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LA PSICOLOGIA CIENTIFICA Y LOS 
CUESTIONAMIENTOS AL PSICOANALISIS 
 
José E. García [1] 
Universidad Nacional de Asunción, Paraguay 
 
RESUMEN: Este artículo explora las relaciones entre la Psicología, el Psicoanálisis y la 
Pseudociencia. La ubicación que corresponde a la teoría freudiana en referencia a la 
psicología, así como el contexto histórico en el que se produce el orígen de ambas, son 
sujetos a revisión. Posteriormente se repasa la literatura crítica sobre el psicoanálisis y se 
discute el concepto de pseudociencia. Las principales características que permiten incluír al 
psicoanálisis dentro de la categoría de pseudociencia son analizadas también. Finalmente, 
se sugiere la utilización sistemática del pensamiento escéptico como herramienta de 
salvaguarda para la integridad de las ciencias del comportamiento. 
 
Palabras clave: 
Psicoanálisis, Psicología, Pseudociencia, Paranormalismo, Historia de la Psicología, 
Ciencia y Psicoanálisis, Psicoanálisis y Pseudociencia. 
 
ABSTRACT 
 
This article explores the relations between Psychology, Psychoanalysis and Pseudoscience. 
The place of freudian theory in direct reference to psychology, as well as the historical 
context for the origins of both are reviewed. Later we make a revision of the critical works 
on psychoanalysis and discuss the concept of pseudoscience. The principal characteristics 
that turn psychoanalysis into the category of pseudoscience are analyzed too. Finally, a 
proposal for the systematic use of the skeptical thinking is offered to serve as a tool for 
safeguard for the integrity of behavioral sciences. 
 
Key words: Psychoanalysis, Psychology, Pseudoscience, Paranormalism, History of 
Psychology, Science and Psychoanalysis, Psychoanalysis and Pseudoscience. 
 
Relaciones problemáticas del Psicoanálisis y la Psicología 
 
Desde sus mismos orígenes, cuando comenzaba a emerger como un método desconcertante 
y poco ortodoxo para el tratamiento de la histeria, emplazado a mitad de camino entre la 
medicina y la psicoterapia de carácter verbal, el psicoanálisis ha mantenido relaciones 
complejas y ambiguas con la psicología y las demás ciencias del comportamiento. Con la 
psicología le ha vinculado una suerte de dialéctica de la presencia y la ausencia. Es así que 
cualquier revisión cuidadosa de los principales libros en uso para el aprendizaje académico 
de la disciplina permitirá comprobar la inclusión del intrincado esquema conceptual 
psicoanalítico, bien posicionado en las tablas de contenido de los libros. Ubicado con 
frecuencia en un pie de igualdad con las orientaciones teóricas que se reconocen 
universalmente como parte de los estudios psicológicos, el psicoanálisis es visto muchas 
veces como parte integral de la psicología científica. Para bien o para mal, la mayoría de los 
textos de estudio retratan a las teorías psicológicas sin discriminar adecuadamente cuáles 
entre ellas se ajustan sin ambages a los requisitos plenos que establece el método científico 
y cuáles han sido cuestionadas por razones muy variadas, las más de las veces 
metodológicas o epistemológicas. En estas condiciones, la teoría psicoanalítica es parte 
integrante de los manuales introductorios a varias sub-disciplinas troncales para las ciencias 
del comportamiento, como por ejemplo la psicología de la personalidad (Cueli y Reidl, 
1982), la psicología del comportamiento anormal (Sarason y Sarason, 1996, Vallejo 
Ruiloba, 1992) y la historia de la psicología (Brett, 1963, Carpintero, 1996, Hothersall, 
1997, Tortosa Gil, 1998), entre otras. Allí se confunde ampliamente con la psicología 
científica que guarda como marca distintiva el uso extensivo de estrategias de investigación 
objetiva de las que el método experimental, el correlacional o los estudios denominados ex-
post facto, estos últimos de preferencia por los psicólogos sociales, son apenas una parte de 
las opciones posibles. 
 
Los seguidores de Sigmund Freud también gozan de un cómodo espacio de influencia al 
interior de los recintos académicos. Las medulosas disquisiciones que pronuncian al frente 
de las aulas de clase son recibidas con fascinada atención por los aprendices de 
psicoterapeutas. Las implicancias son obvias. Pese a los autores que sostienen 
vigorosamente que la teoría ya no es merecedora de atención en las universidades más 
renombradas del mundo (Bunge, 1985), no es difícil corroborar que en casi todas partes las 
enseñanzas de Freud permanecen inmersas en las mallas curriculares de los departamentos 
de psicología. El psicoanálisis tampoco es un recién llegado a las academias de América 
Latina. En países de nuestro continente de los que son ejemplos la Argentina (Vezzetti, 
1996), el Paraguay (García, 2003b) y el Perú (León, 1982) la discusión teórica sobre los 
preceptos psicoanalíticos antecede en mucho al establecimiento institucional de la 
psicología en la docencia universitaria. En algunos de estos países se dan casos de carreras 
de psicología enteramente concebidas con arreglo a esta única línea teórica, ya sea 
practicando una total exclusión de los demás enfoques o concediendo una atención mínima 
a las aproximaciones restantes que integran el amplio abanico del estudio del 
comportamiento (García, 2003a). De manera similar, en algunos puntos de la región 
sudamericana, el psicoanálisis y la psicología casi han llegado a fusionarse por completo, 
dejando al profano y aún al profesional entrenado escasas posibilidades para distinguir uno 
de otra. El predominio que los intérpretes del inconsciente han llegado a disfrutar en países 
del Rio de la Plata como la Argentina (Ardila, 1979) es un ejemplo paradigmático de esta 
condición. Dentro y fuera de los claustros académicos, la influencia abrumadora que los 
exploradores del mundo intrapsíquico han logrado a lo largo de las últimas décadas pasó a 
convertirse en uno de los más claros indicadores para comprender la configuración típica 
que ha tomado la psicología en aquél país. 
 
Sin embargo, pese a esta aparente demostración de éxito, contundencia y amplia 
aceptación, el psicoanálisis es visto con desconfianza y hasta con desdén por un importante 
grupo de autores. Franqueado desde siempre por impugnaciones y fieras polémicas, no 
resulta aventurado afirmar que, durante muchas décadas, el psicoanálisis ha constituido una 
compañía con frecuencia incómoda y espinosa para la psicología. Las críticas de diversa 
índole que se han vertido hacia las posiciones defendidas por los seguidores de Freud y las 
escuelas psicoanalíticas divergentes no fueron comunes sólo en los comienzos de su 
asimilación activa al campo de la psicología, sino que han continuado de manera creciente 
en los últimos años. Esa actitud no proviene únicamente de los psicólogos y psiquiatras 
profesionales. Es frecuente aún en círculos más amplios que engloban a filósofos, 
científicos naturales y experimentales y a exponentes de otros sectores del conocimiento. Y 
si bien los reparos hacia las doctrinas freudianas han sido formulados con diversos grados 
de rigor y profundidad, el cuestionamiento más frecuente se direcciona hacia el status que 
correspondería asignar al psicoanálisis desde la perspectiva de una teoría científica, esto es, 
en función a la búsqueda y aplicación estricta de los procedimientos en uso por las ciencias 
establecidas para la búsqueda de datos nuevos y la comprobación de hipótesis y teorías. De 
ahí que el reproche oído con mayor consistencia en relación al carácter epistemológico del 
psicoanálisis haya sido la aplicación simple y directa del mote de pseudociencia. El uso de 
tan engorrosa designación para referirse a una teoría que se supone parte de la psicología es 
un problema muy delicado que no debiera ser ignorado por nadie. Por este motivo, ante la 
persistencia y gravedad que conlleva una descalificación tan inclemente, parece legítimo 
plantear algunas interrogantes para buscar un poco de luz en relación al problema: 
¿Corresponde considerar al psicoanálisis una teoría ajustadaa los procedimientos normales 
manejados por la ciencia? ¿Está el psicoanálisis inscripto en alguna suerte de categoría 
epistemológica especial y diversa, que le habilite a recibir un tratamiento diferente al 
dispensado a las otras ciencias? ¿Es o no el psicoanálisis una parte activa de la psicología? 
¿Qué clase de problemas o desafíos particulares representa el psicoanálisis para el conjunto 
de las ciencias del comportamiento? ¿Cuáles son las razones que explican o justifican este 
rechazo desde sectores tan amplios de la psicología científica? 
 
La estrategia adecuada para responder a esta clase de preguntas es una revisión integral de 
todos los fundamentos. Es obvio que una investigación realizada a cabalidad plena y que se 
encuentre dirigida a estos difíciles e intrincados problemas demandaría un estudio a gran 
profundidad, capaz de facilitar una ponderación adecuada de todas las variables relevantes. 
Con objetivos más modestos, la intención primordial de este artículo es formular algunas de 
las claves principales que sirvan para pensar en los términos adecuados las ambiguas 
relaciones que conectan a la psicología y el psicoanálisis y remarcar, al mismo tiempo, la 
urgencia por arribar a conclusiones definitivas respecto al carácter científico o 
pseudocientífico que merezca atribuirse a esta teoría. Los aspectos mencionados revisten 
importancia no sólo en el marco de los proyectos de investigación susceptibles de 
articularse desde la psicología en cuanto tal sino sobre todo en la actividad propia que se 
desarrolla al interior de los gabinetes profesionales de los psicólogos. El alto grado de 
compromiso y responsabilidad que supone trabajar en las profesiones de la salud mental 
tampoco puede ser soslayado. La dicha o el infortunio que al final les toque en suerte 
afrontar a los potenciales clientes en el curso de sus vidas, y que surja como resultado de la 
acción del psicólogo, no podrá nunca conceptuarse como el menos importante de los 
factores que hacen necesaria esta discusión. 
 
Conjunciones históricas de la Psicología, el Psicoanálisis y el Paranormalismo 
 
Las paradojas que vinculan al psicoanálisis y la psicología son múltiples, y entre las más 
notorias se cuenta el de los orígenes históricos de ambos. Surgidos en la misma época y al 
abrigo de similares entornos culturales, ambas quedaban entrelazadas bajo el signo de la 
contemporaneidad. Tanto la psicología como el psicoanálisis constituyeron expresiones 
auténticas del interés creciente en la exploración de la mente humana que comenzaba a 
verificarse hacia finales del siglo XIX. Eran los días que en el laboratorio de Wilhelm 
Wundt en Leipzig recibían su entrenamiento los futuros líderes de la psicología 
experimental, en medio de un estricto y germánico rigor. Los minuciosos trabajos de 
Sechenov sobre la disección y estudio de los reflejos en las ranas eran dados a conocer a la 
colectividad científica de la Rusia zarista, al otro lado de Europa. Cruzando la costa 
atlántica, los masivos Principles of Psychology de William James culminaban su 
prolongada gestación de doce años y se colocaban a la venta en las librerías de los Estados 
Unidos. En el centro de Europa, un joven médico vienés llamado Sigmund Freud 
comenzaba a edificar los pilares conceptuales sobre los que se asentaría la futura teoría 
psicoanalítica y su original forma de concebir el tratamiento de la histeria. Poblados de 
mentes ávidas por marcar nuevos rumbos para el avance de la ciencia, estos años que 
bordearon el cambio de siglo fueron tiempos de fértil productividad para la generación de 
nuevas teorías. Se presentaba así el necesario efecto multiplicador que al retornar de las 
discusiones y polémicas conceptuales, rendiría sus frutos en la toma de conciencia por los 
psicólogos profesionales con relación a las amplias posibilidades de indagación que se 
abrían anchurosas por delante de la nueva ciencia. 
 
No obstante, la reconstrucción documentada que los historiadores de la psicología han 
emprendido para facilitar la comprensión de las condiciones del surgimiento de su 
disciplina ha pasado por alto un detalle importante con harta frecuencia. Y es que, de forma 
paralela a las investigaciones que los psicólogos procuraban desarrollar aplicando el rigor 
propio que exigían los estándares de la época, afloraban también otras construcciones 
intelectuales, a menudo menos notorias y sin los favores de los círculos académicos, pero 
que se insinuaban como potenciales competidoras para la psicología, ganando la adhesión y 
los fervores del público. Tales construcciones ostentaban perfiles menos definidos, 
admitían considerables grados de ambigüedad en sus formulaciones y se hallaban más 
abiertas a la incorporación de fenómenos de naturaleza etérea y arduos de definir. A la vista 
del pensador racional, podía considerárselas como más sospechosas y proclives de ser 
mezcladas o fusionarse con alguna forma de espiritualidad. Su postulación, defensa y 
aplicación se daba sin la sujeción obligatoria a la esclavitud de los hechos y al ideal de la 
objetividad, cualidades que se han reputado siempre como un aspecto esencial para 
cualquier actividad científica que se precie. En contrapartida, los nuevos "conocimientos" 
apelaban como sus aliados naturales al misterio, lo oculto, lo inesperado, lo impredecible, 
lo oscuro, lo fantástico, lo sobrenatural. Al perfil claro y diáfano que ofrecía la ciencia, 
anteponían la certeza intuitiva de lo profundo, la posesión de una llave infalible que conecta 
con una forma diferente y más esencial de realidad. 
 
Para muchos era una línea muy fácil de cruzar, lo que a su vez parecía justificado por el 
atractivo y la importancia intrínseca que parecían irradiar estos fenómenos. Muchos 
científicos que hacían del rigor una rutina diaria en sus propios campos de trabajo 
accedieron a relajar sus estándares y se dejaron deslizar bajo el lenguaje encantado que 
prometía lo esotérico. El que algunos referentes centrales para la ciencia como el naturalista 
Alfred Russell Wallace (Richards, 1989), codescubridor con Darwin de los procesos que 
rigen la evolución de los organismos, o pioneros de la psicología de la talla de William 
James (Gardner, 1992a, 1992b) demostraran una adhesión entusiasta a doctrinas como el 
espiritismo y la comunicación con los muertos o hacia creencias similares a estas, no hace 
más que demostrarnos la aguda penetración que las mismas habían logrado en el ambiente 
intelectual de la época y la dificultad que supondría descartarlos como simples notas 
marginales al pié de la historia. Fué James uno de los intelectuales que con mayor 
convencimiento apadrinaron la fundación de la American Society for Psychical Research en 
1885, de la que otro psicólogo eminente, William McDougall, ofició como presidente en 
1920. Este último fué quien persuadió al biólogo Joseph B. Rhine a establecer en su 
compañía un laboratorio parapsicológico en Duke University hacia 1927, históricamente el 
primero de su clase. La incorporación del término parapsicología a nuestro vocabulario 
habitual se debe asimismo a la inspiración de McDougall (Baker y Nickell, 1992). 
 
La fascinación de muchos hombres de ciencia por los nuevos fenómenos no se limitó 
únicamente a los Estados Unidos. Uno de los países donde la atracción se pudo sentir con 
mayor fuerza fue Francia, allí varios de los psicólogos más eminentes que impulsaron el 
avance de la psicología científica se mostraron igualmente intrigados por los fenómenos 
que parecían diluirse en la confluencia difusa formada por las prácticas derivadas del 
magnetismo mesmeriano y la sugestión hipnótica. Muchos de estos pioneros de la 
psicología encararon aquéllas investigaciones con absoluta seriedad y buena fe, sin albergar 
pretensiones fraudulentas. Entre ellos, Alfred Binet fué coautor junto a Charles Féré de un 
tratado llamado Le megnétisme animal en 1887, en tanto Charles Richet resultaba el 
fundador, en 1905, de la metapsíquica, un campo queen su momento fué concebido como 
una "ciencia autónoma" por dicho autor (Lantier, 1976, Plas, 2000). Podrían citarse muchos 
ejemplos más para ilustrar la tentación seductora de lo oculto. A buen resguardo de la 
actividad luminosa del laboratorio, muchos dejaban discurrir entre bambalinas sus 
inclinaciones al misterio. Porque así como César Lombroso encontró a la médium Eusapia 
Palladino (Lantier, 1976) que logró derretir su hielo escéptico inicial y lo sumió por entero 
en los pantanos densos del espiritismo, Pierre Janet se vio intrigado por Léonie 
Leboulanger (Plas, 2000), la célebre sonámbula magnetizada Los psicólogos que hacían sus 
armas en los inicios del siglo XX enfrentaron numerosas dificultades para demarcar con 
fuerza los límites estrictos entre su ciencia y las contrapartes pseudocientíficas de esta, en 
especial el espiritismo y la investigación psíquica, que por entonces cautivaban la atención 
de las multitudes (Coon, 1992). Pero la perspectiva de los psicólogos experimentales difería 
en mucho del embriagante misticismo que arrullaba a los crédulos y embotaba por entero su 
entendimiento. Así, el estudio de estos supuestos y bizarros fenómenos casi por regla 
general fue excluido sin cortapisas de los horizontes disciplinarios de la psicología. La 
lucha por proteger la integridad del conocimiento se hacía cuesta arriba en una ciencia cuya 
propia consolidación se hallaba aún en pleno proceso. De esta manera, los eventos 
respectivos terminaron marginalizados de forma tal que más temprano que tarde se 
encontraron forzadamente arrinconados en la categoría de dobles ocultos de la psicología 
(Leahey y Leahey, 1984). Aún así, la superchería no ha desaparecido, ni siquiera de las 
fronteras de la psicología. Con mayor razón, el esfuerzo por asentar la educación pública 
sobre bases científicas sólidas, entendidas en un contexto amplio, ha conseguido 
relativamente poco avance en las décadas subsiguientes. Resulta grave que la expectativa 
por alcanzar un grado superior de refinamiento intelectual mediante el avance en el "nivel 
educacional" de los ciudadanos, y tomando como criterio para ello a los grados académicos, 
no implique necesariamente una reducción en la incidencia de teorías de corte 
pseudocientífico (Losh, Tavani, Njoroge, Wilke y McAuley, 2003). La razón está en que, 
como se ha comprobado una y otra vez, existe una correlación negativa entre el grado 
educativo formal y la creencia en las doctrinas relacionadas a lo paranormal, en especial 
cuando estas se hallan sustentadas sobre alguna forma de tradición religiosa (Goode, 2002). 
 
El psicoanálisis, sin embargo, logró integrarse sin contratiempos muy notorios al esquema 
general de la psicología. Asumiendo en principio la existencia de un consenso respecto al 
carácter pseudocientífico de la teoría entre quienes detentan un pensamiento escéptico, no 
es vano interrogarse ¿a qué podría responder esta diferencia de apreciación al interior de la 
comunidad científica? Algunas explicaciones directas parecen surgir rápidamente. Freud 
provenía del gremio médico, uno de los estamentos tradicionalmente más asociados con la 
defensa de los estándares del rigor y la respetabilidad científica en el imaginario social. 
Aunque aún en este punto no puede ignorarse que otras figuras que precedieron a Freud y 
procedían de esa misma comunidad corrieron muy distinta suerte. Pueden enumerarse 
varios casos ilustrativos, como el de Franz-Anton Mesmer, el excéntrico propiciador del 
magnetismo animal y de la doctrina de los fluidos magnéticos (Nicolas, 2002) y de Franz-
Joseph Gall, el controversial creador de la frenología (Renneville, 2000). Otro elemento 
importante en esta recepción diferencial del psicoanálisis fue la adhesión que el creador de 
la teoría profesó hacia la clase de lenguaje y principios que muchos de sus lectores podían 
haber identificado con el positivismo, en particular la creencia de Freud que el psicoanálisis 
debía considerarse una ciencia firme y sólida, en todos sus aspectos fundamentales [2]. 
 
Tal aseveración puede hallarse repetidamente expresada en muchos de los escritos 
canónicos del psicoanálisis. Otro elemento importante es que Freud había dado inicio a su 
carrera transitando en los terrenos más sólidos de la neurología, desde donde tuvo lugar la 
introducción de su Proyecto de una psicología para neurólogos (Freud, 1895/1981), una de 
sus elaboraciones tempranas. Refiriéndose a esta etapa de su carrera, algunos críticos ácidos 
pero muy lúcidos y sistemáticos de Freud han considerado a la neurociencia que ejerció 
este en su juventud profesional como una actividad practicada sin brillo alguno (Bunge, 
1985). Pero es significativo que a más de un siglo de distancia, este trabajo es el que ha 
despertado mayor atención en grupos específicos de investigadores y ha sido considerado el 
más digno de estudio por parte de un sector de la comunidad científica (Bilder y LeFever, 
1998). 
 
Pero las fuertes disonancias conceptuales que se hallaban latentes entre la psicología y el 
psicoanálisis no pasaron desapercibidas y fueron muy patentes desde el principio. La 
introducción de la teoría psicoanalítica en los principales medios intelectuales donde fue 
modelada la psicología contemporánea se efectuó casi siempre con la corriente en contra, 
generando resistencias y evaluaciones muy críticas por parte de grupos específicos de 
investigadores. Es cierto que en los Estados Unidos, por ejemplo, algunas de las figuras 
principales que encarnaron a la nueva psicología como Granwille Stanley Hall no sólo 
brindaron una acogida muy favorable a las ideas de Freud (Rieber, 1998), también lideraron 
una entusiasta recepción intelectual que desembocó en la organización de eventos 
académicos mayores como las cinco famosas conferencias en la Clark University durante el 
otoño de 1909 en las que Freud fue la figura y atracción principal (Freud, 1914/1981). Por 
el contrario, los psicólogos experimentales ofrecieron fuerte resistencia desde el primer 
momento, en parte porque percibían que un afianzamiento del psicoanálisis como teoría 
psicológica representaba un riesgo para la credibilidad del ideal de ciencia rigurosa que se 
hallaban desarrollando con tan afanosa dedicación (Fancher, 2000, Hornstein, 1992). Pese a 
lo cual, la repercusión del psicoanálisis y su aceptación popular experimentaron un 
continuo incremento durante las décadas siguientes, hasta convertirse en una presencia cuya 
fuerza e influencia resultaban imposibles de ignorar dentro y fuera de la psicología. Este 
mismo patrón, con diferencias de matices en grados y estilos, se ha repetido en varios 
países europeos como Bélgica, Francia y Holanda (Van Rillaer, 1985). 
 
El curso de acción experimentado durante las décadas siguientes no resultó un bocado de 
agradable sabor para los adversarios de la teoría. Pese a críticas duras, evaluaciones 
rigurosas y lenguaje de barricada, la vigencia del psicoanálisis parece firmemente asentada 
por el momento y con pronóstico de buena salud en amplios círculos intelectuales, incluso 
dentro de la psicología. Entonces ¿por qué insistir una vez más con los cuestionamientos al 
psicoanálisis? ¿De qué defectos adolece en forma irreparable este enfoque que lo haga 
cuestionable a una incorporación fluida y plena al cuerpo de conocimientos aceptados por 
la ciencia? ¿Qué hace que incluso las revistas emblemáticas del pensamiento escéptico 
internacional como el Skeptical Inquirer dediquen espacios de discusión mínimos o 
inexistentes a las doctrinas de Freud? ¿Por qué se halla ausente de los muestrarios 
existentes sobre sistemas de cuidado de la salud sospechosos de falso cientificismo 
(Edwards, 1999) o entre las terapias locas (Singer y Lalich 1996) que abundan en el 
mercado de ofertas que disponen los psicólogos clínicos? ¿Es realmente el psicoanálisis una 
teoría que corresponda homologar sin más con la siempre peyorativa categoría de 
pseudociencia? Para desánimo de los admiradores de laestupenda imaginería 
psicoanalítica, creemos que la respuesta a esta última pregunta es que sí, y esperamos 
demostrar en forma sintética que ni siquiera el éxito o la aceptación en grados mayoritarios 
que sea capaz de obtener una teoría resulta en verdad una garantía suficiente para otorgar 
un crédito pleno a su confiabilidad epistemológica. Las razones para esta negativa sonarán 
incómodas, pero son cruciales. 
 
Quien busque escritos escépticos dirigidos a los supuestos metapsicológicos y 
formulaciones diversas del psicoanálisis encontrará una abundancia en grado tal que inspira 
respeto. La literatura crítica focalizada sobre aspectos epistémicos o empíricos del 
psicoanálisis y que sugieren, por una parte, tanto la necesidad de una reinterpretación 
parcial o total de sus postulados básicos, o el archivamiento simple y directo del mismo 
entre las mitologías de la ciencia por la otra, ha continuado creciendo exponencialmente 
durante las décadas recientes. En los últimos años se han dado ejemplos de evaluaciones 
muy serias que merecen considerarse. Las fuentes principales provienen de la filosofía de la 
ciencia y de los emprendimientos evaluativos que los mismos psicólogos han llevado 
adelante. Entre los primeros, ya son clásicos los trabajos en los que Sir Karl Popper expuso 
las dificultades inherentes para lograr la falsación rigurosa de teorías pretendidamente 
científicas como el psicoanálisis y el marxismo (Popper, 1962) y los incisivos 
cuestionamientos de Mario Bunge al carácter de las formulaciones freudianas en cuanto 
producciones teóricas susceptibles de enmarcarse dentro de los límites de confiabilidad 
comúnmente aceptados por la ciencia (Bunge, 1973, 1985). De igual modo, y aunque no se 
hallen directamente centradas sobre las ideas de Freud o en las ciencias sociales en general, 
hay quienes procuran apoyo en la discusión de las revoluciones científicas estudiadas por 
Kuhn (1983) para esbozar argumentos tanto a favor como en contra de un eventual carácter 
paradigmático del psicoanálisis. Y como era de esperarse, el examen crítico de las ideas de 
Freud ha continuado presente en la agenda de los filósofos hasta fechas más recientes 
(Cioffi, 1998, 2001). 
 
Los psicólogos también han discutido con gran profusión el acierto o extravío que pudiera 
sugerir el uso de los preceptos psicodinámicos. Como corresponde a la actitud de genuinos 
científicos, muchos de ellos han buscado poner a prueba las hipótesis psicoanalíticas 
mediante una contrastación de experiencias bien controladas. Este ha sido el caso del 
importante volumen editado hace ya varias décadas por Hans Eysenck y Glenn Wilson 
(1980). Los autores reunieron un total de veintiún estudios que correspondían a su propia 
elaboración y a las de otros investigadores. En ellos pusieron a prueba los aspectos 
troncales del edificio teórico del psicoanálisis haciendo uso de las estrategias objetivas que 
son parte del repertorio habitual de la psicología, incluyendo el método experimental. 
Aquellos componentes centrales para la teoría freudiana hacia los que iban orientadas las 
investigaciones fueron el desarrollo psicosexual, los Complejos de Edipo y de castración, la 
represión, el humor y el simbolismo, la psicosomática y las neurosis, las psicosis y la 
psicoterapia (Eysenck y Wilson, 1980). Los resultados obtenidos a través de pruebas 
correctamente diseñadas como estas y el balance final de la evidencia contra la teoría 
fueron desconsoladores para los psicoanalistas. Volveremos a analizar este punto más 
adelante. 
 
Las discordancias que enfrentan a los psicólogos científicos con los detectives de los 
laberintos intrapsíquicos han adoptado también otro cariz, el de aquellos conversos que 
optaron por retornar de una carrera exitosa como psicoanalistas para transformarse en 
críticos decididos, a menudo sorprendentemente duros, de los principios freudianos. Dos de 
los casos más conocidos son los que involucran a Albert Ellis y Jacques van Rillaer (Ellis, 
1981, Van Rillaer, 1985). Ellis, como es bien conocido, desarrolló con posterioridad a su 
deserción la Terapia Racional Emotivo-Conductual (Lega, Caballo y Ellis, 1997), un 
emprendimiento a mitad de viaje entre el conductismo tradicional y una perspectiva 
cognitiva de mayor amplitud. Van Rillaer abjuró ruidosamente de la práctica psicoanalítica 
escribiendo una evaluación crítica que hoy es todo un clásico. Los psicólogos académicos, 
por otra parte, no han cesado con los años en su tenaz empeño por examinar críticamente la 
narrativa psicoanalítica, centrando su atención sobre los flancos científicamente más 
débiles del freudismo y de sus derivados más directos (ver las publicaciones de Macmillan 
[1997, 2001] o de Roustang, [2000] para buenos ejemplos de estos trabajos). Quienes han 
optado por escudriñar los resultados -a menudo poco alentadores- de la psicoterapia, y 
realizaron una discusión pormenorizada de sus fundamentos (Baker, 1996, Dawes, 1994) 
arribaron al final a conclusiones igualmente corrosivas. De igual manera, aquellos 
instrumentos para determinar las características de la personalidad que se hallan 
basamentados fuertemente sobre los constructos psicoanalíticos, y cuyo ejemplo más 
destacado es el test de Rorschach, han sido objeto a su tiempo de apreciaciones muy 
discordantes (Wood, Nezworski, Lilienfeld y Garb, 2003). 
 
Pues entonces, ¿Qué hemos aprendido de este significativo cúmulo de estudios y debates? 
¿Han servido para algo tantas discusiones, en particular para ayudarnos a arbitrar con 
seguridad nuestras opiniones respecto a la vigencia y validez del psicoanálisis como teoría 
presuntamente científica? ¿Es posible a estas alturas obtener conclusiones generales claras, 
independientes del apasionado ardor que motivan las simpatías o contrariedades mantenidas 
a priori y la aceptación o negativa visceral de los conceptos de Freud? Pese a lo 
apasionante e intrincadamente creativo que pueda parecer el sumirnos en una expedición al 
reino brumoso de la psicología profunda, nuestra opinión es resueltamente afirmativa. 
Porque la discusión sí es útil, y también lo es la defensa de una problematización insistente 
de los postulados. Y es que el psicoanálisis, del modo como ha sido conceptualizado, 
defendido y practicado a través de toda una centuria debe ser remitido al penumbroso y 
apartado rincón de las elucubraciones pseudocientíficas. A la vez, la psicología tendría que 
precaverse a sí misma de discurrir por senderos tan borrascosos. Los argumentos que 
respaldan estas radicales decisiones no son en absoluto escasos y se imponen por la fuerza 
de su propia lógica. Veamos porqué. 
 
Los investigadores inquietos que se han interesado por las características intelectuales que 
resultan privativas de las pseudociencias no son pocos, y algunos entre ellos han buscado 
suministrar una conceptualización que revista la mayor exactitud y rigor posibles. Puestas 
en el centro de un interés muy amplio y plural, las definiciones son abundantes. Algunos 
filósofos como Mario Bunge (1985) han ensayado una descripción sistémica de áreas muy 
abiertas al debate, como en efecto son la pseudociencia y la ideología, proponiendo para la 
primera la adopción de una decatupla, es decir, una definición compuesta y con cierta 
exigencia de abstracción, que podría estimarse entre las más integrales de que se dispone. 
La mencionada definición comprende entre sus componentes básicos a la comunidad más 
restringida que cree en la pseudociencia en cuestión, a la sociedad que la alberga, el 
dominio respectivo del discurso de la pseudociencia de que se trate, la filosofía (esto es, la 
ontología, la gnoseología y el ethos) en que se apoya implícita o explícitamente, el fondo 
formal (lógica) y el fondo específico (conocimientos), la problemática a la que pretende 
responder, el fondo de conocimientos acumulados por la pseudociencia (si es que los 
hubiere por supuesto, lo cual casi siempre es dudoso), los objetivos a los que sirve y el 
métodoutilizado (Bunge, 1985). 
 
Paralelamente, investigadores como Erich Goode (2000) parten de supuestos disímiles y 
contemplan la estructura de los fenómenos circunscriptos a la pseudociencia y a lo 
paranormal a partir de una óptica sociológica. En su discusión sobre las características que 
adopta lo paranormal, Goode (2000) parte del supuesto que el paranormalismo como tal 
puede ser mejor analizado desde unas coordenadas ambientales, esto es, tomando en 
consideración las influencias culturales, sociales y psicosociales que actúan como sus 
determinantes. En tal sentido, lo paranormal abarca cualquier sistema de creencias que, 
como parte de sus explicaciones, postulan la existencia de fuerzas, factores o dinámicas que 
se presenten en flagrante incongruencia con una visión naturalista del mundo. Es así como 
lo paranormal y lo pseudocientífico son conceptos que no se solapan entre sí forzosamente. 
Como afirma Goode (2000), las historias sobre el big foot (pie grande), el abominable 
hombre de las nieves que pasea su intimidadora estampa por las alturas del Himalaya o el 
monstruo prehistórico que forrajea en las profundidades del Lago Ness son creencias 
pseudocientíficas, al carecer de los sustentos empíricos indispensables o de registros 
observaciones confiables, que no permiten arbitrar juicios valederos sobre la realidad de su 
existencia. Pero no tienen porqué ser necesariamente calificadas de paranormales, en el 
sentido previamente descrito. La diferencia entre lo pseudocientífico y lo paranormal 
radica en que esta última categoría no sólo carece de la necesaria evidencia, sino que la 
supuesta existencia de los mismos también colisiona con los postulados más generales de la 
ciencia. Por ello, lo que es importante para la formulación de Goode (2000) no es lo que sea 
paranormal o pseudocientífico en sí mismo, entendido a un nivel más ontológico. Lo que 
cuentan son las creencias de los científicos, esto es, lo que en un determinado momento se 
considere que cae dentro o fuera de los límites de la ciencia a juicio de una comunidad de 
investigadores. Lo que sea así en un determinado momento o en otro distinto, podrá 
siempre cambiar de acuerdo a la propia dinámica social que regule la actividad de los 
científicos, y por consiguiente, su sistema de creencias. 
 
Indudablemente, es más sencillo hablar de una pseudociencia que abocarse a definirla. Aun 
así, algunos especialistas han intentado al menos detallar sus características de mayor 
generalidad. Sampson (2001) revisó en fecha reciente los trabajos de varios autores y 
ofreció una síntesis de sus puntos de vista sobre el particular. Basándonos en tales 
opiniones, podemos decir que una pseudociencia, en términos globales, es algo que: 1) 
Postula la acción de agentes causales que producen un efecto máximo independientemente 
a la intensidad de la causa, 2) El efecto se sitúa muchas en los límites de la capacidad para 
ser detectados por medios objetivos, 3) Albergan pretensiones de gran precisión, 4) Son 
teorías fantásticas contrarias a la experiencia, 5) Las críticas que se les dirigen son 
respondidas con excusas ad hoc, 6) La proporción de creyentes versus críticos tiende a 
incrementarse exponencialmente, 7) Realizan mediciones subjetivas con propósitos de igual 
clase, 8) No disponen de evidencia directa sobre el fenómeno estudiado o una 
profundización de la información ya existente, 9) El fenómeno supuestamente predicho 
permanece siempre resbaladizo, huidizo, inasible, 10) Acusan pobre investigación o 
explicaciones alternativas y 11) Constituyen pretendidas revoluciones sin soporte u apoyo 
alguno que provenga de la investigación externa (Sampson, 2001). 
 
Todos estos conceptos son muy relevantes también para los juicios que podamos abrir 
sobre Sigmund Freud y su obra. Aunque esta no suele ser vista como un componente activo 
del campo de lo paranormal, es evidente que el freudismo guarda ciertas semejanzas 
importantes con este grupo de ideas. Algunas no pasan de lo puramente anecdótico y 
pintoresco, como la pretensión del célebre doblador de cucharas Uri Geller de mantener 
una relación de parentesco directa con el padre del psicoanálisis, de quien asegura haber 
recibido en herencia unos supuestos poderes psíquicos extraordinarios que le fueron 
transmitidos por la vía materna (Marks, 2000). Desde luego, no existe la menor evidencia 
de ello. Incluso los adversarios más recalcitrantes de Freud nunca han incluido este hecho 
en particular como parte del nutrido folclore que ha rodeado desde siempre al psicoanálisis. 
Pero las suposiciones burdas y pueriles deben manejarse con la sobriedad necesaria. Las 
afirmaciones de alguien con una credibilidad tan devaluada como Geller no deberían ser 
utilizadas contra Freud mismo en una forma maliciosa, por muy distantes que puedan 
hallarse de él nuestras propias impresiones y valoraciones. Además no sería necesario 
hacerlo, puesto que las falencias inmersas en el armaje de la teoría psicoanalítica son 
suficientes para desterrar del todo la apelación a cualquier argumento ad hominen. Esta 
demostración palpable será la siguiente escala de nuestro viaje. 
 
Los problemas intrínsecos del Psicoanálisis 
 
Las travesuras de orden metodológico y epistemológico que cometen a diario los émulos de 
Freud no son pocas ni resultan del todo inofensivas. Tampoco se trata de pecadillos 
venales. Son faltas graves que comprometen con mucha severidad el derecho de los 
expedicionarios de lo intrapsíquico a permanecer dentro del perímetro que alberga a los 
emprendimientos científicos. Démosle un examen más cercano a los más importantes entre 
ellos: 
 
Los psicoanalistas se han mostrado porfiadamente reticentes ante cualquier intento serio de 
someter sus postulados al cedazo de la experimentación. Para ello han esgrimido 
argumentos de diversa índole y calibre, siendo el más característico la supuesta 
imposibilidad de los fenómenos por ellos abordados a responder a la comprobación y el 
control estricto de variables. Las actitudes del propio Freud a este respecto son prototípicas 
de su estilo, ya que en vida suya hubo quienes consideraron necesario someter la imaginería 
psicoanalítica y sus conceptos a una rutina de comprobación más ajustada con el proceder 
normal de la ciencia. Las respuestas de Freud, cuando no solapadas en una dudosa 
condescendencia, fueron directamente despectivas a este propósito (Eysenck y Wilson, 
1980). Por cierto que el método experimental no es el único utilizado por la psicología de 
manera fructífera, pero los partidarios del psicoanálisis parecen adolecer de una 
desmotivación similar hacia las demás estrategias de investigación de las ciencias del 
comportamiento, poniendo en duda la efectividad de casi todas ellas. Con excepción, claro 
está, del así llamado método clínico, que se halla concebido a la medida exacta para las 
ambiciones de legitimación metodológica que esconden las cofradías del inconsciente. 
 
Los conceptos de los que se vale el psicoanálisis para articular sus explicaciones de los 
aconteceres psíquicos están formulados con un considerable ingrediente de ambigüedad e 
imprecisión. Esto vuelve muy dificultoso cualquier intento de someter sus postulados a 
prueba. Desde luego, la carencia de ideas precisas tiene sus ventajas evidentes desde el 
punto de vista de la teoría, ya que a cada intento de refutación siempre será posible 
reacomodar convenientemente la explicación que se ofrece, de forma tal que los axiomas 
fundamentales nunca queden eliminados. Es un escenario reiterado donde las verdades 
insondables resisten con fuerza a las embestidas de la evidencia. Esto se produce de forma 
muy manifiesta con el mecanismo defensivo de la formación reactiva, que permite que una 
aseveración verbal cualquiera con carácter desfavorable a la teoría sea en verdad 
confirmatoria de la misma, pues se supone afirma el hecho opuesto. La verdad se reprime 
en el inconsciente. Así, no importa que la resistencia aparezca en el diván oen las páginas 
impresas de los libros, el fenómeno es idéntico. Este proceder inverosímil para una 
racionalidad lineal es perfectamente admitido por lo que podríamos llamar la lógica interna 
de la teoría. Pero lo que puede ser bueno para los psicoanalistas, no lo es para los 
científicos. Una vez más, se comprueba la indomable rebeldía de los exégetas del ello por 
ajustarse a los estándares procedimentales que son corrientes para la ciencia. 
 
El psicoanálisis no sólo ha sido renuente a la utilización de la metodología objetiva que es 
de uso corriente en la psicología científica para la validación de sus estudios, también ha 
sido difícil lograr una asimilación productiva de las críticas que le son adversas, ya sea las 
que están basadas en hallazgos empíricos o en análisis teoréticos. De esta manera, el cuerpo 
principal de la teoría siempre permanece indemne. Las réplicas ensayadas por los 
seguidores de Freud, por lo general, se formulan casi siempre en términos muy 
descalificatorios, no de los investigadores que las realizan, por supuesto, sino de las 
posiciones presuntamente superficiales o insuficientes para abarcar con eficacia real los 
fenómenos de naturaleza más profunda a los que se aboca la teoría. En una palabra, las 
críticas provenientes de posiciones que se hallan epistemológicamente distantes a la 
orientación psicoanalítica en verdad no pueden afectarla, no pueden alcanzarla, no pueden 
obligarla a cambiar o modificarse y a la larga no tienen consecuencias sobre ella. Es así 
como el psicoanálisis parece situarse más allá de todo debate y se presenta a sí mismo como 
un sector impermeable a la discusión crítica divergente. En verdad, muy poco similar a 
cualquier ciencia normal que conozcamos. 
 
Los niveles de generalidad, extensión y ambición explicativa del psicoanálisis son, en la 
misma medida que el marxismo, los más altos que puedan encontrarse entre los enfoques 
que se presumen científicos. Siendo en principio una aproximación psicológica, Freud 
expandió tanto sus horizontes que acabó ensayando hasta una explicación de Dios (Freud, 
1927/1981). Para ser justos debemos consentir en que este esfuerzo interpretativo, desde un 
punto de vista más filosófico, resulta bastante desafiante. Pero como menciona Baker 
(1996) recordando los argumentos clásicos esgrimidos por Sir Karl Popper en el libro 
Conjeturas y Refutaciones, esta condición omniexplicativa del freudismo, que a juicio de 
sus adherentes pasa por su principal crédito y ventaja, es en realidad la fuente principal para 
su debilidad como teoría. El psicoanálisis pretendió explicar tanto y tan vasto, que acabó 
sin aclarar prácticamente nada. De esta situación también se deriva la enorme dificultad por 
deducir hipótesis contrastables susceptibles de validarse con procedimientos empíricos, en 
especial aquéllas que se refieren a los conceptos de mayor generalidad que cruzan toda la 
teoría: los procesos activos del inconsciente, la represión, y otros semejantes. 
 
Quizá una de las características que más sorprenden cuando se compara al psicoanálisis con 
las demás ciencias del comportamiento, es el agudo aislamiento en que se desenvuelve en 
relación a la investigación producida en otras áreas. Los psicoanalistas se comportan a 
menudo como si los demás sectores de la psicología no existieran o carecieran por 
completo de importancia. Se empeñan muy poco por absorber sus conocimientos, o en 
asimilar y responder adecuadamente a las críticas que reciben. Freud mismo demostraba 
palpablemente esta esquiva actitud. En los días en que la psicología experimental se abría 
paso de la mano de Wilhelm Wundt y concitaba interés y entusiasmo en todo el mundo, 
Freud mencionaba al célebre maestro alemán una sola vez en sus escritos, para retratarlo no 
como un investigador científico, sino como un filósofo[3]. 
 
Esta tendencia al aislamiento ha llevado a algunos psicoanalistas de las generaciones más 
recientes a pergeñar opiniones marcadamente insólitas. Ese ha sido el caso de Néstor 
Braunstein, cuyo libro Psicología: Ideología y ciencia, escrito en compañía de otros 
colaboradores (Braunstein, Pasternac, Benedito y Saal, 1975) y muy popular entre los 
estudiantes de varios países de Latinoamérica, ha sido fuente de llamativos 
posicionamientos. En esencia, estos autores sostienen que el psicoanálisis es la verdadera 
disciplina científica, en tanto la psicología académica carece de tal cualidad al no superar 
la mera superficialidad de los hechos que estudia y no sobrepasar el nivel de un mero 
discurso ideológico (Braunstein, Pasternac, Benedito y Saal, 1975). Estas afirmaciones han 
obtenido réplicas bien informadas por parte de autores que conocen a fondo la psicología 
moderna y son aptos para opinar con propiedad sobre ella (Martínez-Taboas, 1991). Pero 
más allá de las polémicas que generan discusiones de esta naturaleza, parecen suficientes 
para comprender por qué el psicoanálisis se encuentra absolutamente ausente de los 
esfuerzos programáticos que hoy llevan a cabo varios académicos de comprobada seriedad, 
tanto en los Estados Unidos (Staats, 1991, 1999) como en América Latina (Ardila, 1997a, 
1997b) para lograr la unificación plena de la psicología. 
 
Los autores psicoanalíticos plantean una relación de causa a efecto que se supone capaz de 
discurrir fluidamente entre instancias cuya esencia existencial es nada menos que la 
inmaterialidad (el yo, el súper-yo y el ello). Estos actúan sobre sectores materiales de la 
realidad como el cuerpo orgánico donde operan las disfunciones psicológicas o los 
problemas físicos. Un ejemplo del que han hecho abrumadora cosecha los seguidores de 
Freud son los trastornos psicosomáticos. Como ha explicado Bunge (1989) una relación 
causal es válida o se puede estimar como bien definida sólo cuando establece una conexión 
entre eventos concretos, como por ejemplo el cerebro y el aparato digestivo (Bunge, 1989). 
Recordemos que los intentos heroicos realizados por investigadores muy serios (Rof 
Carballo, 1972) que se han esforzado por localizar en el cerebro los componentes del 
aparato psíquico (Freud, 1923/1981) no han logrado en los hechos la compensación que 
esperaban para sus esfuerzos. Pero el que no se haya encontrado al ello, el yo o el súper-yo 
ocultos en los pliegues de la masa encefálica no implica negar, por supuesto, la enorme 
influencia ejercida por el sistema nervioso sobre el comportamiento. En relación a este 
aserto cada vez surgen mejores y más seguras pruebas desde la psicología de la salud, un 
área donde las investigaciones en curso sugieren que los procesos psicológicos y los 
estados emocionales influencian a la enfermedad en su progresión y etiología, o 
contribuyen a la vulnerabilidad o resistencia individual hacia la misma (Baum y Posluszny, 
1999). En este campo de investigación emergente y riguroso, los psicoanalistas no han 
resultado precisamente los más asiduos colaboradores. 
 
Si una forma cualquiera de psicoterapia se halla asentada sobre un conocimiento correcto y 
fundamentado de las relaciones de causa a efecto, que sean auténticas y reales y no ficticias 
o inventadas, entonces es de esperarse que cumplan su propósito manifiesto, esto es, que 
demuestren en la práctica la posibilidad de cambio y mejoría en las situaciones de malestar 
subjetivo que aquejan a sus potenciales clientes. Los psicoanalistas también han 
demostrado dificultades considerables para salir gananciosos en este campo. Las primeras 
investigaciones evaluativas sobre el éxito de las psicoterapias fueron revisadas en conjunto 
por Eysenck (1952/1980), y en ellos el freudismo no ha salido bien parado. En términos 
globales, su efectividad no supera el 44 por ciento frente a la simple remisión espontánea, 
es decir, la superación del sufrimiento psicológico que se logra sin recibir intervención 
especializada alguna. En términos brutos esta última orilla el 72 por ciento. Vale decir, 
resulta más efectivo tratarse con médicos generales o no hacerseatender en absoluto que 
recurrir a los auxilios de un psicoanalista (Eysenck, 1952/1980). Hasta algunos 
disciplinados seguidores de Freud (Fenichel, 1973) le han asignado escuálidos márgenes de 
productividad a las epopeyas del diván. Los recuentos actuales no han mejorado las cosas 
para los Icaros intrapsíquicos. Recientes estudios globales de revisión centrados en el éxito 
del proceso y en los resultados de la psicoterapia (Kopta, Lueger, Saunders y Howard, 
1999) ni siquiera mencionan ya a la teoría freudiana o sus derivados. ¿Prueba que los 
psicólogos consideran agotada la discusión? Es probable. Quizá obligados por la fuerza que 
les impone la vigencia del principio de realidad (Freud, 1923/1981) los psicoanalistas 
modernos, en especial los de simpatías lacanianas, parecen haber renunciado del todo a 
cualquier búsqueda o cálculo evaluativo que explore de forma medianamente creíble su 
presunta efectividad. 
 
Todo esto sin olvidar las graves implicancias éticas que tan oscura realidad conlleva. 
Porque seamos claros, ¿qué hay de los miles de pacientes que han puesto su integridad 
psicológica y quizá aún sus vidas -recordemos a quienes padecen trastornos depresivos- en 
manos de un psicoanalista? ¿Qué hay de la considerable inversión de dinero que han debido 
realizar ellos en el proceso? ¿Se les ha informado alguna vez de los reparos de toda clase 
que sufre la psicoterapia a la que tan confiados se someten? ¿Podría tener alguna disculpa 
este silencio cómplice del analista? 
 
VIII. El argumento de autoridad. Muchas doctrinas que reposan en forma muy endeble 
sobre cimientos empíricos escasos o directamente inexistentes ponen un acento mayor en la 
interpretación autorizada que pueda ejercer el terapeuta o el artífice sapiencial de turno que 
en una investigación fáctica real y solvente. Por supuesto, esta estrategia se halla muy 
justificada desde el punto de vista de los intereses de sus practicantes. Los psicoanalistas se 
cuentan entre quienes hacen uso del argumento de autoridad con abusiva frecuencia (Van 
Rillaer, 1985). En muchos casos el ejercicio de la interpretación y la autoridad en realidad 
se imponen al paciente sin dejarle una opción intermedia, con lo que las explicaciones del 
terapeuta no pueden ser discutidas en forma crítica. La única opción es aceptar, de lo 
contrario, estaremos ante la manifestación de una resistencia inconsciente. En una forma 
indirecta pero sutil, este aspecto de la imposición de un criterio único podría verse 
reforzado por el hecho de que muchos psicoanalistas son miembros del gremio médico. 
Como ha señalado el psicólogo James Alcock, la confianza en la autoridad es una fuente 
primaria para la adquisición de las creencias de cualquier persona, incluyendo aquéllas que 
se refieren a la aceptación por el público de una pretendida eficacia de los variopintos 
métodos que promociona sin tregua la medicina alternativa (Alcock, 2000). En mayor o 
menor medida, quienes vivimos en la cultura occidental nos hallamos expuestos desde los 
días de la escuela a un aprendizaje social que refuerza la aceptación dogmática de las 
verdades provenientes de las figuras investidas de autoridad. Al mismo tiempo, las 
opiniones de estas se nos presentan como indiscutibles. Camuflada bajo la experticia 
interpretativa del terapeuta, tal dinámica puede observarse también en el psicoanálisis. 
 
IX. Ductilidad para fusionarse con creencias bizarras. En su excelente estudio sobre la 
pseudociencia, Leahey y Leahey (1984) recuerdan con acierto que, al adentrarse en las 
etapas finales que marcaron el cenit de su influencia, la frenología experimentó una fusión 
con un conjunto de doctrinas de muy dudosa rigurosidad, de truculenta reputación entre los 
investigadores y en todo sentido extrañas al espíritu de la ciencia. Comparativamente, el 
psicoanálisis parece exhibir hoy una condición muy similar. Existe un cúmulo de 
modalidades de tratamiento, que Baker (1996) no duda en calificar como desperdicios 
terapéuticos que se presentan, las más de las veces, en clara disonancia con el conocimiento 
psicológico, y en los que resuenan ecos claros del pensamiento freudiano y sus conceptos, 
ya sea en aspectos mayores o en pequeños matices. 
 
Es así que modalidades tan inusuales como la terapia del vómito de Francis I. Regardie o la 
terapia del grito de Arthur Janov, que utilizan estos predecibles procedimientos como una 
forma de catarsis, resultan un buen ejemplo. Otras aproximaciones más integradas a la 
psicología como la terapia gestáltica de Fritz Perls arrancaron su trabajo a partir de 
preceptos como el reflejo nasal neurótico, un extravagante concepto acuñado por Wilhelm 
Fliess, quien anestesió ciertas áreas de la nariz con cocaína para emprender algunos 
procedimientos quirúrgicos. Freud, quien fue amigo de Fliess y al igual que él también 
experimentó con el uso de la cocaína en su juventud, participaba plenamente de estas ideas. 
Perls, trabajando varias décadas más tarde, se valió de la misma inspiración para encarar los 
problemas de un joven que presentaba signos de impotencia sexual, focalizándose en las 
sensaciones de la nariz y alternándolas con las del miembro viril, para lograr la solución. Al 
haber recuperado el joven su estado de tumescencia, Perls supuso con optimismo que este 
caso le había ayudado a descubrir la importancia de buscar una buena gestalt para 
comprender a cabalidad cada situación clínica y proceder así sobre criterios similares en el 
futuro (Singer y Lalich, 1996). 
 
La oleada de terapias que buscan acceder a alguna forma de regresión son también 
tributarias directas de la influencia psicoanalítica (Singer y Lalich, 1996). Entre estas se 
hallan las que prometen la vuelta hasta más allá del nacimiento, en la búsqueda de los 
arquetipos universales de la humanidad, que se hallan dormidos en cada uno de nosotros. 
Las rutas para estos surrealistas recorridos se lograrían a través del uso psiquiátrico del 
LSD o de técnicas holotrópicas para el entrenamiento de la disciplina y el control de la 
respiración, tal como enseña Stanislav Grof (Grof, 1988). Si uno deseara proyectar su 
camino regresivo incluso más allá, están las modalidades terapéuticas que conducen a la 
resurrección de historias ya vividas, a existencias sepultadas en el silencio y el olvido y a 
las puertas de los insondables abismos de lo desconocido, como la terapia de regresión de 
vidas pasadas creada por el Dr. Brian Weiss (Weiss, 2002). 
 
Con semejantes logros y laureles, auténticos o ficticios, nadie podría dudar de la 
potencialidad e inventiva ilimitadas que sin término exhiben la teoría psicoanalítica y sus 
incontables émulos. Excepto, claro está, que el destino elegido para orientar nuestras metas 
y esfuerzos sea el de la rutilante claridad de la ciencia. 
 
Hacia un escepticismo responsable para los psicólogos 
 
El surgimiento y afianzamiento de las pseudociencias en cualquier momento y 
circunstancia permanece como un problema latente para todas las ciencias establecidas, 
pero son las disciplinas del comportamiento las que acusan un riesgo mayor. La historia 
general de la ciencia demuestra que, tras los cambios que trajo consigo la Revolución 
Científica en los inicios del Renacimiento, aquéllas que primero alcanzaron su madurez en 
cuanto disciplinas de rigor y solidez metodológica fueron las que habían escogido los 
objetos de estudio más alejados del hombre (Hull, 1981). Son ellas la física, la química, la 
astronomía, la biología. En tanto la psicología, la sociología, la antropología, fueron las 
últimas en llegar para integrarse a este selecto círculo, y muchas de ellas todavía libran 
duras batallas por lograrlo. ¿Nos indica el orden seguido por esta cronología una mayor 
dificultad de las ciencias humanas para convertirse en ciencias auténticas? Es probable que 
así sea, pero también nos señala la complejidad inherente que tenemos para vernos a 
nosotros mismos de manera objetiva, para pensarnos como nuestros propios campos deestudio, para fijar sobre nuestra piel los artilugios creados por la ciencia. En comparación a 
sus desafíos, la psicología enfrenta retos y obstáculos todavía mayores que las demás 
disciplinas. 
 
El psicólogo, pues, precisa desarrollar una salvaguarda conceptual efectiva que lo proteja 
contra sus propias inclinaciones a la distorsión. El compromiso de principio que se asume 
hacia la pureza, limpieza y confiabilidad de la investigación tiene implicaciones 
fundamentales, no sólo para el conocimiento humano en cuanto tal, sino también en el 
orden ético. Al psicólogo le cabe además una alta responsabilidad social cuando trabaja en 
gabinetes aplicados, porque debe precautelar la salud mental, la integridad personal y a 
veces incluso la vida de sus potenciales clientes. No es posible para él o ella actuar 
juguetonamente con esquemas psicológicos dudosos y de validez difusa, no importa que 
estos caigan dentro del nutrido grupo de extravagancias que pueblan el panorama de las 
terapias alternativas (García, 1998) o en cualquiera de las vertientes conocidas del 
psicoanálisis o sus derivados. El psicólogo no debe subestimar al fantasma en la máquina. 
A todas luces, las contribuciones al conocimiento de estos gladiadores de la argumentación 
verbal, cualesquiera sean ellas, no deben resultar muy abundantes o significativas, de ser 
correctas las opiniones del psicólogo Robert A. Baker: 
 
En lo que concierne a la psicología moderna Freud ha resultado un total e inmitigado 
desastre. A la larga, él ha hecho considerablemente más daño que bien, y como muchos 
críticos han sostenido, el psicoanálisis nunca fue y nunca será nada más que una falaz 
pseudociencia. Como muchos estudiosos perceptivos de la psicología han notado, Freud 
constituye un problema más que una solución (Baker, 1996, pp. 135). 
 
La decisión de poner en entredicho las formulaciones teóricas de Freud no implica negar 
que estas puedan contener algunos vestigios de verdad que resulten útiles al estimular 
investigaciones futuras. Significa únicamente un cuestionamiento de fondo a los 
procedimientos de los que hasta ahora han hecho gala los psicoanalistas. Estos últimos, 
envueltos en una retórica autocomplaciente, no han logrado superar las divergencias de sus 
críticos ni han absorbido en forma asertiva las réplicas negativas contra sus asertos, 
especialmente las de corte empírico. Los psicólogos deberán aprender las estrategias del 
pensamiento crítico, que les ayuden a una evaluación seria y bien informada de los alegatos 
sospechosos que hoy pueblan la psicología, tanto desde el psicoanálisis como desde otras 
fuentes. El entrenamiento cognitivo que facilita el uso frecuente de un escepticismo 
positivo y constructivo, que a la vez pueda ser utilizado como una herramienta 
metodológica (Kurtz, 1992) para la orientación del pensamiento hacia la búsqueda de sus 
objetivos legítimos, constituye una elección ineludible. Las ciencias del comportamiento 
deberán desprenderse de la ambigüedad, la obscuridad y el discurso vacío que todavía las 
contaminan. Al fin y al cabo, si la psicología ha obtenido su autonomía disciplinaria hace 
ya más de un siglo, cuando optó por su conversión en una ciencia auténtica y nunca en algo 
diferente, no parecerá un desacierto el exhortar a los profesionales del comportamiento a la 
búsqueda de una representación digna y coherente de sí mismos, lo cual no resultará algo 
demasiado difícil de lograr. Bastará tan sólo con actuar, escribir y pensar como genuinos 
científicos. 
 
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Actualizado: Domingo, Abril 1, 2007 
Fuente: JOSE E. GARCIA 
es Psicólogo por la Universidad Católica de Asunción, Paraguay. Profesor de Psicología Educacional en la 
Universidad Nacional de Asunción, filial Villarrica. Delegado Nacional de la Sociedad Interamericana de 
Psicología (SIP) en Paraguay y miembro del Comité Editorial de la Revista Latinoamericana de Psicología.

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