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Acerca del autor Shahen Hacyan es doctor en física teórica por la Universidad de Sussex, Inglaterra, el autor es miembro de la Academia Mexicana de Ciencias e investigador del Instituto de Física de la UNAM. A la fecha tiene siete títulos publicados en las colecciones de ciencia del FCE, y ha realizado una labor notable en divulgación científica, la cual comprende colaboraciones sobre diversos temas tanto en revistas como en una interesante sección de ciencia en un diario de la ciudad de México. Física y metafísica del espacio y el tiempo La filosofía en el laboratorio Shahen Hacyan Primera edición, 2004 Primera edición electrónica, 2011 D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008 Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com Tel. (55) 5227-4672 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor. ISBN 978-607-16-0501-6 Hecho en México - Made in Mexico http://www.fondodeculturaeconomica.com mailto:editorial@fondodeculturaeconomica.com Para Arturo, Esther y León Sócrates: Uno, dos, tres, pero nuestro cuarto, querido Timeo… ¿dónde está? Platón, Timeo (17 a) Agradecimientos El presente libro es producto de muchas discusiones con colegas y amigos, y de meditaciones propias. Algunas de las ideas expuestas aquí fueron esbozadas en el pasado en diversas conferencias y publicaciones mías; las he retomado para desarrollarlas sin todas las restricciones prácticas que imponen el espacio y el tiempo. Este trabajo fue posible gracias al apoyo constante de la Universidad Nacional Autónoma de México, institución pública que me ha proporcionado las condiciones necesarias para desarrollar mi carrera profesional con plena libertad de investigar, especular y ejercer labores filosófico-naturales. Empecé a escribir el presente libro durante un semestre sabático que tuve el privilegio de pasar en la École Normale Supérieure, en París, por lo que deseo también agradecer la hospitalidad de esta prestigiada institución y, en particular, la invitación de Serge Haroche a su afamado laboratorio de física cuántica, lugar de lo más apropiado y estimulante para desarrollar y concretar ideas sobre la filosofía natural moderna. Quiero agradecer muy especialmente a Déborah Dultzin, Beatriz Loria y Esperanza Verduzco la minuciosa lectura que hicieron del manuscrito; sus atinados comentarios y críticas permitieron aclarar varios puntos oscuros y mejorar el escrito. Por supuesto, la responsabilidad final del texto es enteramente mía. Last but not least (como dicen los angloparlantes), agradezco al Fondo de Cultura Económica y a su dinámica coordinadora editorial, María del Carmen Farías, el apoyo de largos años a mis actividades literarias. Shahen Hacyan Ciudad de México agosto de 2004 Introducción Este libro trata del espacio y el tiempo —o espacio-tiempo, según suele decirse—, así como de la realidad objetiva y el entendimiento científico, todo ello en el contexto de la física moderna y la filosofía no tan moderna. Los filósofos, a lo largo de la historia, trataron de entender cómo se relaciona nuestra mente con el mundo sensible. Surgieron diversas doctrinas, unas enfrentadas a otras, sin llegar a consenso alguno. Finalmente, la mecánica desarrollada por Galileo y Newton en el siglo XVII condujo a una nueva visión del mundo, tan exitosa que los problemas ontológicos quedaron relegados a un segundo plano. Lo que en esa época todavía se conocía como “filosofía natural” empezó a separarse del resto de la filosofía y tomar su propia forma para transformarse en lo que ahora llamamos física. Para esos nuevos filósofos de la naturaleza, el espacio era un mero escenario en el que se mueven los objetos materiales, y el tiempo un parámetro con el cual se describe matemáticamente su movimiento. Un siglo después de la muerte de Newton, la nueva ciencia ya había desbordado el ámbito de las discusiones filosóficas y empezaba a encontrar aplicaciones inesperadas, propiciando una revolución tecnológica que modificó profundamente las condiciones sociales y el entorno natural, a tal punto que Karl Marx pudo sentenciar: “Los filósofos sólo han interpretado al mundo de diversas maneras; de lo que se trata es de cambiarlo.”[1] Pero, no obstante sus notables éxitos, la mecánica newtoniana fue cuestionada por varios filósofos, entre los cuales cabe mencionar a George Berkeley como representante típico de la corriente idealista. Berkeley argumentó que si conocemos el mundo sólo a través de nuestras percepciones y éstas son producidas por la mente, podemos prescindir de la materia y suponer que no existe más realidad que nuestras ideas. A pesar de su posición extrema, hay que reconocer que Berkeley señaló claramente lo que había sido un problema fundamental para toda filosofía de la ciencia: ¿es el mundo que percibimos la imagen fiel de una realidad objetiva, o es una ilusión producida por nuestra mente? La respuesta depende esencialmente del punto de vista filosófico que se adopte. Para los idealistas, todo es producto de la mente y el mundo una especie de alucinación colectiva. En cambio, para los materialistas existe una realidad objetiva independiente del sujeto, cuya percepción es sólo un reflejo más o menos exacto de ella. Sea el mundo realidad o ilusión, no es evidente cómo nuestra mente construye (o reconstruye) la imagen de aquello que percibimos, y cómo se produce el entendimiento. Al respecto, hay diversas posiciones filosóficas encontradas. Según los filósofos racionalistas como Descartes y Leibniz, existen verdades que descubrimos antes de comprobarlas por medio de los sentidos, lo cual implica que poseemos ideas innatas. En cambio, para los filósofos empiristas como Locke y Hume, el entendimiento humano se construye a partir de las percepciones, por lo que nuestro entendimiento es posterior a la experiencia sensorial. En medio de esas dos posiciones antagónicas se sitúa el vasto sistema filosófico de Immanuel Kant, quien sostuvo que la mente es la que construye el conocimiento del mundo a partir de las sensaciones. El punto esencial de su tesis es que nuestro conocimiento está basado tanto en lo que aportan nuestros sentidos, como en estructuras innatas que permiten procesar esa información. Kant distinguió claramente entre las cosas como apariencias y las cosas en sí que no son directamente perceptibles pero originan las sensaciones. En ese contexto, uno de los aspectos más revolucionarios de su obra en cuanto a su relación con la física es la tesis de que el espacio y el tiempo no son propiedades de las cosas en sí, sino “formas de percepción”: condiciones de la sensibilidad del sujeto que le permiten ordenar el conjunto de sus percepciones y darle sentido al mundo aprehendido. En la época en que Kant escribió su famosa Crítica de la razón pura — obra con la que se propuso encontrar los límites de la razón humana—, la única ciencia que se había desarrollado exitosamente era la física newtoniana. Si bien sus tesis principales todavía están sujetas a discusión, su concepción del mundo no se contradice con la física moderna. Esto es lo que intentaremos mostrar en los capítulos siguientes. * * * La física moderna se basa en dos teorías fundamentales, la relatividad y la mecánica cuántica, que cambiaronpor completo nuestras ideas sobre el espacio, el tiempo y la realidad física. En la teoría de la relatividad no existen un espacio y un tiempo absolutos, sino distancias e intervalos que dependen de cada observador en un espacio-tiempo de cuatro dimensiones; más aún, en la teoría generalizada de la relatividad, ese espacio-tiempo ya no es un simple escenario de los procesos físicos sino posee propiedades dinámicas relacionadas directamente con su geometría. La otra gran teoría de la física moderna, la mecánica cuántica, describe el comportamiento de los átomos y las partículas subatómicas, y nos ha revelado un mundo microscópico en el cual espacio y tiempo se manifiestan sólo como variables matemáticas, y donde conceptos como medición y realidad física pierden su sentido habitual. La relatividad de Einstein es un modelo de precisión matemática: si bien sus postulados básicos no se amoldan al “sentido común”, son perfectamente claros y es posible construir con ellos una teoría completa y del todo coherente. La situación es muy distinta para la mecánica cuántica; a pesar de sus impresionantes éxitos, sus principios fundamentales contradicen tan radicalmente el sentido común que, desde sus inicios, propició la aparición de diversas interpretaciones rivales. Hasta ahora, la llamada “interpretación de Copenhague” es la que se ha impuesto no obstante sus aparentes paradojas; al comienzo fue aceptada por razones puramente pragmáticas, pero con el tiempo ha pasado todas las pruebas a las que ha sido sometida. * * * El propósito de este libro es describir la nueva realidad revelada por la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, y situar los conocimientos más recientes de la física en el esquema filosófico que Kant desarrolló un siglo antes del descubrimiento de los átomos. Con este propósito, señalaremos el hecho notable de que la física moderna es compatible con las tesis kantianas, particularmente la interrelación entre observador y mundo sensible, y la concepción del espacio y el tiempo como formas de percepción. Sin entrar todavía en más detalles, baste destacar que, de acuerdo con la interpretación de Copenhague, la realidad atómica que percibimos depende parcialmente de nuestra forma de observar y no se puede disociar de ella, por lo que no existe una frontera bien definida entre sujeto y objeto observado. Por otra parte, las correlaciones espaciales que se manifiestan entre sistemas atómicos contradicen nuestros conceptos comunes del espacio; asimismo, el tiempo sólo se interpreta como un parámetro y puede correr en dos direcciones, ya sea hacia el pasado o hacia el futuro. Hasta hace un par de décadas todo lo anterior parecía restringido al estrecho ámbito de las discusiones académicas. Pero ahora, gracias a los grandes avances en física atómica y óptica cuántica, tenemos la posibilidad de realizar en el laboratorio muchos experimentos reales que antes no pasaban de ser experimentos mentales. Ya no se trata de discurrir y especular, sino de diseñar experimentos que permitan comprobar los extraños efectos predichos por la mecánica cuántica. La física moderna nos presenta una nueva y singular oportunidad de hacer filosofía en el laboratorio. En resumen, el concepto de realidad física, tal como lo entendemos, toca fondo en el mundo atómico, donde es más notoria la interdependencia entre realidad y sujeto. Por supuesto Kant no estaba en condiciones de prever los avances de la ciencia moderna y nunca imaginó los límites que puede alcanzar la razón humana con la ayuda de las matemáticas. Se habría sorprendido de ver cómo la física cuántica ha logrado describir, con asombrosa precisión, los fenómenos de un mundo todavía insospechado hace un siglo. Éstos serán los temas que abordaremos a continuación. En los primeros cinco capítulos presentaremos las concepciones del espacio, el tiempo y la materia desarrolladas por los filósofos naturales y los matemáticos hasta finales del siglo XIX, con atención especial en las aportaciones de Kant. En los siguientes esbozaremos los principios básicos de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica para, a continuación, presentarlos en el contexto de la física moderna. En los últimos capítulos volveremos a las concepciones de Kant. [1] Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach, 1845. I. Espacio El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. J. L. Borges, El Aleph Pitágoras y Euclides Se sabe poco de la vida del mítico Pitágoras, quien vivió en el siglo VI a. C., y menos de sus enseñanzas filosóficas, que prefería mantener en secreto en el círculo de sus discípulos. Se le atribuye el descubrimiento de una armonía existente entre el mundo de los números y el mundo sensible, cuyo paradigma es la relación numérica de las notas musicales producidas por una cuerda vibrante. Pitágoras intuyó que una relación semejante debía existir también entre los planetas: según la leyenda, podía escuchar la música de los cuerpos celestes. Sea lo que fuere, tal parece que a él debemos la profética visión de que la naturaleza se puede describir por medio de las matemáticas, lo cual se comprobaría dos milenios después de su paso por el mundo. También se le atribuye el famoso teorema que lleva su nombre y que dice explícitamente: “para todo triángulo rectángulo, la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa”. Se sabe que este resultado ya era conocido por los babilonios, pues se han encontrado varias tabletas que lo mencionan, pero ellos sólo reportaron algunos casos particulares y no parece que hayan demostrado ese teorema en general. Como veremos más adelante, el teorema de Pitágoras resultó ser de suma importancia en geometría, ya que permite calcular algo tan fundamental como es la distancia entre dos puntos. Después de estos inicios envueltos en el misterio, el siguiente acontecimiento crucial en las matemáticas fue la aparición de los Elementos de Euclides, quien vivió alrededor del 300 a. C. y es sin duda el matemático más importante de la Antigüedad. Gracias a ese libro, que tanto influyó en la historia humana, la geometría alcanzó el grado de ciencia. Euclides estableció una forma de razonar que hasta la fecha es un modelo de precisión lógica. El método consiste en definir primero, con toda claridad, algunos conceptos fundamentales basados en ideas que todos tenemos intuitivamente. A continuación se postulan unos pocos axiomas, o postulados, sencillos y evidentes, como verdades que uno acepta sin necesidad de cuestionar. Luego, a partir de esos mismos postulados, se combinan los conceptos de acuerdo con unas reglas simples de lógica, hasta formular y demostrar un teorema. Así, demostrando un teorema tras otro, se construye el gran edificio de las matemáticas con los ladrillos de las definiciones y las reglas básicas para combinarlas entre sí. Siguiendo con este esquema, los Elementos empiezan con varias definiciones: qué es un punto, una línea, una recta, una superficie, un ángulo, un círculo, etc. A continuación, provisto de estas definiciones, Euclides ofrece al lector cinco postulados básicos, a partir de los cuales irá demostrando los teoremas de la geometría y revelando las propiedades del espacio. Los cuatro primeros postulados de los Elementos son muy claros: 1. Por dos puntos pasa una línea recta. 2. Se puede prolongar una línea recta finita con otra línea recta. 3. Se puede construir un círculo con cualquier centro y radio. 4. Todos los ángulos rectos son iguales entre sí. Luego, prácticamente de la manga, Euclides saca un quinto postulado, bastanteembrollado, que tiene que ver con la posibilidad de que dos rectas se crucen en algún punto: 5. Si una recta cruza dos rectas de tal modo que los ángulos interiores en un mismo lado suman menos que dos ángulos rectos, las dos rectas prolongadas indefinidamente se cruzan en el lado donde los dos ángulos suman menos que dos rectos. El quinto postulado contrasta con la simplicidad de los cuatro anteriores. El lector no puede evitar la impresión de que Euclides no tuvo más remedio que incluirlo sólo para no caer en contradicciones posteriores. Obviamente, es un añadido del cual habría sido mejor prescindir; tan es así que Euclides logra posponer su uso hasta la proposición 28, donde tiene que recurrir a él por vez primera. Lo ideal hubiera sido demostrar ese engorroso postulado a partir de los cuatro anteriores, para que así dejara de ser un axioma. Ése es el camino que trataron de seguir los matemáticos de los siguientes siglos, pero ninguno tuvo éxito. Entre los muchos ataques al quinto postulado, vale la pena mencionar el de Proclus, filósofo bizantino del siglo V de nuestra era, quien logró dar un pequeño paso adelante mostrando que es enteramente equivalente a otro postulado, más simple que el originalmente propuesto por Euclides: “Dada una línea recta y un punto que no se encuentra sobre ella, se puede trazar exactamente una recta por ese punto que sea paralela a la línea recta.” Líneas rectas, puntos, paralelas… Todos tenemos una idea de a qué corresponden estos conceptos. Podemos imaginarnos perfectamente dos rectas paralelas que ni se acercan ni se alejan: ésa es su definición. Pero, ¿cómo podemos saber que existen paralelas? Para el profano de las matemáticas, la respuesta es simple: las paralelas existen porque las podemos trazar sobre una hoja de papel. Sin embargo, nada nos garantiza que al prolongar cada una de las rectas sobre una hoja de extensión tan grande como el Universo, éstas no empiecen a acercarse o a alejarse en algún lugar. Es cierto que nada nos impide concebir un espacio en el que las paralelas permanezcan siempre paralelas; ese imaginado espacio será el espacio de Euclides. La duda que queda, empero, es si el Universo en que vivimos es realmente un espacio euclidiano. Afirmar eso no era posible mientras quedara el escollo del quinto postulado. Si se lograba demostrarlo, se demostraría también que todo espacio es necesariamente euclidiano y que no hay lugar, ni en el mundo material ni en el mundo de las ideas matemáticas, para otro tipo de espacios. Pero no resultó ser así. * * * Después de Euclides y otros grandes matemáticos de la Grecia antigua, transcurrieron muchos siglos en la Europa cristiana sin que ocurriera nada notable en las ciencias. Por fortuna, el mundo árabe conoció un importante desarrollo científico, principalmente a partir del siglo VIII; en matemáticas, los árabes se adelantaron en muchos aspectos a su resurgimiento en la Europa del Renacimiento. A ellos se debe la creación del álgebra, otra importante rama de las matemáticas, así como los primeros intentos de unirla con la geometría. La conjunción de las dos grandes ramas conocidas en aquellos tiempos, el álgebra y la geometría, tomó su forma definitiva con la geometría analítica cuyos inicios se atribuyen a René Descartes. La gran ventaja de esta técnica es que a cada curva se le asocia una ecuación algebraica, por lo que las propiedades de las figuras se pueden estudiar tanto con la geometría clásica, como lo hacían Euclides y sus seguidores, como por medio del álgebra. En la geometría analítica, cada punto en un plano está representado por sus coordenadas, que son dos números que permiten localizarlo con respecto a un sistema de ejes predeterminados. Si se trata de un punto en el espacio tridimensional, entonces se utilizan tres números como coordenadas. Lo esencial es que la distancia entre dos puntos se determina por medio del teorema de Pitágoras, a partir de las coordenadas de ambos. La relación tan fundamental entre álgebra y geometría sería imposible sin ese teorema que asocia distancias con coordenadas numéricas. La geometría analítica fue extremadamente fructífera y condujo, en la generación posterior a Descartes, al siguiente gran avance en matemáticas: el cálculo diferencial e integral, desarrollado por Newton y Leibniz en forma simultánea e independiente.[2] En cuanto a la esencia misma del espacio, el mismo Descartes tomó una posición cercana a la de Aristóteles. Negó la existencia del vacío, lo cual lo llevó a identificar el espacio con la extensión material. El espacio todo estaría lleno de aire burdo, como el que respiramos en la Tierra, y un “aire sutil”, el Éter, que rellenaría todo el Universo. Esta identificación de espacio con materia, sea ésta etérea, fue duramente criticada por Newton, como veremos en capítulo III. * * * Después de tantos avances notables, parecía que había llegado el momento de saldar viejas cuentas con el molesto quinto postulado de Euclides. Empero, el problema siguió trayendo de cabeza a los mejores matemáticos. Para el siglo XVIII, ya se había vuelto un “escándalo de la geometría elemental”, en palabras del matemático francés D’Alembert. Su colega y compatriota Legendre le dedicó al asunto una buena parte de su vida profesional, sin éxito, pero al menos encontró una nueva forma equivalente del quinto postulado: “La suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos (180 grados)”. Cosa que los escolares aprenden en la escuela. Finalmente, a principios del siglo XIX, algunos matemáticos visionarios se propusieron ver el problema desde una nueva perspectiva. Ante tantos fracasos anteriores, quedaba aún una vía por explorar: ¿por qué no olvidarse del quinto postulado y ver hasta dónde se puede llegar sin él? Si en algún momento surge un resultado contradictorio, entonces todo lo que restaría por hacer sería regresar camino y, a partir de la contradicción, demostrar la necesidad del quinto postulado. Ése es un método usado con frecuencia en matemáticas y se llama “reducción al absurdo”. El gran matemático Karl Friedrich Gauss, alrededor de 1817, retomó el viejo problema desde esa nueva perspectiva. Pronto se convenció de que el quinto postulado es independiente de los cuatro anteriores y que, por lo tanto, no había razón para aferrarse a él. Si uno se olvida de él, no llega a nada contradictorio, sino a una nueva geometría en la que se puede definir las paralelas de otra forma. Pero, curiosamente, Gauss nunca publicó su trabajo; quizás no quería contradecir la geometría euclidiana, tan incuestionable en su época. Corresponde a János Bolyai y Nikolai Lobachevski, quienes trabajaron independientemente y sin nunca conocerse, el honor de haber publicado los primeros estudios sobre geometrías que no cumplen con el quinto postulado. Ellos también se preguntaron qué pasaría si se descartara el molesto postulado, y el resultado fue sorprendente. Lejos de caer en contradicciones, apareció una nueva e insospechada geometría, perfectamente consistente y coherente; una geometría no euclidiana de una gran riqueza y complejidad. “He descubierto cosas tan sorprendentes que quedé impresionado… de la nada creé un extraño mundo nuevo”, escribió Bolyai a su padre, también matemático. Pero cuando Bolyai comunicó su descubrimiento a Gauss, la respuesta que obtuvo le resultó decepcionante: el gran matemático alabó su trabajo, pero le informó que él ya había obtenido esos mismos resultados años atrás, aunque nunca los había publicado.El nuevo mundo de la geometría no euclidiana también fue descubierto, en la misma época, por Lobachevski. Pero su trabajo, que data de 1829, pasó desapercibido durante varios años por estar escrito en su lengua natal y publicado en una oscura revista de la Universidad de Kazan, en Rusia. Incluso fue despreciado en los círculos académicos de su patria y tuvo que esperar una década hasta que apareciera una traducción al francés; sólo entonces el medio científico tomó conocimiento de su obra. Lobachevski, en ese trabajo clásico, desarrolló lo que llamó “geometría imaginaria”, una geometría en la que no se recurre al quinto postulado. Por el contrario, propuso una nueva definición de paralela: “Todas las rectas trazadas por un mismo punto en un plano pueden distribuirse, con respecto a una recta dada en ese plano, en dos conjuntos: rectas que cortan la recta dada y rectas que no la cortan. La recta que corresponde al límite común entre esos dos conjuntos es la paralela a la recta dada”. De acuerdo con esta definición, resulta que existen dos paralelas a una recta dada, una de cada lado del punto dado (figura I.1). Figura I.1 Es notable que Lobachevski no quería permanecer en el marco de las construcciones mentales, ya que propuso comprobar astronómicamente la verdadera geometría del Universo midiendo los ángulos de grandes triángulos formados por dos puntos de la órbita terrestre y una estrella. Para la estrella Keida en la constelación de Erídano, comprobó, con los datos astronómicos a su disposición, que la suma de los ángulos del triángulo así construido no difería de 180° más que por un minuto de arco, lo cual no podría distinguirse de posibles errores de medición. Aunque no podía sacar ninguna conclusión con los recursos técnicos de la astronomía de su época, Lobachevski manifestó, en forma profética, su confianza en que se pudiese comprobar la verdadera geometría del Universo en el futuro, midiendo distancias mucho mayores y con mejor precisión. * * * Los Elementos de Euclides estudian la geometría sobre una superficie plana de dos dimensiones, y las generalizaciones a una tercera dimensión aparecen sólo en el capítulo once. Asimismo, curvar una hoja sobre la cual se realizan demostraciones geométricas no parecía presentar una dificultad específica. Las geometrías no euclidianas describen esencialmente espacios con una curvatura intrínseca. En dos dimensiones, la existencia de un espacio curvo es algo bien conocido y no tiene ningún misterio; el ejemplo más simple es el de la superficie de la Tierra. Pero no olvidemos que los humanos tardaron muchos siglos en darse cuenta de que la Tierra es redonda y no plana; así también los geómetras creían que el espacio es plano. La superficie terrestre es un espacio curvo de dos dimensiones contenido en el espacio común de tres dimensiones. La curvatura es cuestión de escalas: en regiones pequeñas de la Tierra, su superficie puede tomarse como plana para todo fin práctico: los mapas de las ciudades dan una idea muy correcta de las distancias. En cambio, la curvatura se manifiesta al describir superficies muy grandes; como es bien sabido, en los mapas planos resulta imposible “aplanar” un continente entero sin deformar las distancias; las regiones polares se ven magnificadas y una isla relativamente pequeña como Groenlandia parece ser más grande que Europa. La superficie de una esfera es fácil de visualizar y podemos tomarla como ejemplo para ilustrar algunas propiedades básicas de un espacio curvo. Cualquier punto sobre la superficie terrestre se determina con dos coordenadas, que suelen ser la longitud y la latitud. Para medir la distancia entre dos puntos, se puede recurrir al teorema de Pitágoras; si bien éste se aplica sólo a superficies planas, también es válido en una región de la superficie terrestre lo suficientemente pequeña para que parezca plana. Para fijar las ideas, notemos que la fórmula para medir la hipotenusa dl de un triángulo rectángulo cuyos catetos valen dx y dy está dada por la fórmula:[3] dl² = dx² + dy². Su generalización a un triángulo pequeño sobre la superficie terrestre toma la forma: dl² = R²(dθ² + sen²θ dΦ²), donde R es el radio de la Tierra, y θ y Φ son la longitud y latitud respectivamente (figura I.2). Figura I.2 Ahora bien, siempre se pueden unir dos puntos dados, no necesariamente muy cercanos, por una curva. ¿Cómo medir la longitud de una curva? La idea es medir segmentos de la curva que sean lo suficientemente pequeños para que parezcan rectas, y luego, en un siguiente paso, sumar todos los segmentos para obtener la longitud total de una curva. Lo importante en este proceso es que la longitud se puede definir sin ambigüedad como el límite obtenido al hacer cada segmento cada vez más pequeño y su número total cada vez más grande. Este proceso se puede aplicar con toda exactitud y rigor matemático utilizando las poderosas técnicas del cálculo diferencial e integral desarrolladas por Newton y Leibniz en el siglo XVII. Lo importante es que se puede definir rigurosamente la longitud de una curva que une dos puntos sobre una superficie curva. El siguiente paso consiste en generalizar el concepto de recta, para lo cual recordaremos lo que todos hemos aprendido en la escuela: la recta es la curva de menor longitud entre dos puntos. Esta definición involucra sólo un concepto: longitud, por lo que la noción de recta puede generalizarse en una forma bastante obvia: como una “curva de mínima longitud” o, en lenguaje matemático, “geodésica”. Lo esencial es que esta definición se aplica a cualquier tipo de superficie curva; si disponemos de una fórmula que generaliza el teorema de Pitágoras y nos permite medir distancias sobre la superficie, siempre podemos encontrar las geodésicas correspondientes. Por ejemplo, para la superficie de una esfera, es evidente que la curva de mínima longitud que une dos puntos dados es el arco máximo que pasa por esos dos puntos (véase la figura I.3). Figura I.3 Ahora se ve por qué no tiene sentido definir paralelas en un espacio curvo como la superficie terrestre. El quinto postulado sólo se aplica en una región pequeña de la Tierra, donde no se nota su curvatura. Dado que un arco máximo siempre cruza otro arco máximo, dos geodésicas “paralelas” se unirán necesariamente en dos puntos, una antípoda de la otra. El concepto de paralela como dos rectas que nunca se encuentran, no tiene sentido sobre la superficie de una esfera. Otros postulados de la geometría euclidiana tampoco se aplican sobre superficies curvas. Por ejemplo, si definimos un triángulo como una figura geométrica formada por tres geodésicas, resulta que tal triángulo no cumple uno de los teoremas básicos de la geometría euclidiana: que la suma de sus tres ángulos internos sea igual a dos ángulos rectos. Para darse cuenta de ello, basta con visualizar el “triángulo” formado por el ecuador y dos cuartos de meridianos sobre una esfera: la suma de sus ángulos es siempre mayor que 180 grados. Por supuesto, la superficie de una esfera no es el único ejemplo de una superficie curva. Otros ejemplos son la superficie de un hiperboloide, o la superficie de una silla de montar (figura I.4). Se trata de espacios llamados de curvatura negativa, a diferencia de la superficie de una esfera que es de curvatura positiva. El espacio estudiado originalmente por Lobachevski es de curvatura negativa; en ella dos “rectas” pueden pasar por un mismo punto y ser paralelas a una “recta” dada; además, al contrario de la esfera, en un espacio de curvatura negativa, la suma de los ángulos de un triángulo esmenor que 180 grados. También ocurren otras rarezas que contradicen toda la geometría elemental que nos enseñan en la escuela. Empero, como ya dijimos, es un mundo con su propia coherencia. Figura I.4 Espacios riemannianos Una superficie curva siempre se puede visualizar como un espacio de dos dimensiones inmerso en el espacio de tres dimensiones descrito por la geometría de Euclides. La curvatura, así entendida, no sería algo intrínseco al espacio, sino sólo la consecuencia de restringirse a dos dimensiones dentro de un mundo que, de otra forma, es perfectamente euclidiano. Es esta concepción estrecha la que impidió durante siglos que los matemáticos se percataran de que existen otras geometrías. Se necesitaba del espíritu aventurero de los matemáticos del siglo XIX y, particularmente, de la visión profética de Bernhard Riemann (1826-1866), para que la razón humana pudiese escapar del restringido espacio de las tres dimensiones y buscara una nueva perspectiva del mundo. Riemann fue el primero en concebir a la curvatura no como una consecuencia de restringir el número de dimensiones, sino como una propiedad intrínseca y muy general del espacio. Esta idea aparece ya en la tesis doctoral que preparó cuando estudiaba en la Universidad de Gotinga, bajo la dirección nada menos que del propio Gauss, donde también tuvo la oportunidad de conocer a muchos de los grandes matemáticos de su época. En 1854, Riemann preparó una conferencia sobre geometría como parte de su grado de Habilitationsvortrag. El trabajo “Über die Hypothesen welche der Geometrie zu Grunde liegen” (“Sobre las hipótesis en las que la geometría se fundamenta”) habría de convertirse en un clásico de las matemáticas. En él mostró cómo se podía definir un espacio con un número arbitrario de dimensiones y cómo extender el concepto de espacio curvo a dimensiones mayores que dos, generalizando para ello el teorema de Pitágoras a la medición de distancias en múltiples dimensiones. En la segunda parte de su trabajo, Riemann discutió la relación entre física y geometría y se preguntó cuál debía ser la verdadera dimensión del espacio y cuál la geometría que describe el espacio físico. Es cierto que vivimos en un espacio de tres dimensiones, pero el concepto de dimensión es mucho más complejo de lo que parece a primera vista. En realidad, Riemann estaba demasiado adelantado para su época y sólo Gauss lo entendió. Tendrían que pasar sesenta años para que Einstein volviera al problema y creara la teoría de la relatividad general. * * * Una línea o curva es un espacio de una sola dimensión, la superficie de una hoja de papel posee dos dimensiones, y el espacio en el cual nos movemos tiene tres dimensiones. Podemos visualizar fácilmente tales espacios, ¿pero cómo concebir un espacio de más de tres dimensiones? El concepto matemático no presenta ninguna dificultad. Si un punto en el espacio de tres dimensiones es un conjunto de tres números, entonces todo lo que hay que hacer es definir un punto de un espacio de n dimensiones como un conjunto de n números. En términos matemáticos, un espacio de n dimensiones es simplemente una colección de puntos, siendo cada punto una combinación de n números, que son sus coordenadas. Además, lo fundamental es que se puede incluir una definición de distancia en n dimensiones simplemente generalizando el teorema de Pitágoras: ds² = dx² + dy² + dz² + du² + dv² + dw² … que determina la distancia entre dos puntos de un espacio n-dimensional. Pero la contribución fundamental de Riemann consistió en extender el concepto de curvatura a espacios de múltiples dimensiones, para así definir un espacio curvo de n dimensiones. Como bien lo notó, tal espacio debe incluir y generalizar una característica importante del espacio de tres dimensiones, que es la posibilidad de definir distancias. Una vez que se fija una fórmula para determinar la “distancia” entre dos “puntos” del espacio de n dimensiones, se puede proceder a la exploración de un nuevo mundo matemático que posee una perfecta consistencia. Surgió así una nueva geometría, la geometría riemanniana, de la cual la geometría euclidiana es sólo un caso particular. Como mencionamos antes, existe una fórmula para determinar la distancia entre dos puntos sobre cualquier superficie curva a partir de sus coordenadas. La geometría de Riemann no sólo generaliza el teorema de Pitágoras a n dimensiones, sino también a espacios curvos. La definición precisa de un espacio riemanniano de n dimensiones se da a través de su fórmula para medir distancias, que tiene la forma ds² = gxx dx² + gyy dy² + gzzdz² + guudu² + gvvdv² + gwwdw² + gxydxdy + gxz dx dz + … como generalización de la fórmula anterior. El elemento más importante que aquí aparece es lo que se conoce, en lenguaje técnico, como “tensor métrico”, un conjunto de funciones de la forma gij, con las cuales, a través del teorema de Pitágoras generalizado, se puede medir la longitud de cualquier curva. Más aún, sabiendo medir curvas, se pueden determinar las geodésicas a partir del tensor métrico. Riemann desarrolló el aparato matemático de su geometría en otro trabajo sobre… ¡las propiedades térmicas de los sólidos! Allí aparece el “tensor de Riemann”, que indica si un espacio es curvo o no, así como la manera explícita de encontrar geodésicas. Riemann alguna vez manifestó su esperanza de que los espacios curvos de múltiples dimensiones tuvieran algo que ver con las propiedades físicas del mundo material. Si bien su trabajo no fue debidamente apreciado durante su corta vida, sus ideas empezaron a germinar rápidamente. Así, sólo cinco años después de su muerte, el matemático inglés W. K. Clifford (1845-1879) ya hablaba de que el espacio no sería plano en escalas muy pequeñas, sino que debería poseer algo análogo a “pequeñas colinas”; dicho de otro modo, así como una superficie rugosa se ve lisa desde lejos, de la misma forma el espacio sería plano sólo a gran escala; según sus ideas, la física se podría reducir a los cambios fluctuantes de esa microscópica curvatura. Como veremos en el capítulo VI, estas ideas serían retomadas seis décadas después por Albert Einstein,[4] quien utilizaría la geometría de Riemann para formular su teoría de la gravitación. [2] Aunque ambos se acusaron mutuamente de plagio, en un amargo pleito. [3] El lector familiarizado con el cálculo diferencial reconocerá las diferenciales de longitud. [4] De ningún modo quiero dejar la impresión de que las matemáticas se agotaron con la geometría, y en particular con la riemanniana. Así, por ejemplo, al abandonar el concepto de distancia y concentrarse en las propiedades cualitativas de los espacios, los matemáticos desarrollaron una nueva y extensa rama de las matemáticas: la topología. II. Tiempo Fue hallada. ¿Qué? ¡La eternidad! Rimbaud Es bien sabido que el tiempo objetivo, el del calendario y el reloj, no siempre coincide con el tiempo subjetivo: en una situación placentera sentimos que el tiempo “vuela”, mientras que en circunstancias desagradables el paso de cada segundo se vuelve una tortura. Para fines prácticos utilizamos un tiempo único y objetivo, que fluye en un solo sentido y nunca regresa. Tanto nos hemos acostumbrado a esta idea que olvidamos cuán distinta era la concepción temporal de nuestros remotos antepasados. Si bien los pueblos antiguos también medían el tiempo, lo hacían con el paso de los días y las estaciones, fenómenos cíclicos que implican un tiempo circular, no lineal. El tiempo lineal y la Historia son inventos relativamente recientes. Mircea Eliade, el gran historiador de las religiones, mostró cómo, para los pueblos llamados “primitivos”,los acontecimientos importantes son repeticiones de hechos sobrenaturales y gestas de dioses, ocurridos en épocas remotas, antes de que empezara a correr el tiempo de los humanos. Los pueblos primitivos sentían un verdadero “terror a la historia” y por ello repetían periódicamente ritos de “abolición del tiempo”, con el fin de empezar un nuevo ciclo que sería la representación de un guión ya actuado incontables veces y que representaba lo que los dioses habían hecho una primera vez, cuando crearon el Universo. “Para el hombre tradicional, la imitación de un modelo arquetípico es una actualización nueva del momento mítico en que el arquetipo fue revelado por primera vez.”[5] En el fondo, argumenta Eliade, todos los ritos de renovación son una reescenificación del Arquetipo Primordial: la Creación del Mundo. Trazas de estos ritos se pueden encontrar en las fiestas religiosas, ceremonias de entronización o renovación de gobernantes. En religiones complejas como la hindú y en algunas variantes del budismo, se mencionan ciclos mucho más largos, de miles de años, al término de los cuales el mundo habría de acabar catastróficamente para luego nacer de sus cenizas. Para los filósofos estoicos de la antigua Grecia, el mundo habría de consumirse en un fuego cósmico, la “ecpirosis”, para luego renovarse una vez más. Eliade señala que los acontecimientos históricos empiezan a aparecer sólo en las religiones modernas. En la Biblia, Dios se manifiesta en momentos precisos de la historia: el tiempo de las revelaciones es también el tiempo de los humanos. El pleno concepto de un tiempo lineal, en el que ocurren progresos, se remonta apenas al siglo XVII, cuando Newton descubre las leyes que gobiernan el movimiento de la materia. Hasta esa época, se tendía a suponer que la verdadera sabiduría había sido el patrimonio de la Antigüedad, y que cualquier cambio apuntaba hacia una degeneración del mundo y un empeoramiento de la condición humana; ante lo cual era preferible pensar que la historia se repite cíclicamente o aceptar que el fin del mundo estaba relativamente cerca. La Historia y el Progreso son conceptos modernos. Platón Platón describe la creación del Universo y el nacimiento del Tiempo en el diálogo de Timeo. Si bien se trata de una hermosa narración, no está claro qué tanta veracidad le asignó y qué tanto de ella pretendió que se tomara en forma simbólica, lo cual, además, puede depender del periodo en el que lo escribió. Sobra decir que su narración no corresponde a los estándares modernos de investigación científica. Cuenta Platón, por boca de Timeo, que el Demiurgo hizo primero un modelo del Universo que era una Criatura Viviente eterna. Cuando estuvo satisfecho de su obra, procedió a hacer el Universo mismo de acuerdo a ese modelo. Pero la copia no podía ser perfecta porque no era eterna y, por lo tanto, el Demiurgo hizo el Tiempo como una “imagen móvil de la Eternidad”, que “se mueve de acuerdo con los números (37 d)”.[6] El tiempo, pues, es algo conmensurable que acompaña al mundo material y que no existía antes de él. Al respecto, el texto dice a la letra: El Tiempo fue creado junto con los Cielos, con el fin de que, habiendo sido generados juntos, puedan disolverse también juntos… y fue hecho de acuerdo con el plan de la Naturaleza Eterna con el fin de que le fuera tan parecido como posible. En efecto, el modelo es algo que existe de toda eternidad, mientras que el cielo… “fue”, “es” y “será”… De donde el Demiurgo… para generar el Tiempo, creó el Sol, la Luna y cinco otras estrellas, que se llaman “planetas” (errantes) para determinar y preservar los números del Tiempo. (38 b-c) El texto anterior se puede entender en el contexto de la teoría platónica de las Formas o Ideas. Abramos aquí un paréntesis más bien amplio para explicar esta concepción platónica, ya que volveremos a ella más adelante, en el contexto de la física moderna. Uno de los problemas que interesaban a Platón era el de la percepción de la realidad. Si el mundo, para nosotros, es una sucesión de sensaciones, ¿cómo puede nuestra mente percibir algo coherente? Heráclito decía que nadie se mete dos veces al mismo río, pues las aguas del río cambian continuamente; y, sin embargo, podemos concebir un río. La respuesta de Platón es que nuestras concepciones no se aplican a la experiencia sensorial, siempre mutable, sino a otro registro de la realidad, un mundo de las Ideas, Formas o Imágenes (las dos palabras originales que utiliza indistintamente son: idea y eidos, que se traducen según el gusto de cada traductor), entes inmutables que nos permiten darle un sentido a la realidad. Sin las Formas, el mundo sensible sería para nosotros sólo un conjunto abigarrado de sensaciones. De acuerdo con Platón, el mundo de las Formas debe ser eterno y ajeno al tiempo, y el mundo material es su copia paralela. Esta concepción puede parecer extraña y esotérica, pero podemos ilustrarla con un ejemplo familiar de lo que podría ser una región de ese mundo: las matemáticas. Círculos, cuadrados, triángulos son conceptos puros y abstractos, ya que en el mundo real sólo existen objetos que son más o menos circulares, cuadrados o triangulares. Pero el conocimiento de las figuras geométricas nos permite percibir algo como redondo, etc. ¿Dónde están esas Formas geométricas? Platón era renuente a poner sus ideas demasiado explícitamente por escrito, ya que confiaba en transmitir sus conocimientos al futuro escribiendo en las almas, más que en los pergaminos. Nos queda el testimonio de su discípulo Aristóteles quien, en su Metafísica, cuenta que su maestro situaba a las matemáticas en una posición intermedia entre el mundo de la Formas y el de la materia sensible. Así, nuestra mente “construye la experiencia” conectando las Formas con la realidad sensible por medio de una estructura simbólica, como lo es el lenguaje matemático. Eso es lo que dice Aristóteles que le oyó decir a su maestro.[7] Si las matemáticas forman un mundo aparte, ¿qué tan real es ese mundo? Esto conduce a la pregunta fundamental: ¿existen las matemáticas independientemente de la mente humana? Preguntas más específicas relacionadas con esta misma son: ¿existen las verdades matemáticas si nadie las demuestra?, ¿existía el teorema de Pitágoras antes de que hubiera seres humanos que lo concibieran?, ¿existen los números primos, que son infinitos y que, por lo tanto, no podemos conocerlos todos?, ¿a qué clase de realidad se refieren las conjeturas matemáticas, como la de Goldbach[8] o la de Riemann, [9] que no han sido demostradas todavía? Al respecto, hay diversas escuelas de pensamiento. Para los formalistas, las matemáticas son sólo un lenguaje, un conjunto de símbolos que no tienen más sentido que el que nosotros les damos por convención; así, la demostración de conjeturas como las de Goldbach o la de Riemann, si llegaran a encontrarse, sería un conjunto de símbolos con algún sentido para los matemáticos y nada más. Para los intuicionistas, las matemáticas consisten en construcciones intuitivas basadas en los números naturales, que son los únicos que tienen realidad; lo demás, teoremas o conjeturas, serían puras construcciones de la mente humana. La posición contraria a las anteriores es la del platonismo matemático. Como mencionamos, el mundo material, según Platón, es el reflejo de otro mundo, el de las Formas. Existen figuras geométricas como círculos o triángulos perfectos, cuyas “sombras” o copias percibimos en el mundo material en forma de objetos más o menos circulares o triangulares. Asimismo,existen infinitos números que poseen propiedades reales, unas desconocidas y otras conocidas —como son las conjeturas—, que no dependen de si algún matemático las descubre. Las matemáticas son una porción del mundo inmutable de las Formas, la más cercana a la materia, y las verdades matemáticas existen al igual que un territorio que puede permanecer inexplorado sin que por ello deje de tener una existencia real. En resumen, se puede decir que las matemáticas existen fuera del espacio y el tiempo: cualquier verdad matemática es válida eternamente e independientemente de la situación espacial; los teoremas se cumplen en cualquier lugar del Universo y en cualquier momento. A diferencia de las cosas materiales, que son efímeras y se alteran con el paso del tiempo, las matemáticas son inmutables. Si aceptamos que forman un mundo independiente, debemos aceptar también que se trata de un mundo en el que el tiempo no transcurre. Si aceptamos, además de las matemáticas, la existencia de un mundo inmaterial más amplio, el de las Formas, que se sitúa fuera del tiempo, podemos entender mejor la cosmogonía esbozada en el Timeo. El Universo material existe como la imagen de una Forma, la Idea del Universo, la “Criatura Viva” que según Platón es eterna, al igual que las matemáticas. El Universo material, tal como lo percibimos, existe gracias a que el tiempo transcurre en él, pero el tiempo es una propiedad de la materia, no de las Formas. ¿Cómo definir el tiempo? Platón no encuentra mejor definición que en términos del movimiento de los cuerpos celestes. El Sol, la Luna y las estrellas generan la noche y el día, así como los meses y los años. Identifica, así, los números del tiempo, es decir su medición, con el movimiento planetario, que era la única manera confiable de medirlo en su época. Veremos en el capítulo IX que la situación no cambió drásticamente durante muchos siglos y que sólo recientemente sustituyeron los átomos a los cuerpos celestes como medidas del tiempo. Aristóteles Aristóteles, en su Física, intenta también elucidar el concepto del tiempo. Después de enumerar lo que no es, no le queda más remedio que definir al tiempo como aquello que se puede medir con números. El tiempo es una medida del movimiento, pero no es el movimiento. El tiempo es “el número del movimiento, de acuerdo con lo anterior y lo posterior” (“arithmos kineseos kata to proteron kai usteron”). En esto no añade nada nuevo a lo dicho por Platón, para quien el tiempo era, en esencia, lo que se medía con el movimiento de los astros, pero critica la afirmación de su maestro, expuesta en el Timeo, de que el tiempo fue engendrado junto con el mundo. La contradicción es demasiado obvia para que Aristóteles la haya dejado pasar; para él es evidente que el tiempo debe ser infinito, pues no tiene sentido hablar del principio del tiempo, cuando todo principio tiene que ocurrir en el tiempo mismo. San Agustín “¿Qué es el tiempo?” se pregunta San Agustín al igual que tantos otros mortales. En el Libro XI de sus Confesiones plantea de diversas formas esta interrogante fundamental y termina por reconocer: “Si nadie me pregunta; lo sé; si alguien me pregunta y lo quiero explicar, no lo sé.” No obstante, sigue analizando el problema; nota que, como es evidente, hay tres tiempos: futuro, presente y pasado; el presente es sólo un paso entre el futuro y el pasado, mientras que el futuro se vuelve pasado continuamente. Actuamos en forma tal que anticipamos el futuro y recordamos las cosas que ocurrieron y pasan a formar parte del pasado; futuro y pasado son reales, tan reales como el presente que percibimos. Pero, ¿dónde están el pasado y el futuro? Si sólo percibimos el presente, entonces es incorrecto decir que existen tres tiempos. Sólo hay un presente que se manifiesta en tres formas distintas: un presente que trata del pasado y que es un recuerdo; un presente que trata del presente y que es una visión fugaz; un presente que trata del futuro y que es una espera. “Tres tiempos que veo… tres realidades.” Luego se pregunta San Agustín cómo medimos el tiempo. Su respuesta es la misma que dio Platón: en la práctica, con respecto al movimiento de los astros que sirven para marcar días y años. Así era en su época (y sigue siendo en parte hasta ahora). Pero, ¿cómo medir, por ejemplo, la duración de un sonido? ¿Cómo determinar que un sonido es más largo que otro? “No lo puedo hacer más que si ya pasaron y terminaron. Entonces no son ellos los que mido; ya no son nada; sino que es algo que queda grabado en mi memoria.” “Es en ti, alma mía, que mido los tiempos… La impresión que, cuando pasan, las cosas hacen en ti y que, cuando pasaron, permanece, es ella la que mido, y no las cosas, que pasaron cuando mido el tiempo.”[10] El tiempo, entonces, sería una propiedad de la mente que nos permite percibir el mundo. Esta concepción sería elaborada más profundamente por Kant, como veremos en el capítulo V. En cuanto a si Dios existía antes de crear al mundo, San Agustín llega a la conclusión de que el tiempo es una creación divina, junto con el mundo. Por lo tanto, Dios existe fuera del tiempo: para Él no hay pasado y futuro, sino un único presente. Una vez más nos encontramos con la idea platónica del tiempo. Espacio y tiempo newtonianos El concepto de un tiempo objetivo se remonta al siglo XVII, cuando Newton publica su obra magna, los Principios matemáticos de la filosofía natural, en la que establece las leyes que gobiernan el movimiento de los cuerpos materiales. Newton postuló la existencia de un Tiempo Absoluto: “un tiempo matemático que fluye uniformemente sin relación con nada externo”. Ese tiempo es un parámetro en las ecuaciones de movimiento con el cual se miden todos los intervalos de tiempo. Es un tiempo del todo objetivo. En el primer capítulo de los Principia, después de definir algunos conceptos de física, Newton incluye un escolio en el que intenta definir conceptos que deberían ser familiares por ser de uso común: tiempo, espacio y movimiento. Sin embargo, hace notar que,[11] no habiendo considerado estas cantidades más que por sus relaciones con cosas sensibles, se ha caído en varios errores. Para evitarlos, hay que distinguir el tiempo, el espacio, el lugar, y el movimiento entre absolutos y relativos, verdaderos y aparentes, matemáticos y vulgares. I. El tiempo absoluto, verdadero y matemático, sin relación a nada exterior, fluye uniformemente, y se llama duración. El tiempo relativo, aparente y vulgar, es esa medida sensible y externa de una parte de duración cualquiera (igual o desigual) tomada del movimiento: tales son las medidas de horas, días, meses, etc., de las cuales se hace uso común en lugar del tiempo verdadero. II. El espacio absoluto, sin relación con las cosas externas, permanece siempre similar e inmóvil. El espacio relativo es esa medida o dimensión móvil del espacio absoluto, la cual cae bajo nuestros sentidos por su relación con los cuerpos, y que el vulgo confunde con el espacio inmóvil. Unos párrafos más adelante, Newton deja claro qué tiene en mente con el Espacio Absoluto. Se trata de retomar la relatividad de Galileo y mostrar que el movimiento medido comúnmente es siempre con relación a algún cuerpo como la Tierra misma, independientemente de cómo se mueva en el espacio. Sin embargo, quiere mostrar que tal relatividad tiene sus limitaciones cuando se trata de movimientos que no son uniformes y en línea recta. En efecto, ¿es lo mismo decir que la Tierra gira alrededor de su eje y las estrellas estánfijas, que al revés: las estrellas giran alrededor de la Tierra inmóvil? Newton hace la distinción clara entre las dos interpretaciones, para lo cual propone el famoso experimento de la cubeta que gira suspendida de una cuerda retorcida; el agua en el recipiente resiente una fuerza centrífuga que curva su superficie; he ahí una clara distinción entre dos sistemas de referencia que no son equivalentes: un observador fijo con respecto a la cubeta no puede pretender que el Universo gira a su alrededor. De ahí concluye que existe un Espacio Absoluto con respecto al cual se debería medir todo movimiento, pero reconoce que tal medición sería extremadamente difícil en la práctica. Años después, en su segunda gran obra, la Óptica, Newton todavía no había encontrado una definición convincente y llegó a comparar el espacio cósmico con el sensorio de Dios.[12] En cuanto al Tiempo Absoluto, Newton equipara éste con el tiempo astronómico. Intenta una explicación científica: una vez más recurre al movimiento de los astros, pero con la aclaración de que ese movimiento, por medio de relaciones matemáticas, debe relacionarse con el Tiempo Absoluto. Reconoce, empero, que el problema no es simple ya que los días naturales son desiguales, a pesar de que se les suele tomar como una medida igual de tiempo; y los astrónomos corrigen esta desigualdad, con el fin de medir los movimientos celestes con un tiempo más preciso. Es muy posible que no haya ningún movimiento perfectamente igual, que pueda servir de medida exacta del tiempo; ya que todos los movimientos pueden ser acelerados o retardados, pero el tiempo absoluto debe fluir siempre de la misma manera. Newton está consciente de que el tiempo, en la práctica, se mide por medio de instrumentos que pueden ser más o menos precisos, pero tiene que utilizar un tiempo único que no es más que un parámetro en las ecuaciones de movimiento de los cuerpos. El problema de definir el tiempo objetivo con precisión era bien conocido de los astrónomos de su época. Los días terrestres son desiguales debido, principalmente, a la forma elíptica de la órbita terrestre y la inclinación de su eje de rotación; para corregir todas las variaciones, los astrónomos inventaron un tiempo idealizado que corresponde al movimiento uniforme de un sol imaginario a lo largo del ecuador celeste, y relacionaron ese tiempo ideal con el terrestre por medio de una llamada “ecuación del tiempo”. Eso es a lo que Newton se refiere en el pasaje que mencionamos, pero hay que tomar en cuenta que su tiempo absoluto, por muy astronómico que sea, es, para todo fin práctico, un tiempo matemático; sólo matemáticamente se puede determinar. Pero él mismo reconoce que no es evidente que tal tiempo absoluto se pueda medir en forma práctica. Conociendo las inclinaciones teológicas de Newton, cabe especular si lo que tenía en mente, al hablar de un tiempo relativo, era un tiempo medido por seres imperfectos, como somos los humanos, mientras que el Tiempo Absoluto sería el tiempo de Dios. Después de todo, si llegó a comparar el espacio con el sensorio de Dios, también podría concebir que Dios tiene su propio tiempo —algo así como el “Tiempo Oficial” del Universo— con respecto al cual se sincronizan los relojes individuales. ¡Por algo Dios es también el Gran Relojero! En cambio, la materia andaría revoloteando por el Universo con una multiplicidad de tiempos propios de cada reloj, con todas las imperfecciones que causan los atrasos y adelantos comunes. De todos modos, Newton no se preocupa en los Principia de cómo medir ese Tiempo Absoluto. De hecho, ni siquiera lo vuelve a mencionar en su texto porque no tiene ninguna necesidad de recurrir a ese concepto. En la física, desde entonces, el tiempo es, para todo fin práctico, sólo un parámetro que aparece en las ecuaciones de movimiento, una variable matemática que se puede medir con algún proceso natural cíclico, como la rotación de la Tierra o las vibraciones de una molécula. Ése es el único sentido práctico que se le puede dar al tiempo newtoniano. De allí lo justificadas de las críticas de los positivistas como Ernst Mach, para quien el Tiempo Absoluto era un “concepto metafísico ocioso”. En efecto, ¿qué sentido tiene introducir un concepto supuestamente físico que, por principio, es imposible de medir? Si el Tiempo Absoluto no es accesible a los humanos, no tiene lugar en la ciencia. Para los positivistas, era necesario desembarazar a la ciencia de todos los conceptos inaccesibles por principio a la observación, y sus primeras víctimas fueron el Espacio y el Tiempo absolutos de Newton. A pesar de que el positivismo cayó gradualmente en desuso a lo largo del siglo XX, hay que reconocer que, en su momento, sus críticas fueron provechosas para el desarrollo de la nueva física. Como veremos en el capítulo VI, Einstein supo retomar algunas de ellas para desarrollar su teoría de la relatividad. [5] Véase Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, Alianza Editorial, Madrid, 1972. [6] Hay que reconocer que el texto original es ambiguo y los expertos no se han puesto de acuerdo en cómo interpretarlo. En otras traducciones, la imagen móvil de la Eternidad es el Universo mismo. [7] Aristóteles, Metafísica, libro I, cap. 6. [8] La conjetura de Goldbach es que todo número par se puede escribir como la suma de dos números primos. Conocida desde la época de Euler, no se ha podido demostrar hasta la fecha, a pesar de que se ha comprobado por medio de computadoras para los primeros 400 billones de billones de números pares. [9] La conjetura de Riemann tiene que ver con los ceros de la llamada función de Riemann en el plano complejo, los cuales están relacionados, a su vez, con los números primos. [10] El énfasis es mío. [11] Sigo literalmente la traducción al francés de los Principia realizada por la Marquesa de Châtelet en el siglo XVIII, que tiene la gran ventaja de haber sido escrita sólo unas décadas después del original, en un idioma directamente emparentado con el latín y, por ende, con nuestro español. Aunque no totalmente fiel al original, la traducción de la inmortal Émilie es probablemente la más clara y comprensible de todas. [12] Optiks, query 31. III. Movimiento y acción a distancia Doctores en física: no se vayan a equivocar, ; lo del movimiento es un invento para ver a mi morena bailar… Tomasito y Antonio de los Ríos “Mi morena” flamenco) Según una creencia popular bastante difundida, la ciencia avanza aclarando uno tras otro los misterios de la naturaleza. Lo que alguna vez fue un misterio se resuelve gracias a nuevos descubrimientos, después de lo cual viene una siguiente etapa en la que aparecen nuevos misterios por resolver, y así sucesivamente. Sin embargo, lo que sucede en la realidad no es tan simple: Thomas Kuhn[13] señaló hace tiempo que el progreso de la ciencia no se da en forma gradual sino por saltos, pasando de un sistema científico (paradigma) a otro por medio de revoluciones científicas que cambian bruscamente la visión del mundo. Aun así, los problemas fundamentales del sistema viejo que se habían quedado sin solución no siempre se aclaran; más bien, se vuelven irrelevantes. Paul Feyerabend[14] notó que tales problemas no se resuelven, sino que se disuelven en el nuevo sistema. Un ejemplo de ello es el problema de la gravitación y su aparente acción a distancia, que tanto preocupó a los filósofos de la época newtoniana, sin que llegara a ser resuelto en una forma aceptable para ellos. Se trata de un problema que fue disuelto en las modernas teorías físicas. Lo analizaremos en el presente capítulo. Dos mundos Aristóteles, y con él losfilósofos antiguos, pensaban que había dos mundos, el terrestre y el celeste, cada uno con características muy distintas. El mundo terrestre, en el que se aplican las leyes conocidas de la naturaleza, se extendía hasta la esfera lunar, sobre la cual está colocada la Luna. La materia, dentro de esa esfera, estaría hecha de los cuatro elementos que los mortales conocemos: agua, aire, tierra y fuego; más allá de ella, los planetas y astros obedecerían otras leyes, inaccesibles a la experiencia humana; allí no habría materia como la que conocemos sino otra sustancia, el quinto elemento o “quintaesencia”, de la que estarían hechos los astros. De acuerdo con esta visión del mundo, el movimiento de los cuerpos en la Tierra y el movimiento de los astros en los cielos serían de una naturaleza esencialmente diferente. La gravedad, por ser un fenómeno terrestre, debía ser propia del mundo sublunar. Aristóteles, en su afán de explicar todo, afirmó que los cuerpos masivos bajan y el fuego sube porque ése es el “movimiento natural” propio de ellos. Lo cual es sólo otra manera de decir que los cuerpos caen y el fuego sube porque así debe ser. En cuanto al movimiento de los planetas, Aristóteles se conformó con aceptar el modelo de Eudoxo que constaba de nada menos que 52 esferas girando unas sobre otras, con lo cual se reproducía el movimiento aparente de los planetas sobre la bóveda terrestre. Se trataba de un modelo mecánico para explicar el movimiento de los astros, sin buscar el motivo que impulsaba a esas esferas a girar en la forma en que lo hacían. Pero, después de todo, tal móvil debía pertenecer a ese otro mundo, el celeste, cuyas leyes son incomprensibles para los humanos. Bastaba con aceptar que los planetas se mueven en círculo porque, de todos los movimientos, el circular es el más perfecto por ser totalmente uniforme. El gran astrónomo de la Antigüedad, Ptolomeo, desarrolló un complicado sistema que permitía describir y predecir el movimiento de los planetas con una mejor precisión. Su sistema situaba a la Tierra en el centro del Universo y el Sol giraba alrededor de él; los planetas se movían sobre epiciclos: círculos montados sobre otros círculos, todo lo cual iba de acuerdo con la perfección del movimiento circular. Durante varios siglos, los astrónomos utilizaron el modelo de Ptolomeo para predecir el movimiento de los planetas, lo cual requería, por supuesto, de pesados cálculos. Sin embargo, Ptolomeo no pudo explicar por qué se mueven los planetas sobre epiciclos; tal problema rebasaba las posibilidades del conocimiento en su época. Como es bien sabido, Copérnico tuvo la idea de colocar al Sol en el centro del Universo y a los planetas girando alrededor de él. Sin embargo, el modelo heliocéntrico de Copérnico tampoco explicaba por qué se mueven los planetas en la forma en la que lo hacen. El modelo tenía el enorme mérito, puesto en una perspectiva actual, de colocar al Sol en el centro del Sistema Solar, pero hay que reconocer que, para fines prácticos, no era mejor que el modelo de Ptolomeo para predecir la posición de los planetas. Copérnico recurrió una vez más a los engorrosos epiciclos, pues no se había librado de la perfección del movimiento circular; incluso tuvo que colocar al Sol ligeramente desplazado del centro del Universo para poder explicar con mejor precisión el movimiento de los planetas. En buena parte, si el modelo heliocéntrico de Copérnico no fue aceptado fácilmente fue porque no era más sencillo que el de Ptolomeo; éste, por lo menos, tenía la ventaja de ser conocido por los astrónomos desde hacía siglos. El sistema de Copérnico encontró un defensor entusiasta en Galileo Galilei. Muy convenientemente, Galileo nunca tomó en cuenta los detalles engorrosos del modelo de Copérnico y se conformó con su esencia: el Sol es el centro alrededor del cual giran los planetas. Supuso, para simplificar, que las órbitas planetarias son círculos centrados en el Sol y pasó por alto las pequeñas desviaciones con respecto a tan perfecto movimiento. Tuvo mucha razón en no dar importancia a detalles que habrían de corregirse una generación después. Galileo mismo nunca buscó una explicación física del movimiento de los planetas. A pesar de que estudió minuciosamente el movimiento de los cuerpos que caen en la Tierra, no se le ocurrió que la fuerza de gravedad pudiera tener una relación con el movimiento de los astros. Quizás, inconscientemente, no se había desprendido del viejo prejuicio aristotélico de que los fenómenos celestes son de naturaleza distinta de los terrestres. Otro importante defensor de Copérnico fue Kepler, cuyas observaciones minuciosas del movimiento de los planetas le permitieron descubrir las famosas tres leyes que llevan su nombre. Con ellas los filósofos pudieron, por fin, desembarazarse de la supuesta perfección del movimiento circular, para así llegar a la gran síntesis matemática de Newton. A Descartes, contemporáneo de Galileo y Kepler, se le debe uno de los primeros intentos de explicar el movimiento de los planetas con base en fenómenos físicos. Según él, el espacio cósmico estaría repleto de una sustancia invisible y muy sutil: el Éter, un fluido “más puro que el aire” cuyo movimiento en forma de torbellinos alrededor del Sol arrastraría a los planetas. La teoría de los torbellinos de Descartes llegó a ser bastante aceptada en su época; la idea tenía el atractivo de corresponder a una imagen que es común encontrar en nuestra experiencia mundana, ya que todos hemos visto cómo un remolino de agua arrastra las hojas que flotan en su superficie. Pero, finalmente, era una forma de relegar un problema a otro más básico, pues ¿cuál era el origen de ese Éter y por qué habría de girar para arrastrar consigo a los planetas? Acción a distancia Que el Sol tenga alguna influencia mecánica sobre el movimiento de los planetas es tan poco evidente que ni Copérnico, ni Galileo se percataron de algo así. Por esas épocas se pensaba que un cuerpo no puede influir sobre otro a través del espacio vacío; sólo por medio de algún cuerpo material. Sin embargo, el magnetismo era un excelente ejemplo de una interacción entre cuerpos sin que mediara nada palpable. El primer estudio profundo del magnetismo se debe a William Gilbert, filósofo natural y médico personal de la reina Elizabeth I de Inglaterra. Gilbert publicó, en 1600, De magnete, obra dedicada a esa extraña piedra que tiene la propiedad de atraer el hierro sin nada intermedio. Escrito originalmente en latín, empieza, como todos los tratados de su época, con una enumeración detallada de los textos antiguos en los que se citan los imanes: el nombre mismo, explica Gilbert, proviene de la ciudad griega de Magnesia, donde abundaban las piedras imantadas, aunque no está claro si se trata de una ciudad en Macedonia u otra homónima en Ionia. En los siguientes capítulos, el autor describe diversos experimentos que realizó para comprobar que la Tierra es un gigantesco imán, lo cual explica por qué una aguja imantada siempre apunta hacia el norte. Asimismo, describe detalladamente el fenómeno de la magnetización inducida, que consiste en que un pedazo de hierro en contacto con un imán adquiere sus mismas propiedades. Es notable que De magnete también abarca la atracción eléctrica; en esas épocas, este fenómeno se producía frotando ámbar con un trapo y el nombre mismo proviene de la palabra griega para ámbar: elektron. En los últimos capítulos, Gilbert pasa a la astronomía y defiende el sistema heliocéntrico de Copérnico; declara que la Tierra girasobre sí misma y también alrededor del Sol, e infiere que las estrellas se encuentran a grandes y variadas distancias. La teoría del magnetismo influyó sobre Kepler y probablemente también sobre Newton. Kepler trató de explicar el movimiento de los planetas por algún medio físico; su teoría, por desgracia, estaba plagada de errores, pero llegó a tener bastante aceptación en su época y es un buen punto de referencia para apreciar en su contexto la contribución posterior de Newton. En primer lugar, Kepler descubrió por medio de observaciones muy precisas que la velocidad de un planeta en el afelio y el perihelio varía en relación inversa con la distancia al Sol (hoy en día sabemos que eso es cierto y se debe a la conservación del momento angular), pero de ahí dedujo erróneamente que la velocidad en general satisface la misma relación.[15] El siguiente paso en su razonamiento deductivo fue utilizar el concepto aristotélico de que se debe aplicar una fuerza constante para mantener una velocidad constante (lo cual, como sabemos ahora, sólo se aplica cuando no hay fricción). Siguiendo con el razonamiento, Kepler dedujo que debería haber en el espacio una fuerza motriz cuya intensidad varía en relación inversa a la distancia al Sol (nótese otro error fundamental: el momento angular es constante a lo largo de la trayectoria de un planeta, pero cada planeta tiene un momento angular distinto). Así, Kepler dedujo la existencia de una fuerza centrada en el Sol que mueve a los planetas y depende de la distancia a ese astro; debería ser, por lo tanto, una fuerza emanada de ese astro. Por esa época, el tratado de Gilbert ya era conocido y se sabía que existe en la naturaleza al menos una fuerza adicional a la gravedad terrestre. Así que a Kepler le resultó fácil concluir que el Sol producía una fuerza magnética… o “casi-magnética”, pero nunca precisó qué entendía por eso. La gravitación universal Antes de Newton, el intento más realista de explicar el movimiento planetario se debe a Robert Hooke. Este científico inglés, sin duda el físico experimental más importante de su siglo, curador de la Royal Society, hizo numerosas contribuciones a la ciencia, pero la historia ha sido injusta con él: su mayor desgracia fue ser contemporáneo de Newton y ver su fama eclipsada por la de su poderoso rival. Hooke publicó en 1674, doce años antes de la aparición de los Principia, un libro intitulado An Attempt to Prove the Motion of the Earth by Observations en el que, por primera vez, aparece planteado correctamente el problema del movimiento planetario. Sus suposiciones eran:[16] Primero, que todos los cuerpos celestiales sin excepción, poseen una atracción o poder gravitatorio hacia sus propios centros, con lo cual atraen no sólo sus propias partes, y evitan que se dispersen, como podemos observar que hace la Tierra, sino que también atraen todos los otros cuerpos celestiales que están dentro de la esfera de sus actividades… La segunda suposición es la siguiente. Que cualquier cuerpo puesto en movimiento directo y simple continuará moviéndose en línea recta, hasta que por otro poder efectivo sea desviado y curvado en su movimiento, describiendo un círculo, una elipse, o alguna otra línea curva compuesta. La tercera suposición es que esta potencia atractiva opera con más poder, en tanto el cuerpo sobre el cual actúa se encuentra más cerca de su centro. Ahora bien, cuáles son estos diversos grados, aún no lo he verificado… Nótese cómo Hooke intuye correctamente el fenómeno gravitatorio, además de adelantarse a la primera ley de Newton, pero su descripción de la fuerza de atracción no pasa de ser cualitativa. Con todo lo que tiene de visionario su planteamiento, Hooke nunca pudo profundizar más en el tema. De ahí a un sistema matemáticamente bien fundamentado, cuantitativo y riguroso, hay un larguísimo trecho que sólo Newton, en esa época, pudo recorrer. A Isaac Newton se le atribuye el descubrimiento de la gravitación universal, es decir, el hecho de que todos los cuerpos en el Universo se atraen entre sí por medio de una fuerza de gravitación. Antes que él, con excepción de Hooke, a nadie se le había ocurrido que pudiera haber una relación entre la caída de los cuerpos en la Tierra y el movimiento de los astros en el cielo. Al contrario, como ya mencionamos, se pensaba que las leyes de la naturaleza son distintas para los cuerpos en el cielo y en la Tierra. Según una famosa leyenda, estaba un día el joven Newton sentado debajo de un manzano, meditando sobre la razón que mantiene a la Luna en órbita alrededor de la Tierra y a los planetas alrededor del Sol, cuando vio caer una manzana. Este incidente le habría dado la clave para entender que tal fuerza es la gravedad, una fuerza propia de todos los cuerpos en el Universo y no restringida a la Tierra. Esencialmente, su razonamiento habría consistido en comparar la fuerza centrífuga de la Luna en su órbita (por medio de una fórmula que él mismo había deducido) con la fuerza de gravedad en la superficie terrestre y comprobar que la razón entre las dos fuerzas es la misma que la razón al cuadrado entre el radio de la Tierra y la órbita lunar. Es probable que se trate de una leyenda inventada por el mismo Newton en su vejez. El descubrimiento real está relacionado necesariamente, por una parte, con la tercera ley de Kepler —que relaciona el cuadrado del periodo de un planeta con el cubo de su radio— y, por otra, con la fórmula para la aceleración centrífuga —proporcional al cuadrado de la velocidad dividida por el radio de la órbita— que Newton había descubierto independientemente. El razonamiento que hay que seguir consiste, primero, en postular que existe una fuerza de atracción hacia el Sol que se compensa exactamente con la fuerza centrífuga que actúa sobre un planeta debido a su movimiento orbital. De esa forma, resulta que la fuerza de atracción del Sol debe disminuir como el cuadrado del radio orbital. Sin embargo, de ahí no se deduce necesariamente cuál debe ser la naturaleza de la fuerza con la cual el Sol atrae a los planetas. Hacía falta el genio de Newton para darse cuenta de que se trata de la fuerza de gravedad, la misma que atrae las manzanas, y desarrollar un poderosísimo método matemático que le permitió describir con precisión el movimiento de los planetas. Newton formuló la ley de la gravitación universal y demostró con todo rigor matemático que las tres leyes de Kepler son una consecuencia de ella. Esta ley estipula que la fuerza gravitatoria entre dos cuerpos masivos es directamente proporcional a sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa. Newton publicó el resultado de sus trabajos en su famoso libro Principia, en 1686. Con esta obra nació la física como una ciencia matemática. En palabras de Alexandre Koyré:[17] La pregunta: A quo moveantur planetae?… se unió al problema famoso: A quo moveantur proyecta?… Y se puede decir que la ciencia moderna, unión de la física celeste y la física terrestre, nació el día en que la misma respuesta se pudo dar a esta doble pregunta. ¿Acción mecánica? A pesar de su éxito extraordinario, no todos los contemporáneos de Newton se dejaron impresionar por la nueva ciencia de la mecánica. Para algunos filósofos, el sistema newtoniano era una manera muy ingeniosa de describir las trayectorias de los planetas, pero no revelaba la esencia misma de la gravitación. El problema persistía: ¿cómo pueden dos cuerpos materiales atraerse mutuamente a través del espacio vacío, sin la mediación de alguna otra sustancia? La pregunta fundamental seguía sin respuesta: