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2 JOSEPH RATZINGER (BENEDICTO XVI) 3 Un diálogo necesario Editado por Umberto Casale +véase el contrato 4 5 Introducción: Fe y ciencia, ¿una comunicación de saberes? por UMBERTO CASALE 1. Multiplicidad de los saberes 1. Una larga historia 2. El recorrido de la modernidad 3. Las enseñanzas del «caso Galileo» 4. El método científico 5. Modelos de relación entre la fe y la ciencia II. La fe y la ciencia en el teólogo y papa 1. Teólogo y pastor 2. La teología de Ratzinger 3. La relación entre la fe y la ciencia en el pensamiento de joseph Ratzinger - Benedicto XVI PRIMERA PARTE FE, RAZÓN Y CIENCIA 1. La fe en el mundo de hoy 1. Duda y je: la situación del hombre ante el problema de Dios 2. El salto de la fe: ensayo provisional de determinar la esencia de la fe 3. El dilema de la fe en el mundo actual 6 4. El límite de la moderna comprensión de la realidad y el lugar de la fe 5. La fe como mantenerse en pie y comprender 6. La razón de la fe 7. «Creo en ti» 2. Creerysaber 1. La situación espiritual del hombre moderno 2. El sentido específico de la fe 3. El desarrollo del pensamiento filosófico 3. ¿La verdad del cristianismo? 1. El cristianismo como síntesis de fe y razón 2. En busca de una nueva evidencia 4. Creación - gracia - mundo. La fe en la creación y la teoría de la evolución 5. La fe, entre la razón y el sentimiento 1. La crisis de la fe en el mundo contemporáneo 2. El Dios de Abrahán 3. Crisis y ampliación de la fe de Israel en el exilio 4. El camino hacia la religión universal después del exilio 5. El cristianismo como síntesis de fe y razón 6. En busca de una nueva evidencia SEGUNDA PARTE FE Y CIENCIA AL SERVICIO DE LA VERDAD 6. Discurso de Benedicto XVI a los participantes en la XX Conferencia Internacional 7 promovida por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud sobre el tema «El genoma humano» (19-11-2005) 7. Discurso de Benedicto XVI ante la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias (6-11-2006) 8. Discurso de Benedicto XVI ante la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo de la Cultura (8-3-2008) 9. Discurso de Benedicto XVI ante el Congreso Internacional organizado por la Pontificia Universidad Lateranense en el X aniversario de la encíclica Fides et ratio (16-10-2008) 10. Discurso de Benedicto XVI ante la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias (31-10-2008) 11. Discurso de Benedicto XVI a los asistentes a un encuentro organizado por el Observatorio Astronómico Vaticano con ocasión del Año Internacional de la Astronomía (30-10-2009) 12. Discurso de Benedicto XVI ante la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias (28-10-2010) 13. Discurso de Benedicto XVI con ocasión de la entrega del «Premio Ratzinger» en su primera edición (30-06-2011) Notas a la introducción 8 * Traducido por José Pérez Escobar. UMBERTO CASALE 1. Multiplicidad de los saberes** «La ciencia sin la religión está coja, la religión sin la ciencia está ciega». A.EINSTEIN 1. Una larga historia PODRÍAMOS bosquejar a grandes rasgos la historia de la cultura occidental de tradición cristiana diciendo que durante bastantes siglos ha dominado el paradigma humanista- cristiano, pero desde la Edad Moderna hasta nuestros días se constata una cierta bifurcación entre el paradigma humanista (letras, filosofía, teología, derecho...) y el paradigma científico-técnico (matemáticas, ciencias naturales y ciencias tecnológicas). En este recorrido cultural destaca especialmente el tema de las relaciones entre la fe (teología) y la ciencia, un tema que tiene también a sus espaldas una historia larga y compleja'. Las relaciones históricas entre la ciencia (en su desarrollo) y la fe (y la Iglesia) han sido muy variadas, pero pueden sintetizarse en una triple tipología. El primer tipo es el concordismo, es decir, la búsqueda de una correspondencia directa entre fe y ciencia, entre una perícopa bíblica y un dato científico (una posición actualmente superada por el riesgo de fundamentalismo que corren los dos interlocutores). El segundo tipo es el discordismo, que, a diferencia del anterior, sostiene que la ciencia y la fe (la teología) se ocupan de dos órdenes diversos de la realidad y que estos son independientes ontológica y epistemológicamente3. Y el tercer tipo de relación se fundamenta en la articulación entre ciencia y fe mediante un diálogo que intenta integrar las dos formas de conocimiento4. Estos tipos de relación pueden ilustrarse siguiendo las principales etapas de la historia del desarrollo científico de la humanidad. En el primer período, que sería el 9 arcaico (3000-200 a.C.), las religiones, los mitos y la ciencia forman una sola realidad; se corresponde con las primeras investigaciones en China sobre la matemática, la geometría y la astronomía, y en Grecia, sobre la física, la medicina y la geometría. En el segundo período (siglos III a.C. - XII d.C.) asistimos a un avance de las ciencias en China (se inventan las armas de fuego, los puentes colgantes, la imprenta, el sismógrafo) mientras que en Occidente se observa un cierto estancamiento. El tercer período (siglos XIIXIV) se caracteriza por un gran desarrollo científico en Occidente, que es favorecido por algunos factores: el nacimiento de la universitas studiorum (se crean las primeras universidades en París, Oxford, Bolonia, etc.), el estudio de la Biblia en el seno de las universidades (se busca comprender la naturaleza para acercarse a Dios; destacan las figuras de Alberto Magno y Tomás de Aquino), y el concepto de ley natural entendida como el conjunto de las reglas dadas por Dios a la naturaleza y al ser humano, y que procede de la concepción teológica bíblica (Dios creador)'. A este desarrollo contribuyeron también las aportaciones del pensamiento árabe (Avicena, Averroes) y judío. El último período (siglos XV-XX) coincide con la época moderna. En esta fase, la ciencia, ya arraigada en Occidente, expe rimenta un enorme desarrollo. En el plano cultural se llega a una cierta autonomía del saber científico con respecto a la filosofía y la teología (con la absolutización de la razón instrumental, que es concebida independientemente de la fe) y en el plano histórico el desarrollo se ve favorecido también por la competencia entre las religiones (cristianismo e islam, y la confrontación entre las mismas confesiones cristianas) y entre los Estados, por el incremento del intercambio de información, el invento de la imprenta y el nacimiento del sistema económico-político capitalista. 2. El recorrido de la modernidad Para comprender las relaciones entre la fe y la ciencia en este último período es necesario analizar el recorrido de la modernidad y la transición que esta está experimentado hacia la denominada posmodernidad. Con el término «modernidad» se expresa, por una parte, la decadencia y el final de la época anterior (que, posteriormente, se denominará medieval) y de su cultura y, por otra, el comienzo de una nueva época cultural, caracterizada por nuevos modos de pensar, nuevos estilos de vida y nuevas instituciones políticas y sociales. Como toda época cultural, la modernidad experimenta un recorrido existencial que se extiende desde el nacimiento y el desarrollo hasta la madurez y la posterior crisis o decadencia. Podemos, por tanto, volver sobre sus fases principales'. La modernidad nace en un primer momento (siglos XVXVI) gracias a una serie de transiciones: con el «Renacimiento» pasamos, efectivamente, de una visión teocéntrica, religiosa y sobrenatural, a una concepción antropocéntrica, terrenal y ceñida a la 10 naturaleza. Veamos una serie de aportaciones concretas. N. Copérnico (1473-1543), en su obra De revolutionibus orbium coelestium, abandona la visión geocéntrica del universo por una concepción heliocéntrica. G.Galilei (1564-1642), en su obra Dialogo su¡ massimi sistemi, nos hace pasar de las auctoritates como criterio de verdad al campo de la experiencia y de la experimentación científica. Con F.Bacon(1561-1626) y su obra Novum Organum se desvanece la concepción del «saber» como contemplación y búsqueda de la verdad, y aparece el «saber» como po der, como poder sobre la naturaleza y también sobre la humanidad. N.Maquiavelo (1469-1527) contribuye con El príncipe a eliminar la concepción de la política como una entidad sometida a la ley moral para concebirla como una entidad independiente de toda norma. Con la Reforma protestante (Martín Lutero [1483-1546]) pasamos de una concepción de la religión como realidad «objetiva» (o «Iglesia») al subjetivismo religioso, que sitúa al hombre ante Dios sin necesidad de mediación eclesial. Si bien se mantienen algunos elementos de la cultura medieval, con estos pasos o transiciones nace la época moderna. En una segunda fase (siglos XVII-XVIII), la modernidad se desarrolla mediante cuatro revoluciones. En primer lugar, una revolución cultural, que se pone en marcha con R.Descartes (15961650) y B.Pascal (1623-1662), y llega hasta 1. Kant (1724-1804). Esta revolución encuentra su expresión fundamental en la Ilustración, que exalta la razón y contrapone «la luz de la razón» a la «oscuridad del misterio y del dogma». Esta tendencia se absolutiza hasta el punto de convertir la razón en norma exclusiva y máxima de la verdad y de la justicia, y rechazando, en consecuencia, como falso y moralmente incorrecto todo cuanto se encuentra «más allá» de la razón. De esta concepción surge una crítica hostil del cristianismo como religión revelada y se busca una religión «dentro de los límites de la mera razón», como aparece en el título de una obra kantiana$. Esta nueva Weltanschauung sitúa al hombre en el centro con la «luz» de su razón y el «poder» que le da la ciencia, impulsándolo a considerarse casi un dios. La modernidad experimenta además una revolución científica, que se inicia con Galileo, con sus descubrimientos físicos y astronómicos y con el método experimental, y llega hasta I.Newton (1642-1727). En su obra Philosophiae naturalis principia mathematica profundiza en la idea de que el universo no está gobernado directamente por Dios, sino que está regido por leyes físicas y deterministas, de tal modo que para «explicar» el universo ya no es necesario recurrir a la «hipótesis de Dios»9. A la revolución científica le sigue la revolución política, que consiste en el cambio de la fuente y de la legitimación del poder político. Esta fuente y legitimación deja de estar en Dios para situarse en el pueblo convertido en «nación» mediante un «contrato social» (J.J.Rousseau [1712-1778], Du contract social). Según J.Locke (1632-1704), en sus obras Primer tratado sobre el gobierno y Segundo tratado sobre el gobierno, la «democracia» no es una forma de gobierno entre otras, sino que es la única forma moderna del Estado. Esta racionalidad democrática encontrará su expresión, a finales del siglo XVIII, en la Revolución Americana (1776) y en la Revolución Francesa (1789). 11 Y, finalmente, se produce la revolución industrial, que se inicia a mediados del siglo XVIII en Inglaterra, con la introducción de nuevas máquinas para la producción, con una nueva organización del trabajo (el «capitalismo») y con varios fenómenos derivados (como la explosión urbana). Esta revolución continuó su camino durante los dos siglos siguientes hasta llegar, con etapas nuevas, a nosotros (que vivimos en una fase posindustrial e informatizada). Estas cuatro revoluciones caracterizan el desarrollo incontenible de la modernidad. La tercera fase del recorrido coincide con el siglo XIX. En este siglo triunfa la época moderna, se acuña el mismo término de «modernidad» y nacen y se divulgan los grandes sistemas de pensamiento. Enraizados en el espíritu ilustrado, fundamentados en el subjetivismo y en la autonomía absoluta del hombre, surgen el idealismo trascendental, inmanentista e historicista de G.Hegel (1770-1831), el materialismo histórico de K.Marx (18181883), el evolucionismo de C.Darwin (1809-1882), el cientificismo de E.Haeckel (1834-1919) y el positivismo de A.Comte (1798-1857). Todos estos «-ismos» se convierten en ideologías totalizadoras que transmiten las ideas propias del optimismo del siglo XIX. Se afirma, en efecto, la idea del progreso indefinido de la humanidad hacia una era de felicidad y bienestar en la que la ciencia y la técnica podrán resolver todos los problemas del hombre y de la sociedad; el hombre es el único dueño de su destino que, con la ayuda de la racionalidad científica, podrá construir un mundo cada vez más perfecto; y, finalmente, se afirma la «voluntad de poder», necesaria para dominar la naturaleza, someter las fuerzas hostiles y construir un mundo mejor. En síntesis, la modernidad, desde sus inicios hasta finales del siglo XIX, puede caracterizarse en los siguientes términos: a)en el plano cultural predomina el subjetivismo, la autonomía de la conciencia, la libertad absoluta, la primacía de la razón (instrumental) y un cierto inmanentismo; b)en el plano político se impone la democracia liberal, la distinción entre fe y política, la separación entre Iglesia y Estado, y la tendencia a reducir la religión al ámbito de lo privado; c)en el plano social aparecen la movilidad y el cambio constante, la superación de los modelos anteriores, la urbanización, la cultura de masas y la difusión cada vez más amplia de los medios de comunicación social; d)en el plano científico se genera una confianza absoluta en la racionalidad científica, en la idea de progreso indefinido y en la esperanza de que la ciencia resolverá todos los problemas de los individuos y de la sociedad; predomina una concepción de la ciencia («El saber es poder», sostiene F.Bacon) diferente a la concepción desinteresada y contemplativa de los griegos («El saber es búsqueda, contemplación de la verdad», afirma Platón). El progreso científico y técnico incide también en la 12 aplicación del método experimental y matemático al campo de las ciencias humanas (con diferentes resultados), lo que lleva consigo una reducción del concepto de experiencia y de los conceptos de objetividad y de verdad (reducida a verificabilidad). A lo largo del siglo XX, esta trayectoria de la modernidad experimenta una serie de crisis, hasta el punto de que numerosos intelectuales piensan que estamos en su última fase o incluso en su final (la posmodernidad)'°. Los sucesos dramáticos de las dos guerras mundiales durante el siglo XX («un siglo caracterizado por los genocidios» cometidos por regímenes totalitarios antihumanos)" pusieron en crisis la idea de una humanidad que caminaba hacia un progreso indefinido; el optimismo del siglo XIX da paso a un pesimismo existencial y se revela el carácter mítico y utópico de muchos aspectos de la modernidad. En este «ocaso de Occidente» (O.Spengler) decae la confianza en el progreso indefinido de la humanidad con la ayuda de la ciencia y de la técnica, así como la idea de que el ser humano, liberado de toda forma de condicionamientos, habría usado racionalmente su propia libertad y autonomía para el bien suyo y de los demás, y la convicción de que las situaciones cambiarían radicalmente para mejor mediante las revoluciones (la caída del muro de Berlín en 1989 ha sido el último ejemplo y todo un emblema del final y del fracaso de una ideología totalitaria)'. La caída de estos «mitos» ha provocado, en efecto, una nueva situación denominada precisamente «posmodernidad», que está caracterizada por el miedo, el desconcierto y la incertidumbre ante el futuro, como también por una desconfianza en la razón, que desde el delirio de omnipotencia («la razón consigue la verdad») ha pasado a considerarse incapaz de conseguir la verdad, dando lugar al escepticismo intelectual y al nihilismo ético («no hay ninguna verdad»)13. Con el término «provisional» de posmodernidad se quiere designar la aparición de toda una serie de factores nuevos. Usado al principio para referirse a todo un conjunto de fenómenos nuevos en los ámbitos estético, social y tecnológico, se aplica, posteriormente, en el campofilosófico para esbozar una Weltanschauung en cierto modo novedosa: «El tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz [...]. Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación»". Mientras que el ateísmo militante (sobre todo el de cuño marxista) ha experimentado fracasos y desastres estrepitosos, en el nuevo Sitz im Leben se mantiene una cierta mentalidad positivista y relativista, y un cierto cientificismo. Esta mentalidad, que se niega a reconocer la validez de otras formas de conoci miento diferentes de las que son propias de las ciencias positivas, afirma que solo la ciencia puede producir la verdad, 13 marginando en el ámbito de la imaginación y de lo irracional el conocimiento religioso y teológico, y los saberes estéticos y éticos (las afirmaciones metafísicas carecen de sentido según la concepción positivista y neopositivista)15. Si bien la crítica epistemológica ha desacreditado en gran medida esta posición (a saber, que la afirmación de que «solo la ciencia es un saber válido y verdadero» no es sencillamente científica, y que, por tanto, en rigor lógico, no es cierta), el hecho es que vuelve a aparecer aquí y allá con la convicción de que la ciencia está en condiciones de dominar todos los aspectos de la existencia humana mediante el progreso tecnológico. Al igual que no faltan fundamentalistas en el cristianismo (por ejemplo, algunas corrientes protestantes norteamericanas), de igual modo tampoco están ausentes en el ámbito científico (son los sacerdotes de la nueva fe denominada cientificismo), llegando incluso a postular una especie de «totalitarismo ideológico de la ciencia»16 En los últimos tiempos, el debate se ha centrado en temas como la cosmología física y la creación, la evolución biológica, la bioética y las neurociencias. Algunos seguidores del cientificismo que investigan en estos campos tienden a presentar sus concepciones cósmico-antropológicas como si fueran datos indiscutiblemente científicos, olvidando la distinción esencial (metodológica y de contenido) que existe entre el discurso científico y el filosófico/teológico (como, por ejemplo, la diferencia evidente que existe entre las teorías científicas de la evolución y el evolucionismo como filosofía), y no se percatan de la pobreza extrema que resulta del «naturalismo ontológico», es decir, que todo cuanto puede decirse deba reducirse a puros conceptos científicos. Por otra parte, tras la aportación de Popper", no son pocos los investigadores que consideran las teorías científicas como construcciones mentales indispensables, pero no como verdades definitivas e incontrovertibles. Las teorías no se entienden como dogmas o artículos de fe, sino como principios relativos a los que se les da un valor provisional en la búsqueda de la verdad, puesto que «en cuanto síntesis de nuestros conocimientos, las teorías deben representar la ciencia [...], pero dado que estas ideas no son verdades inmutables conviene estar siempre dispuestos a abandonarlas o a modificarlas»`. Aunque el debate prosigue, no obstante percibimos diversos elementos que nos permiten decir que a lo largo de los tres últimos siglos se ha pasado en las relaciones entre la fe (la religión) y la ciencia «de una situación de conflicto a otra caracterizada por la apertura y el diálogo»`. El Magisterio de la Iglesia, los teólogos, los filósofos y los científicos, aleccionados por las vicisitudes históricas de esta relación, pueden trabajar de nuevo confrontando sus puntos de vista y dialogando. 3. Las enseñanzas del «caso Galileo» Para analizar brevemente la posición actual que la Iglesia y la teología tienen con respecto a la relación entre la fe y la ciencia, parece oportuno retomar, a grandes rasgos, el caso paradigmático de Galileo Galilei, no tanto para volver a repasar el famoso 14 episodio histórico, cuanto para recoger las enseñanzas que aporta tanto a la Iglesia (y a la teología) como a la investigación científica. Antes que nada, tengamos en cuenta que la posición oficial de la Iglesia y de la teología sobre esta relación aparece claramente expresada en la Constitución Pastoral «Sobre la Iglesia en el mundo actual» (Gaudium et Spes, promulgada el 7 de diciembre de 1965) del concilio Vaticano 11 (1962-1965). La intención principal del Concilio era presentar el mensaje evangélico del modo más adecuado a los hombres de nuestra época, consciente de que «la experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia»20. La Constitución defiende claramente la legítima autonomía de las realidades temporales, en particular la autonomía de la ciencia con respecto a la fe: «Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia. Si por auto nomía de las realidades temporales se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es solo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe. Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida» Z'. El magisterio pontificio ha intervenido en estos dos últimos siglos varias veces sobre este asunto importante`, especialmente a partir de Pío XI, quien en 1936 refundó la Pontificia Academia de las Ciencias23, y de Pío XII, que desarrolló una relación 15 profunda con la ciencia y, en particular, con los científicos que pertenecían a la Academia24. Notable fue también la contribución de Pablo VI, que, en numerosas ocasiones, insistió en la ne cesidad de que el progreso científico tuviera también una dimensión moral`. Juan Pablo II ha mostrado un gran interés por todo lo relativo al papel de la ciencia en el mundo contemporáneo y por la relaciónentra esta y la fe, que se convierte para él en un tema de gran importancia. Con el papa Wojtyla se inicia un trabajo sistemático sobre la conexión entre la ética y la epistemología, y entre la antropología y la metafísica, partiendo, mediante la fenomenología, de la experiencia del ser humano y de la sociedad`. En una intervención en 1979, tras citar el mencionado pasaje conciliar (GS 36), invitó a los teólogos y a los historiadores a «examinar a fondo el caso de Galileo y, reconociendo lealmente los desaciertos, vengan de la parte que vinieren, hagan desaparecer los recelos que aquel asunto todavía suscita en muchos espíritus contra la concordia provechosa entre ciencia y fe, entre Iglesia y mundo». En efecto, «la investigación de la verdad es la tarea fundamental de la ciencia [...], una investigación que debe ser libre ante los poderes político y económico, que han de cooperar a su desarrollo sin entorpecer su creatividad o manipularla para sus propios fines. Pues al igual que todas las demás verdades, la verdad científica no tiene efectivamente que rendir cuentas más que a sí misma y a la Verdad suprema, que es Dios, creador del hombre y de todas las cosas». Por esta razón, la ciencia es fundamentalmente un bien universal que todo pueblo debe poder cultivar con toda libertad, un bien excelente digno del hombre, porque en cuanto conocimiento perfecciona a este. Además, la aplicación de la ciencia presta grandes beneficios a los hombres, «siempre que esté inspirada en el amor, regulada por la sabiduría y acompañada de la valentía que la defienda contra la injerencia indebida de todos los poderes tiránicos27. La ciencia aplicada debe aliarse con la conciencia a fin de que en el trinomio ciencia-tecnología-conciencia se preste servicio a la causa del auténtico bien del hombre». De este modo, sostiene el papa polaco, es posible una colaboración fecunda sin violar la autonomía respectiva: la Iglesia ayuda a la ciencia al ejercer su misión de salvaguardar la prioridad de la ética sobre la técnica, de las personas sobre las cosas, del espíritu sobre la materia, y la ciencia le ayuda con su doble tarea (investigación y aplicación) a superar «toda concepción mágica del mundo y toda superstición» (GS 7). Esta tesis serán retomadas posteriormente en la encíclica Fides et ratio de 19982$. En 1992, en una intervención tras la conclusión de los trabajos realizados por la Comisión del caso Galileo (creada en 1981), en respuesta al cardenal Poupard, que le presentó los resultados de la investigación29, el papa Wojtyla expresó su gratitud al cardenal y a la comisión, y retomó el tema de la relación entre la fe y la ciencia, diciendo, en continuidad con el espíritu del Vaticano II, que, reconocidos los errores en el caso Galileo, era necesario profundizar en los problemas que «afectan a la naturaleza de la ciencia como a la del mensaje de la fe». En el centro del debate sobre el caso 16 Galileo se encuentra una doble cuestión: «La primera es de orden epistemológico y concierne a la hermenéutica bíblica. Ni Galileo ni la mayoría de sus adversarios distinguían entre el acercamiento científico a los fenómenos naturales y la reflexión filosófica sobre la naturaleza». Por esta razón, el científico pisano se opuso a la sugerencia que se le había hecho de presentar el sistema de Copérnico como una hipótesis científica hasta que no fuese corroborado por pruebas irrefutables (que por entonces no se tenían). Pero, a diferencia de él, los teólogos no estaban preparados para entender la diferencia entre verdad salvífica (la verdad de la Biblia) y verdad empírica sobre el universo. Solo más tarde, a lo largo del siglo XX, la reflexión epistemológica llegó a realizar distinciones más claras, bien con la encíclica de Pío XII Divino Afflante Spiritu (30 de septiembre de 1943) y sus explicaciones sobre la doctrina de la inspiración, la crítica textual y los géneros literarios, o con la Constitución dogmática Dei Verbum del concilio Vaticano II (18 de noviembre de 1965)30 De lo anterior se llega a una primera conclusión: «La irrupción de un nuevo modo de afrontar el estudio de los fenómenos de la naturaleza exige una clarificación del conjunto de las disciplinas dedicadas al saber, que obliga a delimitar mejor su propio campo, su perspectiva de acercamiento, sus métodos. Y también el alcance exacto de sus conclusiones exige a cada disciplina tomar una conciencia más rigurosa de su propia naturaleza». La segunda cuestión concierne al «aspecto pastoral, [pues] en virtud de su misión, la Iglesia tiene el deber de estar atenta a las incidencias pastorales de su palabra». Ante la ciencia y sus nuevos descubrimientos, «el pastor debe mostrarse dispuesto a una verdadera audacia, evitando el doble escollo de la actitud timorata y del juicio precipitado». De ahí se sigue la invitación a que todo estudioso sea consciente de la naturaleza y las competencias de la propia disciplina, y a que los teólogos estén al día de los nuevos descubrimientos científico S31. A partir de estas consideraciones, que nos permiten revisar el caso Galileo y, a través de él, las relaciones entre la fe y la ciencia, se siguen algunas observaciones a modo de conclusión: «Si la cultura contemporánea está caracterizada por una tendencia al cientificismo, el horizonte cultural de la época de Galileo era uniforme y mostraba la impronta de una determinada formación filosófica. Esta estructura uniforme de la cultura, que en sí misma es positiva y deseable también hoy, fue una de las causas de la condena de Galileo32. La mayoría de los teólogos no percibían la distinción formal entre la Sagrada Escritura y su interpretación, lo que les llevó a transponer indebidamente al campo de la doctrina de la fe una cuestión que de hecho era competencia de la investigación científica». De ahí se sigue que «las diversas disciplinas del saber exigen una diversidad de métodos»33. Además, el caso Galileo se ha convertido, según una cierta vulgata ilustrada, en una especie de mito, en el que la imagen que se transmite de aquellos sucesos está bastante lejos de lo que aconteció realmente; en efecto, se ha convertido en «el símbolo del supuesto rechazo de la Iglesia al progreso científico o del 17 oscurantismo "dogmático" que se opone a la libertad de investigación» 34, contribuyendo, así, a que emerja en numerosos científicos «la idea de que existe una incompatibilidad entre el espíritu de la ciencia y su ética de investigación, por un lado, y la fe cristiana, por otro..., el reflejo de una oposición estructural entre la ciencia y la fe». Las clarificaciones aportadas por recientes estudios históricos (y el mismo trabajo de la Comisión) nos permiten afirmar que este malentendido forma ya parte del pasado. Entre los factores que han contribuido a superar estos malentendidos y a plantear la necesidad de un diálogo y una inte gración entre la teología y las ciencias naturales, señalamos los siguientes: la superación del mecanicismo determinista o de la pretendida autorreferencialidad de la empresa lógico-matemática (que, controlando tiránicamente el conocimiento científico, impedía toda posibilidad de confrontación); el redescubrimiento del quehacer científico como «actividad de la persona» (que está abierta a los diversos métodos del conocimiento humano, desde el lógico-matemático hasta el analógico, el simbólico y el estético); el reconocimiento del vínculo existente entre la teología de la creación y el desarrollo del pensamiento científico occidental, y la aceptación por parte de la teología de la concepción que la física contemporánea tiene de la vida y de la especie humana (como una aportación que ayuda a entender mejor la doctrina bíblica de la creación y de la historia de la salvación). Todo esto implica volver a reconsiderar la cuestión de la unidad de la experiencia intelectual del sujeto cognoscente que nos permita observar «cómo los diversos saberes contribuyen a la autocomprensión del sujeto y a la determinación de sus opciones existenciales, incluida la religiosa»".Finalmente, Juan Pablo II recuerda que toda la humanidad experimenta «un doble género de desarrollo. El primero comprende la cultura, la investigación científica y técnica, es decir, todo cuanto pertenece al horizonte humano. El segundo desarrollo concierne a lo profundo del ser humano en cuanto que, trascendiendo el mundo y a sí mismo, se dirige hacia aquel que es el Creador de todo». En la convergencia de este doble itinerario horizontal y vertical, el hombre puede encontrar el sentido de su ser y de su quehacer, «el hombre se realiza plenamente como ser espiritual y como horno sapiens»36 y, así, se interroga también sobre la posibilidad y las condiciones de una «unidad del saber» 37. 4. El método científico Con esta larga historia a sus espaldas, en estos últimos años se ha producido una considerable profundización en la relaciones entre fe y ciencia, multiplicándose los intentos por lograr una visión de conjunto de las relaciones entre las ciencias modernas, la filosofía y la teología3S. La profundización puede hacerse reflexionando sobre la historia del método científico y precisando el método específico de las ciencias modernas. A partir de este podemos verificar, comparativamente, las otras formas de conocimiento, como la filosofía y la teología. 18 Ya en la antigua Grecia encontramos los primeros esbozos del método científico, sobre todo en la corriente pitagórico-platónica. Mientras que Pitágoras (570-490 a.C.) consideraba los números como los principios constitutivos y reveladores de la physis de las cosas39, Platón (427-347 a.C.), aunque compartía con él el realismo de las cosas sensibles, las separa del mundo de las ideas y subordina a este la physis40. Por el contrario, Aristóteles (384-322 a.C.), sosteniendo la diferencia entre los entes que existen en acto en la mente y en potencia en las cosas, considera posible el conocimiento cuantitativo, pero debido a la contingencia de la materia, este conocimiento resulta menos seguro que el metafísico: «Hay una ciencia que estudia lo que es, en tanto que algo es, y los atributos que, por sí mismo, le pertenecen. Esta ciencia, por lo demás, no se identifica con ninguna de las ciencias particulares. Ninguna de las otras ciencias, en efecto, se ocupa universalmente de lo que es, en tanto que algo es, sino que tras seccionar de ello una parte, estudia los accidentes de esta: así, por ejemplo, las ciencias matemáticas»41. El debate entre las dos corrientes sobre el conocimiento matemático de la physis no condujo a unos resultados concluyentes42. Ya en la época medieval, tras las aportaciones de R.Grossatesta (1175-1263), a quien se considera el fundador de la ciencia experimental, R.Bacon (1214-1292) y G.Buridano (12901358), más cercanos a la corriente pitagórico-platónica, se llega a una primera formulación del método experimental moderno: el valor de una teoría científica no reside en su necesidad metafísica, sino en su superioridad explicativa con respecto a otras teorías parecidas en el nivel de probabilidad 43. De gran relevancia para nuestro tema fue la aportación realizada por Tomás de Aquino (1224-1274). Con un enfoque crítico sobre la nueva filosofía de su tiempo, es decir, la aristotélica, logró dar forma a algunas de las expresiones más profundas de la doctrina teológica. «El punto capital, y como el meollo de la solución casi profética a la nueva confrontación entre la razón y la fe, consiste en conciliar la secularidad del mundo con las exigencias radicales del Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden sobrenatural»". El debate se suscita en la época moderna, cuando algunos autores ponen en tela de juicio la metafísica tradicional y se hacen paladines de la nueva ciencia, proponiendo una metafísica alternativa no realista o un enfoque empirista, pero de modo que no llegan a clarificar el método y ponen en peligro el éxito de la empresa científica. Tanto F.Bacon (1561-1626), defensor de un estricto sensismo, como D.Hume (1711-1776), partidario de un enfoque empirista que desconfía del intelecto, terminan por reconocer que no existen criterios para distinguir entre una convicción fundamentada en los sentidos y otra producida por la imaginación. La gran novedad del siglo XVII fue aplicar la matemática a todo el ámbito de la naturaleza, gracias a la convicción de que la mente humana puede entender las repeticiones matemáticas de aquella. La aplicación reabrió el debate sobre cómo proceder. ¿Seguimos el ultrarrealismo pitagórico con una matematización que produce demostraciones absolutas (Leopardo da Vinci [1452-1519]) o el irrealismo de 19 Proclo, que la concebía como un simple ejercicio de cálculo, o bien el enfoque probabilístico aristotélico? Incluso Galileo tenía sus dudas al respecto, mientras que 1. Newton, al titular su obra Philosophiae naturalis principa mathematica, presenta una disciplina - la filosofía experimental - que, entre otros temas, debe abordar la cuestión de Dios como el último de los fenómenos sometidos al estudio. Si en un primer momento los científicos sienten la necesidad de unirse a la filosofía, ahora desean presentarse como una alternativa a los filósofos. De este cambio deriva la relectura mecanicista de la física de Newton, el determinismo cientificista (P.S. de Laplace [1749-1827]) y el positivismo (A.Comte [1798-1857]). Todo esto pone de manifiesto que aún sigue sin estar clara la distinción metodológica entre la physica antigua y la nueva física, y que cada vez se necesita más diferenciar el método filosófico y el de las ciencias modernas (el empírico) para evitar una ciencia empírica que vuelva a meterse en la filosofía (como sucedía antes del siglo XVII) y una filosofía que se haga sierva de las ciencias (como sucede en las diversas formas del empirismo y del cientificismo). Para precisar el método científico y desarrollar un diálogo interdisciplinario es necesario, antes que nada, superar el equívoco empirista y la tentación panteísta. El primero consiste en la discrepancia que existe entre la misma ciencia y su justificación ideológica empirista, pues esta es realmente una distorsión que conduce a la disolución del método científico. El empirismo sostiene que el único conocimiento verdadero es el que procede de un análisis empírico-inductivo de un dato real reducible a fenómeno, sin necesidad de otros presupuestos o teorías, por el que se llega a un resultado cierto e incuestionable. Sin embargo, la ciencia no actúa de este modo. La ciencia no afirma que lo real sea solamente lo que ella estudia (se limita a no ocuparse de aquello que no es objeto de su estudio); la ciencia presupone una serie de proposiciones meta-empíricas que no puede demostrar, pero que debe considerar válidas y constantemente perfectibles, y termina en un movimiento circular entre el hallazgo inductivo de datos y la aplicación deductiva de teorías. Así, «el empirismo acaba confundiendo lo real con lo fenoménico, como también confunde la apercepción aportada por la interacción entre los sentidos y el intelecto con la recepción del sentido, recela del conocimiento espontáneo del que depende todo conocimiento riguroso y no reconoce valor alguno a una deducción de la que también se sirve la ciencia»". Además, mientras que el empirismo sostiene que el desarrollo científico solo puede darse por acumulación, la historia de su práctica muestra que los grandes descubrimientos y los logros científicos se han producido mediante un descubrimiento que, ciertamente, sigue un proceso racional, pero que no está limitado a la extensión a los nuevos casos de teorías ya conocidas. Finalmente, estas posiciones, además de no resolver el problema epistemológico, eliminan las posibilidades de un diálogo interdisciplinario entre ciencia, filosofía y teología. Para Hume y el Círculo de Viena, la filosofía y la teología carecen de sentido; para Locke, la filosofía es una anticipación 20 incierta de conclusiones empíricas,y la teología se reduce a un deísmo mecanicista; para Kant, la filosofía y la teología son intrínsecamente fideístas; para Popper, la filosofía se reduce a una crítica de la ciencia, mientras que la teología aparece como una nebulosa para la razón46 La crítica de la ideología empirista condujo a algunos científicos a un racionalismo panteísta. Admitidos los presupuestos meta-empíricos en el proceso inductivo, queriendo conservar el valor de la ciencia moderna sin sustraerse a los presupuestos racionalistas, debe llegar a admitirse que la cosa en sí, el «noúmeno» kantiano, puede conocerse. Sin embargo, al no reconocer valor alguno al conocimiento analógico, se dice que el «noúmeno» debe entenderse «exactamente», asiendo, de este modo, el fundamento de lo real (lo divino) que, en este contexto, es equiparado a una estructura lógica imponente. Tal es la conclusión del idealismo, que actualmente se describe con los rasgos de la ciencia moderna47. Aunque es más coherente que el empirismo, nos encontramos siempre ante unas afirmaciones meta-científicas que dejan abierta la cuestión de la metodología, es decir, la búsqueda de una epistemología adecuada. Tomar en serio una teoría científica significa también desenmascarar sus desviaciones ideológicas. La epistemología reconoce que existe un método común en todo conocimiento riguroso, según el cual la ciencia empírica es un tipo de conocimiento reflejo que presupone un conocimiento espontáneo. Partamos, por ejemplo, del término «experiencia». Con él nos referimos a lo experimentado originario que se relaciona con lo real en su conjunto antes de que se produzca una reflexión explícita o unas subdivisiones de tipo metodológico. Por esta razón, todos los saberes y todas las disciplinas se remontan a la experiencia, si bien ninguno la agota. En este sentido, merece la pena que recordemos la distinción (de origen tomista) entre verdad formal, o asimilación espontánea que la inteligencia hace del objeto, y verdad lógica, que surge por la consciencia que el sujeto tiene de la verdad formal mediante el acto de juicio48. Este proceso se produce porque nuestro conocimien to no consiste en primer lugar en un acto de comprensión lógica, sino en confiar en lo real que se muestra. Además, la corrección del conocimiento espontáneo no depende exclusivamente de la exactitud del concepto usado para expresarlo, porque con anterioridad se produce el encuentro con lo real y posteriormente se conceptualiza de forma refleja, evitando así los extremismos epistemológicos (es decir, los que tienden a deducir la ontología de la lógica, absolutizando el concepto como representación exacta de lo real, que es lo que hace el idealismo, o los que tienden a descomponer lo real en elementos más simples e infravalorar el concepto en cuanto que no representa exactamente lo real, que es lo que hace el empirismo)49. Queda claro, por tanto, que la aprehensión espontánea se produce con anterioridad a la reflexión crítica; esta no produce el objeto ni lo reconstruye desde el principio porque es el encuentro vital con la alteridad el que da la «medida» de lo real. Por tanto, la capacidad de reflexionar críticamente no es exclusiva de las disciplinas rigurosas, sino que es propia del conocimiento espontáneo y vital, y es dentro de este 21 donde se insertan las «ciencias», aquellos conocimientos rigurosos que estudian lo real mediante delimitaciones abstractas. En efecto, un conocimiento riguroso no surge individuando un objeto material, sino un objeto formal - un punto de observación desde el que se contempla todo lo real - y un objeto material (o un conjunto de objetos materiales) que sea significativo para el punto de observación. El punto de partida de una «ciencia» consiste en tomar un conjunto de datos de lo real para volver de nuevo, una vez delimitado el objeto formal y la dirección de la investigación, a lo real, pero ya con una observación orientada, que conduce a la inducción (del latín inducere, que significa llevar hacia dentro, de lo particular a lo universal), es decir, a la confrontación del nuevo dato con la hipótesis de referencia. El objetivo es producir una explicación de conjunto, una «teoría científica» que integre la totalidad de los datos conocidos hasta entonces para orientar así toda observación posterior. A esta última operación se le conoce como deducción50 (del latín deducere, que significa «sacar fuera», «extraer de», y que se refiere al movimiento de lo universal a lo particular). «Teniendo en cuenta la realidad concreta de la que se parte, debe verse esta explicación de conjunto como un polígono, en el que van aumentando los datos, que está inserto en un círculo al que se aproxima poco a poco pero sin llegar a coincidir. De este modo, las conclusiones del conocimiento riguroso son siempre revisables, sin que por eso carezcan de valor, puesto que este se aproxima progresivamente a la res que, en todo caso, es accesible al conocimiento espontáneo» 51. Ahora bien, si, por el contrario, el conocimiento riguroso se fusiona con el espontáneo, entonces el conocimiento riguroso resulta superpuesto, cargado de demasiadas responsabilidades, y termina por convertirse en una ciencia dogmática para poder llegar a lo real (idealismo) o en una ciencia agnóstica para poder ser perfectible (empirismo)52. Podemos esbozar el método propio de la ciencia en los siguientes términos. Mientras que la filosofía se ocupa de la realidad en su espesor ontológico (del todo, como decían los antiguos filósofos griegos)", la ciencia se ocupa de lo real en su aspecto de «fenómeno», es decir, en cuanto conjunto de datos sensibles reunidos en una unidad sintética en virtud de su referencia a un «noúmeno» como ideal regulador. El objeto formal, por consiguiente, es lo real en cuanto mensurable (lo cuantitativo), es el ente sensible como «materia inteligible», y la ciencia se ocupa de la multiplicidad externa de lo real, no del hecho, sino del mecanismo del hecho, pero no de las finalidades54. En cuanto conocimiento riguroso, la ciencia empírica puede tener su objeto formal porque presupone la posibilidad de observar lo real por medio de la visión de lo empírico, es decir, a partir de la acogida de algo real que es mensurable de modo experimental. Por consiguiente, la observación orientada por la ciencia empírica es «la experimentación, que mide los datos con procedimientos reproducibles que también pueden usar los demás, su explicación de conjunto es la teoría científica y su momento práctico es la técnica, que aplica a lo real las teorías científicas»55. La teoría científica es la meta más elevada a la que pueden llegar las ciencias, sobre todo las teorías de carácter general, 22 porque se refieren a ámbitos de la naturaleza muy extensos y poseen una enorme capacidad cognoscitiva, si bien en el debate reciente se ha extendido la tesis, más cauta, que ve en las teorizaciones científicas «modelos abstractos de los fenómenos que creamos específicamente nosotros para representar algunos aspectos significativos»56 Con respecto al problema de la demarcación de los campos, de los criterios a seguir para delimitar las fronteras del conocimiento científico, algunos son partidarios del criterio de verificabilidad (toda afirmación científica es válida si es verificable empíricamente) mientras que otros prefieren el de falsabilidad (posibilidad de refutar las teorías científicas a partir de las previsiones que están obligadas a formular). Ahora bien, en la actividad científica se necesitan las dos, «puesto que el conocimiento científico trata tanto de la confirmación como de la refutación»57. Nos queda por decir alguna palabra sobre el denominado «problema del realismo», es decir, si las teorías científicas poseen una realidad independiente de la mente que las ha concebido. Recordando los límites del saber científico, y también el dato de que en las teorías científicas no falta un componente «creativo» (una idealización), podemos decir que «la ciencia es un método de conocimiento sistemático, auto-correctivo,criticable por todos y fundamentado en la experiencia fáctica elaborada mediante el razonamiento lógico consciente del carácter falible y no absoluto, un conocimiento que tiene cuidado en no extender sus métodos más allá de los límites de su propio campo» 58. Así pues, los resultados de estos procedimientos pueden ser evaluados críticamente por otras formas de conocimiento riguroso, como, por ejemplo, la ética filosófica o la teología moral. La ciencia empírica da el pistoletazo de salida a diversas disciplinas que tratan del mundo - como la física, la química y la biología-, del ser humano - como la medicina, la neurobiología y las ciencias aplicadas al deporte-, y de los fundamentos - como la epistemología (el estudio del conocimiento y de los saberes)". Podemos hacer en este momento un breve comentario sobre el método de la filosofía y de la teología, recordando que, aun cuando cambia su objeto formal con respecto al de las ciencias empíricas, no resulta tan diverso su método de investigación. El objeto formal de la filosofía supone la posibilidad de observar lo real a partir del punto de vista de la razón especulativa, es decir, a partir de la aceptación de lo real inteligible porque se trata de una realidad estable. Su investigación está orientada por la fenomenología: a partir de las realidades percibidas por la razón asciende hasta las condiciones de las posibilidades metafísicas (hasta la pregunta metafísica fundamental: ¿por qué existe algo y no más bien la nada?)"; su explicación de conjunto forma el sistema filosófico y su momento práctico se encuentra en la ética filosófica. La filosofía da origen también a diversas disciplinas: la teología filosófica y la filosofía de la religión (que tratan la cuestión de Dios), la filosofía de la naturaleza y la cosmología (que tratan la cuestión del mundo), la antropología filosófica y la ética (que tratan del ser humano), la lógica y la ontología (que estudian los fundamentos)' 23 Algo parecido (pero también diferente) puede decirse de la teología. Su objeto formal supone la posibilidad de observar lo real desde el punto de vista de la fe, de la aceptación de la revelación de Dios en jesucristo mediante el Espíritu. Su investigación procede mediante la teología positiva, que escucha y confirma los datos revelados («auditus fidei»), mientras que la explicación de conjunto es obra de la teología sistemática, que organiza y elabora los datos («intellectus fidei») según un orden o «hierarchia veritatum», y su momento práctico lo constituye la teología moral. La teología también da a luz diversas disciplinas: la cristología, la pneumatología y la teología trinitaria (que tratan del tema de Dios), la teología de la creación (que se dedica al estudio del mundo), la antropología teológica y la escatología (dedicadas al ser humano y a su fin último) y la teología fundamental, es decir, la teología de los fundamentos y la gnoseología teológica (que abordan la cuestión de los fundamentos). El análisis que acabamos de hacer nos permite, por tanto, precisar no solo el estatuto epistemológico y la metodología propia de cada disciplina, sino ponderar también la gran importancia que tiene la colaboración y la complementariedad de las múltiples formas del saber62. 5. Modelos de relación entre la fe y la ciencia El recorrido que hemos hecho en el apartado anterior nos permite decir que, a pesar de la presencia actual de una cierta fragmentariedad en el campo del saber, la perspectiva que hoy día más se busca y se sigue es la interdisciplinariedad y la integración. Esta tendencia emerge también al analizar las diversas tipologías de las relaciones y al evaluar sus potencialidades y capacidades críticas. El especialista norteamericano Jan Barbour, en su investigación fundamental sobre los modelos de relación entre la ciencia y la religión, presenta cuatro tipologías de relación: el conflicto, la independencia, el diálogo y la integración. Si bien valora positivamente la segunda y la tercera, considera que la dirección mejor está representada por la cuarta, es decir, por la integración de los saberes en una perspectiva interdisciplinaria, puesto que el término «integración» dice mucho más que un simple diálogo o intercambio de informaciones. «Integrar» significa «retener/preservar» y, al mismo tiempo, «superar/completar». El objetivo es producir un todo acabado o completado, es decir, asumir los resultados y los contenidos cognoscitivos que la ciencia nos ofrece en una visión unitaria y sintética superior con la aportación determinante de la filosofía y la teología63. Barbour ha formulado, así, la afirmación metodológica que sirve de «puente» entre la ciencia y la religión: «La estructura fundamental de la religión es, en ciertos aspectos, semejante a la de la ciencia, si bien se diferencian en diversos puntos esenciales»". El sacerdote anglicano J.Polkinghorne, que es físico y teólogo, invita en primer lugar a superar toda forma de reduccionismo, para proponer, a continuación, la integración y la unidad de los saberes, pues «la misma realidad es una unidad compuesta de más niveles. 24 Así, puedo percibir a otra persona como un conjunto de átomos, como un sistema bioquímico abierto a la interacción con el ambiente, o como un ejemplar de horno sapiens, como un objeto bello..., como un hermano por quien ha muerto Cristo. Todos estos aspectos son verdaderos y coexisten misteriosamente en esa única persona» 65. Merece la pena que reflexionemos un poco más sobre esta perspectiva que trata precisamen te de una relación más profunda entre la ciencia (conocimientos científicos y técnicos) y la teología (el saber sobre la fe). Son varios los teólogos que han reflexionado también sobre este tema, pero sin llegar a elaborar un pensamiento orgánico. Destacamos en primer lugar la aportación pionera de John H. Newman (1801-1890), que trató de armonizar las exigencias de la revelación y los descubrimientos de la ciencia natural". Posteriormente, Karl Rahner (1904-1984) reflexionó sobre la relación entre las ciencias naturales y la fe racional'. W.Pannenberg ha desarrollado una reflexión importante dialogando con las ciencias sobre la «doctrina de la creación» 68 («es importante ser conscientes de que en el diálogo entre teólogos y científicos, este no se mueve en el plano del sentido científico o religioso, sino en el de la reflexión filosófica sobre los términos científicos y las teorías religiosas»)69, haciendo una gran contribución al replanteamiento del concepto de Dios en la perspectiva de la evolución. A J.Moltmann le interesan las analogías que algunas teorías científicas podrían ofrecer a la comprensión de la relación entre Dios y el mundo`. B.Lonergan (1904-1984) reflexiona sobre cuestiones metodológicas". Por su parte, H.U. von Balthasar denuncia el extravío de la «gloria» en el desarrollo de la modernidad, es decir, de lo bello que, sustraído al ámbito de lo trascendente, es encerrado en el ámbito intramundano y es estudiado como tal exclusivamente de forma científica. Para recuperar esta pérdida es necesario superar el pensamiento de la identidad, característico de la modernidad, con una concepción analógica del ser, capaz de expresar la relación entre Dios y el mundo, entre Dios y los hombres`. Un comentario aparte merece el jesuita P.Teilhard de Chardin (1881-1955). Su obra constituye el primer ejemplo de una «relectura» de los resultados de las ciencias - en particular, desde la perspectiva evolutiva del cosmos y de la vida - a la luz de la revelación bíblica (Cristo como el punto Omega de la evolución) y, en este sentido, escribe: «La evolución se hace consciente de sí misma..., en nuestra consciencia, en cada uno de nosotros, la evolución se refleja y se vislumbra a sí misma» 73. Como primer intento no carece de incertidumbres y ambigüedades74. También merece nuestra atención la obra del ruso ortodoxo Pavel A. Florenskij (1882-1937), que era matemático, físico, filósofo y teólogo. Queriendo superar un gélido positivismo y una metafísica abstracta,intentó realizar una gran síntesis entre espiritualidad y cultura universal con el objetivo de hacer confluir las enseñanzas de la Iglesia en una visión filosófica, científica y artística del mundo. La teoría del conocimiento, entendida como «epistemología del símbolo», puede originar una «metafísica concreta», capaz de aquilatar la fuerza lógica, ontológica y salvífica del símbolo. Así pues, el símbolo es la clave para comprender la 25 naturaleza secreta de las cosas, para comprender una realidad que es siempre «más que ella misma», de la que la ciencia no puede prescindir75. Más recientemente, el teólogo C.Théobald, en una obra dedicada al estudio de la revelación, revisa los modelos en los que se ha articulado en el pasado la relación entre la fe y la ciencia (conflicto, independencia y convergencia), y propone un cuarto: el modelo de la articulación crítica. Este último encuentra su fundamento en el origen metafórico de los conceptos esenciales de la ciencia, en el entrelazamiento del lenguaje formal y el lenguaje narrativo, en las complejidades que el concepto de «universo» tiene también para la investigación científica, en la relación ineludible entre el que observa y aquello que es observado y en la índole antropomórfica del concepto de «vida»''. Por nuestra parte, podemos intentar exponer cuáles son los rasgos específicos de una nueva forma de entender la relación entre la fe y la ciencia77. Destacamos en primer lugar los rasgos de la autonomía y la distinción. La religión/fe (y la teología) no necesitan fundamentarse en la ciencia para justificarse. Por otra parte, la ciencia no es una ampliación de la religión, sino que debe justificarse por sí misma. Por consiguiente, cada una tiene sus propios principios y métodos, su hermenéutica y sus conclusiones. En efecto, la ciencia se ocupa del mundo físico y utiliza el método experimental, mientras que el conocimiento religioso usa otros métodos y otra clase de experiencia humana, a saber, la experiencia fundamentada en la confianza y en la credibilidad del Otro (Dios no es un objeto del conocimiento humano, ni cien tífico ni filosófico, sino el fundamento de todo conocimiento). Así pues, de conocimientos diferentes se derivan también consecuencias diferentes. El conocimiento científico satisface la sed de saber y puede tener consecuencias positivas y/o negativas sobre la vida individual y social, mientras que el conocimiento religioso y la teología exigen una implicación total, puesto que afectan a la relación con Dios y a nuestra libertad. Además, tenemos que decir que la distinción no significa separación o extrañeza78, sino, sencillamente, que la diferencia entre los campos del saber no debe entenderse como oposición: «Los dos sectores no son totalmente extraños el uno al otro, sino que tienen puntos de encuentro. La metodología propia de cada uno permite poner de manifiesto aspectos diversos de la realidad» 79. Una concepción epistemológica no reduccionista admite que conocimiento es todo cuanto el ser humano alcanza por medio de su capacidad racional y, por consiguiente, también es conocimiento el conjunto de informaciones/formaciones que derivan de una fuente digna de confianza (la revelación o comunicación de Dios en el caso de la fe cristiana). Por esto, es necesario que recordemos que el conocimiento científico no es el único tipo de conocimiento (como sostiene falazmente el cientificismo), sino que existen otros tipos de saberes y modos de conocer que tienen una gran relevancia para la existencia humana y a los que se debe reconocer dignidad epistemológica y de veracidad (como el arte, la literatura, la historia, las ciencias humanas, etc.). Además, actualmente 26 se cuestiona la tesis - sobre la que se fundamenta la teoría cientificista - según la cual el conocimiento científico/natural se basa en hechos y conduce a respuestas satisfactorias, mientras que los demás - el conocimiento religioso, in primis - se fundamentan en opiniones que no llevan a la «verdad». En esta perspectiva, comentan algunos autores: «La discusión teorética sobre el conocimiento ha puesto de manifiesto que en esta forma de conocimiento se filtran más presupuestos filosóficos que los que un determinado optimismo cognoscitivo de tipo científico-natural estaría dispuesto a admitir»80. Dicho de otro modo, la ciencia se ocupa de hechos ya interpretados, en los que «es necesario conocer la teoría para comprender el experimento..., en la ciencia están mezclados siempre el experimento y la teoría, la realidad y la interpretación (y, por tanto, la opinión). En realidad, la ciencia nos cuenta una parte de la verdad del mundo físico, puesto que no puede comunicarnos toda la verdad»$'. No se da una separación ni una contraposición entre la fe y el conocimiento científico (como falazmente creen los cientificistas ateos); tampoco es «la religión una mala ciencia» (como supone Dawkins)82, sino que, más bien, el cientificismo es una mala religión. Sí existe una diferencia entre ambos, pero se trata de un campo en el que pueden encontrarse, el campo de la experiencia humana, un terreno común en el que «la ciencia y la fe pueden juntarse en cuanto que emergen del mismo dominio fundamental de posibilidad inscrito en la estructura misma de la existencia»S3. Un campo donde es posible un diálogo y una integración a partir de una reflexión sobre la estructura y el origen, es decir, sobre las condiciones de posibilidad de la misma experiencia, remontándose a un nivel más originario del saber, un nivel en el que se originan las diversas formas del saber, tanto el científico como el de la fe, donde emergen preguntas comunes que tienen una importancia vital para toda la comunidad humanaS4. En este proceso debe evitarse, por un lado, toda tendencia regresiva que conduzca a formas de reduccionismo unilateral, así como debe mantenerse la autonomía y la distinción entre la teología y la ciencia; y, por otro, debe buscarse que se comprendan recíprocamente, enriqueciéndose mutuamente para el bien de la humanidad. En efecto, la Iglesia y la teología se enriquecen; la teología, como «fides quaerens intellectum», como compromiso de la fe por llevar a cabo su inteligencia, «debe estar hoy en intercambio vital con la ciencia, del mismo modo que lo ha estado siempre con la filosofía y otros saberes»S5. Esto no significa que la teología tenga que asumir acríticamente toda teoría filosófica o científica nueva; ahora bien, en el momento en que unos resultados determinados se convierten en patrimonio de la cultura del momento, la teología tiene la obligación de entenderlos y ponerlos a prueba mediante la explicitación de algunas potencialidades de la fe que hasta entonces no se habían expresado. Pero también se enriquece la ciencia, ya que esta se desarrolla mejor cuando sus conceptos y conclusiones se integran en la cultura humana más amplia y en su interés por el descubrimiento del sentido y del valor último de la realidad; así pues, los científicos no pueden desentenderse de ciertos argumentos que son tratados por los 27 filósofos y los teólogos. En este sentido, decía Juan Pablo II: «La ciencia puede liberar a la religión de error y superstición; la religión puede purificar la ciencia de idolatría y falsos absolutos... Solo una relación dinámica entre teología y ciencia puede revelar los límites que mantienen la integridad de cada disciplina, de forma que la teología no se convierta en una pseudociencia ni la ciencia se convierta inconscientemente en teología. El conocimiento recíproco lleva a que sean más auténticamente ellas mismas. No puede leerse la historia sin advertir que la responsabilidad de la crisis recae en ambas comunidades. La aplicación de la ciencia se ha manifestado en más de una ocasión como masivamente destructiva, y con demasiada frecuencia las reflexiones sobre la religión han sido estériles. Necesitamos que cada una sea lo que debe ser, o mejor dicho, lo que están llamadas a ser» $6. Puesto que en el ser humano, en cuanto que no es reducible al mundo delas cosas, concurre esta pluralidad de saberes, todo reduccionismo epistemológico termina en un reduccionismo antropológico que niega su libertad de establecer vínculos, su capacidad para relacionarse, para abrirse a lo incondicionado, a lo infinito, en definitiva, todo cuanto lo convierte en un ser espiritual (racional y libre) con capacidad para unir la ciencia y la fe, la filosofía y la teología, y también para oponerse a toda limitación o explicación que lo reduzca a un puro sistema biológico y/o a un mero animal`. Por consiguiente, la fe (la teología) y la razón (la ciencia) están llamadas a colaborar recíprocamente, superando la ruptura moderna entre una fe considerada solamente como «irracional» y una razón que solo merece tal nombre si es «científica». Para conseguirlo, es necesario subrayar el carácter «cognoscitivo» de la fe (sin olvidar sus otras dimensiones) y el valor «sapiencial» (es decir, no solamente técnico) de la razón abierta a las preguntas sobre el sentido". La filosofía, la teología y la ciencia pueden actuar sinérgicamente creando un perfil elevado de razón, superando el reduccionismo cartesiano de la subjetividad que se decide totalmente en la res cogitans, determinando, de este modo, que el sujeto de todo conocimiento de la verdad es la consciencia humana y no solamente la razón y, analizando, finalmente, los diversos modos (estético, ético, simbólico, religioso) que median la relación entre la consciencia y la verdad en el marco del juego insuperable del ejercicio de la libertad. Dicho brevemente: se trata de reconducir la actividad de la razón al seno de una antropología integral, abierta a una trascendencia que se realiza en la fe$9. «La ciencia moderna de la naturaleza no es enemiga de la fe cristiana, sino su pareja en la búsqueda del sentido y de la verdad del mundo y de la vida. En la perspectiva cristiana, la ciencia de la naturaleza contribuye a una justa comprensión de la realidad y, por tanto, a un futuro mejor para el hombre y para el mundo» 9°. A partir de estos presupuestos, podemos decir que la teología tiene actualmente, entre otras tareas, el cometido de releer la revelación bíblica a la luz de los resultados de las ciencias contemporáneas; si bien «el contenido dogmático y el sentido auténtico del dato revelado no dependen en cuanto tales de los resultados de las ciencias, no obstante, 28 gracias a ellas puede incrementarse su inteligencia y, con ella, la coherencia interna y las implicaciones del depósito de la fe» 91. Las áreas teológicas que están más implicadas son la teología fundamental (que también debe abordar las epistemologías y las metodologías), el tratado sobre la creación y la antropología teológica (abordando la cosmología física que presenta una pronunciada dimensión históricoevolutiva, la lenta síntesis de los elementos químicos y la formación de los escenarios físicos aptos para acoger la vida y, finalmente, la vida humana, que resume en la propia dimensión corpórea la larga historia cósmica, mostrando, al mismo tiempo, que no se reduce completamente al panorama biológico que la circunda y del que forma parte; nos referimos, claro está, al homo sapiens sapiens)`, la escatología (el futuro inmanente y trascendente) e incluso la misma cristología (la relación entre la his toria cósmico- humana y la historia de la salvación, cuyo eje es Jesucristo como salvador de todos y de todo)". «El significado y la lógica de la historia de la salvación - que es la historia de la libertad de Dios y de la libertad del hombre- superan, ciertamente, en sentido a cuanto puedan aportar las historias evolutivas del cosmos y de la vida, y las reconstrucciones posibles que de ellas pueden hacer las ciencias. Y, sin embargo, la historia de la salvación se produce, es decir, acontece, en estas historias y se cruza con ellas. El realismo del misterio de la encarnación, con el que el Verbo de Dios al asumir la naturaleza humana ha asumido también todas las relaciones con lo creado, conlleva el deber de tomar en serio esta intersección, explorando hasta el fondo sus consecuencias (la resurrección)» 94, porque en él - en el Cristo de Dios - «están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3). II. La fe y la ciencia en el teólogo y papa «Para que se sientan animosos y concordes en el amor; para que se colmen de toda clase de riquezas de conocimiento y comprendan el misterio de Dios, que está en Cristo. En él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia». CARTA A LOS COLOSENSES 2,3 1. Teólogo y pastor En el ámbito de esta compleja historia de las relaciones entre la fe y la ciencia tenemos la posibilidad de verificar la aportación realizada por el teólogo Joseph Ratzinger que ha llegado a convertirse en el obispo de Roma (2005) con el nombre de Benedicto XVI. Es el segundo papa que procede de la Pontificia Academia de las Ciencias (después de Eugenio Pacelli, que llegaría a ser Pío XII). La elección del nombre «Benedicto/Benito» se debe a la admiración que siente por san Benito de Nursia (inspirador del monacato occidental y patrón de Europa) y por Benedicto XV (Giacomo Della Chiesa [1854- 29 1922], elegido papa en 1914), que condenó la primera guerra mundial como una «masacre inútil» y señaló la paz como tarea de la ciencia y de los científicos. Joseph Alois Ratzinger nace en Marktl am Inn (Baviera) el 16 de abril de 1927. Tras los estudios filosóficos (interrumpidos por la guerra durante el bienio 1943-1945)95 y teológicos, fue ordenado presbítero el 29 de junio de 1951 por Michael von Faulhaber, cardenal arzobispo de München y Freising96. Con ocasión de su nombramiento como miembro de la Pontificia Academia de las Ciencias, Ratzinger bosquejó algunas características de su formación teológica como también de los estudios realizados durante su docencia como profesor en varias facultades de Teología de Alemania, incluyendo la experiencia de su participación en el concilio Vaticano II: «Seguí mis estudios de filosofía y teología inmediatamente después de acabar la guerra, entre los años 1946 y 1951. En esta época, la formación teológica en la Facultad de München se fundamentaba esencialmente en el pensamiento del movimiento bíblico, litúrgico y ecuménico que se había desarrollado en el período de entreguerras. Los estudios bíblicos han sido fundamentales y esenciales en mi formación, y el método histórico-crítico ha sido siempre muy importante incluso para mi trabajo teológico posterior. »Por lo general, mi formación estaba orientada hacia la historia, y si bien me especialicé en teología sistemática, tanto en mi tesina como en mi tesis doctoral abordé cuestiones de tipo histórico. La tesina trataba sobre el concepto de "pueblo de Dios" en san Agustín; en este estudio analicé cómo Agustín dialogaba con diversas formas de platonismo (Plotino, Porfirio). Pero resulta que, al mismo tiempo, Agustín dialogaba con la ideología romana [...], me resultó fascinante ver cómo mediante el diálogo con estas culturas diferentes definía Agustín la esencia de la religión cristiana. Él no veía la fe cristiana en continuidad con las religiones precedentes, sino con la filosofía, como una victoria de la razón sobre la superstición. »En la tesis doctoral realicé un trabajo sobre san Buenaventura, un teólogo franciscano del siglo XIII. Descubrí un aspecto de la teología de Buenaventura que no había encontrado en las investigaciones anteriores, a saber, su relación con la nueva con cepción de la historia de Joaquín de Fiore, que vivió en el siglo XII. Joaquín concebía la historia como un proceso de desarrollo espiritual que pasa por tres fases: del período del Padre se pasa al del Hijo, y de este segundo período se pasa al tercero, el del Espíritu Santo (caracterizado por la reconciliación universal). Buenaventura sostenía un diálogo crítico con esta corriente. Al concluir este trabajo, se me ofreció una plaza de profesor de teología fundamental en la Universidad de Bonn, período en el que investigué en las áreas de la eclesiología,la historia y la filosofía de la religión. »De 1962 a 1965 tuve la gran oportunidad de asistir al concilio Vaticano II como experto. Fue realmente un período muy importante en mi vida, pues participé en esta gran conferencia en la que no solo se reunieron para dialogar obispos y teólogos, sino también continentes y culturas diversas, así como diferentes escuelas de pensamiento y 30 de espiritualidad intraeclesiales. Posteriormente, acepté una plaza en la Universidad de Tübingen con el deseo de estar más cerca de la Escuela de Tübingen, especializada en una teología de enfoque histórico y ecuménico. En 1968 se produjo una explosión muy violenta de teología marxista y, así, cuando se me ofreció una plaza en la recién creada Universidad de Regensburg, la acepté [...]. En el tiempo pasado en Tübingen escribí un libro sobre escatología y otro sobre los principios de la teología, como el problema del método, el problema de la relación entre la razón y la revelación, y entre tradición y revelación» 97. Su actividad docente termina en 1977, cuando Pablo VI lo nombra arzobispo de München y Freising. Es consagrado el 28 de mayo. Elige por lema episcopal las palabras Mitarbeiter der Wahrheit («Colaborador de la verdad») «ante todo porque me parecía que podían representar bien la continuidad entre mi tarea anterior y el nuevo cargo; porque, con todas las diferencias que se quieran, se trataba y se trata siempre de lo mismo: seguir la verdad, ponerse a su servicio» 9g. En este mismo año, el 27 de junio, Pablo VI lo crea cardenal dándole el título de presbítero de Santa Maria Consolatrice al Tiburtino. En 1978, Ratzinger participa en dos cónclaves. En el primero se eligió como papa el 26 de agosto al patriarca de Venecia Albino Luciani (Juan Pablo 1 [26 de agosto al 30 de septiembre de 1978]). Y en el segundo se elige el 16 de octubre al arzobispo de Cracovia Karol Wojtyla (Juan Pablo II [16 de octubre de 1978 - 2 de abril de 2005]). El papa polaco lo llama a Roma el 25 de noviembre de 1981 y lo nombra Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, una tarea que conlleva también la presidencia de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica Internacional. En noviembre de 2002 es nombrado decano del colegio cardenalicio. En su intervención ante la Pontificia Academia de las Ciencias habla también de este período de su vida dedicado principalmente al servicio pastoral, pero sin por ello dejar en suspenso su trabajo teológico: «Cuando comenzaba a desarrollar mi concepción teológica, Pablo VI me nombró arzobispo de München y tuve que dejar la actividad teológica. Posteriormente, en noviembre de 1981, Juan Pablo II me pidió que fuera el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica (PCB) y de la Comisión Teológica Internacional (CTI). Estas dos instituciones trabajan con plena libertad y funcionan como elemento de conexión entre la Santa Sede y el mundo de la teología. Me ha servido de gran utilidad presidir estas dos comisiones, puesto que me ha permitido mantenerme en contacto con los teólogos y con la teología. Dos documentos elaborados por la PCB fueron acogidos muy positivamente. El primero abordó la cuestión de los métodos exegéticos99. Durante los últimos cincuenta años hemos asistido a interesantes avances en el campo de la metodología, no solo sobre el método histórico-crítico clásico, sino también con respecto a la creación de nuevos métodos que abordan la unidad de la Biblia desde los diversos desarrollos de este género literario particular. El segundo documento trata de la relación entre la Sagrada Escritura del pueblo judío - el Antiguo Testamento - y el Nuevo Testamento. En él se 31 aborda la cuestión sobre cómo las dos partes de la Biblia, cada una con su propia historia, pueden considerarse una sola Biblia, en qué sentido puede justificarse una interpretación cristológica del Antiguo Testamento - que no es tan evidente en sus propios textos - y cómo nos relacionamos con la interpretación judía del mismo'°° »La Comisión Teológica Internacional ha publicado documentos sobre la interpretación del dogma, el diaconado, la teología de la liberación, la revelación y la inculturación [...], este último asunto, es decir, el diálogo intercultural e interreligioso, constituye actualmente el tema principal de estudio de la Congregación. El encuentro de la Congregación con los obispos y los teólogos con el objetivo de encontrar el modo en que se haga posible hoy día una síntesis intercultural sin que se pierda la identidad de nuestra fe, es para nosotros un desafío apasionante, y pienso que puede tener también su importancia para quienes no son cristianos o no son católicos»101 Entre tanto, el 2 de abril de 2005 concluye el largo pontificado de Juan Pablo II. Como decano del colegio cardenalicio, Ratzinger preside el 8 de abril las exequias ante una multitud inmensa de fieles. El 18 de este mismo mes preside la eucaristía «pro eligendopontifice», un poco antes de que se pronunciara el famoso «extra omnes». Concluye su homilía diciendo: «En esta hora, especialmente, oremos con insistencia al Señor para que, después del gran don del papa Juan Pablo II, nos dé un nuevo pastor según su corazón, un pastor que nos conduzca al conocimiento de Cristo, a su amor, a la verdadera alegría». En el mismo día, el cónclave (en el que participan 117 cardenales electores, con dos ausencias por enfermedad) realiza una primera votación, pero sin éxito. En la tarde del 19 de abril, a la cuarta votación, es elegido Joseph Ratzinger, que adopta el nombre de Benedicto XVI. En su primer saludo a los fieles dice: «Los señores cardenales, después del gran papa Juan Pablo II, me han elegido a mí, que soy un simple y humilde trabajador en la viña del Señor». Para entender los elementos esenciales del tema de la relación entre la fe y la ciencia en el vasto pensamiento filosófico-teológico de Ratzinger, tenemos que retomar brevemente las líneas principales de la producción del papa-teólogo. 2. La teología de Ratzinger El pensamiento y la obra de Ratzinger tienen una notable trascendencia. Concentra su reflexión en el tema de la fe (sus fundamentos racionales e históricos, las relaciones entre fe y razón, y entre la filosofía, la teología y la ciencia), en el Dios de la revelación bíblica (Dios de la fe y Dios de los filósofos; DioslAgápe; el misterio trinitario), en jesucristo muerto y resucitado para la salvación de la humanidad y del cosmos; en la Iglesia como comunidad eucarística, y en el diálogo intercultural e interreligioso a escala mundial. Sus fuentes principales son la meditación asidua de la Sagrada Escritura y la investigación en el área de la historia de la teología (patrística-medieval), con particular 32 interés por san Agustín (para replantear la eclesiología, la realidad misteriosa de la Iglesia, a partir de las categorías «pueblo de Dios» y «casa de Dios»)102 y por san Buenaventura (para descubrir el carácter central de la historia salutis y de la revelación divina, y el nexo que existe entre Cristo y el Espíritu)103 Hace suyo el cristocentrismo que había sido retomado por diversos teólogos antes del Vaticano II y que llegará a confluir en la teología conciliar. En este horizonte cristocéntrico, la primera tarea de la teología consiste en presentar la fiabilidad del acontecimiento jesucristo en conformidad con el significado que se le reconoce en la libertad y la inteligencia de la fe; así, a la luz del acontecimiento cristológico se muestra el significado de la relación entre Dios y el hombres04 En esta perspectiva se releen las cuestiones, materia de debate entre las confesiones cristianas desde siglos, de la relación entre la Escritura y la Tradición, y de la hermenéutica de los dogmas. El segundo período (primera mitad de la década de 1960, profesor en Bonn y, después, en Münster) coincide con su participación, como experto, en el concilio Vaticano II. Ratzinger presenta sus valoraciones en varias conferencias105 y, posteriormente,
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