Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
Cómo se estudian los procesos psicosociales desde la perspectiva evolucionista. Mientras la Psicología evolucionista se decanta por analizar la conducta humana a partir del planteamiento de hipótesis basadas en la Teoría neodarwinista, la Etología humana aborda el estudio de la base biológica que subyace en la conducta social tanto mediante la investigación comparada de distintos grupos animales como indagando en busca de los mecanismos más básicos del comportamiento social de nuestra propia especie. El estudio de especies cuyos individuos viven en grupos (fundamentalmente primates; véase el Cuadro 2.6) hizo comprender a los etólogos, allá por los años cincuenta del siglo pasado, que el grupo era el contexto en que se producía la conducta individual y que ésta evoluciona no sólo dentro de un ambiente físico, sino también dentro de un ambiente social. Los individuos que no se adaptaban a las normas del grupo o cuyos rasgos conductuales eran demasiado desviados, tenían menos probabilidades de reproducirse y eran más susceptibles de ser expulsados del grupo. La adaptación de los individuos al medio social implicaba ajustarse a las respuestas de otros o modificarlas, lo que daba lugar a elaborados mecanismos sociales que facilitaban la existencia del grupo, de gran importancia para la supervivencia de los individuos. Los etólo- gos (sobre todo primatólogos) empezaron a estudiar de forma sistemática las relaciones entre individuos dentro del grupo, las interacciones entre grupos y el papel que desempeñan los factores ecológicos en la dinámica de las estructuras sociales. Cuadro 2.6: Utilidad de los estudios etológicos con primates no humanos para la Psicología social. Su utilidad reside en que permiten extraer inferencias sobre el comportamiento social de nuestra propia especie, entre otros, en los siguientes aspectos: • Ponen de manifiesto la diversidad de la organización y la conducta social dentro del grupo zoológico al que pertenecemos en relación con las exigencias del medio. • Aportan sugerencias sobre la probable evolución de los mecanismos que regulan la interacción dentro del grupo. • Proporcionan análisis de los sistemas de comunicación que precedieron a la evolución del lenguaje y que conservamos en la comunicación no lingüística. • Permiten aislar las características únicas que han evolucionado en nuestra propia especie. Un ejemplo de la conciencia que algunos psicólogos sociales tienen de esta utilidad es el análisis que hace Nick Haslam (1997) de las relaciones sociales y el sistema sociocognitivo que las sustenta. Este autor se basa en los modelos básicos de organización social propuestos para los grupos humanos por el antropólogo Alan Fiske (1991a), modelos que se describen en el Capítulo 3 de este volumen, e intenta aplicarlos a las formas de organización social puestas de manifiesto en otras especies por las investigaciones de los primatólogos. Tres de los cuatro modelos relacionales de Fiske en humanos aparecen también en otros primates: el basado en la percepción de los demás como semejantes, en la interdependencia y la solidaridad; el que organiza las relaciones en términos de jerarquías de estatus, y el basado en la igualdad y la reciprocidad. Sólo el último, el basado en el cálculo proporcional de costes-beneficios, parece exclusivo de la especie humana. En palabras de Haslam, este análisis “desafía la visión fuertemente discontinua de la cognición social según la cual las adaptaciones sociocognitivas de las que dependen la cultura y el aprendizaje cultural humanos aparecieron después de la diferenciación del hombre y el chimpancé” (p. 312). A partir de estos estudios, los etólogos sugieren que, puesto que las capacidades sociales y cognitivas del ser humano tienen que haber evolucionado mediante la acción de la selección natural, ha sido probablemente la necesidad de manejar complejas estrategias sociales a lo largo de nuestra historia evolutiva la que ha favorecido que se desarrollen las capacidades que hoy poseemos. Esta idea es lo que se conoce como “hipótesis de la inteligencia social”, que ha dado lugar a una fructífera área de investigación a partir, sobre todo, de los planteamientos de Humphrey (1976). Las dos ediciones de Machiavellian Intelligence (Byrne y Whiten, 1988; Whi- ten y Byrne, 1997) ofrecen una muestra bastante representativa de trabajos a favor y en contra de esta hipótesis. Aunque sería muy ilustrativo presentar aquí algunos estudios etológicos realizados con primates no humanos, las limitaciones de espacio no nos lo permiten. Puede encontrarse una buena selección de los más relevantes en de Waal (2001a) y, en castellano, algunos ejemplos en Gaviria (1996). Aquí, nos centraremos en una pequeña muestra de lo que los etólogos han investigado sobre nuestra especie. Estudios etológicos sobre la conducta social humana Muchos aspectos de la conducta humana son tan universales que resulta difícil no conside- rarlos como productos de la combinación de materia prima biológica y modificación cultural, más que como una invención de cada cultura independiente. La Etología humana lleva varias décadas acumulando datos sobre la interacción entre nuestras disposiciones y potencialidades innatas y las características del contexto social y cultural, en gran medida inspirándose en estudios sobre primates no humanos. De esta forma, han encontrado que ciertas tendencias conductuales son prácticamente omnipresentes en los seres humanos; es decir, son pancul- turales, algunas de las cuales nos diferencian de otras especies y pueden considerarse, por tanto, características de la naturaleza humana. No obstante, la forma concreta que adoptan dichas tendencias depende del contexto social y cultural en que viven los individuos. Por ejemplo, existe una gran cantidad de datos de especies no humanas que muestran la presencia de respuestas preferentes a ciertas configuraciones estimulares. Pero también nuestra especie posee una tendencia a responder automáticamente ante determinados estímulos. Un ejemplo bastante conocido es la respuesta maternal (o paternal) que provocan ciertas características de los bebés (véase el Cuadro 2.7). Cuadro : Rasgos de los bebés como estímulos desencadenantes de respuestas innatas. Los etólogos sostienen que nuestra responsividad específica a las caracterís- ticas de los bebés ha sido seleccionada a lo largo de la evolución de nuestra especie porque aumenta las oportunidades de supervivencia de los individuos en un momento de la vida en que son totalmente vulnerables y dependientes de los adultos. Por supuesto, en nuestro comportamiento concreto con los bebés intervienen decisivamente factores culturales, sociales e individuales, que da- rían diferentes formas a esa tendencia común a toda la especie. Konrad Lorenz (1943) observó que muchos de los animales de los dibujos de Walt Disney mostraban rasgos que parecían caricaturas de esas características de los be- bés humanos (frente grande y redondeada, ojos grandes, nariz pequeña y grandes mofletes)*. Diversos estudios experimentales posteriores han apoyado su hipótesis de que los seres humanos respondemos de forma preferente a esos estímulos. * Un ilustrativo análisis de la progresiva “infantilización” de Mickey Mouse desde su aparición a finales de los años veinte hasta la actualidad, y de las connotaciones que esa evolución tiene en relación con los valores de la sociedad estadounidense, se puede encontrar en el libro de Stephen Jay Gould, El pulgar del panda. Además de características estructurales, como los rasgos de la cara en el bebé, determinadas posturas, movimientos o conductas también pueden actuar como estímulos desencadenan- tes de respuestas automáticas en otro individuo de la especie. Estos movimientos expresivos, muchas veces en combinación con estructuras especiales, provocan una reacción concreta y apropiada en un congénere y son, por tanto, la base de un sistema de comunicación innato. Su función es informar al otro sobrelo que uno va a hacer en un futuro inmediato. Aunque en nuestra especie los movimientos expresivos de carácter social están bastante relegados por el lenguaje, también poseemos algunos de esos movimientos señalizadores en nuestra conducta no verbal (posturas, gestos, y otros similares), fenómeno bastante estudiado por los etólogos humanos. Las señales empleadas en la comunicación no verbal humana cum- plen una importante función en la interacción y las relaciones entre individuos. La extensa gama de señales comunicativas humanas va desde las que son panculturales hasta las idiosin- crásicas de cada individuo. Los etólogos, lógicamente, se han interesado más por las primeras (por ejemplo, Eibl-Eibesfeldt, 1973). Ciertos movimientos expresivos humanos, como la sonrisa y el llanto, aparecen incluso en bebés que han nacido sordos y ciegos, por lo que no es probable que las influencias culturales desempeñen un papel muy importante en el desarrollo de su forma característica. Por otra parte, las situaciones que provocan dichos movimientos expresivos, y el significado que se les asigna, difieren considerablemente de una cultura a otra, y a veces de un individuo a otro, dentro de una misma cultura. Un estudio etológico típico en este área es el de Jan van Hoof sobre la evolución de la risa y la sonrisa humanas (véase el Cuadro 2.8). Cuadro : Evolución de la risa y la sonrisa humanas. Van Hoof (1972), a partir de un exhaustivo estudio comparado de expresiones faciales en diversas especies, sobre todo de primates, propuso que nuestra sonrisa y nuestra risa están filogenéticamente relacionadas con dos expresiones presentes en otros primates: la mueca de miedo (expresión con dien- tes descubiertos) y la “cara de juego” (boca abierta relajada, sin mostrar mucho los dientes). Según los estudios comparados de los etólogos, a lo largo de la historia evolutiva de los primates, la expresión de dientes descubiertos en silencio, que originalmente era una pauta propia de situaciones defensivas o de protección (por ejemplo, cuando el animal quería huir de otro y no podía), llegó también a significar sumisión, ausencia de hostilidad y, finalmente, actitud amistosa. La expresión de boca abierta relajada está siempre asociada a situaciones de juego brusco simulando peleas y persecuciones, típico de los individuos jóvenes del grupo y, a menudo, va acompañada de vocalizaciones. La sonrisa y la risa humanas habrían evolucionado a partir de una mezcla de esas dos expresiones, y los resultados de algunos estudios sobre las situaciones en las que se emplean parecen apoyar esa hipótesis (se ha encontrado, por ejemplo, que los niños utilizan la sonrisa para apaciguar a otro que es dominante sobre ellos). Estudios más recientes (Vettin y Todt, 2005) han puesto de manifiesto la continuidad no sólo de las expresiones faciales, sino también de las vocalizaciones que las acompañan (concretamente a la risa). Una vez más, lo que se propone es la continuidad evolutiva de la tendencia conductual, en este caso de las pautas expresivas, pero no necesariamente de los contextos en los que se utilizan, que estarían mucho más determinados por variables culturales (por ejemplo, en algunas culturas la risa es una conducta habitual en los funerales). La naturaleza de los factores que provocan la emoción expresada depende mucho de la experiencia social, y esa experiencia social influye también en el grado en que el estado interno en cuestión es expresado (hay culturas mucho más restrictivas que otras en cuanto a la expresión de las emociones o determinadas emociones, pero no de otras). Los etólogos también han explorado algunas áreas de las relaciones interpersonales y gru- pales en busca de huellas de la selección natural, favorecedora de aquellas soluciones que hayan sido más adaptativas en nuestro pasado evolutivo. Un ejemplo es el estudio del desarrollo de las relaciones sociales que mantiene el individuo desde que nace hasta que alcanza la edad adulta (véase el Cuadro 2.9). Cuadro : Desarrollo de las relaciones sociales. La evolución que van experimentando las relaciones que mantiene la persona, primero con la madre, luego también con el padre, los hermanos, los familiares y otros adultos, los compañeros de edad y así, sucesivamente, suponen cambios en su ambiente social. Debe ir adaptándose a ellos poco a poco, ya que le proporcionan el medio adecuado para su desarrollo personal en cada etapa de su vida. Por ejemplo, le ayudan a pasar de la dependencia de la madre al rechazo de ésta. También el hecho de que prefiera a los compañeros de su edad es ventajoso para aprender estrategias sociales y adaptarse a la vida en grupo. Es posible encontrar principios similares en primates no humanos y humanos referentes al modo en que los individuos forman relaciones durante su ontogenia. Por lo que se refiere a la transición que realiza el niño desde el apego casi exclusivo a los padres a los primeros signos de independencia, diversos estudios han mostrado que suele ser la madre o ambos progenitores los que inician el proceso, muchas veces en contra de los deseos del niño (las escenas que se presencian en las guarderías el primer día son bastante reveladoras en este sentido), lo que sería una explicación en términos de causas inmediatas. No obstante, también puede darse una explicación funcional. La preferencia de los iguales sobre los adultos, una vez que la necesidad de protección está satisfecha y el ambiente se ha hecho familiar, po- see una función biológica. Las relaciones amistosas con personas conocidas de un nivel de maduración semejante y con capacidades y características físicas similares proporcionan la base óptima para el desarrollo social porque permiten la experimentación directa de conductas correctas o incorrectas, que son funcionales para la competencia social. Y la competencia social puede considerarse crucial para la supervivencia y la reproducción. En la interacción con adultos muchas conductas, como las que socialmente se consideran negativas, serían censuradas. Sin embargo, estas conductas también fomentan el desarrollo social; por ejemplo, la capacidad para atacar a otros y para controlar la hostilidad de otros se potencian en el juego brusco, y estrategias tan valiosas socialmente como la reconciliación o el apaciguamiento tras un conflicto se aprenden mucho antes, si se practican en conflictos reales con otros, aunque tan a menudo reprimidos por los padres y los educadores. Esta forma de entender el desarrollo social como una interacción continua entre la per- sona y las exigencias del contexto social cambiante es característica del enfoque etológico. Se trata de una cuestión de gran importancia porque el niño no es considerado como un adulto en miniatura, o sin terminar, sino como una persona que debe adaptarse al medio en que vive para poder llegar a ser adulto, lo que exige que desarrolle mecanismos apropiados para cada situación. Por eso, al etólogo no le interesa a qué edad los niños adquieren determinadas capacidades adultas, sino cómo se las van arreglando para resolver los problemas que se les van presentando en cada momento. Y la forma en que lo consigan probablemente tendrá im- portantes consecuencias para su funcionamiento posterior. En este punto, se distinguen de los sociobiólogos, cuyo interés primordial es el periodo en el que tiene lugar la reproducción y la transmisión genética, es decir, la edad adulta. Los etólogos han hecho aportaciones en el estudio de otros aspectos de la conducta social humana, como el apego entre madre e hijo, la elección de pareja, el cortejo y la conducta sexual, el papel de los rituales en la regulación de la interacción, la territorialidad y el valor de la propiedad y de la intimidad, los aspectos funcionales de la agresión, la dinámica de las relaciones dentro del grupo o la cognición social, pero las limitaciones de espacio nos impiden abundar más en ello (puede encontrarse una amplia muestrade trabajos etológicos en von Cranach, Foppa, Lepenies y Ploog, 1979; también en Eibl-Eibesfeldt, 1989). A continuación, expondremos un único ejemplo, aunque con cierto detalle, de la investi- gación de los psicólogos evolucionistas (en apartados anteriores hemos tenido ocasión de ver otros. Pueden encontrarse muchos más, por ejemplo, en Barrett, Dunbar y Lycett, 2002; en Schaller, Simpson y Kenrick, 2006; y en Simpson y Kenrick, 1997). Mecanismos psicológicos adaptados para la detección de tramposos El supuesto central de la Psicología Evolucionista es que el cerebro humano está compuesto por un gran número de mecanismos especializados o algoritmos (circuitos de procesamiento de la información, emociones, preferencias y tendencias específicas para cada contexto) que fueron moldeados por la selección natural a lo largo de vastos periodos de tiempo para re- solver problemas que nuestros ancestros encontraban reiteradamente, tales como elegir qué alimentos comer, repartir la inversión (recursos, cuidado, y otros similares) entre los hijos, seleccionar pareja, o reconocer a los parientes. Se trata de mecanismos innatos de aprendizaje especializado que organizan la experiencia en esquemas significativos desde un punto de vista adaptativo. Una vez activados por un determinado problema, focalizan la atención, organizan la percepción y la memoria y recuperan el conocimiento especializado que conduce a hacer inferencias, juicios y elecciones apropiadas para ese contexto particular. La Psicología Evolu- cionista intenta explicar la naturaleza de esos problemas ancestrales concretos y desarrollar y poner a prueba modelos sobre los mecanismos psicológicos y las estrategias conductuales que supuestamente han evolucionado como solución a esos problemas (véase el Cuadro 2.10). Cuadro 2.10: ¿Para qué tipo de vida estamos adaptados? A partir de lo que se sabe de los cazadores-recolectores actuales, se supone que la forma de vida que ha caracterizado aproximadamente el 95% de nuestra historia como especie y, por tanto, constituye nuestro “ambiente de adaptación evolutiva”, consiste en formar sociedades simples, con caza y reco- lección no intensivas en pequeñas bandas nómadas con un sistema de autoridad descentralizado, una reciprocidad generalizada, escasa riqueza, igualdad de estatus entre los machos adultos y alianzas difusas y flexibles entre bandas (Knauft, 1991). Según los psicólogos evolucionistas, los problemas que tenían que afrontar y resolver nuestros ancestros del Pleistoceno no suelen coincidir con los que ahora se le presentan al ser humano, porque el ambiente ha cambiado drásticamente desde entonces. Esto muchas veces da lugar a un desajuste entre los meca- nismos ancestrales que hemos heredado y las demandas del medio en que vivimos. Uno de esos problemas, que afecta especialmente al altruismo recíproco como estrategia adap- tativa, es la detección de “tramposos”, puesto que depende de que los “favores” se devuelvan. Leda Cosmides y John Tooby son dos psicólogos evolucionistas que se han preocupado de investigar cómo solucionamos los seres humanos este problema. Aunque su interés era más amplio: explorar la hipótesis de la existencia de mecanismos cognitivos heredados especiali- zados para la vida social (también llamados algoritmos) en la mente humana. Para ello, estos autores han desarrollado durante casi veinte años un programa de investigación experimental y se han centrado sobre todo en el razonamiento sobre el intercambio social.
Compartir