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175 Las humanidades, lo público y la universidad Pablo Oyarzún Universidad de Chile Estamos habituados a que el debate sobre lo público y lo privado en educación, y particularmente en educación superior, se enfoque desde el punto de vista de los bienes públicos. En tiempos recientes y hasta hoy mismo hemos asistido a discusiones más o menos álgidas en que la reclamación acerca de los deberes exclusivos, prioritarios o preferentes que tendría el Estado hacia universidades que son de su propiedad (o al menos la especial preocupación por ellas que debiera demostrar y gestionar concretamente), porque en ellas ha depositado la misión de producir tales bienes, es rebatida sustantivamente ale- gándose derechos que tendrían todas las instituciones de educación superior, sobre la base de la satisfacción de ciertas exigencias, a parti- cipar de los recursos del Estado (bajo cualquier fórmula y modalidad que se quiera), puesto que ellas contribuyen activa y positivamente a la generación de esos mismos bienes. Evidentemente, esta recusación gira en torno a la idea de que el conocimiento, y en general los bienes públicos, son producidos más o menos indistintamente por agentes públicos y privados, a lo que se suma como otra objeción central la de que no habría manera de justiicar unívocamente la ecuación entre lo público y lo estatal. Un elemento adicional sazona el debate cuando se arguyen factores de ca- lidad y eiciencia comparativas para demostrar que la mira está muy mal puesta cuando se la dirige exclusivamente a lo que, a in de cuen- tas, acaba por revelarse como un obsoleto prurito estatista. Estas discusiones son particularmente complejas, porque nadie está huérfano de razones a la hora de practicar la esgrima de la polé- 176 PABLO OYARZÚN mica. Pero, a su vez, la misma complejidad parece ser razón suiciente para no internarse demasiado en el embrollo de esas razones, so pre- texto de no quedar atrapado en la mera especulación, de modo que se estima más prudente y procedente suspender el juicio sobre el fondo del asunto y apuntar al repertorio de estrategias y de acciones con las cuales intervenir positivamente en un estado de cosas dado, particu- larmente si este enseña insuiciencias lagrantes: un estado de cosas que, en este caso, es el variopinto escenario de instituciones de edu- cación superior del país, numéricamente engrosado desde comienzos de los ochenta, habilitado en su ejercicio de la manera más diversa, heterogéneo desde muchos puntos de vista, vinculado a múltiples in- tereses, crecientemente poblado merced a la acentuada ampliación de la cobertura y notoriamente falto de organicidad. Se apunta, pues, a las políticas (públicas, obviamente), pero se sus- pende el juicio sobre el fondo del asunto, que, la verdad, nada tiene de meramente especulativo, sino que es, en su genuina talla y densidad, político en el sentido esencial de la palabra. Así, pues, priman las po- líticas, no la política; y ocurre que es precisamente la política la que debe decidir (y, para ello, aportar los criterios de la decisión) sobre las políticas. A falta de la primera (no tanto porque no la haya de pla- no, sino porque simplemente se la presume, como si alguna vez, en estos últimos treinta años, hubiésemos sido partícipes de un debate nacional y ciudadano sobre lo que el país y su pueblo requieren de la educación y como educación), a falta de la primera, digo, campean las segundas y, con ellas, los hacedores de políticas, expertos y técni- cos, que en cuanto gravitan sobre lo que en deinitiva se decida como estrategia y curso de acción asumen el lugar vacante de lo que debe conectar a la política con las políticas. No es improbable que ese lugar sea, precisamente, lo público. Tengo para mí que este es un problema muy central en Chile: la ausencia de la política (en los términos que he tratado de sugerir) lleva a que los individuos que están ubicados en lugares pivotales de la toma de decisiones tiendan a suplir la vacancia con sus com- petencias técnicas (cuando no con sus experiencias e inclinaciones personales) y a operar desde una idea o imagen de sistema que no va 177LAS HUMANIDADES, LO PÚBLICO Y LA UNIVERSIDAD más allá de lo que buena o malamente puedan alcanzar con sus indi- viduales facultades y, desde luego, a partir de sus inscripciones ideo- lógicas y sociales. Esto equivale a una privatización de la génesis de las políticas públicas, respecto de la cual no veo que se maniiesten las inquietudes que debieran estar a lor de piel. Así como el pano- rama general es de una evacuación de la política por los criterios meramente técnicos (que siempre son indispensables en el proceso de formulación de las políticas, pero no se los puede identiicar con este, porque carecen del horizonte que solo la política puede abrir), no puedo dejar de reconocer que he visto a determinadas personas, en determinados puestos, empeñarse denodadamente por orientar en un sentido público con fuerte sello democrático y altas exigen- cias de calidad un determinado órgano vinculado a la implementa- ción de estrategias de desarrollo en educación superior: el problema es que no pueden contar para ello con las espaldas institucionales requeridas ni tienen garantía de continuidad en su acción. Y así, a propósito de la objeción dirigida contra la ecuación entre lo estatal y lo público, objeción que bien merece tratamiento, porque lleva fuer- za, cada uno de esos ocupantes de lugares pivotales empuja lo que mejor le parece, sobre una base exigua y precisamente no pública, en pro o en contra de la objeción, rematando todo ello en algún tipo de negociación que termina sepultando, al menos para el presente, la posibilidad de prestar oídos, por ejemplo, a lo que está implicado en la ecuación, no descriptivamente, sino en términos de exigencia y de demanda. Lo que no se puede negar es que en años recientes se ha expandido un debate acerca de lo público y lo privado en relación con la edu- cación (en general, y particularmente la educación superior), y que ese debate ha dado muestras de cambios relevantes, quizá no tanto en las respectivas deiniciones de esas esferas, sino más bien en la oscilación de su frontera. El problema para nosotros es que, mientras en los países desarrollados la clase política y los altos administrativos públicos son en buena parte ilustrados, con lo que comparativamente contamos en Chile (y la verdad es que no pienso solo en la clase políti- ca, sino también en la empresarial y en la clase profesional con poder 178 PABLO OYARZÚN de decisión) delata una cuota no despreciable de ignorancia que suele ir unida a la ufana conianza en las propias y precarias opiniones y creencias. Modernidad: conocimiento y seguridad Vuelvo a lo que empezaba a decir. Mencionaba que el debate sobre lo público y lo privado en educación superior tiende a centrarse, en- tre nosotros, en la cuestión de los bienes públicos. Y ocurre que, en términos generales, se considera o se entiende que el conocimiento sería acaso el más público de los bienes, debido a que –en principio, y visto desde la perspectiva de la economía– es (para emplear la fór- mula estándar) no rival y no excluyente, en términos de que, por una parte, el uso o consumo de un bien por un determinado individuo no impide su uso o consumo por otros y, por otra, que no se puede (o al menos es altamente difícil) limitar el acceso a un determinado bien. Por supuesto, el principio, sin quedarse simplemente en eso, admite muchas, demasiadas excepciones en el caso que aquí interesa. No solo porque el conocimiento siempre ha sido un ingrediente de estatus y de elite y haya estado asociado múltiplemente con formas restricti- vas o esotéricas. Es que, particularmente en el contexto actual, pero con largo arrastre en varios ítems, las restricciones son abundantes, partiendo por los lenguajesespecializados, las condiciones de acre- ditación como miembro válido de una comunidad de conocimiento, los costos asociados a la disponibilidad de los saberes bajo cualquiera de las formas que ella pueda asumir, los efectos de los derechos de propiedad intelectual, las patentes y registros, y yo diría muy especial- mente la notable expansión del secreto como forma de existencia del conocimiento en la sociedad globalizada contemporánea. Estos condicionamientos deben ser particularmente tomados en consideración sobre todo si estamos dispuestos a conceder lo que sostienen diversos diagnósticos y análisis prospectivos sobre los pro- cesos histórico-sociales del presente, esto es, que en la época de la tardía modernidad y de la globalización se ha producido un tránsito de envergadura y consecuencias mayores desde la sociedad industrial a la sociedad del conocimiento. Una transformación de esta natura- 179LAS HUMANIDADES, LO PÚBLICO Y LA UNIVERSIDAD leza y de tal envergadura cambiaría dramáticamente el eje sobre el cual se ha construido y conigurado el mundo moderno, sin que ello suponga un cambio de época, sino, acaso, una radicalización de lo que ese mismo mundo albergaba en su seno desde su incepción. La radi- calización, eso sí, tiende a ser vivida por los sujetos como un cambio de época, o como su víspera. En todo caso, el punto es que semejante transformación trae consigo el hecho de que el conocimiento, su gene- ración, acumulación, difusión y utilización han pasado a ser el factor más importante para el desarrollo y, por consiguiente, la principal inversión social. Por consiguiente, ha de entenderse que los avances y los logros en todo orden a que las sociedades puedan acceder en los tiempos venideros dependerán esencialmente –como ya dependen desde hace algunas décadas– de su capacidad para asumir y orientar las trans- formaciones que acompañan a la expansión de la sociedad del cono- cimiento, y esto quiere decir, necesariamente, de su capacidad para organizar y administrar de la manera más eicaz y eiciente todos los recursos (humanos, institucionales, materiales) asociados a la produc- ción, la transferencia, la circulación y los usos del conocimiento. Consecuencia de todo esto es que el advenimiento de la sociedad del conocimiento plantea interrogantes fundamentales sobre la de- terminación del conocimiento mismo. Una de ellas concierne ob- viamente a su calidad de bien público y a su eventual promoción en dicha calidad, lo cual dista de estar garantizado y mucho menos resuelto. Basta observar la tensión aguda entre la expansión del dis- positivo de comunicaciones e información y los crecientes niveles de acceso de la población al mismo, que pareciera sugerir una de- mocratización de los medios de conocimiento, por una parte, y, por otra, la progresiva concentración del control y administración de ese dispositivo, con el consiguiente condicionamiento de tales medios y del acceso a ellos. Sin entrar aún en la discusión de dicha calidad, la pregunta por la determinación del conocimiento en el contexto del advenimiento de la sociedad del conocimiento naturalmente repercute de la manera más poderosa sobre la institución universitaria y, en general, sobre el 180 PABLO OYARZÚN sistema de educación superior. Es obvio que de la signiicación cen- tral del conocimiento siguen oportunidades notables no solo para esa institución, en la medida en que sigue considerándosela como un ór- gano fundamental en la producción de conocimiento. Por supuesto que esto también acarrea para ella desafíos de gran envergadura que, si no son asumidos creativamente, pueden poner en riesgo la entidad misma de lo que conocemos bajo el nombre de universidad: no es inverosímil sostener que esta se encuentra en una fase transicional y global de crisis al comienzo del siglo XXI. Por ello, en el caso de las universidades y, en general, de los establecimientos educacionales, esos desafíos exigen modiicaciones estructurales y operativas que permitan su proyección eicaz en el nuevo contexto. Las tendencias contemporáneas de la globalización indican al menos tres caracterís- ticas que es preciso tener en cuenta: primeramente, la educación va en vías de convertirse –y hasta cierto punto se ha convertido ya– en la principal inversión tanto desde el punto de vista individual como social, extendiéndose en proceso continuo durante toda la llamada vida útil de las personas; en segundo lugar, por lo que concierne a la educación superior, el sistema universitario tenderá a constituirse en grandes redes internacionales, acentuando la importancia de las tec- nologías de información y comunicación y la génesis de comunidades virtuales de conocimiento; por último, el sistema social del trabajo exigirá condiciones de competencia y de empleabilidad que privile- gien la lexibilidad, la innovación, el manejo de lenguajes y nociones diversas y la capacidad de adaptación a circunstancias cambiantes, e impondrá ritmos intensos de movilidad laboral. Es esto mismo lo que lleva a preguntarse por la signiicación que pueden llegar a tener o que tienen ya las formas de producción y de acceso al conocimiento y las condiciones que puedan estar asociadas a ellos. Es lo que empezaba a decir: asistimos, por una parte, a una ex- pansión sin precedentes de los recursos tecnológicos de información y comunicación que permitirían ampliar de manera exponencial e irrestricta el acceso al conocimiento, así como también la interven- ción en sus procesos de generación; por otra, a una poderosa contrac- ción del alcance y uso de esos recursos. Lo que esto implique para el 181LAS HUMANIDADES, LO PÚBLICO Y LA UNIVERSIDAD carácter público del conocimiento y para su determinación principal u originaria está en el núcleo de aquella pregunta. Permítaseme aven- turar un bosquejo sobre ese carácter y esa determinación en lo que creo es la forma fundamental que nos concierne. La idea de que el conocimiento es un bien esencialmente público (o que debe serlo) es ilustrada en su origen y moderna en su convo- catoria y destino. Ciertamente, esta idea debió soportar desde sus primicias una tensión interna que, en buena medida, fue su principal empuje y, de un modo u otro, lo que pudo mantener viva por tiempo no despreciable la promesa que en ella iba encerrada, su promesse de bonheur, dicho literalmente. Era una tensión, diría, cuatripartita, articulada en dos pares virtualmente discordantes: por una parte, la tensión entre la unidad del conocimiento y su progresiva especializa- ción; por otra parte, la tensión entre la fe en su potencial emancipa- dor y sus múltiples empleos en el reforzamiento de las estructuras y mecanismos de dominación. La tensión determinó una concepción recursiva de la dinámica del conocimiento (algo distinto, por cierto, de la linealidad del progreso, algo muy distinto que solo la dialéctica pudo pensar), como único modo de retener la promesse en medio de sus frustraciones. Pues, en efecto, ya las más tempranas evidencias de esa tensión comenzaron a quebrantar las formas más simples de la fe en la promesse, que intentaban concebir el despliegue del co- nocimiento en la historia y, de ese modo, su contribución esencial al desarrollo de la especie humana, y obligaron a pensar de mane- ra más compleja la historicidad del conocimiento, incorporando en ella lo que se podría llamar la política de los intereses. El concepto de una dinámica recursiva permite preservar en todo momento del desarrollo epistémico, de sus aplicaciones y efectos, aun allí donde estos se muestran perniciosos, la vocación de universalidad que se postula como su principio inalienable, y es precisamente esta voca- ción de universalidad, conjugada históricamente, la que apunta más allá de todo interés particular que reclame para sí prerrogativas sobre el conocimiento mismo, incorporando ensu horizonte, como premi- sa inmanente, la universalidad humana, que tiene en lo púbico su expresión inequívoca. 182 PABLO OYARZÚN Pero aun así, si se piensa que el carácter público del conocimiento corresponde a la vocación original del proyecto de la modernidad, es preciso atender a que este mismo proyecto presupone de manera dominante (digamos, desde Bacon y Descartes) cierta funcionalidad del conocimiento que lo vincula esencialmente con la seguridad de la vida, como si esta fuese la condición primaria bajo la cual se hace posible concebir la íntima relación entre universalidad del conoci- miento y la universalidad de lo humano. Desde este punto de vista, la publicidad del conocimiento no radica en su propia estructura y di- namismo, sino en su uso y aplicación, en sus efectos y consecuencias, al punto de que la misma promesse de bonheur –la vinculación de conocimiento y felicidad– está mediada y condicionada por la fun- cionalidad que el conocimiento satisface en vista del aseguramiento de la vida. Es lo que se deja concebir, a lo largo de toda la época moderna, desde sus primicias, como la destinación técnica del cono- cimiento, siempre en tensión con la incondicionalidad de este como rasgo originario. Tal destinación es, por cierto, un condicionamiento: conocemos para estar seguros, para aumentar nuestro control sobre las condiciones que afectan a nuestra existencia. Todo ocurre como si la seguridad fuese el requisito irreemplazable del bonheur; solo que el requerimiento de seguridad nace del miedo, y no hay modo de reunir miedo y felicidad. El punto que vengo de comentar no es menor, porque cuando se habla del conocimiento como un bien, y desde luego como un bien público, es indispensable esclarecer cuál es la determinación del co- nocimiento que se supone en lo que se airma, es decir, cómo y bajo qué premisas se concibe y se entiende lo que en ese contexto lla- mamos conocimiento, porque esas premisas serán también las que lo caliiquen con bien. En lo que atañe a lo que he esbozado, cabría decir que seguridad, control y recursividad son las características centrales del tipo de conocimiento que alienta el proyecto moderno, y que siguen siendo determinantes para su isonomía actual y para la llamada sociedad del conocimiento. Su referencia a lo público, así como su mismo carácter de bien público, parece estar siempre me- diada, condicionada. 183LAS HUMANIDADES, LO PÚBLICO Y LA UNIVERSIDAD Las humanidades: un conocimiento (de lo) inseguro Si se concede que no están mal descritas las características de la llamada sociedad del conocimiento que esbozaba en la sección an- terior y se admite que, no siendo su lista exhaustiva, es al menos re- presentativa, se sigue que, estando ellas plenamente en curso, han de traer consigo, obviamente, consecuencias, desafíos y problemas de envergadura mayor, que no solo afectan a la institución universitaria sino a todo el orden social. Considérense, a este respecto, los efectos que acarrea la globalización (que ciertamente no es solo un fenómeno económico, sino también cultural –y social, y político–, y que tiene re- laciones estrechas con el despliegue de la sociedad del conocimiento). Si solo se piensa en la institución universitaria, se debe tener en cuen- ta, por ejemplo, que los procesos de una internacionalización abierta y no regulada, acompañada del incremento de la virtualidad en la co- municación y transferencia de conocimientos, traen consigo riesgos de calidad y de pertinencia. Pero si se mira más allá, al plano amplio de lo social, no puede sino advertirse el impacto que produce una per- meabilidad cultural indiscriminada, que induce, como contraparte, procesos agudos de tribalización, todo lo cual suscita graves diiculta- des en la construcción de identidades, en las formas de comunicación y en el procesamiento de la diversidad. Luego están las tendencias al empobrecimiento, la atroia o la desintegración de la comunidad, por la presión que sobre la articulación social ejerce una dinámica domi- nada exclusiva y irresistiblemente por las imposiciones del mercado, como agente prioritario de socialización. Si estos trazos no son suicientes, bastaría con extenderse un poco más en la descripción de este contexto para advertir que es obvio el papel que le cabe a las humanidades en la deinición y generación de estrategias para abordar las transformaciones de la sociedad contem- poránea, tanto en el plano individual y subjetivo como en el plano social. Las interpretaciones del contexto abundan y pueden ser en al- gunos casos relativamente incompatibles, en otros complementarias. Yo tiendo a pensar que lo que aquí estoy llamando el contexto se ha anunciado desde hace mucho, y que contamos también desde hace mucho con visiones agudas de esos anuncios. Pienso, por ejemplo, 184 PABLO OYARZÚN en lo que me inclinaría a llamar los vectores de la aceleración y de la complejidad como rasgos y dinámicas esenciales de lo moderno, siendo Hölderlin y Hegel, en el paso del siglo XVIII al XIX, quienes primero los reconocieron y articularon conceptualmente; pues bien: esos vectores, que hoy por hoy tenemos todos a la vista y que han sido objeto de copiosos análisis en diversos órdenes del discurso teórico y crítico, marcan bien los problemas fundamentales que se afrontan en el contexto actual, no solo en el plano de la administración y ma- nipulación de la realidad, sino también, y sobre todo, en el plano de la construcción de mundo y en la apertura de horizontes de existen- cia histórica. Y es que los vectores mencionados provocan inevitable- mente rangos crecientes de inestabilidad, tanto en la vida individual como colectiva, y acrecientan la incertidumbre. Las humanidades tienen larga experiencia –y rica memoria– en la comprensión de los fenómenos que se asocian a la gravitación incon- trarrestable de tales vectores y favorecen la capacidad para re-orientar los modos de pensar e interpretar sus efectos, generar los modelos correspondientes e identiicar las respuestas emergentes al cambio agudo de las circunstancias. De hecho, su nacimiento y renacimien- to (en momentos fechables y documentables) han estado asociados a sismos de la mayor envergadura en los modos de representarse el ser humano su propia inserción en el mundo. En este orden, puede decirse, como característica fundamental, que lo propio de ellas, en su estatuto de disciplinas y de enseñanzas, es formar capacidades de comprensión y operación de textos comple- jos, sean estos lenguas, discursos, comportamientos, formas de vida presentes y pretéritas, vestigios históricos, obras, costumbres, insti- tuciones y, desde luego, los mismos agentes de esta multiplicidad, los seres humanos. Estas capacidades no tienen solo una consistencia es- pecializada; es propio de las humanidades resistir la especialización aun en el ejercicio más astringente de su interrogación y sus métodos. Mantienen siempre abierta la perspectiva, la mirada de lo general, la interrogación del contexto, vinculándola con la percepción de lo singular y diferente; así como resisten la especialización, resisten tam- bién la homogeneidad. Es precisamente esto lo que las hace tan reco- 185LAS HUMANIDADES, LO PÚBLICO Y LA UNIVERSIDAD mendables no solo para quienes hacen suya la opción de cultivar esas capacidades, sino también para toda persona, y que se insista en su inclusión como ingrediente insustituible en todo proceso formativo: no se trata meramente de cultura o, peor, de cultura general, sino que lo crucial es el contacto con las estrategias y estilos epistemológicos que son propios de las humanidades. Estas estrategias y estilos, que desde ya familiarizan a las humani- dades con la lectura lúcida y no reductora de la complejidad y diver- sidad de las formas de vida y de sus expresiones, favorecen también la confrontación creativa conla aceleración de las transformaciones sociales, culturales, políticas y económicas; estimulan la experimen- tación de nuevas formas de apropiación y coniguración de la reali- dad, y adiestran en el manejo de la incertidumbre como proceso de construcción de subjetividades. En el último tiempo hemos asisti- do a cierta revalorización de las humanidades que principalmente ha tenido en cuenta, de maneras muy diversas y no siempre con la precisión o conceptualización deseable, los factores y rendimientos que he venido consignando. Una mínima base de comprensión, que sigue siendo extrínseca, porque no se establece a partir de la expe- riencia concreta de la relexión y la investigación en estos campos, y que por eso mismo tiene que hablar en un idioma que sea audible para las formas dominantes de administración de la realidad, una mí- nima base de comprensión, digo, lleva hoy a entender que el capital cultural de un país y la versatilidad de respuesta de sus habitantes a la variedad y alternancia de escenarios vitales e históricos, capital y versatilidad que dependen fundamentalmente de la familiaridad con la riqueza de los comportamientos y los discursos que es propia de estas disciplinas, inciden más en el desarrollo –no solo humano, sino también económico – de un pueblo que la suma de capacidades técnicas que este posea. Hablo de estrategias y estilos, hablo de disciplinas, acentuando la idea de un pluralismo epistemológico; este, sin embargo, no debe en- tenderse en el sentido de una dispersión metodológica. El pluralismo en cuestión no es sino la consecuencia esencial de una disposición unitaria y originaria que cruza todos los modos de pensamiento y 186 PABLO OYARZÚN todas las prácticas de las humanidades. Esta disposición, anterior a la constitución de objetos de estudio, y por eso esencialmente pre- objetiva (lo que se suele confundir con un presunto subjetivismo), lleva el triple sello de una apertura a la existencia, a la alteridad y a la diversidad. Para empezar, caracteriza a las humanidades la vinculación temá- tica entre conocimiento y existencia: el conocimiento se experimenta como un principio de transformación de la existencia, lo cual expone a esta, en el momento del hallazgo, de la invención, a una vulnerabi- lidad y, por eso mismo, una alterabilidad esencial, que repercute en todos los órdenes de dicha existencia: individual, grupal, social, etc. Ese principio de transformación –es decir, que en el conocimiento propio de las humanidades no solo importa lo que se conoce, sino ante todo la experiencia de conocer, lo cual, en verdad, vale para todo conocimiento, pero conserva un grado de patencia en las humanida- des– implica necesariamente que este conocimiento, también en sen- tido temático, sea histórico, y no porque se pueda relatar su decurso y la sucesión de las escuelas o tendencias, sino porque da cuenta de la historicidad del conocimiento como tal. Por esta misma razón, co- rresponde a la tarea más genuina de las humanidades el mantenerse atentas a la relación entre el conocimiento y la apertura de horizon- tes de vida. En ellas sigue vigente, de un modo u otro, y en todo caso como exigencia, ese viejo ligamen que asocia lo epistemológico a lo que antes se denominaba lo moral, es decir, el modo y la forma de vida mejor. La experiencia del conocer como alteración del que conoce adiestra a este para mantenerse atento y a la vez abierto a la alteridad. No se avanza un ápice en humanidades sin un principio de susceptibilidad con respecto al otro y lo otro. Ese “nada humano estimo ajeno a mí” es su divisa, pero no bajo el supuesto de que se sepa a ciencia cierta qué sea eso que en ella se llama humano: las humanidades llevan este nombre no porque den lo humano por sentado, sino porque lo apre- henden en lo que tiene de problemático y de tarea interminable, nun- ca cerrada sobre sí misma, siempre abierta a nuevas posibilidades de lo humano y, por eso, en cierto modo, imposible. De ahí se desprende, 187LAS HUMANIDADES, LO PÚBLICO Y LA UNIVERSIDAD sin necesidad de detenerse en ello ahora, su primaria ainidad con lo diverso, que, por lo antes dicho, se extiende ciertamente más allá de las fronteras de lo que una determinada época conciba y dé por sen- tado como lo humano. Una última palabra con respecto a la unidad de la disposición que comento. No me voy a detener, por cierto, en la extensa discusión que animó el escenario epistemológico desde comienzos del siglo XIX, y aun antes, acerca de la diferencia entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias humanas (o del espíritu, en el medio alemán), en cual- quiera de sus versiones: positivista, historicista, vitalista, neokantia- na, pragmatista, crítica, estructuralista, hermenéutica. Bajo formas muy diversas, esa discusión lleva las huellas de lo que me interesa su- brayar. Y es que el saber de las humanidades es esencialmente saber de la singularidad y la contingencia. Por eso mismo están asociadas a lo que llamaría un conocimiento de lo inseguro, que es también, en cierta medida y en cierto modo (que importa precisar), un conoci- miento inseguro. No son exactas, porque su asunto no es exacto: pero son rigurosas de un rigor sui generis: expresado en lenguaje métrico, su deber es calcular lo incalculable. Su necesidad, hoy, se hace tanto más insistente cuanto más avanza el aseguramiento de la vida, por- que con este, por elíptico o paradójico que suene, se acentúa un tipo de incertidumbre radical de la existencia: se acentúa el miedo. Lo que quiero decir es que el creciente despliegue de formas, instituciones, ingenios y mecanismos destinados a asegurar (en todos los órdenes) el mero hecho de vivir no solo no va acompañado, sino que está li- gado estrechamente (más de alguien diría: dialécticamente) con el aumento de ese tipo peculiar de incertidumbre de la existencia, pero con un añadido: que la seguridad de la vida es una cobertura para no advertir esa incertidumbre, para acallar cuanto se pueda el miedo, porque la cobertura es a su vez un dispositivo de control. Existir es estar expuesto: es inseparable de una inseguridad basal, de la con- tingencia. El esfuerzo por controlar la contingencia se vuelve nece- sariamente hacia su raíz, y la interviene allí donde esta es accesible para las operaciones políticas, económicas, tecnológicas, sociales: en el mero hecho de vivir. 188 PABLO OYARZÚN Las humanidades y lo público Hablé de la unidad de disposición o, si se preiere, de actitud, de orientación o vocación de las humanidades. Esa unidad no es solo un valor abstracto: se da en una escena concreta. Epistémicamente, las humanidades se forjan en (la) conversación: una conversación que tiene amplitud histórica, aun cuando esté eventualmente ocupada de coyunturas y circunstancias presentes. De ahí que su tejido sea esen- cialmente discursivo, de ahí que el lenguaje no sea para ellas vehícu- lo ni instrumento, sino hábitat, de ahí que aquello que las interpela como asunto y tema de estudio tenga la constitución del texto. Desde luego, esta vocación hace del conocimiento que promueven y cultivan las humanidades un bien público, pero precisamente uno que no está en relación mediata o condicionada con lo público, porque en la estructura epistémica de conversación que les es congénita ya hay una alusión y acaso una preiguración de su carácter y su sentido. Para decirlo más especíicamente, esta vocación es la única que puede con- siderarse coextensiva con lo que llamamos espacio público y, de hecho, debiera considerarse como uno de los factores que mejor contribuye a su establecimiento y preservación. Permítaseme detenerme brevemen- te en esto: el espacio público se constituye, se mantiene y se reanuda continuamente en la conversación abierta de la comunidad. Por eso mismo está determinado por una fragilidad inherente e indeleble: y esque está permanentemente expuesto al juego de los intereses, de las fuerzas y los poderes, y de las capacidades para hacer del discurso el vehículo de ellos. En consecuencia, si por una parte el discurso, y pre- cisamente del discurso compartido, lo que llamaba hace un momento la conversación, es el principio de articulación del espacio público, por otra parte su disponibilidad para la instrumentalización en vista de deseos e intereses hace radicar en él, al mismo tiempo, la causa inma- nente de la fragilidad, de la inseguridad de dicho espacio. Eso hace del discurso el lugar de la suprema responsabilidad humana (por eso pudo ser llamado “el más peligroso de los bienes”, principio, de hecho, de todo bien público), y las humanidades tienen su propia identidad epis- témica ligada inseparablemente a esa responsabilidad, que solo la libre relación al discurso mismo puede cumplir. Tal como la pretensión de 189LAS HUMANIDADES, LO PÚBLICO Y LA UNIVERSIDAD imponer un determinado formato a lo público es contradictoria con su carácter (la coacción, el engaño y la ingeniería lo destruyen), el propó- sito de resguardarlo o protegerlo –de asegurarlo– lleva a su atroia, a su privatización (en el sentido de su captura o cooptación por un interés dominante) o derechamente a su supresión (una supresión, dicho sea de paso, que puede adoptar la faz de una extrema, obscena publicidad, bajo la manipulación de la opinión pública, la eicacia de la comunica- ción y el espectáculo, la administración sobre bases estadísticas, y que en deinitiva, bajo un aspecto insidiosamente moderado, tiende a coin- cidir con el éxtasis de la masa en el fascismo). Nada más absurdo que exigir la exhibición de credenciales para ingresar en el espacio público: este es lo socialmente abierto, y por eso mismo lo constantemente ex- puesto. De ahí su fragilidad y a la vez su condición: se conigura por la concurrencia de intereses y por el inter-esse de los intereses (eso que solía llamarse el interés o el bien común), que solo puede resolverse públicamente de manera discursiva. Esto, diría yo, pertenece desde un comienzo como saber implícito a las humanidades. Ellas mismas han nacido y han debido renacer en público, han nacido y renacido en la escena de la conversación de la comunidad: hay un ligamen indisociable entre las humanidades y lo público, y a este lo llevan aquellas tatuado en lo más profundo, como su condición de existencia y subsistencia. De ahí nace también su vocación pública entrañable, que desde hace largo tiempo es perfec- tamente explícita. Es cierto: un problema crucial que enfrentan las humanidades hoy es el de su pervivencia como conocimiento modelador. Bajo la dicta- dura de la utilidad y la eiciencia –entre nosotros, bajo el primado de los propósitos de crecimiento económico y la arrogancia de quienes cifran en esto todo lo que pueden entender por desarrollo–, las huma- nidades tienden a hacer mala igura, la cual se expresa sin reservas –considerando su inserción en la universidad– en los recursos presu- puestarios que se les asignan, en la necesidad de realizar actos políti- cos o administrativos excepcionales para subsidiar o complementar no solo actividades que les son propias sino a las mismas comunida- des académicas encargadas de su cultivo y las herramientas regulares 190 PABLO OYARZÚN con que deben laborar. En un contexto en que la educación tiende a ser concebida cada vez más como un negocio (es decir, como la venta de un servicio que acarrea para el consumidor ventajas comparativas relevantes de retorno económico y de ascenso social), el carácter no negociable o subnegociable de las humanidades les genera una obvia desventaja. Pero no se trata tanto de inventar fórmulas de venta ni tampoco de defender la radical inutilidad de las humanidades (vin- culada o no a la defensa de la inutilidad del conocimiento como tal), lo que remata indefectiblemente en equívoco, sino de evidenciar la necesidad de un espacio de libertad irrestricta para su ejercicio. Este es esencialmente un espacio público, y un espacio de conversación. El punto, creo, es que la difícil pervivencia de las humanidades como forma originaria y ejemplar de conocimiento es solidaria del hecho hoy generalizado de una crisis de lo público. Las transforma- ciones de la sociedad contemporánea, esas mismas que nos llevan a hablar, bajo fórmulas diversas, de capitalismo tardío, sociedad pos- tindustrial, sociedad del conocimiento, etc., han traído tales sismos a los ordenamientos sociales e institucionales heredados que no solo no existe consenso sobre el signiicado de la palabra público, sino que parece no haber un suelo sobre el cual asentar premisas mínimas para el debate, desde el cual esgrimir criterios de discernimiento que per- mitan esclarecerlo. Esta carencia de suelo es quizás el síntoma más extendido y subrepticio de la mencionada crisis de lo público y de su sentido, que se expresa en la sociedad contemporánea, de manera múltiple y variada, a través de un conjunto de tensiones que amena- zan a su propia entidad y consistencia. Por eso, me inclino a sostener que la defensa de las humanidades es o ha de ser estratégicamente una con la responsabilidad por lo público. Y, creo también, esto trae consecuencias a propósito del em- plazamiento más favorable para un cultivo de las humanidades que sea plenamente congruente con una airmación irrestricta de su ca- rácter y sentido, un espacio, quiero decir, en que esta airmación, no, desde luego, en términos meramente declarativos, sino asumida como praxis y comportamiento, puede alcanzar la dimensión que ella mis- ma, como exigencia, postula. 191LAS HUMANIDADES, LO PÚBLICO Y LA UNIVERSIDAD Este espacio solo puede ofrecerlo la educación pública. Por eso mis- mo, en cierto punto (que no creo exiguo) la defensa de la educación pública y la vindicación de las humanidades son una misma cosa. Es esto lo que me lleva a descreer de la capacidad de los institutos pri- vados de educación para sostener el cultivo de las humanidades en la totalidad de lo que demandan estas. Desde luego, no digo que exista nada parecido a una incompati- bilidad entre la calidad privada de una institución y el cultivo de las humanidades, ni tampoco un vínculo, secreto o no, entre la creciente privatización de la educación y la atroia de las humanidades. Es ob- vio que instituciones privadas altamente solventes (y lucrativas, ade- más) bien pueden destinar recursos importantes y hasta cuantiosos al cultivo de estas disciplinas. Es fácil conceder esto, y hasta es posible observar localmente cómo ciertas universidades tienen un muy buen desempeño en estas áreas a la hora de exhibir credenciales de plan- ta académica y de internacionalización. El problema es que también estos desempeños están fuertemente ligados a un requerimiento de capitalización, que va desde la imagen y el prestigio social a la compe- tencia y la adecuación a estándares extrínsecos que son, se supone, los que miden calidad académica (estándares, dicho sea al margen, que en parte importante son poco inos para dar cuenta de la especiicidad de aquellas disciplinas). Por otra parte, una limitación fundamental es la falta de autodeter- minación de las comunidades universitarias, y esa autodeterminación está también esencialmente vinculada a la identidad de las humanida- des, en cuanto estas son disciplinas cuyo tejido epistemológico –deter- minado por la experiencia del lenguaje y la lengua– está constituido originaria e inalienablemente por la relexión, el diálogo y la crítica. En este sentido, argüir que un problema fundamental de las univer- sidades del Estado consiste en su cooptación por los intereses corpo- rativos de sus comunidades académicas es una visión sesgada. Las virtudes no son limpiamente separables de los vicios: es una virtud de las universidades estatales quesus comunidades (no solo académi- cas) tengan capacidad de incidir en la determinación, orientación y conducción de esos organismos; ello los expone al inlujo de intereses 192 PABLO OYARZÚN corporativos, qué duda cabe, pero al mismo tiempo ninguno de los intereses que eventualmente prevalezca puede sostenerse por mucho tiempo sin ser confrontado: y no por otros intereses igualmente cor- porativos, sino en nombre del interés institucional, que se reconoce indisoluble de la responsabilidad social que anima a la universidad. En el caso de las universidades privadas, lo que se suele tener es la identidad entre un interés corporativo especíico y el interés institu- cional, e incluso allí donde se realizan esfuerzos valiosos por garan- tizar niveles apropiados de autonomía y autodeterminación (y aquí estoy hablando de algo que se funda en exigencias epistemológicas inmanentes, no en ideologías), en toda ocasión en que estos entren en conlicto con el interés corporativo de la institución, este es el que indefectiblemente prevalece. Dicho también de otra suerte, los miem- bros de las universidades públicas no son empleados, son ciudadanos. Hablaba de la diicultad (quizás constitutiva) de las instituciones privadas de educación superior para cumplir de manera íntegra con la demanda que implican las humanidades. Agrego a eso que, desde mi punto de vista, la segunda limitación fundamental que afecta a las instituciones privadas (y aquí hablo primaria aunque no exclusi- vamente del contexto chileno) es que en última instancia no pueden hacerse cargo de la totalidad de la exigencia que lleva consigo lo pú- blico. Siendo esta en cierto modo una idea regulativa, según la cual lo público es la ampliación de lo público (de modo semejante a como la democracia es en su idea la profundización de la democracia), lo público efectivo, concreto, se desplaza y modiica continuamente: es dinámico en la misma medida en que está permanentemente llevado por las tensiones de los intereses concurrentes y de los regímenes discursivos que buscan resolver esas tensiones. Esto es propio de lo que llamaba la fragilidad de lo público y de su espacio, propio de su inseguridad. Una universidad privada, ya solo desde el punto de vista económico, descontado el ideológico que suele irle aparejado, requie- re de la seguridad de su propia existencia como empresa (menos o más lucrativa), y por eso, hasta cierto punto, tiene que ponerse al res- guardo de la inseguridad que es consustancial a lo público. También para ellas la seguridad es condición de relación con lo público. 193LAS HUMANIDADES, LO PÚBLICO Y LA UNIVERSIDAD Conclusión Comenzaba estas líneas aludiendo al debate sobre lo público y lo privado en educación superior. Me refería al tema de los bienes pú- blicos, que suele suministrar el marco para ese debate. De lo que he tratado de argumentar en lo que precede, y particularmente de mis últimos apuntes en la sección anterior, creo que se desprende que los bienes públicos, y en particular el conocimiento, no son objeto de una producción indiferente. Hace diferencia el clima, si se me permite decirlo así, en que esos bienes son producidos y cultivados: hace dife- rencia que ese sea, precisamente, un clima irrestrictamente público. ¿Qué carácter debe tener un establecimiento que sea propicio a ese clima? ¿Son las instituciones estatales, solo en razón de su pertenen- cia, los únicos espacios en que ese puede difundirse? ¿Cuál sería su peculiar y exclusiva aptitud para ello? ¿Acaso no es posible que insti- tuciones privadas satisfagan esa condición? Estas preguntas marcan el punto crítico sobre el que recae el debate que evocaba y resumía al empezar. Permítanseme unas últimas consideraciones al respecto, tomando como eje las objeciones que se dirigen en contra de la simple ecuación entre lo público y lo estatal. Cuando se rebate que la educación pública sea exclusiva o priorita- riamente la que imparten establecimientos estatales (es decir, que la educación pública sea sin más educación estatal), se acumula también en contra de este principio (que, en consecuencia, se rebaja a prejuicio e ideología) un conjunto de evidencias empíricas que muestran la rele- vancia y la pujanza de la educación privada, es decir, de aquella que es impartida por agentes privados de variada naturaleza y procedencia. Esas evidencias empíricas no se limitan solamente a dar cuenta de lo que ocurre entre nosotros, donde la primera de las evidencias empí- ricas es que ha habido una política sostenida de favorecimiento a la privatización de la enseñanza y de desmedro, por diversas vías, de las instituciones estatales (un desmedro que en algunos casos ha contado con la complicidad de estas o, para ser justo, de ciertos grupos o secto- res que las han mantenido temporalmente secuestradas, si puedo de- cirlo así). También se allegan pruebas que provienen del medio inter- nacional, y que hablan a favor de la educación superior privada como 194 PABLO OYARZÚN un factor extraordinariamente dinamizador del sistema respectivo y/o global y de la misma calidad de la enseñanza, con réditos notorios que impactan positivamente lo público. Lo que se omite en estos alegatos es que las evidencias empíricas nunca hablan por sí mismas, no impor- ta lo elocuentes que puedan ser. Se requiere interpretarlas, jerarquizar- las, evaluarlas, juzgarlas. Todo ello supone criterios, reglas y conceptos, y me temo que estos son ingredientes de los que mayormente carece la discusión sobre educación en Chile. De hecho, también se omite ad- vertir o reconocer que la evidencia misma ha sido construida como tal, que en ella ya van implicados criterios y conceptos, y que, cuando se la presenta como una prueba irrefutable que ahorra el argumento, in- defectiblemente encierra también intereses que no es difícil precisar. Así, si no se puede estar dispuesto a admitir, por simplista, la ecua- ción entre lo estatal y lo público (entendido este último, a la manera en que suele hacerse, como un espacio en que convergen y dirimen sus diferencias la autoridad estatal y la sociedad civil, y esta misma, al mar- gen o en oposición a dicha autoridad), tampoco se puede convalidar desprevenidamente la idea de que eso constituya un principio de rasa igualdad entre todos los organismos educativos, con prescindencia de su origen y sustento y su inalidad. Sea esta mi última anotación. El tema de los bienes públicos a menudo va lanqueado (sin que tenga una relación –teóricamente– indisociable con él) por la discu- sión centrada en la cuestión de la propiedad, es decir, si la propie- dad de una institución de educación superior radica en el Estado o si pertenece a capitales privados. No me he referido a este asunto porque lo tengo, hasta cierto punto, por secundario. No quiero decir que la propiedad no haga diferencia, todo lo contrario. Ya he hablado de las inevitables restricciones que impone el interés corporativo de una institución privada, que también está inevitablemente ligado a su propiedad, sea que este ligamen sea más directo o más mediato. Ese li- gamen afecta, menos o más sensiblemente, al clima y al sentido públi- co de la educación y del conocimiento. Pero ciertamente no creo que tenga sentido alguno argumentar per se en contra de la participación de privados en la educación, ni me parece –ya lo he sugerido– que se deba suscribir una concepción estatista de la educación. 195LAS HUMANIDADES, LO PÚBLICO Y LA UNIVERSIDAD En cuanto a esto último, quisiera subrayarlo, el postulado de lo públi- co también suministra un criterio suiciente. Función esencial del Esta- do es favorecer las condiciones de realidad y pervivencia de lo público, y esta función debe exigírsele; un Estado también puede faltar grave- mente a esa función. A esta, desde el punto de vista de la educación, va indisolublemente vinculada la distribucióny rentabilidad social de bienes públicos que producen y puedan producir las universidades. Y si esto implica un conjunto de exigencias y condicionamientos para las universidades del Estado, que estas deben cumplir obligatoriamente, así como contar con los recursos públicos que posibiliten ese cumpli- miento, también implica un marco regulatorio para todas las univer- sidades, bajo el cual esté claramente establecido el tipo y alcance de contribución a la generación de bienes públicos de que sean capaces, conforme a sus determinaciones propias, los institutos privados y los recursos públicos a los que sobre esa misma base puedan aspirar, así como las formas de su provisión. Hoy por hoy tenemos un debate so- bre educación superior pública y privada demasiado hipotecado por la cuestión del inanciamiento y –no nos engañemos– por los conlictos de intereses que han aquejado y siguen aquejando a las propuestas y a las decisiones que se adoptan sobre ello (hablaba al comienzo de la dis- cutible base que hay en Chile para la formulación de políticas públicas: no solo es discutible; es, en muchos casos, incompatible). Creo que re- solver el inanciamiento adecuado de las instituciones del Estado –así como formular las reglas de un verdadero sistema nacional inclusivo y a la vez regulado– es un requisito para que ese debate pueda llevarse a cabo en toda su amplitud, y no bajo el condicionamiento en que hoy se encuentra. Por in, en cuanto a la exigencia a que está sujeto el Estado en relación a lo público, volvería a tocar el tema de la virtud, que me parece que está alojada en las universidades estatales, que tiene que ver con ese principio de autodeterminación y de ciudadanía de sus co- munidades a que hice referencia, y que hace posible que esas mismas comunidades le hagan presente al Estado su función y su deber cuan- do no los satisface, y digo no solo el deber que le concierne hacia esas mismas instituciones, sino, sobre todo, hacia el país y la comunidad nacional. Puedo pensar en más de una prueba a ese respecto.
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