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Euclides Eslava

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Euclides Eslava 
 
 
La Pasión de 
Jesús 
 
 
 
 
 
 
Publicaciones Universidad de La Sabana 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
2 
 
EDICIÓN 
Dirección de Publicaciones 
Campus del Puente del Común 
Km 7 Autopista Norte de Bogotá 
Chía, Cundinamarca, Colombia 
Tels.: 861 55555 – 861 6666, ext. 45101 
www.unisabana.edu.co 
https://publicaciones.unisabana.edu.co 
publicaciones@unisabana.edu.co 
 
 
 
CORRECCIÓN DE ESTILO 
María José Díaz Granados 
 
 
Con licencia eclesiástica de monseñor Héctor Cubillos Peña, obispo de 
la Diócesis de Zipaquirá, 3 de septiembre de 2020. 
 
 
 
 
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https://publicaciones.unisabana.edu.co/
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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ÍNDICE con enlaces 
 
Autor 
Contenido 
Prólogo 
1. Camino de Jerusalén 
1.1. Primer anuncio de la muerte y resurrección 
1.2. El celibato por el reino de los cielos 
1.3. La unción en Betania 
2. Domingo de Ramos 
2.1. Jesús, manso y humilde de corazón 
2.2. El grano de trigo 
3. Discusiones con los fariseos 
3.1. Parábola de los dos hijos 
3.2. Parábola de los viñadores homicidas 
3.3. Parábola de los invitados a la boda 
 
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3.4. El tributo al césar 
3.5. El mandamiento principal 
3.6. La ofrenda de la viuda 
3.7. La resurrección de los muertos 
4. El Triduo Pascual 
4.1. El Jueves Santo 
4.2. Viernes Santo 
4.3. Sábado Santo: María, nuestra madre 
Bibliografía 
 
 
 
 
 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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Autor 
 
 
Euclides Eslava es sacerdote, médico y doctor en 
Filosofía. Jefe del Departamento de Teología, director del 
Centro de Estudios para el Desarrollo Humano Integral 
(Cedhin) de la Universidad de La Sabana, y miembro del 
grupo de investigación Racionalidad y Cultura de la misma 
institución; compilador del libro Perdón, compasión y 
esperanza (2020); autor de los libros Milagros: los signos 
del Mesías (2019), El Hijo de María (2018), Como los 
primeros Doce (2017), El secreto de las parábolas (2016), 
La filosofía de Ratzinger (2014) y El escándalo cristiano 
(2da. ed., 2009), entre otras obras. 
 
 
 
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Prólogo 
 
 
El hombre solamente es importante si es verdad que 
un Dios ha muerto por él. 
Nicolás Gómez Dávila (1992, p. 71) 
 
 
En el relato autobiográfico de Sohrab Amhari, un 
iraní ateo y marxista con educación islámica, cuenta que se 
encontró un día leyendo por casualidad el evangelio de 
Mateo. El autor refiere que los primeros 25 capítulos no 
supusieron nada especial para él, que no lo impresionaron 
demasiado. Sin embargo, “todo cambió cuando llegué al 
capítulo 26, la narración de la Pasión. Recuerdo que me 
incorporé y leí con atención, cuando antes había estado 
hojeando lánguidamente. Contra todas mis inclinaciones y 
todos mis instintos, la narración del evangelista me fascinó” 
(2019, p. 62). 
Las palabras que le generaron tanto interés fueron: 
“Cuando acabó Jesús todos estos discursos, dijo a sus 
discípulos: ‘Sabéis que dentro de dos días se celebra la 
Pascua y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser 
crucificado’” (Mt 26,1-2). Le impresionó que en dos 
versículos quedara cristalizada la doble tragedia de la 
pasión: de una parte, que se condenara y ejecutara a un 
inocente; y, por otro lado, que ese hombre se entregara 
 
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voluntariamente a la humillación aunque era omnipotente. 
La conclusión de aquel futuro católico fue que, si bien el 
cristianismo “no dejaba de ser tan falso como cualquier 
religión, no era fácil desecharlo; algo había en el mito del 
sacrificio de Cristo que trascendía la historia y la lucha de 
clases” (Amhari, 2019, p. 63). 
Comenzamos nuestro itinerario por el pasaje más 
crucial de la vida de Jesús con un testimonio 
contemporáneo, que nos ayuda a valorar la trascendencia 
de los eventos que consideraremos en estas páginas. Y es 
que el misterio de la pasión del Señor ha removido muchas 
conciencias a lo largo de la historia. La fuerza del sacrificio 
del cordero pascual sigue confrontando a las personas que, 
al considerar esas escenas, caen en la cuenta de que no son 
simples relatos del pasado sino que conservan su 
actualidad: que somos protagonistas de esos hechos, tanto 
porque formamos parte de la multitud culpable como 
porque somos beneficiarios de aquel holocausto. 
Estas páginas aspiran a ser un retiro espiritual, un 
rato de conversación con Dios sobre los momentos 
definitivos de Jesucristo y de la humanidad entera y, por 
tanto, de nuestra vida personal. De esa manera, se espera 
hacer vida el anuncio que el papa Francisco hizo a los 
jóvenes: 
 
 
Ese Cristo que nos salvó en la Cruz de nuestros 
pecados, sigue salvándonos y rescatándonos hoy con ese 
mismo poder de su entrega total. Mira su Cruz, aférrate a Él, 
 
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déjate salvar, porque “quienes se dejan salvar por Él son 
liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del 
aislamiento” (2013b, n. 1). Y si pecas y te alejas, Él vuelve a 
levantarte con el poder de su Cruz. Nunca olvides que “Él 
perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus 
hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad 
que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos 
permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una 
ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede 
devolvernos la alegría” (2013b, n. 3). (2019, n. 119) 
 
 
La Madre de Jesús es una de las pocas personas 
fieles al Señor en el Calvario. A ella le pedimos que la 
meditación de este libro nos ayude a una nueva conversión, 
a recomenzar cada día nuestra lucha para unirnos al 
sacrificio redentor de acuerdo con su enseñanza: “Si alguno 
quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome 
su cruz y me siga” (Mc 8,34). 
 
 
Bogotá, 6-10-2020 
 
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1. Camino de Jerusalén 
 
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1.1. Primer anuncio de la muerte y resurrección 
 
 
En el capítulo 16 del evangelio de san Mateo, y en el 
octavo de san Marcos, se presenta una peculiar encuesta 
que hizo Jesús sobre quién decía la gente que era él, y qué 
habían comprendido los Apóstoles sobre su persona y su 
misión. Pedro respondió con audacia que Jesús era el 
Mesías, ante lo cual el Maestro los conminó a guardar esa 
verdad como un secreto. Podemos intuir el sentido último 
de ese diálogo con el anuncio que el Señor hizo a 
continuación: “comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos 
que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte 
de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía 
que ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21). 
La clave del mesianismo del Señor pasa por la cruz, 
de acuerdo con lo que habían predicho los profetas, como 
se ve en los cánticos del siervo del Señor que presenta 
Isaías (50,5-9): “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, 
las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el 
rostro ante ultrajes y salivazos”. Pedro, representante de 
nuestra falta de fe, lo reprendió por decir tales cosas justo 
cuando acababa de confirmarles el esplendor de su 
mesianismo: “Se lo llevóaparte y se puso a increparlo” (Mc 
8, 32). Jesús, a su vez, le hizo ver que razonaba con lógica 
humana ante el modo de obrar de Dios. Quizás el primer 
papa entendía el papel de Jesús en clave política, como casi 
todos sus contemporáneos. Jesús no dudó en corregirlo de 
modo llamativo: “¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas 
como los hombres, no como Dios!”. 
 
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La reconvención —vade retro— puede considerarse 
enigmática: se solía traducir como “apártate de mí”, y ahora 
se ha mejorado con la versión “ponte detrás de mí”, que el 
papa Benedicto XVI (2006) glosa: 
No me señales tú el camino; yo tomo mi sendero y tú 
debes ponerte detrás de mí. Pedro aprende así lo que 
significa en realidad seguir a Jesús. Nosotros, como Pedro, 
debemos convertirnos siempre de nuevo. Debemos seguir a 
Jesús y no ponernos por delante. Es él quien nos muestra la 
vía. Así, Pedro nos dice: tú piensas que tienes la receta y 
que debes transformar el cristianismo, pero es el Señor 
quien conoce el camino. Es el Señor quien me dice a mí, 
quien te dice a ti: sígueme. Y debemos tener la valentía y la 
humildad de seguir a Jesús, porque él es el camino, la 
verdad y la vida. 
La increpación de Jesús a Pedro se completa y 
explica con la siguiente invitación: “Si alguno quiere venir 
en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me 
siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el 
que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”. 
Es como una nueva vocación. Muchas personas han 
sentido el llamado divino al escuchar estas palabras: “Es la 
ley exigente del seguimiento: hay que saber renunciar, si es 
necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos 
valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios 
en el mundo” (Benedicto XVI, 2006). 
No hay mejor negocio: “el que pierda su vida por mí 
y por el Evangelio, la salvará”, gozará la verdadera alegría 
ya en esta tierra y después, mucho más, en el cielo. Pero el 
 
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precio es perder la vida. Como dice el Catecismo: la 
perfección cristiana “pasa por la cruz. No hay santidad sin 
renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual 
implica la ascesis y la mortificación que conducen 
gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las 
bienaventuranzas” (Iglesia Católica, 1993, n. 2015). 
Juan del Encina lo enseñaba de manera poética: 
“Corazón que no quiera sufrir dolores, pase la vida entera 
libre de amores”. El Santo Cura de Ars (san Juan María 
Vianney, 2015) predicaba que, … desde que el hombre pecó, 
sus sentidos todos se rebelaron contra la razón; por 
consiguiente, si queremos que la carne esté sometida al 
espíritu y a la razón, es necesario mortificarla; si queremos 
que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso 
castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, 
es necesario mortificar el alma con todas sus potencias. (p. 
66) 
Sacrificarse voluntariamente por amor a Jesús no es 
otra cosa que seguir sus huellas: él nació y vivió pobre, 
ayunó cuarenta días con sus noches, no tenía dónde 
reclinar la cabeza, pasó hambre y sed, sufrió persecución, 
padeció en la cárcel y en juicios inicuos, fue sometido al Vía 
Crucis y, finalmente, murió en la cruz. Tú y yo, ¿qué hemos 
hecho para seguirlo de cerca?, ¿nos damos cuenta de la 
importancia de negarnos a nosotros mismos, de tomar 
nuestra cruz —siempre pequeña, comparada con la suya— 
y de seguirle? 
Probablemente a nosotros no nos toque repetir los 
padecimientos y los ayunos de Jesús, pero vale la pena 
mirar en la oración qué cosas pequeñas (o no tan 
 
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pequeñas) podemos ofrecerle a Dios. La única manera de 
seguir a Jesucristo es negándonos a nosotros mismos, a 
nuestros egoísmos, a nuestra sensualidad, rechazando las 
tentaciones que pretenden apartarnos del camino. Pero el 
seguimiento de Jesús no es solo un sendero de negaciones. 
Ese “ponerse detrás” del Maestro que Jesús recomienda 
supone, sobre todo, tomar positivamente la cruz, buscarla 
en las circunstancias ordinarias. 
Por eso es tan importante que, en nuestra lucha 
interior, tengamos una lista de mortificaciones, de 
pequeños sacrificios que son como la oración del cuerpo, 
con los que vamos condimentando la jornada: desde el 
primer momento, podemos ofrecer el “minuto heroico”, la 
levantada en punto, que tanto nos ayuda a vivir con talante 
de lucha. Cada uno puede hablar con el Señor, 
comprometerse con él en otros pequeños ofrecimientos a lo 
largo del día: bañarse con agua fría; dejar ordenados el 
cuarto y el baño antes de salir; comer con templanza, en 
cuanto a la cantidad y a la calidad; llegar puntualmente al 
trabajo, trabajar con intensidad, aprovechar el tiempo, 
hacer sus labores con orden, servir a los demás, estudiar 
con constancia, evitar las distracciones en el uso de internet 
y de las redes sociales, vivir la caridad en el trabajo y en la 
calle (conducir como lo haría Jesucristo, ceder el paso, 
respetar las normas del tránsito). 
Y también al llegar a casa: sonreír —a pesar del 
cansancio de la jornada laboral—, cuidar el orden en la 
ropa, en el cuarto, en el baño, en el estudio; ceder el 
televisor o el computador a quien lo necesita, no hacer un 
comentario gracioso pero molesto, perdonar, pedir perdón, 
 
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adelantarse a las necesidades ajenas, ofrecerse a hacer un 
oficio menos grato, moderar el carácter, etc. 
Pueden servir para nuestra oración unas palabras de 
Benedicto XVI, en la Encíclica Spe salvi (2007b), sobre la 
mortificación como una manera de tomar la cruz del Señor, 
cada día: la idea de poder “ofrecer” las pequeñas 
dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez 
como punzadas más o menos molestas, dándoles así un 
sentido, eran parte de una forma de devoción todavía muy 
difundida hasta no hace mucho tiempo, aunque hoy tal vez 
menos practicada […]. Estas personas estaban convencidas 
de poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran com-
padecer de Cristo, que así entraban a formar parte de algún 
modo del tesoro de compasión que necesita el género 
humano. (n. 40) 
La consideración de este pasaje nos debe confirmar 
en nuestra decisión de seguir a Jesucristo en su camino a la 
cruz. De identificarnos con él, como sugiere san Pablo: 
“Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de s, por la 
cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo” 
(Ga 6,14). Tomás de Aquino presenta la cruz como la mejor 
escuela para aprender la ciencia de la identificación con 
Jesucristo en virtudes como la caridad, la paciencia, la 
humildad o la obediencia: 
La pasión de Cristo tiene el don de uniformar toda 
nuestra vida. El que quiera vivir con rectitud, no puede 
rechazar lo que Cristo no despreció, y ha de desear lo que 
Cristo deseó. En la cruz no falta el ejemplo de ninguna 
virtud. Si buscas la caridad, ahí tienes al Crucificado. Si la 
paciencia, la encuentras en grado eminente en la cruz. Si la 
 
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humildad, vuelve a mirar a la cruz. Si la obediencia, sigue al 
que se ha hecho obediente al Padre hasta la muerte de cruz. 
(Collationes de Credo in Deum, citado por Belda, 2006, p. 
130) 
“Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a 
sí mismo, tome su cruz y me siga”. El sentido del 
sufrimiento, del dolor, del tomar la cruz cotidiana consiste 
en ir detrás de Cristo, en acompañarlo en su tarea 
salvadora, en ser corredentores con él; no es una prácticamasoquista. Tampoco es cuestión de cumplir unos 
propósitos, sino de destinar la vida, de gastarla al servicio 
del Señor y de las almas. “Porque, quien quiera salvar su 
vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el 
Evangelio, la salvará”. 
Sin embargo, no hemos de olvidar el planteamiento 
inicial del pasaje que estamos contemplando: “El Hijo del 
hombre tiene que padecer mucho, […] y resucitar a los tres 
días”. ¡Hay esperanza! Se trata de un plan divino para 
salvarnos. La última palabra no es de dolor y de muerte, 
sino de alegría y de vida, como enseñaba san Josemaría, 
basado en su propia experiencia de padecimientos por 
Cristo: 
 
Solo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se 
decide a colocar en el centro de su alma la cruz, negándose 
a sí mismo por amor a Dios, estando realmente 
desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, 
es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y 
sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la 
 
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gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo. Es entonces 
también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que 
Cristo nos ha ganado, que se nos comunican con la gracia 
del Espíritu Santo. (San Josemaría, 2010, n. 137) 
Por ese camino de identificación con Jesucristo, de 
seguirlo hasta el Calvario, este santo descubrió que “la 
alegría tiene sus raíces en forma de cruz” (San Josemaría, 
2010, n. 43; cf. 2009b, n. 28). Porque esa es la única vía para 
realizar su llamado a corredimir con él. Lo consideramos en 
el cuarto misterio doloroso del santo Rosario: “No te 
resignes con la cruz. Resignación es palabra poco generosa. 
Quiere la cruz. Cuando de verdad la quieras, tu cruz será... 
una cruz, sin cruz. Y de seguro, como él, encontrarás a 
María en el camino”. 
 
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1.2. El celibato por el reino de los cielos 
 
 
Después del segundo anuncio de la pasión, san 
Mateo relata que los fariseos se acercaron con insidia a 
Jesús preguntándole, “para tentarle” (19, 1-12): 
 
 
Se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, 
para ponerlo a prueba: “¿Es lícito a un hombre repudiar a 
su mujer por cualquier motivo?”. Él les respondió: “¿No 
habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre 
y mujer, y dijo: ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su 
madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola 
carne’? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. 
Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. 
 
 
El Señor expone la dignidad del matrimonio, inscrito 
en el plan original de la creación. También muestra las 
exigencias de santidad que ese sacramento conlleva, ante lo 
cual sus propios discípulos reaccionan diciendo: “Si esa es 
la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta 
casarse”. La respuesta del Señor es una clase magistral 
sobre el celibato: “No todos entienden esto, solo los que han 
recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre 
de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay 
 
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quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los 
cielos. El que pueda entender, entienda”. 
El contexto es claramente polémico: el primer 
requisito para entender esta doctrina es querer. Si uno se 
acerca con predisposiciones negativas, nacidas quizá de la 
propia incapacidad para vivirlo, no lo entenderá nunca. La 
respuesta de Jesús habla de tres clases de eunucos o de 
célibes: congénitos, castrados para servir en las cortes, y los 
voluntarios que se dedican libremente a las exigencias del 
reino. Este último grupo se relaciona con las propuestas 
radicales que el Señor había hecho once capítulos atrás, en 
el mismo Evangelio de Mateo (8,22): “Sígueme y deja a los 
muertos enterrar a sus muertos”. También resuenan aquí 
las enseñanzas de san Pablo sobre la superioridad de la 
virginidad cristiana (1Co 7,25ss): “Quien desposa a su 
virgen obra bien; y quien no la desposa obra mejor”. 
Gnilka (1995) cuenta que, por el uso de la palabra 
“eunuco”, se trataba de un insulto a Jesús: los enemigos le 
decían de esa forma (así como le llamaban “comedor y 
bebedor”), escandalizados por su celibato voluntario, que 
suscitaba extrañeza en el judaísmo contemporáneo. No se 
trata de un ideal ascético, ni tampoco de un escalafón para 
alcanzar el reinado de Dios, sino de una opción para 
dedicarse con todas las fuerzas a trabajar para el reino, por 
amor. 
El celibato “por el reino de los cielos” forma parte 
del anuncio cristiano a través de los tiempos y no pierde su 
vigencia en las circunstancias actuales, pero requiere una 
perspectiva teológica para comprenderlo, no se puede 
afrontar solo desde encuestas sociológicas. La esencia del 
 
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19 
 
celibato consiste, en palabras de Echevarría (2003), en que 
manifiesta la completa y libre oblación que el candidato 
hace de su propia vida, para Cristo y para la Iglesia, 
siguiendo el ejemplo —y la llamada y la gracia— de 
Jesucristo. San Josemaría hablaba en una ocasión a la luz de 
su propia experiencia: 
El sacerdote, si tiene verdadero espíritu sacerdotal, 
si es hombre de vida interior, nunca se podrá sentir solo. 
¡Nadie como él podrá tener un corazón tan enamorado! Es 
el hombre del Amor, el representante entre los hombres del 
Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, 
con Jesucristo y en Jesucristo. Es una realidad divina que 
me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, 
alzando y teniendo en las manos el cáliz y la sagrada hostia, 
repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: 
Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso... Por él, con él, en él, para 
él y para las almas vivo yo. De su Amor y para su Amor vivo 
yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas 
miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día 
se renueva. (Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-
4-1969, citado por Echevarría, 2003) 
Me parece que de esas palabras pueden sacarse 
muchas consecuencias, pero sobre todo propósitos, 
teniendo en cuenta que todos los cristianos somos 
sacerdotes —por el bautismo y la confirmación—, si bien 
de modo distinto al sacerdocio ministerial. 
Una idea, quizá la principal, es la de no sentirse solo. 
El cristiano que tiene vida interior no se siente nunca solo 
y, por eso, no busca compensaciones. Quien hace oración, 
habla con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo, 
 
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acude a la intercesión de la Virgen, de los ángeles y de los 
santos; visita con frecuencia a Jesús en el sagrario, tendrá 
siempre un corazón enamorado, “nadie como él” podrá 
sentirse tan acompañado. 
En ese contexto es posible decir que el sacerdote —y 
todo cristiano enamorado de Dios— “es el hombre del 
Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho 
hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo 
y en Jesucristo”. Pensar en esas preposiciones admite 
mucho examen de conciencia: tú y yo, ¿vivimos “por, para, 
con y en” Jesucristo? 
Inmediatamente pensamos en el final de la plegaria 
eucarística, ese momento en que le presentamos al Padre el 
Cuerpo y la Sangre de Cristo, recién consagrados, ofrecidos 
en alto por las manos del sacerdote, que dice: “Por Cristo, 
con él y en él, a ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del 
Espíritu Santo, todo honor y toda gloria…” ¿Cuántas veces 
nos hemos conmovido al responder “Amén”, después de 
esta doxología? 
San Josemaría dice que se conmueve hastalas 
entrañas “cuando todos los días, alzando y teniendo en las 
manos el cáliz y la sagrada hostia, repito despacio, 
saboreándolas, estas palabras del Canon: […] Por él, con él, 
en él, para él y para las almas vivo yo” (Apuntes tomados en 
una reunión familiar, 10-4-1969, citado por Echevarría, 
2003). Una objeción que puede surgir ante palabras tan 
encendidas, que nos permiten adentrarnos en el corazón de 
un santo es, precisamente, que nosotros somos pecadores. 
Podemos ver el ejemplo de los bienaventurados como un 
ideal inaccesible, para “genios de la santidad”, como decía el 
 
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entonces cardenal Ratzinger. Y para eso nos ayudan las 
últimas palabras de esta cita: “De su Amor y para su Amor 
vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de 
esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada 
día se renueva” (Apuntes tomados en una reunión familiar, 
10-4-1969, citado por Echevarría, 2003), que muestran una 
lucha que ha durado toda la vida, hasta la muerte. 
Contaba que, siendo muy joven, un profesor le había 
enseñado la necesidad del celibato para los curas: “porque 
no concuerda el salterio con la cítara”. De esa manera le 
aclaraba que no hay lugar —ni tiempo— para un cariño 
humano. Y viene al caso una anécdota que trae el libro de 
las hermanas Toranzo acerca de “Una familia del 
Somontano”: refieren que, mientras Josemaría era 
estudiante en el Seminario de Zaragoza, durante algún 
periodo, unas mujeres que no conocía en absoluto, con 
cierta frecuencia, intentaron provocarlo, pero él ni las 
miraba siquiera y soportó esta persecución diabólica —que 
no podía evitar—, poniéndose en manos de la Virgen. 
Cuando su papá le sugirió “que era mejor ser un buen padre 
de familia que un mal sacerdote”, la respuesta del 
seminarista fue que “en el mismo momento en que se había 
dado cuenta de la persecución de aquellas mujeres 
desconocidas, a las cuales, por su parte, no había ofrecido ni 
la más mínima consideración, se había apresurado a 
informar al Rector del Seminario”. Pidió al padre que 
estuviera tranquilo, porque aquello “no había venido a 
enturbiar su decisión de hacerse sacerdote, con todas las 
consecuencias requeridas” (2004, p. 119). Cuántas 
anécdotas parecidas tendremos que contar nosotros si 
queremos de verdad que, a pesar de nuestras miserias —
 
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quizá por ellas—, sea nuestro Amor “un amor que cada día 
se renueva”. 
Acudimos a la Virgen Santísima para que cada vez 
sean muchas las personas que se decidan a vivir el celibato 
por el reino de los cielos. Y que todos los cristianos vivamos 
“por Cristo, con Cristo, en Cristo, para Cristo y para las 
almas”. 
 
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1.3. La unción en Betania 
 
 
El Sábado de Pasión, la víspera del domingo de 
Ramos, conmemoramos el día cuando el Señor fue a comer 
a Betania, la pequeña aldea cercana a Jerusalén, a donde 
tanto le gustaba llegar. Allí, con la compañía de esos 
queridísimos amigos Lázaro, María y Marta, Jesús 
descansaba y reponía fuerzas (cf. Jn 12,1-11). Habían 
invitado al Maestro para celebrar la resurrección del 
hermano mayor, pero no había sido fácil concretar el día, 
debido a la persecución que habían desencadenado sus 
enemigos. 
“Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro 
era uno de los que estaban con él a la mesa”. María, 
detallista como siempre, había empleado una buena 
cantidad de sus ahorros para comprar un perfume 
importado del Oriente. En los momentos iniciales, cuando 
el protocolo sugería ofrecer al invitado agua para que se 
limpiara los pies —como sabemos por el banquete en casa 
de Simón el fariseo (cf. Lc 7,36-50)—, “María tomó una 
libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a 
Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera”. 
Este gesto nos habla, además de la natural 
manifestación de gratitud por la resurrección de Lázaro, de 
un amor generoso y pródigo al Señor, del trato delicado y 
fino con quien nos ha mostrado caridad hasta el extremo. Y 
nos invita a preguntarnos cómo le demostramos a Jesús que 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
24 
 
lo queremos, a él directamente y en sus hermanos más 
pequeños. 
Estas dos manifestaciones pueden ser el tema de 
nuestra meditación de hoy. Al comienzo de la Semana 
Santa, podemos examinar cuántas veces te hemos 
agradecido, Señor, durante el tiempo de la cuaresma, por 
habernos redimido; qué esfuerzo hemos hecho para tener 
muestras de delicadeza y afecto contigo. Por ejemplo, cómo 
cuidamos la preparación remota y próxima de la santa 
misa, cómo la celebramos o participamos, con cuánto amor 
vivimos cada parte de la eucaristía, desde el primer 
momento. 
Regresemos a la escena: “María tomó una libra de 
perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los 
pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la 
fragancia del perfume”. Ese aroma nos llega a través del 
tiempo hasta el hoy de nuestra oración. Es la esencia del 
amor, de la generosidad, del cariño por el Maestro. Ese 
“buen olor, incienso de Cristo”, del que habla san Pablo, 
pregunta por nuestra labor apostólica, que es el contexto en 
el que el Apóstol de las gentes lo menciona: “Doy gracias a 
Dios, que siempre nos asocia a la victoria de Cristo y 
difunde por medio de nosotros en todas partes la fragancia 
de su conocimiento” (2Co 2,15). 
Pidamos al Señor que, como fruto de nuestro amor 
por él —queremos que nuestro cariño sea como el de los 
hermanos de Betania—, tengamos ese sano afán de difundir 
en nuestro ambiente la vida y la doctrina de Jesús. Que, con 
nuestras palabras y con nuestras obras, con el esfuerzo por 
adquirir las virtudes, seamos de verdad ese buen olor que 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
25 
 
salva. De esa manera se cumplirán en nuestra vida las 
palabras del Apóstol: “Porque somos incienso de Cristo 
ofrecido a Dios, entre los que se salvan y los que se pierden; 
para unos, olor de muerte que mata; para los otros, olor de 
vida, para vida” (2Co 2,15-16). 
Esta dicotomía la vemos reflejada en la escena de 
Betania. En medio del buen ambiente que se respiraba, 
había una persona para la cual la fragancia de nardo era 
olor de muerte: “Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el 
que lo iba a entregar, dice: ‘¿Por qué no se ha vendido este 
perfume por trescientos denarios para dárselos a los 
pobres?’”. San Juan añade que esa repentina preocupación 
social se debía en realidad a la codicia: “Esto lo dijo no 
porque le importasen los pobres, sino porque era un 
ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban 
echando”. 
San Juan Pablo II comenta que, “como la mujer de la 
unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de 
‘derrochar’, dedicando sus mejores recursos para expresar 
su reverente asombro ante el don inconmensurable de la 
eucaristía” (2003b, n. 48). En el mismo sentido había 
escrito antes san Josemaría: “Aquella mujer que en casa de 
Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la 
cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser 
espléndidos en el culto de Dios. —Todo el lujo, la majestad 
y la belleza me parecen poco” (2008, n. 527). 
Un ejemplo de ese cuidado nos lo brinda un pasaje 
de la biografía de san Manuel González, cuando dejó 
reservado por primera vez el Santísimo Sacramento en un 
convento: “Después de haber cerrado el sagrario, ya lleno 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
26 
 
con la presenciareal del Maestro divino de Nazaret, se 
despedía el Fundador de sus hijas, recordando la frase del 
beato Ávila, les repetía: ‘¡Que me lo tratéis bien, que es Hijo 
de buena Madre!’” (cf. Rodríguez, 2004, n. 531). 
Podemos repetir la oración de san Josemaría al 
recordar ese suceso: ‘¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien’ 
[…] —¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para 
clamar de este modo al oído y al corazón de muchos 
cristianos, de muchos!” (2008, n. 531). Aprendamos del 
ejemplo de María de Betania y de tantos santos 
enamorados de Jesucristo, prisionero de amor en la 
eucaristía. Que lo acojamos con el nardo de nuestras 
penitencias, de nuestra piedad renovada, del cariño 
fraterno, del afán apostólico incesante. 
Volviendo a la escena de la unción en Betania, 
podemos preguntarnos: ¿cómo reaccionó Jesús ante la 
incómoda situación en que lo puso el comentario de Judas 
Iscariote? San Juan Pablo II continúa su exégesis: la 
valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al 
deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han 
de dedicar siempre los discípulos —“pobres tendréis 
siempre con vosotros”—, él se fija en el acontecimiento 
inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que 
se le hace como anticipación del honor que su cuerpo 
merece también después de la muerte, por estar 
indisolublemente unido al misterio de su persona. (2003b, 
n. 47) Jesús dijo: “Déjala; lo tenía guardado para el día de mi 
sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con 
vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”. Por ese motivo 
este pasaje se lee el Lunes Santo, como preparación 
inmediata para la celebración del Triduo Pascual. El Señor 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
27 
 
anuncia veladamente que muy poco tiempo después estará 
sepultado. Y lo hace con una paz y una serenidad que 
muestran que en él se cumple la profecía del Siervo de 
Isaías, que se lee como primera lectura de la misa durante 
las jornadas iniciales de la Semana Santa (caps. 40-55): “No 
gritará, no clamará, no voceará por las calles. Yo no resistí 
ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, 
las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el 
rostro ante ultrajes y salivazos”. 
Jesucristo ofreció su vida generosamente por 
nosotros, asumió la voluntad del Padre de entregarse a la 
muerte por nuestra salvación. Debemos pensar, como el 
Apóstol san Pablo, que también podemos manifestar 
nuestro amor a Dios imitándolo en esa abnegación por 
nuestros hermanos, que nos permita decir, como el 
Apóstol: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por 
vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los 
padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la 
Iglesia”. 
La mejor manera de tomar la cruz de Cristo, camino 
del Calvario, es sufrir por los demás —sin dramatismos—, 
ser sus cirineos. Pidamos al Señor que nos ayude a 
descubrir su rostro en esos hermanos que salen a nuestro 
encuentro desde sus “periferias existenciales”, como dice el 
papa Francisco: con la enfermedad, la pobreza, las 
necesidades de afecto, de comprensión, de compañía. 
Podemos hacernos las preguntas que él mismo sugería: 
 
 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
28 
 
¿Se tiene la experiencia de que formamos parte de 
un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que 
Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros 
más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? 
¿O nos refugiamos en un amor universal que se 
compromete con los que están lejos en el mundo, pero 
olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta 
cerrada? (2015a) 
Cuando hablamos del amor a Dios y a los hombres, 
del que María de Betania es ejemplar, pensamos también en 
la Madre de Jesús, que al mismo tiempo es nuestra Madre. A 
ella, que “se entregó completamente al Señor y estuvo 
siempre pendiente de los hombres; hoy le pedimos que 
interceda por nosotros, para que, en nuestras vidas, el amor 
a Dios y el amor al prójimo se unan en una sola cosa, como 
las dos caras de una misma moneda” (Echevarría, 2004). 
 
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29 
 
2. Domingo de Ramos 
 
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2.1. Jesús, manso y humilde de corazón 
 
 
El domingo de Ramos se considera en la liturgia la 
figura de un rey especial anunciado por el profeta Zacarías 
(9,9-10): “¡Salta de gozo, Sión; alégrate, ¡Jerusalén! Mira que 
viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un 
borrico, en un pollino de asna”. Estas palabras no dejan de 
ser misteriosas, por paradójicas: anuncian a un rey, pero 
montado en un borrico, no en un brioso corcel: un rey 
pobre, un rey que no gobierna con poder político y militar. 
Su naturaleza más íntima es la humildad, la mansedumbre 
ante Dios y ante los hombres. Esa esencia, que lo 
contrapone a los grandes reyes del mundo, se manifiesta en 
el hecho de que llega montado en un asno, la cabalgadura 
de los pobres. (Benedicto XVI, 2011, p. 14) 
 
 
Si las primeras semanas del tiempo de cuaresma 
ponen el acento en el esfuerzo ascético del cristiano para 
convertirse, la última semana, en cambio, insiste en la 
contemplación del ejemplo de Jesús al final de su caminar 
terreno, según el Evangelio de san Juan. Se pretende 
responder a la pregunta por la naturaleza de Jesús 
(Aldazábal, 2003, pp. 93 ss.). En este pasaje se nos ofrece 
una respuesta: “Su naturaleza más íntima es la humildad, la 
mansedumbre ante Dios y ante los hombres”. Se ve que 
Jesucristo es “un rey de la sencillez, un rey de los pobres. Su 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
31 
 
poder reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios” 
(Benedicto XVI, 2011, p. 14). 
Humildad, mansedumbre, sencillez, pobreza. Estas 
son las notas prioritarias del rey que anunciaba Zacarías. 
Ese es el camino de Dios, desde el nacimiento en la 
humildad del pesebre hasta la muerte en el madero de la 
cruz, mientras que la piel del diablo es la soberbia (San 
Josemaría, 2009b, n. 726). Por tanto, es apenas lógico que la 
liturgia relacione la profecía sobre el rey humilde con el 
autorretrato de Jesús que transmite el Evangelio de Mateo 
(11,25-30): “Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de 
mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis 
descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero 
y mi carga ligera”. 
No es lo mismo tu yugo suave y tu carga ligera que 
nuestros cansancios y agobios. Nuestro descanso es llevar 
tu yugo del modo en que tú lo portas: con mansedumbre y 
humildad. De esa manera es como tu carga alcanza la 
suavidad. San Josemaría tiene dos textos en los que habla 
de este yugo, que pueden servirnos para nuestra oración: 
“el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la 
unidad, el yugo es la vida, que él nos ganó en la cruz” (1992, 
n. 31). Y en el Viacrucis (n. 2, 4) añade otra característica: 
“mi yugo es la eficacia”. 
Se trata del compromiso con Dios que, aunque 
vincula, también libera. Es la enseñanza cristiana sobre la 
auténtica libertad, que no es ausencia de compromisos, sino 
capacidad de darse: el que más se entrega es más libre (por 
lo cual Jesús fue el hombre más libre de todos, atado con 
clavos a un madero, porque lo hizo con la libertad que da el 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
32 
 
amor). Y por ese motivo quien toma el yugo de Cristo es 
más libre que, por ejemplo, el hijo pródigo, que terminó 
esclavo de sus vicios. 
En la homilía se añade: “el yugo es la vida, que él nos 
ganó en la cruz”. Setrata de un peso que es fruto del amor. 
Puestos a sufrir —como había dicho Job (7,1): “la vida del 
hombre sobre la tierra es una milicia”—, mejor hacerlo por 
caridad que por egoísmo, mejor buscar la alegría de Dios 
que nuestro pequeño capricho. 
Podemos pensar en la manera como la Virgen acogió 
la llamada del Señor: con un “hágase” generoso, sin 
condiciones. Refiriéndose a esa respuesta, san Josemaría 
veía en ella “el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por 
Dios” (1992, n. 25). El descanso para nuestras almas está en 
llevar libremente tu yugo, Señor; en decidirnos por Ti, y 
aprender así de tu mansedumbre y de tu humildad. 
Aprender a ser libres como lo fuiste tú, entregándonos sin 
condiciones a la voluntad del Padre, a cumplir la vocación, 
la misión que nos has asignado. 
La persona que se compromete libremente, que se 
entrega cada día por amor, sabe que, cuando llega el dolor, 
“se trata de una impresión pasajera y pronto descubre que 
el peso es ligero y la carga suave, porque lo lleva él sobre 
sus hombros, como se abrazó al madero cuando estaba en 
juego nuestra felicidad eterna” (San Josemaría, 1992, n. 28). 
Por eso el yugo de Cristo es vida, la vida que el mismo 
Señor nos ganó en la cruz: porque el yugo es el madero que 
él abrazó, porque él es nuestro cirineo. De ese modo, Jesús 
toma sobre sus hombros nuestras contradicciones y aligera 
nuestra carga. El Señor nos propone un intercambio: darle 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
33 
 
lo que nos pesa y tomar nosotros su carga. Saldremos 
ganando, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera. Nos 
mueve a abandonar en él nuestra soberbia, que tantas 
fatigas nos procura, y a revestirnos su humildad, que 
permite considerar las cuestiones en su verdadera 
dimensión, sin exagerar las dificultades. A mudar nuestra 
ira y nuestra arrogancia, por su mansedumbre. Siempre un 
cambio a nuestro favor: cargamos sobre él la opresión que 
nuestros vicios y pecados merecen, y conseguimos las 
virtudes y la paz que él nos trae. Nos llama a canjear el 
desordenado amor propio, por ese amor de Dios que se 
entrega a todos. (Echevarría, 2005, p. 190) 
 
San Agustín había esclarecido que el principal yugo 
que el Señor había venido a quitarnos de encima era el peso 
de los propios pecados, ¿Puede haber una carga más 
insufrible?: “Dice Jesús a los hombres que llevan cargas tan 
pesadas y detestables y que sudan en vano bajo ellas: 
‘Venid a mí… y yo os aliviaré’. ¿Cómo alivia a los cargados 
con pecados, sino perdonándoselos?” (Sermón 164, 4). 
Dios cambia el misterio de la iniquidad de nuestros 
primeros padres y de nosotros mismos por el misterio de 
su caridad infinita, que es el camino de la liberación, de la 
redención, de la justificación. Por esa razón, la propuesta 
del Señor para liberarnos del yugo del pecado es que 
acudamos a su misericordia, que acojamos su voluntad y 
que imitemos su ejemplo: “Tomad mi yugo sobre vosotros y 
aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
34 
 
¡Cuántas manifestaciones de humildad podríamos 
comentar! Por ejemplo: recordar que el apostolado es de 
Dios, no nuestro. Que lo que atrae y conquista a las almas es 
la gracia de Dios, la fuerza del Evangelio, y no nuestras 
pobres palabras humanas —aunque tenemos que prever 
muy bien lo que vayamos a decir—. Por eso, la mejor 
preparación del apostolado, de la predicación, de la caridad, 
es “gastar” tiempo delante del sagrario, “perder” esos 
minutos en adoración, desagravio, pidiendo perdón, y en 
intercesión por tantas almas y tantos asuntos: 
encomendarlos a Dios para que sea él quien haga su obra, 
antes, más y mejor. Como hemos visto antes, “mi yugo es la 
eficacia”. Humildad es esforzarse por hacer muy bien la 
oración, lo que san Agustín resumía diciendo que primero 
está la oración y después la peroración (cf. De Doctrina 
Christiana, n. 32). San Josemaría lo afirmaba con palabras 
parecidas: “antes de hablar a las almas de Dios, hablad 
mucho a Dios de las almas” (citado por Echevarría, 2016). 
Podemos concluir con un elenco de siete virtudes 
que manifiestan la humildad interior. Si nos faltan esas 
características de la vida cristiana, es que quizá hay una 
“soberbia oculta” en el fondo de nuestra alma: 
 
— “La oración” es la humildad del hombre que 
reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien 
se dirige y adora, de manera que todo lo espera de él y nada 
de sí mismo. 
— “La fe” es la humildad de la razón, que renuncia a 
su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad 
de la Iglesia. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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— “La obediencia” es la humildad de la voluntad, 
que se sujeta al querer ajeno, por Dios. 
— “La castidad” es la humildad de la carne, que se 
somete al espíritu. 
— “La mortificación” exterior es la humildad de los 
sentidos. 
— “La penitencia” es la humildad de todas las 
pasiones, inmoladas al Señor. 
— La humildad es la verdad en el camino de la lucha 
ascética (2009a, n. 259) 
 
Acudamos a la Virgen Santísima, quien decía que el 
Señor la había llamado porque se había fijado “en la 
humildad de su esclava”, y pidámosle que nos alcance la 
audacia necesaria para decidirnos a llevar sobre nosotros el 
yugo de su Hijo y a aprender de él, que es manso y humilde 
de corazón. De esa manera, Madre nuestra, encontraremos 
el verdadero descanso para nuestras almas: “porque su 
yugo es llevadero y su carga ligera”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
36 
 
2.2. El grano de trigo 
 
 
El Evangelio de san Juan presenta las últimas 
jornadas de Jesús con una consideración teológica, más que 
como un simple recuento de esos eventos. En el capítulo 12 
(20-36) muestra que el Señor subió a Jerusalén para 
celebrar la que sería su última Pascua en la tierra. Acababa 
de pasar la entrada triunfal en la ciudad santa y, entre los 
peregrinos, “había algunos griegos; estos, acercándose a 
Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: ‘Señor, 
queremos ver a Jesús’. Felipe fue a decírselo a Andrés; y 
Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús”. 
Parece un relato prescindible y, sin embargo, tiene 
un significado importante: la misión universal de Jesús. 
Justo cuando las autoridades del pueblo elegido lo 
rechazarán como su Mesías, unos extranjeros se interesan 
por él. Además, esta primera escena nos muestra el “hecho 
religioso”, que todas las culturas buscan a Dios: “queremos 
ver a Jesús”. Y también nos enseña la importancia del 
testimonio cristiano: aquellos griegos se acercaron a Felipe 
porque sabían que era un seguidor de Cristo. Y él actuó con 
prontitud, consciente del valor de cada alma. Se unió a otro 
Apóstol y, con él, intercedió ante el Maestro por esos 
hombres. 
Jesús reaccionó con alegría y les contestó: “Ha 
llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”. 
Pero ¿en qué consiste esa exaltación? Uno se imagina un 
ensalzamiento, una festividad. Sin embargo, el Señor 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
37 
 
continúa con una pequeña parábola, que explica lo que 
sucederá en los siguientes días de la primera Semana Santa: 
“En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en 
tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho 
fruto”. 
Todos eran conscientes de la dinámica agraria, de la 
muerte de la semilla, y captaban el significado de la 
enseñanza. Sin embargo, para que no quedaran dudas, Jesús 
aclaró: “El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se 
aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la 
vida eterna”. Muchaspersonas, leyendo estas palabras del 
Evangelio, han visto claramente la vocación a la que el 
Señor las llamaba: dar la propia vida, aborrecer los 
reclamos del mundo y decidirse a servir a Jesús y, de ese 
modo, ganar la vida eterna. 
En otras ocasiones, personas ya entregadas a Dios se 
han reafirmado en los propósitos de entrega, como 
queremos hacer nosotros ahora. Pensemos, por ejemplo, en 
la experiencia espiritual de san Josemaría: 
Le decía yo al Señor, hace unos días, en la santa 
misa: “Dime algo, Jesús, dime algo”. Y, como respuesta, vi 
con claridad un sueño que había tenido la noche anterior, 
en el que Jesús era grano, enterrado y podrido —
aparentemente—, para ser después espiga cuajada y 
fecunda. Y comprendí que ése, y no otro, es mi camino. 
¡Buena respuesta! Efectivamente, desde octubre, aunque 
creo que nada he dicho, no me falta cruz..., cruces de todos 
los tamaños; aunque a mí, de ordinario, me pesan poco: las 
lleva él. (Apuntes íntimos, n. 1304, citado por Rodríguez, 
2004, n. 199) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
38 
 
 
Seguir a Cristo en su camino hacia el Calvario; ser 
grano enterrado, sacrificado como Jesús, para resucitar con 
él. “¡Buena respuesta!”, buen propósito para acompañar al 
Maestro cargando con la cruz de cada día: “Procura vivir de 
tal manera que sepas, voluntariamente, privarte de la 
comodidad y bienestar que verías mal en los hábitos de 
otro hombre de Dios. Mira que eres el grano de trigo del 
que habla el Evangelio. —Si no te entierras y mueres, no 
habrá fruto” (San Josemaría, 2008, n. 938). 
Podemos examinarnos sobre cómo vivimos la 
penitencia: ¿qué tanto escuchamos la invitación y el 
ejemplo del Señor para convertirnos de nuevo? ¿Notamos 
la exigencia en la mortificación interior (imaginación, 
curiosidad, inteligencia, voluntad), en los pequeños ayunos, 
en la mortificación de los sentidos (uno por uno), en el 
“minuto heroico” al levantarse, en la puntualidad, en la 
lucha por dominar nuestro carácter? ¿Cómo hemos afinado 
en el plan de vida espiritual, en la santa misa, en el santo 
rosario, en la oración mental? 
“El que quiera servirme, que me siga, y donde esté 
yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el 
Padre lo honrará”. El camino del seguimiento de Cristo en 
su morir como la semilla de trigo pasa también por la unión 
con él en la eucaristía, donde se cumple la “mutua 
inmanencia”: “el que come mi carne y bebe mi sangre 
habita en mí y yo en él”. 
A continuación, san Juan transmite la intimidad de 
Jesús, su autoconciencia divina, por medio de unas palabras 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
39 
 
relacionadas con la oración en el huerto de Getsemaní (que 
el cuarto Evangelio omite): “Ahora mi alma está agitada, y 
¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he 
venido, para esta hora”. La voluntad humana de Jesús se 
identifica con la voluntad divina, acoge la llamada a la cruz, 
a la muerte del grano de trigo. Y el “hágase tu voluntad” de 
los sinópticos aparece aquí como “¡Padre, glorifica tu 
nombre!”. 
Es difícil, para nuestra mentalidad, entender que la 
glorificación del Padre se da por medio del sacrificio del 
Hijo. Y que la llamada que Jesús quiere hacernos es a que lo 
sigamos por ese camino de acoger la cruz en nuestra vida, 
de morir con él a través de la penitencia para después 
resucitar con él, como decía san Pablo (Rm 6,5): “si hemos 
sido injertados en él con una muerte como la suya, también 
lo seremos con una resurrección como la suya”. 
El Padre confirma esta doctrina con una teofanía con 
la cual expresa que glorificará a Jesús por medio de la 
Resurrección. Siempre da más de lo que pide. El Hijo le 
entrega su vida terrena y recibe, a cambio, la gloria de la 
exaltación definitiva: 
Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y 
volveré a glorificarlo”. La gente que estaba allí y lo oyó, 
decía que había sido un trueno; otros decían que le había 
hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no 
ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado 
el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado 
fuera”. (Jn 12,30) 
 
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40 
 
 
 
La escena del Evangelio concluye con una expresión 
un poco misteriosa: “Y cuando yo sea elevado sobre la 
tierra, atraeré a todos hacia mí”. Juan se ve obligado a 
aclarar: “Esto lo decía dando a entender la muerte de que 
iba a morir”. San Josemaría tuvo una experiencia mística 
con estas palabras del Evangelio, y exponía las 
consecuencias de su interpretación para los cristianos de 
hoy: “Cristo, muriendo en la cruz, atrae a sí la Creación 
entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio 
del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, 
colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades 
humanas” (2011, 59). 
Podemos terminar haciendo nuestra una oración 
que el cardenal Ratzinger escribió para el último Viacrucis 
que presidió Juan Pablo II: 
Señor Jesucristo, has aceptado por nosotros correr la 
suerte del grano de trigo que cae en tierra y muere para 
producir mucho fruto […]. Líbranos del temor a la cruz, del 
miedo a las burlas de los demás, a que se nos pueda escapar 
nuestra vida si no aprovechamos con afán todo lo que nos 
ofrece. Ayúdanos a desenmascarar las tentaciones que 
prometen vida, pero cuyos resultados, al final, sólo nos 
dejan vacíos y frustrados. Que, en vez de querer 
apoderarnos de la vida, la entreguemos. Ayúdanos, al 
acompañarte en este itinerario del grano de trigo, a 
encontrar, en el “perder la vida”, la vía del amor, la vía que 
verdaderamente nos da la vida, y vida en abundancia. 
(2005b, pp. 3, 6) 
 
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3. Discusiones con los fariseos 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
42 
 
3.1. Parábola de los dos hijos 
 
 
Seguimos acompañando a Jesús, que se encuentra en 
Jerusalén, ya en los últimos días de su vida terrenal. En el 
apretado resumen de los últimos capítulos de su Evangelio, 
san Mateo presenta sus controversias en el templo con “los 
sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo”, que le 
preguntan por el origen de la autoridad que se atribuía para 
expulsar a los vendedores del templo, para curar a los 
enfermos y para enseñar allí: “¿Con qué autoridad haces 
esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?” (21,23). 
El Maestro les responde por medio de una parábola: 
“Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: 
‘Hijo, ve hoy a trabajar en la viña’”. Se trata de una parábola 
más sobre agricultores. Pero en este caso, el dueño no se 
dirige a los obreros o a los arrendatarios, sino a sus propios 
hijos, y como manifestación de amor comparte con ellos la 
responsabilidad de la casa. 
“Hijo, ve hoy”… En la Escritura el “hoy” es muy 
importante. Muestra la actualidad del amor divino: “Tú eres 
mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal 2), como también la 
santa impaciencia que el Señor tiene para que acudamos a 
Él con prontitud: “Ojalá escuchéis hoy su voz” (Sal 94). 
Además, el mismo Jesús nos enseña a pedirle que nos 
atienda de inmediato: “Danos hoy nuestro pan de cada día” 
(Mt 6,11). El Catecismo comenta que ese “‘Hoy’ es también 
una expresión de confianza. El Señor nos lo enseña; no 
hubiéramos podido inventarlo. […] Este ‘hoy’ no es 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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solamente el de nuestro tiempo mortal: es el Hoy de Dios” 
(n. 2836). 
El padre de la parábola se dirige a ellos con un 
apelativocariñoso: “hijo mío, ve hoy a trabajar en la viña”. 
Los hijos viven gracias a esa finca, y la recibirán en herencia 
cuando su padre fallezca. Están directamente implicados en 
ella, no le hacen ningún favor si van a trabajar allí: es una 
obligación de justicia, hasta un buen negocio. San Josemaría 
comenta: 
 
Tú y yo hemos de recordarnos y de recordar a los 
demás que somos hijos de Dios, a los que, como aquellos 
personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre nos ha 
dirigido idéntica invitación: “hijo, ve a trabajar en mi viña” 
(Mt 21,28). Os aseguro que, si nos empeñamos diariamente 
en considerar así nuestras obligaciones personales, como 
un requerimiento divino, aprenderemos a terminar la tarea 
con la mayor perfección humana y sobrenatural de que 
seamos capaces. (1992, n. 57) 
 
Imaginemos que somos uno de esos hijos, y 
pensemos a cuál de los dos nos parecemos: El primero 
responde de mala manera: “no quiero”. Al menos es sincero, 
manifiesta con espontaneidad —quizá excesiva— lo que 
piensa, lo que siente, el estado de su alma: “no quiero”. 
Tampoco dice que no irá, sino que no quiere. Podría 
compararse con la respuesta de Jesús al padre en 
Getsemaní, que humanamente tampoco quería: “Padre, si 
 
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quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi 
voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). 
“No quiero”. La respuesta suena grosera y 
maleducada, pero también nosotros nos rebelamos ante las 
peticiones del Señor, cuando nos pide más entrega, más 
lucha, que apartemos las ocasiones de pecado, que 
apaguemos las tentaciones en los primeros chispazos; que 
nos entreguemos a los demás. ¡Cuántas veces respondemos, 
como el primer hijo: “No quiero”! 
El padre no replicó a la mala respuesta de su hijo. 
Quizás esbozó un gesto de desencanto y “se acercó al 
segundo y le dijo lo mismo”. El segundo hijo es más 
educado y respetuoso, pues —además de que promete 
obedecer— trata a su padre como “señor”. Es formalista, 
pero se queda en las apariencias. Dice que sí, pero no hace; 
promete pero no cumple. Trae al recuerdo las enseñanzas 
de Mt 7,21, donde Jesús había dicho: “No todo el que me 
dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino el 
que hace la voluntad de mi Padre”. 
Mientras tanto, el primer hijo recapacitó: pensó que 
no había hecho bien al responder de ese modo a un padre al 
que tanto debía. Se dio cuenta de su error, lo reconoció, 
“pero después se arrepintió y fue”. Esta es una de las 
palabras clave de la parábola: arrepentimiento. Aquel 
muchacho cayó en la cuenta de que el trabajo era en la viña 
de su padre, que también era su propiedad. No trabajaba 
para otro, sino para sí. El padre no “abusaba”, no pedía para 
él mismo: con ese encargo le estaba ayudando al hijo a ser 
mejor y a acrecentar su propio patrimonio. 
 
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45 
 
Se trata de un verdadero proceso de conversión, en 
el que también podemos imitarlo. Ya que, en ocasiones, nos 
hemos parecido a él en su respuesta negativa al Padre, 
también podemos imitar su decisión de cambio, su 
arrepentimiento con obras, su rectificación: “Quizá en 
alguna ocasión nos rebelemos —como el hijo mayor que 
respondió: ‘no quiero’—, pero sabremos reaccionar, 
arrepentidos, y nos dedicaremos con mayor esfuerzo al 
cumplimiento del deber” (San Josemaría, 1992, n. 57). 
El arrepentimiento, la conversión, muda al 
desobediente en hijo que no solo cumple la voluntad del 
padre, sino que también cree. La parábola se trifurca en sus 
llamadas a la conversión: 
-al arrepentimiento, a reconocer que hemos 
respondido negativamente a los mandatos de Dios, y 
convertir nuestra vida en un sí definitivo. 
-a la fe, confianza de hijos. En este caso, a atender la 
predicación de Juan y el ministerio de Jesús. El Señor nos 
invita a desconfiar de nosotros mismos y a creerle al Padre, 
a redescubrir su misericordia, que no responde a la imagen 
del amo arrogante que se habían formado los hijos de esta 
parábola, igual que los del relato del hijo pródigo. 
-y a la obediencia al Padre. No solo decir, sino hacer. 
Es preferible negarse al comienzo pero después obrar, que 
responder con decoro y más adelante desobedecer. Por esa 
razón, Jesús concluye la parábola diciendo que los 
pecadores arrepentidos precederían a las autoridades 
religiosas que se negaban a aceptar el ministerio de Juan y 
el mesianismo de Jesús. 
 
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46 
 
 
Una nueva manifestación de la misericordia divina, 
que nos llena de esperanza a quienes nos reconocemos 
pecadores: Dios está pendiente de nuestra reacción y nos 
acoge inmediatamente, como el padre del hijo pródigo. Ya 
lo había profetizado Ezequiel (18,20-22), al hablar de la 
actitud misericordiosa del Señor ante el arrepentimiento 
del pecador: “Si el malvado se convierte de todos los 
pecados cometidos y observa todos mis preceptos, practica 
el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá. No 
se tendrán en cuenta los delitos cometidos; por la justicia 
que ha practicado, vivirá”. 
Conversión, acoger la misericordia de Dios. El 
Evangelio nos llama a rectificar nuestra mala conducta. Esta 
era la característica principal de la predicación de Juan 
Bautista, y Jesús comenzó su enseñanza con la misma 
invitación: “Arrepentíos. Convertíos”. 
 
San Josemaría lo expresó en dos puntos breves y 
gráficos de Camino: “Comenzar es de todos; perseverar, de 
santos”; “La conversión es cosa de un instante. —La 
santificación es obra de toda la vida”. El itinerario del 
cristiano exige una actitud de permanente y renovada 
conversión, porque se ha de crecer constantemente en la 
riqueza espiritual del trato con Dios. Esta perseverancia 
implica empeño, decisión, concretar propósitos en un santo 
afán por rectificar y mejorar cada día un poco, sin ceder al 
cansancio y menos aún al desánimo. (Echevarría, 2002, p. 
84) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
47 
 
 
Rectificar, decidirse a la conversión, exige una 
profunda humildad: reconocer el propio error, un acto al 
que se opone nuestra soberbia. Y también hace falta ser 
muy humildes para saberse necesitados de la gracia de 
Dios: 
 
Se equivocaría, sin embargo, quien considerara esa 
perseverancia en la conversión como fruto de la propia y 
exclusiva fuerza de voluntad. La conversión —como la fe, 
con la que está íntimamente relacionada— es don de Dios. 
Y también viene de Él la constancia en el esfuerzo en el que 
la mudanza se prolonga. (Echevarría, 2002, p. 84) 
 
Volvamos al diálogo del padre con el segundo hijo. 
“Él le contestó: ‘Voy, señor’”. Si ante la respuesta del primer 
hijo el agricultor sintió desencanto, la actitud pronta del 
segundo le devolvió la tranquilidad: tenía con quien contar, 
la pequeña viña estaría atendida, se cumpliría el proyecto 
que tenía para aquella jornada. “Pero no fue”. Todo se 
quedó en agua de borrajas, en meras promesas. Como 
nosotros, cuando no cumplimos los propósitos en la vida de 
oración, en el apostolado o en el trabajo. 
Después de formular la parábola, Jesús pregunta: 
“¿Quién de los dos cumplió la voluntad del padre?”. Esta es 
la clave de la vocación cristiana, lo que caracteriza al buen 
hijo, la señal de familiaridad con Jesús: “El que haga la 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
48 
 
voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi 
hermano y mi hermana y mi madre” (Mt 12,50). Cumplir la 
voluntad del Padre. En otra ocasión, Jesús mismo dijo que 
en eso consistía su alimento (Jn 4,34). Y nos enseñó a pedir, 
en el Padrenuestro,que se hiciera su voluntad en la tierra 
como en el cielo (Mt 6,10). 
“¿Quién de los dos cumplió la voluntad del padre?”. 
Esa es la pregunta que interesa, la que debemos hacernos 
en todo momento: ¿estoy cumpliendo la voluntad de Dios? 
Con este trabajo, con esta diversión, con esta actitud, con 
este pensamiento, ¿estoy colaborando en las faenas de la 
viña del Señor?, ¿edifico la Iglesia?, ¿cumplo la palabra de 
Dios en mi vida? Cumplir la voluntad del Padre, amarla 
hasta superar nuestra debilidad: 
 
Obedece sin tantas cavilaciones inútiles... Mostrar 
tristeza o desgana ante el mandato es falta muy 
considerable. Pero sentirla nada más, no sólo no es culpa, 
sino que puede ser la ocasión de un vencimiento grande, de 
coronar un acto de virtud heroico. No me lo invento yo. ¿Te 
acuerdas? Narra el Evangelio que un padre de familia hizo 
el mismo encargo a sus dos hijos... Y Jesús se goza en el que, 
a pesar de haber puesto dificultades, ¡cumple!; se goza, 
porque la disciplina es fruto del Amor. (San Josemaría, 
2009a, n. 378) 
“Contestaron: ‘El primero’”. Todos tenemos claro 
cuál es el camino para llegar a ser felices, para ser santos: 
cumplir la voluntad del Padre, aunque en un primer 
momento nos cueste decirle que sí. Por eso, Jesús anuncia 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
49 
 
que vino a curar a los enfermos, a llamar a los pecadores. Y, 
por la misma razón, recrimina a las autoridades religiosas 
de su tiempo, que se tenían por justificadas delante de Dios. 
El Señor privilegió la respuesta de las personas peor 
vistas en aquella época: los publicanos y las prostitutas. 
Estos, al reconocerse necesitados, se convirtieron con más 
facilidad —como Mateo, Zaqueo o la samaritana— y por 
eso iban de primeros en el camino de la justificación: “En 
verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por 
delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a 
vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le 
creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le 
creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os 
arrepentisteis ni le creísteis”. 
Podemos concluir acudiendo a la intercesión de la 
Virgen, para que nuestra respuesta sea como la del primer 
hijo, que cumplamos la voluntad del Señor y nos 
convirtamos de nuestras reacciones negativas: 
 
En la historia de muchas almas, el primer paso del 
retorno a la casa del Padre ha brotado de un encuentro con 
María. Este es otro motivo más para invocar a la Virgen 
Santa como “Causa de nuestra alegría”. De Ella nació el 
Salvador del mundo. A través de Ella se torna al camino que 
conduce a su Hijo, porque —como recordaba el Fundador 
del Opus Dei—, “a Jesús siempre se va y se ‘vuelve’ por 
María”. (Echevarría, 2002, p. 86) 
 
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50 
 
3.2. Parábola de los viñadores homicidas 
 
 
Continuamos en la controversia de Jesús con las 
autoridades judías. Después de la parábola de los dos hijos, 
el Maestro expone la parábola de los viñadores homicidas, 
que se desarrolla en un ambiente similar a la anterior (Mt 
21,33-43): “Había un propietario que plantó una viña, la 
rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una 
torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos”. 
Los Padres de la Iglesia interpretan que el hombre 
que cuida tanto de la viña es una figura del Señor y sus 
trabajos son la creación: compra el terreno, lo trabaja, lo 
protege, lo dispone, lo edifica y lo arrienda a unos hombres. 
Recuerda el pasaje de Isaías (5,1-7): “Mi amigo tenía una 
viña en un fértil collado. La entrecavó, quitó las piedras y 
plantó buenas cepas; construyó en medio una torre y cavó 
un lagar”. La viña del Señor es también una figura para 
simbolizar a la mujer amada. San Juan Crisóstomo comenta: 
 
Mirad la gran providencia de Dios y la inexplicable 
indolencia de ellos. En verdad, Él mismo hizo lo que tocaba 
a los labradores. Solo les dejó un cuidado mínimo: guardar 
lo que ya tenían, cuidar lo que se les había dado. Nada se 
había omitido, todo estaba acabado. Mas ni aun así 
supieron aprovecharse, no obstante los grandes dones que 
recibieron de Él. (Citado por Oden y Hall, 2000, 1b, p. 181) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
51 
 
 
Podemos ver, en esa viña, el mundo que Dios nos 
entrega: lleno de bondades naturales, solo nos encarga que 
lo perfeccionemos. El Génesis dice que el ser humano fue 
puesto en el jardín del Edén “para que lo guardara y lo 
cultivara” (Gn 2,15); por tanto, el trabajo no es un castigo 
sino una bendición de Dios: 
 
Los cristianos no debemos abandonar esta viña, en 
la que nos ha metido el Señor. Hemos de emplear nuestras 
fuerzas en esa labor, dentro de la cerca, trabajando en el 
lagar y, acabada la faena diaria, descansando en la torre. Si 
nos dejáramos arrastrar por la comodidad, sería como 
contestar a Cristo: ¡eh!, que mis años son para mí, no para 
Ti. No deseo decidirme a cuidar tu viña. (San Josemaría, 
1992, n. 48) 
 
Es fácil notar, en estas parábolas sobre el trabajo, la 
actitud perezosa del hombre: el hermano mayor del hijo 
pródigo se lamenta de haber trabajado muchos años al lado 
de su padre, y no se da cuenta de que esa labor era una gran 
bendición, con tan buena compañía; los dos hermanos 
miran con recelo el trabajo en la finca; como dice san Juan 
Crisóstomo, estos labradores no “supieron aprovecharse, 
no obstante los grandes dones que recibieron de Él”. Es una 
de las consecuencias del pecado original: perder de vista la 
grandeza de trabajar para Dios, que compensa cualquier 
cansancio que pueda conllevar. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
52 
 
Trabajar con Dios, encontrarse con Él. Santificarse, 
cumpliendo la misión que nos ha encomendado: llevar el 
mundo a la perfección, reconciliarlo con Él, embellecer su 
obra. ¡Qué maravilla, qué ideales tan grandes los que le dan 
sentido a la vida de un cristiano, descubrir lo que significa 
trabajar en tu viña, Señor, que es santificarse en el trabajo 
ordinario! 
Esto quiere decir trabajar “con perfección humana y 
cristiana”. La perfección humana implica trabajar bien, “con 
orden, intensidad, constancia, competencia y espíritu de 
servicio y de colaboración con los demás; en una palabra, 
con profesionalidad” (O’Callaghan, 2011). Como predicaba 
san Josemaría: “Hemos de trabajar como el mejor de los 
colegas. Y si puede ser, mejor que el mejor. Un hombre sin 
ilusión profesional no me sirve” (San Josemaría, Carta XIV, 
n. 15). 
Perfección humana, pero también perfección 
cristiana: poniendo a Dios en primer lugar, pues la vocación 
profesional es parte esencial de la vocación divina 
destinada a cada hombre en la tierra. […] rectificando la 
intención, hay que intentar trabajar sólo para que el Señor 
esté contento con nuestro quehacer, aunque a los ojos del 
mundo parezca de poco valor, con un desprendimiento 
interior de cualquier reconocimiento humano: Deo omnis 
gloria! [¡Para Dios toda la gloria!]. En esta lucha por 
progresar día a día, perseverantemente, con ganas y sin 
ganas, forjamos, con la ayuda del Señor, la unidad de vida. 
“Mido la eficacia y el valor de las obras, por el grado de 
santidad que adquieren los instrumentos que las realizan. 
Con la misma fuerza con que antes os invitaba a trabajar, y 
a trabajar bien, sin miedo al cansancio; con esa misma 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
53 
 
insistencia, os invito ahora a tener vida interior” (San 
Josemaría, Carta XIV, n. 20). (O’Callaghan, 2011) 
 
“Llegado el tiempo de los frutos, envió sus criados a 
los labradores para percibir losfrutos que le 
correspondían”. Manda a los siervos y al hijo en busca de 
frutos, como había hecho el mismo Jesús con la higuera en 
los versículos anteriores. Dios nos da una misión y espera 
que demos frutos, buenos resultados. Serán el indicador de 
que hemos acogido su regalo, de que hemos cumplido el 
encargo. No trabajamos por las utilidades, pero es justo que 
el Señor pueda decir: “bien hecho, siervo bueno y fiel” (Mt 
25,23). Lo más importante no es nuestro esfuerzo, sino la 
gracia de Dios, pero Él quiere contar con nuestro concurso, 
con nuestra participación: nos entrega su viña con la 
esperanza de alcanzar fruto para nuestro bien y el de 
nuestros hermanos los hombres. 
Por eso, es muy triste leer, como en paralelo, los 
frutos que produjo la viña del canto de Isaías que es como 
la música de fondo de esta parábola. El profeta pone en 
boca de Dios las siguientes palabras: “Esperaba que diese 
uvas, pero dio agrazones” (Is 5,2). Nos puede servir, para 
nuestro diálogo personal con Jesucristo, un consejo de san 
Josemaría: 
Pidamos al Señor que seamos almas dispuestas a 
trabajar con heroísmo feraz. Porque no faltan en la tierra 
muchos, en los que, cuando se acercan las criaturas, 
descubren sólo hojas: grandes, relucientes, lustrosas. Sólo 
follaje, exclusivamente eso, y nada más. Y las almas nos 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
54 
 
miran con la esperanza de saciar su hambre, que es hambre 
de Dios. No es posible olvidar que contamos con todos los 
medios: con la doctrina suficiente y con la gracia del Señor, 
a pesar de nuestras miserias. (1992, n. 51) 
 
Aquellos hombres comenzaron siendo perezosos, no 
quisieron trabajar y, por eso, la viña produjo uvas agrias. 
Cuando el alma empieza por el camino de tibieza y acidia 
espiritual, el final puede ser desastroso y terminar en la 
ofensa a Dios, en el pecado. Esos labradores desoyeron a los 
mensajeros de Dios, e incluso mataron a algunos. Los 
siervos mártires son una imagen de los profetas del Antiguo 
Testamento, maltratados por anunciar el mensaje de Dios: 
“Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a 
uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo 
otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos 
lo mismo”. 
Por último, envía al hijo, símbolo del mismo Cristo. Y 
la reacción de los viñadores fue peor: “‘Este es el heredero: 
venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia’. Y 
agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron”. La 
parábola es dramática, y Jesús la cuenta justo en la última 
semana de su vida. Pocos días después, sus interlocutores 
lo sacarían fuera de Jerusalén y lo matarían. Pero con Dios 
nunca hay finales tristes, pues solo Él puede sacar vida de la 
muerte, amor del odio, gracia del pecado. Ese es el mensaje 
final de la historia: la esperanza en Cristo. “Y Jesús les dice: 
‘¿No habéis leído nunca en la Escritura: «La piedra que 
desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el 
Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente»?’”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
55 
 
El Señor invita a aquellos hombres tibios, que están 
a punto de caer en el pecado del deicidio, a que se 
conviertan. Como ellos, también nosotros estamos a tiempo 
de poner a Jesús como la piedra angular de nuestras vidas, 
como la clave de una nueva existencia, a que nos olvidemos 
de nosotros mismos y nos dispongamos a ser sus discípulos 
a partir de ahora. Se lo pedimos, con el Salmo 79: “Señor, 
vuelve tus ojos, mira tu viña y visítala; protege la planta 
sembrada por tu mano, el renuevo que tú mismo cultivaste. 
Ya no nos alejaremos de ti; consérvanos la vida; alabaremos 
tu poder. Restablécenos, Señor, míranos con bondad y 
estaremos a salvo”. 
En este pasaje, Jesucristo identifica al final la viña 
con el Reino de Dios. Y si llegó el tiempo de los frutos quiere 
decir que ese reino llegó. Cuando los arrendatarios dicen: 
“Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos 
con su herencia”, están queriendo quedarse con la viña, con 
el reino de Dios. Ellos decidirían entonces en qué consiste 
ese reino, dirían con sus obras, como en otra parábola, “no 
queremos que este llegue a reinar sobre nosotros” (Lc 
19,14), no queremos ser unos simples mediadores. Mejor 
matamos a Dios y nos quedamos con su poder. Resuena la 
tentación del Antiguo Testamento: “seréis como Dios” (Gn 
3,5). También nosotros podemos dar la espalda al querer 
divino cuando queremos imponer nuestra voluntad, 
implantar el reino de Dios de un modo distinto al que Él nos 
enseñó, cuando pensamos hacer compatibles nuestros 
caprichos con la llamada a la santidad que Él nos hace. 
Dios quiere que demos fruto: de humildad, de 
docilidad, de imitación y seguimiento de su Hijo. Que Él sea 
para nosotros la piedra angular, el fundamento de la 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
56 
 
construcción. Y ese fruto de identificación con Él, incluye 
cargar la cruz de cada día, la lucha espiritual, rechazar las 
tentaciones, ofrecer la vida en servicio a los demás, como 
enseña el papa Francisco en su encíclica Fratelli tutti 
(2020b), o como escribió san Josemaría en una de las cartas 
(2020, IV, n. 3): 
Nuestra actitud —ante las almas— se resume así, en 
esa expresión del Apóstol, que es casi un grito: caritas mea 
cum omnibus vobis in Christo Iesu! (1Co 16,24): “mi cariño 
para todos vosotros, en Cristo Jesús”. Con la caridad, seréis 
sembradores de paz y de alegría en el mundo, amando y 
defendiendo la libertad personal de las almas, la libertad 
que Cristo respeta y nos ganó (Ga 4,31). La Obra de Dios ha 
nacido para extender por todo el mundo el mensaje de 
amor y de paz, que el Señor nos ha legado; para invitar a 
todos los hombres al respeto de los derechos de la persona. 
Así quiero que mis hijos se formen, y así sois. 
El mismo Señor nos promete que escuchará nuestras 
súplicas y que, aunque no hayamos dado los frutos que 
esperaba, los alcanzaremos si nos apoyamos en la gracia 
que nos ofrece a través de la Iglesia, que es su familia en la 
tierra, por medio de los sacramentos: “Por eso os digo que 
se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un 
pueblo que produzca sus frutos” (v. 43). Dios cumple sus 
designios, incluso por medio de la desobediencia de sus 
enemigos. Debemos contar, en nuestra lucha por ser 
buenos hijos, con la contradicción en la tierra, con la acción 
del diablo, con la cruz. Pero también con la conciencia de la 
omnipotencia divina, que cuenta con nosotros para 
corredimir, para reconciliar el mundo con Dios, para 
anunciar su Reino por toda la tierra. 
 
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La Virgen es la Reina de la familia de Dios en la 
tierra, la Reina Madre de ese Reino de Dios que Cristo vino 
a instaurar. A Ella acudimos para pedirle que nos ayude a 
recibir con gratitud la misión que el Señor nos encomienda, 
y a renovar el propósito de unirnos con Él a través de 
nuestro trabajo: una labor realizada con la mayor 
perfección posible, humana y cristiana, al servicio de los 
demás. 
 
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3.3. Parábola de los invitados a la boda 
 
 
Después de las dos parábolas del juicio, la de los dos 
hijos y la de los viñadores homicidas, Jesús continúa en el 
templo su controversia con las autoridades judías acerca 
del origen de su autoridad. En esta ocasión cambia el 
ambiente agrícola por el festivo. Se trata de la tercera 
parábola, que no solo está presente en el evangelio de 
Mateo (22, 1-14), sino también en el de san Lucas (14,15 
ss): “El reino de los

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