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JOSEPH RATZINGER (BENEDICTO XVI)
 
3
Un diálogo necesario
Editado por Umberto Casale +véase el contrato
4
 
5
Introducción:
Fe y ciencia, ¿una comunicación de saberes?
por UMBERTO CASALE
1. Multiplicidad de los saberes
1. Una larga historia
2. El recorrido de la modernidad
3. Las enseñanzas del «caso Galileo»
4. El método científico
5. Modelos de relación entre la fe y la ciencia
II. La fe y la ciencia en el teólogo y papa
1. Teólogo y pastor
2. La teología de Ratzinger
3. La relación entre la fe y la ciencia en el pensamiento de joseph Ratzinger -
Benedicto XVI
PRIMERA PARTE
FE, RAZÓN Y CIENCIA
1. La fe en el mundo de hoy
1. Duda y je: la situación del hombre ante el problema de Dios
2. El salto de la fe: ensayo provisional de determinar la esencia de la fe
3. El dilema de la fe en el mundo actual
6
4. El límite de la moderna comprensión de la realidad y el lugar de la fe
5. La fe como mantenerse en pie y comprender
6. La razón de la fe
7. «Creo en ti»
2. Creerysaber
1. La situación espiritual del hombre moderno
2. El sentido específico de la fe
3. El desarrollo del pensamiento filosófico
3. ¿La verdad del cristianismo?
1. El cristianismo como síntesis de fe y razón
2. En busca de una nueva evidencia
4. Creación - gracia - mundo. La fe en la creación y la teoría de la evolución
5. La fe, entre la razón y el sentimiento
1. La crisis de la fe en el mundo contemporáneo
2. El Dios de Abrahán
3. Crisis y ampliación de la fe de Israel en el exilio
4. El camino hacia la religión universal después del exilio
5. El cristianismo como síntesis de fe y razón
6. En busca de una nueva evidencia
SEGUNDA PARTE
FE Y CIENCIA AL SERVICIO DE LA VERDAD
6. Discurso de Benedicto XVI a los participantes en la XX Conferencia Internacional
7
promovida por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud sobre el tema «El
genoma humano» (19-11-2005)
7. Discurso de Benedicto XVI ante la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de
las Ciencias (6-11-2006)
8. Discurso de Benedicto XVI ante la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo de la
Cultura (8-3-2008)
9. Discurso de Benedicto XVI ante el Congreso Internacional organizado por la
Pontificia Universidad Lateranense en el X aniversario de la encíclica Fides et ratio
(16-10-2008)
10. Discurso de Benedicto XVI ante la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de
las Ciencias (31-10-2008)
11. Discurso de Benedicto XVI a los asistentes a un encuentro organizado por el
Observatorio Astronómico Vaticano con ocasión del Año Internacional de la
Astronomía (30-10-2009)
12. Discurso de Benedicto XVI ante la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de
las Ciencias (28-10-2010)
13. Discurso de Benedicto XVI con ocasión de la entrega del «Premio Ratzinger» en su
primera edición (30-06-2011)
Notas a la introducción
 
8
* Traducido por José Pérez Escobar.
UMBERTO CASALE
1. Multiplicidad de los saberes**
«La ciencia sin la religión está coja, la religión sin la
ciencia está ciega».
A.EINSTEIN
1. Una larga historia
PODRÍAMOS bosquejar a grandes rasgos la historia de la cultura occidental de tradición
cristiana diciendo que durante bastantes siglos ha dominado el paradigma humanista-
cristiano, pero desde la Edad Moderna hasta nuestros días se constata una cierta
bifurcación entre el paradigma humanista (letras, filosofía, teología, derecho...) y el
paradigma científico-técnico (matemáticas, ciencias naturales y ciencias tecnológicas).
En este recorrido cultural destaca especialmente el tema de las relaciones entre la fe
(teología) y la ciencia, un tema que tiene también a sus espaldas una historia larga y
compleja'.
Las relaciones históricas entre la ciencia (en su desarrollo) y la fe (y la Iglesia) han
sido muy variadas, pero pueden sintetizarse en una triple tipología. El primer tipo es el
concordismo, es decir, la búsqueda de una correspondencia directa entre fe y ciencia,
entre una perícopa bíblica y un dato científico (una posición actualmente superada por el
riesgo de fundamentalismo que corren los dos interlocutores). El segundo tipo es el
discordismo, que, a diferencia del anterior, sostiene que la ciencia y la fe (la teología) se
ocupan de dos órdenes diversos de la realidad y que estos son independientes ontológica
y epistemológicamente3. Y el tercer tipo de relación se fundamenta en la articulación
entre ciencia y fe mediante un diálogo que intenta integrar las dos formas de
conocimiento4.
Estos tipos de relación pueden ilustrarse siguiendo las principales etapas de la
historia del desarrollo científico de la humanidad. En el primer período, que sería el
9
arcaico (3000-200 a.C.), las religiones, los mitos y la ciencia forman una sola realidad;
se corresponde con las primeras investigaciones en China sobre la matemática, la
geometría y la astronomía, y en Grecia, sobre la física, la medicina y la geometría. En el
segundo período (siglos III a.C. - XII d.C.) asistimos a un avance de las ciencias en
China (se inventan las armas de fuego, los puentes colgantes, la imprenta, el sismógrafo)
mientras que en Occidente se observa un cierto estancamiento. El tercer período (siglos
XIIXIV) se caracteriza por un gran desarrollo científico en Occidente, que es favorecido
por algunos factores: el nacimiento de la universitas studiorum (se crean las primeras
universidades en París, Oxford, Bolonia, etc.), el estudio de la Biblia en el seno de las
universidades (se busca comprender la naturaleza para acercarse a Dios; destacan las
figuras de Alberto Magno y Tomás de Aquino), y el concepto de ley natural entendida
como el conjunto de las reglas dadas por Dios a la naturaleza y al ser humano, y que
procede de la concepción teológica bíblica (Dios creador)'. A este desarrollo
contribuyeron también las aportaciones del pensamiento árabe (Avicena, Averroes) y
judío.
El último período (siglos XV-XX) coincide con la época moderna. En esta fase, la
ciencia, ya arraigada en Occidente, expe rimenta un enorme desarrollo. En el plano
cultural se llega a una cierta autonomía del saber científico con respecto a la filosofía y
la teología (con la absolutización de la razón instrumental, que es concebida
independientemente de la fe) y en el plano histórico el desarrollo se ve favorecido
también por la competencia entre las religiones (cristianismo e islam, y la confrontación
entre las mismas confesiones cristianas) y entre los Estados, por el incremento del
intercambio de información, el invento de la imprenta y el nacimiento del sistema
económico-político capitalista.
2. El recorrido de la modernidad
Para comprender las relaciones entre la fe y la ciencia en este último período es
necesario analizar el recorrido de la modernidad y la transición que esta está
experimentado hacia la denominada posmodernidad. Con el término «modernidad» se
expresa, por una parte, la decadencia y el final de la época anterior (que, posteriormente,
se denominará medieval) y de su cultura y, por otra, el comienzo de una nueva época
cultural, caracterizada por nuevos modos de pensar, nuevos estilos de vida y nuevas
instituciones políticas y sociales. Como toda época cultural, la modernidad experimenta
un recorrido existencial que se extiende desde el nacimiento y el desarrollo hasta la
madurez y la posterior crisis o decadencia. Podemos, por tanto, volver sobre sus fases
principales'.
La modernidad nace en un primer momento (siglos XVXVI) gracias a una serie de
transiciones: con el «Renacimiento» pasamos, efectivamente, de una visión teocéntrica,
religiosa y sobrenatural, a una concepción antropocéntrica, terrenal y ceñida a la
10
naturaleza. Veamos una serie de aportaciones concretas. N. Copérnico (1473-1543), en
su obra De revolutionibus orbium coelestium, abandona la visión geocéntrica del
universo por una concepción heliocéntrica. G.Galilei (1564-1642), en su obra Dialogo
su¡ massimi sistemi, nos hace pasar de las auctoritates como criterio de verdad al campo
de la experiencia y de la experimentación científica. Con F.Bacon(1561-1626) y su obra
Novum Organum se desvanece la concepción del «saber» como contemplación y
búsqueda de la verdad, y aparece el «saber» como po der, como poder sobre la
naturaleza y también sobre la humanidad. N.Maquiavelo (1469-1527) contribuye con El
príncipe a eliminar la concepción de la política como una entidad sometida a la ley moral
para concebirla como una entidad independiente de toda norma. Con la Reforma
protestante (Martín Lutero [1483-1546]) pasamos de una concepción de la religión como
realidad «objetiva» (o «Iglesia») al subjetivismo religioso, que sitúa al hombre ante Dios
sin necesidad de mediación eclesial. Si bien se mantienen algunos elementos de la
cultura medieval, con estos pasos o transiciones nace la época moderna.
En una segunda fase (siglos XVII-XVIII), la modernidad se desarrolla mediante
cuatro revoluciones. En primer lugar, una revolución cultural, que se pone en marcha
con R.Descartes (15961650) y B.Pascal (1623-1662), y llega hasta 1. Kant (1724-1804).
Esta revolución encuentra su expresión fundamental en la Ilustración, que exalta la razón
y contrapone «la luz de la razón» a la «oscuridad del misterio y del dogma». Esta
tendencia se absolutiza hasta el punto de convertir la razón en norma exclusiva y
máxima de la verdad y de la justicia, y rechazando, en consecuencia, como falso y
moralmente incorrecto todo cuanto se encuentra «más allá» de la razón. De esta
concepción surge una crítica hostil del cristianismo como religión revelada y se busca
una religión «dentro de los límites de la mera razón», como aparece en el título de una
obra kantiana$. Esta nueva Weltanschauung sitúa al hombre en el centro con la «luz» de
su razón y el «poder» que le da la ciencia, impulsándolo a considerarse casi un dios.
La modernidad experimenta además una revolución científica, que se inicia con
Galileo, con sus descubrimientos físicos y astronómicos y con el método experimental, y
llega hasta I.Newton (1642-1727). En su obra Philosophiae naturalis principia
mathematica profundiza en la idea de que el universo no está gobernado directamente
por Dios, sino que está regido por leyes físicas y deterministas, de tal modo que para
«explicar» el universo ya no es necesario recurrir a la «hipótesis de Dios»9.
A la revolución científica le sigue la revolución política, que consiste en el cambio
de la fuente y de la legitimación del poder político. Esta fuente y legitimación deja de
estar en Dios para situarse en el pueblo convertido en «nación» mediante un «contrato
social» (J.J.Rousseau [1712-1778], Du contract social). Según J.Locke (1632-1704), en
sus obras Primer tratado sobre el gobierno y Segundo tratado sobre el gobierno, la
«democracia» no es una forma de gobierno entre otras, sino que es la única forma
moderna del Estado. Esta racionalidad democrática encontrará su expresión, a finales del
siglo XVIII, en la Revolución Americana (1776) y en la Revolución Francesa (1789).
11
Y, finalmente, se produce la revolución industrial, que se inicia a mediados del siglo
XVIII en Inglaterra, con la introducción de nuevas máquinas para la producción, con una
nueva organización del trabajo (el «capitalismo») y con varios fenómenos derivados
(como la explosión urbana). Esta revolución continuó su camino durante los dos siglos
siguientes hasta llegar, con etapas nuevas, a nosotros (que vivimos en una fase
posindustrial e informatizada). Estas cuatro revoluciones caracterizan el desarrollo
incontenible de la modernidad.
La tercera fase del recorrido coincide con el siglo XIX. En este siglo triunfa la época
moderna, se acuña el mismo término de «modernidad» y nacen y se divulgan los grandes
sistemas de pensamiento. Enraizados en el espíritu ilustrado, fundamentados en el
subjetivismo y en la autonomía absoluta del hombre, surgen el idealismo trascendental,
inmanentista e historicista de G.Hegel (1770-1831), el materialismo histórico de K.Marx
(18181883), el evolucionismo de C.Darwin (1809-1882), el cientificismo de E.Haeckel
(1834-1919) y el positivismo de A.Comte (1798-1857). Todos estos «-ismos» se
convierten en ideologías totalizadoras que transmiten las ideas propias del optimismo del
siglo XIX. Se afirma, en efecto, la idea del progreso indefinido de la humanidad hacia
una era de felicidad y bienestar en la que la ciencia y la técnica podrán resolver todos los
problemas del hombre y de la sociedad; el hombre es el único dueño de su destino que,
con la ayuda de la racionalidad científica, podrá construir un mundo cada vez más
perfecto; y, finalmente, se afirma la «voluntad de poder», necesaria para dominar la
naturaleza, someter las fuerzas hostiles y construir un mundo mejor.
En síntesis, la modernidad, desde sus inicios hasta finales del siglo XIX, puede
caracterizarse en los siguientes términos:
a)en el plano cultural predomina el subjetivismo, la autonomía de la conciencia, la
libertad absoluta, la primacía de la razón (instrumental) y un cierto inmanentismo;
b)en el plano político se impone la democracia liberal, la distinción entre fe y política, la
separación entre Iglesia y Estado, y la tendencia a reducir la religión al ámbito de lo
privado;
c)en el plano social aparecen la movilidad y el cambio constante, la superación de los
modelos anteriores, la urbanización, la cultura de masas y la difusión cada vez más
amplia de los medios de comunicación social;
d)en el plano científico se genera una confianza absoluta en la racionalidad científica, en
la idea de progreso indefinido y en la esperanza de que la ciencia resolverá todos los
problemas de los individuos y de la sociedad; predomina una concepción de la
ciencia («El saber es poder», sostiene F.Bacon) diferente a la concepción
desinteresada y contemplativa de los griegos («El saber es búsqueda, contemplación
de la verdad», afirma Platón). El progreso científico y técnico incide también en la
12
aplicación del método experimental y matemático al campo de las ciencias humanas
(con diferentes resultados), lo que lleva consigo una reducción del concepto de
experiencia y de los conceptos de objetividad y de verdad (reducida a
verificabilidad).
A lo largo del siglo XX, esta trayectoria de la modernidad experimenta una serie de
crisis, hasta el punto de que numerosos intelectuales piensan que estamos en su última
fase o incluso en su final (la posmodernidad)'°. Los sucesos dramáticos de las dos
guerras mundiales durante el siglo XX («un siglo caracterizado por los genocidios»
cometidos por regímenes totalitarios antihumanos)" pusieron en crisis la idea de una
humanidad que caminaba hacia un progreso indefinido; el optimismo del siglo XIX da
paso a un pesimismo existencial y se revela el carácter mítico y utópico de muchos
aspectos de la modernidad. En este «ocaso de Occidente» (O.Spengler) decae la
confianza en el progreso indefinido de la humanidad con la ayuda de la ciencia y de la
técnica, así como la idea de que el ser humano, liberado de toda forma de
condicionamientos, habría usado racionalmente su propia libertad y autonomía para el
bien suyo y de los demás, y la convicción de que las situaciones cambiarían radicalmente
para mejor mediante las revoluciones (la caída del muro de Berlín en 1989 ha sido el
último ejemplo y todo un emblema del final y del fracaso de una ideología totalitaria)'.
La caída de estos «mitos» ha provocado, en efecto, una nueva situación denominada
precisamente «posmodernidad», que está caracterizada por el miedo, el desconcierto y la
incertidumbre ante el futuro, como también por una desconfianza en la razón, que desde
el delirio de omnipotencia («la razón consigue la verdad») ha pasado a considerarse
incapaz de conseguir la verdad, dando lugar al escepticismo intelectual y al nihilismo
ético («no hay ninguna verdad»)13. Con el término «provisional» de posmodernidad se
quiere designar la aparición de toda una serie de factores nuevos. Usado al principio para
referirse a todo un conjunto de fenómenos nuevos en los ámbitos estético, social y
tecnológico, se aplica, posteriormente, en el campofilosófico para esbozar una
Weltanschauung en cierto modo novedosa: «El tiempo de las certezas ha pasado
irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia
total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz [...]. Este nihilismo encuentra
una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época.
Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el
avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse
en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la
tentación de la desesperación»".
Mientras que el ateísmo militante (sobre todo el de cuño marxista) ha experimentado
fracasos y desastres estrepitosos, en el nuevo Sitz im Leben se mantiene una cierta
mentalidad positivista y relativista, y un cierto cientificismo. Esta mentalidad, que se
niega a reconocer la validez de otras formas de conoci miento diferentes de las que son
propias de las ciencias positivas, afirma que solo la ciencia puede producir la verdad,
13
marginando en el ámbito de la imaginación y de lo irracional el conocimiento religioso y
teológico, y los saberes estéticos y éticos (las afirmaciones metafísicas carecen de
sentido según la concepción positivista y neopositivista)15. Si bien la crítica
epistemológica ha desacreditado en gran medida esta posición (a saber, que la
afirmación de que «solo la ciencia es un saber válido y verdadero» no es sencillamente
científica, y que, por tanto, en rigor lógico, no es cierta), el hecho es que vuelve a
aparecer aquí y allá con la convicción de que la ciencia está en condiciones de dominar
todos los aspectos de la existencia humana mediante el progreso tecnológico. Al igual
que no faltan fundamentalistas en el cristianismo (por ejemplo, algunas corrientes
protestantes norteamericanas), de igual modo tampoco están ausentes en el ámbito
científico (son los sacerdotes de la nueva fe denominada cientificismo), llegando incluso
a postular una especie de «totalitarismo ideológico de la ciencia»16
En los últimos tiempos, el debate se ha centrado en temas como la cosmología física
y la creación, la evolución biológica, la bioética y las neurociencias. Algunos seguidores
del cientificismo que investigan en estos campos tienden a presentar sus concepciones
cósmico-antropológicas como si fueran datos indiscutiblemente científicos, olvidando la
distinción esencial (metodológica y de contenido) que existe entre el discurso científico
y el filosófico/teológico (como, por ejemplo, la diferencia evidente que existe entre las
teorías científicas de la evolución y el evolucionismo como filosofía), y no se percatan
de la pobreza extrema que resulta del «naturalismo ontológico», es decir, que todo
cuanto puede decirse deba reducirse a puros conceptos científicos. Por otra parte, tras la
aportación de Popper", no son pocos los investigadores que consideran las teorías
científicas como construcciones mentales indispensables, pero no como verdades
definitivas e incontrovertibles. Las teorías no se entienden como dogmas o artículos de
fe, sino como principios relativos a los que se les da un valor provisional en la búsqueda
de la verdad, puesto que «en cuanto síntesis de nuestros conocimientos, las teorías deben
representar la ciencia [...], pero dado que estas ideas no son verdades inmutables
conviene estar siempre dispuestos a abandonarlas o a modificarlas»`.
Aunque el debate prosigue, no obstante percibimos diversos elementos que nos
permiten decir que a lo largo de los tres últimos siglos se ha pasado en las relaciones
entre la fe (la religión) y la ciencia «de una situación de conflicto a otra caracterizada por
la apertura y el diálogo»`. El Magisterio de la Iglesia, los teólogos, los filósofos y los
científicos, aleccionados por las vicisitudes históricas de esta relación, pueden trabajar
de nuevo confrontando sus puntos de vista y dialogando.
3. Las enseñanzas del «caso Galileo»
Para analizar brevemente la posición actual que la Iglesia y la teología tienen con
respecto a la relación entre la fe y la ciencia, parece oportuno retomar, a grandes rasgos,
el caso paradigmático de Galileo Galilei, no tanto para volver a repasar el famoso
14
episodio histórico, cuanto para recoger las enseñanzas que aporta tanto a la Iglesia (y a la
teología) como a la investigación científica. Antes que nada, tengamos en cuenta que la
posición oficial de la Iglesia y de la teología sobre esta relación aparece claramente
expresada en la Constitución Pastoral «Sobre la Iglesia en el mundo actual» (Gaudium et
Spes, promulgada el 7 de diciembre de 1965) del concilio Vaticano 11 (1962-1965). La
intención principal del Concilio era presentar el mensaje evangélico del modo más
adecuado a los hombres de nuestra época, consciente de que «la experiencia del pasado,
el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas culturas, permiten conocer
más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan
también a la Iglesia»20.
La Constitución defiende claramente la legítima autonomía de las realidades
temporales, en particular la autonomía de la ciencia con respecto a la fe: «Muchos de
nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha
vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del
hombre, de la sociedad o de la ciencia. Si por auto nomía de las realidades temporales se
quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores,
que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente
legítima esta exigencia de autonomía. No es solo que la reclamen imperiosamente los
hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues,
por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia,
verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con
el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la
investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma
auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad
contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un
mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en
los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios,
quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de
deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima
autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes
que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre
la ciencia y la fe. Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es
independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay
creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin
el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión,
escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación.
Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida» Z'.
El magisterio pontificio ha intervenido en estos dos últimos siglos varias veces sobre
este asunto importante`, especialmente a partir de Pío XI, quien en 1936 refundó la
Pontificia Academia de las Ciencias23, y de Pío XII, que desarrolló una relación
15
profunda con la ciencia y, en particular, con los científicos que pertenecían a la
Academia24. Notable fue también la contribución de Pablo VI, que, en numerosas
ocasiones, insistió en la ne cesidad de que el progreso científico tuviera también una
dimensión moral`. Juan Pablo II ha mostrado un gran interés por todo lo relativo al papel
de la ciencia en el mundo contemporáneo y por la relaciónentra esta y la fe, que se
convierte para él en un tema de gran importancia. Con el papa Wojtyla se inicia un
trabajo sistemático sobre la conexión entre la ética y la epistemología, y entre la
antropología y la metafísica, partiendo, mediante la fenomenología, de la experiencia del
ser humano y de la sociedad`. En una intervención en 1979, tras citar el mencionado
pasaje conciliar (GS 36), invitó a los teólogos y a los historiadores a «examinar a fondo
el caso de Galileo y, reconociendo lealmente los desaciertos, vengan de la parte que
vinieren, hagan desaparecer los recelos que aquel asunto todavía suscita en muchos
espíritus contra la concordia provechosa entre ciencia y fe, entre Iglesia y mundo». En
efecto, «la investigación de la verdad es la tarea fundamental de la ciencia [...], una
investigación que debe ser libre ante los poderes político y económico, que han de
cooperar a su desarrollo sin entorpecer su creatividad o manipularla para sus propios
fines. Pues al igual que todas las demás verdades, la verdad científica no tiene
efectivamente que rendir cuentas más que a sí misma y a la Verdad suprema, que es
Dios, creador del hombre y de todas las cosas». Por esta razón, la ciencia es
fundamentalmente un bien universal que todo pueblo debe poder cultivar con toda
libertad, un bien excelente digno del hombre, porque en cuanto conocimiento
perfecciona a este. Además, la aplicación de la ciencia presta grandes beneficios a los
hombres, «siempre que esté inspirada en el amor, regulada por la sabiduría y
acompañada de la valentía que la defienda contra la injerencia indebida de todos los
poderes tiránicos27. La ciencia aplicada debe aliarse con la conciencia a fin de que en el
trinomio ciencia-tecnología-conciencia se preste servicio a la causa del auténtico bien del
hombre».
De este modo, sostiene el papa polaco, es posible una colaboración fecunda sin
violar la autonomía respectiva: la Iglesia ayuda a la ciencia al ejercer su misión de
salvaguardar la prioridad de la ética sobre la técnica, de las personas sobre las cosas, del
espíritu sobre la materia, y la ciencia le ayuda con su doble tarea (investigación y
aplicación) a superar «toda concepción mágica del mundo y toda superstición» (GS 7).
Esta tesis serán retomadas posteriormente en la encíclica Fides et ratio de 19982$.
En 1992, en una intervención tras la conclusión de los trabajos realizados por la
Comisión del caso Galileo (creada en 1981), en respuesta al cardenal Poupard, que le
presentó los resultados de la investigación29, el papa Wojtyla expresó su gratitud al
cardenal y a la comisión, y retomó el tema de la relación entre la fe y la ciencia,
diciendo, en continuidad con el espíritu del Vaticano II, que, reconocidos los errores en
el caso Galileo, era necesario profundizar en los problemas que «afectan a la naturaleza
de la ciencia como a la del mensaje de la fe». En el centro del debate sobre el caso
16
Galileo se encuentra una doble cuestión: «La primera es de orden epistemológico y
concierne a la hermenéutica bíblica. Ni Galileo ni la mayoría de sus adversarios
distinguían entre el acercamiento científico a los fenómenos naturales y la reflexión
filosófica sobre la naturaleza». Por esta razón, el científico pisano se opuso a la
sugerencia que se le había hecho de presentar el sistema de Copérnico como una
hipótesis científica hasta que no fuese corroborado por pruebas irrefutables (que por
entonces no se tenían). Pero, a diferencia de él, los teólogos no estaban preparados para
entender la diferencia entre verdad salvífica (la verdad de la Biblia) y verdad empírica
sobre el universo. Solo más tarde, a lo largo del siglo XX, la reflexión epistemológica
llegó a realizar distinciones más claras, bien con la encíclica de Pío XII Divino Afflante
Spiritu (30 de septiembre de 1943) y sus explicaciones sobre la doctrina de la
inspiración, la crítica textual y los géneros literarios, o con la Constitución dogmática
Dei Verbum del concilio Vaticano II (18 de noviembre de 1965)30
De lo anterior se llega a una primera conclusión: «La irrupción de un nuevo modo de
afrontar el estudio de los fenómenos de la naturaleza exige una clarificación del conjunto
de las disciplinas dedicadas al saber, que obliga a delimitar mejor su propio campo, su
perspectiva de acercamiento, sus métodos. Y también el alcance exacto de sus
conclusiones exige a cada disciplina tomar una conciencia más rigurosa de su propia
naturaleza».
La segunda cuestión concierne al «aspecto pastoral, [pues] en virtud de su misión, la
Iglesia tiene el deber de estar atenta a las incidencias pastorales de su palabra». Ante la
ciencia y sus nuevos descubrimientos, «el pastor debe mostrarse dispuesto a una
verdadera audacia, evitando el doble escollo de la actitud timorata y del juicio
precipitado». De ahí se sigue la invitación a que todo estudioso sea consciente de la
naturaleza y las competencias de la propia disciplina, y a que los teólogos estén al día de
los nuevos descubrimientos científico S31.
A partir de estas consideraciones, que nos permiten revisar el caso Galileo y, a través
de él, las relaciones entre la fe y la ciencia, se siguen algunas observaciones a modo de
conclusión: «Si la cultura contemporánea está caracterizada por una tendencia al
cientificismo, el horizonte cultural de la época de Galileo era uniforme y mostraba la
impronta de una determinada formación filosófica. Esta estructura uniforme de la
cultura, que en sí misma es positiva y deseable también hoy, fue una de las causas de la
condena de Galileo32. La mayoría de los teólogos no percibían la distinción formal entre
la Sagrada Escritura y su interpretación, lo que les llevó a transponer indebidamente al
campo de la doctrina de la fe una cuestión que de hecho era competencia de la
investigación científica». De ahí se sigue que «las diversas disciplinas del saber exigen
una diversidad de métodos»33. Además, el caso Galileo se ha convertido, según una
cierta vulgata ilustrada, en una especie de mito, en el que la imagen que se transmite de
aquellos sucesos está bastante lejos de lo que aconteció realmente; en efecto, se ha
convertido en «el símbolo del supuesto rechazo de la Iglesia al progreso científico o del
17
oscurantismo "dogmático" que se opone a la libertad de investigación» 34,
contribuyendo, así, a que emerja en numerosos científicos «la idea de que existe una
incompatibilidad entre el espíritu de la ciencia y su ética de investigación, por un lado, y
la fe cristiana, por otro..., el reflejo de una oposición estructural entre la ciencia y la fe».
Las clarificaciones aportadas por recientes estudios históricos (y el mismo trabajo de la
Comisión) nos permiten afirmar que este malentendido forma ya parte del pasado.
Entre los factores que han contribuido a superar estos malentendidos y a plantear la
necesidad de un diálogo y una inte gración entre la teología y las ciencias naturales,
señalamos los siguientes: la superación del mecanicismo determinista o de la pretendida
autorreferencialidad de la empresa lógico-matemática (que, controlando tiránicamente el
conocimiento científico, impedía toda posibilidad de confrontación); el redescubrimiento
del quehacer científico como «actividad de la persona» (que está abierta a los diversos
métodos del conocimiento humano, desde el lógico-matemático hasta el analógico, el
simbólico y el estético); el reconocimiento del vínculo existente entre la teología de la
creación y el desarrollo del pensamiento científico occidental, y la aceptación por parte
de la teología de la concepción que la física contemporánea tiene de la vida y de la
especie humana (como una aportación que ayuda a entender mejor la doctrina bíblica de
la creación y de la historia de la salvación). Todo esto implica volver a reconsiderar la
cuestión de la unidad de la experiencia intelectual del sujeto cognoscente que nos
permita observar «cómo los diversos saberes contribuyen a la autocomprensión del
sujeto y a la determinación de sus opciones existenciales, incluida la religiosa»".Finalmente, Juan Pablo II recuerda que toda la humanidad experimenta «un doble
género de desarrollo. El primero comprende la cultura, la investigación científica y
técnica, es decir, todo cuanto pertenece al horizonte humano. El segundo desarrollo
concierne a lo profundo del ser humano en cuanto que, trascendiendo el mundo y a sí
mismo, se dirige hacia aquel que es el Creador de todo». En la convergencia de este
doble itinerario horizontal y vertical, el hombre puede encontrar el sentido de su ser y de
su quehacer, «el hombre se realiza plenamente como ser espiritual y como horno
sapiens»36 y, así, se interroga también sobre la posibilidad y las condiciones de una
«unidad del saber» 37.
4. El método científico
Con esta larga historia a sus espaldas, en estos últimos años se ha producido una
considerable profundización en la relaciones entre fe y ciencia, multiplicándose los
intentos por lograr una visión de conjunto de las relaciones entre las ciencias modernas,
la filosofía y la teología3S. La profundización puede hacerse reflexionando sobre la
historia del método científico y precisando el método específico de las ciencias
modernas. A partir de este podemos verificar, comparativamente, las otras formas de
conocimiento, como la filosofía y la teología.
18
Ya en la antigua Grecia encontramos los primeros esbozos del método científico,
sobre todo en la corriente pitagórico-platónica. Mientras que Pitágoras (570-490 a.C.)
consideraba los números como los principios constitutivos y reveladores de la physis de
las cosas39, Platón (427-347 a.C.), aunque compartía con él el realismo de las cosas
sensibles, las separa del mundo de las ideas y subordina a este la physis40. Por el
contrario, Aristóteles (384-322 a.C.), sosteniendo la diferencia entre los entes que
existen en acto en la mente y en potencia en las cosas, considera posible el conocimiento
cuantitativo, pero debido a la contingencia de la materia, este conocimiento resulta
menos seguro que el metafísico: «Hay una ciencia que estudia lo que es, en tanto que
algo es, y los atributos que, por sí mismo, le pertenecen. Esta ciencia, por lo demás, no
se identifica con ninguna de las ciencias particulares. Ninguna de las otras ciencias, en
efecto, se ocupa universalmente de lo que es, en tanto que algo es, sino que tras
seccionar de ello una parte, estudia los accidentes de esta: así, por ejemplo, las ciencias
matemáticas»41. El debate entre las dos corrientes sobre el conocimiento matemático de
la physis no condujo a unos resultados concluyentes42.
Ya en la época medieval, tras las aportaciones de R.Grossatesta (1175-1263), a quien
se considera el fundador de la ciencia experimental, R.Bacon (1214-1292) y G.Buridano
(12901358), más cercanos a la corriente pitagórico-platónica, se llega a una primera
formulación del método experimental moderno: el valor de una teoría científica no reside
en su necesidad metafísica, sino en su superioridad explicativa con respecto a otras
teorías parecidas en el nivel de probabilidad 43. De gran relevancia para nuestro tema
fue la aportación realizada por Tomás de Aquino (1224-1274). Con un enfoque crítico
sobre la nueva filosofía de su tiempo, es decir, la aristotélica, logró dar forma a algunas
de las expresiones más profundas de la doctrina teológica. «El punto capital, y como el
meollo de la solución casi profética a la nueva confrontación entre la razón y la fe,
consiste en conciliar la secularidad del mundo con las exigencias radicales del
Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el mundo y sus
valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden sobrenatural»".
El debate se suscita en la época moderna, cuando algunos autores ponen en tela de
juicio la metafísica tradicional y se hacen paladines de la nueva ciencia, proponiendo una
metafísica alternativa no realista o un enfoque empirista, pero de modo que no llegan a
clarificar el método y ponen en peligro el éxito de la empresa científica. Tanto F.Bacon
(1561-1626), defensor de un estricto sensismo, como D.Hume (1711-1776), partidario de
un enfoque empirista que desconfía del intelecto, terminan por reconocer que no existen
criterios para distinguir entre una convicción fundamentada en los sentidos y otra
producida por la imaginación. La gran novedad del siglo XVII fue aplicar la matemática
a todo el ámbito de la naturaleza, gracias a la convicción de que la mente humana puede
entender las repeticiones matemáticas de aquella. La aplicación reabrió el debate sobre
cómo proceder. ¿Seguimos el ultrarrealismo pitagórico con una matematización que
produce demostraciones absolutas (Leopardo da Vinci [1452-1519]) o el irrealismo de
19
Proclo, que la concebía como un simple ejercicio de cálculo, o bien el enfoque
probabilístico aristotélico? Incluso Galileo tenía sus dudas al respecto, mientras que 1.
Newton, al titular su obra Philosophiae naturalis principa mathematica, presenta una
disciplina - la filosofía experimental - que, entre otros temas, debe abordar la cuestión de
Dios como el último de los fenómenos sometidos al estudio.
Si en un primer momento los científicos sienten la necesidad de unirse a la filosofía,
ahora desean presentarse como una alternativa a los filósofos. De este cambio deriva la
relectura mecanicista de la física de Newton, el determinismo cientificista (P.S. de
Laplace [1749-1827]) y el positivismo (A.Comte [1798-1857]). Todo esto pone de
manifiesto que aún sigue sin estar clara la distinción metodológica entre la physica
antigua y la nueva física, y que cada vez se necesita más diferenciar el método filosófico
y el de las ciencias modernas (el empírico) para evitar una ciencia empírica que vuelva a
meterse en la filosofía (como sucedía antes del siglo XVII) y una filosofía que se haga
sierva de las ciencias (como sucede en las diversas formas del empirismo y del
cientificismo).
Para precisar el método científico y desarrollar un diálogo interdisciplinario es
necesario, antes que nada, superar el equívoco empirista y la tentación panteísta. El
primero consiste en la discrepancia que existe entre la misma ciencia y su justificación
ideológica empirista, pues esta es realmente una distorsión que conduce a la disolución
del método científico. El empirismo sostiene que el único conocimiento verdadero es el
que procede de un análisis empírico-inductivo de un dato real reducible a fenómeno, sin
necesidad de otros presupuestos o teorías, por el que se llega a un resultado cierto e
incuestionable. Sin embargo, la ciencia no actúa de este modo. La ciencia no afirma que
lo real sea solamente lo que ella estudia (se limita a no ocuparse de aquello que no es
objeto de su estudio); la ciencia presupone una serie de proposiciones meta-empíricas
que no puede demostrar, pero que debe considerar válidas y constantemente perfectibles,
y termina en un movimiento circular entre el hallazgo inductivo de datos y la aplicación
deductiva de teorías. Así, «el empirismo acaba confundiendo lo real con lo fenoménico,
como también confunde la apercepción aportada por la interacción entre los sentidos y el
intelecto con la recepción del sentido, recela del conocimiento espontáneo del que
depende todo conocimiento riguroso y no reconoce valor alguno a una deducción de la
que también se sirve la ciencia»".
Además, mientras que el empirismo sostiene que el desarrollo científico solo puede
darse por acumulación, la historia de su práctica muestra que los grandes
descubrimientos y los logros científicos se han producido mediante un descubrimiento
que, ciertamente, sigue un proceso racional, pero que no está limitado a la extensión a
los nuevos casos de teorías ya conocidas. Finalmente, estas posiciones, además de no
resolver el problema epistemológico, eliminan las posibilidades de un diálogo
interdisciplinario entre ciencia, filosofía y teología. Para Hume y el Círculo de Viena, la
filosofía y la teología carecen de sentido; para Locke, la filosofía es una anticipación
20
incierta de conclusiones empíricas,y la teología se reduce a un deísmo mecanicista; para
Kant, la filosofía y la teología son intrínsecamente fideístas; para Popper, la filosofía se
reduce a una crítica de la ciencia, mientras que la teología aparece como una nebulosa
para la razón46
La crítica de la ideología empirista condujo a algunos científicos a un racionalismo
panteísta. Admitidos los presupuestos meta-empíricos en el proceso inductivo, queriendo
conservar el valor de la ciencia moderna sin sustraerse a los presupuestos racionalistas,
debe llegar a admitirse que la cosa en sí, el «noúmeno» kantiano, puede conocerse. Sin
embargo, al no reconocer valor alguno al conocimiento analógico, se dice que el
«noúmeno» debe entenderse «exactamente», asiendo, de este modo, el fundamento de lo
real (lo divino) que, en este contexto, es equiparado a una estructura lógica imponente.
Tal es la conclusión del idealismo, que actualmente se describe con los rasgos de la
ciencia moderna47. Aunque es más coherente que el empirismo, nos encontramos
siempre ante unas afirmaciones meta-científicas que dejan abierta la cuestión de la
metodología, es decir, la búsqueda de una epistemología adecuada. Tomar en serio una
teoría científica significa también desenmascarar sus desviaciones ideológicas.
La epistemología reconoce que existe un método común en todo conocimiento
riguroso, según el cual la ciencia empírica es un tipo de conocimiento reflejo que
presupone un conocimiento espontáneo. Partamos, por ejemplo, del término
«experiencia». Con él nos referimos a lo experimentado originario que se relaciona con
lo real en su conjunto antes de que se produzca una reflexión explícita o unas
subdivisiones de tipo metodológico. Por esta razón, todos los saberes y todas las
disciplinas se remontan a la experiencia, si bien ninguno la agota. En este sentido,
merece la pena que recordemos la distinción (de origen tomista) entre verdad formal, o
asimilación espontánea que la inteligencia hace del objeto, y verdad lógica, que surge
por la consciencia que el sujeto tiene de la verdad formal mediante el acto de juicio48.
Este proceso se produce porque nuestro conocimien to no consiste en primer lugar en un
acto de comprensión lógica, sino en confiar en lo real que se muestra. Además, la
corrección del conocimiento espontáneo no depende exclusivamente de la exactitud del
concepto usado para expresarlo, porque con anterioridad se produce el encuentro con lo
real y posteriormente se conceptualiza de forma refleja, evitando así los extremismos
epistemológicos (es decir, los que tienden a deducir la ontología de la lógica,
absolutizando el concepto como representación exacta de lo real, que es lo que hace el
idealismo, o los que tienden a descomponer lo real en elementos más simples e
infravalorar el concepto en cuanto que no representa exactamente lo real, que es lo que
hace el empirismo)49. Queda claro, por tanto, que la aprehensión espontánea se produce
con anterioridad a la reflexión crítica; esta no produce el objeto ni lo reconstruye desde
el principio porque es el encuentro vital con la alteridad el que da la «medida» de lo real.
Por tanto, la capacidad de reflexionar críticamente no es exclusiva de las disciplinas
rigurosas, sino que es propia del conocimiento espontáneo y vital, y es dentro de este
21
donde se insertan las «ciencias», aquellos conocimientos rigurosos que estudian lo real
mediante delimitaciones abstractas. En efecto, un conocimiento riguroso no surge
individuando un objeto material, sino un objeto formal - un punto de observación desde
el que se contempla todo lo real - y un objeto material (o un conjunto de objetos
materiales) que sea significativo para el punto de observación. El punto de partida de una
«ciencia» consiste en tomar un conjunto de datos de lo real para volver de nuevo, una
vez delimitado el objeto formal y la dirección de la investigación, a lo real, pero ya con
una observación orientada, que conduce a la inducción (del latín inducere, que significa
llevar hacia dentro, de lo particular a lo universal), es decir, a la confrontación del nuevo
dato con la hipótesis de referencia. El objetivo es producir una explicación de conjunto,
una «teoría científica» que integre la totalidad de los datos conocidos hasta entonces para
orientar así toda observación posterior. A esta última operación se le conoce como
deducción50 (del latín deducere, que significa «sacar fuera», «extraer de», y que se
refiere al movimiento de lo universal a lo particular).
«Teniendo en cuenta la realidad concreta de la que se parte, debe verse esta
explicación de conjunto como un polígono, en el que van aumentando los datos, que está
inserto en un círculo al que se aproxima poco a poco pero sin llegar a coincidir. De este
modo, las conclusiones del conocimiento riguroso son siempre revisables, sin que por
eso carezcan de valor, puesto que este se aproxima progresivamente a la res que, en todo
caso, es accesible al conocimiento espontáneo» 51. Ahora bien, si, por el contrario, el
conocimiento riguroso se fusiona con el espontáneo, entonces el conocimiento riguroso
resulta superpuesto, cargado de demasiadas responsabilidades, y termina por convertirse
en una ciencia dogmática para poder llegar a lo real (idealismo) o en una ciencia
agnóstica para poder ser perfectible (empirismo)52.
Podemos esbozar el método propio de la ciencia en los siguientes términos. Mientras
que la filosofía se ocupa de la realidad en su espesor ontológico (del todo, como decían
los antiguos filósofos griegos)", la ciencia se ocupa de lo real en su aspecto de
«fenómeno», es decir, en cuanto conjunto de datos sensibles reunidos en una unidad
sintética en virtud de su referencia a un «noúmeno» como ideal regulador. El objeto
formal, por consiguiente, es lo real en cuanto mensurable (lo cuantitativo), es el ente
sensible como «materia inteligible», y la ciencia se ocupa de la multiplicidad externa de
lo real, no del hecho, sino del mecanismo del hecho, pero no de las finalidades54. En
cuanto conocimiento riguroso, la ciencia empírica puede tener su objeto formal porque
presupone la posibilidad de observar lo real por medio de la visión de lo empírico, es
decir, a partir de la acogida de algo real que es mensurable de modo experimental. Por
consiguiente, la observación orientada por la ciencia empírica es «la experimentación,
que mide los datos con procedimientos reproducibles que también pueden usar los
demás, su explicación de conjunto es la teoría científica y su momento práctico es la
técnica, que aplica a lo real las teorías científicas»55. La teoría científica es la meta más
elevada a la que pueden llegar las ciencias, sobre todo las teorías de carácter general,
22
porque se refieren a ámbitos de la naturaleza muy extensos y poseen una enorme
capacidad cognoscitiva, si bien en el debate reciente se ha extendido la tesis, más cauta,
que ve en las teorizaciones científicas «modelos abstractos de los fenómenos que
creamos específicamente nosotros para representar algunos aspectos significativos»56
Con respecto al problema de la demarcación de los campos, de los criterios a seguir
para delimitar las fronteras del conocimiento científico, algunos son partidarios del
criterio de verificabilidad (toda afirmación científica es válida si es verificable
empíricamente) mientras que otros prefieren el de falsabilidad (posibilidad de refutar las
teorías científicas a partir de las previsiones que están obligadas a formular). Ahora bien,
en la actividad científica se necesitan las dos, «puesto que el conocimiento científico
trata tanto de la confirmación como de la refutación»57. Nos queda por decir alguna
palabra sobre el denominado «problema del realismo», es decir, si las teorías científicas
poseen una realidad independiente de la mente que las ha concebido. Recordando los
límites del saber científico, y también el dato de que en las teorías científicas no falta un
componente «creativo» (una idealización), podemos decir que «la ciencia es un método
de conocimiento sistemático, auto-correctivo,criticable por todos y fundamentado en la
experiencia fáctica elaborada mediante el razonamiento lógico consciente del carácter
falible y no absoluto, un conocimiento que tiene cuidado en no extender sus métodos
más allá de los límites de su propio campo» 58.
Así pues, los resultados de estos procedimientos pueden ser evaluados críticamente
por otras formas de conocimiento riguroso, como, por ejemplo, la ética filosófica o la
teología moral. La ciencia empírica da el pistoletazo de salida a diversas disciplinas que
tratan del mundo - como la física, la química y la biología-, del ser humano - como la
medicina, la neurobiología y las ciencias aplicadas al deporte-, y de los fundamentos -
como la epistemología (el estudio del conocimiento y de los saberes)".
Podemos hacer en este momento un breve comentario sobre el método de la filosofía
y de la teología, recordando que, aun cuando cambia su objeto formal con respecto al de
las ciencias empíricas, no resulta tan diverso su método de investigación. El objeto
formal de la filosofía supone la posibilidad de observar lo real a partir del punto de vista
de la razón especulativa, es decir, a partir de la aceptación de lo real inteligible porque se
trata de una realidad estable. Su investigación está orientada por la fenomenología: a
partir de las realidades percibidas por la razón asciende hasta las condiciones de las
posibilidades metafísicas (hasta la pregunta metafísica fundamental: ¿por qué existe algo
y no más bien la nada?)"; su explicación de conjunto forma el sistema filosófico y su
momento práctico se encuentra en la ética filosófica. La filosofía da origen también a
diversas disciplinas: la teología filosófica y la filosofía de la religión (que tratan la
cuestión de Dios), la filosofía de la naturaleza y la cosmología (que tratan la cuestión del
mundo), la antropología filosófica y la ética (que tratan del ser humano), la lógica y la
ontología (que estudian los fundamentos)'
23
Algo parecido (pero también diferente) puede decirse de la teología. Su objeto
formal supone la posibilidad de observar lo real desde el punto de vista de la fe, de la
aceptación de la revelación de Dios en jesucristo mediante el Espíritu. Su investigación
procede mediante la teología positiva, que escucha y confirma los datos revelados
(«auditus fidei»), mientras que la explicación de conjunto es obra de la teología
sistemática, que organiza y elabora los datos («intellectus fidei») según un orden o
«hierarchia veritatum», y su momento práctico lo constituye la teología moral. La
teología también da a luz diversas disciplinas: la cristología, la pneumatología y la
teología trinitaria (que tratan del tema de Dios), la teología de la creación (que se dedica
al estudio del mundo), la antropología teológica y la escatología (dedicadas al ser
humano y a su fin último) y la teología fundamental, es decir, la teología de los
fundamentos y la gnoseología teológica (que abordan la cuestión de los fundamentos).
El análisis que acabamos de hacer nos permite, por tanto, precisar no solo el estatuto
epistemológico y la metodología propia de cada disciplina, sino ponderar también la
gran importancia que tiene la colaboración y la complementariedad de las múltiples
formas del saber62.
5. Modelos de relación entre la fe y la ciencia
El recorrido que hemos hecho en el apartado anterior nos permite decir que, a pesar de la
presencia actual de una cierta fragmentariedad en el campo del saber, la perspectiva que
hoy día más se busca y se sigue es la interdisciplinariedad y la integración. Esta
tendencia emerge también al analizar las diversas tipologías de las relaciones y al evaluar
sus potencialidades y capacidades críticas. El especialista norteamericano Jan Barbour,
en su investigación fundamental sobre los modelos de relación entre la ciencia y la
religión, presenta cuatro tipologías de relación: el conflicto, la independencia, el diálogo
y la integración. Si bien valora positivamente la segunda y la tercera, considera que la
dirección mejor está representada por la cuarta, es decir, por la integración de los saberes
en una perspectiva interdisciplinaria, puesto que el término «integración» dice mucho
más que un simple diálogo o intercambio de informaciones. «Integrar» significa
«retener/preservar» y, al mismo tiempo, «superar/completar». El objetivo es producir un
todo acabado o completado, es decir, asumir los resultados y los contenidos
cognoscitivos que la ciencia nos ofrece en una visión unitaria y sintética superior con la
aportación determinante de la filosofía y la teología63. Barbour ha formulado, así, la
afirmación metodológica que sirve de «puente» entre la ciencia y la religión: «La
estructura fundamental de la religión es, en ciertos aspectos, semejante a la de la ciencia,
si bien se diferencian en diversos puntos esenciales»".
El sacerdote anglicano J.Polkinghorne, que es físico y teólogo, invita en primer lugar
a superar toda forma de reduccionismo, para proponer, a continuación, la integración y la
unidad de los saberes, pues «la misma realidad es una unidad compuesta de más niveles.
24
Así, puedo percibir a otra persona como un conjunto de átomos, como un sistema
bioquímico abierto a la interacción con el ambiente, o como un ejemplar de horno
sapiens, como un objeto bello..., como un hermano por quien ha muerto Cristo. Todos
estos aspectos son verdaderos y coexisten misteriosamente en esa única persona» 65.
Merece la pena que reflexionemos un poco más sobre esta perspectiva que trata
precisamen te de una relación más profunda entre la ciencia (conocimientos científicos y
técnicos) y la teología (el saber sobre la fe).
Son varios los teólogos que han reflexionado también sobre este tema, pero sin llegar
a elaborar un pensamiento orgánico. Destacamos en primer lugar la aportación pionera
de John H. Newman (1801-1890), que trató de armonizar las exigencias de la revelación
y los descubrimientos de la ciencia natural". Posteriormente, Karl Rahner (1904-1984)
reflexionó sobre la relación entre las ciencias naturales y la fe racional'. W.Pannenberg
ha desarrollado una reflexión importante dialogando con las ciencias sobre la «doctrina
de la creación» 68 («es importante ser conscientes de que en el diálogo entre teólogos y
científicos, este no se mueve en el plano del sentido científico o religioso, sino en el de
la reflexión filosófica sobre los términos científicos y las teorías religiosas»)69, haciendo
una gran contribución al replanteamiento del concepto de Dios en la perspectiva de la
evolución. A J.Moltmann le interesan las analogías que algunas teorías científicas
podrían ofrecer a la comprensión de la relación entre Dios y el mundo`. B.Lonergan
(1904-1984) reflexiona sobre cuestiones metodológicas". Por su parte, H.U. von
Balthasar denuncia el extravío de la «gloria» en el desarrollo de la modernidad, es decir,
de lo bello que, sustraído al ámbito de lo trascendente, es encerrado en el ámbito
intramundano y es estudiado como tal exclusivamente de forma científica. Para
recuperar esta pérdida es necesario superar el pensamiento de la identidad, característico
de la modernidad, con una concepción analógica del ser, capaz de expresar la relación
entre Dios y el mundo, entre Dios y los hombres`.
Un comentario aparte merece el jesuita P.Teilhard de Chardin (1881-1955). Su obra
constituye el primer ejemplo de una «relectura» de los resultados de las ciencias - en
particular, desde la perspectiva evolutiva del cosmos y de la vida - a la luz de la
revelación bíblica (Cristo como el punto Omega de la evolución) y, en este sentido,
escribe: «La evolución se hace consciente de sí misma..., en nuestra consciencia, en cada
uno de nosotros, la evolución se refleja y se vislumbra a sí misma» 73. Como primer
intento no carece de incertidumbres y ambigüedades74. También merece nuestra
atención la obra del ruso ortodoxo Pavel A. Florenskij (1882-1937), que era matemático,
físico, filósofo y teólogo. Queriendo superar un gélido positivismo y una metafísica
abstracta,intentó realizar una gran síntesis entre espiritualidad y cultura universal con el
objetivo de hacer confluir las enseñanzas de la Iglesia en una visión filosófica, científica
y artística del mundo. La teoría del conocimiento, entendida como «epistemología del
símbolo», puede originar una «metafísica concreta», capaz de aquilatar la fuerza lógica,
ontológica y salvífica del símbolo. Así pues, el símbolo es la clave para comprender la
25
naturaleza secreta de las cosas, para comprender una realidad que es siempre «más que
ella misma», de la que la ciencia no puede prescindir75.
Más recientemente, el teólogo C.Théobald, en una obra dedicada al estudio de la
revelación, revisa los modelos en los que se ha articulado en el pasado la relación entre
la fe y la ciencia (conflicto, independencia y convergencia), y propone un cuarto: el
modelo de la articulación crítica. Este último encuentra su fundamento en el origen
metafórico de los conceptos esenciales de la ciencia, en el entrelazamiento del lenguaje
formal y el lenguaje narrativo, en las complejidades que el concepto de «universo» tiene
también para la investigación científica, en la relación ineludible entre el que observa y
aquello que es observado y en la índole antropomórfica del concepto de «vida»''.
Por nuestra parte, podemos intentar exponer cuáles son los rasgos específicos de una
nueva forma de entender la relación entre la fe y la ciencia77. Destacamos en primer
lugar los rasgos de la autonomía y la distinción. La religión/fe (y la teología) no
necesitan fundamentarse en la ciencia para justificarse. Por otra parte, la ciencia no es
una ampliación de la religión, sino que debe justificarse por sí misma. Por consiguiente,
cada una tiene sus propios principios y métodos, su hermenéutica y sus conclusiones. En
efecto, la ciencia se ocupa del mundo físico y utiliza el método experimental, mientras
que el conocimiento religioso usa otros métodos y otra clase de experiencia humana, a
saber, la experiencia fundamentada en la confianza y en la credibilidad del Otro (Dios no
es un objeto del conocimiento humano, ni cien tífico ni filosófico, sino el fundamento de
todo conocimiento). Así pues, de conocimientos diferentes se derivan también
consecuencias diferentes. El conocimiento científico satisface la sed de saber y puede
tener consecuencias positivas y/o negativas sobre la vida individual y social, mientras
que el conocimiento religioso y la teología exigen una implicación total, puesto que
afectan a la relación con Dios y a nuestra libertad.
Además, tenemos que decir que la distinción no significa separación o extrañeza78,
sino, sencillamente, que la diferencia entre los campos del saber no debe entenderse
como oposición: «Los dos sectores no son totalmente extraños el uno al otro, sino que
tienen puntos de encuentro. La metodología propia de cada uno permite poner de
manifiesto aspectos diversos de la realidad» 79.
Una concepción epistemológica no reduccionista admite que conocimiento es todo
cuanto el ser humano alcanza por medio de su capacidad racional y, por consiguiente,
también es conocimiento el conjunto de informaciones/formaciones que derivan de una
fuente digna de confianza (la revelación o comunicación de Dios en el caso de la fe
cristiana). Por esto, es necesario que recordemos que el conocimiento científico no es el
único tipo de conocimiento (como sostiene falazmente el cientificismo), sino que existen
otros tipos de saberes y modos de conocer que tienen una gran relevancia para la
existencia humana y a los que se debe reconocer dignidad epistemológica y de veracidad
(como el arte, la literatura, la historia, las ciencias humanas, etc.). Además, actualmente
26
se cuestiona la tesis - sobre la que se fundamenta la teoría cientificista - según la cual el
conocimiento científico/natural se basa en hechos y conduce a respuestas satisfactorias,
mientras que los demás - el conocimiento religioso, in primis - se fundamentan en
opiniones que no llevan a la «verdad». En esta perspectiva, comentan algunos autores:
«La discusión teorética sobre el conocimiento ha puesto de manifiesto que en esta forma
de conocimiento se filtran más presupuestos filosóficos que los que un determinado
optimismo cognoscitivo de tipo científico-natural estaría dispuesto a admitir»80. Dicho
de otro modo, la ciencia se ocupa de hechos ya interpretados, en los que «es necesario
conocer la teoría para comprender el experimento..., en la ciencia están mezclados
siempre el experimento y la teoría, la realidad y la interpretación (y, por tanto, la
opinión). En realidad, la ciencia nos cuenta una parte de la verdad del mundo físico,
puesto que no puede comunicarnos toda la verdad»$'.
No se da una separación ni una contraposición entre la fe y el conocimiento
científico (como falazmente creen los cientificistas ateos); tampoco es «la religión una
mala ciencia» (como supone Dawkins)82, sino que, más bien, el cientificismo es una
mala religión. Sí existe una diferencia entre ambos, pero se trata de un campo en el que
pueden encontrarse, el campo de la experiencia humana, un terreno común en el que «la
ciencia y la fe pueden juntarse en cuanto que emergen del mismo dominio fundamental
de posibilidad inscrito en la estructura misma de la existencia»S3. Un campo donde es
posible un diálogo y una integración a partir de una reflexión sobre la estructura y el
origen, es decir, sobre las condiciones de posibilidad de la misma experiencia,
remontándose a un nivel más originario del saber, un nivel en el que se originan las
diversas formas del saber, tanto el científico como el de la fe, donde emergen preguntas
comunes que tienen una importancia vital para toda la comunidad humanaS4. En este
proceso debe evitarse, por un lado, toda tendencia regresiva que conduzca a formas de
reduccionismo unilateral, así como debe mantenerse la autonomía y la distinción entre la
teología y la ciencia; y, por otro, debe buscarse que se comprendan recíprocamente,
enriqueciéndose mutuamente para el bien de la humanidad. En efecto, la Iglesia y la
teología se enriquecen; la teología, como «fides quaerens intellectum», como
compromiso de la fe por llevar a cabo su inteligencia, «debe estar hoy en intercambio
vital con la ciencia, del mismo modo que lo ha estado siempre con la filosofía y otros
saberes»S5. Esto no significa que la teología tenga que asumir acríticamente toda teoría
filosófica o científica nueva; ahora bien, en el momento en que unos resultados
determinados se convierten en patrimonio de la cultura del momento, la teología tiene la
obligación de entenderlos y ponerlos a prueba mediante la explicitación de algunas
potencialidades de la fe que hasta entonces no se habían expresado.
Pero también se enriquece la ciencia, ya que esta se desarrolla mejor cuando sus
conceptos y conclusiones se integran en la cultura humana más amplia y en su interés
por el descubrimiento del sentido y del valor último de la realidad; así pues, los
científicos no pueden desentenderse de ciertos argumentos que son tratados por los
27
filósofos y los teólogos. En este sentido, decía Juan Pablo II: «La ciencia puede liberar a
la religión de error y superstición; la religión puede purificar la ciencia de idolatría y
falsos absolutos... Solo una relación dinámica entre teología y ciencia puede revelar los
límites que mantienen la integridad de cada disciplina, de forma que la teología no se
convierta en una pseudociencia ni la ciencia se convierta inconscientemente en teología.
El conocimiento recíproco lleva a que sean más auténticamente ellas mismas. No puede
leerse la historia sin advertir que la responsabilidad de la crisis recae en ambas
comunidades. La aplicación de la ciencia se ha manifestado en más de una ocasión como
masivamente destructiva, y con demasiada frecuencia las reflexiones sobre la religión
han sido estériles. Necesitamos que cada una sea lo que debe ser, o mejor dicho, lo que
están llamadas a ser» $6.
Puesto que en el ser humano, en cuanto que no es reducible al mundo delas cosas,
concurre esta pluralidad de saberes, todo reduccionismo epistemológico termina en un
reduccionismo antropológico que niega su libertad de establecer vínculos, su capacidad
para relacionarse, para abrirse a lo incondicionado, a lo infinito, en definitiva, todo
cuanto lo convierte en un ser espiritual (racional y libre) con capacidad para unir la
ciencia y la fe, la filosofía y la teología, y también para oponerse a toda limitación o
explicación que lo reduzca a un puro sistema biológico y/o a un mero animal`. Por
consiguiente, la fe (la teología) y la razón (la ciencia) están llamadas a colaborar
recíprocamente, superando la ruptura moderna entre una fe considerada solamente como
«irracional» y una razón que solo merece tal nombre si es «científica». Para conseguirlo,
es necesario subrayar el carácter «cognoscitivo» de la fe (sin olvidar sus otras
dimensiones) y el valor «sapiencial» (es decir, no solamente técnico) de la razón abierta
a las preguntas sobre el sentido".
La filosofía, la teología y la ciencia pueden actuar sinérgicamente creando un perfil
elevado de razón, superando el reduccionismo cartesiano de la subjetividad que se
decide totalmente en la res cogitans, determinando, de este modo, que el sujeto de todo
conocimiento de la verdad es la consciencia humana y no solamente la razón y,
analizando, finalmente, los diversos modos (estético, ético, simbólico, religioso) que
median la relación entre la consciencia y la verdad en el marco del juego insuperable del
ejercicio de la libertad. Dicho brevemente: se trata de reconducir la actividad de la razón
al seno de una antropología integral, abierta a una trascendencia que se realiza en la fe$9.
«La ciencia moderna de la naturaleza no es enemiga de la fe cristiana, sino su pareja en
la búsqueda del sentido y de la verdad del mundo y de la vida. En la perspectiva
cristiana, la ciencia de la naturaleza contribuye a una justa comprensión de la realidad y,
por tanto, a un futuro mejor para el hombre y para el mundo» 9°.
A partir de estos presupuestos, podemos decir que la teología tiene actualmente,
entre otras tareas, el cometido de releer la revelación bíblica a la luz de los resultados de
las ciencias contemporáneas; si bien «el contenido dogmático y el sentido auténtico del
dato revelado no dependen en cuanto tales de los resultados de las ciencias, no obstante,
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gracias a ellas puede incrementarse su inteligencia y, con ella, la coherencia interna y las
implicaciones del depósito de la fe» 91. Las áreas teológicas que están más implicadas
son la teología fundamental (que también debe abordar las epistemologías y las
metodologías), el tratado sobre la creación y la antropología teológica (abordando la
cosmología física que presenta una pronunciada dimensión históricoevolutiva, la lenta
síntesis de los elementos químicos y la formación de los escenarios físicos aptos para
acoger la vida y, finalmente, la vida humana, que resume en la propia dimensión
corpórea la larga historia cósmica, mostrando, al mismo tiempo, que no se reduce
completamente al panorama biológico que la circunda y del que forma parte; nos
referimos, claro está, al homo sapiens sapiens)`, la escatología (el futuro inmanente y
trascendente) e incluso la misma cristología (la relación entre la his toria cósmico-
humana y la historia de la salvación, cuyo eje es Jesucristo como salvador de todos y de
todo)".
«El significado y la lógica de la historia de la salvación - que es la historia de la
libertad de Dios y de la libertad del hombre- superan, ciertamente, en sentido a cuanto
puedan aportar las historias evolutivas del cosmos y de la vida, y las reconstrucciones
posibles que de ellas pueden hacer las ciencias. Y, sin embargo, la historia de la
salvación se produce, es decir, acontece, en estas historias y se cruza con ellas. El
realismo del misterio de la encarnación, con el que el Verbo de Dios al asumir la
naturaleza humana ha asumido también todas las relaciones con lo creado, conlleva el
deber de tomar en serio esta intersección, explorando hasta el fondo sus consecuencias
(la resurrección)» 94, porque en él - en el Cristo de Dios - «están escondidos todos los
tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3).
II. La fe y la ciencia en el teólogo y papa
«Para que se sientan animosos y concordes en el amor; para que se colmen de toda
clase de riquezas de conocimiento y comprendan el misterio de Dios, que está en
Cristo. En él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia».
CARTA A LOS COLOSENSES 2,3
1. Teólogo y pastor
En el ámbito de esta compleja historia de las relaciones entre la fe y la ciencia tenemos la
posibilidad de verificar la aportación realizada por el teólogo Joseph Ratzinger que ha
llegado a convertirse en el obispo de Roma (2005) con el nombre de Benedicto XVI. Es
el segundo papa que procede de la Pontificia Academia de las Ciencias (después de
Eugenio Pacelli, que llegaría a ser Pío XII). La elección del nombre «Benedicto/Benito»
se debe a la admiración que siente por san Benito de Nursia (inspirador del monacato
occidental y patrón de Europa) y por Benedicto XV (Giacomo Della Chiesa [1854-
29
1922], elegido papa en 1914), que condenó la primera guerra mundial como una
«masacre inútil» y señaló la paz como tarea de la ciencia y de los científicos.
Joseph Alois Ratzinger nace en Marktl am Inn (Baviera) el 16 de abril de 1927. Tras
los estudios filosóficos (interrumpidos por la guerra durante el bienio 1943-1945)95 y
teológicos, fue ordenado presbítero el 29 de junio de 1951 por Michael von Faulhaber,
cardenal arzobispo de München y Freising96. Con ocasión de su nombramiento como
miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias, Ratzinger bosquejó algunas
características de su formación teológica como también de los estudios realizados
durante su docencia como profesor en varias facultades de Teología de Alemania,
incluyendo la experiencia de su participación en el concilio Vaticano II: «Seguí mis
estudios de filosofía y teología inmediatamente después de acabar la guerra, entre los
años 1946 y 1951. En esta época, la formación teológica en la Facultad de München se
fundamentaba esencialmente en el pensamiento del movimiento bíblico, litúrgico y
ecuménico que se había desarrollado en el período de entreguerras. Los estudios bíblicos
han sido fundamentales y esenciales en mi formación, y el método histórico-crítico ha
sido siempre muy importante incluso para mi trabajo teológico posterior.
»Por lo general, mi formación estaba orientada hacia la historia, y si bien me
especialicé en teología sistemática, tanto en mi tesina como en mi tesis doctoral abordé
cuestiones de tipo histórico. La tesina trataba sobre el concepto de "pueblo de Dios" en
san Agustín; en este estudio analicé cómo Agustín dialogaba con diversas formas de
platonismo (Plotino, Porfirio). Pero resulta que, al mismo tiempo, Agustín dialogaba con
la ideología romana [...], me resultó fascinante ver cómo mediante el diálogo con estas
culturas diferentes definía Agustín la esencia de la religión cristiana. Él no veía la fe
cristiana en continuidad con las religiones precedentes, sino con la filosofía, como una
victoria de la razón sobre la superstición.
»En la tesis doctoral realicé un trabajo sobre san Buenaventura, un teólogo
franciscano del siglo XIII. Descubrí un aspecto de la teología de Buenaventura que no
había encontrado en las investigaciones anteriores, a saber, su relación con la nueva con
cepción de la historia de Joaquín de Fiore, que vivió en el siglo XII. Joaquín concebía la
historia como un proceso de desarrollo espiritual que pasa por tres fases: del período del
Padre se pasa al del Hijo, y de este segundo período se pasa al tercero, el del Espíritu
Santo (caracterizado por la reconciliación universal). Buenaventura sostenía un diálogo
crítico con esta corriente. Al concluir este trabajo, se me ofreció una plaza de profesor de
teología fundamental en la Universidad de Bonn, período en el que investigué en las
áreas de la eclesiología,la historia y la filosofía de la religión.
»De 1962 a 1965 tuve la gran oportunidad de asistir al concilio Vaticano II como
experto. Fue realmente un período muy importante en mi vida, pues participé en esta
gran conferencia en la que no solo se reunieron para dialogar obispos y teólogos, sino
también continentes y culturas diversas, así como diferentes escuelas de pensamiento y
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de espiritualidad intraeclesiales. Posteriormente, acepté una plaza en la Universidad de
Tübingen con el deseo de estar más cerca de la Escuela de Tübingen, especializada en
una teología de enfoque histórico y ecuménico. En 1968 se produjo una explosión muy
violenta de teología marxista y, así, cuando se me ofreció una plaza en la recién creada
Universidad de Regensburg, la acepté [...]. En el tiempo pasado en Tübingen escribí un
libro sobre escatología y otro sobre los principios de la teología, como el problema del
método, el problema de la relación entre la razón y la revelación, y entre tradición y
revelación» 97.
Su actividad docente termina en 1977, cuando Pablo VI lo nombra arzobispo de
München y Freising. Es consagrado el 28 de mayo. Elige por lema episcopal las palabras
Mitarbeiter der Wahrheit («Colaborador de la verdad») «ante todo porque me parecía
que podían representar bien la continuidad entre mi tarea anterior y el nuevo cargo;
porque, con todas las diferencias que se quieran, se trataba y se trata siempre de lo
mismo: seguir la verdad, ponerse a su servicio» 9g. En este mismo año, el 27 de junio,
Pablo VI lo crea cardenal dándole el título de presbítero de Santa Maria Consolatrice al
Tiburtino. En 1978, Ratzinger participa en dos cónclaves. En el primero se eligió como
papa el 26 de agosto al patriarca de Venecia Albino Luciani (Juan Pablo 1 [26 de agosto
al 30 de septiembre de 1978]). Y en el segundo se elige el 16 de octubre al arzobispo de
Cracovia Karol Wojtyla (Juan Pablo II [16 de octubre de 1978 - 2 de abril de 2005]). El
papa polaco lo llama a Roma el 25 de noviembre de 1981 y lo nombra Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, una tarea que conlleva también la presidencia de
la Pontificia Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica Internacional. En noviembre
de 2002 es nombrado decano del colegio cardenalicio.
En su intervención ante la Pontificia Academia de las Ciencias habla también de este
período de su vida dedicado principalmente al servicio pastoral, pero sin por ello dejar
en suspenso su trabajo teológico: «Cuando comenzaba a desarrollar mi concepción
teológica, Pablo VI me nombró arzobispo de München y tuve que dejar la actividad
teológica. Posteriormente, en noviembre de 1981, Juan Pablo II me pidió que fuera el
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y Presidente de la Pontificia
Comisión Bíblica (PCB) y de la Comisión Teológica Internacional (CTI). Estas dos
instituciones trabajan con plena libertad y funcionan como elemento de conexión entre la
Santa Sede y el mundo de la teología. Me ha servido de gran utilidad presidir estas dos
comisiones, puesto que me ha permitido mantenerme en contacto con los teólogos y con
la teología. Dos documentos elaborados por la PCB fueron acogidos muy positivamente.
El primero abordó la cuestión de los métodos exegéticos99. Durante los últimos
cincuenta años hemos asistido a interesantes avances en el campo de la metodología, no
solo sobre el método histórico-crítico clásico, sino también con respecto a la creación de
nuevos métodos que abordan la unidad de la Biblia desde los diversos desarrollos de este
género literario particular. El segundo documento trata de la relación entre la Sagrada
Escritura del pueblo judío - el Antiguo Testamento - y el Nuevo Testamento. En él se
31
aborda la cuestión sobre cómo las dos partes de la Biblia, cada una con su propia
historia, pueden considerarse una sola Biblia, en qué sentido puede justificarse una
interpretación cristológica del Antiguo Testamento - que no es tan evidente en sus
propios textos - y cómo nos relacionamos con la interpretación judía del mismo'°°
»La Comisión Teológica Internacional ha publicado documentos sobre la
interpretación del dogma, el diaconado, la teología de la liberación, la revelación y la
inculturación [...], este último asunto, es decir, el diálogo intercultural e interreligioso,
constituye actualmente el tema principal de estudio de la Congregación. El encuentro de
la Congregación con los obispos y los teólogos con el objetivo de encontrar el modo en
que se haga posible hoy día una síntesis intercultural sin que se pierda la identidad de
nuestra fe, es para nosotros un desafío apasionante, y pienso que puede tener también su
importancia para quienes no son cristianos o no son católicos»101
Entre tanto, el 2 de abril de 2005 concluye el largo pontificado de Juan Pablo II.
Como decano del colegio cardenalicio, Ratzinger preside el 8 de abril las exequias ante
una multitud inmensa de fieles. El 18 de este mismo mes preside la eucaristía «pro
eligendopontifice», un poco antes de que se pronunciara el famoso «extra omnes».
Concluye su homilía diciendo: «En esta hora, especialmente, oremos con insistencia al
Señor para que, después del gran don del papa Juan Pablo II, nos dé un nuevo pastor
según su corazón, un pastor que nos conduzca al conocimiento de Cristo, a su amor, a la
verdadera alegría». En el mismo día, el cónclave (en el que participan 117 cardenales
electores, con dos ausencias por enfermedad) realiza una primera votación, pero sin
éxito. En la tarde del 19 de abril, a la cuarta votación, es elegido Joseph Ratzinger, que
adopta el nombre de Benedicto XVI. En su primer saludo a los fieles dice: «Los señores
cardenales, después del gran papa Juan Pablo II, me han elegido a mí, que soy un simple
y humilde trabajador en la viña del Señor».
Para entender los elementos esenciales del tema de la relación entre la fe y la ciencia
en el vasto pensamiento filosófico-teológico de Ratzinger, tenemos que retomar
brevemente las líneas principales de la producción del papa-teólogo.
2. La teología de Ratzinger
El pensamiento y la obra de Ratzinger tienen una notable trascendencia. Concentra su
reflexión en el tema de la fe (sus fundamentos racionales e históricos, las relaciones entre
fe y razón, y entre la filosofía, la teología y la ciencia), en el Dios de la revelación bíblica
(Dios de la fe y Dios de los filósofos; DioslAgápe; el misterio trinitario), en jesucristo
muerto y resucitado para la salvación de la humanidad y del cosmos; en la Iglesia como
comunidad eucarística, y en el diálogo intercultural e interreligioso a escala mundial.
Sus fuentes principales son la meditación asidua de la Sagrada Escritura y la
investigación en el área de la historia de la teología (patrística-medieval), con particular
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interés por san Agustín (para replantear la eclesiología, la realidad misteriosa de la
Iglesia, a partir de las categorías «pueblo de Dios» y «casa de Dios»)102 y por san
Buenaventura (para descubrir el carácter central de la historia salutis y de la revelación
divina, y el nexo que existe entre Cristo y el Espíritu)103 Hace suyo el cristocentrismo
que había sido retomado por diversos teólogos antes del Vaticano II y que llegará a
confluir en la teología conciliar. En este horizonte cristocéntrico, la primera tarea de la
teología consiste en presentar la fiabilidad del acontecimiento jesucristo en conformidad
con el significado que se le reconoce en la libertad y la inteligencia de la fe; así, a la luz
del acontecimiento cristológico se muestra el significado de la relación entre Dios y el
hombres04 En esta perspectiva se releen las cuestiones, materia de debate entre las
confesiones cristianas desde siglos, de la relación entre la Escritura y la Tradición, y de
la hermenéutica de los dogmas.
El segundo período (primera mitad de la década de 1960, profesor en Bonn y,
después, en Münster) coincide con su participación, como experto, en el concilio
Vaticano II. Ratzinger presenta sus valoraciones en varias conferencias105 y,
posteriormente,

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