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LA LITERATURA ESPAÑOLA EN LA LITERATURA FRANCESA 
La literatura comparada, hoy. 
Actas del III Coloquio Internacional de literatura comparada. 
Martha Vanbiessem de Burbridge & Mónica Jongewaard de Boer (eds.), 
Buenos Aires: Universidad Católica Argentina, 2007, p. 23-34 
La literatura comparada es una literatura alienada: su razón de ser no radica en sí misma, sino 
en otro, en la relación entre dos o más literaturas. Esta característica, negativa en sentido absoluto, se 
torna positiva si consideramos, en sentido relativo, el objetivo último de esta metodología: la 
comprensión global de una literatura mediante el recurso a otras literaturas. En lugar de estudiar de 
modo unidireccional una literatura, la literatura comparada recurre primero al rodeo para después 
adentrarse en el texto: el comparatismo perfecto sabe conjugar alteridad con identidad (vid. Pageaux, 
2003: 8). 
Uno de los principales escollos de este método surge de la terminología. Valga el ejemplo del 
binomio “influencia / recepción”. Una sociedad global y democrática, extremadamente susceptible a 
los juicios de valor, presupone un tratamiento igualitario: quedan excluidos los parámetros verticales 
heredados (literatura superior o dominante, literatura inferior o dominada). Este presupuesto no 
puede ser obviado por la literatura comparada, ni siquiera en lo relativo a las relaciones bilaterales, 
uno de sus campos de estudio predilectos. Así las cosas, ¿es posible continuar utilizando términos 
como “influencia”? Depende de la connotación en cada análisis: no, cuando presupone una 
valoración subjetiva de dependencia degradante; sí, cuando identifica una constatación objetiva de 
recepción cuantificable. 
Al margen de esta consideración sociopolítica, la historiografía comparada ha acusado una 
evolución en su perspectiva. Los estudios de influencia fijan su atención en el flujo literario desde una 
fuente, considerada primordial, hasta un destinatario. Los estudios de recepción prefieren fijarla en 
el destinatario, y lo hacen en dos sentidos: estudian las posibles lecturas y experiencias previamente 
contenidas en el texto u objeto artístico (estética de la recepción) o los lectores y sus relaciones entre 
sí y su sociedad, con especial hincapié en los medios de formación e información (historia de la 
recepción; Chevrel, 1989: 208-09). 
En un primer apartado, intentaré mostrar que la literatura comparada no puede hacer 
abstracción de ningún tipo de estudios, sino que, al contrario, debe estar abierta a todos ellos 
(influencia, estética e historia de la recepción), que el comparatista debe saber hacer feu de tout bois: 
combinar un amplio abanico de perspectivas y leyes aportadas por la reflexión teórica. En un segundo 
apartado, más extenso, procuraré exponer algunos contenidos de la recepción de la literatura española 
por la literatura francesa. 
Tipología de las relaciones 
Vengamos al primer apartado. Abordaré la versatilidad de la literatura comparada ciñéndome 
a una tipología de las relaciones existentes dentro de las posibles. Ya en el siglo XIX, Saint-René 
Taillandier estableció una primera teoría sobre el estudio de fuentes literarias; tres leyes le parecían 
generales: ley de síntesis (“un écrivain complet, lorsqu’il aborde un genre, en résume dans son œuvre 
les phases intérieures”), ley de innovación (“la source ne constitue, pour l’écrivain influencé, qu’une 
source d’inspiration”) y ley de influencia recíproca (“les écrivains tout contemporains s’influencent 
2 
les uns les autres”; vid. Fraisse, 2002: 300-02). Con posterioridad, Gustave Lanson estableció otras 
leyes sobre las influencias literarias: ley de fecundidad (“il ne peut y avoir influence véritable que si 
celle-ci est en effet étrangère”), ley de autoinfluencia (“la première influence exercée par un écrivain, 
c’est celle qu’il exerce immédiatement sur lui-même”), ley de cristalización (“la puissance de l’écrivain 
opère comme des cristallisations successives de l’opinion publique”; vid. Fraisse, 2002: 406-08). 
Recientemente, mediante sus leyes de emergencia, flexibilidad e irradiación, Pierre Brunel ha 
establecido una metodología para la determinación del hecho comparatista (1989: 29-55). 
No son leyes autónomas; al contrario, muestran de modo fehaciente la unidad en la evolución 
de los estudios literarios: sin mucho esfuerzo es posible establecer ciertos paralelismos entre, por 
ejemplo, las leyes de innovación, influencia recíproca o fecundidad de Saint-René Taillandier y 
Lanson por un lado, y la ley de flexibilidad de Pierre Brunel por otro. Dos casos lo mostrarán, el 
primero, sobre la influencia de una obra española en Francia, el segundo, de una francesa en 
Argentina. 
1. El teatro español del siglo XVII se caracteriza, entre otras cosas, por su independencia de las 
reglas clásicas. Las comedias españolas no encuentran, a principios de siglo, una resistencia especial 
ni entre autores, ni entre espectadores franceses; consecuentemente, Pierre Corneille conserva en su 
tragicomedia Le Cid (1637) escenas que fueron de gran agrado del público: el bofetón de don Diego 
o la visita del héroe a Jimena tras el homicidio de su padre. Con todo, la Academia y los rivales del 
autor, deseosos de mermar su éxito y mellar su orgullo, aprovecharon estas escenas para atacarle por 
no respetar las normas del decoro. Más tarde, en su edición de 1660, en pleno clasicismo, Corneille 
reconoce que su obra infringe algunas reglas aristotélicas. Semejante escollo encuentran muchas 
producciones españolas: los teóricos franceses de los siglos XVII y XVIII experimentaron, por lo 
general, la dificultad de comprender la literatura española de los siglos XVI y XVII. Los miembros de 
la Academia, el mismo Chapelain, que conocía bien la lengua española –había traducido el Guzmán de 
Alfarache de Mateo Alemán–, en sus charlas del Hôtel de Rambouillet se muestra contrario al gusto 
de Voiture sobre la lengua y los poetas españoles o ataca abiertamente a Lope de Vega por pecar en 
sus comedias contra las reglas heredadas de los clásicos. Este docto personaje sufría la misma 
enfermedad que Scudéry o Colletet: un filistinismo consistente en no ver la belleza donde se encuentra 
y en verla donde no se encuentra, en tomar la inteligibilidad de un objeto por su belleza (Gilson, 1963: 
206). 
2. L’Imitation de Notre-Dame la Lune selon Jules Laforgue es un extenso poema donde, precisa María 
Teresa Maiorana, la luna es confidente del mensaje personal del poeta (1964: 55). Pierrot, encarnación 
de Laforgue, expresa con clásico dominio su angustia personal: su sonrisa disimula la distorsión de la 
mueca y sus contorsiones disfrazan la tortura vital. En su Lunario sentimental, Leopoldo Lugones opera 
una inflexión sobre Laforgue: acentúa los hallazgos sonoros y la riqueza verbal, pero deja a un lado 
el intimismo, el padecimiento personal; sus negaciones no están signadas con la tristeza sino con una 
alegre despreocupación, más cerca del trabajo de la forma (metáforas y vocabulario) que de los temas 
centrales (muerte y vida). Así, mientras el Pierrot francés se declaraba “lunologue éminent” (1944: 
115), el poeta argentino acentuaba la nota cómica recurriendo a la coincidencia del apellido: como 
antiguamente llamaban Lunones a los Lugones, él es elevado al grado de “Doctor en Lunología” 
(epígrafe); de igual modo, el poeta francés confesaba su obsesión dolorosa por la luna: 
¡Ay!, la Luna, la Luna me obsesiona… 
¿Creéis que tenga algún remedio? 
Ah! la Lune, la Lune, m’obsède… 
Croyez-vous qu’il y ait un remède?, 
lamento que el argentino limita a la ligera querencia del enamorado: 
3 
El lunático que por ti alimenta 
Una pasión nada lasciva, 
Entre sus quiméricas novias te cuenta. 
Llega incluso Lugones a la parodia religiosa; frente a la “Très Révérende Supérieure / Du 
cloître où l’on ne sait plus l’heure” de Laforgue, él procede a una comparación (“La neutra reclusa / 
De una pálida abadía”) y una proposición (“Yo seré tu monje /Si tú mi abadesa”). 
Tanto en el caso de Corneille, como en el de Lugones, la literatura ha producido nueva 
literatura: la literatura francesa o hispánica, dando pruebas simultáneas de su flexibilidad y su 
resistencia, muestra su actitud receptiva, su disposición a nuevas modulaciones llegadas del exterior, 
pero también revela su carácter primigenio, el de su autor o el de su tiempo. 
En cuanto al procedimiento comparado, la “influencia” del texto generador (Las mocedades del 
Cid, L’Imitation de Notre-Dame la Lune) se hace patente en todo momento, si bien las diferentes lecturas 
efectuadas por Corneille en su Cid o por Lugones en su Lunario sentimental muestran la efectividad de 
la “estética de la recepción” (de igual modo que una historia de la recepción permitiría acceder, por 
ejemplo, a los canales por los que discurrió la información de Las mocedades o L’Imitation hasta su 
lectura por Corneille y Lugones respectivamente). 
Estos dos ejemplos previos ponen de manifiesto la consecuencia positiva del debate en torno 
a la influencia y la recepción: la balanza se ha inclinado hacia el receptor final, auténtico protagonista 
de la literatura comparada. Frente al receptor pasivo se yergue el receptor activo, configurador del 
último resultado literario. 
Contenidos de la recepción 
Llegamos al segundo apartado, donde esbozaré un barrido general, sin duda fragmentario, de 
los contenidos principales que transitan de la literatura española a la francesa. Primero me centraré 
en la entusiasta acogida de algunos personajes, después en su alcance antropológico. 
Entre muchos otros, Francia acoge con auténtica fruición una serie de personajes de la 
literatura española: Rodrigo de Bivar, Celestina, Lázaro de Tormes, Alonso Quijano, Juan Tenorio. 
He elegido estos porque, a diferencia de los simples personajes y meras comparsas, su vitalidad y su 
fuerza, su originalidad y sus valores los transforman en representantes de tipos sociales por 
antonomasia: estos personajes ejemplifican de algún modo la tipología del guerrero, la alcahueta, el 
pícaro, el caballero andante o el seductor. En algunos casos (Lazarillo, Don Quijote), algunos 
personajes provocan una modificación de las categorías genéricas francesas. Veámoslo. 
1. Antes de su adaptación por Corneille, Rodrigo ya era conocido en España, como muestran 
diversas obras: Le Moyen de parvenir, de Béroalde de Verville (c. 1610-12) o Les Aventures héroïques… de 
Don Roderic de Vivar, de Loubayssin de La Marca (1617). Se trata de composiciones donde el héroe 
castellano aparece ora en conversaciones disparatadas, ora en aventuras galantes. Más tarde, después 
del escandaloso éxito de Corneille, Scarron se acordará del Cid, en compañía de Roldán, como 
parangón de Dom Alphonse Enriquez en Dom Japhet d’Arménie: 
Nadie hubo en la tierra más valeroso que él; es un Roldán, un Cid. Ha herido a todos los nuestros, del 
mayor al menor. 
Oui, jamais il n’en fut en la terre où nous sommes 
De plus vaillant que lui; c’est un Roland, un Cid, 
Il a blessé nos gens du plus grand au petit. 
(V, 3, v. 1318-1322). 
2. La comedia de Fernando de Rojas conoció varias traducciones y una decena de reediciones 
en Francia a lo largo del siglo XVI. En el XVII, la memoria de esta alcahueta está aún viva: Maynard 
4 
recuerda a Calixto en una de sus odas, Scarron se inspira en dos obras de Salas Barbadillo (La hija de 
Celestina y La ingeniosa Elena) para una escena de su novela corta Les Hypocrites, y es muy probable que 
Régnier se acuerde de Celestina para la Macette de su XIIIª sátira. En fin, una prueba de que la 
Celestina y sus “hijas” (La pícara justina de López de Úbeda o La hija de Celestina de Salas Barbadillo) 
han sido elevadas al tipo de trotaconventos la tenemos en un diálogo entre Ménage y Chapelain: el 
primero se dispone a contar la historia de Giocondo y la matrona de Éfeso, pero el segundo le 
interrumpe: 
Otra vez será –le dice– […], no le hemos pedido los diálogos de las cortesanas de Luciano, ni los 
ejemplos la sexta sátira de Juvenal, ni de la vida de la Celestina, ni de la Pícara Justina, ni en fin de la 
famosa Macette tan conocida en la corte. 
[…] ce sera pour une autre fois, reprit M. Chapelain […], nous ne vous demandons pas les dialogues 
des courtisanes de Lucien, ni les exemples de la sixième satire de Juvénal, ni de la vie de la Célestine, ni 
de la Picara Justina, ni enfin de La fameuse Macette à la cour si connue (Sarasin, 1926, II: 184). 
3. Con el Lazarillo de Tormes nacía un tipo de personaje, el pícaro, mozo de muchos amos 
caracterizado por su astucia e ironía. Una plétora de personajes siguieron sus huellas: Guzmán, don 
Pablos, Marcos de Obregón. El éxito francés de Lázaro fue muy grande, como atestiguan numerosas 
traducciones y reediciones en diversas ciudades a lo largo de los siglos XVI y XVII, otro tanto se puede 
decir de sus seguidores: las creaciones de Mateo Alemán, Quevedo y Espinel pronto encontraron 
traductores franceses: Chappuys (Guzman d’Alfarache, 1600), Chapelain (Le Gueux, ou la Vie de Guzman 
d’Alfarache, 1619), Audiguier (Les Relations de Marc d’Obregon, 1618), La Geneste (L’Aventurier Buscon, 
1633). Pero la trascendencia de estas obras, tanto en España como en toda Europa, fue mayor: la 
originalidad y la energía del tipo fundaba un nuevo género: la novela picaresca, autobiografía de un 
personaje de baja condición cuya narración retrospectiva y episódica se presentaba como explicación 
de su estado actual. En Francia, junto a las traducciones y adaptaciones, diversos autores de prestigio 
recogieron el atractivo de este tipo y de este género y lo introdujeron en obras ya propiamente 
francesas por su marco y su mentalidad: la Histoire comique de Francion de Sorel (1623), Le Page disgracié 
de Tristan l’Hermite (1642), Le Roman comique de Scarron (1651) y, más tarde, Gil Blas de Santillane de 
Lesage (1715-35). 
4. Poco queda por decir sobre la influencia del Quijote en Francia; los estudios de Bardon, 
Cioranescu y sus discípulos han explorado casi todos los caminos por donde discurre la presencia y 
adaptación de las aventuras del caballero andante, ideado como epígono de una saga incontable de 
héroes pero, por el carácter de su desvarío y sus aventuras, elevado al grado más excelso entre todos. 
Conocido al menos desde 1608, traducido enteramente entre 1614-18, objeto de bailes de corte y 
mascaradas, de historias tragicómicas y obras teatrales, de discordia y disputa por eruditos, Don 
Quijote adquiere en Francia el tipo del personaje loco y ridículo: es protagonista de parodias y poemas 
burlescos, historias y piezas cómicas; solo en ocasiones puntuales (traducción de episodios de Marcela 
y Grisóstomo, del curioso impertinente) se prefiere la intriga novelesca del original. Pero la influencia 
de Don Quijote en Francia se hace aún más evidente si consideramos que su acogida implica, igual que 
en España, uno de los objetivos primordiales de Cervantes: la desaparición de los libros de caballerías. 
En 1615 (año de publicación de la 2ª parte del Quijote) vieron la luz, anónimos y en tirada restringida, 
el Vingt-deuxième, Vingt-troisième y Vingt-quatrième libros de Amadís. Se limitan a presentar, en un estilo 
mediocre, nuevos héroes que ejecutan acciones semejantes a sus predecesores. La tirada, en 
comparación con los libros precedentes, fue tan escasa, que son muy raros de localizar. A partir de 
entonces, las aventuras de caballeros andantes solo se editan de modo ocasional, como por ejemplo 
en el Roman des romans (1627-29) de Du Verdier, compilación de los amores y aventuras de caballeros 
5 
andantes, o como objeto de chanza, cual es Le Berger extravagant de Sorel (1627-28) o Le Chevalier 
hypocondriaque de Du Verdier (1632). Años más tarde, el mismo Sorel nos da, en su Bibliothèque française, 
las claves de interpretación de su novela: este “Anti-Roman” fue concebido 
para representar la extravagancia de algunos libros de aquel tiempo […]; es una historia cómica y satírica,donde son censuradas todas las tonterías de las novelas y las fábulas poéticas. […] El pastor extravagante 
describe la vida de un hombre vuelto loco por leer novelas y poesías, que se hace pastor como los de la 
antigua Arcadia… 
pour représenter l’extravagance de quelques livres du temps […]; c’est une histoire comique et satirique, 
où toutes les sottises des romans et des fables poétiques sont agréablement censurées. […] L’histoire du 
Berger Extravagant décrivant un homme qui est devenu fou pour avoir lu des romans et des poésies, et 
qui se fait berger à la manière de ceux de l’ancienne Arcadie (ed. 1667, p. 399). 
Golpe doble: la referencia bucólica recuerda L’Astrée e, indirectamente, las novelas españolas 
(La Diana de Montemayor y la Diana enamorada de Gil Polo, entre otras) que despertaron en Francia 
la boga por el género pastoral. 
5. En fin, el personaje de Juan Tenorio pasa a Francia a través de la commedia dell’arte (quizá 
también mediante las representaciones de la compañía de Sebastián de Prado en París) como dissoluto 
o libertino y recibe una amplia acogida gracias a las obras de Dorimond, Villiers, Molière, Rosimond 
e Thomas Corneille (quien expurga y transcribe en verso el Dom Juan de Molière). Estas adaptaciones 
agradaban entonces sobre todo por su tramoya: las apariciones de la estatua móvil, el desafío del más 
allá y el estruendo de rayos y truenos infernales desatados contra el libertino reunían todos los 
elementos necesarios para una escena sobrecogedora. La vistosidad de este espectáculo acarreó, al 
menos en parte, el inconveniente de dificultar la comprensión profunda de las aventuras acaecidas a 
un personaje clasificado dentro de la tipología del seductor. 
Había dicho: en primer lugar, la acogida de algunos personajes; en segundo, su alcance 
antropológico. Habrán notado que en el recorrido anterior me he limitado a los siglos XVI y XVII. La 
razón de haber omitido toda alusión a los siglos XVIII-XX estriba en que se trata de dos épocas 
diametralmente distintas en lo relativo a la recepción literaria. Debido a una serie de 
condicionamientos de todo género, a partir del siglo XVIII la influencia de la literatura española, tanto 
en Francia como en el resto del mundo, va a ser diversa. No diré menor ni mayor (es difícil e 
inoperante comparar la influencia del denominado “Siglo de Oro” con la del romanticismo o de las 
generaciones del 98 o del 27); tampoco entraré en juicios de valor (la literatura comparada debe quedar 
siempre al margen de todo tipo de rivalidades y subjetivismos). Sí es preciso constatar, en cambio, 
que, desde finales del XVII, el sentido del flujo literario cambia considerablemente: Francia exporta 
su literatura al resto de Europa. Sin embargo, España continuará ejerciendo una influencia que 
procuraré describir a continuación. Para evitar la dispersión en los textos, recurriré a tres personajes 
evocados anteriormente: el Cid, Don Quijote y Don Juan. 
1. Además del Cid inspirado en Las mocedades de Rodrigo de Guillén de Castro, el personaje 
hispánico se hizo famoso gracias a la difusión del Romancero a lo largo de toda la Europa romántica 
en el XIX. Al igual que Herder, Hegel, Friedrich Schlegel, Goethe y Schiller en Alemania, Southey, 
Scott y Byron en Gran Bretaña o Irving en Estados Unidos, buen número de eruditos y creadores 
franceses llamaron la atención sobre la joya poética que encerraba el Romancero español. En lo 
referente al Cid, diversos traductores ofrecieron por entonces sus versiones: Regnard (Les Romances 
du Cid, 1830), Creuzé de Lesser (Les Romances du Cid, 1838), Antony Rénal (Le Romancero du Cid, 1842), 
Emmanuel de Saint-Albin (La Légende du Cid, 1866), además de otras colecciones donde se 
reproducían numerosos romances del héroe castellano (Damas-Hinard, Romancero général ou recueil des 
chants populaires de l’Espagne, 1844). Los románticos franceses no tardaron en detectar el hondo 
6 
significado de Rodrigo Díaz de Bivar, personaje que la imaginación popular convertía en proscrito 
por capricho real, en héroe de la patria por sus hazañas en combate contra el invasor, en padre amante 
de su familia a pesar de la adversidad. Gautier, en “Le Cid et le Juif”, traduce el romance del judío 
que quiso mesar la barba a la momia del Cid; Leconte de Lisle y Hérédia, en “La tête du comte” y 
“Le serrement de la main” respectivamente, recuerdan al enérgico castellano de Guillén de Castro, 
Hugo, en “Bivar” y en “Le Cid exilé”, muestra la mansedumbre y la energía del sumiso exiliado; 
Barbey d’Aurevilly parafrasea en Le Cid el romance del leproso. Cumple resaltar este último caso, 
puente sobre el que discurre la devolución a la lengua castellana de una creación española pasada por 
la lengua francesa (vid. Rodiek, 1995: 307-11); en su poema “Cosas del Cid”, Rubén Darío vuelve al 
héroe medieval a través del poema de Barbey, a quien menta de modo explícito: 
Cuenta Barbey, en versos que valen bien su prosa, 
una hazaña del Cid, fresca como una rosa… (1987: 157). 
Al heroico argumento del francés –como en la pieza de Guillén de Castro, Rodrigo da la mano a un 
mendigo leproso–, el nicaragüense añade un “sorbo de licor castellano”: una niña inocente y angelical 
le sale al paso y le entrega por regalo una piedra y un ramo de laurel que inundan el alma del guerrero 
de “un dulzor de miel” (1987: 157-59). 
Aprovecho que estamos en Buenos Aires para añadir un caso más de regreso al español de un 
texto propio tras su paso por el francés. Emulando los artículos de costumbres de Larra, el 
bonaerense Juan María Gutiérrez publica en El Iniciador de Montevideo (n° 5, junio de 1838) su 
artículo titulado “El hombre hormiga”, exponente del ciudadano perezoso e inútil que trabaja en 
múltiples y pequeñas cosas por no trabajar. La gracia del texto y su filiación costumbrista serían 
suficientes para sacarlo a colación. Pero además el artículo contiene una cita de Jules A. David, una 
alusión a la elocuencia de Buffon y, más importante aún, un párrafo explicativo sobre la necesidad 
del recurso a la ironía para despertar los males de la sociedad: 
La verdad envuelta en alegorías ha cedido el paso a la verdad engastada a fuego y martillo en punzantes 
ironías: las telas que envuelven el corazón se han encallecido, y el escritor de hoy al tomar la pluma debe 
exclamar como ciertos guerreros: ¡hierro, despiértate! ¿Y nada menos que hierro será preciso para matar al 
hombre hormiga? ¿No bastará un borrón de tinta? Lo veremos. 
Dejemos el razonamiento de Gutiérrez y pasemos a considerar la expresión de los guerreros 
en cuestión. La galofilia del ensayista argentino y el año de redacción del artículo apuntan a una fuente 
concreta: Les Orientales de Víctor Hugo (1829), quien encabezaba su poema “Cri de guerre du mufti” 
con el siguiente epígrafe: 
Hierro, despierta te! 
Cri de guerre des Almogavares. 
Fer, réveille-toi! 
(1964: 616). 
Con esas precisas palabras los almogávares, tropas de choque pirenaicas, apostrofaban a sus 
armas para darse coraje antes de entrar en batalla y especialmente en la del monte Tauro (1304), 
información que Hugo obtuvo muy probablemente de la reseña aparecida en Le Globe del 23 de abril 
de 1828 sobre la reciente traducción del libro de Francisco de Moncada L’Expédition des Catalans et des 
Aragonais contre les Turcs et les Grecs (1623). El recorrido de esta antiquísima frase española es 
sorprendente: nacida en el siglo XIV, es recogida en el XVII, pasa a Francia en el XIX, donde sirve 
como motivo poético en 1829, para ser finalmente retomada por un argentino en una publicación 
uruguaya diez años más tarde. 
2. Arriba queda dicho que los lectores franceses brindaron una acogida muy favorable a la 
vertiente cómica del Quijote, y que solo en casos contados se detuvieron en su vertiente amorosa y 
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romancesca; esta recepción parcial perduró dos siglos, pues hasta comienzos del XIX apenas hubo 
lectores que captaran su alcance simbólico o filosófico (vid. Hainsworth, 1932:129). Esto no quiere 
decir que cesaran las adaptaciones cómicas: solo entre 1799 y 1813 se cuentan hasta una docena de 
parodias y pantomimas sobre el hidalgo de la Mancha (p. ej., L’Empire de la folie ou la mort et l’apothéose 
de Don Quichotte), pero la obra de Cervantes (Homero de la época moderna según Víctor Hugo) 
penetra en personajes y mentalidades: mientras Napoleón lee el Quijote durante su destierro en Santa 
Helena, su enemigo, Chateaubriand, elogia al último de los caballeros; el autor del Essai sur les 
révolutions (1797) enarbola su “Don Quijotismo por sistema”, salpica su viaje por España de 
referencias al Quijote (Itinéraire de Paris à Jérusalem, 1811) y expone en sus Mémoires d’outre-tombe una 
profunda y romántica interpretación del Quijote: 
Solo me explico la obra maestra de Cervantes y su alegría cruel por una reflexión triste: considerando 
todo detenidamente, teniendo en cuenta el bien y el mal, uno se sentiría tentado a desear todo accidente 
conducente al olvido como un medio de escapar a sí mismo: un borracho alegre es una criatura feliz. 
Daudet y Flaubert consideran el texto de Cervantes como uno de sus modelos principales; el 
primero publica, en tres entregas de Le Figaro de 1870 y bajo el título Le Don Quichotte provençal ou Les 
Aventures de Barbarin de Tarascon, su célebre novela Tartarin de Tarascon, 1872; el segundo confiesa, en 
una carta a Louise Colet: “Encuentro todos mis orígenes en el libro que sabía de memoria antes de 
aprender a leer, Don Quijote”. También Verlaine constata el paralelismo entre su vida y la del caballero 
manchego, primero en su soneto Don Quichotte (1863) y después en su relato Mes Prisons de 1893: 
Igual que un Don Quijote, más tonto todavía, salgo para encontrarme con otros molinos de viento… 
Entre los numerosos autores franceses que se han interesado por el Quijote (Jean Richepin, 
Maurice Barrès, Léon Bloy, Francis Jammes), destacaría a André Suarès y Gaston Baty. En Cervantes 
(1916), el primero presenta a un héroe completo, místico, irónico y leal: es la contrapartida del 
espectáculo que le ofrece el mundo en plena guerra mundial; en Dulcinée (1938), el segundo pinta con 
colores de mujer de mala vida a la dama, que descubre gracias al caballero el amor auténtico. 
3. El caso de Don Juan es muy diferente de los anteriores: además de personaje y tipo, Don 
Juan es un auténtico mito en sentido estricto, uno de los escasos mitos de la literatura moderna. Don 
Juan recorre el siglo XVIII con relativa discreción hasta que el genio de Mozart crea su Don Giovanni, 
ópera que inmediatamente pasa a ocupar, junto al Burlador y al Dom Juan, un puesto central en la 
historia del mito, como muestran las continuas recurrencias, ora explícitas, ora implícitas, de la 
producción donjuanesca posterior, y de las que aquí solo mentaré Le Don Juan de Mozart, ensayo del 
compositor Charles Gounod, publicado en 1890 y reeditado, con un prefacio de otro compositor, 
Camille Saint-Saëns, en 1894, y la obra homónima de Pierre Jean Jouve (1942). En lo que atañe a la 
literatura del siglo XIX, centuria de mitos y profecías, Don Juan ocupa un lugar de primera 
importancia; así lo atestiguan algunos títulos de autores de primera fila: L’Élixir de longue vie (1830), de 
Balzac, las digresiones de Namouna (1832) y La Matinée de Don Juan (1833), de Musset, Les Âmes du 
purgatoire (1834), de Mérimée, Don Juan de Mañara (1836), de Dumas, “Don Juan aux enfers” (1846) y 
“La fin de Don Juan” (1853), de Baudelaire, y Le plus bel amour de Don Juan (1867), de Barbey d’Aurevilly, 
sin tener en cuenta las numerosas alusiones de otros autores como por ejemplo Víctor Hugo. 
Respecto a la época precedente, la tónica dominante ha cambiado: Don Juan ya no es el mismo 
seductor: ni el frívolo de Tirso, ni el libertino de Molière, ni el vertiginoso de Mozart; en el siglo XIX 
Don Juan representa la búsqueda inacabada del ideal, ya sea amoroso o trascendente, que ningún 
amor terreno le puede proporcionar. La lista de autores franceses que desarrollan en el siglo XX el 
mito donjuanesco es tan alargada como la precedente; baste con enumerar Les Scrupules de Sganarelle 
(1908) y “Don Juan au tombeau” (1910), de Henri de Régnier, Les Trois Don Juan (1915), de Apollinaire, 
8 
Don Juan (1930), de Delteil, Juan (1945), de Jean-Claude Renard, La Mort qui fait le trottoir (1958), de 
Montherlant, los numerosos escritos de Butor, etc. El siglo XX se mueve en la ambivalencia: 
reinterpreta el pasado o lo destruye. Surgen nuevos enriquecimientos del mito español: así, en el “Don 
Juan au tombeau” de Régnier el seductor condenado al infierno reaparece como “una encarnación del 
Deseo Eterno”, y en Don Juan de Delteil es definido como “un animal que busca a Dios”. Pero 
aparecen también desmitificaciones que lo desnudan de su parafernalia, como en la obra de 
Montherlant, quien en sus Notes de théâtre declara que su Don Juan es una “respuesta contra la 
abundante literatura que quiere hacer de Don Juan un personaje cargado de sentido profundo –un 
mito…”. 
Decía al principio que la literatura comparada es una literatura alienada, pero su enajenamiento 
puede resultar positivo, tanto en el terrero metodológico como cognoscitivo. En nuestro caso, 
metodológicamente ha permitido adaptarse a los tiempos y considerar que los fenómenos de 
influencia no son tales si no presuponen la participación activa del receptor; también ha permitido 
resaltar la unidad de los estudios literarios gracias a la conjunción de las leyes del flujo literario 
detectadas por ilustres investigadores. Además, cognoscitivamente ha permitido comprobar que las 
literaturas nacionales no acogen a las demás de modo indiscriminado, sino que las pasan por su propio 
filtro en función de las expectativas de cada época: en nuestro caso, la literatura francesa selecciona 
obras españolas sobre todo por unos personajes determinados, a los que viste o desviste a su gusto 
según prefiera incidir en su carácter típico, genérico o mitológico. 
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