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TEMAS_Y_PROBLEMAS_DE_FILOSOFIA_DE_LA_FIS

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EVANDRO AGAZZI
TEMAS Y PROBLEMAS DE
FILOSOFÍA DE LA FÍSICA
BARCELONA
EDITORIAL HERDER
1978
6
ÍNDICE
Prólogo…………………………………………………………………………...9
Prólogo a la nueva edición……………………………………………………...17
Parte primera: CIENCIA Y FILOSOFÍA
I. Constitución de la ciencia como saber no filosofía………………………………21
1. Algunas observaciones preliminares………………………………………...21
2. El ideal clásico del saber y la identidad de filosofía y ciencia………………22
3. La revolución de Galileo…………………………………………………….28
4. La primera fase de las relaciones entre ciencia y filosofía………………......34
Notas al capítulo primero………………………………………………………42
II. La tentación de la ciencia a erguirse como nueva filosofía……………………..43
5. El surgimiento y la afirmación del mecanismo del siglo XIX………………43
6. La dificultad del mecanismo del siglo XIX………………………………….47
Notas al capítulo II
III. De la ciencia como filosofía a la problemática filosófica de la ciencia………..53
7. El abandono de las pretensiones metafísicas de la ciencia y el concepto de 
teoría científica…………………………………………………………………53
8. Problemas filosóficas ligados a la ciencia en razón de su objeto……………60
9. La ciencia como objeto de problematización filosófica: la epistemología…..67
Notas al capítulo III…………………………………………………………….75
Parte segunda: FUNDAMENTOS DE LA FÍSICA
IV. Significado de la investigación de los fundamentos…………………………...83
10. Objetivos e instrucciones…………………………………………………..83
11. El ejemplo de las matemáticas……………………………………………..88
Notas al capítulo IV……………………………………………………………95
V. Instrucción al concepto de la teoría física………………………………………97
12. Análisis del concepto de teoría en su aceptación más amplia……………..97
13. Elementos del análisis del lenguaje……………………………………….101
14. Lenguaje artificial…………………………………………………………110
15. Las teorías deductivas y el método axiomático…………………………...119
16. La lógica………………...………………………………………………...127
7
17. La semántica………………………………………………………………142
18. El operacionismo y el principio de verificación…………………………..162
19. La posición de los conceptos teóricos en la física………………………...175
Notas al capítulo V……………………………………………………………192
VI. la teoría física…………………………………………………………………197
20. Caracterización general de las teorías físicas……………………………..197
21. Los conceptos físicos……………………………………………………...210
22. Las proposiciones físicas………………………………………………….230
23. La organización axiomática de una teoría física………………………….240
24. La verificación de las hipótesis y de las teorías físicas…………………...251
25. La previsión científica…………………………………………………….268
Notas al capitulo VI…………………………………………………………...272
Parte tercera: ALGUNAS CUSTIONES FILOSÓFICAS FUNDAMENTALES
VII. La variedad de los lenguajes…………………………………………………281
26. El problema de univocidad de los significados…………………………...281
27. El tecnicismo lingüístico de las ciencias………………………………….283
28. La eliminación y la permanencia de la equivocidad………………………286
29. Algunos ejemplos…………………………………………………………290
30. Lenguajes y modelos……………………………………………………...294
Notas al capítulo VII………………………………………………………….281
VIII. Ondas, corpúsculo y complementaridad…………………………………….301
31. Las imágenes corposcular y ondulatoria………………………………….301
32. El Principio de correspondencia…………………………………………..303
33. Los defensores de una imagen única……………………………………...306
34. El principio de complementaridad………………………………………...309
35. La intuitividad de la física cuántica……………………………………….316
36. Análisis lógico de la complementaridad………………...………………...319
37. El problema del recurso a las interpretaciones……………………………322
38. El recurso a la axiomatización…………………………………………….325
39. Pródromos implícitos de una consideración contextual de los 
significados……………………………………………………………………332
40. Propuestas para la superación de la dificulta……………………………...335
Notas al capítulo VIII…………………………………………………………344
IX. Microfísica y modelos………………………………………………………...351
41. El requisito de la visualización y el problema de los modelos……………351
42. La función heurística de los modelos……………………………………..357
43. Los modelos logicomatemáticos………………………………………….363
44. Matemáticas y experiencia………………………………………………..374
Notas al capítulo IX…………………………………………………………..377
X. El alcance cognoscitivo de las teorías científicas……………………………..379
45. Fenómenos y teorías………………………………………………………379
46. Las teorías fenomenológicas……………………………………………...382
47. El intento cognoscitivo de las teorías……………………………………..390
48. La interpretación subjetiva de la física moderna………………………….394
49. El significado científico de la objetividad………………………………...405
50. Objetividad y verdad……………………………………………………...424
51. El realismo científico……………………………………………………..432
Notas al capítulo X……………………………………………………………444
8
PRÓLOGO
 Cuando se habla de «filosofía de la ciencia», o también de filosofía de una 
determinada ciencia, no es fácil entenderse rápidamente respecto a lo que estos 
términos deben designar. Incluso en el supuesto de haber llegado a un acuerdo 
respecto a lo que pueda significar el colocarse en un punto de vista filosófico 
para la consideración de la ciencia, de hecho queda aún por esclarecer de qué 
modo, a título de qué, desde qué ángulos o en qué aspectos la ciencia pueda 
convertirse en objeto de tales consideraciones.
Una discusión intencionadamente explícita no figura casi nunca argumentada 
en las obras que se acostumbran a considerar incluidas en el área de la filosofía 
de la ciencia; con todo, es bastante fácil reconocer que éstas se colocan 
espontáneamente, de hecho, a lo largo de dos líneas de problemática distintas, a las 
que esquemáticamente podríamos designar la interesada en la estructura y la 
interesada en el contenido de la ciencia.
Limitándonos, a considerar el caso de la ciencia contemporánea, podemos decir 
que, inicialmente, ha sido con preferencia la problemática del segundo tipo la 
que ha suscitado el interés filosófico, de modo que eran considerados problemas 
típicos de filosofía de la física, por ejemplo, aquellos relaciones con la naturaleza 
del espacio y del tiempo, de la alternativa entre discreto y continuo, de la 
naturaleza determinista de las leyes naturales, O bien, para poner otro ejemplo, 
aparecían como problemas típicos de filosofía de las matemáticas aquellos re-
lacionados con la naturaleza de los números, con el tipo de existencia de los 
entes matemáticos, con el carácter convencional o verdadero de las afirmaciones 
de esta ciencia, y así sucesivamente. En algunas ciencias, en fin, aun hoy estamos pre-
9
valentemente orientados hacia una discusión filosófica de su contenido. Piénsese por 
ejemplo, en la biología.
Un interés filosófico de este tipo por la ciencia se comprende con facilidad. La 
filosofía se ha visto siempre empeñada en la tarea de contrastar sus afirmaciones 
con la realidad, por el ejemplo respecto al espacio y al tiempo, al mundo físico, a 
la naturaleza de los objetos matemáticos, a la peculiaridad de la vida, etc. 
Resulta, por tanto, natural que, desde el momento en que la ciencia ha 
comenzado a opinar sobre estos mismos temas, se haya sentido la necesidad de 
confrontar las afirmaciones que una y otra han elaborado a propósito , de temas 
idénticos. De este modo ha ocurrido que filosofías tradicionales se han empeñado en 
mostrar, una y otra vez que estaban en perfecto acuerdo con los resultados de la 
ciencia, o que por lo menos no estaban en oposición, pese a ciertas apariencias. En 
otros casos han surgido nuevas perspectivas filosóficas gracias a una tentativa de 
interpretación de dichos resultados.
En todas estas situaciones el consenso común era que debían tenerse en cuenta, 
incluso en el campo filosófico, las afirmaciones elaboradas por la ciencia en su 
propio ámbito. No faltó sin embargo una actitud muy distinta, representada 
típicamente por las filosofías neoidealistas, pero no sólo por ellas. Tales filosofías 
soslayaban la obligaciónde tener en cuenta las afirmaciones de la ciencia, calificando su 
saber de inauténtico y secundario, bueno como máximo para fines prácticos, pero sin 
capacidad de penetración cognoscitiva. El punto más débil de estas filosofías es que 
éstas ciertamente no han convencido a nadie de haber logrado, en el campo de los 
temas de que se ocupa la ciencia, no ya una penetración cognoscitiva más válida, 
sino ni siquiera una forma auténtica de saber. Esto no impide, sin embargo, que su 
actitud haya puesto sobre el tapete un problema cuya importancia supera la contingencia 
de la posición anticientífica que lo ha originado: el problema de la estructura y del valor 
cognoscitivo de la ciencia. Este problema se revela primario hasta cierto punto y pide 
ser afrontado con prioridad a una posible consideración filosófica del «contenido» de la 
ciencia. De hecho no tendría sentido el introducirse en una discusión filosófica respecto a 
las afirmaciones de la ciencia sobre el espacio, el tiempo, el mundo físico, la naturaleza 
viviente y los entes matemáticos, sin antes haber discutido qué tipo de 
fundamento y de valor tienen estas afirmaciones, es decir sin haber juzgado si las 
mismas pueden «tomarse en serio» filosóficamente hablando.
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Se desarrolla, en época relativamente reciente, una orientación en el estudio de la 
filosofía de la ciencia que no carece de precedentes en el pasado. Se caracteriza 
por sus intereses método lógicos en un amplio sentido y por la poca atención que 
confiere a la estructura del conocimiento científico, analizado en sus varias 
componentes, prescindiendo casi enteramente del contenido al cual se aplica. Este 
nuevo modo de concebir la filosofía de la ciencia es el que predomina en la 
actualidad, aunque no se puede decir que ello haya significado el ocaso del punto de 
vista que tiene en cuenta el contenido.
No es aquí el lugar de detenerse a ilustrar más ampliamente cada uno de estos 
dos tipos de problemática filosófica de la ciencia, puesto que ambos se encuentran 
suficientemente desarrollados a lo largo del presente libro.
Si los hemos reseñado explícitamente ha sido para poner en evidencia ya desde 
ahora un rasgo distintivo de este ensayo: el hecho de que en él se incluyen adrede ambos 
tipos de consideraciones. De hecho, es verdad que un tratamiento filosófico de las 
afirmaciones y contenidos de la ciencia resulta frágil y escasamente crítico si no se 
funda en un análisis preliminar de las estructuras que pueda valorar el alcance de 
sus afirmaciones. Pero no es menos cierto que este tipo de análisis amenaza con 
resultar estéril filosóficamente si, como desdichadamente ocurre a menudo en la 
actualidad, se limita únicamente a mantenerse en el plano del análisis y no trata de 
llegar a una conclusión cuando menos respecto al valor cognoscitivo de la ciencia, de 
la cual pueda después originarse una consecuente problematización filosófica de: sus 
contenidos.
De aquí que esta obra, aun dedicándose con mayor énfasis al estudio y a la 
problemática filosófica de la «estructura» de las ciencias físicas, no se exime de 
elaborar una propuesta de valoración del saber científico ni tampoco de cimentar 
los puntos de vista sostenidos, discutiendo algunos problemas de «contenido» de 
la física de hoy y, en particular, de la física cuántica.
Las razones, en fin, por las cuales las consideraciones sobre la «estructura» de la 
ciencia prevalecen en esta obra son sustancialmente dos. En primer lugar, el autor 
cree haber madurado sobre este tema ciertas convicciones personales que desea 
presentar al juicio del lector. En segundo lugar, está convencido de que una 
discusión sobre ciertos «contenidos» típicos de la ciencia física, si no quiere reducirse 
a una divulgación super-
11
ficial hasta ahora demasiado abundante, no puede prescindir de una dosis de 
tecnicismos que aquí serían desaconsejables. Por otra parte, un tratamiento 
«filosófico» de problemas de contenido, que trasciende los razonamientos de la 
ciencia, resulta a menudo pretencioso e ilusorio.
Intentemos ahora aclarar brevemente estas afirmaciones.
La bibliografía filosófica concerniente a la estructura de la física y, en general, de las 
ciencias experimentales, cuenta con obras de notable valor, en las cuales es obligado 
reconocer que predominan claramente las afirmaciones relativas a los aspectos 
empíricos. A juicio del autor, tal predominio no permite valorar suficientemente otros 
aspectos importantes del conocimiento científico. Por todo ello, aun no colocándose 
en una verdadera y clara alternativa respecto a esta tendencia muy difundida (justa-
mente porque también se le reconocen sus méritos), este libro intenta corregir la 
unilateralidad, subrayando el aspecto que se podría llamar racional en el sentido 
lato (es decir, intelectivo, lógico e inventivo) presente en la ciencia experimental. 
Veamos ahora los efectos más visibles de tales aserciones.
Se confiere una nueva dimensión crítica al operacionismo y se supera el criterio 
empirista de significación para los términos de las teorías físicas, reduciendo así la 
importancia del problema de los «términos teóricos». Se acentúa, además, 
particularmente la componente contextual del significado de los términos físicos, que 
hace posible reconocer las ricas componentes no empíricas de los mismos. Se valora 
de modo convincente y articulado el método axiomático aplicado a la construcción de 
las teorías físicas. Este último aspecto es un poco el hilo conductor de toda la 
argumentación y aflora a la superficie en puntos diversos y desde diversos ángulos: el 
método axiomático es presentado inicialmente como un instrumento para 
«organizar» deductivamente una teoría; después, como medio para superar, 
mediante una formalización rigurosa, la fase heurísticaa centrada en la construcción de 
«modelos»: finalmente, se insiste en la importantísima, pero casi siempre 
ignorada, función semántica de este método, considerada en el doble aspecto de 
«análisis» y «restablecimiento» de los significados de los términos físicos. Desde luego, 
no vamos a detenernos aquí en aspectos de menor importancia, que por otra parte 
serán tratados más adelante,
Un lector apresurado podría quizá temer la impresión de que habría sido más útil 
reunir en un capítulo único todo el razonamiento respecto al método axiomático. 
Pero con toda
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probabilidad ello únicamente tendría el efecto de «codificarlo», quitándole la 
capacidad de una presencia activa en diversos y delicados problemas, lo cual 
parece constituir el mejor título de la consideración de que disfruta también en el 
seno de la ciencia experimental, al no presentarlo (nunca se hace así en este 
libro) como simple artículo de lujo o, todavía peor, como camisa de fuerza 
abstracta impuesta a la teoría física. Por el contrario, entendido correctamente, 
aparece como un complemento natural del punto de vista operativo, y toda ciencia 
experimental parece poder fundarse exhaustivamente en una armónica y fecunda 
colaboración entre ambos.
Llegamos ahora a la razón por la cual ha parecido útil limitar las discusiones 
sobre cuestiones de «contenido». Como ya se indicó, creemos que un tratamiento 
no superficial del tema implica casi siempre, de modo inevitable, un mínimo de 
exposiciones técnicas. Por ello, al tratar de decidir a quién pretendía dirigirse este 
libro, no nos pareció útil que resultara accesible sólo a los físicos o a los que 
tengan conocimientos de física más bien detallados, por lo que ha sido inevitable 
sacrificar aquellas partes que sólo hubiesen resultado comprensibles para esta clase 
de lectores. Con ello, naturalmente, no se ha querido descender alnivel que es, en 
definitiva, el de la mayor parte de los libros que se califican de filosofía de la 
ciencia, es decir un nivel de tal generalidad que la ciencia... ni siquiera se ve, de 
tal modo que no pocos de los problemas tratados tienen el aspecto de cosas 
«fabricadas en casa», sin relación evidente con los verdaderos problemas que un 
científico encuentra. Pretendemos que el físico que lea estas páginas reconozca la 
faz de su ciencia y tenga además, con suficiente frecuencia, indicaciones de 
problemas precisos que, sin estar desarrollados puedan sin embargo servirle 
fácilmente como referencia concreta y ejemplificación efectiva de cuanto viene 
expuesto.
El lector de este libro se dará cuenta fácilmente del «estilo» particular que lo 
caracteriza y que revela con claridad que quien lo ha escrito posee una formación 
logicomatemática. Esperamos que ésta no aparezca como una deformación profesional. 
Si se ha pretendido hacer intervenir de modo explícito la voz de la lógica 
matemática en estas páginas, hasta el punto de dedicar un par de párrafos a la 
presentación de algunas de sus nociones técnicas fundamentales, no ha sido por 
pedantería o por deseo de divagar sino para presentar, de modo efectivo aunque 
sumario, una serie de instrumentos técnicos acep-
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tados y eficaces, que pueden revelarse muy útiles también para el quehacer de la 
filosofía de la física.
Todavía es bastante! frecuente el registrar apreciaciones no demasiado lisonjeras 
acerca del carácter poco «riguroso» que caracteriza la mayor parte de los tratados 
de filosofía de la física, mientras se subraya el elevadísimo grado de rigor, de 
objetividad, de profundidad que han alcanzado las investigaciones sobre los 
fundamentos de la matemática. La verdad es que, desgraciadamente, tales 
apreciaciones son justificadas y no es raro que algunos atribuyan la diferencia de 
nivel a la naturaleza de las dos disciplinas, señalando que una ciencia 
experimental no puede ser estudiada en sus estructuras y sus fundamentos con un 
rigor comparable al que se alcanza en el campo de las matemáticas.
Sin embargo, no me parece que la situación sea exactamente ésta. Si aún hoy la 
filosofía de la física no ha logrado alcanzar un adecuado grado de rigor, es 
únicamente debido a que todavía se sirve de instrumentos de investigación bastante 
rudimentarios, que no van más allá de un simple «sentido común» Si, en cambio, 
utilizara los mismos instrumentos lógicos ya experimentados en la investigación 
matemática, los cuales, siendo de naturaleza formal, no tiene su aplicación limitada, 
sería del todo lícito esperar también para las investigaciones sobre los fun-
damentos de la física un rápido despegue y el establecimiento de niveles de rigor 
dignos de la importancia de los problemas que en ella se afrontan.
Un lector que esté familiarizado con los problemas de la lingüística moderna 
advertirá en más de una ocasión, o la largo de las páginas de este ensayo, ciertas 
resonancias con la temática fundamental de aquella ciencia, pero no conseguirá 
situar fácilmente las ideas del autor dentro de una determinada corriente. Junto a 
ciertas afinidades con determinadas tesis estructuralistas o con las sostenidas por 
Saussure, se descubren simultáneamente posiciones vecinas a las de la reciente 
lingüística soviética, se da particular énfasis a la naturaleza contextual de los 
significados y se intenta asimismo evidenciar que esta naturaleza no es 
únicamente contextual. Aunque esperamos que del conjunto de todos los 
razonamientos emerja bastante claramente el modo en que estos varios puntos de 
vista tienden a armonizarse, no hemos creído oportuno dedicar a este problema 
una discusión explícita, puesto que éste no es libro de filosofía del lenguaje sino 
de filosofía de la física, en el cual se utilizan como instru-
14
mentas de trabajo, junto a muchos otros, ciertos resultados de la lingüística 
moderna, sin pararse por ello a discutirlos. En cada caso, la utilización de estos 
instrumentos se realiza en un modo y medida tales que resultan independientes, así 
nos parece, de una discusión «de principios», y éste es precisamente el motivo por el 
cual resulta lícito no interesarse por ellos en este lugar.
Este ensayo, como se ha dicho, lleva a una tesis filosófica propia acerca del alcance 
cognoscitivo del saber científico, la cual, conscientemente, ha sido confiada a los 
últimos párrafos y mantenida fuera de todo el discurso precedente, aun a des-
pecho de dejar subsistir alguna vaguedad.
Este modo de proceder no supone ninguna estratagema o designio sutilmente 
calculado, sino que simplemente pretende hacer reconocer sustancialmente al lector 
la misma vía que ha elevado al autor a sus conclusiones, es decir la vía del análisis, 
objetivo y desapasionado, del conocer científico, y que llega a un cierto resultado 
sin partir, como ocurre muy a menudo, de presunciones sobre el alcance 
cognoscitivo de la ciencia. La línea esencial de tales razonamientos diverge tanto de las 
posiciones idealistas en sentido amplio, que desvalorizan la ciencia como una forma de 
pseudosaber como de las posiciones empíricopragmáticas que tienden también a 
privarle de un auténtico valor cognoscitivo.
La tesis que se sostiene en este libro es que la ciencia es en primer lugar una 
auténtica forma de saber; incluso la única forma de saber objetivo, aun no siendo 
un saber absoluto, es decir, exhaustivo e incontrovertible. Como tal, la ciencia, 
nos hace conocer auténticamente la realidad, si bien no agota nunca este 
conocimiento, por cuanto de «lo real» sólo domina completamente aquello que 
consigue colocar en el plano de la «objetividad». Consecuencia de ello es que se 
debe reconocer un pleno alcance «ontológico» a los entes de los cuales habla la 
ciencia, a condición de que no sean pensados como algo diverso de la totalidad de 
las determinaciones que la ciencia consiga establecer para ellos.
Justamente del «no absolutismo» del saber científico antes citado nace la exigencia 
de una problemática filosófica de los mismos contenidos de la ciencia, exigencia 
que no se coloca tanto en el plano del conocer sino más bien en el plano de un 
«conferimiento de sentido» a los conocimientos científicos. Obviamente, la evaluación 
de las afirmaciones hechas aquí dependería del significado preciso que se atribuya a 
ciertos términos,
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como «objetivo», «real», «absoluto», «ontológico» y similares; y este significado sólo 
puede captarse después de una lectura completa de los parágrafos finales del 
presente volumen.
En suma, creemos que de ningún sistema de objetos es posible obtener un 
conocimiento más auténtico que el científico y esto implica que, aun siendo la 
filosofía de la ciencia más amplia que la filosofía del conocimiento, como en este 
libro se intenta aclarar, es actualmente cierto que esta filosofía del conocimiento se 
reduce a poca cosa, paradójicamente a un discurso «abstracto», si no acomete la 
más perfecta forma de conocimiento hoy a disposición del hombre: el conocimiento 
científico.
Todas estas afirmaciones, no creemos que constituyan una profesión de cientismo, 
pues admitiendo que el conocimiento científico no es absoluto, se presupone la inclusión 
en la gama de valores humanos de muchas cosas que no son ciencia. Lo importante 
es darse cuenta de que, al actuar de esta manera, no se reivindica un conocer 
objetivo más fuerte que el de la ciencia, sino que se reconoce que el hombre no 
llega a aquietarse dentro de los horizontes del simple rigor de la pura 
objetividad impersonal, aun cuando estos horizontes sean fascinantespor su 
armonía y fuerza intelectual. Se trata, en efecto, de un hecho cierto y, por 
añadidura, de un precioso estado de conciencia que nuestra civilización, de modo 
muy especial, tiene necesidad de conservar.
El autor desea manifestar su agradecimiento a todos aquellos que con sugerencias, 
consejos, observaciones y críticas le ayudaron en la elaboración de esta obra. A G. 
Bontadini, L. Geymonat, C. Tonti y S. Francaviglia les expresa su más cordial 
reconocimiento.
También hace constar que éste es un trabajo realizado con la ayuda del 
Consiglio Nazionale delle Ricerche (CNR). De hecho, los capítulos comprendidos entre el 
iv y el ix, ambos inclusive, contienen los resultados de la investigación que el autor ha 
realizado para el Comitato Nazionale per le Matematiche del ya citado CNR.
E.A.
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PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN
La acogida particularmente favorable que ha obtenido esta obra, cuya primera 
edición apareció en 1969 en otra editorial y que hace algún tiempo está ausente del 
mercado, me ha inducido a publicar una reedición inalterada. Es cierto que en cinco 
años los estudios epistemológicos relativos a la física han sufrido avances y 
desarrollos, algunos de ellos influidos directamente por este libro, pero también es 
verdad que ninguno ha llegado a tal estado que obligue a considerar superadas 
las tesis que en él se sostienen. Por tanto no parecía justificada una verdadera 
reelaboración de la obra, porque además algunos colegas y yo mismo la hemos 
utilizado en cursos universitarios, habiéndose demostrado particularmente apta 
para la obtención de diversos objetivos, como el de un planteamiento institucional del 
discurso epistemológico, unido a una valoración de la perspectiva histórica, al uso de 
las metodologías lógico-formales, a una discusión específicamente filosóficaa de 
algunas cuestiones centrales. La obra ha resultado particularmente útil para aquellos 
que están interesados en una problemática epistemológica de carácter general, lo 
mismo que para aquellos que tienen un interés específico por la filosofía de la 
física, por lo que no me ha parecido oportuno alterar el equilibrio interno dando 
mayor amplitud, por ejemplo, a este último aspecto.
Por los mismos motivos ni tan sólo se ha puesto al día la bibliografía. De 
hecho la misma contiene únicamente aquellas obras a las que se hace referencia 
directa en el texto y por tanto no habría tenido sentido el añadir ahora nuevos 
títulos independientes del mismo. Las publicaciones más recientes, por otra parte, se 
ocupan en especial de técnicas formales para el
17
análisis lógico y metodológico de las teorías empíricas y por tanto interesan sólo en un 
aspecto no demasiado importante para esta obra mientras que quizás podrían 
constituir el objeto de un tratado separado más técnico y circunscrito; es posible 
que dentro de algún tiempo se haga patente la utilidad de dedicarle un volumen 
adecuado en esta misma colección de epistemología.
E.A.
Génova, julio 1974
18
PARTE PRIMERA
CIENCIA Y FILOSOFÍA
19
20
CAPÍTULO PRIMERO
CONSTITUCIÓN DE LA CIENCIA
COMO SABER NO FILOSOFÍA
1. Algunas observaciones preliminares
Un discurso en el que filosofía y ciencia resulten relacionadas de algún modo, se 
observa siempre con una cierta cautela. De hecho una tal relación esconde 
necesariamente algunas incógnitas como ocurre cada vez que se confrontan cosas 
esencialmente distintas, sin que estén perfectamente claros y establecidos los motivos 
de su disparidad. Incluso no es raro encontrarse con razonamientos que tienden a 
esconder las diferencias hasta hacerlas desaparecer, y entonces tenemos el derecho 
a sospechar la existencia de alguna confusión.
Nuestras exigencias de cautela vienen acrecentadas por el hecho de que en muchos 
casos una aproximación entre ciencia y filosofía no es totalmente «desinteresada» sino 
que se presenta como un discurso «con tesis», que pretende sostener un deter-
minado punto de vista específico de alcance más general. Así algunos intentan 
demostrar que la ciencia deja sin solución muchos problemas a los que sólo la 
filosofía puede intentar responder, mientras que otros pretenden convencer de que 
la ciencia ofrece la única vía racional para resolver nuestros problemas lejos de las 
inútiles divagaciones filosóficas. Junto a los que utilizan la ciencia para reforzar ciertas 
tesis filosóficas concernientes al hombre y al mundo, encontramos otros que des-
cubren en la ciencia los mejores argumentos para sostener tesis exactamente opuestas. 
En otra perspectiva, algunos pretenden demostrar que la ciencia se funda en ciertos 
principios filosóficos absolutos, mientras otros sostienen, por el contrario, la plena 
autonomía de la ciencia en su campo o incluso su capa-
21
cidad de poner en tela de juicio los mismos principios fundamentales de la filosofía. 
Éstos son algunos ejemplos, entre los muchos que podríamos señalar, que abonan 
las tesis antes expuestas.
Con todo, afirmar que las problemáticas del tipo que acabamos de describir 
son fútiles o están mal construidas no es en modo alguno justificable, sino que 
parece más bien que las mismas pueden revelarse de notable interés y de 
importancia capital dentro de un contexto oportuno. Sin embargo es preciso tener 
en cuenta que su discusión sólo puede resultar útil y fructuosa después de una 
evaluación objetiva y, por así decir, neutral y desapasionada de la situación 
relativa de la ciencia y la filosofía en el ámbito del saber humano, así como mediante 
la puesta en evidencia de sus verdaderos puntos de contacto. Estos últimos no 
pueden ser nunca lugares de «superposición» de las respectivas áreas de investigación 
y de interés, sino siempre «ocasiones» de problematización, en las cuales la diversidad 
de puntos de vista y la diferencia de perspectiva entre la investigación científicaa y la 
filosófica no se pierden jamás.
Las páginas que siguen se proponen respetar esta postura objetiva, sin intentar 
sostener ninguna tesis preconcebida. A través de ellas se pretende simplemente 
ilustrar un cierto tipo de situación relativa, en la cual se encuentran hoy en día la física 
y la filosofía, y a la vez discutir las más importantes «ocasiones comunes» de 
problematización que tienen hoy sobre el tapete
2. El ideal clásico del saber y la identidad de filosofía y ciencia
Como primer paso en la dirección que nos hemos propuesto, comenzaremos 
dirigiendo nuestra atención al intento de describir, aunque sea sólo superficialmente, la 
situación relativa de la ciencia y de la filosofía y, más exactamente, intentaremos ilustrar 
cómo la ciencia se constituye en la forma típica del saber no filosófico.
En cierto sentido esta hipótesis es casi evidente, puesto que todos saben que la 
ciencia propiamente dicha, o sea la llamada «ciencia moderna», ha surgido en 
época reciente, entre los siglos XVI y XVII, precisamente separándose de la 
filosofía. Sin embargo el significado preciso de esta separación no queda siempre 
claro, y por tanto vale la pena intentar comprenderlo mejor.
22
Es bastante enojoso, al tratar un tema actual, referirse a Adán y Eva; sin 
embargo no es por pedantería que en este punto nos parezca esencial hacer 
referencia (breve, por otra parte) al pasado.
En los orígenes de la civilización occidental -es decir en el seno de la 
cultura de la Grecia clásica - la ciencia y la filosofía constituían un solo cuerpo. Ello 
no significa, según algunos parecen interpretar ingenuamente, que los grandes ge-
nios de aquella edad dichosa eran capaces de dominar a la vez los dos campos, 
sino que una sola forma de saber, la filosofía, abarcaba también el contenidode lo 
que hoy llamamos ciencia, y además se reservaba en exclusiva el propio nombre de 
«ciencia». La física y la matemáticaa no se consideraban formas de saber científico 
que se pudieran clasificar al lado de: la filosofía, sino como partes de la misma. Se 
encontraban subordinadas jerárquicamente a las partes más nobles, es decir a la 
filosofía primera o metafísica (que estudia el ser en cuanto tal, desde el punto de vista 
más general), y eran consideradas filosofías segundas (que estudian géneros 
particulares del ser). Ésta es cuando menos la esencia de la doctrina aristotélica 
que se conservó inalterable en sus fundamentos hasta el Renacimiento, a pesar de 
notables cambios y elaboraciones en sus detalles.
En la actualidad puede resultar difícil captar el sentido de esta identificación, 
puesto que muchos de nosotros estamos habituados a considerar la distinción entre 
ciencia y filosofía como algo evidente, en cuanto está basada en una precisa 
diferencia de sus objetos de estudio. De hecho, según el modo más común de pensar 
puede decirse que la ciencia, en sus varias ramas, se ocupa del llamado mundo 
físico, de su constitución y de sus leyes, mientras que la filosofía se ocupa de 
problemas que trascienden la experiencia, de cuestiones relacionadas con el destino 
último del hombre, con la moral y temas semejantes. Sin embargo es conveniente 
tener en cuenta que estos pretendidos objetos de estudio propios no están delimitados de 
una manera clara, y que construir una distinción entre ciencia y filosofía basada 
en los mismos, no es tan obvia y «natural» como quizás parecía a primera vista. 
Baste pensar que esta hipótesis tiene un siglo de existencia apenas, mientras que 
con anterioridad había sido de uso prácticamente universal, no abandonado del 
todo hoy en día, el llamar «filosofía natural» a la física, al igual que se 
acostumbraba llamar «sabiduría», «ciencia» o «doctrina de la ciencia» a la 
filosofía. En otras palabras, los conceptos de cien-
23
cia y filosofía continuaron siendo sustancialmente sinónimos hasta hace muy poco y, 
en todo caso, durante mucho tiempo después del nacimiento de lo que hoy 
llamamos la «ciencia» en el sentido ordinario del término.
Una vez establecidas estas precisiones se trata de ver si la distinción, claramente 
necesaria, entre los conceptos de ciencia y filosofía sobre la base de sus respectivos 
objetos es la más adecuada posible. Basándose en consideraciones que no podemos 
desarrollar aquí, es fácil darse cuenta de que éste no es el mejor fundamento para 
establecer una distinción. Lo inadecuado de este enfoque puede resumirse 
brevemente observando que reduce a una cuestión de contenidos lo que, por el 
contrario, es esencialmente una cuestión de métodos y, muy especialmente, de 
«puntos de vista» desde los que se considera la realidad. En particular, no es 
cierto que el mundo de la naturaleza sea el campo propio y exclusivo de la ciencia. 
De hecho la naturaleza es objeto de la ciencia, tal como se la entiende en la 
actualidad, si se investiga según ciertos criterios y métodos, pero también puede 
ser objeto de investigación filosófica si se considera con otros criterios y desde 
otros puntos de vista'.
Para comprender las diferencias entre los métodos y puntos de vista de la 
investigación científica y la filosófica, es preciso referirse a su raíz común que se ha 
bifurcado en un cierto punto del desarrollo histórico. Esta raíz común es 
precisamente una de las actitudes fundamentales que el hombre asume frente a la 
realidad, es decir, el deseo de conocerla, de saber cómo son las cosas. No es una 
casualidad el que etimológicamente ciencia signifique «saber» y filosofía «amor al 
saber».
Una primera satisfacción para este deseo de saber viene ofrecida por la experiencia, 
la cual nos pone en la presencia inmediata de los objetivos. Sin embargo difícilmente 
nuestro deseo se detiene en la comprobación pura y simple del desarrollo de los 
acontecimientos tal como nos ofrece la experiencia, sino que tiende a conocer el 
porqué las cosas se desenvuelven de una manera y no de otra. El deseo de sabor 
estaría plenamente colmado sólo en el caso de que pudieran quedar completamente 
esclarecidas las razones por las cuales los datos de la experiencia se presentan 
del modo que lo hacen, y tal vez incluso el porqué es necesario que aparezcan 
precisamente de esta manera.
Esta aspiración, a la que se puede llamar «originaria», hacia una forma de saber 
pleno, absoluto e incontrovertible, está
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presente en todos los hombres desde que de niños pronuncian sus primeros «por 
qué?» a medida que se les revela el mundo de la experiencia, y perdura cuando, 
ya adultos, se aperciben cada vez más de lo infundado de sus esperanzas de 
satisfacer el citado deseo. De hecho es obvio que si sobre ciertos objetos llegamos 
a comprobar no sólo su existencia, sino también a conocer cómo están 
constituidos e incluso a saber por qué son así y no pueden ser de otro modo, 
habremos alcanzado, en lo que a ellos se refiere, el conocimiento más pleno y perfecto 
que se puede obtener, es decir una ciencia completa de dichos objetos.
La filosofía nació precisamente como aspiración a un saber de este tipo, es decir, 
como proyecto de conocer el mundo según unas características de necesidad, 
totalidad e incontrovertibilidad, que darían lugar a una ciencia perfecta. Por ello la 
filosofía nació como ciencia, o mejor dicho como la ciencia por antonomasia.
Considerando detenidamente la circunstancia según la cual el deseo de saber 
tiende a ir más allá de una pura y simple comprobación de la experiencia para 
encontrar las razones de lo que ella nos muestra, es fácil darse cuenta de que estas 
razones tienden a clasificarse en varios tipos fundamentales. De hecho, cuando se 
tiene un conjunto de datos experimentales o, como también se suele decir, de 
fenómenos, el conjunto de las razones susceptibles de mostrarnos el porqué de estos 
datos pueden dividirse en tres clases. Por una parte están los razonamientos que se 
refieren a la constitución íntima, o más bien a la naturaleza propia de los entes que 
manifiestan dichos fenómenos, es decir, lo que antes se llamaba su esencia. Por 
otra parte están los razonamientos que se preocupan de la existencia de causas de 
diversos tipos, las cuales determinan o preordenan el comportamiento de los entes 
considerados. Finalmente puede considerarse un tercer tipo de razonamientos 
constituido por aquellos que se basan en ciertos principios generales mediante los 
cuales se puede regir el comportamiento de los fenómenos observados, 
considerándolo como aplicación de dichos principios a un caso particular. En otras 
palabras, se puede afirmar que conocida la esencia de ciertos entes, las causas 
eventuales y los principios generales a los que están sometidos, se podría deducir 
de un modo riguroso y necesario el comportamiento de estos entes, tal como se 
observa experimentalmente.
Durante muchos siglos la humanidad ha aspirado a conocer
25
el mundo de acuerdo con este esquema, y la filosofía se ha presentado como la ciencia 
en la cual se llegaba al conocimiento de la esencia de los objetos, junto con el de 
todas las causas y principios que les hacen comportarse necesariamente de la manera 
que señala la experiencia, y esto independientemente del hecho de que el objeto 
de este conocimiento fuera el hombre con la totalidad de sus problemas, más 
que el mundo de la naturaleza.
Como consecuencia de tales pretensiones, la experiencia tenía una importancia 
secundaria para el logro de un auténtico saber.Esta consideración 
discriminatoria no era debida a que se le considerara fuente de errores, antes bien 
se la creía portadora de una verdad inmediata y tribunal cuyo juicio era inapelable, 
sino que se consideraba que podía proporcionar muy poco. De hecho la experiencia 
debía limitarse a atestiguar que las cosas son de un cierto modo, pero podía decir 
muy poco sobre el cómo y no podía decir absolutamente nada del p r.;cré son de 
este modo z. Ni la esencia, ni las causas, ni los principios que implican una 
experiencia concreta están al alcance de la misma. Estos aspectos sólo pueden ser 
alcanzados por la razón y, en consecuencia, sólo ella puede conferir al saber el 
carácter de necesidad, o sea de incontrovertibilidad y universalidad, mediante el 
proceso de deducción que permite llegar a las características experimentales de los 
objetos a partir del conocimiento de su esencia y de las causas y principios a los 
que están sometidos.
Estas circunstancias justifican claramente por qué la humanidad en la búsqueda de 
un saber que fuera auténtica ciencia, se dirigió muy pronto hacia las investigaciones 
de tipo universal, empleando con profusión las metodologías deductivas con escasa 
utilización de la experiencia, preocupándose más de los principios y causas 
remotas y menos de los fenómenos y hechos inmediatos. Éstos son algunos de 
los caracteres distintivos del modo de hacer ciencia que coincidía con la filosofía.
Naturalmente sería una equivocación el suponer que en la época clásica faltasen 
totalmente intentos de investigación experimental, en el campo del conocimiento de 
la naturaleza, del tipo que hoy consideramos científico. Sin embargo, estos intentos 
nunca fueron considerados verdaderos elementos de conocimiento, porque se limitaban a 
«describir» los hechos sin exponer el porqué y las causas de los mismos. Es decir, 
explicaban simplemente lo particular y, según Aristóteles, «sobre lo particular no
26
puede hacerse ciencia, lo cual es un hecho muy cierto cuando la ciencia se considera 
desde su misma perspectiva.
Todos los conocimientos experimentales de naturaleza descriptiva fueron 
considerados como «historia» en un sentido lato. Todos sabemos que, durante 
mucho tiempo, en el seno de nuestra cultura se ha mantenido, y aun hoy no ha 
desaparecido totalmente, la costumbre de denominar «historia natural» a un 
conjunto de conocimientos experimentales que por un motivo u otro se han 
quedado en un estadio puramente descriptivo. En la práctica se trata de 
conocimientos relacionados con el vasto conjunto de los seres vivientes, las 
disciplinas geográficas, etc.
Los elementos que han dado origen a la transformación del esquema del saber 
que acabamos de señalar sumariamente, se manifestaron sólo después de un largo 
intervalo de tiempo. De hecho si consideramos que Aristóteles fue el primero en 
exponer el concepto de ciencia que acabamos de señalar, deben esperarse casi 
dieciocho siglos para encontrar los primeros indicios de cambio consistentes en la 
aparición de nuevas ideas y en los preludios de una nueva perspectiva.
Hacia el final de la edad media se asiste, por una parte, a un crecimiento del 
interés por el conocimiento del mundo físico, y, por otra, brota la conciencia de que 
con los métodos esencialmente deductivos empleados hasta entonces no se podían 
lograr progresos significativos. Es así como a partir de la llamada «escolásticaa 
tardía» se desarrolló un cierto perfeccionamiento del método experimental y una 
creciente revalorización del mismo en las investigaciones concernientes a la 
naturaleza. Se afirma con justicia que en estos esfuerzos se puede ver una gradual 
y lenta anticipación del moderno método científico o, más exactamente, a una de las 
componentes esenciales del mismo, pero sería equivocado ver en ellos una 
anticipación de la ciencia moderna. De hecho el tipo de saber al que se aspiraba, 
aun con el empleo de métodos hasta entonces menospreciados, tendía a la 
determinación de las esencias, al descubrimiento de las causas y de los principios, y a 
una síntesis exhaustiva del significado del universo. En otras palabras, el punto 
de vista desde el cual se consideraba el mundo de la naturaleza, era todavía el 
punto de vista filosófico, tal como ha sido expuesto con anterioridad.
Las cosas no cambian esencialmente cuando con la llegada del Renacimiento se 
despierta un interés todavía más patente
27
por la naturaleza, y autores como el Cusano, Telesio, Bruno y Campanella 
proponen filosofías capaces de interpretar la naturaleza «de acuerdo con los 
principios de la misma» sin recurrir a principios universales de metafísica. A pesar de 
ello estos autores continúan empeñados en la búsqueda de un conocimiento filosófico 
de la naturaleza, y lo mismo debe afirmarse de Francis Bacon, teniendo en cuenta su 
indudable contribución al desarrollo del método experimental, a la realización del 
esbozo de una nueva mentalidad y de nuevos objetivos que están en la base de 
un conocimiento del mundo natural cada vez más independiente de posiciones 
filosóficas preconstituidas. Estas nuevas orientaciones se han inscrito posteriormente 
como componentes características de la investigación científica moderna, pero a pesar de 
ello no puede decirse de ninguna de ellas, ni siquiera de la propuesta por Bacon, que 
lograra constituirse como verdadera alternativa al conocimiento filosófico de la 
naturaleza.
3. La revolución de Galileo
El verdadero cambio de perspectiva con el cual puede decirse que nace la ciencia 
moderna tiene lugar con Galileo. Este cambio no consistió, como a menudo se afirma, 
en el simple perfeccionamiento del método experimental hasta alcanzar sus más altas 
cotas, y la integración en el mismo de una componente matemática para obtener 
con ello un método científico eficaz. Más bien puede afirmarse que consistió en la 
comprensión de que un conocimiento adecuado de la naturaleza no podía 
obtenerse únicamente introduciendo algunos cambios en la filosofía, sino 
recurriendo a investigaciones de otro tipo, es decir, investigaciones de índole no 
filosófica.
La característica más importante que denota la nueva corriente de investigación y 
que la distingue de la antigua consiste en que la nueva ciencia abandona la búsqueda de 
la esencia de las cosas, lo cual había constituido el móvil fundamental de toda 
indagación filosófica desde la edad clásica. Ya Sócrates había afirmado que la 
pregunta filosófica clave a propósito de cualquier realidad debía ser: «¿Qué es?», 
y había calificado de insuficientes todas aquellas respuestas que únicamente 
proporcionaran simples enumeraciones de «ejemplos» referentes a la realidad en 
cuestión. Pretendía que una respuesta completa expresara la esencia universal, 
detectable, por tanto, en
28
todos los ejemplos posibles, pero no identificable con ninguno de ellos.
Galileo fue el primero en afirmar de un modo explícito que, por lo menos en el 
caso de los entes de la naturaleza (sustancias naturales), la pretensión de satisfacer la 
pregunta socrática es totalmente vana o ilusoria. Renuncia por tanto a la empresa de 
buscar las esencias, y se conforma con el objetivo más limitado, pero abordable, 
de perseguir el conocimiento de lo que él llama «algunas afecciones» de los entes de, 
la naturaleza o, como se diría actualmente,' busca el conocimiento exacto de las 
circunstancias en que tiene lugar el desarrollo de ciertos fenómenos naturales. Sus 
opiniones sobre este punto están perfectamente explícitas én sus escritos: «Puesto que, o 
intentamos penetrar en la esencia verdadera e intrínseca de las cosas naturales, o 
aceptamosel contentarnos con llegar a conocer algunas de sus afecciones. Buscar la 
esencia lo tengo por empresa imposible y por práctica no menos vana, tanto en las 
sustancias elementales de cada día como en aquellas remotísimas y celestes... Pero 
si queremos conformamos con aprehender ciertas afecciones, no me parece que sea 
imposible el conseguirlo tanto en los cuerpos lejanísimos como en los más 
próximos» 3.
A los ojos de muchos de sus contemporáneos esta postura pudo aparecer 
simplemente como un mero abandono de la empresa de buscar el conocimiento 
verdadero de la naturaleza. Sin embargo, no transcurrió mucho tiempo hasta que 
se vio claramente que en realidad había nacido un nuevo enfoque en la 
investigación científica de la naturaleza, y este enfoque ha sido posteriormente 
característico de la ciencia moderna, por oposición al empleado por la ciencia en el 
sentido clásico o filosofía.
Es conveniente aquí reflexionar acerca de esta invitación galileana de no buscar la esencia de las 
cosas, la cual fue decisiva para el giro de 180° que marcó el nacimiento de la ciencia moderna, 
puesto que la misma resulta teóricamente de difícil apreciación. De hecho está claro que todo 
acto de conocimiento busca necesariamente determinar la esencia de algunas cosas, si por esencia 
se entiende, como debe entenderse correctamente, el conjunto de características por las cuales 
esta cosa es lo que es y resulta distinta a los demás tipos de entes. Por ello cuando Galileo 
declara querer desviar la atención de las investigaciones de las esencias hacia los fenómenos, las 
«afecciones», no puede atacar este tipo de búsqueda de la esencia, puesto que también los 
fenómenos tienen una esencia que les es propia, esto es, unas ciertas características determinadas y 
distinguibles de otras características, por lo que el «llegar
29
a conocer algunas afecciones», no puede querer decir otra cosa que llegar a conocer la esencia de estos 
aspectos. Puesto que si, por ejemplo, afirmo no querer interesarme por la esencia del agua sino conten-
tarme únicamente conociendo alguna de sus «afecciones», como es el hecho de que puede servir 
como solvente, o de que se solidifica a una cierta temperatura, en realidad estoy admitiendo un 
interés por la esencia de estas afecciones y admito que es posible su conocimiento, desde el 
momento en que creo posible distinguir el fenómeno de la solidificación del comportamiento del 
agua como solvente, y de muchos otros más.
Sin embargo, conviene recordar que en la época de Galileo no se hablaba de esencia en este sentido. La 
distinción entre esencia y afección, heredada de la antigua separación clásica entre sustancia y 
accidente, asumía un significado particularismo cuyas consecuencias se harían todavía más patentes en 
el pensamiento de los filósofos que van de Descartes a Kant. Según este significado, la esencia 
de un fenómeno sería «lo que está debajo», el «núcleo» profundo de la realidad singular, el cual 
no se manifiesta directamente porque se encuentra envuelto por la multitud de representaciones o 
apariencias que nos hacemos de los objetos. De todos es conocido que los mayores esfuerzos de los filóso-
fos se han dirigido hacia la búsqueda de un «puente» entre las representaciones y las cosas, entre los 
fenómenos y las esencias, esfuerzos cuyo fracaso viene expresado en la famosa tesis kantiana según 
la cual no podemos conocer las cosas en sí, sino únicamente los fenómenos 4.
La sorprendente identidad entre la tesis kantiana y la de Galileo (prescindiendo de indicaciones más 
directas, que omitimos), pone de manifiesto que ya en el pensamiento del científico de Pisa desempeñaba 
un cierto papel la nueva manera de enfocar la distinción entre esencia y fenómenos, lo cual aclara en 
parte su negativa a «buscar las esencias».
Es interesante tener en cuenta que en muchas ocasiones, aunque no en todas, la ciencia moderna ha 
resultado estar completamente de acuerdo con estos postulados. Sin perder el tiempo en largas 
consideraciones baste recordar aquí que también hoy el físico construye, por ejemplo, la óptica sin 
saber exactamente «qué es» la luz, la ciencia de los fenómenos eléctricos sin saber «qué es» la 
electricidad; la termodinámica sin saber exactamente «qué es» el calor; la física atómica sin tener 
una noción satisfactoria de lo «qué es» el átomo y así podríamos seguir con otros ejemplos. La 
comprobación de que ninguna de estas «ignorancias», como afirma Galileo, perjudica a la 
elaboración de la ciencia parece una flamante contraprueba de la hipótesis según la cual la misma no se 
ocupa de las esencias, sino que se contenta con indagar y someter a interpretaciones de tipo 
matemático (también sobre este punto Galileo había dicho ya todo lo esencial) las relaciones entre 
los «fenómenos», en las cuales interviene precisamente esta «esencia» en gran parte ignorada.
A pesar de todo, es preciso reconocer que esta manera de definir la esencia como «lo que está debajo» de 
los fenómenos es ilusoria e incorrecta metodológicamente, porque equivale al presupuesto totalmente 
gratuito según el cual no se conocen los objetos sino tan sólo nuestras representaciones de los 
mismos. La historia de la filosofía ha puesto
30
perfectamente en claro el aspecto dogmático de este presupuesto dualístico y por ello no nos 
detendremos aquí en consideraciones más detalladas. Por otra parte basta reflexionar mínimamente para 
darnos cuenta que no es totalmente cierto que se estudie óptica, termodinámica, etc., sin saber 
exactamente qué es la luz, el calor, etc. La circunstancia de que podamos distinguir entre sí todas estas 
entidades implica que poseemos una cierta información con respecto a su esencia, entendida ésta 
no como un fantasmagórico sustrato de sus manifestaciones fenomenológicas, sino como «lo 
que ellas son». Por otra parte, el aumento de nuestros conocimientos relativos a todas estas 
entidades, el cual proviene del progreso científico, no puede ser otra cosa sino la obtención de 
una mayor información sobre «lo que ellas son» y por tanto una profundización en el 
conocimiento de su esencia, entendida esta última correctamente.
Llegados a este punto puede parecer que existe un motivo de perplejidad en nuestras 
afirmaciones anteriores. Por un lado se ha dicho que el punto básico de la revolución galileana fue 
la invitación a no buscar las esencias, y después se reconoce que esta invitación se basó tal vez 
substancialmente en un equívoco. Sin embargo esta perplejidad aparece únicamente cuando la 
consideración de las afirmaciones anteriores, se efectúa haciendo abstracción de sus circunstancias 
históricas. Durante muchos siglos el problema de captar la esencia, es decir de responder a la 
pregunta respecto a «qué cosa es» una cierta realidad, se había considerado como una tarea 
substancialmente de «pura razón». A esta tarea se la suponía asociada con la capacidad de 
nuestro intelecto de abstraer de los objetos sus características esenciales en un acto de síntesis 
capaz de reconocer, por debajo de las particularidades accidentales, aquel unicum que las 
caracteriza respecto a los objetos de otras clases. En la práctica esta tarea se expresaba en la búsqueda 
de diferencias específicas, que se prestasen a definir las diversas «substancias materiales», como 
las llama Galileo, según la clásica metodología peripatética para la cual una esencia se considera 
verdaderamente individuada si la misma se puede expresar mediante una definición del tipo de 
género próximo y diferencia específica. Es evidente que desde este punto de vista, el problema 
de la determinaciónde las esencias se presenta como el de delimitar un universal, en el seno de 
otro universal más amplio, y a partir de aquí el problema del conocimiento de los accidentes se 
presenta como una eventualidad ulterior, que puede ser satisfecha mediante una particularización de 
nuestro conocimiento, realizada cada vez con mayor profundidad. Éste era precisamente el camino 
para construir la ciencia por excelencia, es decir, la filosofía, que principiaba como metafísica 
general (ciencia del ser en cuanto a tal) y proseguía como metafísica especial (ciencia de los 
géneros más particulares del ser).
Una característica de esta dinámica es el hecho de que la ciencia de lo universal precede a la 
de lo particular y la hace posible. De aquí que cuando se afronta el estudio de/ una determinada 
realidad, se considere como tarea más importante el obtener su caracterización universal, es decir, 
su esencia, para después descender al intento de la comprensión de sus varias afecciones.
31
Es innegable, por otra parte, que esta manera de entender lo universal como aquello que permanece 
«bajo» todas las modificaciones particulares, de entender la esencia como aquello respecto a lo cual 
todas las características accidentales representan una especie de añadido no decisivo, favoreció la 
maduración gradual de una perspectiva falsa, según la cual la esencia es algo que tiene una existencia 
autónoma dentro de la sustancia y, más que considerarse simplemente como la determinación de 
ésta, aparecía como un misterioso substrato de sus determinaciones observables 6.
Galileo, aun comenzando indudablemente a compartir el naciente y gratuito 
presupuesto dualístico ya citado, apunta en la dirección justa cuando señala lo 
ilusorio de un conocer que pretende continuar rigiéndose por los cánones típicos que 
en el pasado guiaban la «búsqueda de la esencia», partiendo de lo universal para 
llegar a lo particular, de una definición de la esencia al conocimiento de las 
determinaciones. Es decir, un conocer que consideraba necesario, para captar la 
esencia en su universalidad, no dejarse perturbar o influenciar por la consideración 
de las determinaciones.
El contenido de la amonestación galileana a no buscar las esencias quedó 
como una regla válida y definitiva, precisamente porque es independiente del 
ulterior falseamiento dualístico de perspectivas, y en este punto concreto no se ha 
producido ningún retroceso posterior. La ciencia moderna ha aceptado la invitación 
galileana a desinteresarse de la tarea de abarcar de una sola vez una definición 
universal de la realidad, del tipo género próximo y diferencia específica, ya que ha 
tenido conciencia de que una tal universalidad no corresponde en realidad a ningún 
contenido efectivo de conocimiento verdadero. Este último, por el contrario, se 
consigue siguiendo el camino inverso, es decir, examinando las múltiples 
«afecciones» de los entes naturales, los cuales se organizan en un cuadro orgánico 
y, en definitiva, acaban por darnos un auténtico conocimiento cada vez más 
preciso de tales entes.
Si la ciencia no estuviera afectada, incluso actualmente, por el presupuesto 
dualístico, podría recuperarse el uso correcto del término esencia, es decir, admitir que 
precisamente el estudio de las «afecciones» equivale a un gradual descubrimiento de 
la esencia entendida genuinamente, en cuanto su conocimiento equivale a comprender 
«qué son» los objetos que se investigan. Volveremos sobre este punto en las 
últimas páginas de este ensayo, pero debe advertirse aquí que aun cuando se 
recuperara esta
32
perspectiva la revolución galileana no perdería su significado. En todo caso, la 
esencia no sería nunca lo que se busca al principio de la investigación, algo 
que se alcanza o no se alcanza y que una vez logrado ya vale para siempre, por lo 
que sería un contrasentido hablar de su conocimiento parcial. Por el contrario, la 
esencia sería más bien aquello cuyo descubrimiento progresivo se lleva a cabo 
gracias al examen progresivo de muchas «afecciones» y cuyo desvelamiento total es 
sólo un límite hacia el cual tiende, como resultado ideal, toda la investigación 
científica.
Se puede añadir que la ciencia moderna, aun no hablando ya de esencias, no ha 
renunciado del todo a perseguir algunos objetivos secundarios, que corresponden a 
los que antes estaban en la base de las aspiraciones a captar la esencia, a 
investigar las causas y principios de las cosas, y a descubrir las razones de las 
mismas. La afirmación estriba en que ahora se intentan satisfacer estas exigencias 
de un modo peculiar, es decir, según se verá a continuación, mediante la 
construcción de las teorías científicas.
Es preciso resaltar que la propuesta de Galileo, además de la renuncia a buscar 
las esencias, contiene también un segundo elemento característico que después se ha 
revelado decisivo para el progreso efectivo de la investigación científica: la afirmación 
de que la misma es por elección propia un saber limitado y circunscrito. Por ello 
Galileo habla del conocimiento de «algunas afecciones», demostrando darse cuenta 
del hecho de que, aun sin conocer todo el complejo de conexiones que se dan en la 
naturaleza, el cual de todos modos sería imposible de dominar, se pueden 
obtener algunas nociones seguras aislando ciertos procesos del contexto general y 
sometiéndoles a un análisis y descripción cuidadosos (un punto de vista análogo había 
sido expuesto ya por Bacon). Esta afirmación, convertida con el tiempo en una de 
las Teglas fundamentales de la investigación científicaa del tipo experimental, es uno 
de los motivos por los cuales la misma se presenta como un tipo de saber no filosófico. 
Por el contrario, es parte constitutiva de la postura filosófica el situarse, como 
suele decirse, en el punto de vista de la «totalidad», es decir, proceder de acuerdo 
con una dinámica cognoscitiva que se mueve en dirección opuesta respecto a la 
corriente de la especialización y de la limitación de los objetivos e intereses de 
investigación, que caracteriza a la investigación científica.
33
Incluso aquí puede observarse que verdaderamente el deseo de llegar a obtener una 
«imagen del mundo», como acostumbra a decirse, de tipo complejo y general no es un 
deseo extraño a la ciencia. Pero esta imagen aparece más bien como una especie de 
consecuencia indirecta, de fin ideal de la investigación científica considerada 
globalmente, que como un objetivo específico de las investigaciones singulares.
Frente a este giro de perspectiva y también conceptual deben ciertamente ser 
resaltadas las componentes metodológicas del constituirse de la ciencia moderna, como 
son, por ejemplo, el decisivo empleo de la experiencia y de la instrumentización 
matemática. Parece claro que la simple renuncia a una investigación de la 
naturaleza de tipo filosófico no habría bastado para hacer surgir la ciencia, de no 
haberse presentado acompañada con una propuesta concreta para la elaboración de 
un nuevo y eficaz método de investigación. Sin embargo, su significado exacto sólo se 
puede captar totalmente si se alcanza a comprender el hecho de que en un cierto 
sentido aquellas componentes son «corolarios» de una revolución conceptual más 
profunda.
4. La primera fase de las relaciones entre ciencia y filosofía
La profunda revolución llevada a cabo por Galileo puede sintetizarse en dos 
aspectos principales. Por una parte el objeto de la investigación fundamental dejó de 
ser la esencia de las cosas, para pasar a ser las relaciones entre los fenómenos. Por 
otra parte el método seguido hasta entonces por la investigación, basado en laaplicación pura y simple de los procedimientos de deducción lógicoformal, fue 
sustituido por el empleo de la inducción experimental asociada con la elaboración 
matemática de los resultados de la experiencia. Este cambio de perspectiva no se 
impuso bruscamente en el mundo científico, como si se tratara de un 
descubrimiento más, del cual bastara únicamente con tomar nota para poder 
añadirlo al caudal de conocimientos adquiridos. En realidad las ideas de Galileo 
significaban más bien una elección respecto a la manera correcta de investigar la 
naturaleza, y como tal debía imponerse con el tiempo apoyándose en los 
resultados obtenidos por su aplicación. Resultados que, por otra parte, Galileo 
había empezado a obtener en el terreno de la astronomía, y también muy 
especialmente en el de la mecánica.
34
Se dio el caso que algunos ilustres contemporáneos de Galileo prefirieron 
continuar con las investigaciones de tipo filosófico, siendo el ejemplo más 
significativo, aunque no el único, el ofrecido por Descartes. Este último propuso una 
clasificación de todos los seres existentes de acuerdo con dos esencias fundamentales: 
res cogitans y res extensa. La primera de ellas abarca el entero universo de las 
sustancias espirituales y la segunda el mundo de, los entes naturales.
Sin detenemos en detalles que aquí estarían fuera, de lugar, cabe observar que, 
reduciendo la esencia de la materia a pura extensión, todas las propiedades de los seres 
materiales deberían poder deducirse en principio a partir de sus características de 
extensión. Es decir, deberían poder obtenerse como partes de una geometría entendida 
en sentido lato que abarcara también el movimiento, y en el cual todas las 
propiedades de los entes físicos resultaran explicadas a partir de un modelo 
mecánico, en el sentido de resultar analizables en términos de simples 
transformaciones de extensión y de movimiento. «Toda la física que yo hago, 
escribe Descartes, no es otra cosa que geometría» 1. Incluso su genial descubrimiento 
de la geometría analítica, que permitía transformar cualquier problema geométrico en 
un problema algebraico, posibilitaba además un tratamiento puramente algebraico de 
toda cuestión física.
La ciencia moderna se ha servido de esta intuición cartesiana, pero hoy, al menos, 
sólo hasta cierto punto. En efecto, aun cuando utiliza a fondo las posibilidades que 
ofrecen los modelos mecánicos para el estudio de la naturaleza, no piensa que con 
ello se llegue a la esencia del mundo físico. O sea, no pretende la elaboración de una 
ontología incontrovertible, sino solamente encontrar esquemas útiles para la 
comprensión de los fenómenos o, lo que es lo mismo, encontrar sugerencias 
pala la elaboración de hipótesis respecto a los entes físicos, cuya naturaleza, sin 
embargo, en ningún momento se supone mecánica (más adelante profundizaremos 
en este aspecto).
Es más, desde un punto de vista simplemente metodológico debe tenerse en cuenta 
que la indudable fecundidad de la perspectiva propuesta por Descartes de la mate 
matización de la experiencia, no debe impedirnos considerar las insuficiencias que 
le son propias. Las mismas pueden resumirse diciendo que en la ciencia propuesta por 
Descartes, como ya ocurría con anterioridad, la investigación se basaba en la 
deducción, aunque ésta fuera ahora una deducción de tipo matemático y no lógico
35
formal, y se apoyaba mínimamente en la experiencia y la inducción.
Por tanto lo que propuso Descartes era todavía una metafísica de la naturaleza, 
la cual se valía de un instrumento matemático. Con ello creía que era posible 
proporcionar un cuadro absoluto del mundo físico, extrayéndolo del su esencia, a la 
que buscaba como condición previa y la identificaba en la extensión sometida a 
movimiento. Esta suposición, puramente teórica y deductiva, llevó a la obtención de 
algunos resultados apreciables junto con otras conclusiones totalmente desacertadas. 
Tal vez las más conocidas entre estas últimas fueran las teorías cartesianas de los 
seres vivos, pero no son las únicas.
Esta manera de concebir la ciencia del mundo físico se transmitió del filósofo 
Descartes a determinados científicos puros que se resintieron de su influencia, 
aunque en estos casos la práctica efectiva de la investigación mitigó en algo la 
dogmática seguridad del maestro. Como ejemplo basta citar el caso de Huygens; a 
pesar de que en sus obras no aparezca explícita la tesis cartesiana de que el 
tratamiento de tipo «mecánico» de los fenómenos naturales sea el único válido 
habida cuenta la esencia del mundo físico, no por ello deja de estar convencido 
de que ésta sea la única manera eficaz para hablar del mismo, cual «verdarera 
filosofía en la cual las causas de todos los efectos naturales se conciben 
mecanicísticamente» 8.
Con ello se pierde, cuando menos, la conciencia de la limitación inherente a toda 
investigación científica, presente en la obra de Galileo. El suponer que todos los 
fenómenos de la naturaleza deben recibir una explicación de tipo mecánico, implica 
abandonar la cautela metodológica que había presidido el nacimiento de la ciencia 
moderna, para colocarse en una perspectiva «mecanicista». Aunque de ello 
hablaremos más adelante, podemos adelantar aquí que con ello se estableció una 
nueva «filosofía de la naturaleza» , la cual no era en realidad una ciencia, aunque 
mantenía muchas relaciones con la ciencia.
Por otra parte, junto a los filósofos y científicos que no tuvieron en cuenta la 
distinción de Galileo entre ciencia y filosofía, los cuales fueron mayoría entre los 
filósofos, hubo otros que por el contrario la aceptaron plenamente, aunque no 
siempre la interpretaron de la misma manera'.
Entre los filósofos, Leibniz fue el que propuso una diferenciación entre ciencia y 
filosofía basada en los diversos órdenes de problemas en que se ocupa cada una de 
ellas. Según esta
36
clasificación son cuestiones filosóficas todas aquellas en las que entra en juego de un 
modo esencial la noción de finalidad, mientras que pertenecen al campo de la ciencia 
aquellas cuestiones en las que domina la necesidad causal. Por tanto, para Leibniz, 
la ciencia y la filosofía se distinguen por el «punto de vista» desde el cual se 
colocan para la consideración de la realidad, aunque en cada caso concreto la 
línea de separación mutua entre una y otra puede tender a esfumarse, dado que un 
mismo objeto puede verse desde ambas perspectivas.
En el campo de la ciencia física, Leibniz no comparte el deductivismo puro 
de Descartes, el cual, según se ha visto, reduce la física a la matemática, sino que 
valora adecuadamente la experiencia formulada en términos matemáticos como ya 
había hecho Galileo. Su mecanicismo era por tanto muy distinto del cartesiano, 
debido al carácter dinámico del mismo concentrado en el concepto de fuerza, a 
diferencia del carácter estático del mecanicismo del filósofo francés, en el cual la parte 
esencial eran las relaciones de carácter puramente geométrico; y por la razón más 
profunda de que en Descartes se encuentra formulada una metafísica de la naturaleza, 
cuyas características esenciales pretendía establecer de un modo incontrovertible. 
Por otra parte, Leibniz aceptaba que el mundo de los acontecimientos físicos no es el 
reino de las conclusiones necesarias emanadas del principio de no contradicción, 
sino tan sólo un mundo en el cual pueden asignarse algunas «razones suficientes» para 
explicar el desenvolvimiento de los fenómenos con un grado más o menos elevado de 
plausibilidad y con un tipo de explicación que no debeconsiderarse exhaustivo.
Entre los científicos puros podemos citar a Newton como uno de los más ilustres 
representantes entre aquellos que contribuyeron a la distinción entre ciencia y 
filosofía sobre la base ya indicada por Galileo. Al titular a su obra más famosa 
Principios matemáticos de la filosofía natural, dio una aclaración ya en el mismo 
preámbulo de lo que entendía por filosofía: «Dado que los antiguos... tuvieron en 
una máxima consideración la mecánica para investigar las cosas de la naturaleza, 
y los más modernos abandonaron las formas sustanciales y cualidades ocultas 
intentando reducir los fenómenos naturales a leyes matemáticas, ha parecido 
oportuno en este tratado el cultivar la matemática como aquella parte que es más 
cercana a la filosofía» 10. Así Newton comienza el prólogo de su obra poniendo en 
evidencia una contraposición entre la búsqueda de
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las esencias (las «formas sustanciales») y la investigación dirigida hacia los 
fenómenos, en la cual repite casi al pie de la letra la advertencia galileana que ya 
conocemos. Y no se limita únicamente a esta declaración inicial, puesto que todos 
conocen el enunciado lapidario hypotheses non f ingo, con lo cual afirma no querer 
recurrir en el campo de las ciencias naturales, a la elaboración de hipótesis ad hoc 
para explicar hechos de los cuales no sabría dar razón de otra manera. Así Newton 
afirma: «En verdad no he conseguido todavía deducir, a partir de los fenómenos, 
las razones de esta propiedad que es la gravedad, y no hago ninguna hipótesis al 
respecto. Cualquier cosa no deducible de los fenómenos se llama hipótesis, y en la 
filosofía experimental no tienen ningún lugar las hipótesis, ya sean metafísicas, ya sean 
físicas, ya sean respecto a cualidades ocultas, ya sean mecánicas» 11. En este punto 
se da indudablemente una inmadurez metodológica, puesto que hoy sabemos 
perfectamente que cualquier teoría científica se basa necesariamente en una serie de 
hipótesis, pero sería antihistórico imputar este defecto a Newton. Es más correcto, 
por el contrario, observar cómo Newton pretendía excluir del ámbito de la ciencia 
todo aquello que, en cierto sentido, proviniera «del exterior». O sea, en primer 
lugar, las afirmaciones de metafísica general entendidas en sentido clásico, y 
también aquellas tesis metafísicas no tan patentes que aparecen entremezcladas con 
ciertos hábitos científicos de las cuales estaba llena, por ejemplo, la física cartesiana, 
y que son aquellas hipótesis que en este lugar son llamadas «físicas» y «mecánicas».
En cuanto a las cuestiones metodológicas Newton es un defensor convencido del 
recurso a la experiencia y también un experimentalista, incluso demasiado entusiasta, 
desde el momento que supone a la experiencia capaz de colocarnos directamente en 
posesión de un conocimiento adecuado de la realidad física. Esta dialéctica sutil entre 
inducción y deducción, ya claramente delineada por Galileo y que su contemporáneo 
Leibniz había ayudado a esclarecer todavía más, parece escapar no tanto a su práxis 
de científica como a su reflexión metodológica. Por otra parte, en el pasaje citado, y 
no sólo en él, la misma palabra «deducción» no la emplea Newton para designar 
el proceso de obtener unas ciertas conclusiones a partir de determinadas premisas, 
sino en el sentido más bien vago de abstracción inmediata a partir de la experiencia 
de determinadas proposiciones que vienen generalizadas después por medio de la
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inducción. Este tipo de deducción no es, por tanto, el complemento dialéctico de la 
inducción, sino más bien una premisa esencial y casi un momento inicial de la 
misma.
No nos detendremos más en pasar revista a las posiciones que los distintos 
filósofos y científicos tomaron respecto al problema de la distinción entre ciencia y 
filosofía. Lo poco que se ha señalado tiene sólo valor indicativo, y pretende únicamente 
mostrar las características del proceso mediante el cual se fue integrando a la 
cultura occidental el giro conceptual propuesto por Galileo. Por otra parte es útil 
observar, como en este estadio todavía se mantiene vigente una cierta problemática 
filosófica de la naturaleza, y ello no tan sólo entre los numerosos autores que, como 
Descartes, no hacen a fin de cuentas otra cosa sino filosofía de la naturaleza, sino 
también entre aquellos que creen en una ciencia de la naturaleza distinta de la filosofía. 
En estos casos el injerto de la temática filosóficaa aparece en el límite del conocimiento 
científico considerado en sentido restringido, como una exigencia de hallar un 
fundamento ulterior al mismo. Así Leibniz declara sin más que la «fuente de la 
mecánica se encuentra en la metafísica»", en el sentido que «los principios 
generales de la física y de la misma mecánica dependen de la conducta de una 
inteligencia suprema, y no se podrían explicar sin tomarla en consideración» II. En otras 
palabras, el punto de vista de las causas eficientes debe integrarse con el de las causas 
finales, que conducen otra vez a una dependencia del mundo de la voluntad divina.
Del mismo modo Newton, en las conclusiones generales a los Principia observa que, 
incluso habiendo podido explicar cómo las leyes de la gravitación explican el 
comportamiento de todos los cuerpos materiales, de las órbitas de los planetas y de la gran 
variedad de los fenómenos celestes, ello no sirve como explicación de la gravitación 
misma, ni de la configuración inicial del universo que, gracias a la gravitación, se 
conserva en la forma admirable que se observa actualmente. A causa de ello, Newton 
también recurre a la idea de Dios como creador y ordenador del cosmos.
Vemos por tanto que aun no observándose nunca, en ninguno de estos autores, una 
confrontación explícita entre los términos ciencia y filosofía, los cuales continúan 
usándose como sinónimos, viene madurándose la idea de dos modos distintos de 
conocer la realidad, que precisamente son aquellos que hoy designamos con los citados 
términos.
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Un paso decisivo para la realización de una separación consciente y definida, incluso 
terminológicamente, se realiza en Kant. Éste, en la Crítica de la razón pura examina las 
condiciones en base a las cuales «la elaboración del conocimiento, que pertenece al 
dominio de la razón, siga o no el camino seguro de una ciencia» 14, donde por ciencia 
Kant entiende de un modo genérico toda forma de saber que se presente con caracteres 
de seguridad, universalidad, concordia de opiniones entre aquellos que la cultivan, etc. 
En un breve análisis reconoce que algunas disciplinas, como la lógica, la 
matemática y la física han alcanzado en épocas diversas el estadio de ciencia, mientras 
la metafísica está todavía muy alejada de esta situación. De aquí que la cuestión 
fundamental de la misma Crítica sea el determinar «si la metafísica es posible como 
ciencia».
En todo lo expuesto hasta aquí importa poner de manifiesto que, aun manteniendo 
la validez del vocablo «ciencia» como término genérico, sus connotaciones vienen 
profundamente transformadas. Así resulta que mientras el primitivo modelo de la 
cientificidad se su nía proporcionado por la filosofía, y de un modo particular por la 
metafísica, con Kant se comienza a reconocer que dicho modelo viene ofrecido más bien 
por la matemática y la física. Aquí es preciso tener en cuenta que sólo con la 
revolución metodológica operada en la última por Bacon y Galileo, es decir, 
después de haber dejado de ser una disciplina filosófica, «la física ha podido 
encontrarse por vez primera sobre la vía segura de la ciencia, mientras que durante los 
siglos anteriores no había hecho otra cosa que moverse

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