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Venga tu reino Teología fundamental Roma Ces 2015 (Fitojim) DTF ? TEOLOGÍA Sumario: 1, Definición (R. Fisichella). II. Epistemología (R. Fisichella). III. Eclesia- UDAD y LIBERTAD (M. Seckler). IV. Teología y CIENCIAS (M. Seckler). V. Teología y filosofía (R. Fisichella). I. Definición El fundamento y el centro de la teología es la revelación de Dios en Jesucristo. Su objetivo particular es la inteligencia crítica del contenido de la fe para que la vida creyente pueda ser plenamente significativa. Las coordenadas que se han asentado para la comprensión del concepto de teología no han sido siempre las mismas a lo largo de la historia. En cuanto reflexión histórica sobre la fe y sobre sus contenidos, la teología ha ido sufriendo una constante evolución en su intento de autodefi- nirse; evolución que puede identificarse con la misma historia del pensamiento cristiano. El término teología theologhéin es de origen no cristiano; los primeros datos que se pueden recuperar son los que ven a la theologhía ligada al mito. Homero y Hesíodo son llamados theológoipor su actividad peculiar de componer y de contar los mitos. Aristóteles, al dividir la filosofía teorética en matemática, física y teología, la identificará con la metafísica en cuanto “philosophia perennis” {Met. VI, 1,1025). Los estoicos, como recuerda Agustín, son los primeros que utilizaron este término con una connotación religiosa, ya que lo identifican como “ratio quae de diis explicatur” (PL XLI, 180). Tan sólo progresivamente, tanto en Oriente como en Occidente, se fue imponiendo el uso cristiano de este término. Para Clemente de Alejandría, theologhía será el “conocimiento de las cosas divinas”; para Orígenes indica la verdadera doctrina sobre Dios y sobre Jesucristo como salvador; sin embargo, le corresponde a Eusebio de Cesarea el privilegio de haber sido el primero que atribuyó al evangelista Juan el título de theologos por haber escrito en su evangelio una doctrina eminente sobre Dios. Así pues, a partir de Eusebio, theologhía indicará la verdadera doctrina, la cristiana, que se opondrá a la falsa doctrina enseñada por los paganos. A continuación, Dionisio establecerá una distinción, que sigue siendo válida hasta nuestros días, entre una teología mística, simbólica, escondida, que une con Dios, y otra teología más manifiesta, más filosófica, que tiende a la demostración racional. Una última connotación digna de interés que proviene de los padres griegos es la que identifica la theologhía con la doctrina sobre la Trinidad, para distinguirla de la doctrina sobre la encarnación, que será llamada oeconomía. El período monástico — pensemos en los nombres de Evagrio Póntico y de Máximo el Confesor— hablará finalmente de “theologhía” como el culmen del co- nocimiento y la plenitud de la gnosis, por haber sido realizada bajo la guía del Espíritu. Para el Occidente, es especialmente Agustín el que introduce el uso religioso del término en la cultura y en el lenguaje común. El entendimiento que interviene en la comprensión de la fe es contemplación de un espíritu creyente que, puesto que ama, desea alcanzar la plenitud de la realidad amada. En una palabra, theologhía para el pensamiento patristico señala el esfuerzo por penetrar cada vez más en la inteligencia de la Escritura y de la palabra de Dios; por eso mismo resultará normal el intercambio entre “theologia” y “sacra pagina” o “sacra doctrina”, terminología que permanecerá felizmente intacta durante todo el siglo XII. Se verifica una primera señal de cambio con Boecio, que da a conocer la distinción de las “ciencias” de Aristóteles; Alcuino comienza la reforma carolingia con la distinción de las artes del trivio y del cuadrivio; la dialéctica, como método de investigación, comienza a abrirse cada vez más camino...; se llega así a la formulación de las primeras Sententiae, sacadas de la colección de los escritos de los santos padres, y a la utilización de la grammatica. Se da realmente un salto cualitativo con la pre comprensión anselmiana de theologia. En su intento de establecer un equilibrio entre el planteamiento “monástico”, que alimentaba preferentemente la comprensión de una autosuficiencia de la fe, y el planteamiento “dialéctico”, que tendía a absolutizar la exigencia de la razón, Anselmo crea el principio del quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam. La fe que ama quiere conocer más; por consiguiente, la ratio se fundamenta en la fides, sin que por ello sea menos autónoma en su búsqueda. Sin embargo, será Abelardo el que se recordará como el primero en haber dado el paso de una “sacra pagina” a una theologia entendida como scientia, por haberse convertido en quaestio. De poco servirán las resistencias de Bernardo para mantener relegada la theologia a la perspectiva del “non quasi scrutans, sed admi- rans”. Tomás no podrá menos de ratificar el planteamiento del Magister sententiarum, concibiendo la theologia como la forma de conocimiento racional de la enseñanza cristiana; lo que la fe acoge como don, la theologia lo explícita y lo explica a la luz de la comprensión humana con sus propias leyes. Buenaventura, permaneciendo fiel a la corriente monástica, mantendrá la acentuación sobre el papel y la presencia de la gracia; Duns Escoto, después de él, será el mayor representante de esta forma de pensar. Por aquel mismo tiempo, Guillermo de Occam favorecerá la entrada de la crítica y del nominalismo. El humanista Erasmo de Rotterdam acentuará hasta tal punto la crítica, que llegará a sustituir con ella en adelante a la quaestio medieval. Melchor Cano marcará la época de la reinvención de las auctoritates a través de los / lugares teológicos, y el Tridentino culminará con las especulaciones del saber teológico. El siglo xviii verá cómo se acentúan las formas de los “sistemas” y la organización del saber teológico en las enciclopedias. La Aeterni Patris, finalmente, registra un cambio ulterior con el intento de un retorno al pensamiento de santo Tomás, interpretado, sin embargo, a la luz de los nuevos principios filosóficos. Desde el punto de vista histórico, el artículo de Y. Congar en DthCnos ofrece un estudio completo, que se ha convertido en una verdadera obra clásica de la literatura teológica. Pero todavía es preciso observar que la comprensión de la teología se reía- dona y se “adapta” en diversas ocasiones a las diferentes épocas históricas con que llega a encontrarse. Esto es señal de una característica determinante del saber teológico: la historicidad de la reflexión de la fe, que permite al mismo tiempo mantener siempre viva la pregunta sobre la inteligibilidad del misterio y encontrar una respuesta que sea conforme a las diversas conquistas del saber humano. El cambio de horizonte que ha llegado a crearse con el Vaticano II ha alejado a la teología de aquel contexto controversista-apologético que había caracterizado a los cuatro siglos anteriores, para colocarla en un sereno diálogo con las culturas y las ciencias, a fin de hacer evidente la com- plementariedad de cada una de ellas con vistas a la globahdad del saber, para una existencia humana cada vez más digna (cf GS 53-62). Al faltar entonces una única referencia filosófica, sustituida por una pluralidad de referencias con diversos sistemas filosóficos, y al haber adquirido una comprensión hermenéutica más global y profunda del dato bíblico, la teología se caracteriza mejor hoy a la luz de una pluralidad de teologías que dejan vislumbrar las diversas metodologías adquiridas. Sin embargo, hay nuevos problemas que requieren una mayor reflexión y que pueden caracterizar a la actualidad teológica en el momento en que, una vez más, intenta auto- comprenderse; pueden señalarse tres por lo menos; 1) la determinación del estatuto epistemológico que, en cada ocasión, se refiere al nuevo saber científico; 2) la eclesialidad de la teología, que comporta la responsabilidad pública de la inteligencia de fe y la superación de una contraposición entre el saberteológico en cuanto tal y el saber teológico regional o contextual; 3) la relación teología- magisterio, que comporta la indicación de las mediaciones propias de una teología como inteligencia ecle- sial de una fe comunitaria y la libertad del sujeto epistémico en su búsqueda científica. II. Epistemología La teología fundamental, en cuanto epistemología teológica, tiene que responder previamente al menos a tres cuestiones fundamentales que se imponen para el saber teológico: 1) la aparición de la teología; 2) la determinación de su contenido; 3) su autojustificación como conocimiento crítico de la fe. 1. LA APARICIÓN DE LA TEOLOGÍA. El punto de partida de la teología como autoconciencia refleja de la fe es lo que llamamos la admiración concienciada del creyente al plantearse la pregunta: “¿Por qué creo?” Con esta categoría de la admiración concienciada se quiere recuperar ante todo un dato común a toda la historia del pensamiento, que encuentra precisamente en la “admiración” el comienzo de toda conciencia que sabe percibir lo existente. Es la admiración que surge en el sujeto en el momento en que está presente a sí mismo en el acto de reflexionar y de descubrirse a sí mismo como un sujeto pensante, presente en la historia, en el mundo, como proyectador de sí y del mundo. Es la admiración la que le permite autocomprenderse como sujeto activo de la historia, por ser capaz de volver sobre sí mismo una vez que ha salido de sí para la averiguación y el conocimiento de lo real (reditio in se ipsum). En una palabra, la admiración es lo que está en el origen del buscar humano y del comprender; es lo que puede permitir la recuperación de todo lo que nos ha precedido, nos determina y que constituirá nuestro futuro. Sin la admiración nos haríamos extraños a nosotros mismos y a la historia, por ser incapaces de realizar un nuevo saber. Es posible ver realizada esta realidad también dentro del saber teológico como aquel momento en que el creyente tiene conciencia de la gratuidad del ser llamado a la comunión de vida con Dios. Es la admiración de descubrirse a sí mismo como sujeto capaz de un acto que cualifica antropológicamente la existencia y que se comprende como realidad que, en cuanto tal, no puede exigirse, sino sólo ser acogida como un don; es, en una palabra, la conciencia del ser misterio y del participar de la infinitud del misterio. Esta admiración no es fruto de la emotividad, sino una actividad peculiar del sujeto epistémico; por eso precisamente, en el momento en que se plantea la pregunta del “¿por qué creo?”, se realiza también dentro de la fe y aparece la teología como inteligencia de la fe. Esto permite ya comprender que el horizonte en que se plantea la pregunta está determinado desde el principio por el ser ya creyente. En efecto, hay un acto fundamental que precede al conocimiento reflejo del sujeto creyente, y es el que provoca que aparezca la admiración, es decir, el acto de gracia mediante el cual Dios llama a cada uno a la fe. Así pues, antes de que el creyente pueda ponerse ante Dios en el acto de pronunciar categorialmente su nombre, como expresión de una actividad intelectual personal que dé contenido a la fe, existe ya la realidad del ser conocidos por Dios y haber sido llamados en Cristo a la salvación (cf 1 Jn 4,10). Por tanto, la admiración concienciada y la certeza de la llamada a la salvación constituyen el contexto necesario para que la fe del creyente pueda constituirse como elemento reflejo. Además, la condición de realización de la teología, especialmente respecto a las otras ciencias (/ Teología, IV), debe recurrir necesariamente a su carácter particular de paradoja. El primer dato paradójico que surge de este horizonte afecta tanto al objeto de la teología como a su sujeto epistémico. Efectivamente, la fe, como punto fundamental dentro del cual nace la reflexión, determina el contenido de la búsqueda hasta tal punto que éste se presenta ya como verdad fundamental y no como verdad que haya que demostrar. El contenido revelado que hace surgir a la teología es considerado ya y creído por ésta como una verdad que no hay que demostrar, sino tan sólo comprender intelectualmente y hacer comunicable. El carácter paradójico de esta expresión aumenta cuando se considera que la verdad dada no es fruto de la abstracción especulativa, sino que es una persona histórica, en la concreción de su existir. La verdad de un sujeto histórico se convierte aquí en pretensión de verdad sobre toda la humanidad y en centro propulsor de verdad para la comprensión de toda la historia. Pero, sobre todo, es una verdad que manifiesta toda su evidencia de paradoja en el momento en que asume la muerte de Jesús de Nazaret como el criterio para expresar la verdad última sobre Dios. En la muerte, que antropológicamente constituye el punto más impenetrable del saber humano y el más difícil de ser acogido, ya que en él llega a su cima la contradictoriedad de la existencia (GS 18), es donde nos sale al encuentro la forma que expresa la donación total de Dios a la humanidad. En Jesús de Nazaret, la teología recibe al mismo tiempo el objeto de su investigación y la verdad sobre el hombre y su destino. La pasión, la muerte y la resurrección constituyen la “prenda” de la salvación que se da en la espera del cumplimiento escatológico. Finalmente, en este horizonte la teología comprende que se le ofrecen también unas mediaciones que-van más allá de las categorías del saber humano. Se le dan porque pertenecen a la economía de la revelación, que comprende: la constante presencia del Espíritu para orientar a la Iglesia en su comprensión del sentido de la palabra, hasta que no se haya alcanzado por completo la verdad en su totalidad (Jn 16,13); los carismas, que habilitan a los diversos creyentes en la mutua responsabilidad por la construcción de la comunidad entera (1 Cor 12-14); la infalibilidad en la interpretación de la fe auténtica (LG 25); el sentido de la fe como patrimonio de todo el pueblo de Dios para el discernimiento de la verdadera tradición (LG 35). De esta situación paradójica se derivan por lo menos tres principios de los que no es posible prescindir para un saber teológico correcto: a) En la medida en que es la fe la que pone en acto a la teología, es la misma fe la que muestra a la teología las razones sobre la necesidad de la inteligencia de la fe. Por consiguiente, la inteligibilidad del dato revelado no es un principio extrínseco a la revelación, sino interior a ella, y por tanto principio que pone en acto a la teología. b) Toda reflexión teológica —excepto la neotestamentaria, que por su propia naturaleza se sitúa como norma normans para toda teología— es histórica y está relativiza- da por su propio objeto. Por tanto, la libertad de la investigación científica no puede perjudicar a la ortodoxia del contenido de la fe, sino que tendrá que confrontarse con él y acogerlo obediencialmente. c) La fe dará a la teología los caminos maestros para que pueda alcanzar realmente su contenido. Con Anselmo, podríamos identificarla como: delectatio, es decir, gozo por haber descubierto el objeto de la investigación y gratitud por haberlo recibido; adoratio, por la que se percibe y se comprende el final del recorrido que desemboca en la profesión del rationabiliter comprehendií incomprehensíbile esse. 2. El contenido de la teología. Ei contenido de la teología es la revelación de Dios en Jesucristo o, en otras palabras, el misterio global de la encarnación. La teología es la “concreción del logos ”(E. Peterson), que abarca la globalidad del dogma cristiano, que se extiende a partir del misterio insondable de Dios hasta alcanzar el misterio del hombre. Por tanto, la revelación constituye el fundamento y el centro de la teología; es su contenido peculiar. Sin embargo, el primer contenido que tendrá que hacerse inteligible gracias al proceder teológico será precisamente el de las categorías que acabamos de señalar. Decir fundamento es lo que, a nivel teóricoy temporal, es la condición de posibilidad del saber. Teóricamente, hablar de revelación como fundamento de la teología implica tener presente un triple elemento que sólo en la terminología (cf R.L. HART, Unfi- nished Man and Immagination, Nueva York 1968, 83-97) equivale a lo que se constata como ya fundado, lo que se está fundando y lo que no está aún fundado, pero lo estará. Por consiguiente, la revelación constituye para la teología una realidad dinámica: a partir de un acontecimiento inicial se desarrolla un movimiento ulterior que permite una comprensión histórica, pasada y actual, del mismo, pero sin tener que cerrar el futuro. La comprensión que se posee del acontecimiento debe referirse a él como a su principio formal y causal, ya que no hay ninguna otra posibilidad de conocimiento del fundamento fuera del fundamento mismo. En otras palabras, afirmar que la revelación constituye el fundamento de la teología equivale a recuperar el elemento pre-reflexivo que comporta la afirmación de un contenido completamente nuevo, que sólo puede ser dado por revelación. Existe, pues, la presentación de un novum, que es dado y que se impone con su verdad evidente, como una realidad que el sujeto creyente no puede darse, sino sólo recibir por revelación. El conocimiento más adecuado que se puede tener de este novum es dado por la fe como la forma de conocimiento propio y adecuado al objeto del conocer. La triple estructuración del fundamento afecta a la investigación teológica, ya que ella acepta lo que ya está fundado, comprende lo que se está fundando mediante la fe ininterrumpida de la Iglesia y prepara lo que no está fundado todavía, a través de su tensión constante hacia el acontecimiento escatológico. Al hablar de revelación como centro de la teología, se hace una referencia más directa a la sistemática de la investigación. Esto significa que todo el saber teológico necesita estructurarse en torno a la revelación, ante todo para poner de manifiesto que el principio formal de las diversas disciplinas es uno solo, pero que igualmente el misterio de la revelación, desde el punto de vista científico, está sometido a la complementariedad de las perspectivas, que sólo en su conjunto y en la interdependencia recíproca puede ofrecer la perspectiva global (cf OT 16; Sapientia christiana). 3. EL conocimiento crítico de LA FE. El último elemento que hay que justificar es el hecho de que la teología constituye el saber crítico de la fe; dicho en términos clásicos, estamos ante las primeras relaciones de fe-razón. Plantearse la pregunta sobre el saber crítico de la fe es ya de suyo un dato teológico, pues dentro de la fe el creyente, en cuanto sujeto epistémico, posee un conocimiento que le da certeza. Esto es lo que se percibe en la experiencia común del conocer humano; el saber es una experiencia original del sujeto, mediante el cual se descubre la realidad propia como actividad pensante. Este saber primero y fundamental es él mismo certeza, ya que cada uno sabe que sabe: un saber inmediato que está constituido por la propia existencia y por el encuentro con la realidad. En su movimiento externo, el saber se ve atacado por la duda, que pone en crisis al mismo saber; “scio me nescire”. Sin embargo, el “no saber” se ve orientado hacia nuevas adquisiciones de un saber primero no conocido. Tenemos por consiguiente, un movimiento con una doble característica: el sujeto expresa la voluntad de saber porque sabe que no sabe, pero esto corresponde a un primer saber que fundamenta la certeza del saber mismo. La existencia creyente está también inserta en esa certeza de la salvación que le permite a cada uno concebirse como una persona llamada a la comunión de vida con Dios a través de la gracia. La admiración ante esta realidad que suscita en el sujeto la pregunta del “¿por qué creo?” corresponde a aquella primera cuestión que hace surgir simultáneamente la certeza de una primera existencia de fe y la necesidad de ir progresando, ya que se descubre que el misterio no es conocido todavía. Por tanto, la pregunta sobre la necesidad de un saber confiere ya al creyente una certeza primera y fun- damental, puesto que al preguntar ya afirma, aun cuando su preguntar se oriente hacia un sentido y un saber cada vez más grande. Pero la teología constituye el saber crítico, es decir, un saber que analiza la relación existente entre el contenido del saber personal y el del nuevo objeto conocido. Por consiguiente, al ser crítico, es un conocimiento que llega a la conclusión de un procedimiento mediante el cual se alcanza el juicio. Pero juzgar significa haber encontrado ya una conformidad entre la certeza original y el contenido del objeto; en consecuencia, se tendrá un juicio crítico solamente cuando se haya alcanzado la esencia del objeto conocido, y no una personal representación del mismo. La / fe constituye la respuesta plena y libre del creyente a la revelación de Dios (DV 5); corresponde al don de gracia con un acto totalmente humano, en donde “el entendimiento y la voluntad”, sinónimo de la globalidad de la persona, se ven plenamente comprometidos en una unidad indisociable. La verdad que es acogida en la fe es fruto del conocimiento del saber del creyente que, con el mismo acto de fe, indica la correspondencia que tendrá que ponerse, en el plano gnoseològico, entre su conocer y el objeto por conocer. De este modo la fe expresa la forma de conocimiento que corresponde a la naturaleza del objeto conocido; en resumen, para ser conocido, ese objeto necesita del conocimiento de fe. Por tanto, el creyente conociendo cree y creyendo conoce; esto significa que en un solo acto, el de la fe, está presente de modo plenamente humano la forma de conocimiento que es la expresada por el creer. El conocer, en relación con la revelación de Dios, no es distinto del creer, ya que es la única expresión que puede corresponder al objeto de conocimiento. Sin embargo, la verdad que se presenta no es un conocimiento abstracto, sino que se refiere, por el contrario, a la historicidad de Jesucristo (/ Cristología fundamental) como verdad última y definitiva que se entrega a la humanidad para que encuentre el sentido de su existencia. La teología, como saber crítico de la fe que ya conoce y sabe que ese contenido es verdadero, tiene que mostrar, siguiendo las líneas de un saber y de un desarrollo científico, que se da una plena correspondencia entre lo que la fe presenta como verdadero y lo que el sujeto comprende como tal. En otras palabras, el creyente obtiene de la revelación, acogida en el saber de la fe, el contenido de su conocimiento; y este contenido es analizado y conocido por la teología en cuanto saber crítico a través de los elementos que lo componen; la historicidad, el lenguaje, el comportamiento y el anuncio de Jesús de Nazaret deben relacionarse críticamente con lo que la fe ya conoce como verdad, para que se pueda crear aquella circularidad entre la fe y la razón que imprima al acto de fe su forma plenamente humana. Lo que la fe acoge en su creer no está cerrado a la razón, sino que está de suyo abierto; se le da a la razón porque ésta, en el acto mismo de creer, está ya realizando una forma pecuhar de conocimiento. Tan sólo una visión distorsionada de la racionalidad y de la fe ha podido separar los dos elementos y verlos como extraños el uno al otro. La fe no es un sustitutivo de la voluntad cuando la razón no puede ir más allá; y la razón crítica no es la única forma de conocimiento del saber humano. Tan sólo una recuperación de sus relaciones a la luz de una búsqueda autónoma, aunque complementaria, entre la filosofía y la teología podrá poner más de manifiesto la legitimidad de un saber de la fe y la necesidad de una fe conocida. BIBL.: ALFARO J., Rivelazione, fede e teologia, Brescia 1986; ALSZEGHY Z. y FLICK M., ¿Cómo se hace la teología?, Paulinas, Madrid 1976; BALTHASAR H.U., von, Einfaltungen, Munich 1969; ID, El lugar de la teología, en Verbum Caro. 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En este último, apología tiene el valor de un término técnico (“acusación / defensa”). Pero también se la encuentra con un sentido más amplio, indicando simplemente una respuesta explicativa. 2. Examen de esta voz en los textos bíblicos. La Escritura presenta tres derivaciones del lexema apolog-: apologheomai (tres veces en el AT y 10 en el NT), apologhia (una vez en el AT y ocho en el NT) y apologhéma (una sola vez, en Jer 20,12). Las cifras indican un notable incremento del léxico en el NT; en efecto, la suma total de las frecuencias está en una proporción de 5 a 18. Por otra parte, se observa —no sin sorpresa— que la voz apologia està ausente en los diccionarios bíblicos y teológicos más conocidos de nuestro siglo (BL, BThW, GLNT, TBLNT...). Quizá se dé, en esta omisión, una relación con la crisis de una teología apologética demasiado preocupada por defender la fe de los ataques de los adversarios (/ apologética). De todas formas, este silencio hace aún más necesaria la búsqueda del significado bíblico de esta terminología. Para saber qué indica la Escritura con las voces apologheomai y apologhia es necesario ante todo examinar los contextos, ya que es distinto su significado en el terreno forense del que tiene en las diatribas o bien en un contexto de persecución. En el AT el verbo se presenta por primera vez en Jer 12,1, para traducir el hebreo ríb, término clásico de la disputa, judiciaria o no judiciaria. Pero aquí el profeta lo usa para describir sus relaciones con Dios, su entrar en discusión (’arib apologhéso- maí) con él, su interrogación sobre el modo de obrar de Dios. También traduce el hebreo ríb el substantivo apologhéma en Jer 20,12. El profeta, perseguido por sus enemigos, sostiene que ha confiado su defensa al Señor. De este modo el uso forense se traslada al plano religioso, en donde indica una confianza plena en la justicia divina. Por el contrario, el verbo tiene un significado político en 2Mac 13,26, donde se habla de la autodefensa de Lisias contra los ciu-dadanos de Tolemaida. Es significativo que la única aparición veterotestamentaria de apolo- ghia esté presente en un contexto sapiencial (Sab 6,10). Se trata de una advertencia dirigida a los poderosos de la tierra para que aprendan la sabiduría y se porten rectamente (Sab 6,1-11). En efecto, un juicio severo aguarda a los que están arriba. Pero el que se deje enseñar por la sabiduría y guarde las “cosas santas”, encontrará en ellas su propia defensa. Así pues, se le atribuye a la sabiduría una función apologética, en el sentido de que se la reconoce capaz de defender a sus devotos. En el NT el léxico está presente casi exclusivamente en Pablo y en Lucas (única excepción: 1 Pe 3,15), por lo que se ha hablado de un influjo helenístico. En cuanto al uso, se reduce a dos terrenos fundamentales: la situación de conflicto (social y re-ligioso) y el contexto misionero. En el primer caso, el lenguaje expresa la confrontación/choque del joven cristianismo con el ambiente pagano por una parte y con la sinagoga por otra (cf Le 12,11; 21,14; 19,33; referido a Pablo, en He 22,1; 24,10; 25,8; 26,1.2.24; 2Tim 4,16). En el segundo caso, el léxico apologético está en función del movimiento misionero y muestra la influencia de la propaganda judeo- helenística (ICor 9,3; 2Cor 7,11; 12,19; Flp 1,7.16). 3. IMPORTANCIA DE IPE 3,15. Para la teología fundamental encierra una especial importancia el significado de apologhia en IPe 3,15. Este escrito va dirigido a unos cristianos que viven en situación de diàspora en las provincias romanas del Asia Me-nor. Toda la carta —y en especial el trozo al que pertenece este pasaje (3,13-17)— dej a intuir un clima tenso y hasta de hostilidad y violencia, aunque sin llegar a la persecución. En este contexto el autor interviene con una argumentación sumamente positiva. Confía en la lógica de la reciprocidad que regula la vida civil. Generalmente, el bien es reconocido y apreciado. Por eso piensa que la oposición del ambiente puede resolverse si, por su parte, los cristianos se deciden a obrar bien: “¿Quién podría haceros daño si os empeñaseis en hacer el bien?” (IPe 3,13). Esta pregunta, claramente retórica, prevé una respuesta consoladora (¡nadie!). Pero no excluye que las cosas se resuelvan de otro modo. En efecto, Pedro sabe por experiencia —como testigo de los sufrimientos de Cristo (5,1)— que el bien puede pagarse a veces con el rechazo y la enemistad. La posibilidad del sufrimiento injusto, previsto ya en la exhortación a los domésticos (cf 2,19-20), se presenta de forma realista a todo cristiano y remite a la bienaventuranza evangélica: “Si, a pesar de todo, os veis obligados a padecer por la justicia, ¡dichosos (makarioi) vosotros!” (3,14; cf Mt 5,10). Pero el autor no considera esta posibilidad como ordinaria, y por su parte intenta reforzar la idea de que la fuerza del bien es convincente: los cristianos deben dar una prueba de ello. Este convencimientovuelve de nuevo en la conclusión del trozo: siempre es mejor sufrir —si Dios lo quiere— por haber hecho el bien (agathopoieö) que por haber obrado mal (v. 17), como demuestra el ejemplo de Cristo, al que Dios exaltó (3,18-22; cf 2,21-25). El sentido de “apología” debe captarse en la perspectiva de esta argumentación típica. Se exhorta a los creyentes a no dejarse paralizar por el temor que inculcan los adversarios, a no sucumbir a sus críticas y a su hostilidad, sino a resistir más bien la confrontación positivamente y con discreción. Con una expresión atrevida se les invita a “santificar” en sus corazones a Cristo, reconociéndolo como Kyrios, como Señor escatológico. Esta relación cordial con Cristo será la que los haga disponibles (etoi- moi) en todo tiempo (aei) a dar “explicación” (apologhia) a cuantos pregunten por el motivo de su esperanza (v. 15). No ciertamente con arrogancia, sino con mansedumbre, respeto y “buena conciencia” (v. 16a). Para Pedro el objetivo de esta apología es el de desacreditar las calumnias con los hechos. El que habla mal de los cristianos tendrá que desdecirse, al observar su comportamiento honrado (3,16b; cf2,12). ¿Qué sentido tiene entonces apologhia en este contexto? Parece que ha de excluirse el de una defensa de carácter público y legal, una denuncia ante un tribunal. En efecto, aunque la locución aitein tina logon peri tinos (pedir razón a alguien de alguna cosa) y la voz apologhia pueden tener un sentido jurídico, no parece que sea ése su valor en este trozo. El autor, que habló ya de sumisión a la autoridad civil (cf 2,13- 17), no menciona en este caso ninguna categoría específica. La demanda de explicación puede venir de cualquiera (pan- ti); por eso hay que pensar en un interrogatorio informal, ligado a la vida de cada día. En esa vida cotidiana, expuesta a la observación curiosa y tendenciosa, es donde los cristianos tienen que estar siempre dispuestos a la apología. En semejante contexto parece inadecuado igualmente el sentido de apología como defensa racional de la fe. No es casual que el objeto al que se refiere la pregunta no sea ante todo la fe, sino la esperanza (elpis), tema central en el escrito de Pedro (1,3.21; 3,15). Con este término, más que la adhesión a una doctrina, se intenta designar el nuevo planteamiento de vida, la regeneración obtenida mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1,3). La pregunta entonces parte de la praxis, ya que los cristianos, debido a la esperanza que hay en ellos {en hymin: en cada uno y en la comunidad), viven de forma distinta. Este comportamiento atípico respecto al de otros tiempos hace surgir la pregunta sobre el sentido de conjunto de la nueva orientación de vida, sobre la esperanza a la que están radicalmente orientados los cristianos. Pues bien, a una pregunta relativa al sentido de una vida no se responde generalmente con la “defensa” o con la “autojustificación”, sino intentando explicar las razones profundas que han cambiado el curso de la propia manera de vivir. Por otra parte, tampoco se trata de confirmar que ios cristianos son respetuosos con el orden constituido, sometiéndose a la autoridad y a las leyes de convivencia social. Esta hipótesis es la que propuso Balch basándose en los escritos apologéticos de Filón {Hypoth. 7,14) y de Flavio Josefo {Contra ApionemW, 147.178. 181). La perspectiva de IPe es distinta de la de Filón y Josefo. En ella el término apologhia se utiliza en sentido ampho; supera el horizonte puramente defensivo y se despliega en una dimensión misionera. La disponibilidad para dejarse interrogar, y sobre todo el “enfrentamiento” con los adversarios de forma digna y pacífica, tiene un valor de apologética positiva y misionera. En conclusión, el uso pettino de apologhia lleva a sus lectores, más allá de la estrechez de las expresiones de persecución, al terreno social de la convivencia cotidiana, en donde tiene un espacio la provocación de la esperanza. BIBL.i BALCH D., Let JVives be Submissive. The Domestic Code in IPeter, Chico 1981, sobre todo pp. 90- 93; FABRIS R., L’Apologià nel Nuovo Testamento, en ETFl, 3-14; GOPPELT L., Der 1. Petrusbrief (K.EK), Gotinga 1978; SECKLER M., Fundamental theologie: Aufgaben und Aufbau, Begriff und Ñamen, en HFTh IV, 455-467. E. Bossetti Sumario: I. Historia: 1. Nuevo Testamento; 2. Era patrística; 3. Medievo; 4. Del siglo xvi al xviii; 5. Siglo xix; 6. Siglo XX (A. Dulles); II. Naturaleza y finalidad: 1. Definición por vía de negación; 2. Naturaleza de la apologética; 3. El método de la apologética (R. iMtourelle). I. Historia 1. Nuevo Testamento. Los libros bíblicos, incluyendo el NT, son escritos pastorales dirigidos a comunidades de fe. Ninguno de ellos, en su estado actual, es primordialmente apologético. Pero, indirectamente, el NT ofrece abundante información sobre cómo los primitivos cristianos, en diálogo con judíos y paganos, hacían una “defensa” razonada (el sentido original de / apología) de la esperanza que alentaba en ellos (cf IPe 3,15). La predicación cristiana más antigua, tal como se relata en Hechos, busca demostrar a los posibles creyentes que Jesús, como mesías prometido, murió y resucitó según las Escrituras. Los apóstoles, tal como se los describe, acentúan el valor demostrativo de las apariciones del Señor resucitado y señalan los dones de profecía y de hacer milagros como prueba de que el Señor resucitado, en cumplimiento de la profecía bíblica, ha enviado su Espíritu a la comunidad cristiana (He 2,16-21; ICor 14,25). En situaciones de persecución, Esteban, Pablo y otros explican a quienes los persiguen o detienen los sólidos cimientos de su fe, dando con ello ejemplos que deberán seguir posteriores confesores y mártires. Lucas inicia su evangelio expresando su intención de confirmar a Teófilo en la certeza de las enseñanzas que ha recibido (Le 1,4). Los cuatro evangelios cuentan la historia de Jesús con el designio de conseguir la fe en él como mesías. Su ascendencia davídica, su milagrosa concepción, la misma ciudad de su nacimiento, su huida a Egipto, su predicación y milagros, así como los detalles de su pasión y resurrección, están ligados a textos del AT interpretados proféticamente. La autoridad con la que Jesús hablaba y las poderosas obras que llevaba a cabo se presentan como razones para poner la fe en él. Entre las cartas del NT, la dirigida a los Hebreos es notable por su elaborada argumentación de que Cristo cumplió de forma incomparable todo aquello por lo que Moisés, Aarón y otros sacerdotes y profetas, e incluso los ángeles, habían sido venerados. La carta es apologética hasta el punto de que intenta prevenir a los conver-sos cristianos para que no recaigan en el judaísmo. Una intención similar subyace en la segunda carta de Pedro, que pone en contraste la buena noticia con “fábulas hábilmente imaginadas” (2Pe 1,16). El NT, por tanto, conserva muchos ecos de la primitiva apologética cristiana; proporciona materiales que posibilitan a los cristianos justificar su fe y defenderla contra los adversarios; hasta cierto punto, está pensado para confirmar a los cristianos en que su fe está sólidamente cimentada. 2. Era patrística. En el siglo II, con los llamados apologistas, la apologética se convierte en la expresión dominante de la literatura cristiana. Parte de esta literatura iba dirigida a emperadores y autoridades civiles con el fin de conseguir tolerancia legal para los cristianos. Parte, se dirigía a judíos o paganos con la esperanza de que llegaran a abandonar sus errores; y parte, a los cristianos para preservarlos de ser influidos por las objeciones y para animarlos a confesar su fe con valentía. Las dos apologías de Justino, la Legatio pro christianis de Atenágoras y la anónima Carta a Diogneto sostienen todas que los cristianos no son desleales al Estado y que no han hecho nada que merezca la muerte. En su Diálogo con el judío Trifón, Justino ofrece un modelo de debate franco sobre el cumplimiento de la profecía bíblica enel cristianismo. Hacia el final del siglo muchas de las formas estandarizadas de la apologética cristiana se han fijado ya. En el siglo III, Tertuliano prosiguió la tarea apologética con retórica brillantez. En su Apología y A Scapula abogó elocuentemente por la libertad religiosa, y protestó contra los falsos y absurdos cargos presentados contra los cristianos. Escribió también las apologías Contra los judíos y A los paganos. En Alejandría, Clemente compuso una espléndida exhortación a la conversión, el Protréptico, presentando al cristianismo como la verdadera filosofía. Orígenes, que ocupó el lugar de Clemente como cabeza de la escuela catequética de Alejandría, dio en su obra Contra Celso una réplica erudita, rigurosamente razonada y en toda regla al platónico ecléctico Celso, que había presentado los cargos contra los cristianos. Con Clemente y Orígenes la apologética alcanzó refinamiento filosófico. En el siglo iv, Arnobio y Lactan- cio, prosiguiendo la tradición establecida por Minucio Félix en el siglo III, compusieron apologías literarias de la fe, dirigidas a romanos cultos que pudieran pensar en la conversión. En Oriente, Eusebio de Cesa- rea, en su Preparación evangélica, respondió con tono erudito y cortés al neoplatónico Porfirio. En su Demostración evangélica promovió una lectura cristológica de las Escrituras hebreas. Él y Atanasio, aunque discrepaban en sus actitudes hacia los arríanos, compartieron un júbilo común ante el derrumbamiento del paganismo en el Imperio. En el siglo v, el antioqueno Teodoreto de Ciro adujo una respetable summa de argumentos clásicos contra el paganismo en La curación de enfermedades paganas, poniendo de relieve los puntos de coincidencia entre la filosofía platónica y la revela-ción bíblica. En Occidente, la apologética alcanzó un nuevo grado de brillantez con Agustín de Hipona (354- 430). En sus primeros diálogos Agustín refutó el escepticismo basado en presupuestos puramente filosóficos. Después escribió varias obras breves contra los maniqueos, que incluyen De la religión verdadera y Sobre la utilidad de creer. Más tarde compuso su monumental tratado La ciudad de Dios, en la que respondía a la acusación de que el cristianismo era responsable de la caída del imperio romano. Además de exponer los puntos débiles de la religión pagana, como lo habían hecho otros, Agustín, en su obra, echó los cimientos de una teología global de la historia. Con su perspicacia filosófica, su fuerza literaria y su excepcional com-prensión del dinamismo del espíritu humano, Agustín figura entre los principales apologistas de todos los tiempos. Su obra fue de, alguna manera, continuada por sus discípulos Orosio y Salviano, y, en el siglo vi, por los papas León I y Gregorio L 3. Medievo. A partir del siglo VII, la apologética asumió la nueva tarea de responder a los musulmanes. Juan Damasceno y su discípulo Abu Qurrah escribieron diálogos que incluían debates religiosos entre cristianos y musulmanes. En el Occiden-te latino, compusieron diálogos ficticios (basados en algunos casos en debates reales) entre cristianos y judíos, Isidoro de Sevilla (siglo vii), Pedro Damián (siglo xi), Gilberto Crispín (siglo xi), Ruperto de Deutz (siglo xii) y muchos otros. Pedro el Venerable (siglo xii) dio autoría aun polémico tratado Contra la inveterada obstinación de los judíos y otro Contra la secta o herejía de los sarracenos. En contraste con estas obras más bien violentas, Abelardo escribió un Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano extraordinariamente abierto y no polémico. En el siglo xiii, Tomás de Aquino contribuyó de modo importante al desarrollo de la apologética con su Summa contra Gentiles, también llamada Sobre la verdad de la fe católica contra los errores de los no creyentes, obra probablemente pensada, al menos en parte, para uso de los misioneros cristianos en España. Tomás trazó un agudo contraste entre las verdades religiosas que son accesibles a la razón sobre la base de la experiencia ordinaria, tales como la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, y otras verdades, como la de la Trinidad y la encarnación, que no se pueden conocer sin la revelación. La fe en estas verdades indemostrables, sostenía, está garantizada racionalmente en virtud del testimonio de maestros autorizados, cuya credibilidad está autentificada mediante profecías y milagros. Después de Tomás de Aquino la obra apologética contra los sarracenos y judíos fue llevada adelante por el dominico del siglo xiii Ramón Martini y, al pasar al nuevo siglo, por Raimundo Lulio y Ricoldo de Monte Croce. Lulio compuso varios diálogos interesantes entre cristianos, judíos y sarracenos. Esta tradición fue seguida en el siglo xv por Georgios de Trapezon, Juan de Torquemada y Dionisio Cartujano; todos ellos escribieron contra los musulmanes. El cardenal Nicolás de Cusa, inmediatamente después de la caída de Constantinopla, escribió un diálogo notablemente irónico Sobre la paz o concordia en asuntos de fe (De pace seu concordia fidei, 1454), en el que el elemento apologético es mínimo. Desde el comienzo del siglo XIV los escotistas y ocamistas sostuvieron que era posible alcanzar un completo y firme asentimiento de fe (fides acquisita) sobre la base de la sola razón. Enrique Totting de Oyta y Enrique de Langenstein, siguiendo a Escoto, enumeraron cuidadosamente los signos extrínsecos por los que el cristianismo en su opinión, era digno de crédito. Durante el renacimiento, Marsilio Ficino (1433-1499), el fundador de la academia platónica de Florencia, elaboró una sugestiva síntesis entre la filosofía platónica y la fe cristiana. En su obra Sobre la religión cristiana ensalzó el cristianismo como la religión más perfecta y defendió la inmortalidad del alma y la divinidad de Cristo. Girolamo Savonarola, contemporáneo de Ficino, en su tratado apologético El triunfo de la cruz, pintó de forma espléndida la belleza de la pasión de Cristo y describió la paz interior que emana de la inquebrantable fidelidad a la confe-sión de Cristo. 4. Del siglo xvi al xviii. Los reformadores protestantes adoptaron actitudes diversas con respecto a la apologética. Lutero habló con frecuencia como si la razón fuera un guía incompetente en asuntos espirituales y sólo pudiera engendrar dudas, a menos de someterse a los dictados de la revelación. Creía que la revelación debía aceptarse sobre la base de la sola fe. A pesar de ello, Felipe Melanchthon, su íntimo compañero, al menos en las últimas obras, hace uso de la razón como preparación a la fe. Comenzando con la edición de 1536 de su obra Loci communes, expuso los argumentos tradicionales, basados en la antigüedad de la revelación bíblica, la exce-lencia de la doctrina cristiana, la perennidad de la Iglesia y el testimonio de los milagros. Juan Calvino, en su obra Instituciones de la religión cristiana (edición final, 1559), defiende el carácter revelado de la Sagrada Escritura sobre la base de argumen-tos similares a los usados por Escoto y los nominalistas del siglo xiv. Los católicos del siglo xvi, aunque ocupados en polémicas disputas con los protestantes, siguieron produciendo tratados apologéticos, como el titulado Sobre la verdad de la fe cristiana del humanista español Juan Luis Vives (póstumo, 1543). Esta obra, en deuda con Agustín, Tomás de Aquino y la tradición posterior, enfatiza la necesidad de la religión y los fundamentos para aceptar la religión cristiana como un camino ofrecido por Dios para la salvación. En una sección final. Vives aborda los asuntos de judíos y musulmanes en forma de diálogo. El hugonote Felipe du Flessis- Mornay, en su obra Sobre la verdad de la religión cristiana (1581), estableció la pauta básica de la apologética calvinista. Su obra se parece extraordinariamente, en su estructura general, a los tratados católicos como el de Vives. Hugo Grotius, notable apologeta calvinista holandés, escribió un manual claro y sistemático. La verdad de la religión cristiana (1621, revisado en 1627). MoisésAmyraut, que escribe en Francia pocos años después de Grotius, afrontó de manera especial el problema de la indiferencia religiosa. Otro pastor hu-gonote, Jacques Abbadie, en su Justificación de la verdad de la religión cristiana (1684; traducción inglesa, 1694) se esforzó por resolver los problemas surgidos de la crítica bíblica de Spinoza y de las nuevas teorías paleontológicas de La Feyrére. Apologética 108 Los católicos del siglo xvii tendían a acusar a los protestantes de poner demasiado énfasis en la razón y en la opinión personal. Pierre Charron, en respuesta a una obra polémica de Plessis-Mornay, estableció una aproximación en tres etapas, defendiendo sucesivamente la validez de la religión, la del cristianismo en particular, y la del catolicismo como la forma auténtica de cristianismo {Les trois verités..., 1596). Intentó desenmascarar la excesiva confianza en sí mismos de ateos, no-cristianos y protestantes; a todos ellos les acusa de pretender saber más de lo que realmente saben sobre Dios y la religión. Blas Pascal (1623-1662), en sus Pensées, ridiculizó las pruebas metafísicas de la existencia de Dios y prefirió seguir lo que él denominaba las razones del corazón. Hablaba de la fe como de una apuesta en la que se asume el riesgo calculado de que el mensaje sea verdadero. Es razonable, afirmaba, obedecer a nuestra inclinación a creer si nuestros corazones están así inclinados. Algunos apologistas católicos del siglo XVII, influidos por el clima de racionalismo, fueron muy audaces en su apologética. El jesuita español Miguel de Elizalde (1616-1678) y su discípulo Tirso González intentaron demostrar, casi matemáticamente, el “hecho de la revelación”. El influyente predicador de corte, Jacques Bénigne Bossuet (1627- 1704), aunque no era racionalista, parecía estar libre de dudas de una forma especial. En su Discurso sobre la historia universal {\(¡%\) ilustró con cierta extensión cómo la verdadera Iglesia, siempre atacada y jamás vencida, es un “perpetuo milagro y testifica con toda claridad la inmutabilidad de los ideales divinos”. Como antídoto al escepticismo, el diplomático inglés Edward Herbert of Cherbury (1583-1648) ideó el sistema conocido como deísmo, en el que se considera a la razón capaz de demostrar todas las verdades de la religión, y en el que todo lo que se considera revelado debe ser ratificado por su conformidad con la razón. John Locke en The Reasonableness of Christianity as Delivered in the Scriptures (1695) sostenía que él cristianismo podía calificarse de revelado porque estaba atestiguado por mi-lagros y profecías, y no contenía nada contrario a la razón. Dos de sus discípulos, John Toland y Matthew Tindal, yendo más allá que su maestro, negaron que la religión revelada pudiera ser otra cosa más que una reedición de la religión de la naturaleza. Una multitud de apologistas anglicanos salió en defensa de la religión revelada. Samuel Clarke (1675- 1729), defendiendo con toda energía los derechos de la teología natural, sostuvo que el NT concuerda totalmente con la razón. Joseph Butler, de mentalidad más empírica, prefirió dejar aparte los argumentos sacados de la metafísica o de la autoridad. En su obra The Analogy of Religión, Natural and Reveled (1736) mantenía que las misiones de Cristo y del Espíritu Santo, que sobrepasan las verdades de la religión natural, son esenciales al cristianismo y resultan totalmente creíbles. Los argumentos en favor del cristianismo, admitía, son sólo probables si se los toma uno por uno, pero “las pruebas probables, al unirse, no sólo aumentan la evidencia, sino que la multiplican”. En casi todas las decisiones prácticas de la vida, añrmaba, nos guiamos por presuposiciones y probabilidades. ¿Por qué no, entonces, en religión? Hacia el final del siglo xviii, William Paley recapituló de forma clara y sistemática los principales argumentos de la escuela probatoria. Su famosa obra A View of the Evidences of Christianity (1794) reúne los argumentos típicos contra los filósofos escépticos, que cuestionan la posibilidad de conocer a Dios; contra los deístas, que niegan la revelación, y contra historiadores escépticos, que no dan crédito a las afirmaciones de la revelación bíblica. Paley es recordado hoy principalmente por su ar-gumento del proyecto, en el que, como otros antes que él, comparaba a Dios con un relojero. En el continente europeo, la increencia alcanzó un grado mayor de virulencia con Pierre Bayle (1647- 1706). En un discurso que prologa su Theodicy (1710), Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) argüía contra Bayle que la fe concuerda con la razón y que el hecho del mal no es objeción contra la existencia de Dios, que ha creado el mejor de todos los mundos posibles. En una línea más escolástica, el jesuita Vitus Pichler, en su Theologia polémica (1713), sostenía que se puede demostrar racionalmente la posibilidad y la necesidad de la revelación. Otros apologistas alema-nes, tanto protestantes como católicos, tomaron parte en el debate provocado por el deísta H. Samuel Reimarus (1694-1768), que impugnó la historicidad de los evangelios. En Francia, Alexandre Houtteville, del Oratorio, intentó demostrar en su obra La religión cristiana demostrada por los hechos (1722), que los relatos de milagros de los evangelios eran dignos de fe según los principios generales de la demostración histórica. El abate Nicolás Bergier, que escribió varias réplicas a Rousseau y otros deístas, defendió la historicidad de los relatos de milagros del NT en los mismos términos que Houtteville. Voltaire tuvo muchos críticos católicos, incluyendo a Claude Nonnotte y Antoine Guénée. El profesor de la Sorbona Luke Joseph Hooke conjugó la postura un tanto racionalista de Clarke y Pichler con la más histórica de Houtteville. Su obra Religionis naturalis et revelatae principia (1752-1754) empleaba un método gradual, defendien-do primero las verdades de la teología natural, la posibilidad y necesidad de la revelación después, y finalmente el hecho de la revelación. Esta aproximación general, desarrollada en muchas obras estándar de la época (p.ej., las de Benedikt Stattler, Ignaz Neubauer y Engelbert Klüpfel), fue expuesta de manera más elaborada por el dominico italiano Pietro María Gazzaniga en los nueve volúmenes de su obra Praelectiones theologiae (1788-1793). Para demostrar la necesidad de la revelación, Gazzaniga realzó la debilidad de la razón humana, a la que, sin embargo, creía capaz de establecer criterios para percibir la auténtica revelación. Para Gazzaniga el milagro supremo es la resurrección de Cristo. 5. Siglo xix. Al final del siglo xviii hubo una reacción contra el árido racionalismo de la ilustración. En Alemania, Fiedrich Schleiermacher (1768-1834) introdujo un nuevo estilo de apologética que luchaba, no por defender los dogmas de la ortodoxia tradicional, sino por dar entrada al instinto religioso que da origen a la fe. En sus conferencias Sobre la religión (1799) Schleiermacher atacó la pasión por el cálculo y la deducción, que tendía a debilitar el sentido y el gusto por lo infinito. En su síntesis dogmática La fe cristiana (1821- 1822) defendió el cristianismo como la suprema plasmación de monoteísmo, y el monoteísmo como el más alto modelo de religión. El poder redentor de Dios en Cristo, afirmaba, es autoconfirmación para quienes lo experimentan. El renacer romántico en el catolicismo francés está representado por la apologética de François René de Chateaubriand (1768-1848), entre otros muchos. El genio del cristianismo, o las excelencias de la religión cristiana (París 1802) de Chateaubriand tomó por asalto el mundo literario. Al principio del siglo xix, tradicionalistas franceses como Joseph de Maistre y Louis de Bonald abogaron en favor de la Iglesia católica como el canal a través del cual la tradición divina se transmitió mejor. El papado, creían, era esencial para protegerse contra la anarquía religiosa, como lo era la monarquía para prevenir la desintegración civil. Felicité de Lamennaisescribió un Ensayo sobre la indiferencia en asuntos de religión (1817-1823), en cuatro volúmenes, en el que sostenía que la verdadera religión es aquella que descansa sobre la suprema autoridad religiosa, a saber; la de un papa infalible. El abate Louis Bautain, vinculado al tradicionalismo, afirmaba que el único camino efectivo hacia la fe pasa por una etapa de aceptar hipotéticamente, por la palabra de testigos humanos, la verdad de la revelación. Sólo dentro de tal actitud de aceptación se puede alcanzar la luz para discernir con la fe la verdad del mensaje cristiano (IMphilosophie du christianisme, 1835). Hacia mediados del siglo xix, España dio dos distinguidos apologetas católicos. Jaime Balmes (1810-1848) sostuvo que la sumisión a la autoridad religiosa es la condición necesaria para la libertad y el progreso social. Juan Donoso Cortés (1809- 1853) mantenía que, al divinizar el principio de autoridad, la Iglesia ca- tóHca ha condenado las fuerzas del orgullo y de la rebelión. La restauración católica en Alemania encontró un hábil paladín en Bruno Liebermann (1759-1844), cuya obra Institutiones theologicae (1819- 1827), en cinco volúmenes, continuó la apologética antideísta de sus maestros escolásticos. Más original fue el enfoque de Georg Hermes (1775- 1831). Influido por Kant, sostenía que la razón práctica puede demostrar que la aceptación de la fe cristiana es esencial para la observancia del imperativo moral evidente en orden a respetar la dignidad de toda persona humana. Tras la muerte de Hermes, algunas de sus obras pasaron al índice porque no estaban en concordancia con la doctrina romana de la fe. Johann Sebastian / Drey (1777- 1853), fundador de la escuela católica de Tubinga, escribió una Apologética como demostración científica de la divinidad del cristianismo (1847), en tres volúmenes. Influido por Schleiermacher y Schelling, Drey subrayó el carácter histórico y social de la revelación. La escuela romana, baj o el liderazgo de Giovanni Perrone, SJ (1794- 1876), perpetuó el estilo general de apologética que se encuentra en Liebermann. En su obra Praelectiones dogmaticae, Perrone, omitiendo el habitual tratado sobre la importancia de la religión en general, centró su atención sobre la religión revelada en particular. Avanzó con lógica desde la posibilidad de la revelación, pasando por su necesidad, hasta los criterios y, finalmente, la realidad de la revelación. En otras obras replicó a los críticos racionalistas de los evangelios, tales como H.E.G. Paulus, D.F. Strauss y E. Renán. En Inglaterra, el principal apologista católico fue el converso / John Henry Newman (1801-1890). Basándose en la obra de Joseph Butler, investigó con profundidad en las pro- babihdades y supuestos previos que subyacen al camino personal hacia la fe. El cristianismo, terminó diciendo en su Gramática del asentimiento, es la única religión en el mundo que puede colmar “las aspiraciones, ne-cesidades y presagios de la fe natural y de la devoción”. En el último capítulo de esta obra, y en su Apología pro vita sua, Newman expuso un impresionante argumento histórico en favor de la verdad del cristianismo basado en una amplia convergencia de probabilidades. En los Estados Unidos, dos notables conversos del protestantismo, Orestes Brownson (1803-1876) e Isaac Hecker (1819-1888), reavivaron la apologética. Brownson explicó cómo le condujeron a la Iglesia los escritos de los socialistas utópicos franceses. Hecker, más tímidamente americano, elogió el cristianismo católico como la religión que mejor armonizaba con el respeto nacional a la razón, la libertad, la dignidad humana, la igualdad y el progreso. Poco después, el cardenal James Gibbons escribía su popularísima obra La fe de nuestros padres (1876), que combinaba una hábil réplica a las habituales objeciones protestantes con una aprobación de la separación Iglesia- Estado. Los escritos del arzobispo John Ireland (1838-1918) rezu-maban un progresismo optimista y fe en el destino de América. Como reacción al tipo de apologética enseñada en los manuales de seminario, el belga Víctor Dechamps (1810-1883), que llegó más tarde a ser cardenal, propuso un “método de providencia” que se basaba en la correlación de dos hechos: el hecho in-terior de una palpable necesidad de iluminación divina y el hecho externo de la Iglesia como “milagro permanente”. La correspondencia de estos dos hechos, afirmaba, hace posible reconocer al cristianismo católico como un medio providencial de gracia y salvación. El concilio /Vaticano I, en su constitución dogmática sobre la fe católica (1870), enseñó que este asentimiento a la revelación cristiana estaba racionalmente justificado sobre la base de argumentos extrínsecos. El concilio parecía apoyar dos estilos distintos de apologética: uno bíblico e histórico, en la Hnea de Perrone, y otro experimental y eclesial, en la línea de Dechamps. En la última parte del siglo XIX, teólogos como Franz Hettinger (1813-1890) continuaron con la apologética de tipo de los manuales de seminario, con un marcado acento de los signos extrínsecos de credibilidad y de la autoridad. En Francia, Paúl de Broglie (1834-1895) sostuvo la trascendencia del cristianismo en relación con las demás religiones. En Alemania, Albert María Weiss, OP (1844-1925), defendió el catolicismo como la religión del progreso social. La apologética protestante después de Schleiermacher siguió varias tendencias. Pietistas como August Tholuck (1799- 1877) edificaron sobre la gozosa experiencia de la regeneración por obra de Cristo y sobre el testimonio de la nueva vida concedida por el Espíritu Santo. Georg F.W. Hegel (1770-1831) y sus fieles seguidores intentaron demostrar la conformidad entre dogma cristiano y la dialéctica histórica de la evolución del mundo. En Dinamarca, Só- ren Kierkegaard (1813-1855) atacó al hegelianismo como una distorsión del cristianismo. Negando que el cristianismo pudiera hacerse plausible racionalmente, sostenía que la paradoja de la encarnación, que exige un salto de fe en el vacío, satisface la pasión suprema de la razón de some-terse a un objeto que se trasciende totalmente. Neokantianos como Al- brecht Ritschl (1822-1899), Wilhelm Hermann (1846- 1922) y Julius Kaf- tan (1848-1926) intentaron poner de manifiesto los beneficios prácticos de la fe cristiana. Adolf von Harnack (1851-1930) apeló a un estudio crítico de los evangelios para demostrar que la predicación original de Jesús se centró sobre la “virtud, suprema” del amor, doctrina que se recomienda a sí misma por su sencillez y sublimidad. En Inglaterra, Samuel Taylor Co- leridge (1772-1834) y su amigo Fre- derick Denison Maurice (1805-1872), rechazando el método de Paley y de los evidencialistas, reivindicaron un tipo de apologética más personal y afectiva. A medida que la crítica bíblica y el evolucionismo biológico llegaron a ser aceptados más ampha- mente, los apologistas protestantes de habla inglesa se dividieron en dos escuelas principales. Los conservadores, como Benjamín B. Warfield (1851-1921), del seminario teológico de Princetown, que rechazaban las nuevas tendencias, mientras que los liberales, como el obispo anglicano Charles Gore (1853- 1932), sostenían que la Iglesia debía acoger los avances de la ciencia. 6. Siglo xx. Al final del siglo XIX, el laico católico / Maurice Blondel (1861- 1949) intentó reconstruir la metafísica a partir de un estudio del dinamismo de la voluntad humana {Acción, 1893). Afirmaba que este dinamismo no puede ser satisfecho si no es mediante un don sobrenatural de comunión con Dios. La apologética, por tanto, debe demostrar que el cristianismo satisface el deseo de lo sobrenatural inherente en la naturaleza tal y como de hecho existe. En varios artículos, Blondel propuso un “método de inmanencia” (/ Inmanencia) que, de alguna manera, se inspiraba en el análisis de la “realidad interior” de Dechamps. La encíclica Pascendi (1907), dirigida contra el modernismo católico, parecía condenar el método de inmanencia,lo que hacía difícil para Blondel y sus discípulos seguir insistiendo en sus ideas. La teoría de la apologética fue debatida en círculos escolásticos por teólogos franceses como los dominicos Ambroise /Gardeil (1859-1931) y Reginald Garrigou-Lagrange y los jesuítas J.V. Bainvel y H. Pinard de la Boullaye. Léonce de Grandmai- son, SJ, compuso una obra en tres volúmenes, Jesucristo: su persona, su mensaje, y sus credenciales (1928), que sirvió durante varias décadas de réplica habitual a la crítica bíblica radical. En Alemania, Karl Adam escribió obras apologéticas en defensa del cristianismo católico que combinaban la moderna fenomenología con un vivo sentido de la solidaridad comunitaria. Adam desarrolló deliberadamente su apologética desde una posición dentro del compromiso de fe. Los años treinta y cuarenta fueron testigos de una avalancha de historias de conversos, de corte apologético, de las cuales La montaña de los siete círculos (1948), de Thomas Merton, es quizá la más conocida. Los filósofos tomistas franceses Jacques Ma- ritain y Etienne Gilson popularizaron el concepto de una /filosofía cristiana que actúa en un contexto de fe. El jesuíta paleontólogo Pierre /Teilhard de Chardin (1881- 1955), adhiriéndose a una visión evolucionista del mundo, quiso realizar una síntesis entre ciencia y fe. La fe, en su opinión, promueve el progreso hu- mano. Maritain y Gilson, entre otros, denunciaron el teilhardismo como un nuevo gnosticismo. En la teología calvinista más reciente del siglo XX se puede encontrar una tendencia conservadora, en la línea de Benjamín Warfield y la escuela de Princetown, que muestra un gran recelo hacia la moderna crítica bíblica. Cari F.H. Henry, Gordon H. Clark, Bernard Ramm y otros de esta escuela insisten con fuerza en los preámbulos racionales de la fe. En círculos neoortodoxos, Karl / Barth (1886-1968) y Rudolf /Bultmann (1884- 1976) rechazaron la apologética como una capitulación de la fe ante la razón humana, pero Emil Brunner (1889-1966) reivindicó la apologética aduciendo que es capaz de demostrar la falsedad de la comprensión que la razón tiene de sí misma. Paul /Tillich (1886-1965), en respuesta a Barth, insistió en que la apologética es un rasgo omnipresente de la teología sistemática, que debe presentar el mensaje cristiano como una respuesta satisfactoria a las preguntas existenciales del hombre. El anglicanismo dio un grupo de agudos apologistas laicos, como C.S. Lewis (1898-1963), que pusieron sus talentos literarios al servicio de la fe cristiana. Otros anglicanos, como Alan Richardson, desarrollaron una aproximación histórica a la Bibha que era sensible a los hallazgos de la crítica moderna y a las complejidades del método histórico. En el período que siguió a la segunda guerra mundial hubo un movimiento, especialmente en círculos protestantes, hacia una teología de la secularización. Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) en algunos escritos pós- tumos, Friedrich Gogarten (1887- 1967) y otros afirmaron que el monoteísmo bíbhco, al desacralizar el mundo, promovía el proceso de secularización, y que estaba de ese modo en armonía con la civilización moderna. Otros protestantes de habla alemana, como Gerhard Ebeling y los llamados posbultmanianos, renovaron, de una manera ligeramente distinta, el esfuerzo protestante liberal por encontrar en el / Jesús de la historia la norma de la fe cristiana. Wolfhart /Pannenberg y su círculo han insistido, como lo hicieran algunos hegelianos del siglo xix, en que la verdad del cristianismo debe estar en concordancia con las exigencias de la razón humana universal. Hay, sin embargo, fideístas protestantes y catóhcos que consideran la fe como una decisión puramente personal, dependiente de sentimientos internos atribuidos al Espíritu Santo. Así pues, la naturaleza de la apologética está estrechamente unida al modo de entender las relaciones entre fe y razón en un determinado sistema. En la teología católica posterior a 1940 hubo un resurgir de la apologética interior blondehana en la ob r̂a de Henri Bouillard y en la de Karl / Rahner (1904-1984). La apelación de Rahner al “existencial sobrenatural” y su hipótesis del “cristianismo anónimo” (/Cristianos anónimos) tienen ciertas afinidades con el método de inmanencia de Blondel, aunque Rahner no comparta el voluntarismo de / Blondel. Hans Urs von / Balthasar (1905-1988) se opuso a la teología trascendental de Rahner por considerarla excesivamente an- tropocéntrica. En diálogo con Barth intentó elaborar una “teología estética” que preservara la objetividad y trascendencia del dato revelado. Ed- ward Schillebeeckx (1914) y Johann Baptist Metz (1918) han desarrollado el equivalente católico de la teología protestante de la secularización. Aunque la apologética se ha practicado desde los orígenes del cristianismo, e incluso antes en el judaismo, sigue teniendo en algunos círculos dudosa reputación. Su mala fama no se debe simplemente a los excesos del fideísmo, sino en gran medida a las limitaciones del tipo de apologética que predominó desde el siglo xiv hasta la mitad del siglo xx. Aunque pensadores notables como / Pascal, Kier- kegaard, / Newman y Blondel se han resistido al racionalismo apologético, muchos apologistas han sobrestíma- do la capacidad de la pura razón para demostrar el hecho de la revelación cristiana. En la teología actual, la apologética se ve cada vez más como ^na articulación de la inteligibilidad inherente a la fe misma, e inseparable por tanto de una buena teología. La inteligibilidad en cuestión no es la de la pura razón deductiva, sino la de los hombres y mujeres reales, tentados a pecar, pero impulsados por la gracia y atraídos hacia el Dios que es confusamente conocido en el anhelo que él implanta en el corazón humano. BIBL.: Aigrin R., Histoire de l’apologétique, en M. Brillant y M. Nedoncelle (eds), Apolo- géíique, París 1937', 950-1029; Dulles A., A History of Apologetics, Londres, Filadelfia, y Nueva York (N. Y.) 1971; Heinz G. Divinam christianae religionis originem probare, Mainz 1984; Ruggieri G. (ed.), Enciclopedia di Teolo- gia Fondamentale, vol. 1, Génova 1987; Werner K., Geschichte der apologetischen und pole- mischen Literatur der christlichen Theologie, 5 vols.; Schafñiausen; ZOcklerO., Geschichte der Apologie des Christentums, Gütersloh 1907. A. Dulles II. Naturaleza y fínalídad La apologética clásica, tradicional, que prevaleció durante tres siglos, no responde más que a una parte de la teología fundamental actual, que asume, pero ampliándolo, el proyecto de la apologética clásica. Representa la sección de la teología fundamental que estudia el hecho de la revelación y el conjunto de los signos que permiten concluir la existencia de ese hecho. La apologética clásica no estudiaba la revelación como misterio, pensando que esta reflexión pertenecía a la dogmática. Recibía de ésta sus nociones fundamentales (revelación, tradición, misterio, milagro, etc.) y se atenía al acontecimiento, al hecho. Este tratado apologético no ha perdido nada de su validez; pero ahora se integra en una visión más amplia, a saber: la revelación en su totalidad del misterio, de acontecimiento, de categoría teológica. En el presente artículo estudiaremos la apologética tal como se la concebía y practicaba hasta 1950 por sus mejores representantes, antes de convertirse en la teología fundamental sancionada por la Sapientia chris- tiana, el 29 de abril de 1979. 1. Definición por vía de negación. Antes de explicar el proyecto y la naturaleza de la apologética, no es inútil caracterizarla por vía de negación; 1) La apologética no es un arte de la conversión. Muchas de las ambigüedades que pesan sobre la apologética se deben a la convicción, más o menos confesada, de que la apologética tiene la tarea de “convertir”. Pues bien, como millares de lectores han cerrado las obras de apologética sin haberse convertido, vale la pena acabar con esta ciencia infiel a su misión. Importa, por tanto, distinguir la apologética como artede la apologética como ciencia. Existe una pastoral de la conversión. Esta pastoral, que practican los misioneros y los centros consagrados a los problemas de la conversión, consiste en presentar a un individuo o a un grupo el conjunto de la doctrina cristiana e invitarles a la fe. Esta pastoral adopta formas sumamente variadas, tan variadas realmente como los propios individuos. La pastoral de la conversión es necesaria en la Iglesia; incluso puede recibir cierta forma científica, pero no es lo que llamamos teología apologética. La teología apologética es propiamente una ciencia, con su objeto, su finalidad y su método. La demostración apologética desarrolla un proceso racional y desemboca en una certeza igualmente racional. Como tal, no tiende a la fe. Mientras que la apologética es una ciencia, la fe es un acto religioso y saludable, una adhesión personal y total a Dios y a su palabra. Mientas que el juicio apologético es de orden especulativo y científico, el asentimiento de fe es de orden existencial y es fruto conju-gado de la libertad y de la gracia. Por el camino de la conversión es muy posible que la manifestación del cristianismo como valor, tal como se revela en el encuentro con la santidad auténtica, ejerza más seducción que la demostración completa y sabia de la más rigurosa apologética. 2) Aunque sus orígenes dej an entender lo contrario (lucha contra los judíos y los gnósticos), la apologética no es un sistema de defensa contra los adversarios. Durante siglos la apologética ha consagrado lo mejor de sus energías a organizar cruzadas. Afortunadamente, ha perdido el tono polémico y tajante que la había desacreditado. La teología es ante todo una ciencia positiva, que debería existir aun cuando no hubiera adversarios. Además, los estudiantes actuales, que viven en un clima de ecumenismo, no pueden soportar ese tipo de apologética erizada de púas y acorazada de hierro. Ciertamente, es significativo de este cambio operado en los espíritus el hecho de que estudiantes ortodoxos, protestantes o musulmanes puedan asistir a los cursos de apologética en las universidades católicas sin sentir la menor molestia. 3) La apologética no es, como creyeron algunos (p.ej., Dieckmann), un simple tratado filosófico-históri- co. Si la apologética se sirve de la historia y de la filosofía, no por eso deja de ser teología. La apologética es una auténtica teología: interior a la fe, es siempre — en el creyente— la búsqueda de la inteligencia aplicada al dato revelado. El que esta reflexión, debido al objetivo que busca, tenga que servirse de los datos de la historia, de la filología o de la filosofía no le quita nada a su intención esencial, que es comprender el dato revelado: en este caso, como un hecho histórico; en dogmática, como misterio. Debido a una falsa concepción del trabajo teológico, se ha exagerado la distinción entre apologética y dogmática, que están hechas para completarse y vivificarse, ya que la realidad estudiada es a la vez acontecimiento y misterio. 4) La apologética no es filosofía de la religión. El objetivo esencial de la filosofía de la religión es un objetivo del filósofo, no del creyente. No estudia los misterios como objetos de fe (dogmática) o como dignos de fe (apologética), sino la religión como actividad humana y como actividad de conciencia. Estudíalos fenómenos que desencadena la religión, las categorías que utiliza. Para la filosofía de la religión, la revelación no es nunca más que un criterio negativo. La apologética, por el contrario, trabaja siempre bajo la dirección de la Iglesia y bajo la presión de la fe en busca de inteligencia. Según la expresión de Y. Congar, la filosofía de la religión estudia el acto religioso, la fe cristiana, pero desde abajo. “Su nivel de trabajo y su método le impiden emitir el juicio último sobre la totalidad, ya sea de las condiciones existenciales de la fe, ya sea de su objeto. Este juicio corresponde a la teología” (Y. Congar, La fe y la teología, Herder, Barcelona 1970, 252). 2. Naturaleza de la apologética. Depués de esta indicación de orden negativo, digamos lo que entendemos positivamente por apologética: 1) El conjunto de los teólogos reconocen que la apologética es una verdadera teología. Pertenece al ha- bitus teológico en ejercicio de inteligencia del dato revelado. Se aplica a comprender ese dato precisamente en cuanto revelado y, consiguientemen-te, en cuanto digno de fe. O lo que es lo mismo, intenta mostrar la rectitud humana de la opción de fe que está al principio de toda teología cristiana. Porque, si la fe es un acto libre y razonable, la razón tiene que poder mostrar que no se compromete sin razón. Se trata de la primerísima reflexión, que es análoga, en teología, a lo que son la ontología y la crítica en filosofía. 2) Para expresar la intención primera de la apologética, los autores tienen formulaciones diversas, pero sustancialmente idénticas. Si se considera la apologética desde el punto de vista de la revelación, se dirá que es la ciencia de la credibilidad de la revelación. Intenta establecer de forma metódica (en conformidad con las exigencias de la ciencia), mediante un discurso válido especulativamente (que responda no sólo a las exigencias de la vida práctica, sino también a las del espíritu crítico) y válido um- versalmente (en virtud del valor objetivo de los argumentos, y no sólo en virtud de la autoridad del que habla o de la debilidad del que escucha), que la religión cristiana es digna de fe, puesto que es de origen divino. En otras palabras, es la exposición cien-tífica de los signos que atestiguan el hecho de la revelación y, en consecuencia, dan testimonio de la credibilidad de la religión cristiana. Si se considera la apologética desde el punto de vista de la fe, se dirá que se aphca a “la exposición, en un discurso válido a los ojos del no creyente, de lo que el creyente considera como los fundamentos racionales de la decisión de fe” (H. Bouillard). 3) La apologética tiene que preocuparse no solamente del objeto de estudio (testimonio de Cristo, signos de su misión, proyecto eclesial), sino también del sujeto humano al que se dirigen la revelación y los signos de la revelación. Por sujeto humano entendemos el hombre con sus aspiraciones, inclinaciones e indigencias profundas, tal como las describieron, por ejemplo, Pascal y Blondel. Si la apologética descuidara al sujeto humano, no tardaría en caer en un ex- trinsecismo demasiado árido. Si ignorase los hechos divinos y pretendiera encerrarse en el sujeto, se disolvería en un lenguaje sin significación. Así pues, la apologética objetiva y la apologética subjetiva no son dos caminos de acceso diferentes para convertir, ni dos métodos que se sucedan en el tiempo, sino dos aspectos de una apologética integral. La consideración de la subjetividad, en esta perspectiva, no es simplemente paralela a la demostración, sino co- extensiva a la demostración total, interviniendo en la estructura de cada uno de los argumentos. Tiene una especial importancia en dos momentos privilegiados. Al principio, para mostrar que el hombre, si está atento a los datos de su mundo interior, no puede negarse al menos a abrirse a la hipótesis de un acabamiento que le vendría de Dios, como un don, y para estudiar las condiciones de acogida de una eventual palabra de Dios, que le significaría ese don y ese acabamiento. La consideración del sujeto interviene además en el estudio de los signos de la revelación para mostrar que el desciframiento concreto de esos signos no puede llevarse a cabo sin un cierto número de disposiciones, sin las cuales los signos serían meros enigmas, fenómenos no sólo aberrantes, sino irritantes. La apologética auténtica se mantiene entonces a medio camino entre una pura apologética del objeto y una apologética pastoral, preocupada inmediatamente de la conversión. 4) La reflexión apologética sobre el hecho de la revelación es una función eclesial: es la función por la que la Iglesia toma conciencia, para ella
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