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Revista Iberoamericana de Teología
ISSN: 1870-316X
angel.sanchez@uia.mx
Universidad Iberoamericana, Ciudad de
México
México
Torres Queiruga, Andrés
La teología desde la modernidad
Revista Iberoamericana de Teología, núm. 1, julio-diciembre, 2005, pp. 51-86
Universidad Iberoamericana, Ciudad de México
Distrito Federal, México
Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=125221356003
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La teología desde la modernidad 
 
Andrés Torres Queiruga 
Universidad de Santiago de Compostela 
 
 
Resumen 
Este artículo plantea la cuestión hermenéutica fundamental para la pertinen-
cia y el significado de la teología en la modernidad occidental, a saber: cómo 
hacer comprensible la experiencia cristiana a los hijos de la modernidad 
autónoma y emancipadora. La exposición se articula en los dos polos princi-
pales. Por un lado, se pregunta por lo genuino de la experiencia original, 
tratando de descubrir y subrayar aquellos rasgos capaces de afrontar la nue-
va situación, hablando ante todo del Dios bíblico como Quien “crea por 
amor”. Por otro lado, intenta asumir con todas sus consecuencias la auto-
nomía, tanto del mundo como de la subjetividad humana, reexaminando dos 
categorías teológicas fundamentales: la acción de Dios y la revelación. De 
este modo, la teología iberoamericana encuentra en la propuesta del autor 
todo un programa de debate académico, cultural y social que va al fondo 
epistemológico y antropológico imprescindible para el diálogo entre la fe 
cristiana y la cultura moderna tardía. 
 
Summary 
The article raises the fundamental hermeneutical question of the relevance 
and meaning of theology in the modern western paradigm, i.e. How to make 
Christian experience understandable to people belonging to an autonomous 
and emancipated (or emancipating) modernity. The argument articulates 
two principal issues. On the one hand, it concentrates on the genuine traits 
of the original experience, trying to uncover and underline the characteris-
tics apt for a confrontation with the new situation. Thus, it develops above 
all the biblical concept of a God “Who creates out of love”. On the other 
hand, it strives to adopt autonomy with all its consequences: the autonomy 
of the world and that of human subjectivity. To do so, the argument reex-
amines two fundamental theological categories: God’s action and revelation. 
In this way, Latin American theology can discern in the author’s proposal a 
whole program for academic, cultural and social debate, which furnishes the 
 
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epistemological and anthropological foundation indispensable for the dialogue 
between Christian faith and late modern culture. 
 
1. Introducción: algunas observaciones preliminares1 
“El Evangelio, que narra la historia de Jesucristo como historia del origen de 
una gran alegría para todo el pueblo (Lc 2,10), es, en su forma más caracterís-
tica, un mensaje tan sencillo como revolucionario: es la palabra de la cruz (1 
Cor 1,18) que, en virtud de la muerte de una sola persona, promete a todos 
los hombres la vida”2. 
Si empiezo mi reflexión con estas palabras de Eberhard Jüngel, un teólogo al que 
admiro y del que he aprendido mucho, es porque ellas, que son las primeras de 
su último libro traducido al castellano, subrayan muy bien dónde está lo funda-
mental de mi preocupación por la teología actual. Ya se sabe que un pensador no 
dice nunca una insensatez y que esas palabras pueden, en un determinado juego 
lingüístico, tener un significado aceptable. Pero eso no garantiza ni que respon-
dan a las necesidades de nuestro tiempo ni, sobre todo, que entreguen a nuestros 
contemporáneos el mensaje que pretenden vehicular. 
Para advertirlo, bastaría, en efecto, la sencilla pregunta de qué pasaría si esa 
persona no hubiese muerto en la cruz, cosa que evidentemente pudo haber 
sucedido. ¿Es que, si Jesús de Nazaret hubiese muerto de muerte natural no 
habría salvación? ¿Y acaso no hubo ninguna salvación antes de que él hubiese 
nacido? No pretendo hacer teología-ficción, sino apuntar de manera intuitiva 
el peligro de ese tipo de afirmaciones. Arrastradas por el tiempo y muchas 
veces cubiertas por la letra de la Escritura, suenan conocidas a los oídos piado-
sos y hasta pueden, de entrada, ser asimiladas sin escándalo. Pero basta un 
apunte crítico, que hoy puede venir de cualquier esquina e incluso surgir es-
pontáneamente dentro de cada fiel, para que la “evidencia” rutinaria se rompa 
y la comprensión de la fe quede desamparada. Y, si en la conocida tripartición 
de David Tracy3, pensamos en que la palabra teológica debe ir no sólo dirigida 
 
1 Este artículo tiene como base fundamental la ponencia pronunciada en la Universidad de 
Unisinos, con motivo de la celebración del Centenario del nacimiento de Karl Rahner. 
2 E. JÜNGEL, El Evangelio de la justificación del impío. Estudio teológico en perspectiva 
ecuménica (1999), Salamanca 2004, 22. 
3 The Analogical Imagination, Nueva York 1981. 
 
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a la iglesia, sino también a la sociedad y a la academia, es obvio que ese tipo de 
discurso necesita una transformación radical. 
Esta primera observación pide su complemento con otras que aclaren la 
intención de esta reflexión. 
Ante todo, acerca del mismo tono, que acaso pueda parecer demasiado per-
sonal. Me consuela pensar que ya el cardenal Newman advirtió que “en estas 
provincias de la investigación el egotismo es modestia”, puesto que “en la 
investigación religiosa cada uno de nosotros puede hablar únicamente por sí 
mismo, y por sí mismo tiene el derecho de hablar”4. El problema es, en efecto, 
tan difícil y complejo, que he sentido el pavor de perderme en los intrincados 
laberintos de la erudición académica, o incluso academicista, sin beneficio 
tangible para la reflexión de fondo. En su lugar he optado por hablar de aquellas 
convicciones fundamentales que se me han ido imponiendo a lo largo del 
trabajo teológico. Con lo cual confieso ya, por un lado, su modestia, pues soy 
consciente de reflejar una experiencia particular, que a lo sumo sólo puede 
pretender iluminar un aspecto de la tarea común; y, por otro, su carácter 
incompleto y tanteante, en busca de una posible confirmación y complemen-
tación desde el intercambio fraternal en la comunidad de investigación te-
ológica. La conciencia del fragmento se nos ha hecho hoy insoslayable5. 
Unido a esto, va el carácter elemental y fundamental de las consideraciones. 
En el sentido de que, más que el refinamiento metodológico o la fundamen-
tación de detalle, buscan poner al descubierto la estructura de fondo de la 
actual situación teológica. Esto no tiene por qué llevar a la simplificación 
fácil o superficial. Como bien ha observado Michel Henry: “lo más difícil es 
a menudo lo más fácil, lo que a su vez quiere decir que lo más simple a me-
nudo es lo más difícil”6 . Lo que sí, no cabrá evitar, es un estilo enunciativo, 
que deberá dar muchas cosas por supuestas, considerándolasfundamenta-
das en otro lugar7. 
 
4 An Essay in Aid of a Grammar of Assent, London 1870 (uso la ed. de. Doubleday 
Image Book, con Introducción de E. Gilson, New York 1955, 300; cf. 300-301. 318. 
5 Cf. D. Tracy, Forma e frammento: il recupero del Dio nascosto e incomprensibile, en 
R. Gibellini (ed.), Prospettive teologiche per il XXI secolo, Brescia 2003, 231-273 
6 M. Henry, Encarnación. Una filosofía de la carne, Salamanca 2001, 29 
7 Para evitar enojosas repeticiones, indico las obras principales en que trato y fundamento 
con más detalle los temas que aquí sólo puedo enunciar (sólo en ocasiones especiales, 
haré citas concretas). La obras más importante al respecto es La revelación de Dios en 
 
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Esto sugiere otra consideración que puede ser importante acerca de la catoli-
cidad de la Iglesia y de su teología. La “vieja Europa” ha hecho su gran con-
tribución a ella, y seguirá haciéndola, sin duda; incluso cabe afirmar que, en 
conjunto, la ha construido. Con todo, eso ha tenido un precio: el enorme y 
meritorio trabajo teológico ha acumulado sobre la experiencia original una 
capa tan densa y pluriestratificada de erudición y sistema, que muchas veces 
amenaza con ahogarla o, al menos, dificulta gravemente el contacto directo y 
vivencial con ella. Tal vez sea llegado el momento de una cierta “vuelta a las 
cosas mismas”, de suerte que esa capa, sin dejar de ser aprovechada, quede 
relativizada y enriquecida desde otros contextos. 
De hecho, creo que está sucediendo y que sucede de maneras distintas. Aquí 
radica el sentido fundamental –con alcance verdaderamente epocal– de la 
contribución que América Latina ha hecho a la teología universal mediante 
la Teología de la Liberación: un contacto más duro e inmediato con las nece-
sidades humanas más elementales y perentorias ha enriquecido la reflexión 
y puesto al descubierto la raíz más viva del Evangelio. 
En todo caso, esta ultima consideración puede ayudar a aclarar la que 
acaso constituye la preocupación fundamental de mi reflexión. En sínte-
sis es esta: la urgencia más actual de la teología consiste en lograr que la 
experiencia radical de la fe resulte comprensible, creíble y vivible para 
las mujeres y los hombres de hoy. Este, claro está, ha sido siempre el rol 
de la teología. Pero en nuestra época, tras la ruptura de la Modernidad y 
 
la realización del hombre, Madrid 1987 (traducciones: La rivelazione di Dio nella 
realizzazione dell'uomo, Roma 1991; A revelaçâo de Deus na realisaçâo humana, 
Sâo Paulo 1995; Die Offenbarung Gottes in der Verwirklichung des Menschen, 
Frankfurt a. M. /Berlin/Bern/New York/Paris/Wien 1996). Otras: Recuperar la 
salvación. Por una interpretación liberadora de la experiencia cristiana (1979), San-
tader 21995; Repensar la Cristología. Ensayos hacia un nuevo paradigma, Estella 
1996; Recuperar la creación. Por una religión humanizadora (1997), Santander 
32001; Del Terror de Isaac al Abbá de Jesús. Hacia una nueva imagen de Dios, Este-
lla 2000; Fin del cristianismo premoderno. Retos hacia un nuevo horizonte, Santan-
der 2000; Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las 
religiones y la cultura, Madrid 2003 (todas ellas tienen traducción portuguesa); La cons-
titución moderna de la razón religiosa. Prolegómenos a una Filosofía de la Religión, 
Estella 1992. 
 
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la respuesta lenta, renuente y conflictiva de la teología, ha cobrado muy 
especial urgencia. 
Lo cual pide una aclaración final. Hablo de “teología desde la Modernidad”. 
No hablo, pues, de “Postmodernidad”. No es que niegue todo significado a 
esa denominación. Pero, evitando entrar en la compleja discusión8, parto de 
la convicción de que la posmodernidad en sí misma no constituye tanto una 
época cultural cuanto un avatar en el proceso de la época moderna. Avatar 
que, naciendo dentro de ella misma y viviendo en gran parte de sus dina-
mismos más genuinos, no la sustituye ni la anula, sino que la llama a corre-
gir sus defectos. Obliga, por un lado, a la cautela y a la vigilancia autocrítica, 
sobre todo frente a sus tendencias más absolutistas, objetivantes e ingenuas. 
Obliga, por otro, a la memoria, avisando que toda época es necesariamente 
incompleta y que en todo pasado –cristiano y precristiano– quedan riquezas 
que es necesario recuperar en cuanto sea posible9. 
Pero, sea cual sea la postura que se adopte, no se logrará un avance negando, 
sino, al contrario, reforzando aquellos elementos críticos que en la Moderni-
dad son conquista positiva e irreversible. A unos pocos de estos –y sólo a ellos 
justamente– intentará referirse en todo momento esta reflexión, que en modo 
alguno quiere afrontar el entero problema, sino centrarse única y modesta-
mente en unos pocos rasgos. Eso sí, rasgos que considero tan fundamentales 
que, si no logramos tenerlos en cuenta, pueden minar de raíz todo el esfuerzo 
y convertir en meros arreglos de superficie las soluciones que se adopten. 
 
8 De la ya inabarcable bibliografía, cf. dos trabajos con amplia información: J. M. Du-
que, Dizer Deus na pós-modernidade, Alcalá 2003 y M. Stickelbroeck, Dogamtik nach 
der Moderne. Berechtigung und Grenze postmodernen Denkens für die Theologie: 
Münchener Theologische Zeitschrift 54/3 (2003) 224-237; R. Schreiter., La teologia 
posmoderna e oltre in una Chiesa mondiale, en R. Gibellini (ed.), Prospettive teologi-
che per il XXI secolo, Brescia 2003,373-388. 
9 En este sentido me parece muy lúcida la tripartición que de la Posmodernidad teoló-
gica hace R. Schreiter, L. c., 376-385: 1) Reapropiación de la premodernidad, tanto en la 
forma de la “ortodoxia radical” (J. Milbank, C. Pickstock, G. Ward) o de la “teología 
postliberal norteamericana” (G. LindbeckS. Hauerwas, W. Willimon). 2) Llevar a su 
cumplimiento el proyecto ilustrado, en la línea de Habermas (E. Arens, H. Peukert). 3) 
Elaboración de las consecuencias de los límites de la Modernidad, sea en la línea de 
Nietzsche (G. Vahanian, P. van Buren, TH. Altizer), sea en la de Heidegger (J. L. Ma-
rion), sea en la que realiza el mismo Lévinas. 
 
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2. El shock de la Modernidad 
2.1 La autonomía del mundo como conquista clave 
Sería ingenuo pretender una explicación monocausal de un proceso tan 
oceánico como el del tránsito al mundo moderno. Pero no lo es afirmar 
que una de sus claves reside en el descubrimiento de la autonomía de las 
realidades mundanas. Si antes –y en ese “antes” van incluidas nada me-
nos que la misma Biblia y toda la tradición teológica premoderna– se 
aceptaba con naturalidad la intervención extramundana, fuese divina o 
demoníaca, en los asuntos terrestres, hoy resulta imposible. Rudolf 
Bultmann lo dejó claro para el Nuevo Testamento, y no sería bueno es-
cudarse en sus posibles excesos, para sustraerse a lo que de indudable, 
necesario y urgente tiene su llamada10. Y el Vaticano II, justo en el docu-
mento más preocupado por recuperar el paso de la historia poniendo al 
día –aggiornando– la comprensión de la fe, lo reconoció de modo expre-
so e incluso enfático: 
Si por autonomía de la realidad terrestre se quiere decir que las cosas crea-
das y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre 
debe descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima 
esta exigencia de autonomía (Gaudium et Spes 36). 
De hecho, tomada en este significado fundamental –y repito que sólo así lo 
voy a tomar– cabe afirmar que laautonomía es un principio aceptado por la 
práctica unanimidad de la teología. Pero ya se sabe que la aceptación en 
principio no siempre se traduce en las consecuencias, y estas pueden seguir 
siendo oscurecidas por la presión de los hábitos antiguos, que, como de las 
estrellas apagadas decía Nietzsche, pueden seguir brillando tras muchos 
años de su extinción real. 
 
2.2 La revolución pendiente 
La verdad es que el shock fue tan traumático, que llevó a la misma filosofía 
a poner en cuestión todo su pasado, de suerte que con Descartes se sintió 
 
10 Cf. Cf. I. U. Dalferth, Jenseits von Mythos und Logos. Die christologische Transfor-
mation der Theologie, Herder 1993, 132-164; C. OZANKOM, Gott und Gegenstand, 
Paderborn 1994, 121-170; K-J. Kuschel, Geboren vor aller Zeit? Der Streit um Chrsiti 
Ursprung, München-Zürich 1990, 154-222. 
 
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obligada a la “duda universal” acerca de todo lo recibido, con Kant habló 
de “revolución copernicana” y todavía hoy vivimos en el torbellino, sin que 
sea posible predecir su futuro. No era ciertamente tarea fácil para la teo-
logía re-pensar toda una larga y riquísima tradición, que además estaba ro-
deada de un respeto sagrado y protegida por una institución universalmente 
poderosa. 
De hecho, se necesitaba una revolución, pero lo que con más fuerza se impu-
so en la conciencia pública han sido el rechazo –piénsese en Galileo y todav-
ía en Darwin–, la condena –piénsese en el Modernismo y todavía en la 
Nouvelle Théologie– y la reafirmación autoritaria del pasado –piénsese en el 
Syllabus y en la dura historia de la exégesis. Gracias a Dios, el Vaticano II 
abrió las puertas, legitimando oficialmente el esfuerzo de renovación. Sólo 
que los hechos muestran que no se puede descansar en él como en un cojín 
de reposo, sino que es preciso retomar con todo vigor la tarea enunciada y 
sólo iniciada. 
En el intento puede ser una buena ayuda la intensidad misma del cambio. 
Cuando el choque es brutal, “se conmueven los cimientos” (Tillich) y puede 
cundir el pánico, bien abandonando el edificio, como sucedió en la deriva 
atea, bien refugiándose en el pasado apuntalando las ruinas, en la diversas 
formas de fideísmo y tradicionalismo. Pero cabe una tercera postura: la 
conmoción, al sacudir los cimientos, permite ver mejor su solidez, abriendo 
la posibilidad de mantener su continuidad reconstruyendo un edificio que 
responda a los desafíos y necesidades de la nueva situación. 
La crisis moderna constituye una ocasión magnífica para redescubrir en toda 
su frescura y vigor la experiencia cristiana original, liberándola de excrecen-
cias que la deforman y oscurecen. De ese modo puede entonces confrontarse 
con la nueva situación cultural, en concreto, con la autonomía del mundo, y 
abrir así la posibilidad de un encuentro verdaderamente renovado. El pasa-
do, la tradición, no desaparece, pues sigue ahí como lección perenne, en 
cuya Wirkungsgechichte vivimos y que preserva en su seno la experiencia 
originaria junto con lecciones que no debemos olvidar. Pero el corte cultural 
enseña que no puede tratarse de una continuidad ingenua, sino que debe 
incluir también rupturas y críticas mediante la confrontación directa con la 
experiencia de los orígenes. 
Por lo demás, así lo ha comprendido también la filosofía para el problema 
 
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general de la tradición, en la famosa discusión entre la hermenéutica de 
Gadamer y la teoría crítica de Habermas11. Y para la teología, apoyándome 
en el pensamiento de Amor Ruibal, yo mismo he hablado de épocas en las 
que predomina la “verificación horizontal” apoyada en la continuidad de la 
tradición, como en la gran época medieval, y otras en las que predomina la 
“verificación vertical” en la confrontación directa con los orígenes12. Adviér-
tase únicamente que “predominio” no significa “exclusión”. 
Esquematizando para mayor claridad, cabe entonces centrar la exposición en 
los dos polos principales. Por un lado, retomar con la radicalidad posible lo 
genuino de la experiencia original (sin ignorar su enriquecimiento en la 
tradición), tratando de descubrir y subrayar aquellos rasgos capaces de 
afrontar la nueva situación. En ese sentido, hablaré ante todo del Dios bíblico 
como Aquel que “crea por amor”. Por otro lado, será preciso intentar tomar 
en toda su consecuencia la autonomía tanto del mundo como de la subjetivi-
dad humana. Eso nos llevará a reexaminar dos categorías fundamentales: la 
acción de Dios y la revelación. Bien entendido que la división responde ante 
todo a una necesidad expositiva. En la realidad los diversos momentos se 
implican entre sí, en una circularidad que deberá ser tenida muy en cuenta, 
pues el verdadero sentido de cada uno sólo se comprende en su relación con 
los demás. 
 
3. El Dios que crea por amor 
3.1. Un Dios que sólo sabe, quiere y puede amar 
Cuando se parte de una percepción medianamente viva de lo que significa el 
Dios de Jesús, asombra el terrible malentendido que ha llevado a una gran 
parte de la cultura moderna a ver en Él un rival, un opresor y aun una nega-
ción de lo humano. Creo que incluso una filosofía que desde sí misma se 
abra a lo religioso puede mostrar que, si existe, Dios sólo puede, como bien 
vio el platonismo, estar en la línea del Bien. En todo caso, para la experiencia 
 
11 Cf. J. Habermas (Hsg.), Hermeneutik und Ideologiekritik, Frankfurt a. M. 1971; J. M. 
Aguirre, Raison critique ou raison herméneutique? Une analyse de la controverse 
entre Habermas et Gadamer, Louvain-la-Neuve 1991. 
12 Constitución y Evolución del Dogma. La teoría de Amor Ruibal y su aportación, 
Madrid 1977, 392-408 y La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid 
1987, 454-459. 
 
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bíblica esto acabó haciéndose tan evidente que al final, tras la culminación 
definitiva en Jesús de Nazaret, lo define como amor: Dios es agape (1 Jn 4, 
8.16), es decir, “Dios consiste en estar amando”. Y amando no como el que 
en el eros busca algo para sí, lo que llevó a Aristóteles a pensar que no tiene 
sentido hablar de un amor de los dioses a los hombres13; sino amando con 
aquel amor que desde el Éxodo a la vida de Jesús se muestra preocupado 
únicamente por el bien del hombre y la mujer, empezando por el pobre, el 
sufriente y el oprimido. Cabe atreverse a decir, con todo rigor teológico, que 
Dios “ni sabe ni quiere ni puede hacer otra cosa más que amar”. 
No dudo en afirmar que esta es una evidencia, acaso la evidencia fundamen-
tal del cristianismo. Por eso es preciso aprovechar la dura acusación moder-
na no para rebajarla, sino para proclamarla en toda su gloria. Es preciso 
defenderla contra la sutil tentación de la serpiente bíblica14 que, bajo apa-
riencias de lucidez crítica y a veces vestida con sutiles vestidos teológicos, 
puede acabar introduciendo la desconfianza en el núcleo mismo de la idea 
de Dios: a lo mejor no es tan bueno como se presenta. La serpiente puede 
susurrar: es luz, pero tiene también un “fondo oscuro”; es “fascinante”, pero 
también es “terrible”; hay que conciliar su amor con su “justicia” o incluso 
con su “ira”; de ahí su “silencio”, su “ocultamiento” en el mundo y su 
“abandono” de Cristo en la cruz... Para un mediano conocedor de la tradi-
ción teológica, todos ellos son motivos bien conocidos, y demasiadas veces 
respaldados por los nombres de grandes teólogos. 
Cada uno de esos motivos merecería por sí mismo un análisis detallado, 
incluso para rescatar un cierto sentido posible. Eso no es posible aquí. Pero 
urge poner al descubierto que, al menos talcomo se entienden en la objetivi-
dad de la nueva cultura, no hacen más que repetir con palabras nuevas la 
vieja tentación genesíaca. Frente a ellos es preciso afirmar sin rodeos que de 
Dios sólo pueden venir amor y salvación. Cierto que nunca comprende-
remos del todo el misterio de ese amor infinito. Pero, contra ciertas des-
confianzas psicológicas, ciertas rutinas teológicas y ciertas lecturas 
fundamentalistas, la teología tiene que aclarar y defender que su infinitud se 
extiende siempre y sólo hacia la luz, nunca hacia la oscuridad y la tiniebla. 
 
13 Ética a Nicómaco, 9. 1158 B, 35. 
14 La evocación me ha sido sugerida por P. SEQUERI, Il Dio affidabile. Saggio di Teolo-
gia Fondamentale, Brescia 1996, 542. 
 
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Es, traduciendo a san Anselmo, “un amor más grande de cuanto se pueda 
pensar” (maior quam cogitari possit); pero no porque pueda ocultar reservas 
oscuras, sino porque es tan grande y luminoso que, literalmente, no somos 
capaces de creer en su positividad sin límites ni condiciones, en su distancia 
de toda reserva, de todo resentimiento, de todo egoísmo, de todo rencor y de 
toda voluntad de castigo. 
De manera simbólica, ya el Segundo Isaías había anticipado lo que la epísto-
la de Juan expresó en definición casi metafísica: “¿Puede una madre olvidar-
se de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella 
se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49, 15). La teología lo sabe en sus mejores 
momentos, incluso cuando en algún descuido pueda haber jugado con algún 
concepto ambiguo. El mismo Jüngel, cuando habla desde su mejor intuición, 
supo distanciarse de una dominante tradición luterana, advirtiendo que no 
puede jugarse con la incognoscibilidad divina para sugerir que Dios pueda 
ser otra cosa que amor15. Y algo parecido cabe decir de Hans Urs von Balt-
hasar, cuando habla de que “sólo el amor es digno de fe”16. Cabría añadir 
que sólo es digna aquella fe que se fía plenamente y sin reservas del amor. 
La teología cristiana tiene aquí una tarea tan fundamental como urgente 
frente a la cultura moderna: la de decirle que puede o no creer en Dios, 
pero que su decisión no debe ser tomada ante un dios que feuerbachiana-
mente vampiriza al hombre, sino ante el Dios de Jesús, cuyo único y exclu-
sivo interés en la creación son el bien, la promoción y la salvación de la 
creatura humana. 
 
 
 
15 Dios como misterio del mundo, Salamanca 1984, 404-407 y J. A. Martínez Camino, 
Recibir la libertad. Dos propuestas de fundamentación de la teología en la Moderni-
dad: W. Pannenberg y E. Jüngel, Madrid 1992, 249 nota 285; remite a Die Offenbarung 
der Verborgenheit Gottes. Ein Beitrag zum evangelischen Verständnis der Verborgen-
heit des göttlichen Wirkens, en K. Lehmann (Hrsg.), Vor dem Geheimnis Gottes den 
Menschen verstehen. Karl Rahner zum 80. Gebutstag, Müchen-Zürich 1984, 79-104, en 
p. 94-95, informa: “Jüngel dice que en ete punto Lutero mismo habría sido ‘cualquier 
cosa menos claro’”. 
16 Glaubhaft ist nur Liebe, Einsiedeln 1963. 
 
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3.2 Creación como salvación 
A este motivo, y en buena medida subtendiéndolo de manera oculta, es preci-
so añadir otro de profundo calado, porque apunta a la comprensión radical de 
la historia de Dios con la humanidad. Me refiero a la necesidad de superar un 
esquema que, incrustado en la teología, en la predicación y en la liturgia por 
siglos de repetición, envenena –perdónese la dureza de la palabra– el imagina-
rio colectivo del cristianismo. Me refiero al que para describir la historia de la 
salvación establece la secuencia paraíso-caída-castigo-redención-gloria. Ese 
esquema, que pudo tener su plausibilidad mientras permanecía en el seno 
cálido de la imaginación mítica o todavía bajo su influjo, tiene efectos devasta-
dores cuando se encuentra con la racionalidad crítica. 
Ante todo, porque pervierte la imagen de Dios, pues, en el polo opuesto al 
padre del hijo pródigo predicado por Jesús, lo presenta castigando en vez de 
perdonar; y, encima, con un castigo terrible, por una falta banal, y sobre 
millones de personas que –en definitiva y dígase lo que se diga– son inocen-
tes de aquella supuesta culpa (el infierno como castigo eterno y aun el mis-
mo limbo para los niños muertos sin bautizar pone intuitivamente al 
descubierto la perversidad de esa lógica desbocada)17. Con dos consecuen-
cias terribles: el mal, con todo lo que de sufrimiento, culpa y muerte implica, 
queda convertido en “castigo”; y la salvación se presenta como “precio” 
doloroso que el Hijo tuvo que pagar por todos nosotros para alcanzarnos el 
perdón. 
Por fortuna, expuesta con tal crudeza, son pocos los cristianos que aceptar-
ían esta visión; su impregnación mítica es tan fuerte, que, dentro de la nueva 
cultura y de manera más o menos consciente, choca con el mismo sentido 
común. Pero es innegable que su presencia imaginativa, como una especie 
de “esquema” kantiano, sigue condicionando profundamente no sólo el 
imaginario colectivo sino muchos razonamientos teológicos. Y, justo porque 
el condicionamiento no es siempre consciente, su eficacia es mayor y los 
daños más graves. De ahí la necesidad de ponerlo al descubierto, no para 
caer en la simple negación que ignore la riqueza de experiencia vehiculada 
en narraciones venerables, sino justamente para lo contrario: para recuperar-
la de manera crítica, haciéndola fructífera para nuestra situación. 
 
17 Algo he escrito al respecto en ¿Qué queremos decir cuando decimos “infierno”?, 
Santander 1995. 
 
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Rota la inocencia del mito, la teología debe, en efecto, mostrar que la única 
manera de recuperar su riqueza está en renunciar a la letra, releyéndola 
justamente desde la revelación del Dios que crea por amor. Entonces todo 
cambia. Porque de ese modo la creación es la originación de un mundo, y en 
él el ser humano, querido por Dios como tal, en su raíz y desde su origen: no 
primero como creatura neutra –"natural"– que luego eleva a un estadio supe-
rior –"sobre-natural– para hacerla entonces hija. Eso no quita en absoluto la 
gratuidad, porque gratuita es la creación misma, y la misma "necesidad" de 
Dios –el desiderium naturale– que se hace presente en la persona, es ella 
misma, y por esencia, gratuita. Como dijera ya H. de Lubac, el hombre no 
desea a Dios como el perro a su presa. De hecho, incluso el "existencial so-
brenatural", que supuso un paso adelante que la teología católica nunca 
agradecerá bastante a Karl Rahner, resulta demasiado dualista, pues sugiere 
un "añadido" a una "naturaleza" que sólo gracias a él se haría "sobrenatu-
ral"18. Por lo mismo, conviene borrar del discurso teológico expresiones 
como “supralapsario” o “postlapsario”, que, en el fondo, siguen vehiculando 
un dualismo que puede resultar fuertemente perturbador. 
Tomada en serio esta unidad estricta entre creación y salvación, incluso lo 
que en vista de la dureza de la vida humana pudiera parecer negativo, apa-
rece a una nueva luz, más sencilla y más clara. Pues resulta evidente que, 
para ser él mismo, el ser humano tiene que "nacer" con la inevitable imper-
fección de todo comienzo; y después necesita "crecer" superando los obstá-
culos de todo avance finito, para poder alcanzar finalmente la plenitud a que 
ha sido destinado. Y de ese modo la secuencia anterior se convierte en esta 
otra: creación-crecimiento histórico-culminación en Cristo-gloria. 
 
18 En este sentido, las críticas de J. Milbank, son justas,aunque, si lo comprendo bien, 
su "actualismo” de carácter lingüístico pueda resultar excesivo. Cf. las aclaraciones de 
H. Vorgrimler, Karl Rahner. Experiencia de Dios en su vida y en su pensamiento, 
Santander 2004, 220-227. Es de justicia señalar que, ya en los años veinte del pasado 
siglo, el poco conocido pero genialmente creador A. Amor Ruibal había sido profun-
damente unitario, aunque también conserve resabios dualistas: para él lo sobrenatural 
es "tan intrínsecamente propio del ente elevado como lo es su naturaleza" (Los Pro-
blemas Fundamentales de la Filosofía y del Dogma, tomos I, Santiago 1914, 258; hay 
nueva edición, Madrid 1975; cf. Naturaleza y sobrenaturaleza, en Cuatro Manuscritos 
Inéditos, Madrid 1964, 103-305). 
 
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Así aparece que el tiempo de la historia no es ni la caída desde un "paraíso" 
ni una "prueba" arbitraria, sino la condición de posibilidad de la existencia 
finita. El mal no es un castigo, sino todo lo contrario: representa el obstáculo 
que, oponiéndose idénticamente a la creatura y al impulso creador que la 
sostiene, es aquello que Dios "no quiere" y en cuya superación –como padre 
al lado de sus hijos– trabaja Él mismo, apoyando e inspirando nuestro es-
fuerzo. La salvación en Jesucristo no es el precio a pagar a un dios airado; 
todo lo contrario: es la culminación de la “lucha amorosa” que, a lo largo y a 
lo ancho de toda la historia, sostiene el Dios-Abbá contra nuestros límites 
inevitables y nuestras resistencias culpables, con el único fin de darnos a 
conocer su amor y hacernos capaces de acoger su ayuda. Finalmente, la 
gloria será la realización del designio originario de Dios que, engendrándo-
nos en el amor, no buscaba otra cosa que nuestro ser, nuestra realización y 
nuestra felicidad. El “paraíso”, intuido por el mito, era real; pero estaba al 
final no al principio. En frase conocida y feliz: la protología es la escatología. 
Lo curioso es que desde esta perspectiva no se dice, en el fondo, nada nuevo. 
Simplemente se recupera con claridad –y por tanto haciéndola eficaz y fe-
cunda para la reflexión teológica– una intuición presente desde el principio y 
que en la teología actual se ha insinuado de múltiples maneras. 
De hecho, está implícita en la misma idea bíblica de creación, que no por 
casualidad introdujo –o al menos afirmó– en la cultura humana el concep-
to del tiempo lineal; un tiempo que no niega los obstáculos y aun las caí-
das, pero que habla de un proceso que va del nacimiento a la plenitud 
(algo que, por lo demás, se confirma por la experiencia vital para la vida 
humana y por la cosmología científica para la historia del universo). Y en 
la Patrística, a pesar de la constricción de la imaginación mítica, entonces 
imposible de superar del todo, ya san Ireneo ofrece un esquema donde 
creación, redención y gloria forman un continuum; de suerte que el pecado 
original “no es una catástrofe”, sino una peripecia, “grave sin duda”, pero 
que se “integra de alguna manera en la dinámica del crecimiento de la 
humanidad hacia Dios”19. 
 
19 V. Grossi.-B. Sesboüé, Pecado original y pecado de los orígenes: Del Concilio de 
Trento a la época contemporánea, en B. Sesboüé (ed.), Historia de los dogmas. II, El 
hombre y su salvación, Salamanca 1996, 151. Cf. el texto íntegro: “Así pues, el clima 
del pensamiento de Ireneo sobre el pecado en la humanidad es mucho menos trágico 
 
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Por su parte la teología actual, al repensar la idea de lo “sobre-natural”, fue 
rompiendo su dualismo, mostrando cómo la unidad creación-salvación no 
tiene por qué negar ni amenazar la gratuidad de la salvación. Henri de Lubac 
abrió el camino al revitalizar la idea del desiderium naturale de Dios como 
única expresión real de nuestro ser histórico20. Karl Rahner avanzó en la 
misma línea, al convertir la “naturaleza pura” en un “concepto resto” (Restbe-
griff), es decir, un mero recurso conceptual para preservar la gratuidad de la 
gracia21. Y Urs von Balthasar insiste en que esa es la única manera realista de 
ver la creación: “Dios desde la eternidad quiso sólo esto y únicamente esto: 
abrirle al hombre su amor. Para esto creó el mundo. Así, desde el punto de 
vista de Dios, la pregunta de si podría haber un mundo también sin esta gra-
cia, es una pregunta ociosa. Y lo que no tiene peso para Dios tampoco lo debe 
tener para el hombre, ni siquiera para la humildad del hombre”22. 
 
3.3 La autonomía como teonomía 
Creo que hoy, superado el temor de poner en peligro la gratuidad de la salva-
ción –temor inducido entonces por la presencia todavía muy viva del esquema 
anterior y magisterialmente reforzada por la reacción antimodernista–, el 
mejor fruto que podemos sacar de ese esfuerzo teológico consiste en tomar ya 
sin reservas ni cortapisas la unidad indisoluble, e incluso la identidad real 
 
que el de Agustín. Ese pecado no es una catástrofe; es una peripecia, grave y horrible 
sin duda, pero un tanto inevitable y previsible, dada la debilidad del hombre en sus 
comienzos; una peripecia que deja al hombre capaz de usar de su libertad y cuya 
salvación conseguida en Cristo cede en honor y en triunfo del hombre. Ireneo la inte-
gra la alguna manera en la dinámica del crecimiento de la humanidad hacia Dios”. 
Como es bien conocido, este es un tema profusa e intensamente estudiado por A. 
Orbe, Antropología de san Ireneo, Madrid 1965; Teología de san Ireneo, 3 vol., Madrid 
1985-1988; cf. las síntesis que ofrece en Introducción a la teología de los siglos II y III, 
Salamanca 1988, 201-204.215-218. 259-268 (estas últimas páginas muestran como logra 
“integrar” el pecado de Adán). 
20 Cf. Surnaturel, Paris 1946), después, ampliado y matizado, en Le mystère du surna-
turel, Paris 1965; Augustinisme et théologie moderne, París 1965. 
21 Sobre las relaciones entre la naturaleza y la gracia, en Escritos de Teología I (Madrid 
1961 ) 330, 341-344. 
22 U. von Balthasar, Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner Theologie, Einsiedeln 
1976, 312. 
 
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entre la creación y la salvación. Al mismo tiempo, escarmentados de las absolu-
tizaciones de la primera Modernidad, estamos en condiciones de conservar lo 
positivo de la autonomía, sin clausurarla en una finitud ilustrada, que, como ya 
advirtiera Hegel, la achataría en un pragmatismo superficial23. 
La creación como salvación permite comprender que la autonomía creatural, 
cuando no corta su dinamismo más íntimo y genuino, es idénticamente 
realización del propio ser y de la intención salvadora divina. Cuando la 
creatura acoge la ley de su Creador, no hace nada distinto de acoger la ley de 
su realización auténtica. En definitiva, se trata de la misma realidad expre-
sada en dos juegos lingüísticos distintos. 
De hecho, la teología dispone de un término, el de teonomía que, bien com-
prendido, no sólo expresa lo mismo que en el lenguaje secular se llama au-
tonomía sin que deba perder nada de su riqueza, sino que rompe su posible 
estrechamiento, abriéndola a las profundidades infinitas de la Trascenden-
cia. Paul Tillich, que no lo ha inventado, pero que lo ha “publicado” con 
especial energía, expresaba así su significado en 1931: “La teonomía no nace 
por renuncia a la autonomía (...), sino por profundización de la autonomía 
en sí misma hasta a aquel punto en que remite más allá de sí misma”24. 
 
23 Motivo, como se sabe, constante en él; cf. Glauben und Wissen, Werke in 20 Bde., 
Suhrkamp, Bd. 2, 287-433; Fenomenologíadel Espíritu, trad. cast. de W. Roces, México 
1966, cap. VI, 317-392 (comentarios: J. Hyppolite, Génesis y estructrua de la Fenome-
nología del Espíritu de Hegel, Barcelona 1974, 388-411; R. Valls Plana, Del Yo al Noso-
tros. Lectura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, Barcelona 1971, 266-286). 
Desde otra perspectiva, lo confirman M. Horkheimer.- Th. W. Adorno, Dialektik der 
Aufklärung (1947), Frankfurt a. Mein 1978. Interesante la obra colectiva dirigida por J. 
Schmidt, Aufklärung und Gegenaufklärung in der europäischen Literatur, Philosophie 
und Politik bis zur Gegenwart, Darmstadt 1989, que insiste en que se trata de una 
dialéctica permanente, que atraviesa toda a historia. 
24 Véase la cita completa: “La teonomía, originalmente legalidad divina en oposición a 
autolegalidad o autonomía, ha recibido un sentido determinado en la discusión actual. 
Se la distingue rigurosamente de heteronomía, esto es, de la ruptura de las formas de la 
legalidad propia del pensar y actuar humanos por una ley ajena y exterior al espíritu. En 
oposición a la heteronomía, la teonomía es impleción de las formas de la legalidad pro-
pia con un contenido transcendente. No nace por renuncia a la autonomía, como puede 
ser el caso del concepto católico de autoridad, sino por profundización de la autonomía 
en sí misma hasta a aquel punto en que remite más allá de sí misma. El transcender de 
las formas autónomas en la cultura y en la sociedad, su estar configuradas por un princi-
 
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De ese modo la unidad creación-salvación rompe todo dualismo, eliminando 
incluso la alternativa, tan agudamente analizada por John Milbank25 entre 
“naturalización de lo sobrenatural” (que él considera la versión alemana) o 
“sobrenaturalización de lo natural” (que considera la versión francesa). La 
teonomía muestra que se trata de acentuaciones que, en su dinamismo más 
intimo, son intercambiables. 
En todo caso, en lo que sigue, para hacer más fluido el diálogo con la cultura 
secular, usaré el término “autonomía”, pero entendiendo siempre que en su 
uso teológico será siempre con el significado indicado por la “teonomía”. 
 
4. La acción de Dios como creación continua 
La acentuación del primer polo, al recuperar en su fuerza específica la experien-
cia originaria, no aleja del segundo polo, el de la autonomía del mundo. Más 
bien, contra lo que pudiera parecer, permite asumirlo en toda su radicalidad. 
 
4.1 Presencia incansable vs. “deísmo intervencionista” 
Como queda dicho, no era tarea fácil asumir la autonomía, pues la nueva 
visión descolocaba literalmente a la teología, que se vio tironeada entre tres 
malas e insatisfactorias soluciones. Costaba mucho trabajo conjuntar los dos 
polos: por un lado, aceptar que la realidad mundana en todas sus dimensio-
nas funciona por leyes autónomas sin interferencias extra-mundanas, sean 
divinas para ayudar, sean demoníacas para dañar; y, por otro, mantener la fe 
en la presencia viva de Dios en la historia humana. 
Para la mentalidad premoderna resultaba fácil lo segundo, pues, igual 
que en el imaginario bíblico, se aceptaba con naturalidad la idea de un 
Dios que hace llover, castiga con la peste o cura la enfermedad. Lo difícil 
era conciliarlo con la nueva conciencia de la autonomía, que ya no resul-
taba compatible con el intervencionismo divino: ni las personas más 
 
pio que las sostiene y al mismo tiempo las traspasa (no las destruye) : eso es la teonomía” 
(Theonomie: RGG2 5, 1128-1129, en c. 1128); tomo la cita de F.W. GRAF, Theonomie: 
Fallstudien zum Interpretationsanspruch neuzeitlicher Theologie, Gütersloh 1987, 22-23. 
Me he ocupado con más amplitud del tema en La théonomie, médiatrice entre l’éthique 
et la religion, en M.M. Olivetti (ed.), Philosophie de la Religion entre éthique et ontologie, 
Biblioteca dell’ Archivio di Filosofia, Milano 1996, 429-448. 
25 Theology and Socital Theory. Beyond Secular Reason, Oxford 1990, 207. 
 
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piadosas pueden aceptar hoy, aunque lo quisieran, que la luna está mo-
vida por una inteligencia angélica, como todavía pensaba santo Tomás, o 
creer, como sucedía en los mismos Evangelios, que la epilepsia es causa-
da por una posesión diabólica. La peste negra llenó Europa de procesio-
nes; el SIDA hace proliferar los laboratorios. 
Para la reacción moderna inicial, representada por el deísmo, la situación era 
la contraria. La autonomía imponía con tal fuerza su novedad, que el mundo 
aparecía como una máquina perfecta, y Dios, como el “arquitecto o relojero”, 
que, hecha la creación, la deja abandonada a sí misma. La dificultad radicaba 
ahora en que esa visión no podía satisfacer a la experiencia cristiana, que se 
apoya en un Dios vivo, íntimamente presente en el mundo y actuante en la 
historia. El de Jesús no es un Dios que nos deja solos en la vida y que sólo al 
final aparecerá para premiar o castigar. 
Entre ambas posturas no aparecía clara una auténtica mediación. Sucedió más 
bien que, poco a poco, se fue instalando en la conciencia general una solución de 
compromiso. En lugar de abrir la autonomía hacia su profundidad teónoma, se 
mantuvo el dualismo creación-salvación, convirtiéndolo en una especie de 
deísmo intervencionista. En consecuencia, como modernos, se vive por ósmosis 
cultural la evidencia innegable de la consistencia y regularidad de las leyes físi-
cas; pero, como religiosos, no se renuncia a la presencia viva de Dios. Entonces, 
de manera más bien confusa y sin suficiente clarificación conceptual, se mantie-
ne la creencia en intervenciones divinas concretas. Se va al médico cuando apa-
rece la enfermedad y se observa la predicción del tiempo durante la sequía; pero 
no siempre se renuncia a hacer una novena o a celebrar rogativas por la lluvia, y 
continuamente se pide a Dios que remedie nuestras necesidades. 
Es claro que esta actitud –la más corriente y profundamente incrustada en la 
piedad, en la liturgia y aun en la teología– no resiste un examen crítico. Man-
tenerla puede calmar la angustia e incluso, de entrada, parece lo más “pia-
doso”. Pero a la larga mina la maduración de la fe en los creyentes y fomenta 
el ateísmo en la cultura. 
Por fortuna, la experiencia cristiana no está desarmada, y, gracias a una 
inversión radical del problema, la idea de la creación por amor permite la 
verdadera salida. Porque hace posible aceptar en toda su consecuencia la 
justa autonomía de las leyes mundanas, sin por ello abandonar el mundo a sí 
mismo, bajo la mirada de un dios distante y desinteresado. Y es que, como 
Creador, Dios no tiene que “venir” al mundo, porque está ya siempre dentro 
de él, en su raíz más honda y originaria. Y tratándose de una creatio conti-
 
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nua, tampoco precisa recurrir a intervenciones puntuales, porque su acción 
es la que lo está sustentando, dinamizando y promoviendo todo: como dijo 
Jesús, el Padre “está siempre trabajando” (Jn 5,17). 
De ese modo, sin artificio alguno, se concilian –teónomamente– los dos ex-
tremos, pues se mantiene íntegra la valencia religiosa de la experiencia ori-
ginal, sin renunciar a lo irreversiblemente adquirido por la cultura actual. 
Como cristianos, creemos que Dios actúa de verdad; pero como cristianos 
modernos, comprendemos que en el mundo lo hace sólo a través de la ac-
ción y las leyes de las creaturas. Karl Rahner lo expresó en frase feliz: “Dios 
obra el mundo y no propiamente en el mundo”26. Por eso podemos y debe-
mos aceptar que el mundo está entregado a nuestra responsabilidad –etsi 
Deus non daretur–; pero, igual que nuestrosantecesores en la fe, sabemos 
que esa es una responsabilidad “agraciada”: ni de titanes ni de esclavos, sino 
simple y gloriosamente de hijos. 
 
4.2 Aplicación: la oración de petición, los milagros y el mal 
Creo que hoy urge todavía avanzar en esta dirección. Si tomamos en serio 
que Dios es amor en “acto puro”, que, como dice el salmista, “no duerme ni 
reposa” (Sal 121, 4), su acción en favor nuestro es continua, total y sin reser-
vas. También ella es “más grande de cuanto se pueda pensar”. Y eso signifi-
ca ante todo que Dios está haciendo por el mundo todo lo que es posible, de 
suerte que, en pleno rigor teológico, no es lícito pensar en que Él no trate de 
hacer en favor nuestro algo que “podría” hacer. No, claro está, porque ar-
gumentemos desde una necesidad que, como una moira griega, se le impon-
ga a Dios desde fuera; sino porque creemos en la entrega libre y sin reservas 
de su amor, tal como se nos ha revelado en Cristo. Su entrega no es sólo 
total, sino que nace de su iniciativa absoluta e incondicionada. 
 
26 “...Gott die Welt wirk und nicht eigentlich in der Welt wirkt” (Grundkurs des Glaubens, 
Freiburg-Basel-Wien 1976, 94 (la trad. castellana Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 
1979, 112, es menos enérgica). Pero en otro lugar adevierte que este “cambio radical”, que 
“se ha producido y se está aún produciendo” y que en el fondo se remonta a santo Tomás 
de Aquino, “todavía no ha llegado a imponerse hasta las últimas consecuencias, ni en la 
práctica religiosa de tipo medio, ni en la teología cristiana y, precisamente por eso, nos 
está creando grandes dificultades” (K. Rahner/K. Weger, ¿Qué debemos creer todavía? 
Propuestas para una nueva generación, Santander 1980, 69). 
 
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Las consecuencias son enormes. Aquí señalaré tres de especial relevancia por 
referirse a problemas que hoy afectan de modo muy radical la comprensión 
de la fe: el mal, el milagro y la oración de petición. Aunque el espacio no 
permite explicaciones detalladas, espero que la simple enumeración baste 
para captar su sentido fundamental. 
 
1) Empecemos por la oración de petición. Problema tan delicado e importan-
te como difícil de tratar con serenidad, pues conozco por experiencia las 
desconfianzas y rechazos que produce la afirmación de que es necesario 
superarla. Y, sin embargo, la lógica –estrictamente religiosa– de esta necesi-
dad surge evidente, con sólo pensar en la iniciativa del amor divino. Una 
iniciativa tan absoluta, que empieza cuando ni siquiera existimos: creatio ex 
nihilo; y que, según la más venerable tradición, pre-viene siempre nuestra 
acción y nuestra palabra, convirtiendo toda nuestra vida en respuesta. Tam-
bién nuestra oración. 
No se trata, pues, como tantas veces se malinterpreta, de soberbia, sino de 
todo lo contrario: por un lado, de afirmar la confianza más entregada y la 
humildad más radical de la creatura; y, por otro, de asegurar un respeto 
exquisito ante el increíble amor del Dios de Jesús. Un amor tan gratuito, 
irrestricto e incansable, que el maestro Eckhart pudo decir: “Dios está mucho 
más dispuesto a dar que el hombre a recibir”27. Y tan respetuoso de la auto-
nomía y libertad de su creatura, que, en misterioso y delicadísimo símbolo 
del Apocalipsis, es Él quien suplica y espera: “ Mira que estoy a la puerta y 
llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré 
con él y él conmigo” (Ap 3, 20). 
Sostener esto no significa ignorar los valores subjetivos que están en el 
fondo de la petición sincera, pues ella llena la tradición, ha alimentado 
 
27 Deutsche Predigten und Traktate, hrsg. Von J. Quint, München 1963, 381. Angela 
de Foligno dijo lo mismo: “Disponte a recibir, pues yo estoy más dispuesto a dar 
que tú a recibir” (Libro de la vida, Salamanca 1991, 50). Yen el s. XIV Taulero era 
perfectamente explícito: “En efecto, Él está dispuesto a dárnoslo todo, incluso a sí 
mismo. Item. Dios no quiere ni puede con su amor veraz rehusarnos o negarnos 
nada. Ciertamente Él precede nuestra oración y nos sale al encuentro y nos ruega 
que seamos sus amigos y está mil veces más dispuesto a dar que nosotros a recibir y 
más presto a conceder que nosotros a rogar” (Tomo esta última cita de C. Fabro, La 
preghiera nel pensiero moderno, Roma 1983, 121). 
 
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tesoros de vida espiritual y encuentra amplísimo apoyo en la letra de la 
Escritura. Esos valores deben ser preservados. Pero, justamente para lo-
grarlo, es preciso re-traducir su expresión en el nuevo contexto cultural. 
De otro modo, un falso respeto a la letra de la Escritura y a los usos de la 
tradición, perfectamente comprensibles en su tiempo, puede hacer estragos 
en el nuestro. 
La razón está en que las intenciones subjetivas, formuladas en la cultura 
premoderna, son rotas y aun pervertidas por la fuerza objetiva de un len-
guaje que ahora se escucha e interpreta en un contexto radicalmente cam-
biado. Cada vez que hoy pedimos algo a Dios, insistiendo en que “escuche 
y tenga piedad”, la percepción espontánea está implicando que nosotros 
tomamos la iniciativa, que en el fondo somos mejores que Él, y más com-
pasivos ante las necesidades de los demás. De ese modo, a pesar de la 
sincera intención subjetiva, por medio de la objetividad del lenguaje se está 
introyectando en el inconsciente colectivo la idea de un Dios tacaño e im-
pasible, al que casi nunca “logramos convencer”. La filosofía actual mues-
tra hasta la saciedad el profundísimo influjo del lenguaje sobre el espíritu 
humano, y hace ya mucho tiempo que Sócrates había avisado de que 
hablar mal “hace daño a las almas”28. 
 
2) Estas ideas enlazan inmediatamente con otro tema en sí secundario, pero 
que no pierde actualidad: el de los milagros. Dejando aparte el sentido co-
rrecto de los “signos” (sémeia) evangélicos, me refiero a la significación dura 
y ordinaria; es decir, al milagro como intervención divina que rompe la 
autonomía de las leyes naturales para lograr un efecto empírico, sea una 
curación médicamente imposible o la evitación de un terremoto. Entendido 
así, el “milagro” introduce una lógica perversa, que en nuestra cultura apun-
ta derecha al ateísmo. Y no se trata aquí de acudir a una argumentación 
“metafísica”, discutiendo lo que pueda o no pueda ser posible de potentia 
Dei absoluta o si el indeterminismo físico deja o no espacio para una inter-
vención divina. Se acude única y exclusivamente a la “lógica de la fe”, que 
parte de la generosidad irrestricta de la acción divina. 
 
 
28 “Ten bien sabido, excelente Critón, que no hablar con propiedad no es sólo falso en sí 
mismo, sino que además hace daño a las almas” (Fedón 115e). 
 
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Pues suponer que en un determinado momento Dios se decide a hacer un mila-
gro, quiere decir que antes no estaba haciendo todo lo posible, que su amor 
no era “más grande de cuanto pueda pensarse” y que su ser no consiste en 
estar amando. Peor todavía: si lo hace para unos y no para otros, no ama a 
todos sus hijos e hijas por igual, convirtiéndose –contra la misma Escritura– 
en un Dios favoritista y con “acepción de personas”; y si lo hace a unos po-
cos y de tarde en tarde, pudiendo hacerlo a todos y siempre, no es siquiera 
un Dios amoroso... Da cierto pudor decir estas cosas, que incluso pueden 
parecerse demasiado a una logomaquia nominalista. Pero basta hablar con la 
gente en la desgracia o leer la prensa a raíz de una catástrofe natural, para 
palpar que estas objeciones tienen una presencia muy real yterriblemente 
deletérea en el ambiente común. 
 
3) Lo cual enlaza directamente con el más grave y oscuro de los tres proble-
mas enunciados: el problema del mal. Resulta significativo que el cambio 
cultural haya hecho estallar la contradicción latente entre la bondad y la 
omnipotencia divinas. Contradicción que la conciencia religiosa venía arras-
trando desde la antigüedad y que ya el “dilema (o trilema) de Epicuro” –o 
Dios quiere y no puede evitar el mal, y entonces no es omnipotente; o puede 
y no quiere, y entonces no es bueno29– había puesto al descubierto. La teo-
logía tradicional pudo soportarla, a pesar de no resolverla, porque la plausi-
bilidad social de la fe permitía atenuar la fuerza de la contradicción lógica. 
Pero en la nueva situación ya no era posible, pues la “época de la crítica” 
(Kant) no podía ignorar la contradicción en la bondad de un Dios que, pu-
diendo, no quería eliminar los terribles sufrimientos del mundo; ni admitir 
su omnipotencia, si, queriendo, no podía. No es casual que el mal se convir-
tiese entonces en “la roca del ateísmo” (G. Büchner). 
Como ha sucedido con el “intervencionismo”, en lugar de un cambio radical 
en el planteamiento, se acudió –y, por desgracia, se sigue acudiendo– a re-
miendos que no afrontan de verdad el problema. Porque ni tiene validez 
 
29 “O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede; o puede, pero no lo quiere 
quitar; o no puede ni quiere; o puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente; si 
puede y no quiere, no nos ama; si no quiere ni puede, no es el Dios bueno y, además, 
es impotente; si puede y quiere –y esto es lo más seguro–, entonces ¿de dónde viene el 
mal real y por qué no lo elimina” (Epicurus, ed. de O. Gigon, Zürich 1949, 80; cf. LAC-
TANCIO, De ira Dei, 13 PL 7,121). 
 
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refugiarse fideísticamente en el “misterio”, cuando este no es tal, sino fruto 
de nuestras inconsecuencias lógicas; ni la tiene acudir rapsódicamente a la 
idea de un “dios-finito”, “sufriente” o “impotente”, que ninguna teología 
seria podría aceptar como Dios verdadero; y que además, como bien dijo 
Rahner, en lugar de librarnos del mal, quedaría tan miserablemente (dreckig: 
la palabra es muy fuerte) enfangado en él como nosotros30. 
Plena claridad no se logrará nunca. Pero eso no puede dispensar de mante-
ner la coherencia de nuestras afirmaciones acerca de la fe. Y lo significativo 
es que, también aquí, el descubrimiento de la autonomía –profundizada 
teónomamente por la idea de un Dios no intervencionista y exquisitamente 
respetuoso con la libertad– permite mantener la fe en Él, sin necesidad ni 
incurrir en afirmaciones que hagan contradictorio su ser, ni de refugiarse en 
un fideísmo inmunizador. 
En efecto, la nueva situación permite –y exige– empezar por una considera-
ción autónoma del mal en el mundo, como fenómeno que afecta a todos por 
igual: no como creyentes o increyentes, ni como filósofos o teólogos, sino 
como simplemente humanos. Eso pide que hoy al tratamiento tradicional se 
anteponga lo que he llamado una ponerología (del griego ponerós, “malo”), 
es decir, un tratado del mal en sí mismo, previo a toda opción religiosa o 
arreligiosa. Entonces no sólo queda roto el dilema de Epicuro, sino que al 
mismo tiempo se recuperan, reforzándose mutuamente, la experiencia origi-
naria de la fe y la autonomía del mundo. 
La ponerología, al apoyarse en la autonomía de las leyes mundanas, toma en 
serio su finitud para hace ver el carácter estrictamente inevitable del mal. La 
finitud, en efecto (sea la que sea, pues no se trata leibnizianamente del “me-
jor” de los mundos, sino de cualquiera de los posibles), impide el ajuste total, 
el funcionamiento perfecto y la satisfacción plena. Como sabía Spinoza, en lo 
finito omnis determinatio est negatio31, “toda determinación es [también] 
negación”; de suerte que una propiedad excluye necesariamente a la contra-
ria, y la carencia acaba generando de manera inevitable insatisfacción, cho-
que y conflicto. Por eso un mundo en evolución no puede realizarse sin 
 
30 P Imhof/H. Biallowons, K. Rahner im Gespräch I: 1964-1977, München 1982, 246). 
Cf. más datos en J. SPLETT, Denken vor Gott. Philosophie als Wahrheits-Liebe, Frank-
furt a. M. 1996, 297-299. 
31 Epistolae, n. L (Opera, ed. Gebhardt, 4, 420; ed. de la Pléidade, cit, 1231). 
 
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catástrofes; una vida limitada no puede escapar al dolor y la muerte; y una 
libertad finita no puede excluir en su realización la situación-límite del fallo 
y la culpa. De ahí que un mundo-sin-mal es imposible: sería un mundo-
finito-infinito, tan absurdo como un círculo-cuadrado, y por la misma razón: 
en lo finito, unas cualidades excluyen de modo necesario a las opuestas. De 
ahí igualmente que sea preciso renunciar a todo lenguaje de “permisión” del 
mal por parte de Dios o de mantener un “misterio” oscuro, diciendo que 
“podría” evitarlo, de suerte que todo un Rahner –inconsecuente con su pro-
pia visión non intervencionista–puede llegar a afirmar que “nosotros no 
podríamos declarar[lo] inocente ante un tribunal humano”32. Ante el mal 
sólo cae la terrible lógica de lo ilógico, del “a pesar de”: a pesar de la bondad 
y omnipotencia de Dios, a pesar de todas las aspiraciones humanas, se im-
pone por deficiencia inevitable de la finitud histórica. 
De ese modo aparece con claridad la trampa y por consiguiente la invali-
dez del dilema de Epicuro, pues se basa en un absurdo, al dar por supues-
ta la posibilidad de un mundo sin mal. La trampa es obvia: Dios podría o 
no haber creado el mundo; pero si decidió crearlo, es tan absurdo pregun-
tar por qué no hizo un mundo-sin-mal como preguntar por qué no hizo 
círculos-cuadrados. 
En consecuencia, queda también reafirmada la experiencia original de la fe. 
Ella había sabido, a pesar de todo, resistir al dilema, porque, en el fondo, se 
ha alimentado de una sabiduría más profunda que la lógica de las teologías 
ambientales: supo siempre que Dios es amor infinito y que por lo tanto, si en 
el mundo hay mal, es porque el mal no puede ser evitado (igual que no 
precisa ser un lógico eminente quien, al ver una madre a la cabecera de su 
hijo sufriente, sabe que ella no puede evitarlo). La dificultad tradicional 
residía en que, mientras de la madre humana es fácil decir que “no puede”, 
eso parecía imposible o incluso blasfemo afirmarlo de Dios. 
En este sentido el rol de la “vía larga” de la ponerología consiste justamente en 
proporcionar, desde una teología actualizada, la lógica correcta que la sabi-
duría espontánea de la fe estaba necesitando. No es que Dios “no pueda”, 
sino que un mundo-sin-mal no es nada, es un absurdo, un pseudo-concepto, 
un simple flatus vocis, y, en consecuencia, la objeción es un nonsense. El mal 
 
32 Cit. por H. Vorgrimmler, Karl Rahner. Experiencia de Dios en su vida y en su pen-
samiento, Santander 2004, 206-7, que remita a Schriften XIV (1980) 452, 463-464. 
 
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es un problema del ente, no del ser; una limitación de la creatura, no de Dios. 
Por eso podemos seguir confesando que Dios es bueno y omnipotente, y que 
gracias a eso puede salvarnos, aunque en toda plenitud eso sólo pueda suce-
der ya fuera de los límites de la finitud histórica33. De esa suerte el creyente 
actual puede, sin incurrir en un sacrificium intellectus, creer en un Dios, que 
siendo bondad infinita, es ya el Anti-mal a su lado en la lucha contra el dolor y 
la culpa y, siendo omnipotente, le asegura que esa lucha vale la pena y que la 
esperanzaestá asegurada. San Pablo lo dijo de manera insuperable: todo lo más 
horrible puede sucedernos, pero nada “nos puede apartar del amor de Dios 
manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor” (Rm 8, 38-39). 
 
5. La revelación de Dios en la realización humana 
En realidad, este apartado debiera constituir el epígrafe cuarto del anterior, 
pues la revelación es un modo de la acción de Dios. Pero tiene tal relevancia 
para una justa renovación teológica, que exige ser tratada aparte. Y la verdad 
es que en un primer momento había pensado centrar sobre ella toda la re-
flexión. Espero, con todo, que la obligada brevedad sea compensada por la 
claridad que sobre ella arrojan las reflexiones anteriores. 
 
5.1 La revelación como mayéutica histórica 
La nueva vivencia de la autonomía no afecta únicamente al mundo, sino 
también y de manera especial a la subjetividad creyente. Su impacto, unido 
al surgir de la crítica bíblica –en definitiva, otra manifestación suya–, exige 
un nuevo concepto de revelación. Esta, como W. Pannenberg ha insistido 
frente a la “teología de la palabra”, ya no puede ser un “milagro” que rompa 
las leyes psicológicas, ni una imposición autoritaria que viole la justa auto-
nomía de la conciencia, ni su defensa puede convertirse en un refugio fideís-
 
33 Aquí, sí, aparece el misterio estricto, pero, como bien habían visto los medievales, no 
para esta nueva visión, sino para toda visión, pues acerca de la bienaventuranza eterna la 
teología sólo puede mostrar que “no es contradictoria su posiblilidad”: Rationabiliter 
comprehendit incomprehensibile esse. Cf. A. Michel, Intuitive, vision: DThC 7, 2361-
2394, en c. 2354; cf. 2360-2361; A. Gardeil, Béatitude: DThC 2, 479-515; P. Bernard, Ciel: 
DThC 2, 1320-1425; A. Michel, Gloire: DThC 6, 1320-1425; Sacrae Theologiae Summa. IV 
De sacramentis. De novissimis, BAC, Madrid 41962, 863-910. Para un análisis y “com-
prensión” de la dificultad, cf. Del Terror de Isaac al Abbá de Jesús, cit., 168-178. 
 
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ta o un assylum ignorantiae34. Aquí se renueva, pues, como no podía ser 
menos, la dialéctica anterior entre la experiencia originaria y la nueva con-
ciencia de la autonomía. 
No puede extrañar que en torno a este punto se traben hoy algunas de las 
más ardientes e interesantes disputas acerca del ser mismo de la teología. La 
tensión entre la neo-ortodoxia y el liberalismo se renueva a otro nivel, entre 
teologías que, más atentas a recuperar las riquezas del pasado, quieren ser 
post-liberales o de ortodoxia radical y otras que, más preocupadas por la 
discontinuidad con él, insisten más en la sintonía actual, en una variedad 
que va de la correlación al pluralismo en el diálogo religioso y cultural. Las 
fronteras no son claras y este trabajo no pretende definirlas. Y, aunque se 
inclina más hacia el segundo grupo, tampoco pretende entrar en la discusión 
directa. Como queda indicado al principio, la consideración va a lo elemen-
tal y fundamental, con la esperanza de que sus propuestas se muevan en un 
terreno que, al apuntar sólo a lo que considera irreversible en la Moderni-
dad, pueda de alguna manera ser todavía común. 
El concepto de revelación que ha llegado a nosotros y domina en enorme 
medida el imaginario colectivo, la presenta como una lista de verdades lite-
ralmente “caídas del cielo” a través del milagro de la “inspiración”, operado 
en la mente de algún profeta o hagiógrafo. Son por tanto verdades en su 
origen inaccesibles a la razón humana, que nosotros debemos creer porque 
el inspirado “nos dice que Dios se lo ha dicho”, pero sin que tengamos la 
posibilidad de verificar su verdad. 
Se trataría, pues, de una revelación impuesta desde fuera, sin enganchar 
verdaderamente con nuestras necesidades y sin satisfacer nuestras pregun-
tas. En el fondo, carecería de significado, pues en observación aguda del 
joven Hegel, sería como “predicar a los peces” (tan milagroso como inútil)35. 
 
34 Tema constante en él: cf. J. M. Robinson/J. B. Cobb Jr. (ed), Theology as History, 
Nueva York 1967, 130-131; Einsicht und Glaube, cit., 235. Cf la obra programática W. 
Pannenberg (Hrsg.), Offenbarung als Geschichte, Göttingen 1981 (citaré la ed. 41980), y 
la exposición madura en Systematische Theologie I, Göttingen 1988, 207-281, princi-
palmente 251-281. 
35 La positividad del cristianismo, en Escritos de juventud, México 1978, 78. 80. Alude, 
claro está, al “milagro” de san Antonio de Padua. El contexto es justamente el de 
superar la (mala) positividad de la revelación: aunque la postura de Hegel pueda ser 
exagerada, la intención es justa. 
 
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Su aceptación tendría entonces forzosamente algo de arbitrario, por incon-
trolable: se ha revelado a, b y c, pero en rigor podría haber sido x, y o z , o 
incluso no-a, no-b y no-c. A primera vista la disposición a aceptar todo pue-
de parecer sumisión “humilde y religiosa”. En el fondo, acaba convirtiéndo-
se en indiferencia. Kant lo había hecho notar nada menos que respecto de la 
Trinidad: cuando la verdad no resulta comprobable ni afecta vitalmente, se 
hace indiferente, e igual da aceptar tres que diez personas divinas36. 
Tal concepción se apoyaba en la lectura literal de la Biblia y de su sistematiza-
ción en la patrística y en la escolástica. Pero su endurecimiento sucedió a partir 
de la Ilustración por establecerse, también aquí, una falsa dialéctica con la 
autonomía. A la autoafirmación cerrada de la razón, en lugar de mostrar su 
apertura teónoma hacia su propia profundidad, se opuso una revelación 
igualmente autoafirmada en sí misma, como naciendo de una “fuente” distinta 
y totalmente incontrolable por ella. Se creó la impresión de que entre ambas no 
puede mediar ningún tipo de razones compartibles, de suerte que a la razón le 
quedaba tan sólo la aceptación o el rechazo de la autoridad de la revelación y 
de sus “representantes”. Fue el reproche de D. Bonhoeffer a K. Barth, acusán-
dole de “positivismo de la revelación” y diciéndole que colocaba al hombre 
actual ante ella como al pájaro en una jaula: “¡come, pájaro, o muere!”. 
En cambio, la concepción teónoma comprende que, del mismo modo que 
Dios actúa en el mundo a través de las leyes físicas, también lo hace en la 
revelación a través del psiquismo humano. Entonces, se cambia la perspecti-
va y, curiosamente, la visión resultante converge con los datos hoy irrefuta-
bles de la crítica bíblica. El profeta, con su “genialidad” religiosa, cae en la 
cuenta de lo que Dios mediante su presencia creadora –perenne, viva y amo-
rosa– está tratando de manifestar, pero que en la experiencia ordinaria resul-
ta difícil advertir: “¡El Señor estaba en este lugar, y yo no lo sabía”!, exclamó 
Jacob, “despertando del sueño” (Gn 28, 16). De ahí tres características fun-
damentales: 1) Lo que el profeta descubre no es una realidad externa o su-
perpuesta, sino la única realidad humana (y del mundo); lo específico de su 
aportación no es añadirle un suplemento sobre-natural, sino verla en su 
integridad y profundidad, al descubrirla fundada y animada por el Dios que 
la crea y la salva. 2) La ve no con un órgano ajeno o por un intervencionismo 
milagroso, sino con su razón humana, que, creada y habitada también ella 
 
36 Der Streit der Fakultäten, A 51 (ed. W. Weischedel, XI, Suhrkamp, Frankfurt 21978, 304. 
 
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por Dios, logra captar su presencia. Y 3) la comprende como revelación, pues 
no piensa que ha descubierto por su cuenta a un Dios que, como en el juego 
infantil, trataba de esconderse;por el contrario, sabe que, si logra descubrir 
el significado de esa presencia, es únicamente porque Dios estaba haciendo 
todo lo posible por manifestarse. 
Por eso, y esto es muy importante, por parte de Dios cabe hablar de “la 
máxima revelación posible”. Lo que la fe bíblica afirmó de un Dios que, 
en la libertad de su amor irrestricto y siempre en acto, se entrega sin 
reserva ni medida, supieron verlo también los grandes idealistas: Hegel 
lo afirma abiertamente, insistiendo en que “Dios no es algo tan envidioso 
como que no se comunique”37 y que, siendo Espíritu, “Dios consiste jus-
tamente en revelarse”38; y Schelling hace en este preciso punto la aplicación 
anselmiana repetidamente aludida: “una revelación mayor de cuanto 
pueda suceder”39. De ese modo no se niegan las limitaciones, desviacio-
nes y aun perversiones de la historia religiosa, pero aparecen en su justa 
perspectiva: no fruto de un “silencio” u “ocultamiento” de Dios, sino 
producto de la limitación o de la malicia humana: la “dura cerviz” de 
que tantas veces habla la Biblia. 
Pero queda todavía un segundo aspecto. El profeta es el primero en caer en 
la cuenta; pero no de algo exclusivo para él, sino de algo que Dios estaba 
tratando de manifestar a todos (pues a todos habita con idéntico amor). Por 
eso la palabra profética llega ciertamente de fuera –fides ex auditu–, pero no 
aporta algo externo, sino que remite al oyente a su propia realidad, a su 
propia y definitiva verdad. En este sentido, personalmente he recurrido a la 
categoría de “mayéutica histórica”, porque puede expresar con precisión 
esta estructura fundamental. 
Es mayéutica, porque, como evocando el oficio de su madre decía Sócrates 
de sí mismo, la palabra de revelación no introduce nada desde fuera, sino 
 
37 Lecciones sobre filosofía de la religión I, Madrid 1984, 263. 
38 Ibid., III, 259. 
39 Cf. por ej. Philosophie der Offenbarung Bd. 1, Darmstadt 1974, 27. El texto insiste en 
que sólo esta revelación puede satisfacer nuestro espíritu: “Sólo si tenemos que cono-
cer esto como acontecimiento, quo maius nihil fieri potest, mas que lo cual en definiti-
va nada puede acontecer, sólo esto nos conduce a la paz (Stillstand)”. J. Werbick, Den 
Glauben verantworten. Eine Fundamentaltheologie, Freiburg-Basel-Wien 2000, 286-
289 y passim, estudia muy bien este motivo. 
 
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que ayuda a “dar a luz”, a ver con los propios ojos la propia realidad en 
cuanto habitada por Dios. Por eso todo creyente puede –y debe– llegar a 
decir, igual que sus paisanos a la Samaritana: “Ya no creemos por lo que tú 
cuentas; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es realmente el 
salvador del mundo” (Jn 4,42). 
Pero es mayéutica histórica, porque no se trata, como en Sócrates, de la 
anámnesis de lo eternamente igual, sino del reconocimiento de una presen-
cia viva y creadora que renueva la vida y empuja la historia hacia su consu-
mación final. Por eso la revelación, aunque acoge la presencia divina, que en 
sí misma es perenne y totalmente ofrecida desde el principio, resulta intrín-
secamente histórica, pues en concreto sólo existe en la acogida humana, que 
se realiza y avanza en el tiempo. La revelación eterna de Dios acontece en la 
realización intrínsecamente histórica del hombre40. 
Sería interesante mostrar cómo, cuando se lee en esta óptica, la tradición está 
impregnada de esta idea, empezando por la idea bíblica del Espíritu de Dios 
iluminando todos los corazones, tal como el discurso de Pedro en los Hechos 
2, 16-21 evoca a Joel 3, 1541. Y del magister interior de san Agustín a la “mis-
tagogia” de Karl Rahner y su modo de concebir la relación entre revelación 
trascendental y revelación categorial puede detectarse una línea ininterrum-
pida. El mismo Kierkegaard, en apariencia tan opuesto a la mayéutica, 
cuando da por supuesta “la condición” de la presencia salvadora de Dios 
–algo seguro desde la nueva visión de la unidad creación-salvación– afirma 
 
40 En este sentido resultan particularmente iluminadoras las reflexiones que sobre la 
"poética" de la revelación hace J. Milbank, TheWord Made Strange. Theology, Lan-
guage, Culture, Oxford 1997, 123-144. Y en la introducción subraya bien la unidad: "en 
la concepción 'poética', la creación misma es, como dice Hamann, el 'hablar de Dios a 
la creatura a través de la creatura' y la 'revelación' es la absoluta consumación de este 
proceso en vistas a redimirlo" (1bid., 3). 
41 Jeremías, por su parte, lo expresa con palabras insuperables: “Esta será la alianza 
que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días -oráculo de Yahvé-: 
pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos 
serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su 
hermano, diciendo: “Conoced a Yahvé”, pues todos ellos me conocerán, del más chico 
al más grande-oráculo de Yahvé”-(Jr 31,33-34). La idea es tan central que tiene una 
amplia resonancia a lo largo de la Escritura: cf. Is 48, 17; 51, 7; 55, 3; Ez 11, 20; 18, 31; 
36, 26; Prov 9, 16; Cant 8, 2; Rom 8, 2; 1 Cor C 9, 21. 
 
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que “todo se comporta de nuevo socráticamente”, incluso para los discípulos 
de “segunda mano”42. Franz Rosenzweig lo expresó magníficamente: “La 
Biblia y el corazón dicen lo mismo. Por eso (y sólo por eso) la Biblia es 'reve-
lación'“43. 
 
6. A modo de conclusión: Una revelación verificable 
 que funda el diálogo religioso y cultural 
Es claro que este concepto de revelación realiza a su modo la equivalencia 
dialéctica de una sobrenaturalización de lo natural y una naturalización de 
lo sobrenatural, o, si se quiere, una “revelización” –sit venia horribili verbo– 
de la razón y una “racionalización” de la revelación. A modo de tesis que ya 
sólo pueden ser enumeradas, intentaré mostrarlo en algunos puntos impor-
tantes. Con una fundamental advertencia previa: hablaré en todo momento 
de una razón teónoma, es decir, de una “razón ampliada” –la única real–, 
que, siendo manifestación de la entera realidad humana, trata de compren-
derse desde su fondo más radical y no se cierra a ninguna de sus dimensio-
nes, negándose a cualquier estrechamiento, sea racionalista, positivista, 
instrumental o de cualquier otro género. Incluye, pues, en sí misma también 
el sentimiento, la experiencia y la intuición. En realidad, más que de 
“razón”, habría que hablar de la subjetividad humana en todas sus capaci-
dades de tomar conciencia de lo real. 
 
42 Philosophische Brosamen und Unwissenschaftlichen Nachschrift, ed. por H. DI-
EM/W. REST, Munich 1976, 79. Analizo ampliamente este punto en La revelación.., cit., 
152-157; también la postura de Lessing (p.147-152). 
43 Brief an Benno Jacob, 25-5-1921, en F. Rosenzweig, Der Mensch und sein Werk, t. 2, 
Den Haag 1984, 709. Esta concepción de la palabra bíblica, insistiendo en su carácter 
curador y liberador de la angustia, es retomada ampliamente por E. Drewermann: para 
el hombre “no hay otra forma de verdad que la verdad de nuestro corazón –esta verdad 
nos la ha dado Dios cuando nos creó” (An ihren Früchten sollt ihr sie erkennen. Antwort 
auf Rudol Pesch und Gerhard Lohfinks “Tiefenpsycohologie und keine Exegese”, Olten-
Freiburg i. Br. 1990, 60. Y, hablando del impacto de Jesús, despertando nuestra intimidad 
creada, dice que „en ese reflejo cada persona es capaz de conocer la verdad de Cristo, en 
cuanto ella es revelada a sí misma” (Tyfenpsychologie und Exegese, Bd. 2, Olten-
Freiburg i. Br. 31990. 769. Tomo estas citas de J. Werbick, Den Glauben verantworten, cit., 
312-313, que, en honda sintonía con estas ideas, aunque

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