redentor de Dios en
Cristo, afirmaba, es autoconfirmación
para quienes lo experimentan.
El renacer romántico en el catolicismo
francés está representado por la
apologética de François René de
Chateaubriand (1768-1848), entre otros
muchos. El genio del cristianismo, o las
excelencias de la religión cristiana
(París 1802) de Chateaubriand tomó por
asalto el mundo literario. Al principio
del siglo xix, tradicionalistas franceses
como Joseph de Maistre y Louis de
Bonald abogaron en favor de la Iglesia
católica como el canal a través del cual
la tradición divina se transmitió mejor.
El papado, creían, era esencial para
protegerse contra la anarquía religiosa,
como lo era la monarquía para prevenir
la desintegración civil. Felicité de
Lamennaisescribió un Ensayo sobre la
indiferencia en asuntos de religión
(1817-1823), en cuatro volúmenes, en el
que sostenía que la verdadera religión
es aquella que descansa sobre la
suprema autoridad religiosa, a saber; la
de un papa infalible. El abate Louis
Bautain, vinculado al tradicionalismo,
afirmaba que el único camino efectivo
hacia la fe pasa por una etapa de aceptar
hipotéticamente, por la palabra de
testigos humanos, la verdad de la
revelación. Sólo dentro de tal actitud de
aceptación se puede alcanzar la luz para
discernir con la fe la verdad del mensaje
cristiano (IMphilosophie du
christianisme, 1835).
Hacia mediados del siglo xix, España
dio dos distinguidos apologetas
católicos. Jaime Balmes (1810-1848)
sostuvo que la sumisión a la autoridad
religiosa es la condición necesaria para
la libertad y el progreso social. Juan
Donoso Cortés (1809- 1853) mantenía
que, al divinizar el principio de
autoridad, la Iglesia ca- tóHca ha
condenado las fuerzas del orgullo y de
la rebelión.
La restauración católica en Alemania
encontró un hábil paladín en Bruno
Liebermann (1759-1844), cuya obra
Institutiones theologicae (1819- 1827),
en cinco volúmenes, continuó la
apologética antideísta de sus maestros
escolásticos. Más original fue el
enfoque de Georg Hermes (1775- 1831).
Influido por Kant, sostenía que la razón
práctica puede demostrar que la
aceptación de la fe cristiana es esencial
para la observancia del imperativo
moral evidente en orden a respetar la
dignidad de toda persona humana. Tras
la muerte de Hermes, algunas de sus
obras pasaron al índice porque no
estaban en concordancia con la doctrina
romana de la fe. Johann Sebastian / Drey
(1777- 1853), fundador de la escuela
católica de Tubinga, escribió una
Apologética como demostración
científica de la divinidad del
cristianismo (1847), en tres volúmenes.
Influido por Schleiermacher y Schelling,
Drey subrayó el carácter histórico y
social de la revelación.
La escuela romana, baj o el liderazgo de
Giovanni Perrone, SJ (1794- 1876),
perpetuó el estilo general de apologética
que se encuentra en Liebermann. En su
obra Praelectiones dogmaticae, Perrone,
omitiendo el habitual tratado sobre la
importancia de la religión en general,
centró su atención sobre la religión
revelada en particular. Avanzó con
lógica desde la posibilidad de la
revelación, pasando por su necesidad,
hasta los criterios y, finalmente, la
realidad de la revelación. En otras obras
replicó a los críticos racionalistas de
los evangelios, tales como H.E.G.
Paulus, D.F. Strauss y E. Renán.
En Inglaterra, el principal apologista
católico fue el converso / John Henry
Newman (1801-1890). Basándose en la
obra de Joseph Butler, investigó con
profundidad en las pro- babihdades y
supuestos previos que subyacen al
camino personal hacia la fe. El
cristianismo, terminó diciendo en su
Gramática del asentimiento, es la única
religión en el mundo que puede colmar
“las aspiraciones, ne-cesidades y
presagios de la fe natural y de la
devoción”. En el último capítulo de esta
obra, y en su Apología pro vita sua,
Newman expuso un impresionante
argumento histórico en favor de la
verdad del cristianismo basado en una
amplia convergencia de probabilidades.
En los Estados Unidos, dos notables
conversos del protestantismo, Orestes
Brownson (1803-1876) e Isaac Hecker
(1819-1888), reavivaron la apologética.
Brownson explicó cómo le condujeron a
la Iglesia los escritos de los socialistas
utópicos franceses. Hecker, más
tímidamente americano, elogió el
cristianismo católico como la religión
que mejor armonizaba con el respeto
nacional a la razón, la libertad, la
dignidad humana, la igualdad y el
progreso. Poco después, el cardenal
James Gibbons escribía su popularísima
obra La fe de nuestros padres (1876),
que combinaba una hábil réplica a las
habituales objeciones protestantes con
una aprobación de la separación Iglesia-
Estado. Los escritos del arzobispo John
Ireland (1838-1918) rezu-maban un
progresismo optimista y fe en el destino
de América.
Como reacción al tipo de apologética
enseñada en los manuales de seminario,
el belga Víctor Dechamps (1810-1883),
que llegó más tarde a ser cardenal,
propuso un “método de providencia”
que se basaba en la correlación de dos
hechos: el hecho in-terior de una
palpable necesidad de iluminación
divina y el hecho externo de la Iglesia
como “milagro permanente”. La
correspondencia de estos dos hechos,
afirmaba, hace posible reconocer al
cristianismo católico como un medio
providencial de gracia y salvación.
El concilio /Vaticano I, en su
constitución dogmática sobre la fe
católica (1870), enseñó que este
asentimiento a la revelación cristiana
estaba racionalmente justificado sobre
la base de argumentos extrínsecos. El
concilio parecía apoyar dos estilos
distintos de apologética: uno bíblico e
histórico, en la Hnea de Perrone, y otro
experimental y eclesial, en la línea de
Dechamps. En la última parte del siglo
XIX, teólogos como Franz Hettinger
(1813-1890) continuaron con la
apologética de tipo de los manuales de
seminario, con un marcado acento de los
signos extrínsecos de credibilidad y de
la autoridad. En
Francia, Paúl de Broglie (1834-1895)
sostuvo la trascendencia del
cristianismo en relación con las demás
religiones. En Alemania, Albert María
Weiss, OP (1844-1925), defendió el
catolicismo como la religión del
progreso social.
La apologética protestante después de
Schleiermacher siguió varias tendencias.
Pietistas como August Tholuck (1799-
1877) edificaron sobre la gozosa
experiencia de la regeneración por obra
de Cristo y sobre el testimonio de la
nueva vida concedida por el Espíritu
Santo. Georg F.W. Hegel (1770-1831) y
sus fieles seguidores intentaron
demostrar la conformidad entre dogma
cristiano y la dialéctica histórica de la
evolución del mundo. En Dinamarca,
Só- ren Kierkegaard (1813-1855) atacó
al hegelianismo como una distorsión del
cristianismo. Negando que el
cristianismo pudiera hacerse plausible
racionalmente, sostenía que la paradoja
de la encarnación, que exige un salto de
fe en el vacío, satisface la pasión
suprema de la razón de some-terse a un
objeto que se trasciende totalmente.
Neokantianos como Al- brecht Ritschl
(1822-1899), Wilhelm Hermann (1846-
1922) y Julius Kaf- tan (1848-1926)
intentaron poner de manifiesto los
beneficios prácticos de la fe cristiana.
Adolf von Harnack (1851-1930) apeló a
un estudio crítico de los evangelios para
demostrar que la predicación original de
Jesús se centró sobre la “virtud,
suprema” del amor, doctrina que se
recomienda a sí misma por su sencillez
y sublimidad.
En Inglaterra, Samuel Taylor Co- leridge
(1772-1834) y su amigo Fre- derick
Denison Maurice (1805-1872),
rechazando el método de Paley y de los
evidencialistas, reivindicaron un tipo de
apologética más personal y afectiva. A
medida que la crítica bíblica y el
evolucionismo biológico llegaron a ser
aceptados más ampha- mente, los
apologistas protestantes de habla inglesa
se dividieron en dos escuelas
principales. Los conservadores, como
Benjamín B. Warfield (1851-1921), del
seminario teológico de Princetown, que
rechazaban las nuevas tendencias,
mientras que los liberales, como el
obispo anglicano Charles Gore (1853-
1932), sostenían que la Iglesia debía
acoger los avances de la ciencia.
6. Siglo xx. Al final del siglo XIX, el
laico católico / Maurice Blondel (1861-
1949) intentó reconstruir la metafísica a
partir de un estudio del dinamismo de la
voluntad humana {Acción, 1893).
Afirmaba que este dinamismo no puede
ser satisfecho si no es mediante un don
sobrenatural de comunión con Dios. La
apologética, por tanto, debe demostrar
que el cristianismo satisface el deseo de
lo sobrenatural inherente en la
naturaleza tal y como de hecho existe.
En varios artículos, Blondel propuso un
“método de inmanencia” (/ Inmanencia)
que, de alguna manera, se inspiraba en
el análisis de la “realidad interior” de
Dechamps. La encíclica Pascendi
(1907), dirigida contra el modernismo
católico, parecía condenar el método de
inmanencia,lo que hacía difícil para
Blondel y sus discípulos seguir
insistiendo en sus ideas.
La teoría de la apologética fue debatida
en círculos escolásticos por teólogos
franceses como los dominicos Ambroise
/Gardeil (1859-1931) y Reginald
Garrigou-Lagrange y los jesuítas J.V.
Bainvel y H. Pinard de la Boullaye.
Léonce de Grandmai- son, SJ, compuso
una obra en tres volúmenes, Jesucristo:
su persona, su mensaje, y sus
credenciales (1928), que sirvió durante
varias décadas de réplica habitual a la
crítica bíblica radical. En Alemania,
Karl Adam escribió obras apologéticas
en defensa del cristianismo católico que
combinaban la moderna fenomenología
con un vivo sentido de la solidaridad
comunitaria. Adam desarrolló
deliberadamente su apologética desde
una posición dentro del compromiso de
fe.
Los años treinta y cuarenta fueron
testigos de una avalancha de historias de
conversos, de corte apologético, de las
cuales La montaña de los siete círculos
(1948), de Thomas Merton, es quizá la
más conocida. Los filósofos tomistas
franceses Jacques Ma- ritain y Etienne
Gilson popularizaron el concepto de una
/filosofía cristiana que actúa en un
contexto de fe. El jesuíta paleontólogo
Pierre /Teilhard de Chardin (1881-
1955), adhiriéndose a una visión
evolucionista del mundo, quiso realizar
una síntesis entre ciencia y fe. La fe, en
su opinión, promueve el progreso hu-
mano. Maritain y Gilson, entre otros,
denunciaron el teilhardismo como un
nuevo gnosticismo.
En la teología calvinista más reciente
del siglo XX se puede encontrar una
tendencia conservadora, en la línea de
Benjamín Warfield y la escuela de
Princetown, que muestra un gran recelo
hacia la moderna crítica bíblica. Cari
F.H. Henry, Gordon
H. Clark, Bernard Ramm y otros de esta
escuela insisten con fuerza en los
preámbulos racionales de la fe. En
círculos neoortodoxos, Karl / Barth
(1886-1968) y Rudolf /Bultmann (1884-
1976) rechazaron la apologética como
una capitulación de la fe ante la razón
humana, pero Emil Brunner (1889-1966)
reivindicó la apologética aduciendo que
es capaz de demostrar la falsedad de la
comprensión que la razón tiene de sí
misma. Paul /Tillich (1886-1965), en
respuesta a Barth, insistió en que la
apologética es un rasgo omnipresente de
la teología sistemática, que debe
presentar el mensaje cristiano como una
respuesta satisfactoria a las preguntas
existenciales del hombre.
El anglicanismo dio un grupo de agudos
apologistas laicos, como C.S. Lewis
(1898-1963), que pusieron sus talentos
literarios al servicio de la fe cristiana.
Otros anglicanos, como Alan
Richardson, desarrollaron una
aproximación histórica a la Bibha que
era sensible a los hallazgos de la crítica
moderna y a las complejidades del
método histórico.
En el período que siguió a la segunda
guerra mundial hubo un movimiento,
especialmente en círculos protestantes,
hacia una teología de la secularización.
Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) en
algunos escritos pós- tumos, Friedrich
Gogarten (1887- 1967) y otros
afirmaron que el monoteísmo bíbhco, al
desacralizar el mundo, promovía el
proceso de secularización, y que estaba
de ese modo en armonía con la
civilización moderna. Otros protestantes
de habla alemana, como Gerhard
Ebeling y los llamados posbultmanianos,
renovaron, de una manera ligeramente
distinta, el esfuerzo protestante liberal
por encontrar en el / Jesús de la historia
la norma de la fe cristiana. Wolfhart
/Pannenberg y su círculo han insistido,
como lo hicieran algunos hegelianos del
siglo xix, en que la verdad del
cristianismo debe estar en concordancia
con las exigencias de la razón humana
universal. Hay, sin embargo, fideístas
protestantes y catóhcos que consideran
la fe como una decisión puramente
personal, dependiente de sentimientos
internos atribuidos al Espíritu Santo. Así
pues, la naturaleza de la apologética está
estrechamente unida al modo de
entender las relaciones entre fe y razón
en un determinado sistema.
En la teología católica posterior a 1940
hubo un resurgir de la apologética
interior blondehana en la ob r̂a de Henri
Bouillard y en la de Karl / Rahner
(1904-1984). La apelación de Rahner al
“existencial sobrenatural” y su hipótesis
del “cristianismo anónimo” (/Cristianos
anónimos) tienen ciertas afinidades con
el método de inmanencia de Blondel,
aunque Rahner no comparta el
voluntarismo de / Blondel. Hans Urs von
/ Balthasar (1905-1988) se opuso a la
teología trascendental de Rahner por
considerarla excesivamente an-
tropocéntrica. En diálogo con Barth
intentó elaborar una “teología estética”
que preservara la objetividad y
trascendencia del dato revelado. Ed-
ward Schillebeeckx (1914) y Johann
Baptist Metz (1918) han desarrollado el
equivalente católico de la teología
protestante de la secularización.
Aunque la apologética se ha practicado
desde los orígenes del cristianismo, e
incluso antes en el judaismo, sigue
teniendo en algunos círculos dudosa
reputación. Su mala fama no se debe
simplemente a los excesos del fideísmo,
sino en gran medida a las limitaciones
del tipo de apologética que predominó
desde el siglo xiv hasta la mitad del
siglo xx. Aunque pensadores notables
como / Pascal, Kier- kegaard, / Newman
y Blondel se han resistido al
racionalismo apologético, muchos
apologistas han sobrestíma- do la
capacidad de la pura razón para
demostrar el hecho de la revelación
cristiana. En la teología actual, la
apologética se ve cada vez más como
^na articulación de la inteligibilidad
inherente a la fe misma, e inseparable
por tanto de una buena teología. La
inteligibilidad en cuestión no es la de la
pura razón deductiva, sino la de los
hombres y mujeres reales, tentados a
pecar, pero impulsados por la gracia y
atraídos hacia el Dios que es
confusamente conocido en el anhelo que
él implanta en el corazón humano.
BIBL.: Aigrin R., Histoire de
l’apologétique, en M. Brillant y M.
Nedoncelle (eds), Apolo- géíique, París
1937', 950-1029; Dulles A., A History
of Apologetics, Londres, Filadelfia, y
Nueva York (N. Y.) 1971; Heinz G.
Divinam christianae religionis originem
probare, Mainz 1984; Ruggieri G. (ed.),
Enciclopedia di Teolo- gia
Fondamentale, vol. 1, Génova 1987;
Werner K., Geschichte der
apologetischen und pole- mischen
Literatur der christlichen Theologie, 5
vols.; Schafñiausen; ZOcklerO.,
Geschichte der Apologie des
Christentums, Gütersloh 1907.
A. Dulles
II. Naturaleza y fínalídad
La apologética clásica, tradicional, que
prevaleció durante tres siglos, no
responde más que a una parte de la
teología fundamental actual, que asume,
pero ampliándolo, el proyecto de la
apologética clásica. Representa la
sección de la teología fundamental que
estudia el hecho de la revelación y el
conjunto de los signos que permiten
concluir la existencia de ese hecho.
La apologética clásica no estudiaba la
revelación como misterio, pensando que
esta reflexión pertenecía a la dogmática.
Recibía de ésta sus nociones
fundamentales (revelación, tradición,
misterio, milagro, etc.) y se atenía al
acontecimiento, al hecho. Este tratado
apologético no ha perdido nada de su
validez; pero ahora se integra en una
visión más amplia, a saber: la
revelación en su totalidad del misterio,
de acontecimiento, de categoría
teológica.
En el presente artículo estudiaremos la
apologética tal como se la concebía y
practicaba hasta 1950 por sus mejores
representantes, antes de convertirse en
la teología fundamental sancionada por
la Sapientia chris- tiana, el 29 de abril
de 1979.
1. Definición por vía de negación. Antes
de explicar el proyecto y la naturaleza
de la apologética, no es inútil
caracterizarla por vía de negación;
1) La apologética no es un arte de la
conversión. Muchas de las
ambigüedades que pesan sobre la
apologética se deben a la convicción,
más o menos confesada, de que la
apologética tiene la tarea de “convertir”.
Pues bien, como millares de lectores han
cerrado las obras de apologética sin
haberse convertido, vale la pena acabar
con esta ciencia infiel a su misión.
Importa, por tanto, distinguir la
apologética como artede la apologética
como ciencia. Existe una pastoral de la
conversión. Esta pastoral, que practican
los misioneros y los centros
consagrados a los problemas de la
conversión, consiste en presentar a un
individuo o a un grupo el conjunto de la
doctrina cristiana e invitarles a la fe.
Esta pastoral adopta formas sumamente
variadas, tan variadas realmente como
los propios individuos. La pastoral de la
conversión es necesaria en la Iglesia;
incluso puede recibir cierta forma
científica, pero no es lo que llamamos
teología apologética. La teología
apologética es propiamente una ciencia,
con su objeto, su finalidad y su método.
La demostración apologética desarrolla
un proceso racional y desemboca en una
certeza igualmente racional. Como tal,
no tiende a la fe. Mientras que la
apologética es una ciencia, la fe es un
acto religioso y saludable, una adhesión
personal y total a Dios y a su palabra.
Mientas que el juicio apologético es de
orden especulativo y científico, el
asentimiento de fe es de orden
existencial y es fruto conju-gado de la
libertad y de la gracia. Por el camino de
la conversión es muy posible que la
manifestación del cristianismo como
valor, tal como se revela en el encuentro
con la santidad auténtica, ejerza más
seducción que la demostración completa
y sabia de la más rigurosa apologética.
2) Aunque sus orígenes dej an entender
lo contrario (lucha contra los judíos y
los gnósticos), la apologética no es un
sistema de defensa contra los
adversarios. Durante siglos la
apologética ha consagrado lo mejor de
sus energías a organizar cruzadas.
Afortunadamente, ha perdido el tono
polémico y tajante que la había
desacreditado. La teología es ante todo
una ciencia positiva, que debería existir
aun cuando no hubiera adversarios.
Además, los estudiantes actuales, que
viven en un clima de ecumenismo, no
pueden soportar ese tipo de apologética
erizada de púas y acorazada de hierro.
Ciertamente, es significativo de este
cambio operado en los espíritus el
hecho de que estudiantes ortodoxos,
protestantes o musulmanes puedan
asistir a los cursos de apologética en las
universidades católicas sin sentir la
menor molestia.
3) La apologética no es, como creyeron
algunos (p.ej., Dieckmann), un simple
tratado filosófico-históri- co. Si la
apologética se sirve de la historia y de
la filosofía, no por eso deja de ser
teología. La apologética es una auténtica
teología: interior a la fe, es siempre —
en el creyente— la búsqueda de la
inteligencia aplicada al dato revelado.
El que esta reflexión, debido al objetivo
que busca, tenga que servirse de los
datos de la historia, de la filología o de
la filosofía no le quita nada a su
intención esencial, que es comprender el
dato revelado: en este caso, como un
hecho histórico; en dogmática, como
misterio. Debido a una falsa concepción
del trabajo teológico, se ha exagerado la
distinción entre apologética y
dogmática, que están hechas para
completarse y vivificarse, ya que la
realidad estudiada es a la vez
acontecimiento y misterio.
4) La apologética no es filosofía de la
religión. El objetivo esencial de la
filosofía de la religión es un objetivo
del filósofo, no del creyente. No estudia
los misterios como objetos de fe
(dogmática) o como dignos de fe
(apologética), sino la religión como
actividad humana y como actividad de
conciencia. Estudíalos fenómenos que
desencadena la religión, las categorías
que utiliza. Para la filosofía de la
religión, la revelación no es nunca más
que un criterio negativo. La apologética,
por el contrario, trabaja siempre bajo la
dirección de la Iglesia y bajo la presión
de la fe en busca de inteligencia. Según
la expresión de Y. Congar, la filosofía
de la religión estudia el acto religioso,
la fe cristiana, pero desde abajo. “Su
nivel de trabajo y su método le impiden
emitir el juicio último sobre la totalidad,
ya sea de las condiciones existenciales
de la fe, ya sea de su objeto. Este juicio
corresponde a la teología” (Y. Congar,
La fe y la teología, Herder, Barcelona
1970, 252).
2. Naturaleza de la apologética. Depués
de esta indicación de orden negativo,
digamos lo que entendemos
positivamente por apologética:
1) El conjunto de los teólogos reconocen
que la apologética es una verdadera
teología. Pertenece al ha- bitus teológico
en ejercicio de inteligencia del dato
revelado. Se aplica a comprender ese
dato precisamente en cuanto revelado y,
consiguientemen-te, en cuanto digno de
fe. O lo que es lo mismo, intenta mostrar
la rectitud humana de la opción de fe
que está al principio de toda teología
cristiana. Porque, si la fe es un acto
libre y razonable, la razón tiene que
poder mostrar que no se compromete sin
razón. Se trata de la primerísima
reflexión, que es análoga, en teología, a
lo que son la ontología y la crítica en
filosofía.
2) Para expresar la intención primera de
la apologética, los autores tienen
formulaciones diversas, pero
sustancialmente idénticas. Si se
considera la apologética desde el punto
de vista de la revelación, se dirá que es
la ciencia de la credibilidad de la
revelación. Intenta establecer de forma
metódica (en conformidad con las
exigencias de la ciencia), mediante un
discurso válido especulativamente (que
responda no sólo a las exigencias de la
vida práctica, sino también a las del
espíritu crítico) y válido um-
versalmente (en virtud del valor
objetivo de los argumentos, y no sólo en
virtud de la autoridad del que habla o de
la debilidad del que escucha), que la
religión cristiana es digna de fe, puesto
que es de origen divino. En otras
palabras, es la exposición cien-tífica de
los signos que atestiguan el hecho de la
revelación y, en consecuencia, dan
testimonio de la credibilidad de la
religión cristiana. Si se considera la
apologética desde el punto de vista de la
fe, se dirá que se aphca a “la
exposición, en un discurso válido a los
ojos del no creyente, de lo que el
creyente considera como los
fundamentos racionales de la decisión
de fe” (H. Bouillard).
3) La apologética tiene que preocuparse
no solamente del objeto de estudio
(testimonio de Cristo, signos de su
misión, proyecto eclesial), sino también
del sujeto humano al que se dirigen la
revelación y los signos de la revelación.
Por sujeto humano entendemos el
hombre con sus aspiraciones,
inclinaciones e indigencias profundas,
tal como las describieron, por ejemplo,
Pascal y Blondel. Si la apologética
descuidara al sujeto humano, no tardaría
en caer en un ex- trinsecismo demasiado
árido. Si ignorase los hechos divinos y
pretendiera encerrarse en el sujeto, se
disolvería en un lenguaje sin
significación. Así pues, la apologética
objetiva y la apologética subjetiva no
son dos caminos de acceso diferentes
para convertir, ni dos métodos que se
sucedan en el tiempo, sino dos aspectos
de una apologética integral. La
consideración de la subjetividad, en esta
perspectiva, no es simplemente paralela
a la demostración, sino co- extensiva a
la demostración total, interviniendo en
la estructura de cada uno de los
argumentos. Tiene una especial
importancia en dos momentos
privilegiados. Al principio, para
mostrar que el hombre, si está atento a
los datos de su mundo interior, no puede
negarse al menos a abrirse a la hipótesis
de un acabamiento que le vendría de
Dios, como un don, y para estudiar las
condiciones de acogida de una eventual
palabra de Dios, que le significaría ese
don y ese acabamiento. La
consideración del sujeto interviene
además en el estudio de los signos de la
revelación para mostrar que el
desciframiento concreto de esos signos
no puede llevarse a cabo sin un cierto
número de disposiciones, sin las cuales
los signos serían meros enigmas,
fenómenos no sólo aberrantes, sino
irritantes. La apologética auténtica se
mantiene entonces a medio camino entre
una pura apologética del objeto y una
apologética pastoral, preocupada
inmediatamente de la conversión.
4) La reflexión apologética sobre el
hecho de la revelación es una función
eclesial: es la función por la que la
Iglesia toma conciencia, para ella

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