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Filosofía de la mente 
Autor: Juan José Sanguineti 
 
Publicado en junio de 2008 en Philosophica, Enciclopedia filosófica on line, 
www.philosophica.info 
Índice
1. Encuadramiento disciplinar........................................................................................... 1 
2. Posiciones históricas ..................................................................................................... 2 
A) Dualismo ......................................................................................................................3 
B) Paralelismo ...................................................................................................................3 
C) Monismo espiritualista .................................................................................................4 
D) Conductismo ................................................................................................................4 
E) Monismo neurologista (“teoría de la identidad”, fisicalismo)......................................4 
F) Emergentismo ...............................................................................................................5 
G) Funcionalismo computacional .....................................................................................5 
H) Otros funcionalismos ...................................................................................................6 
3. Temas de la filosofía de la mente.................................................................................. 8 
4. Metodología de la filosofía de la mente........................................................................ 8 
5. Filosofía de la “mente sensitiva” .................................................................................. 9 
6. Inteligencia humana .................................................................................................... 11 
7. Causalidad y correlaciones.......................................................................................... 13 
8. Moralidad y religión.................................................................................................... 14 
9. Patologías .................................................................................................................... 15 
10. Persona, espíritu, alma, yo, conciencia ..................................................................... 16 
11. Inteligencia animal.................................................................................................... 17 
12. Inteligencia artificial o computacional...................................................................... 19 
13. Bibliografía ............................................................................................................... 21 
A) Filosofía de la mente, antropología, psicología cognitiva y filosofía, filosofía de la 
neurociencia, neuroética..................................................................................................21 
B) Filosofía de la inteligencia artificial y de los sistemas inteligentes. Conexionismo ..24 
C) Filosofía de la mente animal ......................................................................................24
 
1. Encuadramiento disciplinar 
La filosofía de la mente es un ámbito de reflexión filosófica que se ocupa de cuestiones relativas a 
los procesos mentales y su relación con el cuerpo humano (en especial el cerebro). Aunque este 
objeto parece solaparse algo con la psicología filosófica de tradición escolástica, hoy transformada 
en antropología filosófica, de hecho la filosofía de la mente, nacida en una peculiar ambientación 
anglosajona, se detiene con más intensidad en los temas que ahora veremos, y que una antropología 
filosófica sólo podría tratar muy sucintamente. 
La filosofía de la mente surge en el contexto de las ciencias cognitivas y hoy podría considerarse 
como el sector de estas ciencias que reflexiona filosóficamente sobre los problemas que ellas 
plantean. Al inicio, en la primera mitad del siglo XX, la Philosophy of Mind aparece como una 
denominación propia de estudios perfilados con los métodos de la filosofía analítica y que trata de 
dar un contenido a temas “mentalistas” —percepción, intenciones, representaciones— sin zozobrar 
ante el reduccionismo fisicalista del empirismo lógico del Círculo de Viena. El tema de la mente 
aparece, entonces, como algo propio del lenguaje ordinario, no simplemente traducible a un 
lenguaje fisicalista. Así sucede, por ejemplo, en Wittgenstein y Ryle, en quienes las temáticas sobre 
lo mental parecen unirse a cierto “behaviorismo” filosófico [Ryle 2005; Wittgenstein 1999]. 
La problemática de la filosofía de la mente deviene más aguda desde mediados del siglo XX en 
adelante a causa del auge de las ciencias de la computación, por un lado, de la psicología cognitiva 
por otro —con su nuevo “modelo” informático de mente o inteligencia—, y también con relación a 
los avances de las neurociencias. Puede añadirse a esto el desarrollo de los estudios etológicos que, 
en combinación con la psicología y neurociencia animal, plantea el tema de la “mente animal”. De 
ese modo, la mente, término vago y necesitado de una definición precisa, aparece como modulada 
variadamente entre la “mente humana” (personal), la “mente animal” y la “mente computacional” 
(ligada a la tecnología de la inteligencia artificial). 
En conjunto, la psicología cognitiva, escuela psicológica superadora del antiguo conductismo 
psicológico, la neurociencia con sus diversas ramas, la computer science (informática), la 
psicolingüística [Chomsky 1974], las ciencias de los animales y la filosofía de la mente constituyen 
lo que hoy suelen llamarse ciencias cognitivas. Además, se distingue entre una etapa “clásica” del 
cognitivismo, más estrechamente relacionada con el predominio de los modelos computacionales de 
la mente, en las décadas de los años 50 a los 80 del siglo XX, y una etapa “postclásica”, posterior a 
los años 80, en la que se acentúa más la relevancia de la neurociencia y, por consiguiente, el 
planteamiento biológico, mientras las arquitecturas de computación, con las redes neurales, y la 
implementación de los sistemas inteligentes renuevan los planteamientos cognitivos y proporcionan 
nuevos estímulos para la filosofía de la mente. Obviamente el ámbito de las ciencias cognitivas es 
profundamente interdisciplinar: unos planteamientos influyen en otros y es imposible, por eso, 
hacer filosofía de la mente sin tener en cuenta en su conjunto el dinamismo de esta riquísima área 
epistemológica. 
Dada la importancia de las neurociencias, recientemente se está hablando cada vez más de 
neurofilosofía o de filosofía de las neurociencias, incluso con sectores “especializados” como la 
neuroética, que trata de problemas éticos que surgen de las posibilidades de intervención médica o 
computacional en las capacidades mentales ligadas al cerebro o al sistema nervioso. Por un motivo 
análogo, podría hablarse también de filosofía de la inteligencia artificial. Aunque el panorama que 
hemos presentado pueda parecer algo complejo y difícil de seguir, en su conjunto no lo es tanto. 
Los “temas” cognitivos son siempre los mismos: operaciones mentales, sensaciones, percepciones, 
emociones, procesos conceptuales, decisiones, conciencia, libertad. Temas que tradicionalmente se 
adscriben a la psicología y que ahora se ven de modo novedoso desde el ángulo neurocientífico y 
computacional. Además, al comparar nuestra mente con la de los animales y al tener en cuenta la 
biología evolutiva, el estudio de la mente entronca con la biología. Y como cada vez más podemos 
intervenir en la “mente” de modo tecnológico y biotecnológico, la cuestión no es sólo especulativa 
sino que se vuelve práctica, y así la filosofía de la mente se relaciona también con la filosofía de la 
técnica y con la ética. 
2. Posiciones históricas 
En los párrafos anteriores hemos dado un esquema de la trayectoria histórica de lafilosofía de la 
mente como disciplina filosófica. Pero más que hacer historia, parece aquí más oportuno detenernos 
brevemente en las principales posiciones históricas. Basta concentrarse en la cuestión mente/cuerpo, 
heredera de la dualidad tradicional “alma/cuerpo”, que está en la raíz de los demás problemas. De 
modo más preciso, la cuestión consiste en averiguar si las operaciones, actos o estados mentales o 
psíquicos (ver, imaginarse, emocionarse, pensar) son o no distintos de los procesos físicos 
(concretamente, nerviosos o cerebrales), y qué relación mantienen entre sí. Veamos las posturas al 
respecto. 
A) Dualismo 
En general, el dualismo sostiene la distinción real entre alma y cuerpo. El alma humana a veces es 
llamada espíritu, o es mencionada por sus potencias, como la razón o la inteligencia. Como lo más 
obvio es que nuestras ideas, juicios, intenciones no son algo corpóreo, tangible o visible, el 
dualismo forma parte del conocimiento común, al margen de las teorías filosóficas, y en cierto 
modo nadie puede prescindir de él. Las religiones suelen sostener igualmente la dualidad 
espíritu/cuerpo. Esta dualidad puede concebirse como una yuxtaposición de dos substancias, 
capaces de interactuar entre sí (un dolor físico provoca tristeza; un propósito promueve la actividad 
del cuerpo), o bien como una unidad más profunda y esencial. El dualismo en sentido estricto es la 
posición filosófica (puede ser también religiosa) que concibe el alma y el cuerpo en relación de 
yuxtaposición extrínseca —así es en Platón o Descartes—, y en casos más extremos se llega a 
identificar al hombre mismo con el alma, y aún a considerar que el cuerpo es algo negativo 
(maniqueísmo). En Aristóteles y Tomás de Aquino el alma es considerada la forma o acto 
substancial que da al cuerpo orgánico su especificidad, aunque se reconoce que el alma humana 
tiene una dimensión que trasciende al cuerpo (inteligencia, voluntad libre), sin que por eso sea 
extrínseca a él. La posición aristotélico-tomista no puede considerarse propiamente dualista, aunque 
sí lo es para el materialismo, que asume de modo indiscriminado como dualista cualquier postura 
filosófica que admita la existencia de algo distinto de las realidades materiales. 
En la filosofía moderna, al haberse perdido con Descartes la noción de alma como forma del cuerpo 
, se comienza a hablar sólo de “mente”. Ésta se ve sobre todo en sus aspectos fenomenológicos —
como conciencia, tanto sensitiva como racional—, así como el cuerpo es tomado en una versión 
restringida a la descripción de las ciencias naturales (física). El problema moderno, entonces, 
cristaliza en torno a las relaciones entre “mente” y “cerebro”, o entre operaciones y propiedades 
“mentales” y procesos y propiedades estrictamente físicas. Con la expresión qualia, en la filosofía 
de la mente suelen entenderse las sensaciones, en cuanto aparecen irreductibles a lo puramente 
físico. Otro modo frecuente de referirse a las operaciones mentales en cuanto subjetivas y 
conscientes es la expresión de “conocimiento en primera persona” o “privado”, mientras que los 
conocimientos que no implican sensaciones subjetivas suelen llamarse “de tercera persona” o 
“públicos”, sobre todo si son empíricos u observables desde fuera. 
En la visión tomista, el yo o la persona normalmente es el conjunto de alma/cuerpo o mente/cuerpo, 
aunque se reconoce que no tendría sentido hablar de un yo o de una persona si no hubiera una 
subjetividad racional y sentiente. Por eso no tiene sentido decir que una piedra tiene un yo. De ahí 
que en los materialismos las nociones de yo y persona entren en crisis. 
En el ambiente característico de la filosofía de la mente contemporánea, la dualidad alma/cuerpo o 
mente/cuerpo suele ser rechazada, pero más bien se piensa sólo en el dualismo cartesiano, el único 
conocido. Sin embargo, Popper y Eccles sostienen posiciones dualistas en parte semejantes a la 
cartesiana [Popper 1997; Popper-Eccles 1985]. Tal actitud suele relacionarse con la idea de que sólo 
las ciencias naturales proporcionarían un conocimiento serio, con lo que faltan categorías 
ontológicas para reconocer aspectos no materiales de la realidad de los que esas ciencias no pueden 
dar cuenta, incluso de las sensaciones, que son materiales, mas no en el sentido de las explicaciones 
físicas “en tercera persona”. 
B) Paralelismo 
El paralelismo “psicofísico” suele reconocer alguna distinción entre lo mental y lo físico, pero 
prescinde o no admite su mutua interacción. El paralelismo ontológico es como un dualismo no 
interaccionista (por ej., la concepción monádica de Leibniz). Aunque no se emplee esta 
terminología, más frecuente en la filosofía moderna es una forma de paralelismo epistemológico, 
según el cual la distinción entre procesos mentales y psíquicos sería sólo una manera de hablar o un 
enfoque epistémico diverso de lo que en el fondo sería una misma realidad. Las descripciones 
mentales (psicológicas) y cerebrales (neurológicas) estarían “correlacionadas” o serían simplemente 
“correspondientes”. El paralelismo epistemológico se aproxima al monismo (por ejemplo, Spinoza). 
C) Monismo espiritualista 
Niega legitimidad a la noción de cuerpo como algo realmente distinto del espíritu o del 
conocimiento. La realidad sería enteramente psíquica (panpsiquismo), o ideal, como sucede en 
general en el idealismo (Berkeley), de un modo complejo que aquí no podemos abordar. Algunas 
posiciones, cuando admiten la atribución de mente, inteligencia, psiquismo, conciencia, a las cosas 
materiales, al universo, a los robots con inteligencia artificial, son formas monistas pseudo-
espiritualistas (en realidad son materialistas). 
D) Conductismo 
El conductismo psicológico intenta resolver ciertas actitudes “interiores”, por ejemplo las 
sensaciones o las emociones, en esquemas de estímulo-respuesta de tipo neurofisiológico, 
susceptibles de una descripción física externa sometida al rigor de las leyes naturales. El 
conductismo psicológico puede tomarse como un método de atenerse sólo a lo externo, o como una 
negación estricta de la interioridad. El conductismo filosófico [Ryle 2005], por su parte, resuelve los 
procesos interiores (actos inteligentes, recuerdos, propiedades psíquicas) en conductas externas o 
públicas. Por ejemplo, el agradecimiento se resolvería en una serie de actos externos (sonrisas, actos 
de servicio, frases amables), o al menos en la disposición a realizarlos. Sin embargo, esos actos 
externos poco sentido tendrían si no fueran la expresión de algo interior, si bien lo interior y lo 
exterior (por ejemplo, una sonrisa) pueden integrar un único acto constituido por dos dimensiones, 
y no siempre tienen por qué estar separados como dos actos distintos (no es lo mismo matar 
intencionalmente que hacerlo sin intención, si bien la intención puede estar expresada y fundida en 
la acción externa intencional). 
E) Monismo neurologista (“teoría de la identidad”, fisicalismo) 
 Reduce el acto psíquico y sus contenidos intencionales a la actividad neuronal. La mente —el 
pensamiento, el amor, las creencias, la intencionalidad, los significados— no sería más que el 
conjunto de las actividades complejas del cerebro entendido como órgano físico-químico. La tesis 
es afirmada, aunque parezca contra-intuitiva, en virtud del principio a priori de que sólo las leyes 
físicas de la naturaleza serían principios explicativos. En consecuencia, la aparente evidencia de los 
actos mentales debería concebirse, según algunos, como una suerte de fenómeno subjetivo, así 
como el aspecto fenoménico del cielo astronómico es explicado a fondo por la astrofísica: lo mental 
sería un epifenómeno. Para otros, los conceptos mentales —representaciones, deseos, juicios— 
serían construcciones teóricas o sociales útiles para referirse a lo que en el fondo es sólo 
neurológico, quizá inevitables o cómodas (“psicología popular”) para entenderse con facilidad en la 
vida práctica. Pero aquí se cae en la incoherenciade que esas construcciones teóricas, igual que la 
misma “teoría” neurologista y que la “ciencia” neurológica, son auto-negadas por esta postura, pues 
no serían sino actividad neuronal. Otros, como Paul y Patricia Churchland, sostienen que la 
psicología popular debería ser poco a poco eliminada y sustituida, en sus conceptos y terminologías, 
por conceptos y terminologías neurocientíficas (eliminativismo) [Churchland 1986]. Aunque los 
avances de las neurociencias en los últimos tiempos son extraordinarios, no puede pretenderse que 
esta postura sea “la actual” o que esté “ya” demostrada por la ciencia. Es una posición filosófica 
materialista que debe argumentarse en términos filosóficos. Pretender que la ciencia “la ha 
demostrado” es una actitud ideológica, pues la ideología es filosofía encubierta y no probada. 
Los autores que de alguna manera sostienen la validez de los conceptos “mentalistas”, al menos 
como útiles o imprescindibles para dar cuenta de las operaciones o estados psíquicos, aunque en el 
fondo se reduzcan a procesos neurales, admiten cierta eventual autonomía de la psicología respecto 
a la neurociencia. Estos autores son reductivistas ontológicos, pero no reductivistas 
epistemológicos. A veces los libros de filosofía de la mente los llaman “fisicalistas no 
reductivistas”, aunque en realidad son materialistas y, por tanto, también son “reductivistas” en el 
sentido de que para ellos el mundo del espíritu (artes, ciencias, moral, religión, amor) se reduce a 
actividad material, explicable por la física de hoy o del futuro. Los propugnadores del materialismo 
en la filosofía de la mente a veces llaman a su postura naturalismo, en cuanto se basa 
exclusivamente en las ciencias naturales, contrapuesto al mentalismo, que sería la posición dualista. 
Como la existencia real de sensaciones, pensamientos, creencias, libertad, cae bajo el conocimiento 
ordinario y en cierto modo es imposible negarlas seriamente en la práctica, con independencia de 
cualquier posición filosófica sofisticada, resulta artificioso mencionar esas dimensiones con el 
rótulo de “teorías” (“teoría de la mente”), lo mismo que no hablamos de una “teoría de la verdad” o 
“teoría de la realidad”, si bien pueden elaborarse teorías filosóficas acerca de ellas. Algunos autores 
materialistas, en cambio, suelen tratar a la mente y sus operaciones como si se tratara de una teoría 
entre otras, o como si las convicciones más elementales de la gente, en su conocimiento común, 
fueran simplemente teorías. 
Algunos neurocientíficos de prestigio —Changeux, Damasio, Gazzaniga— han publicado obras de 
alta divulgación en las que, sin adherirse a las teorías filosóficas reductivistas elaboradas, en 
realidad dan explicaciones de dimensiones no materiales de la vida humana (conceptos, 
sentimientos, lenguaje, yo) de tipo sólo neural [Changeux 1986; Damasio 2001, Damasio 2005; 
Gazzaniga 2005]. Estos autores sostienen, así, un naturalismo biologicista para explicar al hombre, 
que puede encuadrarse en el materialismo monista, aunque con matices con respecto al “no 
reductivismo epistemológico” mencionado arriba. Esto no disminuye el valor de las explicaciones 
neurales de los fenómenos humanos más altos (conciencia, libertad, emociones) ofrecidas por los 
científicos, en tanto son explicaciones parciales, pues obviamente todas las actividades humanas se 
ejercen siempre contando con una base o soporte neural. 
F) Emergentismo 
La posición emergentista se opone al reductivismo neural. Una base material suficientemente 
compleja puede hacer aparecer propiedades y relaciones nuevas, propias de la totalidad 
(propiedades holísticas), que son indeducibles de las partes tomadas aisladamente. Puede decirse 
entonces que esas propiedades emergen de la organización compleja, así como una molécula hace 
emerger propiedades no contenidas en los átomos. Este fenómeno puede incorporarse a la 
interpretación de la evolución biológica, ya que la evolución haría emerger nuevas propiedades de 
las cosas. Las operaciones mentales serían, en este sentido, emergentes respecto a la organización 
cerebral. El emergentismo en sentido estricto es materialista, por ejemplo, Bunge y Searle, y no 
suele admitir que las propiedades emergentes tengan poderes causales respecto de la base material 
[Bunge 1980; Searle 2004] . Si el emergentismo significa que la organización de la materia 
“suscita” la aparición de una realidad verdaderamente nueva, como es el caso de Popper, entonces 
es compatible con una postura no materialista, pues también en Aristóteles las formas emergen de la 
disposición de la materia, o incluso dualista en sentido amplio. Para Popper, el mundo 2 (el 
psiquismo) no puede ser reducido al mundo 1 (las realidades materiales) [Popper 1997]. 
G) Funcionalismo computacional 
Con ocasión del surgimiento de la computación, fue propuesta una nueva explicación materialista 
de los actos y estados mentales, contraria al conductismo y al neurologismo. Una función o una 
estructura es independiente de su realización material: una silla puede ser de madera, hierro, etc. 
Además, puede pensarse en abstracto y sin materia: el concepto de silla no es una silla. Las 
operaciones mentales podrían ser funciones computacionales (elaboración de información) capaces 
de realizarse de modo múltiple (realizabilidad múltiple) en diversos soportes materiales, como se ve 
en los programas computacionales (el software admite realizarse en diversos tipos de hardware, en 
teoría incluso cuánticos). Esta tesis fue propugnada en un primer momento por H. Putnam, aunque 
luego él la abandonó [Putnam 1990]. El funcionalismo computacional es una forma de materialismo 
epistemológicamente no reductivista: un tipo de estado mental (por ej., el miedo) no corresponde 
sin más a un tipo de activación neural (el miedo podría realizarse en estructuras físicas de otro tipo), 
aunque este estado mental concreto sí sería idéntico a este proceso neural concreto, dado que en él 
se realizaría (se habla, entonces, de identidad del type, pero no de la ocurrencia concreta o token). 
Estamos ante un reductivismo neural mitigado. Sin embargo, aquí se ha producido una nueva forma 
de reductivismo, pues no se reconoce la realidad de los actos mentales como tales, que son 
reducidos a funciones, concretamente a funciones computacionales. 
En este sentido, el funcionalismo computacional no permite distinguir claramente, salvo según la 
base material, la psique humana o animal del software de un ordenador. Esta tesis suele unirse a la 
llamada teoría de la inteligencia artificial fuerte [Minsky 1985; Boden 1984], según la cual no 
habría una verdadera distinción de fondo entre nuestra mente y una eventual inteligencia artificial 
que exteriormente podría hacer todo y más de lo que hace la mente humana. El matemático Turing, 
uno de los creadores de la moderna computación, fue el primero en proponer la posibilidad de la 
equiparación entre la inteligencia humana y la “inteligencia” de un ordenador [Turing 1950]. 
El funcionalismo computacional en el fondo inaugura una nueva forma de dualismo extremo, 
porque las funciones mentales, siendo independientes de la estructura material, podrían realizarse 
computacionalmente en cualquier tipo de estructura material (una idea que recuerda a la 
“trasmigración de las almas”). Algunos llegaron a pensar que nuestra personalidad (“yo narrativo”) 
podría extraerse de nuestro cuerpo y “resucitarse” o conservarse perennemente para ser realizado en 
soportes físicos de otras etapas de la evolución cósmica. Las críticas a este funcionalismo, ligado a 
veces al cognitivismo clásico al que nos referimos al principio, sostuvieron que esta visión suponía 
relegar al cuerpo a un papel secundario. Por eso en las últimas décadas la concepción biologista se 
ha impuesto con más fuerza que el computacionalismo de las primeras décadas de la segunda mitad 
del siglo XX. 
Son famosas algunas críticas a la negación de los qualia del funcionalismo computacional[Putnam 
2001; Searle 2004], en el sentido de hacer ver que, aunque un robot hiciera en lo exterior, 
físicamente, lo mismo que hace un hombre, y aunque pudiera resolver computacionalmente todos 
los problemas y guiar así su conducta (visión computacional, oído computacional, etc.), en realidad 
nada sentiría y carecería de operaciones vitales, sentientes y personales. Sería siempre una máquina, 
aunque pudiera resolver problemas matemáticos, logísticos, simular emociones o elaborar algunas 
obras de arte. Searle, en especial, ha realizado una potente crítica de la teoría de la inteligencia 
artificial fuerte. Las máquinas informáticas, para Searle, tienen una intencionalidad derivada, no 
intrínseca. Sus significados surgen sólo con relación a usuarios dotados de intencionalidad 
intrínseca: las personas humanas. 
H) Otros funcionalismos 
Algunos autores, siempre materialistas, asumen el funcionalismo sin el cariz fuertemente 
computacional de la postura anterior. En el funcionalismo causal, los procesos mentales podrían 
conceptualizarse en tanto que implican cierta causalidad funcional, por tanto de valor explicativo, 
respecto de otros procesos mentales. Por ejemplo, una percepción, unida a una creencia, puede 
suscitar un deseo, el cual, asociado a una serie de razonamientos, podría constituir una “razón” para 
actuar de un determinado modo: “veo un dulce, deseo comerlo, estudio cómo hacerlo, actúo y me lo 
como”. Un dolor podría entenderse como un “estado funcional” que lleva a tratar de apartar algo 
que daña al organismo. Estas explicaciones, aunque no impliquen leyes estrictas y aunque se 
vinculen de modo contingente con bases neurales, no según leyes rigurosas, tendrían un sentido 
inteligible, para que así podamos “comprender” las conductas humanas o animales. No se admite, 
sin embargo, la presencia de auténticos actos distintos de los materiales. Estamos ante un anti-
reduccionismo epistemológico, pero no ontológico. Davidson, por ejemplo, sigue esta posición, que 
llama “monismo anómalo”, en el sentido de que la causalidad verdadera y profunda —concebida 
según el patrón de Hume, como vínculo necesario lawlike o nomológico— sería la neurológica, y 
por tanto no puede admitirse que un “evento mental” cause realmente un “evento neural”: admitir 
esto sería caer en el dualismo, aunque sea necesario hablar de procesos mentales en términos 
funcionales causales [Davidson 1992]. 
En el ámbito del funcionalismo se ha propuesto la célebre relación de superveniencia, que sin 
embargo es interpretada diversamente por los distintos autores [Chalmers 1999; Davidson 1992; 
Kim 1996]. La superveniencia es una correlación (pensada teóricamente) en virtud de la cual a 
cualquier estado o evento mental le corresponde unívocamente un estado o evento neural. Dada una 
alteración neural específica, entonces, se daría una alteración mental que sobreviene sobre ella, pero 
lo neural causa o determina la aparición de lo mental y no viceversa. La noción de superveniencia, 
menos fuerte que la de emergencia, es cercana a la de epifenómeno. En el fondo es un modo de 
hablar que permite la supervivencia de la dualidad mental/físico, aunque en verdad se crea en el 
monismo materialista. 
El funcionalismo representacional [Fodor 1985] concibe los estados mentales como 
representaciones con valor “sintáctico” entre ellas (según “reglas gramaticales”) en el contexto de 
un “lenguaje del pensamiento” preverbal (el “mentalés”), propuesto con cierta analogía con la 
computación, pero sin llegar propiamente al reductivismo informático. Esta teoría de Fodor 
depende de la concepción del lenguaje de Chomsky. El mentalés sería una estructura mental innata 
en el hombre. El funcionalismo de Fodor, si se añadieran algunas precisaciones, en el fondo no está 
lejos del reconocimiento del pensamiento como algo propio, diverso de la causación física. 
Tanto este funcionalismo como el anterior suelen plantear, con variantes, el problema de la 
intencionalidad, que surge inmediatamente si los estados mentales se conciben en términos 
proposicionales, como suelen hacer muchos funcionalistas: “creo que hay un refresco en el 
frigorífico, deseo beber, por tanto abro el frigorífico” (creencia → deseo → conducta). Los “estados 
representativos” suponen una relación intencional o semántica con el mundo y por tanto no pueden 
entenderse como entidades aisladas o puramente inmanentes. Se plantea así una problemática 
propiamente gnoseológica que vuelve a suscitar perplejidades con respecto al puro reduccionismo 
neural, porque un simple fenómeno orgánico no es intencional, con discusiones sobre el 
“externalismo” o “internalismo” en las representaciones, llevadas adelante especialmente por 
Putnam. Esta temática recuerda las tradicionales discusiones sobre el realismo o inmanentismo 
cognitivo [Moya 2006]. 
En definitiva, las posiciones reductivistas que hemos examinado se han enfrentado ante tres 
aspectos de los que es difícil dar razón si se quiere mantener con coherencia un estricto 
reductivismo materialista: 1) el yo, la subjetividad (o la conciencia, o el problema de los qualia), 
que en los reduccionismos neural y computacional acaban por ser disueltos, aunque de él puedan 
quedar construcciones artificiosas; 2) la intencionalidad, relación que tiene sentido sólo si reconoce 
la realidad del conocimiento; 3) la racionalidad, tomada como explicación no físico-causal ni 
físico-nomológica de la conducta humana intencional: “obrar por razones” y no simplemente en 
base a algún determinismo neural de tercera persona. Si se admite la racionalidad y el yo, 
implícitamente se está reconociendo también la libertad, que en el neurologismo o en el 
computacionalismo queda disuelta, o bien es reducida a simple comportamiento indeterminado. 
3. Temas de la filosofía de la mente 
En las páginas anteriores hemos podido ver algunas de las temáticas tratadas por la filosofía de la 
mente. Muchos manuales de esta disciplina se limitan a examinar las cuestiones desde el punto de 
vista histórico o dividen los capítulos en torno a las diversas posiciones que acabamos de ver. Los 
temas sistemáticos que surgen de ellas, con frecuencia relacionados con la psicología o ciertos 
sectores de la neurociencia, son: la categorización de los actos mentales y su relación con los 
neurales, las sensaciones o percepciones (los qualia) y la cuestión de la conciencia, la inteligencia y 
las emociones, la intencionalidad, el yo y la libertad, la causalidad mental, el conocimiento de las 
“otras mentes”, la racionalidad. Obviamente sería deseable que la filosofía de la mente, aunque 
estudie temas algo sectoriales, entronque con una antropología o visión más completa del hombre, 
enraizada en las nociones de persona humana y de relaciones sociales personales recíprocas. 
El estudio del valor de la inteligencia artificial merece un capítulo aparte o una disciplina propia 
vinculada a las ciencia computacional, y puede relacionarse también con el sentido y alcance de las 
redes neurales, nueva “arquitectura cognitiva” computacional no basada en símbolos y programas 
sino en asociaciones sistémicas de mutuo refuerzo e inhibición. 
En el futuro la filosofía de la mente debería incluir cuestiones de neurofilosofía, con estudios sobre 
el sentido de las localizaciones o la estructura y dinamismo de conjunto del cerebro (jerarquía, 
niveles, módulos, codificaciones, asociaciones), y sobre temas como la memoria y el lenguaje, la 
toma de decisiones, la conciencia de la propia corporeidad y la situación en el entorno físico y 
social. Podrían también estudiarse el sentido de la salud y enfermedad mental, el valor de los 
métodos psiquiátricos y las diversas terapias, el alcance de las intervenciones físicas (quirúrgicas, 
eléctricas, farmacológicas) en el cerebro y en las funciones superiores de la persona, con fines tanto 
terapéuticos como de potenciamiento (enhacement), y las consecuencias en las actividades mentales 
y en la personalidad de la interfazentre computación y cerebro. 
Además, la filosofía de la mente debería incluir un sector dedicado al estudio del psiquismo animal, 
con el objeto de situarlo en sus distintas manifestaciones, incluyendo temas como la inteligencia y 
el lenguaje de los animales, para así distinguirlo de la vida mental o psicosomática de la persona 
humana y sus relaciones sociales. 
En lo que sigue nos detendremos sólo en algunas cuestiones centrales, tomando como perspectiva 
de base un planteamiento aristotélico y tomista hilemórfico y personalista, en el que la actividad 
“mental” —en realidad, psicosomática— se ve como una forma de vida inmanente cognitiva y 
afectiva esencialmente unida al cuerpo, aunque a la vez trascendiéndolo en lo que toca a las 
operaciones intelectuales y voluntarias. 
4. Metodología de la filosofía de la mente 
Las tesis históricas examinadas, así como todo lo que veremos, donde incluiremos una serie de 
juicios concernientes a las relaciones entre las actividades intelectuales y el cerebro, evidentemente 
no pueden basarse sin más en experiencias neurológicas. Éstas se tienen en cuenta, sin duda, pero 
en unión con lo que indica nuestra experiencia fenomenológica de la actividad del pensamiento y de 
la voluntad, experiencia imprescindible y nunca sustituible por experimentos orgánicos. Al 
reflexionar sobre nuestras experiencias y los datos de la neurociencia, la neuropsicología, la 
psiquiatría, etc., daremos, como hacen todos los autores, una interpretación filosófica de estos 
conocimientos: una interpretación que pretende ser verdadera, pues éste es precisamente el objetivo 
de la filosofía de la mente. La existencia de la inteligencia, la voluntad, los sentimientos, el yo, no 
se postulan a priori, sino que se conocen como fruto de una experiencia intelectual que puede 
elaborarse racionalmente, acudiendo para esto a la metodología filosófica y también al auxilio de 
las ciencias. 
5. Filosofía de la “mente sensitiva” 
El dualismo suele plantear una distinción tajante entre actos de conciencia (sentir, pensar) y actos 
físicos (mover los ojos o los brazos, activaciones neuronales), mezclando sin más los actos 
sensitivos y los intelectivos y separando por pura abstracción la noción de evento físico de la noción 
de evento mental. Este modo “brutal” de comenzar la filosofía de la mente lleva a confusiones 
inacabables. 
Conviene comenzar, por el contrario, por la estructura hilemórfica de todos los cuerpos, que es la 
primera “dualidad” que nos presenta la naturaleza. Cualquier cuerpo o grupo de cuerpos tiene 
siempre una dimensión material: las partes sensibles que lo constituyen, muchas veces separables 
realmente. Y una dimensión formal: el “acto”, en algunas ocasiones “estructura” y nunca cosa, que 
constituye algo en su especificidad, separable de las cosas sólo mentalmente o por abstracción. Un 
vaso es juntamente su forma y el cristal o el material de que está hecho. Una misma materialidad 
puede contener varias formalidades y una misma formalidad puede realizarse en diversas 
materialidades. Lo formal y lo material deben entenderse juntamente y no por separado. Ni de la 
idea de silla podemos deducir su materialidad, ni de la idea de madera o metal podemos deducir sus 
posibles formalizaciones. 
En los vivientes o cuerpos orgánicos, la corporalidad (materia) está organizada no sólo para exhibir 
cierta armonía matemática, sino para permitir la “afirmación” de una individualidad que se pone en 
cierto modo como fin para sí misma, y que por eso, una vez nacida, tiende a sobrevivir y se 
defiende de los peligros que amenazan con destruirla, aunque al final envejezca y muera. En el 
crecimiento, el cuerpo se auto-construye (auto-poiesis) siguiendo un “programa” contenido en el 
código genético. A continuación, el organismo tiene que estar auto-organizándose a sí mismo para 
mantenerse en vida, administrando “sabiamente” (homeostasis) la energía que recibe del ambiente y 
que podría destruirlo. En la reproducción, el organismo transmite su formalidad autoconstructiva 
generando un organismo nuevo. Todo esto lo hace el organismo viviente distribuyendo en su 
interior, de modo diferenciado y según tiempos y lugares oportunos, la “información” que recibe 
del ambiente, y no sólo recibiendo energía. Es decir, el viviente de alguna manera auto-controla su 
propio cuerpo. Esto significa que su formalidad central o global no es como la de un ser inanimado. 
Tal formalidad posee un dinamismo especial que se entiende sólo en unidad con el organismo y no 
como una “cosa” o como algo separado. Todo lo que acabamos de indicar no son meras 
“características” del viviente, sino que son, en su conjunto, precisamente lo que “define” al 
viviente. La vida es un modo novedoso de ser-cuerpo, indeducible desde la corporalidad inerte. 
Los animales son vivientes sensitivos. No sólo tienen vida, sino que la sienten en alguna medida. 
No sólo tienen manos eficaces, o se alimentan, sino que ejercen algunos actos o funciones corpóreas 
sintiéndolo. La sensibilidad implica una especialización en la recepción y elaboración de 
información que, a diferencia de lo que acontece en toda célula, se une al hecho de sentirla (recibir 
información luminosa sintiéndolo, cosa que llamamos “ver”). Por eso es propio de los animales 
tener sistema nervioso, y en los animales más evolucionados ese sistema nervioso está centralizado 
y unifica más y más las canalizaciones sensoriales en la estructura encefálica. El animal se auto-
gobierna de modo no sólo vegetativo, sino sensitivo, “desde” su encéfalo. La información que es 
elaborada e integrada en el cerebro animal (y humano) puede dar lugar a operaciones vegetativo-
sensitivas, o bien sensitivo-transorgánicas. 
Las operaciones vegetativo-sensitivas están destinadas a la realización “sentida” de funciones 
orgánicas, que perfeccionan, preservan, producen, etc., algo del cuerpo (comer, beber, actividad 
sexual). No basta definirlas por sus funciones, pues una alimentación más eficaz mas no sentida, 
aunque sea posible, no está a la altura de lo específico de la vida animal. Las operaciones sensitivo-
transorgánicas, por su parte, son orgánicas (las realizan partes especializadas del cuerpo), pero no 
están destinadas ya a la preservación de un órgano, sino que se abren a un mundo intencional 
animal más amplio: por ejemplo, relaciones sociales con otros animales (compañía, afecto, 
subordinación, cooperación, etc.), actividades agresivas (caza, defensa), constructivas 
(“arquitecturas” animales), comunicativas (“lenguajes animales”), y otras de este orden. El sistema 
nervioso y más centralmente el cerebro es el órgano propio de todas estas operaciones animales. Sin 
embargo, salvo la estructura de los órganos de los sentidos periféricos (ojos, oídos, etc.), el cerebro 
no es un órgano acabado, sino que cada animal debe de alguna manera “estructurarlo” en base a 
innumerables conexiones sinápticas, en la medida en que sus actividades sensitivas, tanto 
vegetativas como transorgánicas, aunque procedan inicialmente de un primer impulso instintivo 
innato (genético), deben formarse progresivamente según la experiencia, el aprendizaje y la 
memoria. 
En definitiva, el animal se abre a un mundo intencional (cognición sensorial) cada vez más rico, con 
acompañamientos afectivos, perfectamente integrado con su sistema nervioso, con el que dirige su 
cuerpo en lo que se refiere a sus aspectos motores intencionales [Sanguineti 2007]. No lo hace 
aislado, sino en unión intencional (muchas veces comunitaria) con otros animales. Aunque posee 
también vida vegetativa, capta intencionalmente su ambiente y su propio cuerpo y así se auto-
controla no ya como un vegetal, sino con sensibilidad y emoción. Entre sus percepciones y 
reconocimientos y sus activaciones emotivas que desembocan en una conducta intencional, se 
forma una suerte de ciclo o circuito que constituye propiamente, “por definición”, la vida animal. 
Aunque los animales tengan actos “internos” (percepciones,sensaciones, etc.), normalmente estos 
actos se manifiestan de modo externo y “público” para otros animales que sepan leerla (gestos, 
expresiones del cuerpo y faciales). 
Las “señales” informativas sin conocimiento típicas de la vida vegetal se transforman en los 
animales en signos sensibles que pueden aprenderse, recordarse y perfeccionarse por asociaciones y 
redes asociativas, dando así lugar a cierto “lenguaje” animal concreto y práctico, incorporado en sus 
mecanismos perceptivos (por ej., en base a los condicionamientos conductuales: la campanilla que 
indica la hora de comer) y en su comunicación con los demás animales (“lenguajes animales”, con 
componentes instintivas y aprendidas). La captación de las cosas del entorno con significados 
prácticos (la piedra que puede servir para arrojarla contra alguien) y su asociación con cierta 
conducta (agarrar la piedra y servirse de ella para defenderse, y cosas de este tipo) suponen el 
surgimiento de lo que puede llamarse “inteligencia animal”. 
Esta caracterización de la vida animal —expresión más adecuada que la de “mente animal”— 
pertenece también al hombre, sólo que en nosotros está incorporada a niveles cognitivos, afectivos 
y conductuales más altos. El acto o la operación sensitiva, en definitiva, no es ni puramente físico o 
neural, ni puramente psíquico, sino que contiene una serie de dimensiones, en la unidad de un único 
acto. A saber: 
a) Dimensión neuronal: ver, oír, imaginar, recordar, percibir, etc., se realizan materialmente según 
un preciso dinamismo nervioso que vamos descubriendo con la neurociencia. La parte neural del 
acto psíquico es su causa material, no su constitutivo absoluto o exclusivo. La neurociencia se 
concentra sobre esta causalidad, pero presupone las otras dimensiones, que dan al acto su sentido 
completo. Pensar en la operación visiva sólo en términos neurológicos es una abstracción, pues de 
este modo se deja de lado su parte cualitativa, como cuando sabemos que los murciélagos captan 
ultrasonidos porque lo descubrimos neurológicamente, pero sin tener la experiencia de lo que 
supone oír ultrasonidos. 
b) Dimensión psíquica o subjetiva: el acto sensorial contiene una cualidad propia, la “sensación de 
placer”, “la emoción de la furia”, etc. Esta dimensión es la causa formal del acto sensitivo, la que le 
da su pleno sentido. Algunas veces la operación psíquica puede captarse sin que comparezca el 
cuerpo (por ejemplo, en un acto imaginativo), o éste puede hacerse notar sólo de un modo muy 
parcial (al ver, advertimos que lo hacemos con los ojos, pero las activaciones cerebrales de la vista 
quedan ocultas). La dimensión psíquica se capta como un acontecimiento de la propia subjetividad: 
cuando un animal está triste o contento, no está triste o contenta una parte de su cuerpo, ni siquiera 
“todo” su cuerpo, sino el individuo como un todo que siente. A esto lo llamamos “subjetividad” o 
“sujeto”, que en el caso del hombre es “persona”. 
c) Dimensión objetiva o propiamente intencional: algunos actos psíquicos cognitivos (ver, oír, 
recordar) no se notan tanto en su acontecer operacional, sino más bien en sus objetos intencionales 
externos, por ejemplo el “ver” en “lo que se ve”: paisajes, flores, etc.. De algún modo la 
subjetividad se esconde en este tipo de actos intencionales que comportan una trascendencia 
intencional o apertura cognitiva al ambiente. En cambio, los actos sensitivos destinados a la 
captación del propio cuerpo (sensaciones interoceptivas) suponen la auto-advertencia sensitiva del 
cuerpo propio: en cuanto se mueve, tiene cierta temperatura, se esfuerza, etc. 
d) Dimensión conductual: las operaciones sensitivas suelen estar relacionadas de maneras diversas 
con actos corpóreos significativos, como el ver conlleva movimientos de los ojos y de la cabeza, o 
ciertas emociones tienen expresiones faciales propias. 
e) Dimensión metafísica: los actos sensitivos comportan una dimensión que sólo puede captar el 
sujeto inteligente, aunque ella se une intrínsecamente al acto sensitivo. Así, el ver humano se abre a 
la realidad, que como “realidad” es reconocida por la inteligencia, o implica también un “sujeto que 
ve”, igualmente reconocido por el intelecto. Una versión empirista del conocimiento sensible tiene 
dificultades para admitir estos aspectos tan obvios. De ahí la problematicidad del conocimiento del 
yo en las filosofías de la mente que aceptan presupuestos empiristas. 
Estas dimensiones suelen estar implícitas en el lenguaje y conocimiento ordinarios, que por este 
motivo resulta analógico y debe precisarse cuando se hace filosofía de la mente. Así, el ver en 
frases como “veo una persona”, “el animal ve una persona”, “el robot ve una persona”, no significa 
lo mismo (el animal ve personas materialmente, sin reconocerlas como tales; un robot ve personas 
sin tener ni siquiera un acto visual propio). El cuerpo humano (o animal) puede tomarse como 
cuerpo personal, o cuerpo intencional (conteniendo sus aspectos significativos “altos”), o bien 
puede tomarse en un sentido abstracto reducido, como suele ser conceptualizado por las ciencias 
naturales. La expresión “me duele la mano” no tiene sentido según la noción abstracta de cuerpo 
utilizada por la física, en la que no hay lugar ni para un “yo” dolorido, ni para un “sentir dolor” de 
un cuerpo. 
6. Inteligencia humana 
Las operaciones inteligentes del hombre no son iguales a las de los animales. No comprenden sólo 
situaciones significativas prácticas en relación con la conducta típica, sino que [Sanguineti 2007]: 
1) Separan de modo abstracto todo tipo de relaciones, propiedades y objetos (incluso el 
mismo universo), para considerarlo, si se desea, al margen de intenciones o situaciones 
concretas (universalidad absoluta: apertura a todo tipo de posibilidades o al ser como 
tal). 
2) Captan contenidos por puro interés especulativo, sin tener necesariamente una 
finalidad práctica fuera de la actitud contemplativa. 
3) Iluminan, a veces por puro deseo especulativo, situaciones concretas a la luz de 
razones universales. Por ejemplo, el hombre, si quiere y puede, es capaz de estudiar el 
arte y la cultura fenicia, con todo un bagaje de universales, sin ningún interés práctico, 
sencillamente para conocer la verdad. 
4) Crean de modo abstracto todo tipo de relaciones nuevas, estableciendo normas 
universales: por ejemplo, crea sin límites nuevas gramáticas o nuevos lenguajes, y es 
capaz de inventar todo tipo de instrumentos técnicos, condicionado por las 
disponibilidades materiales, pero sin límites formales. 
5) Captan las estructuras ontológicas de la realidad como tales: no sólo comprende 
materialmente la realidad, la causalidad, las personas, etc., sino que capta como tal lo 
que supone ser real, ser posible, ser imposible, ser irreal, ser poco útil, ser idéntico, ser 
significativo, ser amable, ser interesante, etc. 
Naturalmente, el hombre no conoce todo esto de modo automático, sino contando con el tiempo, la 
experiencia, la reflexión, el esfuerzo racional, el aprendizaje, pero puede llegar a todo lo 
mencionado, de modo muy variado, tanto como persona individual como a lo largo de la historia, de 
modo colectivo o social. Así lo demuestran la creación y evolución de las ciencias, el despliegue de 
la tecnología, la cristalización de los lenguajes, la historia de la filosofía y del arte, la actividad 
religiosa, etc., en una palabra, el entero perfeccionamiento cultural. 
Todo lo indicado presupone una capacidad comprensiva peculiar, que llamamos inteligencia. Para 
distinguirla de la inteligencia práctica animal, puede denominarse también racionalidad universal, 
inteligencia universal o personal. Los tests de inteligencia, como es obvio, no pueden medir 
globalmente la inteligencia vista de este modo. Se centran sólo en la realización de algunas 
operaciones concretas, que en ciertos casos podrían ser también habilidades prácticas superiores 
(percepción de estructuras espaciales, numéricas,etc.). 
La inteligencia humana se acompaña, coherentemente, con la capacidad (implícita) de desear o 
poder “amar” todas las cosas (actos, objetos, personas, obras culturales) por sí mismas, en su valor 
o amabilidad intrínseca y no sólo en función de intereses instintivos o de la vida material concreta. 
Esa capacidad tendencial se llama voluntad: poder querer cualquier cosa en cuanto es, y en cuanto 
es amable se califica como buena. Los animales pueden apetecer comer, jugar, estar acompañados, 
pasear, dentro de un ámbito intencional limitado. El hombre puede querer o apetecerlo todo, porque 
con su inteligencia puede comprenderlo todo, aunque no se trate de una comprensión exhaustiva. 
Por eso el hombre puede amar la naturaleza, la contemplación del universo, el trabajo técnico sea 
cual sea, las artes, la cultura, etc. y sobre todo puede amar a las personas como algo valioso en sí 
mismo semejante a su propia persona, de la cual es autoconsciente, pues se autocomprende como 
existente y como abierto a la infinitud del ser, aunque a la vez limitado y dependiente. Éste es el 
fundamento de su tensión de amor a Dios. 
Por su racionalidad universal y capacidad de amor basada en la inteligencia, el hombre puede 
arbitrar todo tipo de medios y escoger todo tipo de acciones con el objeto de alcanzar los bienes 
amados, dentro de las posibilidades físicas disponibles en sus circunstancias. Esta capacidad es la 
libertad. Por libertad, entonces, puede entenderse tanto el amor mismo personal e inteligente, como 
la capacidad electiva o decisoria que orienta la conducta intencional. Tal libertad no se opone a 
vínculos, ya que el hombre puede entender que para conseguir algunas cosas debe (normatividad) 
escoger y realizar otras. Tampoco significa la libertad que pueda “hacerlo” todo, pues está limitado 
por las disponibilidades físicas y por sus deberes: puede usar mal de su libertad. 
A la vista de lo dicho, cabe interrogarse por la relación entre las capacidades intelectuales y 
voluntarias y las activaciones neurales, cuya importancia se ha visto en el apartado anterior. El 
dualismo riguroso introduce drásticamente estas dimensiones espirituales “junto” al cuerpo 
humano. En cambio, con la visión intencional según la cual el cerebro animal está ya informado por 
capacidades superiores, que se realizan de modo propio en la estructura funcional cerebral, resulta 
más fácil comprender cómo las potencialidades racionales del hombre, por una parte, trascienden de 
modo absoluto lo corpóreo animal, aunque al mismo tiempo están fuertemente enraizadas en el 
cerebro, órgano, entre otras cosas, de la sensibilidad superior del hombre. 
La inteligencia humana no puede ejercerse sin estar unida a la base sensorial (imaginación, 
memoria, experiencias concretas), a la que ilumina y de la que se sirve como plataforma. De un 
modo análogo, la voluntad humana encuentra una continuidad “sistémica” con la afectividad 
(pasiones, sentimientos) en sus diversos niveles. Esta conexión intrínseca de la razón con la 
sensibilidad superior exige una continua actividad cerebral. Por este motivo, sin el cerebro, sede 
propia de la actividad sensitiva humana, cognitiva y afectiva, la inteligencia y la voluntad no 
pueden operar. El cerebro, en consecuencia, no es un mero “instrumento extrínseco” de la 
inteligencia. Más bien es un órgano —término que significa “instrumento funcional”— esencial 
pero a la vez “no proporcionado” de la inteligencia. Pensamos con el cerebro, pero trascendiéndolo. 
Se comprende, entonces, que nuestra inteligencia en su actuación concreta esté condicionada por las 
características y las actuaciones específicas del cerebro, que interviene como causa material 
desproporcionada. Por otra parte, el hombre necesita no sólo del cerebro para pensar, sino además 
de instrumentos culturales externos gracias a los cuales su inteligencia “cerebralizada” puede 
operar bien, con continuidad, con amplitud, con grandes asociaciones, con memoria, unida a los 
sentidos, etc. Entre estos “instrumentos”, en primer lugar está el lenguaje, sistema de signos 
sensibles ligados según reglas racionales que la misma inteligencia crea y comprende. Las obras de 
la cultura, por tanto (lenguaje, escritura, ciencias, ordenadores, sistemas inteligentes, etc.), así como 
los estímulos y motivaciones que proceden de las relaciones sociales (educación, familia, ambiente) 
condicionan el ejercicio de la inteligencia de las personas. 
Por último, la inteligencia y la voluntad humana operan gracias a un “bagaje” constituido por 
hábitos que la conforman y potencian, permitiéndole un crecimiento estable (hábitos lingüísticos, 
científicos, artísticos, comunicativos, virtudes, etc.). Algunos de estos hábitos se reciben gracias a la 
educación e inculturación. Los que tienen que ver con habilidades perceptivas o motoras, y todos en 
la medida en que exigen memoria de trabajo y memoria narrativa, la puesta en marcha de 
mecanismos atencionales, etc., exigen configuraciones neurales específicas, por ejemplo, hábitos 
musicales, lenguaje, hábitos de dibujo, dominio espacial, etc.. Las diversas inteligencias de que 
habla Gardner (musical, cinética, analítica, etc.) pueden entenderse como hábitos intelectuales 
[Gardner 2005]. 
7. Causalidad y correlaciones 
Es un error plantear el tema de las correlaciones y causalidad “mente-cuerpo” como si se tratara de 
dos entidades que se ponen en relación, como hace el dualismo drástico, que por reacción suscita el 
monismo materialista. Según la visión “hilemórfica” y estratificada expuesta, un sector 
psicosomático del animal o de la persona humana puede influir causalmente sobre otros, y con 
frecuencia hay influjos y reflujos recíprocos de naturaleza sistémica, tanto endógenos como 
exógenos: los sujetos psicosomáticos se influyen entre sí, por ejemplo al comunicarse ideas, 
mensajes, emociones. La neurociencia se fija exclusivamente en los aspectos materiales de estas 
causalidades, que por fuerza son parciales. Cuando se habla de “correlaciones”, por ejemplo, la 
comprensión del significado de una frase se pone en “correspondencia” o se “localiza” en un sector 
preciso de las áreas corticales lingüísticas, el planteamiento suele ser analítico-abstracto: pensamos 
por separado en dos o más aspectos, y luego los ponemos en relación. Sin embargo, en la realidad 
se da una causalidad compleja y unitaria que muchas veces se nos escapa. Tenemos una experiencia 
fenomenológica de la causalidad psicosomática, suficiente para nuestra vida intencional, aunque 
igualmente parcial. Por ejemplo, “quiero” mover un brazo y “lo muevo”: en esta experiencia se nos 
ocultan las innumerables y complejísimas activaciones corpóreas que posibilitan la secuencia del 
acto “mover un brazo voluntariamente”; sin embargo, somos conscientes de que este acto es libre e 
intencional, y esto nos basta. 
En este sentido, cuando un animal reconoce a otro que manifiesta algún gesto significativo (de 
amenaza, temor, etc.), su percepción sensible (visiva, acústica, olfativa, senso-motora) puede 
actualizar esquemas perceptivos psicosomáticos, incardinados en su memoria, merced a los cuales 
el individuo reconocerá a otro de una especie dada y, además, lo captará con algún significado 
añadido, lo que conlleva la actuación de una serie de reacciones emocionales. Un perro ladrando a 
alguien le provoca temor, ligado al reconocimiento de la estructura acústica significativa “ladrido”. 
Esto puede desencadenar comandos motores, conectados con la base neuronal de las emociones, de 
los que derivará una conducta específica (huída, ataque). 
Esta descripción de la conducta animal supone la activación de una serie de circuitos neuronales. 
Aquí la causalidad es siempre psicosomática, en unidad compleja y no como si lo psíquico y lo 
neural fueran procesos separados, “paralelos”, “interactivos”, etc. Tampoco es una explicación 
estrictamente “determinista”, pues es compleja, variable y flexible. Un determinismo fuertequizá se 
dé en los niveles infrabiológicos, aunque el tema es discutible. En cualquier caso, un “puro 
determinismo físico” parece más bien un a priori abstracto e idealizado que una realidad 
comprobada por la experiencia. Los dualismos extremos suelen surgir fácilmente con relación a los 
determinismos rígidos, como un modo drástico de superarlos, ligados a una filosofía de la 
naturaleza calcada de una ciencia física supuestamente determinista. 
En el caso del hombre, sobre los circuitos psicosomáticos mencionados se asientan las operaciones 
intelectuales y afectivo-voluntarias de un modo que escapa a nuestra conciencia fenomenológica, 
pero que podemos concluir en base a la experiencia: 
1) Un reconocimiento perceptivo, unido por asociación aprendida y recordada a una denominación 
lingüística, permite que tal experiencia suscite o posibilite el acto de la comprensión intelectual. Por 
ejemplo, al ver un perro, se produce el reconocimiento de un individuo específico de un modo no 
sólo concreto y experiencial, cosa que puede hacer un animal, sino con relación al eventual 
concepto universal “perro”, que puede estar más o menos elaborado y objetivizado según los 
conocimientos culturales o científicos de una persona. El simbolismo, sobre todo lingüístico, 
permite el fluir del pensamiento intelectual en acto, y este último, a su vez, cuando cuenta con el 
instrumento verbal, lo domina de modo creativo. La inteligencia, entonces, dispone del lenguaje, 
con sus activaciones neurales, no desde fuera, sino en cuanto lo informa. Por eso, ordinariamente no 
puede actuar sin él. Normalmente no “pensamos” algo para luego expresarlo en una frase, sino que 
pensamos en la misma elaboración del lenguaje. A su vez, un evento lingüístico, al presentarse al 
intelecto, le permite operar de un determinado modo: cuando escuchamos una frase de una persona, 
el pensamiento que ésta tiene se nos comunica a través del acto comunicativo que se ha establecido 
entre ella y nosotros. 
2) En el acto voluntario electivo, la razón considera la conveniencia de poner un acto conductual 
preciso en un momento futuro, aunque para eso se ve estimulada por la parte tanto tendencial 
afectiva (sentimientos, pasiones), como estrictamente voluntaria (amor, simpatía, adhesión), 
contando con los conocimientos disponibles en acto. La voluntad de la persona, motivada por sus 
bienes amados y por la conveniencia racionalmente captada de hacer algo en ese sentido, suscita el 
deseo eficaz u operativo de hacerlo, deseo cerebralmente enraizado —y así la voluntad “se hace” 
sentimiento sensible—, lo cual activa de modo natural (no consciente) los comandos motores 
correspondientes: sólo somos conscientes de que dominamos algo de nuestro cuerpo, pero no de lo 
que sucede en nuestro cerebro al respecto. 
Por ejemplo, si nos habla una persona o nos hace una pregunta, decidimos voluntariamente darle 
una respuesta, y así activamos los comandos motores lingüísticos, siguiendo los circuitos 
psicosomáticos que acabamos de mencionar, en cuanto están dominados por la inteligencia y la 
voluntad. Queremos responder porque apreciamos a esa persona, o por otros motivos más o menos 
profundos, y así escogemos una respuesta motivada, razonada, elaborada, con el consiguiente deseo 
práctico, expresión de una voluntad concreta, de darle en tal momento la respuesta solicitada, 
movilizando para ello a nuestro cuerpo en la medida en que podemos controlarlo voluntariamente. 
Por algún otro motivo, podríamos decidir no responder, o dilatar la respuesta, o responderle de otro 
modo. 
8. Moralidad y religión 
Nuestros actos intelectuales y voluntarios y su base habitual (virtudes, hábitos intelectuales como la 
prudencia, la ciencia, la sabiduría) tienen un sustrato natural “innato” en el sentido de que, 
suponiendo la maduración psicosomática oportuna, dan lugar a ciertos conocimientos y tendencias 
apetitivas naturales, comunes a todos los hombres. Esto es lo que los clásicos han llamado hábitos 
de los primeros principios. Por ejemplo, al conocer, comprendemos necesariamente la realidad, la 
distinción entre cosas y personas, o naturalmente tendemos a amar a los demás de modo amistoso. 
Otros hábitos, en cambio, o estos mismos en sus concreciones variadas, se adquieren gracias a los 
influjos culturales y al ejercicio personal. 
Los hábitos relacionados con habilidades sensitivas superiores, como el lenguaje, tienen una estricta 
localización encefálica, como son, por ejemplo, las áreas lingüísticas cerebrales. En cambio, los 
hábitos de los primeros principios y todos los hábitos y virtudes intelectuales y morales adquiridos, 
con sus correspondientes actos, por ejemplo, la química o física que uno sabe, las virtudes éticas y 
religiosas de una persona, no tienen una base neural específica, como creía falsamente Gall en el 
siglo XIX, aunque sí tienen una base “indirecta” en las zonas cerebrales necesariamente 
relacionadas con esas capacidades (área lingüística, emotiva, atencional, proyectual, etc.). Por otra 
parte, a cierto nivel los hábitos pueden cristalizar parcialmente en circuitos y redes cerebrales que se 
hayan formado en un individuo, dando así lugar a asociaciones afianzadas entre pensamientos, 
palabras y reacciones emotivas, expresivas o motoras. 
No tiene ningún sentido, por eso, hablar de sectores del cerebro, ni de predisposiciones genéticas de 
la moralidad, la religión, la filosofía, la política. En cambio, sí podría haber predisposiciones 
genéticas para la música, el lenguaje, etc., pues son tareas sensitivas. Sin embargo, es evidente que 
cuando una persona reza, toma decisiones morales, piensa, estudia metafísica, se le activan algunos 
circuitos cerebrales empíricamente observables, en base a lo que acabamos de decir. Esos circuitos 
corresponden a sus respectivas emociones, frases, recuerdos, ritmos imaginativos, etc. Pero es un 
auténtico contrasentido pretender que las observaciones de las actividades cerebrales, por ejemplo, 
mediante técnicas de neuroimágenes “demuestren” que todo hombre es religioso o tiene moralidad, 
o que la moral y la religión sean un producto de ciertas regiones cerebrales. 
Por otra parte, deducir en base a exploraciones en el cerebro lo que una persona está pensando, 
sintiendo, proyectando, etc., es un problema hermenéutico, como lo es interpretar en qué está 
pensando alguien en base a sus expresiones faciales. Normalmente así podríamos saber de modo 
genérico, y seguramente por conjetura, algo de lo que un individuo está haciendo mentalmente, por 
ejemplo, si está mintiendo, si tiene miedo, pero no mucho más, salvo que tengamos otros datos 
sobre el modo de ser de esa persona. 
¿Existe una base biológica de la moralidad de la persona humana, radicada por ejemplo en el 
cerebro? No directamente. Podría hablarse de cierta base biológica en el sentido de que el cerebro 
es órgano de la sensibilidad superior, en cuyo dinamismo están inscritos impulsos más o menos 
instintivos, que son materia de regulación moral (por ej., impulsos sexuales, altruistas, etc.), 
regulación que es obra de la razón y la libertad. En cambio, las conductas emotivas e instintivas de 
los animales (agresividad, colaboración, obediencia a jefes, celos, venganzas, etc.) tienen una 
radicación cerebral propia, reconocible si tomamos al cerebro como órgano intencional, no 
meramente fisiológico. 
9. Patologías 
El hombre no siempre actúa según los niveles más altos de la persona (inteligencia y voluntad), a 
causa de los condicionamientos y causalidades “menos altas” que pueden influir en la conducta. 
Obviamente un embrión, una persona dormida o en coma, no pueden actuar con conciencia y 
libertad. Lesiones cerebrales, drogas, enfermedades, pueden impedir la plenitud del ejercicio de 
nuestros actos inteligentes y libres, al perturbar los estados de la conciencia, el uso de la memoria 
de trabajo y los procesos atencionales, la activación espontánea de ciertas emociones, las 
captaciones perceptivas, etc.La conciencia de sí, la memoria, las habilidades, las experiencias y 
percepciones, pueden parcialmente desintegrarse, a veces de modo gravemente patológico, aunque 
no siempre podamos saber el grado de voluntariedad y conciencia del que pueda disponer una 
persona concreta afectada por esas disfunciones. Por eso, las “duplicaciones de personalidad”, las 
alucinaciones, las agnosias, los autoengaños, las sugestiones, las amnesias, la fuerza irracional de 
ciertas emociones no controladas, etc., pueden menoscabar o impedir el uso de hábitos previamente 
adquiridos o incluso de los hábitos de los primeros principios (morales, intelectuales), o disminuir 
la responsabilidad de la persona en sus actos. Estas anomalías no son una objeción para la 
existencia de la autoconciencia y la libertad. Sólo significan que la persona no siempre tiene la 
disponibilidad del uso de su libertad e inteligencia. 
10. Persona, espíritu, alma, yo, conciencia 
Abordar estos temas antropológicos “constitutivos” requiere de modo especial contar con una 
ontología metafísica. Con la sola “ontología de las ciencias” no es posible hablar coherentemente de 
yo, sujeto, espíritu, etc., a menos que estos conceptos sean usados presuponiendo el conocimiento 
metafísico, así como un neurocientífico puede decir que “esta persona está consciente”, si bien con 
la neurociencia no es posible justificar el empleo del concepto de persona. Si desde la neurociencia 
o la informática se niega el yo, el alma, el espíritu, etc., tal negación no es científica, sino filosófica. 
El sujeto perteneciente a la especie humana, a causa de su altura ontológica (inteligencia, 
racionalidad, libertad) se llama persona. Lo es constitutivamente en tanto está vivo, sin que sea 
necesario que ejerza sus operaciones intelectuales y voluntarias: un embrión, uno que duerme, etc., 
si pertenecen a la especie humana y no han muerto, son personas. Aunque se pueda hablar en 
abstracto del “yo” en general, y por atribución semántica se puede decir de otra persona que “es un 
yo”, muchas veces se entiende por yo la persona humana que es consciente de sí misma y que se 
refiere a sí misma, y todo lo que pertenece a tal sujeto será dicho por el mismo sujeto como mío 
(“mi cuerpo”, “mis padres”, etc.). Un “yo no consciente”, como es natural, no por eso deja de ser 
persona. La persona tiene muchas partes y dimensiones (partes orgánicas, actos intelectuales, 
capacidades, etc.), pero ella como tal no es ninguna de esas partes en especial, ni su mera suma, ni 
una nueva parte superañadida, sino que es todo ese conjunto en tanto es un individuo humano que 
subsiste en su existencia o en su ser. 
La persona puede perder partes de su cuerpo, o modificarlas, o sustituirlas, sin por eso perder su 
identidad personal y la de su cuerpo propio: los dos aspectos son inseparables, salvo por la muerte. 
Su encéfalo como un todo, sin embargo, es la raíz orgánica de la identidad dinámica de su propio 
cuerpo y en este sentido “acompaña” insustituiblemente a la persona en vida. Eventuales 
transplantes de partes encefálicas no eliminan la identidad del propio encéfalo, aun cuando pudieran 
alterar la conciencia de la identidad personal, porque la persona no es la conciencia de ser persona. 
Aunque este ejemplo pueda ser de ciencia-ficción, un hipotético transplante de todo un encéfalo en 
el resto del cuerpo sería más bien el transplante de un tronco/extremidades en un encéfalo, es decir, 
si no se produjera la muerte, la persona estaría allí donde está el cuerpo propio, cuya identidad 
procede del encéfalo. Los niños anencefálicos, en realidad, conservan algo del encéfalo, como la 
parte denominada “tronco” y algunos sectores del diencéfalo; suelen haber perdido, en cambio, los 
hemisferios cerebrales. Por este motivo, una mano mantenida en vida no es una persona, y en 
cambio un encéfalo hipotéticamente mantenido en vida (otro ejemplo puramente imaginario) 
seguiría siendo una persona. 
En un sentido fenomenológico “popular” (conocimiento ordinario), plenamente válido, suele 
entenderse por alma o espíritu la interioridad humana, objeto de experiencia psíquica, en la que se 
contienen y advierten nuestros pensamientos, afectos, propósitos voluntarios y sobre todo la auto-
experiencia de la propia persona o yo. En este sentido el alma se contrapone al cuerpo, entendido 
éste como el organismo humano observable por los sentidos externos, semejante en este sentido a 
los demás cuerpos materiales. En la filosofía aristotélica el alma es vista como un principio o acto 
substancial que informa el cuerpo viviente y así lo constituye precisamente como viviente según 
una especie determinada. Por eso en el aristotelismo se habla también de un “alma vegetativa” y de 
un “alma sensitiva”. En Tomás de Aquino el alma humana, siendo racional, se ve como “alma 
espiritual” o simplemente “espíritu”, aunque este último término suele connotar la dimensión 
intelectual y voluntaria que trasciende lo orgánico, mientras “alma” connota la función informante 
del organismo. En la tradición clásica la mente se refiere al pensamiento o al intelecto, así como en 
los autores de filosofía de la mente, como vimos, más bien se refiere a todo lo psíquico. 
Siendo el alma la forma constitutiva del cuerpo viviente, la muerte o cesación de la vida conlleva la 
desaparición del principio anímico. Pero ante la muerte de una persona (destrucción de su cuerpo), a 
la vista de la trascendencia del alma espiritual sobre el cuerpo puede argumentarse filosóficamente 
que el alma humana, y por ende la persona, sigue subsistiendo en el ser (inmortalidad del alma 
humana). Para profundizar este tema se requiere, empero, el paso al plano antropológico. 
La conciencia puede significar: 
1) el estado sensitivo de vigilia en que se advierten o “sienten” los propios actos 
sensibles, por oposición al sueño, coma, desvanecimiento; 
2) la conciencia intelectual en que el sujeto capta o “advierte” sus propios actos, con sus 
contenidos, y sabe que los capta (por ejemplo, “me doy cuenta de que estoy 
escribiendo”); 
3) la autoconciencia o advertencia de mí mismo como sujeto personal existente, lo que 
se produce sólo si el sujeto actúa conscientemente según los dos sentidos anteriores. 
A estos tres niveles corresponden estructuras neuronales que permiten la realización de actos 
sensitivos, perceptivos, intelectuales, volitivos, los cuales una vez puestos hacen emerger algún 
nivel de conciencia. Como es obvio, la conciencia sensitiva tiene una realización neuronal propia y 
adecuada. En cambio, la conciencia intelectual no tiene propiamente una “localización”, pero sí 
exige la actualización de la conciencia sensitiva y el ejercicio de la actividad sensitiva superior alta, 
con sus activaciones neurales propias. La conciencia en todos sus niveles puede oscurecerse de 
modo patológico y no sólo perderse, sin que por eso el sujeto afectado cese de ser una persona. 
Algunos de los contenidos de la conciencia (por ejemplo, sensaciones, pensamientos, emociones, 
recuerdos) pueden producirse de modo inconsciente —no ser advertidos— o semiconsciente, si bien 
la persona domina sus actos con plena libertad sólo en el estado de conciencia intelectual y si esos 
actos son conscientes. Hay dimensiones del psiquismo que de suyo no son conscientes 
directamente, es decir, no son experimentables como tales, aunque sean reales. Así son los hábitos, 
las virtudes, las inclinaciones, las capacidades, las potencias: por ejemplo, podemos “saber” que 
sabemos inglés (“somos conscientes de que sabemos inglés”), pero no lo advertimos ni 
“experimentamos”, así como en cambio experimentamos que amamos, pensamos o existimos. 
11. Inteligencia animal 
Tradicionalmente los animales han sido estudiados por la zoología, con un planteamiento 
exclusivamente biológico. Sin embargo, desde los tiempos de Darwin, la conducta animal comenzó 
a ser vista en un plano intencional, más propio de la psicología. El conductismo, al centrarse sólo en 
lasrespuestas externas a los estímulos, oscureció esta perspectiva, que en cambio fue inmensamente 
ampliada por la etología (Lorenz, Tinbergen, von Frisch) [Gould 1994]. Así descubrimos que las 
diversas especies animales tienen una vida intencional muy rica, tanto cognitiva como afectiva, de 
la que nace su conducta, y que está perfectamente correlacionada con la evolución y funciones de su 
sistema nervioso, tal como sucede en el hombre por lo que se refiere a su actividad sensitiva. Los 
animales, en consecuencia, no pueden entenderse ni como meras máquinas “instintivas” o 
preprogramadas, ni desde una visión puramente neurológica. Sus niveles psicosomáticos “altos” 
(sensaciones, percepciones, memoria, inteligencia práctica, emociones, socialidad, conducta 
intencional teleológica) se comprenden sólo si tenemos en cuenta lo que vimos en el apartado 5, 
dedicado a la “mente sensitiva”. 
El descubrimiento de que mucho de nuestro comportamiento psicosomático sensitivo se parece al 
de los animales más evolucionados, y que, al revés, los animales —no sólo los mamíferos 
superiores, sino los insectos y las aves— demuestran un comportamiento “inteligente” y “social” 
sorprendente, ha acercado en los últimos años la psicología de los animales a la del hombre, a veces 
dando pie a reductivismos naturalistas, por ejemplo, en la “sociobiología” del entomólogo E. O. 
Wilson [Wilson 1980]. Parece importante, entonces, promover una reflexión filosófica que lleve a 
comprender la distinción profunda existente entre el hombre, “animal racional”, y los animales 
“irracionales”, que sin embargo tienen una forma particular de “racionalidad” práctica concreta. 
Para distinguir al hombre del animal no necesitamos acudir al dualismo cartesiano, ni deprimir la 
ontología de la vida animal. 
Concretamente, los animales, cada uno en la medida de su especie, manifiestan capacidades 
cognitivas, afectivas y conductuales no meramente instintivas o “automáticas”, sino también 
aprendidas con cierta labor experiencial, flexibles ante ambientes variables, y dotadas de 
potencialidades creativas, si bien con ciertos límites. Pueden, por ejemplo, “resolver problemas” 
creativamente, en caso de necesidad, como el chimpancé de Köhler descubre que para agarrar un 
alimento puede unir dos palos o superponer cajas para trepar encima. 
Los campos conductuales en los que se manifiesta una peculiar “inteligencia práctica” animal son: 
1) en la búsqueda activa de alimentos (estrategias de búsqueda, “decisiones”, “solución 
de problemas”); 
2) en la predación (también con comportamientos sociales cooperativos); 
3) en el uso y preparación de algunos utensilios o instrumentos (a veces el hombre 
puede enseñar a algunos monos, por ejemplo, a usar una llave); 
4) en obras “arquitectónicas” (hormigueros, colmenas, guaridas, “diques”). 
Respecto a la cognición, los animales manifiestan habilidades especiales: 
1) captan configuraciones invariantes específicas o individuales (reconocimiento de 
tipos de cosas, de individuos de una especie), sin que eso suponga que posean un 
concepto universal abstracto. Dicho de otro modo, reconocen “tipos”, pero no como 
tales, reflexivamente, sino de modo concreto (un perro distingue gatos de hombres). 
2) reconocen relaciones significativas, por ejemplo, “jefes” a quienes se debe 
obediencia, subordinados a quienes se puede “mandar”, individuos peligrosos o incluso 
“merecedores” de venganza, individuos benéficos de quienes se esperan utilidades o 
clemencia; 
3) “conciencia animal”, en el sentido de que algunos pueden llegar a identificar, por 
ejemplo, su rostro en un espejo, incluso para explorarlo o para limpiarse; 
4) sistemas simbólicos asociativos para comunicarse con otros individuos —“lenguajes 
animales”—, más ricos de los que podemos imaginarnos. En algunos casos el hombre 
puede inventar y enseñar a determinados animales ciertos “lenguajes artificiales” que 
llegan a aprender y a utilizar correctamente. 
Con relación a la afectividad, los animales despliegan una “vida pasional” compleja, con un mixto 
de instinto y espontaneidad flexible y cierto uso de una “inteligencia práctica emocional”. Los 
animales tienen, según sus especies, celos, rencores, envidias, amor sensible, “altruismo”, sentido 
cooperativo y “sacrificado”, odio, depresión, y tantos otros afectos que mueven su conducta. 
Cuando estudiamos la vida intencional de los animales, inevitablemente usamos un lenguaje 
antropomórfico, al carecer de una terminología propia para ellos, y así corremos el peligro de 
atribuirles más de lo que realmente tienen. Por ejemplo, al ver que relacionan aspectos causales, 
podemos creer que “silogizan”, o al notar que distinguen categorías, creer que tienen “conceptos” o 
que comprenden “principios metafísicos”. 
La distinción esencial entre los animales y el hombre puede establecerse de modo equilibrado si 
atendemos a la diferencia entre la sensibilidad “alta” y el radio absolutamente universal de la 
inteligencia y la voluntad. Ya los clásicos (algunos pensadores árabes, como Averroes, o filósofos 
como Alberto Magno y Tomás de Aquino) atribuían a los animales una capacidad “prudencial” 
(metafóricamente hablando) práctica que llamaban “estimativa”, la cual les permitía apreciar 
aspectos intencionales de la realidad relacionados con sus “intereses” animales y realizar en 
consecuencia ciertas “discriminaciones” cognitivas para alcanzar sus objetivos dictados por el 
instinto. 
Las obras sorprendentes de la “inteligencia animal”, aunque posean cierta creatividad y admitan 
márgenes de aprendizaje, están siempre cerradas en los ciclos propios de la vida sensitiva de los 
animales. Estos ciclos no son meramente fisiológicos u orgánicos, y por eso podemos llamarlos 
“intencionales”. Pero los animales nunca universalizan, ni se separan de sus contextos vitales 
específicos, aunque puedan cambiar de contexto, con límites, por adaptación. Por eso el lenguaje 
animal nunca se transforma en una gramática abstracta, y por un motivo análogo los animales no 
son capaces de desarrollar todo tipo de técnicas, mientras el hombre, en cambio, nunca se queda 
encerrado en sus especializaciones. De algún modo, los animales pueden “contar” cierto número de 
cosas o tiempos, pero no elaboran el concepto abstracto de número o de tiempo. Nunca conocen, 
como el hombre, por afán especulativo o por pura admiración. Por eso el hombre es el único animal 
que se interesa por todos los posibles lenguajes de los animales, con universalidad total y por puro 
interés de conocer la verdad. 
12. Inteligencia artificial o computacional 
La “información”, en un sentido amplio y analógico, equivale a orden y en cierto modo existe en 
todas las cosas del universo. En la vida la información, adquiriendo un sentido más específico y 
propio, es comunicada y administrada en el contexto de un organismo complejo y funcional que 
debe desarrollarse y adaptarse a un ambiente variable. En la vida sensitiva la información se 
comunica y elabora a través de canales sensitivos del sistema nervioso, y se “centraliza” y unifica 
en el “sistema nervioso central”, específico de los animales. El cerebro es, en este sentido, un 
órgano elaborador de información. La recepción psiconeural de estímulos y su transducción a lo 
largo de las vías nerviosas, hasta dar lugar a los eventos psicosomáticos, que guían la conducta 
animal, es el modo en que la información es “tratada” en un contexto estrictamente cognitivo y 
apetitivo. La “lógica” del tratamiento biológico de la información, si bien sigue módulos precisos 
(los órganos específicos o especializados), es prevalentemente asociativa, consistiendo en la 
formación de conexiones o redes sinápticas que reciben y elaboran información, dando lugar así a 
respuestas específicas (perceptivas, emotivas, motoras). 
El hombre en la dimensión lingüístico-racional de su vida elabora la información de otro modo, 
adecuado al conocimiento sensible-intelectual. Se guía por un código lingüístico,

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