Logo Studenta
¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Acerca	del	autor
Shahen	 Hacyan	 es	 doctor	 en	 física	 teórica	 por	 la	 Universidad	 de	 Sussex,
Inglaterra,	 el	 autor	 es	 miembro	 de	 la	 Academia	 Mexicana	 de	 Ciencias	 e
investigador	del	Instituto	de	Física	de	la	UNAM.	A	la	fecha	tiene	siete	títulos
publicados	 en	 las	 colecciones	 de	 ciencia	 del	 FCE,	 y	 ha	 realizado	 una	 labor
notable	 en	 divulgación	 científica,	 la	 cual	 comprende	 colaboraciones	 sobre
diversos	temas	tanto	en	revistas	como	en	una	interesante	sección	de	ciencia	en
un	diario	de	la	ciudad	de	México.
Física	y	metafísica
del	espacio	y	el	tiempo
La	filosofía	en	el	laboratorio
Shahen	Hacyan
Primera	edición,	2004
Primera	edición	electrónica,	2011
D.	R.	©	2004,	Fondo	de	Cultura	Económica
Carretera	Picacho-Ajusco,	227;	14738	México,	D.	F.
Empresa	certificada	ISO	9001:2008
Comentarios:
editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel.	(55)	5227-4672
Se	prohíbe	la	reproducción	total	o	parcial	de	esta	obra,	sea	cual	fuere	el	medio.	Todos	los	contenidos
que	se	incluyen	tales	como	características	tipográficas	y	de	diagramación,	textos,	gráficos,	logotipos,
iconos,	imágenes,	etc.	son	propiedad	exclusiva	del	Fondo	de	Cultura	Económica	y	están	protegidos	por
las	leyes	mexicana	e	internacionales	del	copyright	o	derecho	de	autor.
ISBN	978-607-16-0501-6
Hecho	en	México	-	Made	in	Mexico
http://www.fondodeculturaeconomica.com
mailto:editorial@fondodeculturaeconomica.com
Para	Arturo,	Esther	y	León
Sócrates:	Uno,	dos,	tres,	pero	nuestro	cuarto,	
querido	Timeo…	¿dónde	está?
Platón,	Timeo	(17	a)
Agradecimientos
El	presente	libro	es	producto	de	muchas	discusiones	con	colegas	y	amigos,	y
de	 meditaciones	 propias.	 Algunas	 de	 las	 ideas	 expuestas	 aquí	 fueron
esbozadas	en	el	pasado	en	diversas	conferencias	y	publicaciones	mías;	las	he
retomado	para	desarrollarlas	sin	todas	las	restricciones	prácticas	que	imponen
el	espacio	y	el	tiempo.
Este	 trabajo	 fue	 posible	 gracias	 al	 apoyo	 constante	 de	 la	 Universidad
Nacional	Autónoma	de	México,	institución	pública	que	me	ha	proporcionado
las	 condiciones	 necesarias	 para	 desarrollar	mi	 carrera	 profesional	 con	plena
libertad	de	investigar,	especular	y	ejercer	labores	filosófico-naturales.	Empecé
a	escribir	el	presente	libro	durante	un	semestre	sabático	que	tuve	el	privilegio
de	pasar	en	la	École	Normale	Supérieure,	en	París,	por	lo	que	deseo	también
agradecer	 la	 hospitalidad	 de	 esta	 prestigiada	 institución	 y,	 en	 particular,	 la
invitación	de	Serge	Haroche	a	su	afamado	laboratorio	de	física	cuántica,	lugar
de	lo	más	apropiado	y	estimulante	para	desarrollar	y	concretar	ideas	sobre	la
filosofía	natural	moderna.
Quiero	agradecer	muy	especialmente	a	Déborah	Dultzin,	Beatriz	Loria	y
Esperanza	 Verduzco	 la	 minuciosa	 lectura	 que	 hicieron	 del	 manuscrito;	 sus
atinados	 comentarios	 y	 críticas	 permitieron	 aclarar	 varios	 puntos	 oscuros	 y
mejorar	 el	 escrito.	 Por	 supuesto,	 la	 responsabilidad	 final	 del	 texto	 es
enteramente	mía.
Last	but	not	least	(como	dicen	los	angloparlantes),	agradezco	al	Fondo	de
Cultura	Económica	y	a	su	dinámica	coordinadora	editorial,	María	del	Carmen
Farías,	el	apoyo	de	largos	años	a	mis	actividades	literarias.
Shahen	Hacyan	
Ciudad	de	México	
agosto	de	2004
Introducción
Este	 libro	 trata	 del	 espacio	 y	 el	 tiempo	 —o	 espacio-tiempo,	 según	 suele
decirse—,	así	como	de	la	realidad	objetiva	y	el	entendimiento	científico,	todo
ello	en	el	contexto	de	la	física	moderna	y	la	filosofía	no	tan	moderna.
Los	 filósofos,	 a	 lo	 largo	 de	 la	 historia,	 trataron	 de	 entender	 cómo	 se
relaciona	nuestra	mente	con	el	mundo	sensible.	Surgieron	diversas	doctrinas,
unas	 enfrentadas	 a	 otras,	 sin	 llegar	 a	 consenso	 alguno.	 Finalmente,	 la
mecánica	desarrollada	por	Galileo	y	Newton	en	el	siglo	XVII	condujo	a	una
nueva	visión	del	mundo,	tan	exitosa	que	los	problemas	ontológicos	quedaron
relegados	a	un	segundo	plano.	Lo	que	en	esa	época	todavía	se	conocía	como
“filosofía	 natural”	 empezó	 a	 separarse	 del	 resto	 de	 la	 filosofía	 y	 tomar	 su
propia	forma	para	transformarse	en	lo	que	ahora	llamamos	física.
Para	 esos	 nuevos	 filósofos	 de	 la	 naturaleza,	 el	 espacio	 era	 un	 mero
escenario	 en	 el	 que	 se	 mueven	 los	 objetos	 materiales,	 y	 el	 tiempo	 un
parámetro	con	el	cual	se	describe	matemáticamente	su	movimiento.	Un	siglo
después	 de	 la	 muerte	 de	 Newton,	 la	 nueva	 ciencia	 ya	 había	 desbordado	 el
ámbito	 de	 las	 discusiones	 filosóficas	 y	 empezaba	 a	 encontrar	 aplicaciones
inesperadas,	 propiciando	 una	 revolución	 tecnológica	 que	 modificó
profundamente	las	condiciones	sociales	y	el	entorno	natural,	a	 tal	punto	que
Karl	Marx	pudo	sentenciar:	“Los	filósofos	sólo	han	interpretado	al	mundo	de
diversas	maneras;	de	lo	que	se	trata	es	de	cambiarlo.”[1]
Pero,	 no	 obstante	 sus	 notables	 éxitos,	 la	 mecánica	 newtoniana	 fue
cuestionada	 por	 varios	 filósofos,	 entre	 los	 cuales	 cabe	mencionar	 a	George
Berkeley	 como	 representante	 típico	 de	 la	 corriente	 idealista.	 Berkeley
argumentó	que	si	conocemos	el	mundo	sólo	a	través	de	nuestras	percepciones
y	 éstas	 son	 producidas	 por	 la	 mente,	 podemos	 prescindir	 de	 la	 materia	 y
suponer	que	no	existe	más	realidad	que	nuestras	ideas.	A	pesar	de	su	posición
extrema,	hay	que	reconocer	que	Berkeley	señaló	claramente	lo	que	había	sido
un	problema	fundamental	para	toda	filosofía	de	la	ciencia:	¿es	el	mundo	que
percibimos	la	imagen	fiel	de	una	realidad	objetiva,	o	es	una	ilusión	producida
por	 nuestra	mente?	 La	 respuesta	 depende	 esencialmente	 del	 punto	 de	 vista
filosófico	que	se	adopte.	Para	los	idealistas,	todo	es	producto	de	la	mente	y	el
mundo	una	especie	de	alucinación	colectiva.	En	cambio,	para	los	materialistas
existe	una	realidad	objetiva	independiente	del	sujeto,	cuya	percepción	es	sólo
un	reflejo	más	o	menos	exacto	de	ella.
Sea	 el	 mundo	 realidad	 o	 ilusión,	 no	 es	 evidente	 cómo	 nuestra	 mente
construye	 (o	 reconstruye)	 la	 imagen	 de	 aquello	 que	 percibimos,	 y	 cómo	 se
produce	 el	 entendimiento.	 Al	 respecto,	 hay	 diversas	 posiciones	 filosóficas
encontradas.	 Según	 los	 filósofos	 racionalistas	 como	 Descartes	 y	 Leibniz,
existen	 verdades	 que	 descubrimos	 antes	 de	 comprobarlas	 por	medio	 de	 los
sentidos,	 lo	 cual	 implica	 que	 poseemos	 ideas	 innatas.	 En	 cambio,	 para	 los
filósofos	 empiristas	 como	 Locke	 y	 Hume,	 el	 entendimiento	 humano	 se
construye	 a	 partir	 de	 las	 percepciones,	 por	 lo	 que	 nuestro	 entendimiento	 es
posterior	a	la	experiencia	sensorial.
En	 medio	 de	 esas	 dos	 posiciones	 antagónicas	 se	 sitúa	 el	 vasto	 sistema
filosófico	de	Immanuel	Kant,	quien	sostuvo	que	la	mente	es	la	que	construye
el	conocimiento	del	mundo	a	partir	de	las	sensaciones.	El	punto	esencial	de	su
tesis	es	que	nuestro	conocimiento	está	basado	tanto	en	lo	que	aportan	nuestros
sentidos,	como	en	estructuras	innatas	que	permiten	procesar	esa	información.
Kant	distinguió	claramente	entre	las	cosas	como	apariencias	y	las	cosas	en	sí
que	 no	 son	 directamente	 perceptibles	 pero	 originan	 las	 sensaciones.	 En	 ese
contexto,	uno	de	los	aspectos	más	revolucionarios	de	su	obra	en	cuanto	a	su
relación	 con	 la	 física	 es	 la	 tesis	 de	 que	 el	 espacio	 y	 el	 tiempo	 no	 son
propiedades	de	las	cosas	en	sí,	sino	“formas	de	percepción”:	condiciones	de	la
sensibilidad	 del	 sujeto	 que	 le	 permiten	 ordenar	 el	 conjunto	 de	 sus
percepciones	y	darle	sentido	al	mundo	aprehendido.
En	la	época	en	que	Kant	escribió	su	famosa	Crítica	de	la	razón	pura	—
obra	 con	 la	 que	 se	 propuso	 encontrar	 los	 límites	 de	 la	 razón	 humana—,	 la
única	ciencia	que	se	había	desarrollado	exitosamente	era	la	física	newtoniana.
Si	bien	sus	tesis	principales	todavía	están	sujetas	a	discusión,	su	concepción
del	mundo	no	se	contradice	con	la	física	moderna.	Esto	es	lo	que	intentaremos
mostrar	en	los	capítulos	siguientes.
*	*	*
La	 física	moderna	 se	 basa	 en	 dos	 teorías	 fundamentales,	 la	 relatividad	 y	 la
mecánica	 cuántica,	 que	 cambiaronpor	 completo	 nuestras	 ideas	 sobre	 el
espacio,	el	tiempo	y	la	realidad	física.	En	la	teoría	de	la	relatividad	no	existen
un	espacio	y	un	tiempo	absolutos,	sino	distancias	e	 intervalos	que	dependen
de	cada	observador	en	un	espacio-tiempo	de	cuatro	dimensiones;	más	aún,	en
la	teoría	generalizada	de	la	relatividad,	ese	espacio-tiempo	ya	no	es	un	simple
escenario	 de	 los	 procesos	 físicos	 sino	 posee	 propiedades	 dinámicas
relacionadas	directamente	 con	 su	geometría.	La	otra	gran	 teoría	de	 la	 física
moderna,	 la	mecánica	cuántica,	describe	el	comportamiento	de	los	átomos	y
las	partículas	 subatómicas,	y	nos	ha	 revelado	un	mundo	microscópico	en	el
cual	 espacio	 y	 tiempo	 se	 manifiestan	 sólo	 como	 variables	 matemáticas,	 y
donde	conceptos	como	medición	y	realidad	física	pierden	su	sentido	habitual.
La	relatividad	de	Einstein	es	un	modelo	de	precisión	matemática:	si	bien
sus	postulados	básicos	no	se	amoldan	al	“sentido	común”,	son	perfectamente
claros	 y	 es	 posible	 construir	 con	 ellos	 una	 teoría	 completa	 y	 del	 todo
coherente.	La	situación	es	muy	distinta	para	la	mecánica	cuántica;	a	pesar	de
sus	 impresionantes	 éxitos,	 sus	 principios	 fundamentales	 contradicen	 tan
radicalmente	el	sentido	común	que,	desde	sus	inicios,	propició	la	aparición	de
diversas	 interpretaciones	 rivales.	Hasta	 ahora,	 la	 llamada	 “interpretación	 de
Copenhague”	es	la	que	se	ha	impuesto	no	obstante	sus	aparentes	paradojas;	al
comienzo	 fue	 aceptada	 por	 razones	 puramente	 pragmáticas,	 pero	 con	 el
tiempo	ha	pasado	todas	las	pruebas	a	las	que	ha	sido	sometida.
*	*	*
El	propósito	de	este	libro	es	describir	la	nueva	realidad	revelada	por	la	teoría
de	 la	 relatividad	 y	 la	 mecánica	 cuántica,	 y	 situar	 los	 conocimientos	 más
recientes	 de	 la	 física	 en	 el	 esquema	 filosófico	 que	Kant	 desarrolló	 un	 siglo
antes	 del	 descubrimiento	de	 los	 átomos.	Con	 este	 propósito,	 señalaremos	 el
hecho	notable	de	que	la	física	moderna	es	compatible	con	las	tesis	kantianas,
particularmente	 la	 interrelación	 entre	 observador	 y	 mundo	 sensible,	 y	 la
concepción	del	espacio	y	el	tiempo	como	formas	de	percepción.
Sin	entrar	todavía	en	más	detalles,	baste	destacar	que,	de	acuerdo	con	la
interpretación	 de	 Copenhague,	 la	 realidad	 atómica	 que	 percibimos	 depende
parcialmente	de	nuestra	forma	de	observar	y	no	se	puede	disociar	de	ella,	por
lo	que	no	 existe	una	 frontera	bien	definida	 entre	 sujeto	y	objeto	observado.
Por	otra	parte,	las	correlaciones	espaciales	que	se	manifiestan	entre	sistemas
atómicos	contradicen	nuestros	conceptos	comunes	del	espacio;	asimismo,	el
tiempo	 sólo	 se	 interpreta	 como	 un	 parámetro	 y	 puede	 correr	 en	 dos
direcciones,	ya	sea	hacia	el	pasado	o	hacia	el	futuro.
Hasta	 hace	 un	 par	 de	 décadas	 todo	 lo	 anterior	 parecía	 restringido	 al
estrecho	 ámbito	 de	 las	 discusiones	 académicas.	 Pero	 ahora,	 gracias	 a	 los
grandes	avances	en	física	atómica	y	óptica	cuántica,	tenemos	la	posibilidad	de
realizar	en	el	laboratorio	muchos	experimentos	reales	que	antes	no	pasaban	de
ser	 experimentos	mentales.	 Ya	 no	 se	 trata	 de	 discurrir	 y	 especular,	 sino	 de
diseñar	experimentos	que	permitan	comprobar	los	extraños	efectos	predichos
por	 la	 mecánica	 cuántica.	 La	 física	 moderna	 nos	 presenta	 una	 nueva	 y
singular	oportunidad	de	hacer	filosofía	en	el	laboratorio.
En	resumen,	el	concepto	de	realidad	física,	tal	como	lo	entendemos,	toca
fondo	en	el	mundo	atómico,	donde	es	más	notoria	 la	 interdependencia	entre
realidad	y	sujeto.	Por	supuesto	Kant	no	estaba	en	condiciones	de	prever	 los
avances	 de	 la	 ciencia	 moderna	 y	 nunca	 imaginó	 los	 límites	 que	 puede
alcanzar	 la	 razón	 humana	 con	 la	 ayuda	 de	 las	 matemáticas.	 Se	 habría
sorprendido	 de	 ver	 cómo	 la	 física	 cuántica	 ha	 logrado	 describir,	 con
asombrosa	precisión,	los	fenómenos	de	un	mundo	todavía	insospechado	hace
un	siglo.
Éstos	 serán	 los	 temas	que	 abordaremos	 a	 continuación.	En	 los	 primeros
cinco	 capítulos	 presentaremos	 las	 concepciones	 del	 espacio,	 el	 tiempo	 y	 la
materia	 desarrolladas	 por	 los	 filósofos	 naturales	 y	 los	 matemáticos	 hasta
finales	del	siglo	XIX,	con	atención	especial	en	las	aportaciones	de	Kant.	En
los	siguientes	esbozaremos	los	principios	básicos	de	la	teoría	de	la	relatividad
y	la	mecánica	cuántica	para,	a	continuación,	presentarlos	en	el	contexto	de	la
física	moderna.	 En	 los	 últimos	 capítulos	 volveremos	 a	 las	 concepciones	 de
Kant.
[1]	Karl	Marx,	Tesis	sobre	Feuerbach,	1845.
I.	Espacio
El	 diámetro	 del	Aleph	 sería	 de	 dos	 o	 tres	 centímetros,	 pero	 el	 espacio
cósmico	estaba	ahí,	sin	disminución	de	tamaño.
J.	L.	Borges,	El	Aleph
Pitágoras	y	Euclides
Se	sabe	poco	de	la	vida	del	mítico	Pitágoras,	quien	vivió	en	el	siglo	VI	a.	C.,
y	menos	de	sus	enseñanzas	filosóficas,	que	prefería	mantener	en	secreto	en	el
círculo	 de	 sus	 discípulos.	 Se	 le	 atribuye	 el	 descubrimiento	 de	 una	 armonía
existente	entre	el	mundo	de	los	números	y	el	mundo	sensible,	cuyo	paradigma
es	 la	 relación	 numérica	 de	 las	 notas	 musicales	 producidas	 por	 una	 cuerda
vibrante.	 Pitágoras	 intuyó	 que	 una	 relación	 semejante	 debía	 existir	 también
entre	los	planetas:	según	la	leyenda,	podía	escuchar	la	música	de	los	cuerpos
celestes.	Sea	lo	que	fuere,	tal	parece	que	a	él	debemos	la	profética	visión	de
que	la	naturaleza	se	puede	describir	por	medio	de	las	matemáticas,	lo	cual	se
comprobaría	dos	milenios	después	de	su	paso	por	el	mundo.
También	se	le	atribuye	el	famoso	teorema	que	lleva	su	nombre	y	que	dice
explícitamente:	“para	todo	triángulo	rectángulo,	la	suma	de	los	cuadrados	de
los	catetos	es	igual	al	cuadrado	de	la	hipotenusa”.	Se	sabe	que	este	resultado
ya	era	conocido	por	los	babilonios,	pues	se	han	encontrado	varias	tabletas	que
lo	 mencionan,	 pero	 ellos	 sólo	 reportaron	 algunos	 casos	 particulares	 y	 no
parece	 que	 hayan	 demostrado	 ese	 teorema	 en	 general.	 Como	 veremos	más
adelante,	 el	 teorema	 de	 Pitágoras	 resultó	 ser	 de	 suma	 importancia	 en
geometría,	ya	que	permite	calcular	algo	tan	fundamental	como	es	la	distancia
entre	dos	puntos.
Después	 de	 estos	 inicios	 envueltos	 en	 el	 misterio,	 el	 siguiente
acontecimiento	crucial	en	las	matemáticas	fue	la	aparición	de	los	Elementos
de	Euclides,	quien	vivió	alrededor	del	300	a.	C.	y	es	sin	duda	el	matemático
más	importante	de	la	Antigüedad.	Gracias	a	ese	libro,	que	tanto	influyó	en	la
historia	humana,	la	geometría	alcanzó	el	grado	de	ciencia.
Euclides	estableció	una	forma	de	razonar	que	hasta	la	fecha	es	un	modelo
de	precisión	lógica.	El	método	consiste	en	definir	primero,	con	toda	claridad,
algunos	 conceptos	 fundamentales	 basados	 en	 ideas	 que	 todos	 tenemos
intuitivamente.	A	continuación	se	postulan	unos	pocos	axiomas,	o	postulados,
sencillos	 y	 evidentes,	 como	 verdades	 que	 uno	 acepta	 sin	 necesidad	 de
cuestionar.	 Luego,	 a	 partir	 de	 esos	 mismos	 postulados,	 se	 combinan	 los
conceptos	 de	 acuerdo	 con	 unas	 reglas	 simples	 de	 lógica,	 hasta	 formular	 y
demostrar	un	teorema.	Así,	demostrando	un	teorema	tras	otro,	se	construye	el
gran	 edificio	 de	 las	 matemáticas	 con	 los	 ladrillos	 de	 las	 definiciones	 y	 las
reglas	básicas	para	combinarlas	entre	sí.
Siguiendo	 con	 este	 esquema,	 los	 Elementos	 empiezan	 con	 varias
definiciones:	qué	es	un	punto,	una	línea,	una	recta,	una	superficie,	un	ángulo,
un	círculo,	etc.	A	continuación,	provisto	de	estas	definiciones,	Euclides	ofrece
al	 lector	cinco	postulados	básicos,	a	partir	de	los	cuales	 irá	demostrando	los
teoremas	de	la	geometría	y	revelando	las	propiedades	del	espacio.
Los	cuatro	primeros	postulados	de	los	Elementos	son	muy	claros:
1.		 Por	dos	puntos	pasa	una	línea	recta.
2.		 Se	puede	prolongar	una	línea	recta	finita	con	otra	línea	recta.
3.		 Se	puede	construir	un	círculo	con	cualquier	centro	y	radio.
4.		 Todos	los	ángulos	rectos	son	iguales	entre	sí.
Luego,	 prácticamente	 de	 la	 manga,	 Euclides	 saca	 un	 quinto	 postulado,
bastanteembrollado,	que	tiene	que	ver	con	la	posibilidad	de	que	dos	rectas	se
crucen	en	algún	punto:
5. 	Si	una	recta	cruza	dos	rectas	de	tal	modo	que	los	ángulos	interiores
en	 un	 mismo	 lado	 suman	 menos	 que	 dos	 ángulos	 rectos,	 las	 dos
rectas	 prolongadas	 indefinidamente	 se	 cruzan	 en	 el	 lado	 donde	 los
dos	ángulos	suman	menos	que	dos	rectos.
El	quinto	postulado	contrasta	con	la	simplicidad	de	los	cuatro	anteriores.
El	lector	no	puede	evitar	la	impresión	de	que	Euclides	no	tuvo	más	remedio
que	incluirlo	sólo	para	no	caer	en	contradicciones	posteriores.	Obviamente,	es
un	añadido	del	cual	habría	sido	mejor	prescindir;	tan	es	así	que	Euclides	logra
posponer	su	uso	hasta	la	proposición	28,	donde	tiene	que	recurrir	a	él	por	vez
primera.
Lo	 ideal	 hubiera	 sido	 demostrar	 ese	 engorroso	 postulado	 a	 partir	 de	 los
cuatro	anteriores,	para	que	así	dejara	de	ser	un	axioma.	Ése	es	el	camino	que
trataron	de	seguir	los	matemáticos	de	los	siguientes	siglos,	pero	ninguno	tuvo
éxito.	Entre	los	muchos	ataques	al	quinto	postulado,	vale	la	pena	mencionar	el
de	Proclus,	 filósofo	bizantino	del	siglo	V	de	nuestra	era,	quien	 logró	dar	un
pequeño	 paso	 adelante	 mostrando	 que	 es	 enteramente	 equivalente	 a	 otro
postulado,	más	 simple	 que	 el	 originalmente	 propuesto	 por	 Euclides:	 “Dada
una	 línea	 recta	 y	 un	 punto	 que	 no	 se	 encuentra	 sobre	 ella,	 se	 puede	 trazar
exactamente	una	recta	por	ese	punto	que	sea	paralela	a	la	línea	recta.”
Líneas	 rectas,	 puntos,	 paralelas…	 Todos	 tenemos	 una	 idea	 de	 a	 qué
corresponden	 estos	 conceptos.	 Podemos	 imaginarnos	 perfectamente	 dos
rectas	 paralelas	 que	 ni	 se	 acercan	 ni	 se	 alejan:	 ésa	 es	 su	 definición.	 Pero,
¿cómo	 podemos	 saber	 que	 existen	 paralelas?	 Para	 el	 profano	 de	 las
matemáticas,	la	respuesta	es	simple:	las	paralelas	existen	porque	las	podemos
trazar	 sobre	 una	 hoja	 de	 papel.	 Sin	 embargo,	 nada	 nos	 garantiza	 que	 al
prolongar	cada	una	de	las	rectas	sobre	una	hoja	de	extensión	tan	grande	como
el	 Universo,	 éstas	 no	 empiecen	 a	 acercarse	 o	 a	 alejarse	 en	 algún	 lugar.	 Es
cierto	 que	 nada	 nos	 impide	 concebir	 un	 espacio	 en	 el	 que	 las	 paralelas
permanezcan	 siempre	 paralelas;	 ese	 imaginado	 espacio	 será	 el	 espacio	 de
Euclides.	La	 duda	 que	 queda,	 empero,	 es	 si	 el	Universo	 en	 que	 vivimos	 es
realmente	un	espacio	euclidiano.	Afirmar	eso	no	era	posible	mientras	quedara
el	 escollo	 del	 quinto	 postulado.	 Si	 se	 lograba	 demostrarlo,	 se	 demostraría
también	que	todo	espacio	es	necesariamente	euclidiano	y	que	no	hay	lugar,	ni
en	el	mundo	material	ni	en	el	mundo	de	las	ideas	matemáticas,	para	otro	tipo
de	espacios.	Pero	no	resultó	ser	así.
*	*	*
Después	 de	 Euclides	 y	 otros	 grandes	 matemáticos	 de	 la	 Grecia	 antigua,
transcurrieron	 muchos	 siglos	 en	 la	 Europa	 cristiana	 sin	 que	 ocurriera	 nada
notable	 en	 las	 ciencias.	 Por	 fortuna,	 el	mundo	 árabe	 conoció	 un	 importante
desarrollo	 científico,	 principalmente	 a	partir	 del	 siglo	VIII;	 en	matemáticas,
los	árabes	se	adelantaron	en	muchos	aspectos	a	su	resurgimiento	en	la	Europa
del	 Renacimiento.	 A	 ellos	 se	 debe	 la	 creación	 del	 álgebra,	 otra	 importante
rama	 de	 las	 matemáticas,	 así	 como	 los	 primeros	 intentos	 de	 unirla	 con	 la
geometría.
La	conjunción	de	las	dos	grandes	ramas	conocidas	en	aquellos	tiempos,	el
álgebra	 y	 la	 geometría,	 tomó	 su	 forma	definitiva	 con	 la	 geometría	 analítica
cuyos	inicios	se	atribuyen	a	René	Descartes.	La	gran	ventaja	de	esta	técnica
es	 que	 a	 cada	 curva	 se	 le	 asocia	 una	 ecuación	 algebraica,	 por	 lo	 que	 las
propiedades	de	las	figuras	se	pueden	estudiar	tanto	con	la	geometría	clásica,
como	lo	hacían	Euclides	y	sus	seguidores,	como	por	medio	del	álgebra.
En	 la	 geometría	 analítica,	 cada	punto	 en	un	plano	 está	 representado	por
sus	coordenadas,	que	son	dos	números	que	permiten	localizarlo	con	respecto
a	un	 sistema	de	ejes	predeterminados.	Si	 se	 trata	de	un	punto	en	el	 espacio
tridimensional,	 entonces	 se	 utilizan	 tres	 números	 como	 coordenadas.	 Lo
esencial	 es	 que	 la	 distancia	 entre	 dos	 puntos	 se	 determina	 por	 medio	 del
teorema	de	Pitágoras,	a	partir	de	 las	coordenadas	de	ambos.	La	 relación	 tan
fundamental	 entre	 álgebra	 y	 geometría	 sería	 imposible	 sin	 ese	 teorema	 que
asocia	distancias	con	coordenadas	numéricas.
La	 geometría	 analítica	 fue	 extremadamente	 fructífera	 y	 condujo,	 en	 la
generación	posterior	a	Descartes,	al	siguiente	gran	avance	en	matemáticas:	el
cálculo	 diferencial	 e	 integral,	 desarrollado	 por	 Newton	 y	 Leibniz	 en	 forma
simultánea	e	independiente.[2]
En	cuanto	a	la	esencia	misma	del	espacio,	el	mismo	Descartes	tomó	una
posición	cercana	a	 la	de	Aristóteles.	Negó	la	existencia	del	vacío,	 lo	cual	 lo
llevó	a	identificar	el	espacio	con	la	extensión	material.	El	espacio	todo	estaría
lleno	de	aire	burdo,	como	el	que	respiramos	en	la	Tierra,	y	un	“aire	sutil”,	el
Éter,	 que	 rellenaría	 todo	 el	 Universo.	 Esta	 identificación	 de	 espacio	 con
materia,	sea	ésta	etérea,	fue	duramente	criticada	por	Newton,	como	veremos
en	capítulo	III.
*	*	*
Después	de	tantos	avances	notables,	parecía	que	había	llegado	el	momento	de
saldar	viejas	cuentas	con	el	molesto	quinto	postulado	de	Euclides.	Empero,	el
problema	siguió	trayendo	de	cabeza	a	los	mejores	matemáticos.	Para	el	siglo
XVIII,	 ya	 se	 había	 vuelto	 un	 “escándalo	 de	 la	 geometría	 elemental”,	 en
palabras	 del	 matemático	 francés	 D’Alembert.	 Su	 colega	 y	 compatriota
Legendre	le	dedicó	al	asunto	una	buena	parte	de	su	vida	profesional,	sin	éxito,
pero	 al	menos	 encontró	 una	 nueva	 forma	 equivalente	 del	 quinto	 postulado:
“La	suma	de	 los	ángulos	de	un	 triángulo	es	 igual	a	dos	ángulos	 rectos	 (180
grados)”.	Cosa	que	los	escolares	aprenden	en	la	escuela.
Finalmente,	 a	principios	del	 siglo	XIX,	algunos	matemáticos	visionarios
se	 propusieron	 ver	 el	 problema	 desde	 una	 nueva	 perspectiva.	 Ante	 tantos
fracasos	anteriores,	quedaba	aún	una	vía	por	explorar:	¿por	qué	no	olvidarse
del	 quinto	 postulado	 y	 ver	 hasta	 dónde	 se	 puede	 llegar	 sin	 él?	 Si	 en	 algún
momento	surge	un	resultado	contradictorio,	entonces	todo	lo	que	restaría	por
hacer	 sería	 regresar	 camino	 y,	 a	 partir	 de	 la	 contradicción,	 demostrar	 la
necesidad	 del	 quinto	 postulado.	 Ése	 es	 un	método	 usado	 con	 frecuencia	 en
matemáticas	y	se	llama	“reducción	al	absurdo”.
El	 gran	matemático	Karl	 Friedrich	Gauss,	 alrededor	 de	 1817,	 retomó	 el
viejo	problema	desde	 esa	nueva	perspectiva.	Pronto	 se	 convenció	de	que	 el
quinto	postulado	es	independiente	de	los	cuatro	anteriores	y	que,	por	lo	tanto,
no	 había	 razón	 para	 aferrarse	 a	 él.	 Si	 uno	 se	 olvida	 de	 él,	 no	 llega	 a	 nada
contradictorio,	 sino	 a	 una	 nueva	 geometría	 en	 la	 que	 se	 puede	 definir	 las
paralelas	de	otra	forma.	Pero,	curiosamente,	Gauss	nunca	publicó	su	trabajo;
quizás	no	quería	contradecir	la	geometría	euclidiana,	tan	incuestionable	en	su
época.
Corresponde	 a	 János	 Bolyai	 y	 Nikolai	 Lobachevski,	 quienes	 trabajaron
independientemente	y	 sin	nunca	conocerse,	 el	honor	de	haber	publicado	 los
primeros	estudios	sobre	geometrías	que	no	cumplen	con	el	quinto	postulado.
Ellos	 también	 se	 preguntaron	 qué	 pasaría	 si	 se	 descartara	 el	 molesto
postulado,	y	el	resultado	fue	sorprendente.	Lejos	de	caer	en	contradicciones,
apareció	 una	 nueva	 e	 insospechada	 geometría,	 perfectamente	 consistente	 y
coherente;	 una	 geometría	 no	 euclidiana	 de	 una	 gran	 riqueza	 y	 complejidad.
“He	 descubierto	 cosas	 tan	 sorprendentes	 que	 quedé	 impresionado…	 de	 la
nada	 creé	 un	 extraño	 mundo	 nuevo”,	 escribió	 Bolyai	 a	 su	 padre,	 también
matemático.	 Pero	 cuando	 Bolyai	 comunicó	 su	 descubrimiento	 a	 Gauss,	 la
respuesta	 que	obtuvo	 le	 resultó	 decepcionante:	 el	 gran	matemático	 alabó	 su
trabajo,	pero	le	informó	que	él	ya	había	obtenido	esos	mismos	resultados	años
atrás,	aunque	nunca	los	había	publicado.El	nuevo	mundo	de	 la	geometría	no	euclidiana	 también	 fue	descubierto,
en	la	misma	época,	por	Lobachevski.	Pero	su	trabajo,	que	data	de	1829,	pasó
desapercibido	 durante	 varios	 años	 por	 estar	 escrito	 en	 su	 lengua	 natal	 y
publicado	en	una	oscura	revista	de	la	Universidad	de	Kazan,	en	Rusia.	Incluso
fue	 despreciado	 en	 los	 círculos	 académicos	 de	 su	 patria	 y	 tuvo	 que	 esperar
una	década	hasta	que	apareciera	una	 traducción	al	 francés;	 sólo	 entonces	 el
medio	científico	tomó	conocimiento	de	su	obra.
Lobachevski,	 en	 ese	 trabajo	 clásico,	 desarrolló	 lo	 que	 llamó	 “geometría
imaginaria”,	una	geometría	en	la	que	no	se	recurre	al	quinto	postulado.	Por	el
contrario,	 propuso	 una	 nueva	 definición	 de	 paralela:	 “Todas	 las	 rectas
trazadas	por	un	mismo	punto	en	un	plano	pueden	distribuirse,	con	respecto	a
una	recta	dada	en	ese	plano,	en	dos	conjuntos:	rectas	que	cortan	la	recta	dada
y	rectas	que	no	la	cortan.	La	recta	que	corresponde	al	límite	común	entre	esos
dos	conjuntos	es	la	paralela	a	la	recta	dada”.	De	acuerdo	con	esta	definición,
resulta	que	existen	dos	paralelas	a	una	recta	dada,	una	de	cada	lado	del	punto
dado	(figura	I.1).
Figura	I.1
Es	 notable	 que	 Lobachevski	 no	 quería	 permanecer	 en	 el	 marco	 de	 las
construcciones	 mentales,	 ya	 que	 propuso	 comprobar	 astronómicamente	 la
verdadera	geometría	del	Universo	midiendo	los	ángulos	de	grandes	triángulos
formados	por	dos	puntos	de	la	órbita	 terrestre	y	una	estrella.	Para	 la	estrella
Keida	en	la	constelación	de	Erídano,	comprobó,	con	los	datos	astronómicos	a
su	 disposición,	 que	 la	 suma	 de	 los	 ángulos	 del	 triángulo	 así	 construido	 no
difería	de	180°	más	que	por	un	minuto	de	arco,	lo	cual	no	podría	distinguirse
de	posibles	errores	de	medición.	Aunque	no	podía	sacar	ninguna	conclusión
con	 los	 recursos	 técnicos	 de	 la	 astronomía	 de	 su	 época,	 Lobachevski
manifestó,	en	 forma	profética,	 su	confianza	en	que	se	pudiese	comprobar	 la
verdadera	 geometría	 del	 Universo	 en	 el	 futuro,	midiendo	 distancias	mucho
mayores	y	con	mejor	precisión.
*	*	*
Los	Elementos	de	Euclides	estudian	 la	geometría	sobre	una	superficie	plana
de	dos	dimensiones,	y	las	generalizaciones	a	una	tercera	dimensión	aparecen
sólo	en	el	capítulo	once.	Asimismo,	curvar	una	hoja	sobre	la	cual	se	realizan
demostraciones	geométricas	no	parecía	presentar	una	dificultad	específica.
Las	geometrías	no	euclidianas	describen	esencialmente	espacios	con	una
curvatura	intrínseca.	En	dos	dimensiones,	la	existencia	de	un	espacio	curvo	es
algo	bien	conocido	y	no	tiene	ningún	misterio;	el	ejemplo	más	simple	es	el	de
la	 superficie	 de	 la	 Tierra.	 Pero	 no	 olvidemos	 que	 los	 humanos	 tardaron
muchos	 siglos	 en	 darse	 cuenta	 de	 que	 la	 Tierra	 es	 redonda	 y	 no	 plana;	 así
también	los	geómetras	creían	que	el	espacio	es	plano.
La	superficie	terrestre	es	un	espacio	curvo	de	dos	dimensiones	contenido
en	el	espacio	común	de	tres	dimensiones.	La	curvatura	es	cuestión	de	escalas:
en	 regiones	 pequeñas	 de	 la	Tierra,	 su	 superficie	 puede	 tomarse	 como	plana
para	todo	fin	práctico:	 los	mapas	de	las	ciudades	dan	una	idea	muy	correcta
de	las	distancias.	En	cambio,	la	curvatura	se	manifiesta	al	describir	superficies
muy	 grandes;	 como	 es	 bien	 sabido,	 en	 los	 mapas	 planos	 resulta	 imposible
“aplanar”	 un	 continente	 entero	 sin	 deformar	 las	 distancias;	 las	 regiones
polares	 se	 ven	 magnificadas	 y	 una	 isla	 relativamente	 pequeña	 como
Groenlandia	parece	ser	más	grande	que	Europa.
La	superficie	de	una	esfera	es	fácil	de	visualizar	y	podemos	tomarla	como
ejemplo	 para	 ilustrar	 algunas	 propiedades	 básicas	 de	 un	 espacio	 curvo.
Cualquier	 punto	 sobre	 la	 superficie	 terrestre	 se	 determina	 con	 dos
coordenadas,	 que	 suelen	 ser	 la	 longitud	y	 la	 latitud.	Para	medir	 la	distancia
entre	 dos	 puntos,	 se	 puede	 recurrir	 al	 teorema	 de	 Pitágoras;	 si	 bien	 éste	 se
aplica	 sólo	 a	 superficies	 planas,	 también	 es	 válido	 en	 una	 región	 de	 la
superficie	 terrestre	 lo	 suficientemente	pequeña	para	que	parezca	plana.	Para
fijar	 las	 ideas,	 notemos	 que	 la	 fórmula	 para	 medir	 la	 hipotenusa	 dl	 de	 un
triángulo	rectángulo	cuyos	catetos	valen	dx	y	dy	está	dada	por	la	fórmula:[3]
dl²	=	dx²	+	dy².
Su	 generalización	 a	 un	 triángulo	 pequeño	 sobre	 la	 superficie	 terrestre
toma	la	forma:
dl²	=	R²(dθ²	+	sen²θ	dΦ²),
donde	 R	 es	 el	 radio	 de	 la	 Tierra,	 y	 θ	 y	 Φ	 son	 la	 longitud	 y	 latitud
respectivamente	(figura	I.2).
Figura	I.2
Ahora	bien,	siempre	se	pueden	unir	dos	puntos	dados,	no	necesariamente
muy	cercanos,	por	una	curva.	¿Cómo	medir	la	longitud	de	una	curva?	La	idea
es	medir	 segmentos	 de	 la	 curva	 que	 sean	 lo	 suficientemente	 pequeños	 para
que	parezcan	rectas,	y	luego,	en	un	siguiente	paso,	sumar	todos	los	segmentos
para	obtener	la	longitud	total	de	una	curva.	Lo	importante	en	este	proceso	es
que	 la	 longitud	 se	puede	definir	 sin	 ambigüedad	como	el	 límite	obtenido	al
hacer	cada	segmento	cada	vez	más	pequeño	y	su	número	total	cada	vez	más
grande.	Este	proceso	se	puede	aplicar	con	toda	exactitud	y	rigor	matemático
utilizando	 las	 poderosas	 técnicas	 del	 cálculo	 diferencial	 e	 integral
desarrolladas	por	Newton	y	Leibniz	en	el	siglo	XVII.
Lo	 importante	 es	que	 se	puede	definir	 rigurosamente	 la	 longitud	de	una
curva	 que	 une	 dos	 puntos	 sobre	 una	 superficie	 curva.	 El	 siguiente	 paso
consiste	en	generalizar	el	concepto	de	recta,	para	lo	cual	recordaremos	lo	que
todos	hemos	aprendido	en	la	escuela:	 la	recta	es	la	curva	de	menor	longitud
entre	dos	puntos.	Esta	definición	involucra	sólo	un	concepto:	longitud,	por	lo
que	la	noción	de	recta	puede	generalizarse	en	una	forma	bastante	obvia:	como
una	“curva	de	mínima	longitud”	o,	en	lenguaje	matemático,	“geodésica”.	Lo
esencial	es	que	esta	definición	se	aplica	a	cualquier	tipo	de	superficie	curva;	si
disponemos	 de	 una	 fórmula	 que	 generaliza	 el	 teorema	 de	 Pitágoras	 y	 nos
permite	medir	distancias	 sobre	 la	 superficie,	 siempre	podemos	encontrar	 las
geodésicas	correspondientes.	Por	ejemplo,	para	la	superficie	de	una	esfera,	es
evidente	que	la	curva	de	mínima	longitud	que	une	dos	puntos	dados	es	el	arco
máximo	que	pasa	por	esos	dos	puntos	(véase	la	figura	I.3).
Figura	I.3
Ahora	se	ve	por	qué	no	tiene	sentido	definir	paralelas	en	un	espacio	curvo
como	la	superficie	terrestre.	El	quinto	postulado	sólo	se	aplica	en	una	región
pequeña	 de	 la	 Tierra,	 donde	 no	 se	 nota	 su	 curvatura.	 Dado	 que	 un	 arco
máximo	 siempre	 cruza	 otro	 arco	 máximo,	 dos	 geodésicas	 “paralelas”	 se
unirán	necesariamente	en	dos	puntos,	una	antípoda	de	la	otra.	El	concepto	de
paralela	como	dos	rectas	que	nunca	se	encuentran,	no	 tiene	sentido	sobre	 la
superficie	de	una	esfera.
Otros	 postulados	 de	 la	 geometría	 euclidiana	 tampoco	 se	 aplican	 sobre
superficies	 curvas.	 Por	 ejemplo,	 si	 definimos	 un	 triángulo	 como	 una	 figura
geométrica	 formada	por	 tres	geodésicas,	 resulta	que	 tal	 triángulo	no	cumple
uno	de	 los	 teoremas	básicos	de	 la	geometría	euclidiana:	que	 la	suma	de	sus
tres	ángulos	internos	sea	igual	a	dos	ángulos	rectos.	Para	darse	cuenta	de	ello,
basta	 con	visualizar	 el	 “triángulo”	 formado	por	 el	 ecuador	y	dos	cuartos	de
meridianos	 sobre	una	 esfera:	 la	 suma	de	 sus	 ángulos	 es	 siempre	mayor	que
180	grados.
Por	 supuesto,	 la	 superficie	 de	una	 esfera	no	 es	 el	 único	 ejemplo	de	una
superficie	 curva.	 Otros	 ejemplos	 son	 la	 superficie	 de	 un	 hiperboloide,	 o	 la
superficie	de	una	silla	de	montar	(figura	I.4).	Se	trata	de	espacios	llamados	de
curvatura	 negativa,	 a	 diferencia	 de	 la	 superficie	 de	 una	 esfera	 que	 es	 de
curvatura	positiva.	El	espacio	estudiado	originalmente	por	Lobachevski	es	de
curvatura	negativa;	en	ella	dos	“rectas”	pueden	pasar	por	un	mismo	punto	y
ser	 paralelas	 a	 una	 “recta”	 dada;	 además,	 al	 contrario	 de	 la	 esfera,	 en	 un
espacio	 de	 curvatura	 negativa,	 la	 suma	 de	 los	 ángulos	 de	 un	 triángulo	 esmenor	que	180	grados.	También	ocurren	otras	rarezas	que	contradicen	toda	la
geometría	 elemental	 que	 nos	 enseñan	 en	 la	 escuela.	 Empero,	 como	 ya
dijimos,	es	un	mundo	con	su	propia	coherencia.
Figura	I.4
Espacios	riemannianos
Una	 superficie	 curva	 siempre	 se	 puede	 visualizar	 como	 un	 espacio	 de	 dos
dimensiones	 inmerso	 en	 el	 espacio	 de	 tres	 dimensiones	 descrito	 por	 la
geometría	de	Euclides.	La	curvatura,	así	entendida,	no	sería	algo	intrínseco	al
espacio,	sino	sólo	la	consecuencia	de	restringirse	a	dos	dimensiones	dentro	de
un	 mundo	 que,	 de	 otra	 forma,	 es	 perfectamente	 euclidiano.	 Es	 esta
concepción	 estrecha	 la	 que	 impidió	 durante	 siglos	 que	 los	 matemáticos	 se
percataran	 de	 que	 existen	 otras	 geometrías.	 Se	 necesitaba	 del	 espíritu
aventurero	de	los	matemáticos	del	siglo	XIX	y,	particularmente,	de	la	visión
profética	 de	 Bernhard	 Riemann	 (1826-1866),	 para	 que	 la	 razón	 humana
pudiese	escapar	del	restringido	espacio	de	las	tres	dimensiones	y	buscara	una
nueva	perspectiva	del	mundo.
Riemann	 fue	 el	 primero	 en	 concebir	 a	 la	 curvatura	 no	 como	 una
consecuencia	 de	 restringir	 el	 número	 de	 dimensiones,	 sino	 como	 una
propiedad	 intrínseca	 y	muy	 general	 del	 espacio.	 Esta	 idea	 aparece	 ya	 en	 la
tesis	 doctoral	 que	 preparó	 cuando	 estudiaba	 en	 la	 Universidad	 de	 Gotinga,
bajo	 la	 dirección	 nada	menos	 que	 del	 propio	Gauss,	 donde	 también	 tuvo	 la
oportunidad	de	conocer	a	muchos	de	los	grandes	matemáticos	de	su	época.
En	1854,	Riemann	preparó	una	conferencia	 sobre	geometría	 como	parte
de	su	grado	de	Habilitationsvortrag.	El	trabajo	“Über	die	Hypothesen	welche
der	 Geometrie	 zu	 Grunde	 liegen”	 (“Sobre	 las	 hipótesis	 en	 las	 que	 la
geometría	 se	 fundamenta”)	 habría	 de	 convertirse	 en	 un	 clásico	 de	 las
matemáticas.	En	él	mostró	cómo	se	podía	definir	un	espacio	con	un	número
arbitrario	 de	 dimensiones	 y	 cómo	 extender	 el	 concepto	 de	 espacio	 curvo	 a
dimensiones	 mayores	 que	 dos,	 generalizando	 para	 ello	 el	 teorema	 de
Pitágoras	a	la	medición	de	distancias	en	múltiples	dimensiones.	En	la	segunda
parte	de	su	trabajo,	Riemann	discutió	la	relación	entre	física	y	geometría	y	se
preguntó	 cuál	 debía	 ser	 la	 verdadera	 dimensión	 del	 espacio	 y	 cuál	 la
geometría	que	describe	el	espacio	físico.	Es	cierto	que	vivimos	en	un	espacio
de	tres	dimensiones,	pero	el	concepto	de	dimensión	es	mucho	más	complejo
de	lo	que	parece	a	primera	vista.
En	realidad,	Riemann	estaba	demasiado	adelantado	para	su	época	y	sólo
Gauss	lo	entendió.	Tendrían	que	pasar	sesenta	años	para	que	Einstein	volviera
al	problema	y	creara	la	teoría	de	la	relatividad	general.
*	*	*
Una	línea	o	curva	es	un	espacio	de	una	sola	dimensión,	la	superficie	de	una
hoja	de	papel	posee	dos	dimensiones,	y	el	 espacio	en	el	 cual	nos	movemos
tiene	 tres	 dimensiones.	 Podemos	 visualizar	 fácilmente	 tales	 espacios,	 ¿pero
cómo	concebir	un	espacio	de	más	de	tres	dimensiones?
El	concepto	matemático	no	presenta	ninguna	dificultad.	Si	un	punto	en	el
espacio	de	tres	dimensiones	es	un	conjunto	de	tres	números,	entonces	todo	lo
que	hay	que	hacer	es	definir	un	punto	de	un	espacio	de	n	dimensiones	como
un	 conjunto	 de	 n	 números.	 En	 términos	 matemáticos,	 un	 espacio	 de	 n
dimensiones	es	simplemente	una	colección	de	puntos,	siendo	cada	punto	una
combinación	 de	 n	 números,	 que	 son	 sus	 coordenadas.	 Además,	 lo
fundamental	 es	 que	 se	 puede	 incluir	 una	 definición	 de	 distancia	 en	 n
dimensiones	simplemente	generalizando	el	teorema	de	Pitágoras:
ds²	=	dx²	+	dy²	+	dz²	+	du²	+	dv²	+	dw²	…
que	determina	la	distancia	entre	dos	puntos	de	un	espacio	n-dimensional.
Pero	 la	 contribución	 fundamental	 de	 Riemann	 consistió	 en	 extender	 el
concepto	de	curvatura	a	espacios	de	múltiples	dimensiones,	para	así	definir	un
espacio	curvo	de	n	dimensiones.	Como	bien	lo	notó,	tal	espacio	debe	incluir	y
generalizar	una	característica	importante	del	espacio	de	tres	dimensiones,	que
es	 la	posibilidad	de	definir	distancias.	Una	vez	que	se	 fija	una	fórmula	para
determinar	la	“distancia”	entre	dos	“puntos”	del	espacio	de	n	dimensiones,	se
puede	proceder	a	 la	 exploración	de	un	nuevo	mundo	matemático	que	posee
una	 perfecta	 consistencia.	 Surgió	 así	 una	 nueva	 geometría,	 la	 geometría
riemanniana,	de	la	cual	la	geometría	euclidiana	es	sólo	un	caso	particular.
Como	mencionamos	antes,	existe	una	fórmula	para	determinar	la	distancia
entre	dos	puntos	sobre	cualquier	superficie	curva	a	partir	de	sus	coordenadas.
La	 geometría	 de	 Riemann	 no	 sólo	 generaliza	 el	 teorema	 de	 Pitágoras	 a	 n
dimensiones,	 sino	 también	 a	 espacios	 curvos.	 La	 definición	 precisa	 de	 un
espacio	riemanniano	de	n	dimensiones	se	da	a	través	de	su	fórmula	para	medir
distancias,	que	tiene	la	forma
ds²	=	gxx	dx²	+	gyy	dy²	+	gzzdz²	+	guudu²	+	gvvdv²	+	gwwdw²	+	gxydxdy	+	gxz	dx
dz	+	…
como	generalización	de	la	fórmula	anterior.	El	elemento	más	importante	que
aquí	aparece	es	lo	que	se	conoce,	en	lenguaje	técnico,	como	“tensor	métrico”,
un	conjunto	de	funciones	de	la	forma	gij,	con	las	cuales,	a	través	del	teorema
de	Pitágoras	generalizado,	se	puede	medir	la	longitud	de	cualquier	curva.	Más
aún,	sabiendo	medir	curvas,	se	pueden	determinar	las	geodésicas	a	partir	del
tensor	métrico.	Riemann	desarrolló	el	aparato	matemático	de	su	geometría	en
otro	trabajo	sobre…	¡las	propiedades	térmicas	de	los	sólidos!	Allí	aparece	el
“tensor	 de	 Riemann”,	 que	 indica	 si	 un	 espacio	 es	 curvo	 o	 no,	 así	 como	 la
manera	explícita	de	encontrar	geodésicas.
Riemann	alguna	vez	manifestó	su	esperanza	de	que	los	espacios	curvos	de
múltiples	 dimensiones	 tuvieran	 algo	que	ver	 con	 las	 propiedades	 físicas	 del
mundo	material.	Si	bien	su	trabajo	no	fue	debidamente	apreciado	durante	su
corta	vida,	sus	ideas	empezaron	a	germinar	rápidamente.	Así,	sólo	cinco	años
después	 de	 su	muerte,	 el	matemático	 inglés	W.	K.	Clifford	 (1845-1879)	 ya
hablaba	de	que	el	espacio	no	sería	plano	en	escalas	muy	pequeñas,	sino	que
debería	 poseer	 algo	 análogo	 a	 “pequeñas	 colinas”;	 dicho	 de	 otro	modo,	 así
como	 una	 superficie	 rugosa	 se	 ve	 lisa	 desde	 lejos,	 de	 la	 misma	 forma	 el
espacio	 sería	 plano	 sólo	 a	 gran	 escala;	 según	 sus	 ideas,	 la	 física	 se	 podría
reducir	 a	 los	 cambios	 fluctuantes	 de	 esa	 microscópica	 curvatura.	 Como
veremos	en	el	capítulo	VI,	estas	ideas	serían	retomadas	seis	décadas	después
por	Albert	Einstein,[4]	quien	utilizaría	la	geometría	de	Riemann	para	formular
su	teoría	de	la	gravitación.
[2]	Aunque	ambos	se	acusaron	mutuamente	de	plagio,	en	un	amargo	pleito.
[3]	El	lector	familiarizado	con	el	cálculo	diferencial	reconocerá	las	diferenciales	de	longitud.
[4]	De	ningún	modo	quiero	dejar	la	impresión	de	que	las	matemáticas	se	agotaron	con	la	geometría,	y
en	 particular	 con	 la	 riemanniana.	 Así,	 por	 ejemplo,	 al	 abandonar	 el	 concepto	 de	 distancia	 y
concentrarse	 en	 las	 propiedades	 cualitativas	 de	 los	 espacios,	 los	 matemáticos	 desarrollaron	 una
nueva	y	extensa	rama	de	las	matemáticas:	la	topología.
II.	Tiempo
Fue	hallada.
¿Qué?	¡La	eternidad!
Rimbaud
Es	bien	sabido	que	el	tiempo	objetivo,	el	del	calendario	y	el	reloj,	no	siempre
coincide	con	el	tiempo	subjetivo:	en	una	situación	placentera	sentimos	que	el
tiempo	“vuela”,	mientras	que	en	circunstancias	desagradables	el	paso	de	cada
segundo	se	vuelve	una	tortura.
Para	 fines	prácticos	utilizamos	un	 tiempo	único	y	objetivo,	que	fluye	en
un	solo	sentido	y	nunca	regresa.	Tanto	nos	hemos	acostumbrado	a	esta	 idea
que	olvidamos	cuán	distinta	era	la	concepción	temporal	de	nuestros	remotos
antepasados.	Si	bien	los	pueblos	antiguos	también	medían	el	tiempo,	lo	hacían
con	el	paso	de	los	días	y	las	estaciones,	fenómenos	cíclicos	que	implican	un
tiempo	circular,	no	lineal.
El	tiempo	lineal	y	la	Historia	son	inventos	relativamente	recientes.	Mircea
Eliade,	 el	 gran	 historiador	 de	 las	 religiones,	mostró	 cómo,	 para	 los	 pueblos
llamados	 “primitivos”,los	 acontecimientos	 importantes	 son	 repeticiones	 de
hechos	sobrenaturales	y	gestas	de	dioses,	ocurridos	en	épocas	remotas,	antes
de	que	empezara	a	correr	el	 tiempo	de	los	humanos.	Los	pueblos	primitivos
sentían	un	verdadero	“terror	a	la	historia”	y	por	ello	repetían	periódicamente
ritos	 de	 “abolición	 del	 tiempo”,	 con	 el	 fin	 de	 empezar	 un	 nuevo	 ciclo	 que
sería	 la	 representación	 de	 un	 guión	 ya	 actuado	 incontables	 veces	 y	 que
representaba	lo	que	los	dioses	habían	hecho	una	primera	vez,	cuando	crearon
el	 Universo.	 “Para	 el	 hombre	 tradicional,	 la	 imitación	 de	 un	 modelo
arquetípico	 es	 una	 actualización	 nueva	 del	 momento	 mítico	 en	 que	 el
arquetipo	fue	revelado	por	primera	vez.”[5]
En	 el	 fondo,	 argumenta	 Eliade,	 todos	 los	 ritos	 de	 renovación	 son	 una
reescenificación	del	Arquetipo	Primordial:	la	Creación	del	Mundo.	Trazas	de
estos	 ritos	 se	 pueden	 encontrar	 en	 las	 fiestas	 religiosas,	 ceremonias	 de
entronización	o	renovación	de	gobernantes.
En	 religiones	 complejas	 como	 la	 hindú	 y	 en	 algunas	 variantes	 del
budismo,	se	mencionan	ciclos	mucho	más	largos,	de	miles	de	años,	al	término
de	los	cuales	el	mundo	habría	de	acabar	catastróficamente	para	luego	nacer	de
sus	cenizas.	Para	los	filósofos	estoicos	de	la	antigua	Grecia,	el	mundo	habría
de	consumirse	en	un	fuego	cósmico,	la	“ecpirosis”,	para	luego	renovarse	una
vez	más.
Eliade	señala	que	los	acontecimientos	históricos	empiezan	a	aparecer	sólo
en	 las	 religiones	 modernas.	 En	 la	 Biblia,	 Dios	 se	 manifiesta	 en	 momentos
precisos	de	la	historia:	el	tiempo	de	las	revelaciones	es	también	el	tiempo	de
los	 humanos.	 El	 pleno	 concepto	 de	 un	 tiempo	 lineal,	 en	 el	 que	 ocurren
progresos,	 se	 remonta	 apenas	 al	 siglo	 XVII,	 cuando	 Newton	 descubre	 las
leyes	que	gobiernan	el	movimiento	de	la	materia.	Hasta	esa	época,	se	tendía	a
suponer	que	la	verdadera	sabiduría	había	sido	el	patrimonio	de	la	Antigüedad,
y	 que	 cualquier	 cambio	 apuntaba	 hacia	 una	 degeneración	 del	 mundo	 y	 un
empeoramiento	de	la	condición	humana;	ante	lo	cual	era	preferible	pensar	que
la	 historia	 se	 repite	 cíclicamente	 o	 aceptar	 que	 el	 fin	 del	 mundo	 estaba
relativamente	cerca.	La	Historia	y	el	Progreso	son	conceptos	modernos.
Platón
Platón	 describe	 la	 creación	 del	 Universo	 y	 el	 nacimiento	 del	 Tiempo	 en	 el
diálogo	de	Timeo.	Si	bien	se	trata	de	una	hermosa	narración,	no	está	claro	qué
tanta	veracidad	le	asignó	y	qué	tanto	de	ella	pretendió	que	se	tomara	en	forma
simbólica,	lo	cual,	además,	puede	depender	del	periodo	en	el	que	lo	escribió.
Sobra	 decir	 que	 su	 narración	 no	 corresponde	 a	 los	 estándares	modernos	 de
investigación	científica.
Cuenta	 Platón,	 por	 boca	 de	 Timeo,	 que	 el	 Demiurgo	 hizo	 primero	 un
modelo	 del	 Universo	 que	 era	 una	 Criatura	 Viviente	 eterna.	 Cuando	 estuvo
satisfecho	de	su	obra,	procedió	a	hacer	el	Universo	mismo	de	acuerdo	a	ese
modelo.	 Pero	 la	 copia	 no	 podía	 ser	 perfecta	 porque	 no	 era	 eterna	 y,	 por	 lo
tanto,	el	Demiurgo	hizo	el	Tiempo	como	una	“imagen	móvil	de	la	Eternidad”,
que	“se	mueve	de	acuerdo	con	los	números	(37	d)”.[6]
El	tiempo,	pues,	es	algo	conmensurable	que	acompaña	al	mundo	material
y	que	no	existía	antes	de	él.	Al	respecto,	el	texto	dice	a	la	letra:
El	Tiempo	fue	creado	junto	con	los	Cielos,	con	el	fin	de	que,	habiendo	sido	generados	juntos,	puedan
disolverse	también	juntos…	y	fue	hecho	de	acuerdo	con	el	plan	de	la	Naturaleza	Eterna	con	el	fin	de
que	 le	 fuera	 tan	parecido	como	posible.	En	efecto,	el	modelo	es	algo	que	existe	de	 toda	eternidad,
mientras	que	el	cielo…	“fue”,	“es”	y	“será”…	De	donde	el	Demiurgo…	para	generar	el	Tiempo,	creó
el	Sol,	la	Luna	y	cinco	otras	estrellas,	que	se	llaman	“planetas”	(errantes)	para	determinar	y	preservar
los	números	del	Tiempo.	(38	b-c)
El	texto	anterior	se	puede	entender	en	el	contexto	de	la	teoría	platónica	de
las	 Formas	 o	 Ideas.	 Abramos	 aquí	 un	 paréntesis	 más	 bien	 amplio	 para
explicar	esta	concepción	platónica,	ya	que	volveremos	a	ella	más	adelante,	en
el	contexto	de	la	física	moderna.
Uno	de	los	problemas	que	interesaban	a	Platón	era	el	de	la	percepción	de
la	 realidad.	 Si	 el	 mundo,	 para	 nosotros,	 es	 una	 sucesión	 de	 sensaciones,
¿cómo	 puede	 nuestra	 mente	 percibir	 algo	 coherente?	 Heráclito	 decía	 que
nadie	 se	 mete	 dos	 veces	 al	 mismo	 río,	 pues	 las	 aguas	 del	 río	 cambian
continuamente;	 y,	 sin	 embargo,	 podemos	 concebir	 un	 río.	 La	 respuesta	 de
Platón	es	que	nuestras	concepciones	no	se	aplican	a	la	experiencia	sensorial,
siempre	mutable,	 sino	a	otro	 registro	de	 la	 realidad,	un	mundo	de	 las	 Ideas,
Formas	 o	 Imágenes	 (las	 dos	 palabras	 originales	 que	 utiliza	 indistintamente
son:	 idea	 y	 eidos,	 que	 se	 traducen	 según	 el	 gusto	 de	 cada	 traductor),	 entes
inmutables	que	nos	permiten	darle	un	sentido	a	la	realidad.	Sin	las	Formas,	el
mundo	 sensible	 sería	 para	 nosotros	 sólo	 un	 conjunto	 abigarrado	 de
sensaciones.
De	acuerdo	con	Platón,	el	mundo	de	las	Formas	debe	ser	eterno	y	ajeno	al
tiempo,	 y	 el	 mundo	 material	 es	 su	 copia	 paralela.	 Esta	 concepción	 puede
parecer	extraña	y	esotérica,	pero	podemos	ilustrarla	con	un	ejemplo	familiar
de	lo	que	podría	ser	una	región	de	ese	mundo:	las	matemáticas.
Círculos,	cuadrados,	 triángulos	son	conceptos	puros	y	abstractos,	ya	que
en	 el	 mundo	 real	 sólo	 existen	 objetos	 que	 son	 más	 o	 menos	 circulares,
cuadrados	o	triangulares.	Pero	el	conocimiento	de	las	figuras	geométricas	nos
permite	 percibir	 algo	 como	 redondo,	 etc.	 ¿Dónde	 están	 esas	 Formas
geométricas?	Platón	era	renuente	a	poner	sus	ideas	demasiado	explícitamente
por	 escrito,	 ya	 que	 confiaba	 en	 transmitir	 sus	 conocimientos	 al	 futuro
escribiendo	en	las	almas,	más	que	en	los	pergaminos.	Nos	queda	el	testimonio
de	 su	 discípulo	 Aristóteles	 quien,	 en	 su	Metafísica,	 cuenta	 que	 su	maestro
situaba	 a	 las	matemáticas	 en	 una	 posición	 intermedia	 entre	 el	mundo	 de	 la
Formas	 y	 el	 de	 la	 materia	 sensible.	 Así,	 nuestra	 mente	 “construye	 la
experiencia”	conectando	las	Formas	con	la	realidad	sensible	por	medio	de	una
estructura	simbólica,	como	lo	es	el	 lenguaje	matemático.	Eso	es	 lo	que	dice
Aristóteles	que	le	oyó	decir	a	su	maestro.[7]
Si	las	matemáticas	forman	un	mundo	aparte,	¿qué	tan	real	es	ese	mundo?
Esto	 conduce	 a	 la	 pregunta	 fundamental:	 ¿existen	 las	 matemáticas
independientemente	 de	 la	 mente	 humana?	 Preguntas	 más	 específicas
relacionadas	con	esta	misma	son:	¿existen	las	verdades	matemáticas	si	nadie
las	 demuestra?,	 ¿existía	 el	 teorema	 de	 Pitágoras	 antes	 de	 que	 hubiera	 seres
humanos	que	lo	concibieran?,	¿existen	los	números	primos,	que	son	infinitos
y	que,	por	lo	tanto,	no	podemos	conocerlos	todos?,	¿a	qué	clase	de	realidad	se
refieren	las	conjeturas	matemáticas,	como	la	de	Goldbach[8]	o	la	de	Riemann,
[9]	que	no	han	sido	demostradas	todavía?
Al	 respecto,	hay	diversas	 escuelas	de	pensamiento.	Para	 los	 formalistas,
las	matemáticas	son	sólo	un	lenguaje,	un	conjunto	de	símbolos	que	no	tienen
más	 sentido	 que	 el	 que	 nosotros	 les	 damos	 por	 convención;	 así,	 la
demostración	 de	 conjeturas	 como	 las	 de	 Goldbach	 o	 la	 de	 Riemann,	 si
llegaran	a	encontrarse,	sería	un	conjunto	de	símbolos	con	algún	sentido	para
los	matemáticos	y	nada	más.	Para	los	intuicionistas,	las	matemáticas	consisten
en	 construcciones	 intuitivas	 basadas	 en	 los	 números	 naturales,	 que	 son	 los
únicos	 que	 tienen	 realidad;	 lo	 demás,	 teoremas	 o	 conjeturas,	 serían	 puras
construcciones	de	la	mente	humana.
La	 posición	 contraria	 a	 las	 anteriores	 es	 la	 del	 platonismo	matemático.
Como	mencionamos,	 el	mundo	material,	 según	Platón,	 es	 el	 reflejo	 de	 otro
mundo,	 el	 de	 las	 Formas.	 Existen	 figuras	 geométricas	 como	 círculos	 o
triángulos	 perfectos,	 cuyas	 “sombras”	 o	 copias	 percibimos	 en	 el	 mundo
material	 en	 forma	 de	 objetos	 más	 o	 menos	 circulares	 o	 triangulares.
Asimismo,existen	 infinitos	 números	 que	 poseen	 propiedades	 reales,	 unas
desconocidas	 y	 otras	 conocidas	 —como	 son	 las	 conjeturas—,	 que	 no
dependen	 de	 si	 algún	 matemático	 las	 descubre.	 Las	 matemáticas	 son	 una
porción	del	mundo	inmutable	de	las	Formas,	la	más	cercana	a	la	materia,	y	las
verdades	matemáticas	existen	al	igual	que	un	territorio	que	puede	permanecer
inexplorado	sin	que	por	ello	deje	de	tener	una	existencia	real.
En	resumen,	se	puede	decir	que	las	matemáticas	existen	fuera	del	espacio
y	 el	 tiempo:	 cualquier	 verdad	 matemática	 es	 válida	 eternamente	 e
independientemente	 de	 la	 situación	 espacial;	 los	 teoremas	 se	 cumplen	 en
cualquier	 lugar	 del	 Universo	 y	 en	 cualquier	 momento.	 A	 diferencia	 de	 las
cosas	materiales,	 que	 son	 efímeras	 y	 se	 alteran	 con	 el	 paso	 del	 tiempo,	 las
matemáticas	 son	 inmutables.	 Si	 aceptamos	 que	 forman	 un	 mundo
independiente,	debemos	aceptar	también	que	se	trata	de	un	mundo	en	el	que
el	tiempo	no	transcurre.
Si	 aceptamos,	 además	 de	 las	 matemáticas,	 la	 existencia	 de	 un	 mundo
inmaterial	 más	 amplio,	 el	 de	 las	 Formas,	 que	 se	 sitúa	 fuera	 del	 tiempo,
podemos	entender	mejor	 la	 cosmogonía	 esbozada	 en	 el	Timeo.	El	Universo
material	 existe	 como	 la	 imagen	 de	 una	 Forma,	 la	 Idea	 del	 Universo,	 la
“Criatura	Viva”	que	según	Platón	es	eterna,	al	igual	que	las	matemáticas.	El
Universo	 material,	 tal	 como	 lo	 percibimos,	 existe	 gracias	 a	 que	 el	 tiempo
transcurre	 en	 él,	 pero	 el	 tiempo	 es	 una	 propiedad	 de	 la	 materia,	 no	 de	 las
Formas.
¿Cómo	 definir	 el	 tiempo?	 Platón	 no	 encuentra	mejor	 definición	 que	 en
términos	 del	 movimiento	 de	 los	 cuerpos	 celestes.	 El	 Sol,	 la	 Luna	 y	 las
estrellas	generan	la	noche	y	el	día,	así	como	los	meses	y	los	años.	Identifica,
así,	 los	 números	 del	 tiempo,	 es	 decir	 su	 medición,	 con	 el	 movimiento
planetario,	 que	 era	 la	 única	 manera	 confiable	 de	 medirlo	 en	 su	 época.
Veremos	en	el	capítulo	IX	que	la	situación	no	cambió	drásticamente	durante
muchos	siglos	y	que	sólo	recientemente	sustituyeron	los	átomos	a	los	cuerpos
celestes	como	medidas	del	tiempo.
Aristóteles
Aristóteles,	 en	 su	 Física,	 intenta	 también	 elucidar	 el	 concepto	 del	 tiempo.
Después	de	enumerar	 lo	que	no	es,	no	 le	queda	más	 remedio	que	definir	 al
tiempo	 como	 aquello	 que	 se	 puede	 medir	 con	 números.	 El	 tiempo	 es	 una
medida	del	movimiento,	pero	no	es	el	movimiento.	El	tiempo	es	“el	número
del	 movimiento,	 de	 acuerdo	 con	 lo	 anterior	 y	 lo	 posterior”	 (“arithmos
kineseos	 kata	 to	 proteron	 kai	 usteron”).	 En	 esto	 no	 añade	 nada	 nuevo	 a	 lo
dicho	por	Platón,	para	quien	el	tiempo	era,	en	esencia,	lo	que	se	medía	con	el
movimiento	de	los	astros,	pero	critica	 la	afirmación	de	su	maestro,	expuesta
en	 el	 Timeo,	 de	 que	 el	 tiempo	 fue	 engendrado	 junto	 con	 el	 mundo.	 La
contradicción	es	demasiado	obvia	para	que	Aristóteles	 la	haya	dejado	pasar;
para	 él	 es	 evidente	 que	 el	 tiempo	 debe	 ser	 infinito,	 pues	 no	 tiene	 sentido
hablar	del	principio	del	tiempo,	cuando	todo	principio	tiene	que	ocurrir	en	el
tiempo	mismo.
San	Agustín
“¿Qué	 es	 el	 tiempo?”	 se	 pregunta	 San	 Agustín	 al	 igual	 que	 tantos	 otros
mortales.	En	el	Libro	XI	de	sus	Confesiones	plantea	de	diversas	formas	esta
interrogante	fundamental	y	termina	por	reconocer:	“Si	nadie	me	pregunta;	lo
sé;	si	alguien	me	pregunta	y	lo	quiero	explicar,	no	lo	sé.”	No	obstante,	sigue
analizando	el	problema;	nota	que,	como	es	evidente,	hay	tres	tiempos:	futuro,
presente	 y	 pasado;	 el	 presente	 es	 sólo	 un	 paso	 entre	 el	 futuro	 y	 el	 pasado,
mientras	que	el	 futuro	se	vuelve	pasado	continuamente.	Actuamos	en	forma
tal	que	anticipamos	el	futuro	y	recordamos	las	cosas	que	ocurrieron	y	pasan	a
formar	 parte	 del	 pasado;	 futuro	 y	 pasado	 son	 reales,	 tan	 reales	 como	 el
presente	que	percibimos.
Pero,	¿dónde	están	el	pasado	y	el	futuro?	Si	sólo	percibimos	el	presente,
entonces	 es	 incorrecto	 decir	 que	 existen	 tres	 tiempos.	 Sólo	 hay	 un	 presente
que	se	manifiesta	en	tres	formas	distintas:	un	presente	que	trata	del	pasado	y
que	 es	 un	 recuerdo;	 un	 presente	 que	 trata	 del	 presente	 y	 que	 es	 una	 visión
fugaz;	un	presente	que	trata	del	futuro	y	que	es	una	espera.	“Tres	tiempos	que
veo…	tres	realidades.”
Luego	se	pregunta	San	Agustín	cómo	medimos	el	tiempo.	Su	respuesta	es
la	misma	que	dio	Platón:	 en	 la	 práctica,	 con	 respecto	 al	movimiento	de	 los
astros	que	sirven	para	marcar	días	y	años.	Así	era	en	su	época	(y	sigue	siendo
en	 parte	 hasta	 ahora).	 Pero,	 ¿cómo	 medir,	 por	 ejemplo,	 la	 duración	 de	 un
sonido?	 ¿Cómo	 determinar	 que	 un	 sonido	 es	 más	 largo	 que	 otro?	 “No	 lo
puedo	hacer	más	que	 si	ya	pasaron	y	 terminaron.	Entonces	no	 son	ellos	 los
que	 mido;	 ya	 no	 son	 nada;	 sino	 que	 es	 algo	 que	 queda	 grabado	 en	 mi
memoria.”
“Es	 en	 ti,	 alma	mía,	 que	mido	 los	 tiempos…	La	 impresión	 que,	 cuando
pasan,	las	cosas	hacen	en	ti	y	que,	cuando	pasaron,	permanece,	es	ella	la	que
mido,	 y	 no	 las	 cosas,	 que	 pasaron	 cuando	 mido	 el	 tiempo.”[10]	 El	 tiempo,
entonces,	sería	una	propiedad	de	la	mente	que	nos	permite	percibir	el	mundo.
Esta	concepción	sería	elaborada	más	profundamente	por	Kant,	como	veremos
en	el	capítulo	V.
En	cuanto	a	si	Dios	existía	antes	de	crear	al	mundo,	San	Agustín	llega	a	la
conclusión	de	que	el	tiempo	es	una	creación	divina,	junto	con	el	mundo.	Por
lo	tanto,	Dios	existe	fuera	del	tiempo:	para	Él	no	hay	pasado	y	futuro,	sino	un
único	 presente.	 Una	 vez	 más	 nos	 encontramos	 con	 la	 idea	 platónica	 del
tiempo.
Espacio	y	tiempo	newtonianos
El	concepto	de	un	tiempo	objetivo	se	remonta	al	siglo	XVII,	cuando	Newton
publica	su	obra	magna,	los	Principios	matemáticos	de	la	filosofía	natural,	en
la	 que	 establece	 las	 leyes	 que	 gobiernan	 el	 movimiento	 de	 los	 cuerpos
materiales.	Newton	postuló	la	existencia	de	un	Tiempo	Absoluto:	“un	tiempo
matemático	 que	 fluye	 uniformemente	 sin	 relación	 con	 nada	 externo”.	 Ese
tiempo	es	un	parámetro	en	las	ecuaciones	de	movimiento	con	el	cual	se	miden
todos	los	intervalos	de	tiempo.	Es	un	tiempo	del	todo	objetivo.
En	 el	 primer	 capítulo	 de	 los	 Principia,	 después	 de	 definir	 algunos
conceptos	 de	 física,	 Newton	 incluye	 un	 escolio	 en	 el	 que	 intenta	 definir
conceptos	que	deberían	ser	familiares	por	ser	de	uso	común:	tiempo,	espacio	y
movimiento.	Sin	embargo,	hace	notar	que,[11]
no	habiendo	considerado	estas	cantidades	más	que	por	sus	relaciones	con	cosas	sensibles,	se	ha	caído
en	varios	errores.	Para	evitarlos,	hay	que	distinguir	el	 tiempo,	el	espacio,	el	 lugar,	y	el	movimiento
entre	absolutos	y	relativos,	verdaderos	y	aparentes,	matemáticos	y	vulgares.
I. El	 tiempo	 absoluto,	 verdadero	 y	 matemático,	 sin	 relación	 a	 nada
exterior,	 fluye	 uniformemente,	 y	 se	 llama	 duración.	 El	 tiempo
relativo,	aparente	y	vulgar,	es	esa	medida	sensible	y	externa	de	una
parte	 de	 duración	 cualquiera	 (igual	 o	 desigual)	 tomada	 del
movimiento:	tales	son	las	medidas	de	horas,	días,	meses,	etc.,	de	las
cuales	se	hace	uso	común	en	lugar	del	tiempo	verdadero.
II. El	espacio	absoluto,	sin	relación	con	las	cosas	externas,	permanece
siempre	 similar	 e	 inmóvil.	 El	 espacio	 relativo	 es	 esa	 medida	 o
dimensión	 móvil	 del	 espacio	 absoluto,	 la	 cual	 cae	 bajo	 nuestros
sentidos	 por	 su	 relación	 con	 los	 cuerpos,	 y	 que	 el	 vulgo	 confunde
con	el	espacio	inmóvil.
Unos	párrafos	más	adelante,	Newton	deja	claro	qué	tiene	en	mente	con	el
Espacio	Absoluto.	Se	trata	de	retomar	la	relatividad	de	Galileo	y	mostrar	que
el	movimiento	medido	comúnmente	es	siempre	con	 relación	a	algún	cuerpo
como	la	Tierra	misma,	independientemente	de	cómo	se	mueva	en	el	espacio.
Sin	embargo,	quiere	mostrar	que	tal	relatividad	tiene	sus	limitaciones	cuando
se	trata	de	movimientos	que	no	son	uniformes	y	en	línea	recta.	En	efecto,	¿es
lo	mismo	decir	que	la	Tierra	gira	alrededor	de	su	eje	y	las	estrellas	estánfijas,
que	al	revés:	las	estrellas	giran	alrededor	de	la	Tierra	inmóvil?	Newton	hace
la	 distinción	 clara	 entre	 las	 dos	 interpretaciones,	 para	 lo	 cual	 propone	 el
famoso	experimento	de	la	cubeta	que	gira	suspendida	de	una	cuerda	retorcida;
el	agua	en	el	recipiente	resiente	una	fuerza	centrífuga	que	curva	su	superficie;
he	 ahí	 una	 clara	 distinción	 entre	 dos	 sistemas	 de	 referencia	 que	 no	 son
equivalentes:	un	observador	fijo	con	respecto	a	la	cubeta	no	puede	pretender
que	el	Universo	gira	a	 su	alrededor.	De	ahí	concluye	que	existe	un	Espacio
Absoluto	 con	 respecto	 al	 cual	 se	 debería	 medir	 todo	 movimiento,	 pero
reconoce	que	 tal	medición	sería	extremadamente	difícil	en	 la	práctica.	Años
después,	 en	 su	 segunda	 gran	 obra,	 la	 Óptica,	 Newton	 todavía	 no	 había
encontrado	una	definición	convincente	y	llegó	a	comparar	el	espacio	cósmico
con	el	sensorio	de	Dios.[12]
En	 cuanto	 al	 Tiempo	 Absoluto,	 Newton	 equipara	 éste	 con	 el	 tiempo
astronómico.	 Intenta	 una	 explicación	 científica:	 una	 vez	 más	 recurre	 al
movimiento	de	los	astros,	pero	con	la	aclaración	de	que	ese	movimiento,	por
medio	de	relaciones	matemáticas,	debe	relacionarse	con	el	Tiempo	Absoluto.
Reconoce,	empero,	que	el	problema	no	es	simple
ya	que	los	días	naturales	son	desiguales,	a	pesar	de	que	se	les	suele	tomar	como	una	medida	igual	de
tiempo;	y	los	astrónomos	corrigen	esta	desigualdad,	con	el	fin	de	medir	los	movimientos	celestes	con
un	tiempo	más	preciso.	
	 	 	 	 	 	 	 	 Es	muy	 posible	 que	 no	 haya	 ningún	movimiento	 perfectamente	 igual,	 que	 pueda	 servir	 de
medida	exacta	del	tiempo;	ya	que	todos	los	movimientos	pueden	ser	acelerados	o	retardados,	pero	el
tiempo	absoluto	debe	fluir	siempre	de	la	misma	manera.
Newton	 está	 consciente	 de	 que	 el	 tiempo,	 en	 la	 práctica,	 se	 mide	 por
medio	de	instrumentos	que	pueden	ser	más	o	menos	precisos,	pero	tiene	que
utilizar	un	tiempo	único	que	no	es	más	que	un	parámetro	en	las	ecuaciones	de
movimiento	 de	 los	 cuerpos.	 El	 problema	 de	 definir	 el	 tiempo	 objetivo	 con
precisión	era	bien	conocido	de	los	astrónomos	de	su	época.	Los	días	terrestres
son	desiguales	debido,	principalmente,	a	la	forma	elíptica	de	la	órbita	terrestre
y	la	inclinación	de	su	eje	de	rotación;	para	corregir	todas	las	variaciones,	los
astrónomos	inventaron	un	tiempo	idealizado	que	corresponde	al	movimiento
uniforme	de	un	sol	 imaginario	a	 lo	 largo	del	ecuador	celeste,	y	relacionaron
ese	 tiempo	 ideal	 con	 el	 terrestre	 por	 medio	 de	 una	 llamada	 “ecuación	 del
tiempo”.	Eso	 es	 a	 lo	que	Newton	 se	 refiere	 en	 el	 pasaje	que	mencionamos,
pero	hay	que	tomar	en	cuenta	que	su	tiempo	absoluto,	por	muy	astronómico
que	 sea,	 es,	 para	 todo	 fin	 práctico,	 un	 tiempo	 matemático;	 sólo
matemáticamente	 se	 puede	 determinar.	 Pero	 él	 mismo	 reconoce	 que	 no	 es
evidente	que	tal	tiempo	absoluto	se	pueda	medir	en	forma	práctica.
Conociendo	 las	 inclinaciones	 teológicas	de	Newton,	cabe	especular	si	 lo
que	tenía	en	mente,	al	hablar	de	un	tiempo	relativo,	era	un	tiempo	medido	por
seres	 imperfectos,	 como	 somos	 los	 humanos,	 mientras	 que	 el	 Tiempo
Absoluto	 sería	 el	 tiempo	 de	Dios.	 Después	 de	 todo,	 si	 llegó	 a	 comparar	 el
espacio	con	el	 sensorio	de	Dios,	 también	podría	concebir	que	Dios	 tiene	 su
propio	 tiempo	 —algo	 así	 como	 el	 “Tiempo	 Oficial”	 del	 Universo—	 con
respecto	 al	 cual	 se	 sincronizan	 los	 relojes	 individuales.	 ¡Por	 algo	 Dios	 es
también	el	Gran	Relojero!	En	cambio,	la	materia	andaría	revoloteando	por	el
Universo	con	una	multiplicidad	de	 tiempos	propios	de	cada	 reloj,	 con	 todas
las	imperfecciones	que	causan	los	atrasos	y	adelantos	comunes.
De	todos	modos,	Newton	no	se	preocupa	en	los	Principia	de	cómo	medir
ese	Tiempo	Absoluto.	De	hecho,	ni	siquiera	lo	vuelve	a	mencionar	en	su	texto
porque	 no	 tiene	 ninguna	 necesidad	 de	 recurrir	 a	 ese	 concepto.	 En	 la	 física,
desde	 entonces,	 el	 tiempo	 es,	 para	 todo	 fin	 práctico,	 sólo	un	parámetro	que
aparece	 en	 las	 ecuaciones	 de	 movimiento,	 una	 variable	 matemática	 que	 se
puede	medir	con	algún	proceso	natural	cíclico,	como	la	rotación	de	la	Tierra	o
las	vibraciones	de	una	molécula.
Ése	es	el	único	sentido	práctico	que	se	le	puede	dar	al	tiempo	newtoniano.
De	allí	lo	justificadas	de	las	críticas	de	los	positivistas	como	Ernst	Mach,	para
quien	 el	 Tiempo	Absoluto	 era	 un	 “concepto	metafísico	 ocioso”.	 En	 efecto,
¿qué	 sentido	 tiene	 introducir	 un	 concepto	 supuestamente	 físico	 que,	 por
principio,	es	imposible	de	medir?	Si	el	Tiempo	Absoluto	no	es	accesible	a	los
humanos,	 no	 tiene	 lugar	 en	 la	 ciencia.	 Para	 los	 positivistas,	 era	 necesario
desembarazar	a	la	ciencia	de	todos	los	conceptos	inaccesibles	por	principio	a
la	 observación,	 y	 sus	 primeras	 víctimas	 fueron	 el	 Espacio	 y	 el	 Tiempo
absolutos	de	Newton.
A	pesar	de	que	el	positivismo	cayó	gradualmente	en	desuso	a	lo	largo	del
siglo	 XX,	 hay	 que	 reconocer	 que,	 en	 su	 momento,	 sus	 críticas	 fueron
provechosas	 para	 el	 desarrollo	 de	 la	 nueva	 física.	 Como	 veremos	 en	 el
capítulo	VI,	Einstein	supo	retomar	algunas	de	ellas	para	desarrollar	su	teoría
de	la	relatividad.
[5]	Véase	Mircea	Eliade,	El	mito	del	eterno	retorno,	Alianza	Editorial,	Madrid,	1972.
[6]	Hay	que	reconocer	que	el	texto	original	es	ambiguo	y	los	expertos	no	se	han	puesto	de	acuerdo	en
cómo	interpretarlo.	En	otras	traducciones,	la	imagen	móvil	de	la	Eternidad	es	el	Universo	mismo.
[7]	Aristóteles,	Metafísica,	libro	I,	cap.	6.
[8]	La	conjetura	de	Goldbach	es	que	todo	número	par	se	puede	escribir	como	la	suma	de	dos	números
primos.	Conocida	desde	la	época	de	Euler,	no	se	ha	podido	demostrar	hasta	la	fecha,	a	pesar	de	que
se	 ha	 comprobado	 por	 medio	 de	 computadoras	 para	 los	 primeros	 400	 billones	 de	 billones	 de
números	pares.
[9]	La	conjetura	de	Riemann	tiene	que	ver	con	los	ceros	de	la	llamada	función	de	Riemann	en	el	plano
complejo,	los	cuales	están	relacionados,	a	su	vez,	con	los	números	primos.
[10]	El	énfasis	es	mío.
[11]	Sigo	literalmente	la	traducción	al	francés	de	los	Principia	realizada	por	la	Marquesa	de	Châtelet	en
el	siglo	XVIII,	que	tiene	la	gran	ventaja	de	haber	sido	escrita	sólo	unas	décadas	después	del	original,
en	un	 idioma	directamente	emparentado	con	el	 latín	y,	por	ende,	con	nuestro	español.	Aunque	no
totalmente	 fiel	 al	 original,	 la	 traducción	 de	 la	 inmortal	 Émilie	 es	 probablemente	 la	 más	 clara	 y
comprensible	de	todas.
[12]	Optiks,	query	31.
III.	Movimiento	y	acción	a	distancia
Doctores	en	física:
no	se	vayan	a	equivocar,	;
lo	del	movimiento	es	un	invento
para	ver	a	mi	morena	bailar…
Tomasito	y	Antonio	de	los	Ríos
“Mi	morena”	flamenco)
Según	 una	 creencia	 popular	 bastante	 difundida,	 la	 ciencia	 avanza	 aclarando
uno	tras	otro	los	misterios	de	la	naturaleza.	Lo	que	alguna	vez	fue	un	misterio
se	 resuelve	gracias	 a	 nuevos	descubrimientos,	 después	de	 lo	 cual	 viene	una
siguiente	 etapa	 en	 la	 que	 aparecen	 nuevos	 misterios	 por	 resolver,	 y	 así
sucesivamente.	Sin	embargo,	 lo	que	 sucede	en	 la	 realidad	no	es	 tan	 simple:
Thomas	Kuhn[13]	señaló	hace	tiempo	que	el	progreso	de	la	ciencia	no	se	da	en
forma	gradual	sino	por	saltos,	pasando	de	un	sistema	científico	(paradigma)	a
otro	por	medio	de	revoluciones	científicas	que	cambian	bruscamente	la	visión
del	mundo.	Aun	 así,	 los	 problemas	 fundamentales	 del	 sistema	 viejo	 que	 se
habían	 quedado	 sin	 solución	 no	 siempre	 se	 aclaran;	 más	 bien,	 se	 vuelven
irrelevantes.	 Paul	 Feyerabend[14]	 notó	 que	 tales	 problemas	 no	 se	 resuelven,
sino	que	se	disuelven	en	el	nuevo	sistema.	Un	ejemplo	de	ello	es	el	problema
de	 la	gravitación	y	 su	aparente	acción	a	distancia,	que	 tanto	preocupó	a	 los
filósofos	de	la	época	newtoniana,	sin	que	llegara	a	ser	resuelto	en	una	forma
aceptable	para	ellos.	Se	trata	de	un	problema	que	fue	disuelto	en	las	modernas
teorías	físicas.	Lo	analizaremos	en	el	presente	capítulo.
Dos	mundos
Aristóteles,	y	con	él	losfilósofos	antiguos,	pensaban	que	había	dos	mundos,
el	terrestre	y	el	celeste,	cada	uno	con	características	muy	distintas.	El	mundo
terrestre,	en	el	que	se	aplican	las	leyes	conocidas	de	la	naturaleza,	se	extendía
hasta	la	esfera	lunar,	sobre	la	cual	está	colocada	la	Luna.	La	materia,	dentro
de	 esa	 esfera,	 estaría	 hecha	 de	 los	 cuatro	 elementos	 que	 los	 mortales
conocemos:	agua,	aire,	 tierra	y	 fuego;	más	allá	de	ella,	 los	planetas	y	astros
obedecerían	otras	 leyes,	 inaccesibles	a	 la	experiencia	humana;	allí	no	habría
materia	 como	 la	 que	 conocemos	 sino	 otra	 sustancia,	 el	 quinto	 elemento	 o
“quintaesencia”,	 de	 la	 que	 estarían	 hechos	 los	 astros.	 De	 acuerdo	 con	 esta
visión	del	mundo,	el	movimiento	de	los	cuerpos	en	la	Tierra	y	el	movimiento
de	los	astros	en	los	cielos	serían	de	una	naturaleza	esencialmente	diferente.
La	gravedad,	por	 ser	un	 fenómeno	 terrestre,	debía	 ser	propia	del	mundo
sublunar.	 Aristóteles,	 en	 su	 afán	 de	 explicar	 todo,	 afirmó	 que	 los	 cuerpos
masivos	bajan	y	el	fuego	sube	porque	ése	es	el	“movimiento	natural”	propio
de	ellos.	Lo	cual	es	sólo	otra	manera	de	decir	que	los	cuerpos	caen	y	el	fuego
sube	porque	así	debe	ser.
En	 cuanto	 al	 movimiento	 de	 los	 planetas,	 Aristóteles	 se	 conformó	 con
aceptar	 el	 modelo	 de	 Eudoxo	 que	 constaba	 de	 nada	 menos	 que	 52	 esferas
girando	unas	sobre	otras,	con	lo	cual	se	reproducía	el	movimiento	aparente	de
los	planetas	sobre	la	bóveda	terrestre.	Se	trataba	de	un	modelo	mecánico	para
explicar	 el	movimiento	 de	 los	 astros,	 sin	 buscar	 el	motivo	 que	 impulsaba	 a
esas	esferas	a	girar	en	 la	 forma	en	que	 lo	hacían.	Pero,	después	de	 todo,	 tal
móvil	 debía	 pertenecer	 a	 ese	 otro	 mundo,	 el	 celeste,	 cuyas	 leyes	 son
incomprensibles	 para	 los	 humanos.	Bastaba	 con	 aceptar	 que	 los	 planetas	 se
mueven	 en	 círculo	 porque,	 de	 todos	 los	movimientos,	 el	 circular	 es	 el	más
perfecto	por	ser	totalmente	uniforme.
El	gran	astrónomo	de	la	Antigüedad,	Ptolomeo,	desarrolló	un	complicado
sistema	que	permitía	describir	y	predecir	el	movimiento	de	 los	planetas	con
una	mejor	precisión.	Su	sistema	situaba	a	la	Tierra	en	el	centro	del	Universo	y
el	Sol	giraba	alrededor	de	él;	los	planetas	se	movían	sobre	epiciclos:	círculos
montados	sobre	otros	círculos,	todo	lo	cual	iba	de	acuerdo	con	la	perfección
del	movimiento	 circular.	Durante	 varios	 siglos,	 los	 astrónomos	 utilizaron	 el
modelo	 de	 Ptolomeo	 para	 predecir	 el	 movimiento	 de	 los	 planetas,	 lo	 cual
requería,	por	supuesto,	de	pesados	cálculos.	Sin	embargo,	Ptolomeo	no	pudo
explicar	 por	 qué	 se	 mueven	 los	 planetas	 sobre	 epiciclos;	 tal	 problema
rebasaba	las	posibilidades	del	conocimiento	en	su	época.
Como	es	bien	sabido,	Copérnico	tuvo	la	idea	de	colocar	al	Sol	en	el	centro
del	Universo	y	a	los	planetas	girando	alrededor	de	él.	Sin	embargo,	el	modelo
heliocéntrico	de	Copérnico	tampoco	explicaba	por	qué	se	mueven	los	planetas
en	la	forma	en	la	que	lo	hacen.	El	modelo	tenía	el	enorme	mérito,	puesto	en
una	perspectiva	actual,	de	colocar	al	Sol	en	el	centro	del	Sistema	Solar,	pero
hay	que	 reconocer	que,	para	 fines	prácticos,	no	era	mejor	que	el	modelo	de
Ptolomeo	 para	 predecir	 la	 posición	 de	 los	 planetas.	 Copérnico	 recurrió	 una
vez	más	a	los	engorrosos	epiciclos,	pues	no	se	había	librado	de	la	perfección
del	 movimiento	 circular;	 incluso	 tuvo	 que	 colocar	 al	 Sol	 ligeramente
desplazado	del	centro	del	Universo	para	poder	explicar	con	mejor	precisión	el
movimiento	 de	 los	 planetas.	 En	 buena	 parte,	 si	 el	 modelo	 heliocéntrico	 de
Copérnico	no	fue	aceptado	fácilmente	fue	porque	no	era	más	sencillo	que	el
de	 Ptolomeo;	 éste,	 por	 lo	 menos,	 tenía	 la	 ventaja	 de	 ser	 conocido	 por	 los
astrónomos	desde	hacía	siglos.
El	 sistema	 de	 Copérnico	 encontró	 un	 defensor	 entusiasta	 en	 Galileo
Galilei.	Muy	 convenientemente,	 Galileo	 nunca	 tomó	 en	 cuenta	 los	 detalles
engorrosos	del	modelo	de	Copérnico	y	se	conformó	con	su	esencia:	el	Sol	es
el	centro	alrededor	del	cual	giran	 los	planetas.	Supuso,	para	simplificar,	que
las	 órbitas	 planetarias	 son	 círculos	 centrados	 en	 el	 Sol	 y	 pasó	 por	 alto	 las
pequeñas	desviaciones	con	respecto	a	tan	perfecto	movimiento.	Tuvo	mucha
razón	 en	 no	 dar	 importancia	 a	 detalles	 que	 habrían	 de	 corregirse	 una
generación	después.
Galileo	mismo	nunca	buscó	una	explicación	física	del	movimiento	de	los
planetas.	 A	 pesar	 de	 que	 estudió	 minuciosamente	 el	 movimiento	 de	 los
cuerpos	 que	 caen	 en	 la	 Tierra,	 no	 se	 le	 ocurrió	 que	 la	 fuerza	 de	 gravedad
pudiera	 tener	 una	 relación	 con	 el	 movimiento	 de	 los	 astros.	 Quizás,
inconscientemente,	no	se	había	desprendido	del	viejo	prejuicio	aristotélico	de
que	los	fenómenos	celestes	son	de	naturaleza	distinta	de	los	terrestres.
Otro	 importante	defensor	de	Copérnico	 fue	Kepler,	 cuyas	observaciones
minuciosas	 del	 movimiento	 de	 los	 planetas	 le	 permitieron	 descubrir	 las
famosas	tres	leyes	que	llevan	su	nombre.	Con	ellas	los	filósofos	pudieron,	por
fin,	desembarazarse	de	 la	 supuesta	perfección	del	movimiento	circular,	 para
así	llegar	a	la	gran	síntesis	matemática	de	Newton.
A	Descartes,	 contemporáneo	de	Galileo	y	Kepler,	 se	 le	 debe	uno	de	 los
primeros	 intentos	 de	 explicar	 el	 movimiento	 de	 los	 planetas	 con	 base	 en
fenómenos	 físicos.	 Según	 él,	 el	 espacio	 cósmico	 estaría	 repleto	 de	 una
sustancia	invisible	y	muy	sutil:	el	Éter,	un	fluido	“más	puro	que	el	aire”	cuyo
movimiento	 en	 forma	 de	 torbellinos	 alrededor	 del	 Sol	 arrastraría	 a	 los
planetas.	 La	 teoría	 de	 los	 torbellinos	 de	 Descartes	 llegó	 a	 ser	 bastante
aceptada	en	su	época;	la	idea	tenía	el	atractivo	de	corresponder	a	una	imagen
que	es	común	encontrar	en	nuestra	experiencia	mundana,	ya	que	todos	hemos
visto	cómo	un	remolino	de	agua	arrastra	las	hojas	que	flotan	en	su	superficie.
Pero,	 finalmente,	 era	 una	 forma	 de	 relegar	 un	 problema	 a	 otro	más	 básico,
pues	¿cuál	era	el	origen	de	ese	Éter	y	por	qué	habría	de	girar	para	arrastrar
consigo	a	los	planetas?
Acción	a	distancia
Que	 el	 Sol	 tenga	 alguna	 influencia	 mecánica	 sobre	 el	 movimiento	 de	 los
planetas	es	 tan	poco	evidente	que	ni	Copérnico,	ni	Galileo	se	percataron	de
algo	así.	Por	esas	épocas	se	pensaba	que	un	cuerpo	no	puede	influir	sobre	otro
a	 través	 del	 espacio	 vacío;	 sólo	 por	 medio	 de	 algún	 cuerpo	 material.	 Sin
embargo,	 el	magnetismo	 era	 un	 excelente	 ejemplo	 de	 una	 interacción	 entre
cuerpos	sin	que	mediara	nada	palpable.
El	 primer	 estudio	 profundo	 del	 magnetismo	 se	 debe	 a	William	Gilbert,
filósofo	 natural	 y	 médico	 personal	 de	 la	 reina	 Elizabeth	 I	 de	 Inglaterra.
Gilbert	publicó,	en	1600,	De	magnete,	obra	dedicada	a	esa	extraña	piedra	que
tiene	 la	 propiedad	 de	 atraer	 el	 hierro	 sin	 nada	 intermedio.	 Escrito
originalmente	en	latín,	empieza,	como	todos	los	tratados	de	su	época,	con	una
enumeración	detallada	de	los	textos	antiguos	en	los	que	se	citan	los	imanes:	el
nombre	mismo,	 explica	Gilbert,	 proviene	 de	 la	 ciudad	 griega	 de	Magnesia,
donde	 abundaban	 las	 piedras	 imantadas,	 aunque	 no	 está	 claro	 si	 se	 trata	 de
una	 ciudad	 en	 Macedonia	 u	 otra	 homónima	 en	 Ionia.	 En	 los	 siguientes
capítulos,	el	autor	describe	diversos	experimentos	que	realizó	para	comprobar
que	 la	 Tierra	 es	 un	 gigantesco	 imán,	 lo	 cual	 explica	 por	 qué	 una	 aguja
imantada	siempre	apunta	hacia	el	norte.	Asimismo,	describe	detalladamente	el
fenómeno	 de	 la	magnetización	 inducida,	 que	 consiste	 en	 que	 un	 pedazo	 de
hierro	en	contacto	con	un	imán	adquiere	sus	mismas	propiedades.	Es	notable
que	De	magnete	 también	 abarca	 la	 atracción	 eléctrica;	 en	 esas	 épocas,	 este
fenómeno	 se	 producía	 frotando	 ámbar	 con	 un	 trapo	 y	 el	 nombre	 mismo
proviene	de	la	palabra	griega	para	ámbar:	elektron.	En	los	últimos	capítulos,
Gilbert	pasa	a	la	astronomía	y	defiende	el	sistema	heliocéntrico	de	Copérnico;
declara	 que	 la	 Tierra	 girasobre	 sí	 misma	 y	 también	 alrededor	 del	 Sol,	 e
infiere	que	las	estrellas	se	encuentran	a	grandes	y	variadas	distancias.
La	teoría	del	magnetismo	influyó	sobre	Kepler	y	probablemente	también
sobre	 Newton.	 Kepler	 trató	 de	 explicar	 el	 movimiento	 de	 los	 planetas	 por
algún	medio	 físico;	 su	 teoría,	por	desgracia,	 estaba	plagada	de	errores,	pero
llegó	a	tener	bastante	aceptación	en	su	época	y	es	un	buen	punto	de	referencia
para	apreciar	en	su	contexto	la	contribución	posterior	de	Newton.	En	primer
lugar,	 Kepler	 descubrió	 por	 medio	 de	 observaciones	 muy	 precisas	 que	 la
velocidad	de	un	planeta	 en	 el	 afelio	y	 el	 perihelio	varía	 en	 relación	 inversa
con	la	distancia	al	Sol	(hoy	en	día	sabemos	que	eso	es	cierto	y	se	debe	a	 la
conservación	del	momento	angular),	pero	de	ahí	dedujo	erróneamente	que	la
velocidad	en	general	satisface	 la	misma	relación.[15]	El	siguiente	paso	en	su
razonamiento	 deductivo	 fue	 utilizar	 el	 concepto	 aristotélico	 de	 que	 se	 debe
aplicar	una	fuerza	constante	para	mantener	una	velocidad	constante	(lo	cual,
como	sabemos	ahora,	sólo	se	aplica	cuando	no	hay	fricción).	Siguiendo	con	el
razonamiento,	 Kepler	 dedujo	 que	 debería	 haber	 en	 el	 espacio	 una	 fuerza
motriz	cuya	intensidad	varía	en	relación	inversa	a	la	distancia	al	Sol	(nótese
otro	 error	 fundamental:	 el	 momento	 angular	 es	 constante	 a	 lo	 largo	 de	 la
trayectoria	 de	 un	 planeta,	 pero	 cada	 planeta	 tiene	 un	 momento	 angular
distinto).
Así,	 Kepler	 dedujo	 la	 existencia	 de	 una	 fuerza	 centrada	 en	 el	 Sol	 que
mueve	a	los	planetas	y	depende	de	la	distancia	a	ese	astro;	debería	ser,	por	lo
tanto,	una	fuerza	emanada	de	ese	astro.	Por	esa	época,	el	tratado	de	Gilbert	ya
era	 conocido	 y	 se	 sabía	 que	 existe	 en	 la	 naturaleza	 al	 menos	 una	 fuerza
adicional	a	la	gravedad	terrestre.	Así	que	a	Kepler	le	resultó	fácil	concluir	que
el	 Sol	 producía	 una	 fuerza	 magnética…	 o	 “casi-magnética”,	 pero	 nunca
precisó	qué	entendía	por	eso.
La	gravitación	universal
Antes	de	Newton,	el	intento	más	realista	de	explicar	el	movimiento	planetario
se	debe	a	Robert	Hooke.	Este	científico	inglés,	sin	duda	el	físico	experimental
más	 importante	 de	 su	 siglo,	 curador	 de	 la	 Royal	 Society,	 hizo	 numerosas
contribuciones	a	 la	ciencia,	pero	 la	historia	ha	sido	 injusta	con	él:	su	mayor
desgracia	fue	ser	contemporáneo	de	Newton	y	ver	su	fama	eclipsada	por	la	de
su	poderoso	rival.
Hooke	publicó	en	1674,	doce	años	antes	de	la	aparición	de	los	Principia,
un	 libro	 intitulado	 An	 Attempt	 to	 Prove	 the	 Motion	 of	 the	 Earth	 by
Observations	en	el	que,	por	primera	vez,	aparece	planteado	correctamente	el
problema	del	movimiento	planetario.	Sus	suposiciones	eran:[16]
Primero,	que	 todos	 los	cuerpos	celestiales	sin	excepción,	poseen	una	atracción	o	poder	gravitatorio
hacia	 sus	propios	centros,	 con	 lo	cual	 atraen	no	 sólo	 sus	propias	partes,	y	evitan	que	 se	dispersen,
como	 podemos	 observar	 que	 hace	 la	 Tierra,	 sino	 que	 también	 atraen	 todos	 los	 otros	 cuerpos
celestiales	que	están	dentro	de	la	esfera	de	sus	actividades…	La	segunda	suposición	es	la	siguiente.
Que	cualquier	cuerpo	puesto	en	movimiento	directo	y	simple	continuará	moviéndose	en	línea	recta,
hasta	que	por	otro	poder	efectivo	sea	desviado	y	curvado	en	su	movimiento,	describiendo	un	círculo,
una	elipse,	o	alguna	otra	línea	curva	compuesta.	La	tercera	suposición	es	que	esta	potencia	atractiva
opera	 con	más	 poder,	 en	 tanto	 el	 cuerpo	 sobre	 el	 cual	 actúa	 se	 encuentra	más	 cerca	 de	 su	 centro.
Ahora	bien,	cuáles	son	estos	diversos	grados,	aún	no	lo	he	verificado…
Nótese	 cómo	 Hooke	 intuye	 correctamente	 el	 fenómeno	 gravitatorio,
además	de	adelantarse	a	la	primera	ley	de	Newton,	pero	su	descripción	de	la
fuerza	 de	 atracción	 no	 pasa	 de	 ser	 cualitativa.	 Con	 todo	 lo	 que	 tiene	 de
visionario	su	planteamiento,	Hooke	nunca	pudo	profundizar	más	en	el	tema.
De	 ahí	 a	 un	 sistema	 matemáticamente	 bien	 fundamentado,	 cuantitativo	 y
riguroso,	 hay	 un	 larguísimo	 trecho	 que	 sólo	 Newton,	 en	 esa	 época,	 pudo
recorrer.
A	 Isaac	 Newton	 se	 le	 atribuye	 el	 descubrimiento	 de	 la	 gravitación
universal,	es	decir,	el	hecho	de	que	todos	los	cuerpos	en	el	Universo	se	atraen
entre	sí	por	medio	de	una	fuerza	de	gravitación.	Antes	que	él,	con	excepción
de	Hooke,	a	nadie	se	le	había	ocurrido	que	pudiera	haber	una	relación	entre	la
caída	de	los	cuerpos	en	la	Tierra	y	el	movimiento	de	los	astros	en	el	cielo.	Al
contrario,	 como	ya	mencionamos,	 se	pensaba	que	 las	 leyes	de	 la	naturaleza
son	distintas	para	los	cuerpos	en	el	cielo	y	en	la	Tierra.
Según	una	famosa	leyenda,	estaba	un	día	el	joven	Newton	sentado	debajo
de	un	manzano,	meditando	sobre	 la	 razón	que	mantiene	a	 la	Luna	en	órbita
alrededor	de	la	Tierra	y	a	los	planetas	alrededor	del	Sol,	cuando	vio	caer	una
manzana.	Este	incidente	le	habría	dado	la	clave	para	entender	que	tal	fuerza
es	 la	gravedad,	una	 fuerza	propia	de	 todos	 los	 cuerpos	 en	el	Universo	y	no
restringida	 a	 la	Tierra.	Esencialmente,	 su	 razonamiento	habría	 consistido	 en
comparar	 la	 fuerza	 centrífuga	 de	 la	 Luna	 en	 su	 órbita	 (por	 medio	 de	 una
fórmula	 que	 él	 mismo	 había	 deducido)	 con	 la	 fuerza	 de	 gravedad	 en	 la
superficie	terrestre	y	comprobar	que	la	razón	entre	las	dos	fuerzas	es	la	misma
que	la	razón	al	cuadrado	entre	el	radio	de	la	Tierra	y	la	órbita	lunar.
Es	probable	que	se	trate	de	una	leyenda	inventada	por	el	mismo	Newton
en	su	vejez.	El	descubrimiento	real	está	relacionado	necesariamente,	por	una
parte,	con	la	tercera	ley	de	Kepler	—que	relaciona	el	cuadrado	del	periodo	de
un	 planeta	 con	 el	 cubo	 de	 su	 radio—	 y,	 por	 otra,	 con	 la	 fórmula	 para	 la
aceleración	 centrífuga	—proporcional	 al	 cuadrado	 de	 la	 velocidad	 dividida
por	el	radio	de	la	órbita—	que	Newton	había	descubierto	independientemente.
El	razonamiento	que	hay	que	seguir	consiste,	primero,	en	postular	que	existe
una	 fuerza	 de	 atracción	 hacia	 el	 Sol	 que	 se	 compensa	 exactamente	 con	 la
fuerza	centrífuga	que	actúa	sobre	un	planeta	debido	a	su	movimiento	orbital.
De	esa	forma,	resulta	que	la	fuerza	de	atracción	del	Sol	debe	disminuir	como
el	 cuadrado	 del	 radio	 orbital.	 Sin	 embargo,	 de	 ahí	 no	 se	 deduce
necesariamente	cuál	debe	ser	la	naturaleza	de	la	fuerza	con	la	cual	el	Sol	atrae
a	 los	 planetas.	Hacía	 falta	 el	 genio	 de	Newton	 para	 darse	 cuenta	 de	 que	 se
trata	de	la	fuerza	de	gravedad,	la	misma	que	atrae	las	manzanas,	y	desarrollar
un	poderosísimo	método	matemático	que	 le	permitió	describir	con	precisión
el	movimiento	de	los	planetas.
Newton	 formuló	 la	 ley	 de	 la	 gravitación	 universal	 y	 demostró	 con	 todo
rigor	matemático	que	 las	 tres	 leyes	de	Kepler	son	una	consecuencia	de	ella.
Esta	 ley	 estipula	 que	 la	 fuerza	 gravitatoria	 entre	 dos	 cuerpos	 masivos	 es
directamente	 proporcional	 a	 sus	 masas	 e	 inversamente	 proporcional	 al
cuadrado	de	 la	distancia	que	 los	separa.	Newton	publicó	el	 resultado	de	sus
trabajos	en	su	famoso	libro	Principia,	en	1686.	Con	esta	obra	nació	la	física
como	una	ciencia	matemática.	En	palabras	de	Alexandre	Koyré:[17]
La	 pregunta:	 A	 quo	 moveantur	 planetae?…	 se	 unió	 al	 problema	 famoso:	 A	 quo	 moveantur
proyecta?…	Y	se	puede	decir	que	la	ciencia	moderna,	unión	de	la	física	celeste	y	la	física	terrestre,
nació	el	día	en	que	la	misma	respuesta	se	pudo	dar	a	esta	doble	pregunta.
¿Acción	mecánica?
A	pesar	de	su	éxito	extraordinario,	no	todos	los	contemporáneos	de	Newton	se
dejaron	 impresionar	 por	 la	 nueva	 ciencia	 de	 la	 mecánica.	 Para	 algunos
filósofos,	el	 sistema	newtoniano	era	una	manera	muy	 ingeniosa	de	describir
las	 trayectorias	 de	 los	 planetas,	 pero	 no	 revelaba	 la	 esencia	 misma	 de	 la
gravitación.	 El	 problema	 persistía:	 ¿cómo	 pueden	 dos	 cuerpos	 materiales
atraerse	mutuamente	 a	 través	 del	 espacio	 vacío,	 sin	 la	mediación	de	 alguna
otra	 sustancia?	 La	 pregunta	 fundamental	 seguía	 sin	 respuesta: