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Teoría y crítica de la psicología 3, 81–102 (2013). ISSN: 2116-3480 
 
 
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La positividad del poder: la normalización y la norma 
Power’s Positivity: Normalization and the Norm 
 
Rigoberto Hernández Delgado 
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (Morelia, México) 
 
 
Resumen. El problema de la norma y la forma en la que ésta opera en el contexto de la 
sociedad disciplinaria y la regulación poblacional actual, es objeto de interés en la obra de 
Michel Foucault durante la década de los setentas. Sin embargo, resulta necesario llevar a 
cabo un análisis detenido sobre la modalidad operativa que convierte a la norma en un 
principio de producción y de control político en extremo eficaz en la sociedad moderna. 
Esta modalidad puede denominarse “normalización” y es en sí misma la que instituye la 
norma. Para clarificar la relación entre normalización y norma nos remitiremos a la obra de 
George Canguilhem, cuyo pensamiento se ha enfocado de manera directa en este problema. 
Palabras clave: disciplina, ley, norma, normalización, poder. 
 
Abstract. The problem of the norm and how it operates in the context of disciplinary 
society and the current population regulation is object of interest in the work of Michel 
Foucault in the early seventies. However, it is necessary to conduct a thorough analysis on 
the operating mode that turns to the norm in an extremely effective principle of production 
and political control in modern society. That mode can be called “normalization” and is 
itself what establishing the norm. To clarify the relationship between normalization and 
norm we´ll refer to the work of George Canguilhem, whose thinking has focused directly 
on this issue. 
Keywords: discipline, law, norm, normalization, power. 
 
 
George Canguilhem (1966) afirmaba que la “norma” es un concepto “polémico” (p. 187), y 
Michel Foucault (1975) entenderá lo polémico como lo “político” (p.57). En efecto, para el 
autor de Vigilar y Castigar la norma tiene un funcionamiento político en el contexto de la 
sociedad disciplinaria. El poder que disciplina funciona como un poder de normalización, 
lo que quiere decir que su funcionamiento tiene como condición de posibilidad que la 
norma y sus formas de coacción se activen en beneficio del despliegue de tales modalidades 
modernas de ejercicio de poder. 
Si Canguilhem afirmaba que la norma es un concepto polémico, eso se debía a que 
suponía que ésta funciona siempre por medio de la suscitación de un enfrentamiento; la 
norma es un valor que se enfrenta a un antivalor, el cual no será necesariamente su polo 
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contrario. El juego de la norma no es una dialéctica sino una tensión entre polarizaciones 
que pretenden ajustarse unas a otras, es decir, normalizarse. El poder disciplinario es 
entonces una modalidad de ejercicio político cuya máxima proliferación y efectividad se 
debe a la eficacia normalizante de la norma. 
La difusión de las tecnologías positivas del poder en la modernidad se corresponde 
con la puesta en marcha del funcionamiento de la norma; aunque habría que decir más bien, 
que dichas tecnologías de poder funcionan desde siempre de manera normalizante. El poder 
que fabrica, que observa, que crea saberes, mecanismos, instituciones, individuos, etc. en su 
movimiento mismo, se inscribe exitosamente en el campo social en función de la capacidad 
superproliferante de la norma. En términos generales, el poder centrado en la vida, ya sea 
en la vida manifestada en la individualidad corporal o bien en la vida de la especie, es decir, 
la disciplina o el biopoder, fundan su acción en la capacidad que la norma tiene para 
producir mecanismos que permiten invadir, cercar, investir, administrar, prolongar y 
potenciar la vida. No solamente la sociedad disciplinaria que conocemos, sino en general el 
biopoder, del cual aquella forma parte, se hacen valer como formas de ejercicio del poder 
normalizante. La sociedad disciplinaria es entonces una sociedad normalizante. En su curso 
del colegio Francia titulado Defender la sociedad, Foucault (1975) dirá al respecto: 
De una manera aún más general, puede decirse que el elemento que va a 
circular de lo disciplinario a lo regularizador, que va a aplicarse del mismo 
modo al cuerpo y a la población, que permite controlar el orden disciplinario del 
cuerpo y los acontecimientos aleatorios de una multiplicidad biológica, el 
elemento que circula de una a la otra, es la norma. La norma es lo que puede 
aplicarse tanto a un cuerpo al que se quiere disciplinar como a una población a 
que se pretende regularizar. (pp. 228-229). 
Hablemos entonces, de manera general, de una sociedad de normalización en donde 
la norma disciplinaria y la norma de regulación se entrecruzan. El poder centrado en la vida 
ha podido abarcar, en la sociedad que conocemos actualmente, tanto la manifestación 
corporal individual como la manifestación poblacional del orden vital humano. Las 
tecnologías de poder centradas en la vida se despliegan desde el cuerpo hasta la especie por 
el efecto insidioso de la normalización. 
Para circunscribir el sentido de la norma y sus efectos en el contexto del poder 
positivo se ha de formular en el presente escrito, en primer lugar, su diferencia con la ley. 
Podríamos decir que la norma releva a la ley en su modo de funcionamiento de forma tal 
que propicia a su vez el relevamiento de un poder de orden soberano por un poder 
productivo y positivo. A continuación, y con respecto a la ley entonces, se enunciará lo que 
la norma no es, de qué manera es factible pensar su funcionamiento y efectividad, qué 
limitaciones ha superado, y cómo es posible reconocerla diferencialmente. Posteriormente, 
será necesario plantear su esquema positivo, es decir, será necesario esbozar un modelo de 
operatividad de la norma, justificar su eficacia por la vía de su productividad, señalar su 
incidencia en la constitución de los campos de saber sobre lo humano, y relacionar su éxito 
penetrante con su modo de acción sutil y discreto, siempre encubierto, siempre tendiente a 
no revelarse ahí donde se sospecha. Habrá que señalar también que la naturaleza productiva 
de la norma impide pensar en el cierre de su horizonte de jurisdicción, la norma parece no 
poseer un exterior localizable. Sin embargo, la afirmación anterior no deja de ser 
problemática. 
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Se parte entonces del supuesto según el cual la norma es un principio, no únicamente 
de inteligibilidad y racionalidad de un campo de objetos de la realidad, sino y antes más 
bien, de posibilidad y legitimación de cierta forma de ejercicio político. La función de la 
norma es la de otorgar un sanción, una calificación, y correlativamente, efectuar una 
corrección. La norma no pretende excluir o rechazar aquello que no se ajusta a su 
exigencia, sino que aspira a hacer reconocible la diferencia para posteriormente reintegrarla 
a sus límites. Se puede afirmar que la norma no tiene por objetivo deshacerse de lo que no 
se le corresponde, sino que es, antes bien, un proyecto de intervención y transformación 
que incide sobre los objetos a los que se aplica –y que constituye– en su ejercicio mismo. 
El funcionamiento positivo de la norma se opone al funcionamiento negativo de la 
Ley. Es bien sabido que el poder, en la perspectiva de Michel Foucault, ese poder que se 
corresponde con la puesta en marcha de las disciplinas, no se puede comprender 
esencialmente como un mecanismo negativo de represión. Una concepción tradicional del 
poder soberano que impugna el pensador francés, se sostiene sobre la afirmación de un 
cierto número de postulados que la definen. De acuerdo a esta concepción tradicional, el 
poder sería localizable en una cierta clase o superestructura social, localizableen función de 
su naturaleza esencial, que lo dota de la posibilidad de ser susceptible de entregarse como 
una propiedad. Se entendería además que este poder se hace valer primordialmente por la 
vía de la violencia represiva y el desconocimiento propiciado por la ideología. Y finalmente 
–pero no menos importante-, que su administración depende de un modelo jurídico 
atravesado sagitalmente por la soberanía de la ley. 
La sociedad occidental ha basado tradicionalmente su organización política y la 
justificación de ésta en torno a los principios del derecho. El pensamiento jurídico ha 
fungido como la plataforma sobre la cual una cierta forma de organización del poder ha 
caracterizado a las sociedades occidentales al menos desde la Edad Media. 
Tradicionalmente, la función del pensamiento jurídico fue la de concentrar el poder 
definitivo y soberano en la figura del rey. Hacia la mitad de la Edad Media, la reactivación 
del derecho romano, entre otros instrumentos, tuvo como función la constitución del poder 
monárquico, autoritario, administrativo, y en el límite, absoluto. Alrededor de la figura real 
se alzó el edificio jurídico que justificó su proceder político. Posteriormente, hacia los 
siglos XVII y XVIII, una serie de acontecimientos que buscaban impugnar el derecho 
soberano del monarca, emplearon ese mismo edificio jurídico, el que alguna vez sirvió para 
justificar las prerrogativas de aquél, precisamente en su contra. Sea a su favor o en 
contraposición a él, sea para permitir el despliegue del poderío real o para marcar sus 
límites, el problema tradicional del derecho clásico se ha cifrado siempre en torno a la 
figura del soberano. Así entonces, desde la Edad Media, el objetivo del pensamiento 
jurídico en occidente ha sido y sigue siendo, legitimar el poder soberano. 
Se dice que esta función es permanente aún en nuestros días porque, a pesar de la 
desaparición virtual de la figura del monarca en la mayoría de los regímenes legislativos 
occidentales actuales, el problema que el discurso y la técnica del derecho se avocan a tratar 
sigue siendo el mismo que priorizaron con respecto al poder del rey; esto es, intentar 
disolver, aunque más bien justificar, la existencia de la dominación, reducirla o 
enmascararla para poner de manifiesto, por un lado, la existencia legítima de la soberanía, y 
por otro, la obligación legal de la obediencia. Sobre este vector se pueden localizar la 
mayoría de los esfuerzos que, en el campo de la filosofía política y de la filosofía del 
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derecho, se han puesto en marcha desde la Edad Media para asentar las razones por las 
cuales es absolutamente legítima una forma de ejercicio soberano del poder político, ya sea 
que lo detente una sola persona, o bien que se localice en alguna instancia centralizada 
constituida por más de un individuo. El problema tratado por Thomas Hobbes en su 
Leviatán es precisamente ese, el de intentar resolver la cuestión acerca de cómo es posible a 
partir de la multiplicidad de las voluntades diversas e individuales que conforman la masa, 
coagular una única voluntad general que constituya al Estado entero en función de la 
soberanía. Un famoso pasaje de esta obra clásica sintetiza la manera en que, de acuerdo a 
Hobbes (1651), debe entenderse el acto de constitución del Estado, es decir, el asunto 
mismo de la soberanía creada a partir de la cesión voluntaria de los derechos individuales 
por parte de cada hombre a una sola persona, o a un conjunto de personas que fungirán 
como la “personalidad” representante común de cada voluntad individual: 
Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres 
convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea 
de hombres se le otorgará, por la mayoría, el derecho de representar a la persona 
de todos (es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han 
votado en pro como los que han votado en contra, deben autorizar todas las 
acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si 
fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos 
contra otros hombres. (p. 142). 
Éste sigue siendo, en general, el problema sobre el cual versan la mayoría de las 
reflexiones en el campo de la filosofía política y el derecho hasta ahora. El estado de 
derecho es la preocupación fundamental del pensamiento jurídico y político actualmente: la 
justificación de una legislación soberana dispuesta con la investidura de una ley que le 
permite decidir y castigar en nombre de todos, la cesión de tal soberanía en el ejercicio de 
la democracia y el cómo lograr que esta soberanía alcance el objetivo que se plantea, es 
decir, el logro del estado de derecho, de orden, de justicia. El discurso legal es el 
instrumento esencial del ejercicio del poder político soberano hasta la actualidad. 
No se considera sin embargo, que el poder soberano se manifieste por medio de los 
mismos mecanismos que ya en épocas previas lo hacía, pero se afirma que el principio de 
soberanía, y en particular de la soberanía de lo legal, de la inapelabilidad de la ley, sigue 
siendo el emplazamiento fundamental sobre el cual las formas variadas y actuales del poder 
político de estado se asientan. Esta clase de poder es, por principio, un poder disimétrico, 
que funda su eficacia en la concentración de una prerrogativa sobre un nivel jerárquico por 
encima de todo el cuerpo social; jerarquía atribuida por la vía de la ascendencia real del 
soberano o por la cesión de ciertos derechos que los individuos otorgan a un órgano 
centralizado de gobierno representativo, o bien, por la concentración del poder económico y 
político en una clase privilegiada por medio del control que ejerce sobre los medios de 
producción. En cualquiera de los casos la soberanía de la ley es el principio de distribución 
del poder. Es la ley en su ejercicio soberano la que determina quién puede ser reconocido 
en su individualidad como un ciudadano, la que determina quién dispone de los derechos 
postulados, la que establece a quién ya no le corresponden, quién está pues dentro y quién 
está fuera del límite de la legalidad. En el extremo, en su modalidad tradicional, la ley 
soberana determina quién puede vivir o quién debe morir. Al menos hasta el siglo XVII o 
XVIII, el poder soberano se fundaba en la posibilidad de sustraer la vida para aniquilarla; la 
ley procedía principalmente a la manera de una exacción de la vida. Foucault (1976) lo 
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sintetiza de la siguiente manera: “El soberano no ejerce su derecho sobre la vida sino 
poniendo en acción su derecho de matar, o reteniéndolo; no indica su poder sobre la vida 
sino en virtud de la muerte que puede exigir. El derecho que se formula como “de vida y 
muerte” es en realidad un derecho de hacer morir o dejar vivir.” (p. 164). 
La capacidad ejecutiva de la ley en su forma clásica se demuestra sobre todo en su 
modalidad negativa extrema, es decir, la de otorgar la muerte. El poder, en su forma 
soberana más dura, no puede otra cosa sino negar la vida. El poder que se arrogaba la ley en 
su plena soberanía era desmedido en tanto que dependía de la voluntad autónoma de un 
hombre; el límite del ejercicio de este poder se correspondía con el de la muerte que podía 
reclamar. A medida que las grandes monarquías europeas fueron destituidas de forma 
progresiva, la figura del rey como cuerpo de la ley se desvaneció y abrió paso a la 
conformación de la soberanía representativa por democracia. El siglo de las Luces y todo el 
pensamiento ilustrado se constituyen como el motor del movimiento que propicia el 
desmarque de la forma atroz del ejercicio soberano de la ley en aras de una concepción 
racional y humanista del derecho. La muertecomo efectividad de la ley se desplaza, aún 
cuando no se elimine, a segundo término; la vida comienza a ser la principal preocupación 
del poder político, y el ejercicio soberano de la ley se encaminará a propiciar el curso de la 
vida con todas las garantías que requiere para ajustarse a un concepto de hombre que deriva 
de las premisas del pensamiento humanista. No es que la muerte desaparezca del horizonte 
político de las sociedades occidentales, ella no se ha desvanecido del juego de poder que 
caracteriza a las sociedades a partir del inicio de la modernidad, sino que ha sido quizá 
solamente eclipsada por la puesta en primer plano de una insistente y progresiva 
administración de la vida, que ha tomado el estandarte del humanismo como baluarte. Así 
mismo, el ejercicio del poder se transforma en virtud de la introducción de nuevas 
tecnologías que no se corresponden y que no actúan, al mismo nivel al que lo hace la ley 
soberana. 
Podemos sintetizar el surgimiento del poder disciplinario que releva a la modalidad 
de ejercicio político previamente descrita, diciendo que desde el siglo XVIII el poder de la 
disciplina, un poder que asienta su funcionamiento en la efectividad productiva de la norma 
-productividad ésta en cuanto a saberes, objetos de estudio, mecanismos de control, 
vigilancia y corrección, individuos, etc.-, comienza a tomar cuerpo en y a lado, de esos 
otros mecanismos antiguos, negativos, excluyentes y represivos, que hacen valer el 
anquilosado y rígido poder soberano de la ley. Pero no habría que entender que las normas 
disciplinarias vendrían a prolongar la efectividad de la ley soberana, ni que actuarían como 
su refuerzo aun cuando todo parezca indicar que así funcionen. Por ejemplo, no se 
cuestiona –muy por el contrario, se encomia– la introducción del saber psiquiátrico, un 
saber normalizante, en el campo del derecho penal que funda su ejercicio en la legalidad. El 
saber de los psiquiatras acudiría en apoyo y refuerzo del saber de los jueces, de los 
abogados, de los defensores, de los fiscales, etc. La ley encontraría apoyo, para su ejercicio, 
en la norma. Pero para Michel Foucault, la norma no es una prolongación de la legalidad, 
no actúa en concordancia con la ley, e incluso su funcionamiento depende en muchas 
ocasiones, de la suspensión del derecho. 
En efecto, la ley debe garantizar que en el espacio jurídico del estado de derecho, 
todos los ciudadanos sean exactamente iguales, que nadie esté por encima de otro en lo que 
refiere a sus obligaciones y derechos legales. La norma no reproduce este objetivo en algún 
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otro nivel, sino que las normas instituyen diferencias singulares, maximizan el alcance del 
poder pero estableciendo desigualdades a nivel de la individualidad. Para la norma ningún 
individuo es igual a otro, antes bien, cada uno debe encontrar su lugar particular y único en 
función de la distancia manifestada por algún rasgo particular en relación a su idealidad 
normal. En cambio, la ley toma siempre la forma de un contrato que funda la posibilidad de 
distribución dual de los individuos. La ley genera siempre una dicotomía, funciona 
efectuando un corte sagital en el campo social, constituye dos órdenes de reconocimiento, 
universales y contrapuestos: el de la legalidad y el de la ilegalidad. La clasificación que 
posibilita la norma no se corresponde en ningún nivel con el que deriva del ejercicio de la 
ley. Foucault (1976) dirá al respecto: 
...en tanto que los sistemas jurídicos califican a los sujetos de derecho según 
unas normas universales, las disciplinas caracterizan, clasifican, especializan; 
distribuyen a lo largo de una escala, reparten en torno de una norma, jerarquizan 
a los individuos a los unos en relación con los otros, y en el límite descalifican e 
invalidan. De todos modos, en el espacio y durante el tiempo en que ejercen su 
control y hacen jugar las disimetrías del poder, efectúan una suspensión, jamás 
total, pero jamás anulada tampoco, del derecho. Por regular e institucional que 
sea, la disciplina, en su mecanismo, es un “contraderecho”
 
(pp. 225-226). 
Las normas han funcionado, al menos desde las postrimerías del siglo XVIII, a 
contrapelo de la legalidad del derecho. En la sociedad occidental, el ejercicio de la ley 
jurídica, de la ley soberana, ha convivido, aunque no de forma armónica, con el 
funcionamiento normalizante del poder disciplinario, el cual contradice y disuelve el orden 
y las distribuciones establecidas por la ley, introduce las disimetrías, prolonga las 
desigualdades, singulariza allí donde la ley conforma la generalidad y la igualdad. La 
disparidad señalada entre la norma y la ley no implica sin embargo la imposibilidad de 
convivencia entre ambas; no habría que pensar que donde la ley funge la norma no puede 
existir. No hay razón efectiva que impida que el modelo de la soberanía jurídica y el 
modelo disciplinario normalizante funcionen de forma paralela, que no solidaria. Existe un 
cierto tipo de relación sostenida entre la ley y la norma, pues en efecto, a todo imperativo 
propugnado por la ley, le es intrínseco algo que puede llamarse normatividad, pero aún 
cuando ella es inherente a la ley, no puede ni debe confundirse con lo que aquí se pretende 
distinguir con el nombre de normalización. En su curso del colegio de Francia titulado 
Seguridad, territorio y población, a propósito de los dispositivos de seguridad, Foucault 
(1976) confirma esta diferencia: 
Yo diría incluso que, por el contrario, si es cierto que la ley se refiere a una 
norma, su papel y función, por consiguiente –ésa es su operación misma-, 
consisten en codificar una norma, efectuar con respecto a ésta una codificación, 
cuando el problema que trato de señalar es el de mostrar que, a partir y por 
debajo, en los márgenes e incluso a contrapelo de un sistema de la ley, se 
desarrollan técnicas de normalización.
 
(p. 76). 
En la sociedad que conocemos, las disciplinas justifican y prolongan aparentemente 
el modelo jurídico, aunque antes bien, tendríamos que pensar que las normas se sirven bien 
del fantasma de la soberanía para maximizar sus efectos coactivos. Las libertades que 
propugnan las leyes, las garantías aseguradas para cada sujeto de derecho, son al mismo 
tiempo las garantes de la proliferación insidiosa de otro tipo de reglamentación que ya no 
amenaza la vida, sino que pretende hacerla cada vez más potente y capaz, en virtud de lo 
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cual el funcionamiento sutil de tal reglamentación se vuelve progresivamente más exitoso; 
nos referimos, por supuesto, a las normas en su función normalizante. 
En Vigilar y Castigar Foucault plantea que el “examen” sería uno de los mecanismos 
privilegiados por medio del cual las disciplinas han posibilitado la constitución de un saber 
racional sobre el hombre. El examen se engarza con otro mecanismo primordial, o más bien 
habría que decir que el examen es el resultado de la combinación entre la “vigilancia 
jerárquica” y la “sanción normalizadora”. La norma es uno de los fundamentos funcionales 
del examen disciplinario. 
Al interior de las disciplinas se ejerce una suerte de pequeño aparato judicial con 
determinaciones propias, un sistema de penalidades codificado por sus leyes explícitas. Así 
por ejemplo, en cada institución educativa se encuentra formulado, de forma palmaria, un 
código de conducta a seguir, explicitado de forma negativa a manera de prohibiciones con 
sus respectivos correlatos penales que sancionan la conducta o el acto que no se apega a 
tales disposiciones. Pero a un lado, debajo, y en cada intersticio entre las conductas 
castigables, se localizan una multiplicidad de micropenalidades más o menos definidas. En 
función de una vigilancia exhaustiva, el cuerpo y la conductadel sujeto se han reticulado 
hasta tal grado, que sus mínimas determinaciones y funciones se vuelven objeto de 
corrección. Las normas se codificarán a partir de esas minúsculas conductas en apariencia 
indiferentes, o al menos indiferentes para el sistema penal explícito basado en la ley que 
formula lo castigable al interior de una disciplina. El objetivo de la determinación de estas 
micropenalidades es tener control ya no sobre las conductas molares, aquellas que 
trasgreden la formulación jurídica explícita, sino sobre esos elementos atómicos que no 
distingue la lente no graduada de la ley. De acuerdo a esto, lo castigable no será el delito, la 
falta a la ley establecida, sino cualquier conducta ínfima, toda vez que no se conforme a lo 
“esperado”, toda vez que se desvíe del nivel requerido. 
La clase de conductas prohibidas por la ley se corresponden con un orden de 
legalidad situado estrictamente al interior del cuerpo social, porque es punible sólo aquello 
que ponga en riesgo dicho orden. Pero en las disciplinas, lo castigable es también y 
mayormente, un orden de fenómenos naturales y observables que presentan una cierta 
regularidad y que no manifiestan el carácter excepcional del acto delictivo; tales como: la 
duración del aprendizaje, el tiempo de realización de un ejercicio, el nivel de aptitud 
requerido para realizarlo, la resolución de un problema manual o intelectual, la postura del 
cuerpo, etc. Para esta clase de conductas que se cifran en el campo de lo natural y no tanto 
en el de lo legal, el castigo será esencialmente correctivo. El objetivo de la penalidad será 
propiciar la corrección de un ejercicio malogrado por la vía de su repetición, quizá en grado 
aumentado. El castigo en las disciplinas no será, como lo era en el contexto del ejercicio 
soberano del poder, una venganza que induzca el dolor exacerbado o la expiación; será en 
cambio, un ejercicio de aptitud con miras a mejorar, a enderezar una conducta. 
Este microscópico sistema de penalidades posiciona a toda conducta posible en un 
espacio lineal abstracto, en un orden localizado entre dos polos extremos y opuestos, los 
que corresponden a lo gratificable y a lo sancionable, lo deseable y lo indeseable, lo bueno 
y lo malo. Entre ambos extremos se localiza toda una gradación minuciosa, una 
metrificación pormenorizada, a la cual cada conducta percibida es posible hacer 
corresponder. De un extremo a otro de esta línea segmentada, una cuantificación variable 
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califica a las conductas, a las habilidades, a los desempeños, a las capacidades, los tiempos, 
la o las inteligencias, las destrezas, etc., posibilitando a su vez, la clasificación no sólo de 
estos elementos sino del ser total del sujeto. Se hace notar aquí, una diferencia fundamental 
entre la ley y la norma, pues la primera se conforma con establecer una división sagital 
entre dos polos irreductibles: lo legal y lo ilegal, es decir, un sujeto puede estar en la ley o 
fuera de la ley sólo en función de un acto cometido; mientras que la norma posiciona cada 
conducta –y con ella al individuo todo– en algún grado intermedio entre los polos de lo 
positivo y lo negativo. En Vigilar y Castigar Foucault (1976) caracteriza el funcionamiento 
de la norma de la siguiente manera: 
En primer lugar la calificación de las conductas y de las cualidades a partir de 
dos valores opuestos del bien y del mal; en lugar de la división simple de lo 
vedado, tal como la conoce la justicia penal, se tiene una distribución entre polo 
positivo y polo negativo; toda la conducta cae en el polo de las buenas y de las 
malas notas, de los buenos de los malos puntos. Es posible además establecer 
una cuantificación y una economía cifrada. (p. 185). 
Es en virtud de esta transformación –dudosa, espuria a todas luces– de la cualidad en 
cantidad, de toda conducta en medida, que se erige la posibilidad de una comparación entre 
individuos, y al mismo tiempo, una jerarquización que no es solamente la de sus 
comportamientos cuantificados, sino ya la de su ser completo. Foucault (1975) muestra que 
este artificio de conversión tiene una doble función: 
A través de esta microeconomía de una penalidad perpetua, se opera una 
diferenciación que no es la de los actos, sino de los individuos mismos, de su 
índole, de sus virtualidades, de su nivel o de su valor. La disciplina, al sancionar 
los actos con exactitud, calibra los individuos “en verdad”; la penalidad que 
pone en práctica se integra en el ciclo del conocimiento de los individuos. (p. 
186). 
Un conocimiento se deriva de la vigilancia y la corrección, un conocimiento que 
aunque sólo en apariencia satisface las exigencias de la cuantificación científica, es sin 
embargo, identificado con un conocimiento verdadero. Éste es el conocimiento 
normalizante, establecido en relación a una norma, que deriva del individuo observado y 
retorna luego a él mismo para corregirlo al cualificarlo como estando dentro o fuera de las 
exigencias de la normalización. 
Es necesario reconocer que buena parte de la psicología, y en particular la 
psicometría, se reconocen cómodamente como pertenecientes a esta tradición normalizante 
disciplinaria. Las pruebas psicométricas, ya sean las que se avocan a determinar 
estrictamente el llamado “factor g”, o bien aquellas que indagan acerca de algunos otros 
factores polimorfos siempre remisibles en última instancia al primero -tales como la 
aptitud numérica, la habilidad verbal o espacial, etc.-, fundan su “eficacia” en un cálculo 
estadístico, un cálculo de correlaciones que está en el origen del análisis factorial. En este 
tipo de cálculo, la objetividad de los datos se garantiza únicamente por la fragilidad de las 
relaciones estadísticas, en la medida en que el test solo mide el grado de relación –
temporal, de semejanza, de coincidencia– entre los rasgos que se pretenden asociar, pero 
jamás podría pretender llegar a establecer una correlación acertada a la manera de una 
causa y un efecto. La traducción de una significación psicológica, tal como la inteligencia, 
en un dato estadístico tiene consecuencias funestas en su comprensión, pues si bien la 
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manifestación, a la manera de una realización –performance-, del “factor g” en una prueba 
psicométrica muestra ciertamente un dato, un aspecto sobre la inteligencia, este 
procedimiento sin embargo la vacía de su contenido efectivo. En 1937 Pierre Janet decía 
acertadamente acerca de los tests: “Sin duda medía algo con gran precisión, pero no podía 
decir siempre con precisión qué es lo que medía.” (Citado en Mueller, 1960, p. 330.). Por 
otro lado, la aparente objetividad de una psicología que pretende autentificar su estatuto 
científico en la garantía aparente de los números –lo cual no deja de ser solamente ilusorio 
ya que la cuantificación estadística no se iguala de ninguna manera a la matematización de 
las teorías– como cuantificación de las facultades y las conductas humanas, no deja de 
traslucir su proyecto político. Una psicología que se avoca a medir las capacidades, las 
aptitudes, las posibilidades de los sujetos, preconiza y reifica el carácter instrumentalizante 
de su proyecto. Lo cual en realidad no merecería mayor crítica a no ser porque esta 
psicología, pretendiendo ser una ciencia, ha pugnado por dejar tras de sí toda forma de 
autorreflexión sobre su esencia, sobre su proyecto, sobre sus condiciones históricas de 
posibilidad, es decir, se ha declarado como absolutamente recalcitrante a toda forma de 
“preguntarse” filosóficamente acerca de las premisas que la fundan y de los objetivos que 
la comandan. De esta inercia irreflexiva que caracteriza a buena parte de la psicología, a la 
psicología abiertamente normalizante, deriva el peligro de transformarse enuna práctica de 
orden pericial. En su brillante comunicación titulada ¿Qué es la psicología?, George 
Canguilhem (1956) advierte sobre este riesgo: 
Es, entonces, muy superficialmente como la filosofía plantea a la psicología la 
pregunta: ¿dígame hacia qué tiende usted para que yo sepa lo usted es? Pero el 
filósofo puede dirigirse al psicólogo bajo la forma de un consejo orientador –
una vez no crea hábito– y decirle: cuando se sale de la Sorbona por la calle 
Saint Jacques se puede ascender o descender; si se asciende, uno se aproxima al 
Panteón que es el conservatorio de algunos grandes hombres, pero si se 
desciende, uno se dirige al Departamento de Policía. (p. 405-406). 
Tanto en el campo de la psicología como en las ciencias humanas en general, la 
observación de las conductas de los individuos permite conformar un saber que tiende a 
articularse como una norma, es decir como un valor de ajuste, pero este saber no se cierra 
sobre sí mismo sino hasta el instante de su actualización como regulación, como 
corrección. La norma no es norma en su formulación abstracta, no es únicamente el saber 
producido por el acto de conocimiento en el que un sujeto recibe o crea el saber sobre un 
objeto; decíamos previamente que la norma es polémica porque sólo es norma en la medida 
en que es acto de normalización, es decir, acto de corrección sobre una existencia. Luego 
entonces, el saber normalizante derivado del individuo no es sólo una adquisición cognitiva 
por parte de una instancia ajena a él, sino y principalmente, una aplicación impositiva 
continua que se afina y prolifera en su ejercicio mismo. El poder disciplinario es entonces 
un poder epistemológico, es decir, un poder que produce saber, y ese saber tiene la forma 
de la normalización: 
Al lado de este saber tecnológico propio de las instituciones de secuestro, nace 
un saber de observación, de algún modo clínico, el de la psiquiatría, la 
psicología, la psicosociología, la criminología, etcétera. Los individuos sobre 
los que se ejerce el poder pueden ser el lugar de donde se extrae el saber que 
ellos mismos forman y que será retranscrito y acumulado según nuevas normas; 
Teoría y crítica de la psicología 3, 81–102 (2013). ISSN: 2116-3480 
 
 
90 
 
o bien pueden ser objetos de un saber que permitirá a su vez nuevas formas de 
control. (Foucault, 1978, p. 143). 
La función de cualificación del sujeto por la vía de la cuantificación de sus conductas 
permite establecer distribuciones por rangos, favoreciendo a su vez dos procesos distintos 
pero simultáneos: señalar desviaciones y jerarquizar cualidades por un lado, y castigar o 
recompensar por otro. Sistema efectivo porque produce al mismo tiempo un doble efecto en 
los individuos en los que la disciplina actúa; en primer lugar, su distribución en el orden de 
cualificación establecida, y después, un efecto de coerción inmediato que se manifiesta en 
la sola discordancia con la preferencia de la norma. El individuo es distribuido de acuerdo a 
su desempeño, se le otorga un rango que puede acercase a alguno de los polos de lo 
negativo o lo positivo; y su colocación valorativa es al mismo tiempo la demarcación 
efectiva de su distancia respecto al punto ideal, lo que induce un efecto de penalización y 
corrección. Todo aquel que no se suscriba a la exigencia normalizante requiere corrección, 
y la sola clasificación es ya por sí misma, un acto correctivo. Se reafirma entonces el 
estatuto de la norma como función de normalización, porque la norma, para que se 
conforme como tal, debe ser siempre acción de normalización. 
La norma requiere en todo momento, para tener efecto, de aquello que no se suscribe 
a su exigencia. Lo normal no es un concepto estático y pacífico, sino dinámico y polémico, 
que siempre obtendrá su sentido en contra de un valor que se le contrapone. Esta tensión, 
este esfuerzo que proyecta el valor de la norma sobre aquello que no se suscribe a ella 
misma es la normalización. Normalizar significa coaccionar; la normalización es siempre 
una imposición, una valoración negativa sobre una existencia o hecho real, a la vez que una 
exigencia de conformidad a algo que se resiste a una valorización determinada. En Lo 
normal y lo patológico, George Canguilhem (1966) aborda este problema de manera 
precisa: 
“Normar”, “normalizar”, significa imponer una exigencia a una existencia, a un 
dato, cuya variedad y disparidad se ofrecen, con respecto a la exigencia, más 
aún como algo indeterminado y hostil que simplemente como algo extraño. 
Concepto polémico, en efecto, aquel que califica negativamente al sector del 
dato que no entra en su extensión, aunque corresponda sin embargo su 
comprensión.
 
(p. 187). 
La acción normalizante que define a la norma demarca la diferencia entre ésta y el 
funcionamiento negativo de la ley. Cualquier objeto, acontecimiento o acto que sean los 
blancos de la normalización, serán siempre anteriores a la norma, y para Canguilhem, la 
vida es por principio anormal puesto que en ella se manifiesta la ausencia de una 
normalidad suficiente, que es al mismo tiempo, la demanda de una normalidad futura. La 
norma supone una escisión fundamental entra la meta y lo dado, es decir, entre la norma y 
el objeto, así como también, la posibilidad de la abolición de tal escisión en la experiencia 
de la normalización futura. Si lo dado y la norma coincidieran desde el principio, entonces 
estaríamos frente al caso no de una norma sino de una ley, la cual no es reductible a 
aquella. Esta tensión que se funda en la coincidencia imposible entre la existencia y el valor 
de corrección, por la cual ambos se encontrarán siempre en una relación polémica, es la 
esencia misma del funcionamiento normalizante, y a su vez, denota la especificidad que 
deslinda a la norma respecto de la ley. Guillaume Le Blanc (1998) formula esta diferencia: 
Teoría y crítica de la psicología 3, 81–102 (2013). ISSN: 2116-3480 
 
 
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La norma se diferencia de la ley porque supone siempre una existencia primera 
que le es extraña. La norma finaliza el dato y lo subsume en la meta. Al propio 
tiempo, lo primero no es la meta buscada, lo normal, sino el dato que se le 
resiste, lo anormal, que interpela así la exigencia de la meta buscada. (p. 20). 
En efecto, no hay norma sino por medio de la interpelación que efectúa el dato bruto 
que carece de ajuste a la regla. Lo anormal, lo que no se ajusta a lo normal, es condición de 
funcionamiento normalizante. Lo que Canguilhem enfatiza es que la regla –entendamos 
“norma”– solamente puede desplegar todos sus efectos en el acto mismo en que es 
impugnada, hecho que no solamente confirma la regla, sino que le da la posibilidad misma 
de ser regla en el acto de corrección. La infracción que representa lo anormal no es el 
origen de la regla sino de la regulación, por ello, pensar en la condición de posibilidad de la 
regla, es pensar en la condición de posibilidad de la experiencia de la regla, es decir, el acto 
de regulación que se suscita por la puesta a prueba de aquella. La posibilidad de la norma 
no se comprende en su abstracción, sino en su acción real y efectiva de corrección sobre 
una existencia anormal. 
La genialidad de la reflexión canguilhemiana en torno a las normas se deja notar en la 
intelección que nos muestra que no es posible articular un concepto -como representación 
consciente– de la normalidad, es decir, de la adecuación entre los hechos del mundo y los 
valores de ajuste, a menos que exista correlativamente una representación de normas 
vinculadas a la posibilidad de contrariar su ejercicio. Esto quiere decir que no es posible 
tener conciencia alguna de la norma sino a condición de impugnarla, puesto que ella sólo se 
formula retroactivamente a partir de su puesta en interdicción, a partir de una conminación 
que solicita su acción reguladora. Para Canguilhem (1966), este principio vale tanto parael 
conocimiento de la norma como bien moral, pero sobre todo, para el conocimiento de la 
norma de vida: 
Nadie se sabe inocente inocentemente, porque tener conciencia de la adecuación 
a la regla significa tener conciencia de las razones de la regla que se reducen a 
la necesidad de la regla. A la máxima socrática, que se ha explotado en demasía, 
de acuerdo con la cual nadie es malo a sabiendas, conviene oponerla la máxima 
inversa, de acuerdo con la cual nadie es bueno si es consciente de serlo. 
Igualmente, nadie es sano si se sabe tal.
 
(p. 190). 
En el orden lógico, el concepto de lo anormal es siempre posterior al concepto de lo 
normal porque la negación de la positividad supone la anterioridad conceptual de ésta. Pero 
en la experiencia vital y social, lo anormal es históricamente primitivo, porque lo que 
aparece como primigeniamente caótico, suscita a posteriori el hecho de lo normal, en 
cuanto éste es resultado de la intención normalizante, es decir, de la acción reguladora. Lo 
normal entonces, es producto de la solicitación de la regulación que surge por la 
impugnación de la regla. Sólo en apariencia podríamos darle prioridad a la norma sobre la 
anormalidad, su formulación abstracta impele al pensamiento a concebirla como una 
anterioridad lógica fundante de la delimitación de cualquier inadecuación posterior. Pero, 
en cuanto nos situamos desde el punto de vista de la experiencia de la vida misma, hay que 
hacer notar que la desviación se presenta como primitiva respecto a la norma. Canguilhem 
(1966) nos dice acerca de esto: 
Lo anormal como a-normal es posterior a la definición de lo normal. Sin 
embargo, la anterioridad histórica de lo anormal futuro es la que suscita una 
Teoría y crítica de la psicología 3, 81–102 (2013). ISSN: 2116-3480 
 
 
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intención normativa. Lo normal es el efecto obtenido por la ejecución del 
proyecto normativo, es la norma exhibida en el hecho. Desde el punto de vista 
fáctico, existe pues entre lo normal y lo anormal una relación de exclusión. Pero 
esta negación está subordinada a la operación de negación, a la operación 
requerida por la anormalidad. Por lo tanto, no hay nada paradójico en decir que 
lo anormal, lógicamente secundario es existencialmente primitivo. (p. 190-191). 
Así entonces, la normalización, la acción de la norma por la solicitación de lo 
anormal, ha de entenderse siempre como una exigencia, una lucha en contra de un dato que 
no se ajusta a su forma, aun cuando no le sea precisamente extraño ya que se torna 
inteligible de forma negativa en función de la exigencia que se le impone. Lo agonístico de 
la norma se extrae de la relación normal-anormal, ya que ésta no es una relación de 
exterioridad y contradicción, no es una dialéctica, sino una relación de inversión y 
polaridad. Los polos que la demarcan son inteligibles entre ellos, y su comunicación es 
posible aún cuando parezcan excluirse irremediablemente. 
La tensión que suscita la relación normal-anormal y su innegable comunicabilidad, 
depara dos efectos contrapuestos. En primer lugar -y es este quizá la consecuencia mayor y 
por lo tanto, la que ha brindado a la norma su innegable poder de proliferación-, la norma 
se hace comprender como un posible modo de unificación de la diversidad, de reabsorción 
de la diferencia, o al menos, se erige como la posibilidad de enunciar esa diferencia con la 
intención de corrección. Lo que difiere de la norma no es lo que le es indiferente, sino lo 
que es rechazado por ella; pero ese gesto en virtud del cual la norma señala un objeto como 
recalcitrante a ella misma, es ya la muestra de que ambos, el valor y el objeto, son 
susceptibles de ponerse en relación, y es signo también de que la norma no desconoce al 
objeto, o más bien, de que el objeto no queda fuera, en el exterior de la consideración y de 
la exigencia de integración requerida por la norma. Solamente podríamos admitir la 
indiferencia entre ambos, cuando la norma no interpela al objeto, cuando ni siquiera tiene la 
posibilidad de considerarlo y por lo tanto, no le impone ninguna exigencia. Pero el 
funcionamiento normalizante de la norma en la sociedad disciplinaria se caracteriza por no 
poder circunscribir sus propios límites; prácticamente las normas no son indolentes 
respecto de ningún objeto posible en la sociedad. 
Se localiza aquí, una diferencia más entre el funcionamiento jurídico del poder 
soberano y la inercia normalizante del poder disciplinario. La ley demarca puntualmente su 
alcance y capacidad de jurisdicción, pues ella sólo castiga el acto penalizado en su 
enunciación; el sujeto de derecho no tiene relación con la penalidad a no ser que incurra en 
la práctica de la acción penalizada
1
, pero más allá de ésta, la ley deja en paz la vida del 
sujeto. Pero el esquema normalizante es insidioso, penetra, o intenta penetrar en cada 
resquicio a que dé lugar la vida del individuo; a la norma no le interesa el acto penalizado 
solamente, le interesa el ser total del sujeto. Para contemplar y controlar la totalidad de la 
vida en el cuerpo social, la norma se apoya en una cierta forma de economía de visibilidad 
maximizada que favorece su extrapolación hacia todo el horizonte de lo humano. Esta 
economía de lo visible se corresponde con el diagrama panóptico que caracteriza la 
sociedad disciplinaria. 
 
1
 Esta diferenciación entre ley y norma es arbitraria si consideramos su relación real. Sabemos que en la 
sociedad disciplinaria la ley apoya su eficacia –aunque sólo sea ilusoriamente– en la norma. Pero en aras de la 
claridad expositiva es necesario señalar sus diferencias sustanciales. 
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Una sociedad que se constituye en función de un esquema disciplinario, y por lo 
tanto, que funciona en base al modelo de la norma y la normalización, es una sociedad de 
comunicación absoluta. Las disciplinas no proceden segregando y excluyendo del orden 
reconocible e inteligible aquello que no se conforma a la norma, sino que lo integran y lo 
subsumen en dicho orden; podemos decir que las disciplinas tornan homogéneo el espacio 
social. Aún más, habría que decir no que las normas homogenizan el espacio social, sino 
que las normas crean el espacio social, crean sociedad, en virtud de una especie de lenguaje 
común –normalizante– entre todas las instituciones, de tal forma que cada una de ellas 
puede traducirse en otra. Por ello, para Michel Foucault, la cárcel por ejemplo, no es el 
límite de la red disciplinaria, ella no representa un quiebre en este entramado. La prisión es 
aceptable para la sociedad precisamente porque es el reflejo de otras instituciones no 
segregativas como la escuela o el hospital. 
Es necesario señalar, antes de proseguir con el análisis del funcionamiento de la 
norma en la sociedad de disciplina, que el problema de la institución como forma de 
exclusión, o entendida como límite social, concepción ésta que se opone a la idea de la 
institución como forma de normalización, fue desarrollada en los textos tempranos en la 
obra foucaultiana. Ya en Enfermedad Mental y Personalidad, Foucault insiste en la 
formación de la enfermedad como “desviación”, como “separación”: “La enfermedad 
figura entre las virtualidades que sirven de margen a la realidad cultural de un grupo 
social”. (1962, p. 65) Y en particular, en Historia de la Locura la tesis transversal que 
atraviesa la obra es la de la constitución, durante la época clásica, de un campo 
extremadamente difuso y ambiguo de exclusión integrado por sujetos con cierto desarreglo 
social, que configura esa vasta dimensión de la Sinrazón en donde toda clase de 
subjetividades conviven y se mezclan en una oscuridad desordenada. En el prólogo de esta 
obra, suprimido en la reedición de 1972, Foucault enunciaba la inauguración de un 
proyecto de granenvergadura: una “historia de los límites”; es decir, de los gestos que 
instauran fronteras, “gestos oscuros necesariamente una vez realizados, por los cuales una 
cultura rechaza algo que para ella sería lo Exterior”. (citado en: Eribon, 1999, p. 365). La 
gran reclusión clásica se caracterizó precisamente por una delimitación más negativa que 
positiva del orden de la locura erigida junto con el concomitante gesto estrictamente 
material de la exclusión efectiva de los cuerpos. No hay, en ese contexto, una 
caracterización de los rasgos propios y originales de esa negatividad de la razón que sería la 
sinrazón, no hay una preocupación por mostrar sus elementos diferenciales, sino solamente 
por lograr una separación material de todo aquel que muestre cierto desarreglo con respecto 
a una percepción moral que coloca a la locura en las antípodas de la razón. Y en particular, 
el capítulo dedicado al “gran encierro” en la época clásica, delinea la caracterización de una 
modalidad de acción normativa fundada en una operatividad negativa, es decir, basada 
principalmente en el modelo de una reglamentación jurídica, correlativa a una separación 
estricta entre lo que se acepta y lo que no, límite casi material que separa dos campos que 
por sí mismos no pueden definirse sino por el parco criterio de su negatividad, pero de los 
cuales no es posible elaborar una caracterización prolífica. 
La función de la categoría de la Sinrazón y la del asilo en la ápoca clásica fue, para 
Foucault en su libro sobre la locura, la de establecer una línea de separación entre lo 
reconocible e inteligible social y su exterioridad. El espacio de la exclusión es oscuro e 
ignoto pues no presenta configuración productiva ni proliferante, es el límite mismo de lo 
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humano y lo social, y por lo tanto, todo discurso y toda práctica humana se encontrarán 
desarraigadas en tales fronteras. Nada encontramos –al menos en apariencia– que se 
corresponda con un funcionamiento normalizante en esta modalidad de ejercicio del poder 
puesta en primer plano en el análisis foucaultiano en torno a la locura en la edad clásica. 
En cambio, la norma tal como funciona en el contexto de las disciplinas, no propicia 
un espacio de indiferenciación oscura con respecto a sus objetos, por el contrario, delinea 
su especificidad a partir de sus diferencias. La norma supone una solución particular al 
problema de la articulación de las multiplicidades, del todo en relación a las partes. Esto se 
logra, como ya se ha enfatizado, mediante un principio de producción y no de represión, y 
paralelamente, por la vía de una proliferante individualización; la disciplina fabrica cosas, 
pero en particular fabrica individuos. Encontramos entonces un doble funcionamiento de la 
norma que sólo en apariencia es contradictorio. Por un lado, es principio de articulación de 
las multiplicidades en función de una máxima comunicabilidad entre todos los elementos 
de la red; la norma es principio de unidad del grupo social en la medida en que cada uno de 
sus elementos es comparable a otro en función de un elemento común pero no externo a 
ellos, precisamente, la norma misma. Por otro lado, ella es también productora de 
individualidades, es decir, la norma produce la diferencia, la especificidad de un sujeto 
respecto del resto, pero sólo en función de su comparación con la serie. La 
individualización normativa se completa sin referencia alguna a una sustancialidad o a una 
naturaleza íntima de los sujetos sino siempre en referencia a los demás. Al respecto, 
Francois Ewald (1990) afirma que: 
La individualización disciplinaria se hace sin que se suponga algún saber. 
Individualización positiva y sin metafísica, individualización sin sustancia, un 
poco como, en el sistema de la lengua, la oposición de los significantes solo 
remite siempre a las diferencias, sin que sea posible detenerse en una sustancia 
del significante. Se trata de una pura relación. Una relación sin soporte. La 
individualización normativa es también diacrítica, lateral y relativa. (p. 167). 
Esta individualización normativa se realiza en el interior de las relaciones 
normalizantes y no apela a ningún saber exterior. Se puede afirmar, de acuerdo a Ewald, 
que la norma es una medida que permite individualizar a la vez que torna comparables las 
individualidades. Este proceso se lleva a cabo por un cotejo de las desviaciones, por 
comparaciones cada vez más minuciosas, pero sin referencia nunca, a una naturaleza 
interna. Esta forma de concebir la norma y su funcionamiento, en términos puramente 
relacionales, sin apelar a principio trascendente o metafísico alguno, denota su carácter 
inmanente. La idea según la cual la norma produce la individualidad merece ser asumida en 
sus consecuencias extremas. No debe suponerse como un principio de regulación externo al 
objeto –o sujeto– que coacciona; ya hemos visto junto con Canguilhem, que la norma no es 
tal sino por su acción reguladora. No hay norma abstracta y soberana que venga a corregir, 
en función de los criterios irreductibles de lo lícito y lo ilícito, a un sujeto natural, anterior, 
previo a la norma misma. En el contexto de las disciplinas, no hay conductas reconocibles, 
distribuibles, mensurables o corregibles, y aún más, no hay sujeto en toda la extensión de su 
ser, sino por efecto del acto instaurador de la regulación normalizante. Así mismo, no hay 
norma sino como producto de su ejercicio mismo. En lo anterior, se torna reconocible el 
carácter inmanente de la norma. Pierre Macherey (2009) lo aclara de la siguiente manera: 
Teoría y crítica de la psicología 3, 81–102 (2013). ISSN: 2116-3480 
 
 
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Si la norma no es exterior a su campo de aplicación, ello no se debe solamente, 
según ya lo mostramos, a que la norma lo produce, sino a que ella se produce 
ella misma al producirlo. La norma no obra sobre un contenido que subsista 
independientemente de ella y fuera de ella, y en sí misma no es independiente 
de su acción como algo que se desarrolle fuera de ella, en una forma que 
necesariamente sería la de la partición y la de la escisión. Es en este sentido en 
el que hay que hablar de la inmanencia de la norma, es decir, en relación con lo 
que ella produce y con el proceso en virtud del cual ella lo produce: lo que hace 
que la norma sea norma es su acción. (pp. 108-109). 
Podemos afirmar entonces, que la norma no un tiene exterior, porque sus objetos no se 
encuentran antes, más allá, fuera de ella misma, no le son trascendentes; pero también 
podemos decir que la norma no es exterior a su campo de aplicación porque su existencia 
efectiva deviene en su realización, es decir, en su puesta en acción. Esta concepción tiene las 
mayores consecuencias en cuanto al alcance que el poder de las disciplinas se arrogará en la 
sociedad que conocemos, ya que no es posible pensar que aquello que no se conforma a la 
exigencia de la norma está fuera de ella, sino que se halla siempre ya capturado dentro de 
sus límites. Así entonces, se pone de manifiesto la idea, de importancia capital, que enfatiza 
Ewald (1990) según la cual lo anormal se encuentra siempre en los límites de la normalidad: 
Lo anormal no es de una naturaleza diferente de la de lo normal. La norma, el 
espacio normativo no conoce un afuera. La norma integra todo aquello que 
quisiera excederla, nunca nada ni nadie (cualquiera que sea la diferencia que 
pretenda tener) puede considerarse exterior, reivindicar una alteridad de suerte 
que fuera otro. (p. 168). 
De acuerdo a esto, ninguna excepción confirma la regla, antes bien habría que admitir 
que la excepción siempre está en la regla. Si bien la línea que separa lo normal de lo 
anormal es incierta, o no existe como tal, pues no remite a nada que efectivamente se 
encuentre en la naturaleza, no por ello el espacio de normalizaciónno tendría que ser 
susceptible de particiones, no significa que no pueda ser afectado por un proceso de 
valorización. Lo normal que se opone a lo anormal lo hace atendiendo a umbrales y límites 
impuestos por el propio grupo, y lo que la norma expresa con sus efectos de división no es 
nunca el reflejo de esencialidades naturales, sino solamente una relación del grupo consigo 
mismo. Este trabajo de reticulación, de segmentación, de categorización, de jerarquización, 
de corrección y puesta en comunicación de los elementos regulados por la norma, será la 
función primordial de la disciplina. 
La ultraproliferación de los efectos del poder y la no-exterioridad de la norma, son 
entonces los primeros efectos que derivan de concebir a ésta como posibilitada por la 
relación regulatoria entre lo normal y lo anormal, donde éste último polo suscita la acción 
normalizante. Por otro lado -pero no menos importante pues mostrará la posible modalidad 
estratégica para pensar y propiciar un cambio en las formas de normalización imperantes– 
encontramos el efecto que lo rechazado propicia sobre la norma, o más bien habría que 
decir, el efecto constitutivo que lo anormal tiene respecto de lo normal. Esta segunda 
consecuencia no deja de tener relación con la primera, y habría que entenderla a la manera 
de su correlato necesario. 
Se ha dicho que el funcionamiento normalizante no reconoce límites que señalen la 
exterioridad que configura el espacio de la exclusión radical, es decir, el orden de lo no 
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reconocible, de lo impensable. Toda existencia en el horizonte social es susceptible de ser 
puesta, y de hecho está puesta, en relación con las normas, ya sea para mostrar su 
adecuación o su inadecuación al valor de norma y todos sus posibles grados de variación. 
Aquello que se supone como localizado fuera de la norma es, sin embargo, sólo inteligible 
por su relación negativa con el valor de la norma; es decir, lo que está “fuera” de la norma 
se halla no obstante, en relación con ella. Nos encontramos entonces ante el problema de la 
imposibilidad de replegarnos hacia un espacio no-normalizante. Ésta es también, la 
traducción del problema de la no exterioridad del poder de la que nos habla Foucault en 
repetidas ocasiones. De acuerdo a Judith Butler, todo tipo de práctica social es legible o 
puede llegar a ser legible, es decir, se halla por encima o puede llegar a sobrepasar el 
umbral de reconocimiento propiamente humano, en virtud de su relación con los valores 
que definen las prácticas consideradas normales. En Deshacer el género nos dice: 
La norma rige la inteligibilidad, permite que ciertos tipos de prácticas y 
acciones sean reconocibles como tales imponiendo una red de legibilidad sobre 
lo social y definiendo los parámetros de lo que aparecerá y lo que no aparecerá 
dentro de la esfera de lo social. La cuestión de qué significa estar fuera de la 
norma plantea una paradoja al pensamiento, porque si la norma convierte el 
campo social en inteligible y normaliza este campo, entonces estar fuera de la 
norma es, en cierto sentido, estar definido todavía en relación con ella. (Butler, 
2004, p. 64) 
Aun cuando algún hecho, práctica o subjetividad no se adviertan en el orden de 
percepción o comprensión consciente en el campo social, no por ello dejan de estar 
codificadas como “anormales” por la norma misma, es decir, como negadas al 
reconocimiento consciente. Los hechos que no se suscriben al valor de norma, y que por lo 
tanto no se localizan en el centro de la representabilidad social, no por ello son 
irreconocibles, son en todo caso no reconocidos. Dada su relación intrínseca con la norma, 
y su concomitante carencia de exterioridad respecto de ella, el polo de la a-normalidad es 
siempre susceptible de emerger de las tinieblas para exigir su afirmación sobre lo normal. 
Hay que recordar, siguiendo a Canguilhem, que la desvalorización que propicia la norma 
sobre un objeto que no se ajusta a su exigencia, es siempre reversible; pues la norma no 
expresa una necesidad natural o lógica, sino y solamente, una preferencia sobre otra. En Lo 
normal y lo patológico nos dice: 
La norma, al desvalorizar todo aquello que la referencia a ella prohíbe 
considerar como normal, crea de por sí la posibilidad de una inversión de los 
términos. Una norma se propone como un posible modo de unificación de una 
diversidad, de reabsorción de una diferencia, de arreglo de un diferendo. A 
diferencia de una ley de la naturaleza, una norma no condiciona necesariamente 
su efecto. Esto quiere decir que una norma no tiene sentido de norma mientras 
está sola y permaneces simple. La posibilidad de referencia y regulación que 
ofrece, incluye –por el hecho de que solo se trata de una posibilidad– la facultad 
de otra posibilidad, que no puede ser más que inversa. En efecto, una norma 
solo es posibilidad de una referencia cuando ha sido instituida o escogida como 
expresión de una preferencia y como instrumento de una voluntad de sustitución 
de un estado de cosas que decepciona por un estado de cosas que satisface. De 
este modo, toda preferencia de un orden posible es acompañada –la mayoría de 
las veces de una forma implícita– por la aversión de un orden posible inverso. 
(Canguilhem, 1966, p. 187-188). 
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97 
 
Y en general, lo que es diferente de la preferencia no es lo indiferente, sino lo 
rechazable, lo abyecto, aquello que no se mantiene quieto y a distancia de lo normal, sino lo 
que atenta en contra de la identidad, de los roles, de las instituciones aceptados. 
La norma, precisamente por ser norma y no ley, carece de necesidad. Es solamente 
una preferencia que ha ganado el privilegio de asumir su papel como valor de ajuste 
imperante. Por sí misma la norma no tiene efecto, aún más, una norma no existe si se le 
considera en su aislamiento abstracto, lo cual para el pensamiento es extremadamente 
arduo. De hecho, una norma siempre se manifiesta como profundamente recalcitrante al 
intento por abstraerla fuera de los objetos o prácticas en donde se manifiesta, es decir, en 
donde se expresa como capacidad de regulación y ajuste. El problema de la imposibilidad 
de abstracción de las normas, nos hace retornar de nuevo a su carácter inmanente; sobre 
esto Butler (2004) afirma: 
De hecho, la norma sólo persiste como norma en la medida en que se representa 
en la práctica social y se reidealiza y se reinstituye en y a través de los rituales 
sociales diarios de la vida corporal. La norma no tiene un estatus ontológico 
independiente; sin embargo, no puede ser fácilmente reducida a sus casos: ella 
misma es (re)producida a través de su incorporación, a través de los actos que 
tratan de aproximarla, a través de las idealizaciones reproducidas en y por esos 
actos. (p. 78). 
Así entonces, la norma no es nunca ontológicamente autosuficiente, no puede jamás 
depender de ella misma, no es exterior a sus formas fenoménicas; pero cada una de estas 
formas no constituyen tampoco la encarnación perfecta del valor de norma. Un caso 
individual no es nunca el caso normal absoluto; la norma pues, no se encuentra en algún 
lugar en su forma pura, sin residuo. El relieve propio de cada hecho, práctica o subjetividad 
que se han puesto en relación a la norma, es decir, que se hallan normalizados, muestra 
siempre una tensión que los desajusta y que los hace oscilar entre el valor ideal y lo 
rechazado por él. 
Como ya se ha afirmado en consonancia con Canguilhem, lo anormal suscita lo 
normal como acción regulativa; en este sentido, lo rechazado por la norma no cesa de 
constituirla permanentemente. Butler, siguiendo las tesis de Derrida (1972), ha insistido en 
la modalidad particular de este “exterior” de la norma, que no puede considerarse como un 
exterior absolutoy radical, sino como un exterior constitutivo de una interioridad que se 
corresponde con el valor de normalidad. Anteriormente se ha afirmado que la norma no 
tiene exterior, pero es necesario aclarar en este punto que la norma no tendría un exterior en 
el sentido de que no poseería un exterior absoluto; sin embargo, es lícito pensar que la 
norma se relaciona con un exterior constitutivo, el cual se identifica con las figuras variadas 
de la anormalidad, pero también con todas aquellas formas y representaciones que a lo 
largo de la historia han sido excluidas del reconocimiento social normal. El ser del hombre, 
la sustancialidad de la verdad y del saber, así como lo que las grandes instituciones que 
legislan la vida en occidente y la sociedad que conocemos, son y han sido, no se 
comprenden como formas naturales y metahistóricas, formas prístinas siempre iguales a sí 
mismas en su soberanía plena, sólo quizá distorsionadas por el error y la superstición; todo 
ello se configura, se articula en su positividad como norma por la acción constitutiva de 
aquello que no se le identifica, que se le escapa, lo que quiere decir que todas aquellas 
formas aceptadas derivan de la acción de un poder que se delinea como norma en su efecto 
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regulador. Lo excluido no es plenamente negatividad, sino factor constituyente de lo 
reconocible como interioridad en el campo de lo humano. En torno al problema del 
imperativo sobre la sexualidad que instituye las formas reconocibles y materiales de lo 
masculino y lo femenino, Butler (1993) nos dice: 
Por lo demás, este imperativo, este mandato, requiere e instituye un “exterior 
constitutivo”: lo indecible, lo inviable, lo inenarrable que asegure (y que, por lo 
tanto, no siempre logra asegurar) las fronteras mismas de la materialidad. La 
fuerza normativa de la performatividad –su poder de establecer qué ha de 
considerarse un “ser”– se ejerce no sólo mediante la reiteración, también se 
aplica mediante la exclusión. Y en el caso de los cuerpos, tales exclusiones 
amenazan la significación constituyendo sus márgenes abyectos o aquello que 
está estrictamente forcluido: lo invivible, lo inenarrable, lo traumático. (p. 268). 
Esta negatividad constitutiva puede desbaratar la consistencia del interior reconocible 
de lo humano; puede efectuar, mediante un retorno abrupto, un reordenamiento de las 
categorías inteligibles de lo normal. En esta posibilidad de comunicación entre el interior y 
el exterior normalizante se cifra el carácter preferencial de la norma. 
Es importantísimo hacer notar las consecuencias que tiene el hecho de expresar a la 
norma en el sentido de una preferencia y no de una necesidad. Generalmente, las normas, 
aquellas que no son articuladas de forma plenamente consciente por los individuos
2
, 
aquellas que son reproducidas en su acción misma, se resisten a ser pensadas como meras 
preferencias, y por lo tanto, como susceptibles de ser sustituidas por otras. Sin embargo, 
sería erróneo suponer que la instauración de una preferencia normalizante por encima de 
cualquier otra, deriva de una deliberación individual o consensuada, y sobre todo 
consciente. Por supuesto, la aseveración anterior vale para aquellas normas cuya expresión 
se presenta en su forma más insidiosa y menos perceptible; como ya se ha mencionado, 
muchas normas se establecen por la acción voluntaria de sujetos e instituciones, pero cabe 
suponer que éstas no son las más importantes en el campo de la acción política pues sus 
efectos son fácilmente localizables y por lo tanto mudables. En cambio, la voluntad que 
instaura aquellas normas cuyos efectos alcanzan su máximo despliegue y que se resisten a 
ser representadas en el campo de la conciencia, no puede suponerse como emanada de 
algún sujeto individual, de alguna conciencia pensante y deliberadora. Se localiza en este 
punto la originalidad del pensamiento foucaultiano, pues para el autor de la Historia de la 
sexualidad, la voluntad que instaura poderes y saberes, la voluntad que configura el campo 
y el efecto de normalización, no tiene ningún rasgo humano. Es el poder en su forma actual, 
es decir, las relaciones de fuerzas en su funcionamiento mismo -las cuales no se 
corresponden necesariamente con algún sujeto o algunos sujetos– las fuentes incesantes e 
imprevisibles de donde solamente a posteriori, se ofrecerá al pensamiento el desciframiento 
de una voluntad que impone un cierto estado de cosas. Es el movimiento de las fuerzas lo 
que engendra la valoración normativa, no desde un antes, ni desde un más allá anterior a 
sus efectos, sino únicamente en su funcionamiento actual. Una “voluntad de saber” que se 
 
2
 Existen sin embargo, normas que son fácilmente pensables y representables ya que su institución deriva de 
una decisión, de una deliberación consciente, entre ellas por ejemplo, algunas normas gramaticales, 
industriales o económicas que se configuran a manera de enunciaciones asequibles para todo el mundo. Se 
sabe por ejemplo, que un kilogramo se conforma de 1000 gramos, que el número 5 denota una calificación 
reprobatoria en el contexto académico, que después de un punto siempre se comienza a escribir con una 
mayúscula, etc. 
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examina como una historia política de la verdad sobre la sexualidad en el primer tomo de la 
Historia de la sexualidad, torna evidente el carácter impersonal de dicha voluntad. Al 
respecto Macherey (2009) nos dice: 
En efecto, este trabajo esclarece la noción de una voluntad de saber que da su 
título a la obra: si no hay saber sin una “voluntad” que lo sostenga –
evidentemente no se trata aquí de la voluntad de un sujeto-, ello se debe a que el 
discurso de verdad que Foucault trata de pronunciar no se refiere a la 
representación neutralizada de un contenido de realidad que sea anterior a él, 
sino que se afirma por el contrario en él la misma voluntad o la misma 
necesidad que produce también su objeto en una forma de “poder-saber”, en la 
que estos dos aspectos, poder y saber, coinciden absolutamente. (p. 173). 
Los sujetos padecen esta voluntad, son ellos mismos su expresión y no su origen, lo 
cual impide precisamente que las normas sean asequibles al pensamiento de forma 
inmediata y en su abstracción. Cuando una norma no puede ser pensada en su estatuto de 
norma se confunde con una ley natural y se le atribuye necesidad natural, es decir, se le 
considera como la única forma posible, la forma legal y absoluta, en la cual un fenómeno 
de la realidad puede manifestarse. La forma natural de la cosa y su manifestación 
normalizada se confunden obliterando toda posibilidad de considerar que dicha 
manifestación solamente expresa una posibilidad entre otras, posibilidad ésta que ha ganado 
primacía a la manera de una preferencia y nada más. Butler advierte que la definición 
hegemónica del “género”, entendido como el binomio que engloba lo masculino y lo 
femenino, es una norma coyuntural particularmente exitosa en cuanto se presenta bajo la 
ilusión de naturalidad; de tal suerte que el género se asume como siendo naturalmente 
expresable en sus dos únicas formas posibles: la mujer y el hombre, mientras que toda otra 
forma “intersticial” no se ajusta, y queda por lo tanto fuera del concepto de género. El 
concepto binomial del género es entonces para Butler, un ejemplo privilegiado –que no 
único-, del exitoso artilugio por el cual la norma se inviste con las cartas de nobleza de la 
sustancialidad natural: 
Asumir que el género implica única y exclusivamente la matriz de lo 
“masculino” y lo “femenino” es precisamente no comprender que la producción 
de la coherencia binaria es contingente, que tiene un coste, y que aquellas 
permutaciones del género que no cuadrancon el binario forman parte del género 
tanto como su ejemplo más normativo…El género es el mecanismo a través del 
cual se producen y se naturalizan las nociones de lo masculino y lo femenino, 
pero el género bien podría ser el aparato a través del cual dichos términos se 
deconstruyen y se desnaturalizan. (Butler, 2004, p. 70). 
No bastará ningún tipo de fundamentación racional para justificar la instauración de 
una norma por sobre otras. Lo cierto es que en la mayoría de los casos, las normas no 
pueden justificarse en último término por la vía de la argumentación racional, sino que no 
dejan de manifestar se carácter impositivo y contingente. Muy a pesar del carácter 
científico que se le pretenda atribuir a una norma –el cual siempre es cuestionable-, su 
rostro muestra siempre a primera vista su perfil político o polémico, como diría 
Canguilhem. Por ello, las disciplinas que conforman los saberes sobre el hombre o el 
biopoder apoyado en las ciencias de vida, poderes proverbialmente normalizantes, muy a 
pesar de su pretensión racional, funcionan y constituyen sus campos de intervención de 
forma esencialmente política. Así entonces, el estatuto polémico de las normas deja ver su 
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función coaccionante, pero descubre al mismo tiempo la posibilidad de su propia 
subversión. Tal como lo dice Butler (1993), la norma es agente de naturalización de una 
cierta práctica social, pero puede fungir como el detonante de su propio trastocamiento. En 
consonancia con el ríspido problema foucaultiano acerca de las posibilidades efectivas de 
lucha política en el contexto de un poder que aparentemente carece de una exterioridad, 
surge ahora la pregunta concomitante en torno a las posibilidades de subvertir un sistema de 
normas hegemónicas, es decir, el problema acerca del modelo estratégico en virtud del cual 
puede propiciarse una remoción y rearticulación de la red normalizante. 
Dado que las normas no poseen un exterior radical, sino solamente un exterior 
constitutivo que podernos identificar con lo rechazado, lo forcluido, lo anormal, lo abyecto, 
etc., es lícito colegir que la consistencia del interior positivo que instaura la verdad del ser 
del hombre, depende, y no de manera menor, de su relación con esa exterioridad. Por lo 
tanto, la subversión de las normas no puede propiciarse sino en virtud de la impugnación a 
la que se ven sometidas por el retorno de lo que fue rechazado hacia las antípodas de su 
propio reconocimiento, aquello que no fue nunca aniquilado, sino sólo desterrado del 
adentro. En todo lo anterior no hacemos nada más que reafirmar la postura de Canguilhem, 
quien supone que la norma no es primitiva y esencial, sino que deriva de la relación 
normalizante como efecto de corrección sobre una existencia anormal que la suscita. Toda 
posible desviación respecto de las reglas, se cifra en el contexto mismo de la relación de 
normalización, nunca en un espacio de absoluta diferencia. Guillaume Le Blanc (1998), 
sintetiza esta postura canguilhemiana: 
En el marco de esta hipótesis, la desviación se manifiesta en el interior de las 
propias reglas. La desviación suscitada por la regla la modifica. No obstante, las 
reglas no determinan de antemano la desviación: ésta surge cuando se ponen a 
prueba normativamente las reglas. La formación del sujeto está condicionada 
por esa capacidad normativa de la desviación. (p. 80). 
Se torna notable un hecho que se manifiesta en el contexto de la lucha política actual 
y que muestra el modo de operación más peligroso de la norma. En aras de las premisas de 
un humanismo exacerbado que no deja de afirmarse en la sociedad moderna, el 
pensamiento occidental propicia su propia inflación interna, introduciendo en sus límites 
toda posible diferencia. Las políticas de la igualdad y las luchas contra la discriminación 
social, racial, de género, etc., derivan, en muchos casos, en una especie de voracidad, de 
integración devoradora de las diversidades en el todo difuso de lo reconocido y 
representado como normal. Esta integración no se iguala de ninguna forma con el 
reconocimiento real de la diferencia, el cual siempre ha de producir una variación en las 
categorías de la interioridad inteligible. La incorporación acrítica de lo diverso en el campo 
de lo normal no produce sino un reforzamiento de la dinámica política dominante, pero 
jamás su transformación verdadera. De ahí por ejemplo, que un gran sector de lucha 
perteneciente al heterogéneo movimiento rotulado como “feminismo”, derive en una 
reafirmación de las estructuras de dominación masculinas. La exigencia de igualdad no 
implica necesariamente la tensión simbólica necesaria e inevitable para efectuar una 
subversión del orden normalizante imperante. Butler (1993) afirma la necesidad de 
concebir la lucha política en su pleno sentido subversivo: 
La representabilidad radical e incluyente no es el objetivo último: incluir, hablar 
como, abarcar toda posición marginal y excluida dentro de un discurso dado es 
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proclamar que un discurso singular no tiene un límite, que puede incorporar -y 
lo hará– todos los signos de la diferencia. Si hay una violencia necesaria al 
lenguaje de la política, el riesgo que implica esa violencia bien puede engendrar 
otro riesgo: el de que comencemos a reconocer, interminablemente, sin 
vencerlas –y, sin embargo, sin llegar a reconocerlas plenamente-las exclusiones 
a partir de las cuales actuamos. (pp. 91-92). 
Las palabras “violencia”, “lucha”, “tensión”, no deben suponer, en el contexto de la 
reflexión sobre las normas a la que aquí se conmina, un mal evitable; antes bien estas 
palabras denotan la naturaleza misma de la relación que se establece entre las fuerzas. El 
trastrocamiento de un orden normal no puede efectuarse sino a condición de la violencia 
que implica la lucha entre lo normal y lo excluido constitutivo, lucha que no se emprende 
desde una alteridad radical, sino en la relación de normalización. El resultado de esta lucha 
será la instauración de un nuevo sistema de normas, configuradas a partir de las figuras que 
no habían encontrado representabilidad en el sistema previo. Por lo tanto, el juego de la 
lucha, de la imposición y la subversión de las normas, es decir, el juego de la política como 
tal, recomenzará una y otra vez, y jamás se encontrará una justificación plenamente 
racional o científica para legitimar de forma absoluta un estado de normas que pudiera 
considerarse el último y el mejor. En todo caso, el mayor riesgo de dominación que las 
disciplinas y el biopoder deparan, se manifiesta en la insidiosa autentificación, por la vía de 
la naturalización, de sus saberes y de sus prácticas. Hay que recordar que una norma que se 
ha legitimado –siempre de forma espuria– como una ley natural, ha alcanzado su mayor 
poder de coacción y su máxima estabilidad porque ha logrado disimular su carácter 
contingente e histórico, y por lo tanto, se ha colocado al margen de la lucha política, es 
decir, se ha naturalizado. 
Para finalizar, se pueden sintetizar las características de la norma en su contraposición 
con la ley de acuerdo a lo señalado por Michel Foucault, en una entrevista del año de 1976 
acerca del experto médico-legal (Morey (comp), 1981, p. 11-12). En primer lugar, mientras 
que la ley establece una partición sagital entre dos campos irreductibles, el de lo legal y lo 
ilegal, la norma se halla constituida por un sistema de gradaciones variables. Luego, la ley 
tiene jurisdicción de intervención sólo en caso de su infracción, mientras que la norma 
interviene en cualquier aspecto y momento de la existencia de los sujetos, los cuales no 
requieren cometer alguna infracción para entrar en relación con la norma. En tercer lugar, la 
ley interviene sólo cuando

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