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Biomedicina_locura_y_placer_De_sustancia

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Biomedicina, locura y placer: De sustancias y movimientos legítimos 
Hugo Sir Retamales1 
 
La siguiente ponencia es parte de un trabajo en construcción que desarrolla uno de los 
hilos abiertos por la investigación realizada para mi tesis de magíster (también en 
construcción). Este trabajo en particular tiene, al menos, 2 objetivos que se deben considerar 
como el despliegue de una misma mirada que se comienza a ensayar. 
Por un lado, quisiera mostrar cómo la biomedicina, la medicina científica, y en 
particular, lo que podemos denominar la génesis del “campo de la salud moderno”, contribuye 
a la exclusión del uso de sustancias y ritos extáticos, productores de estados de trance, euforia y 
placer, como parte del proceso de profesionalización, basado en el diferencial científico, que se 
vincula como por afinidad electiva con la suerte de “cruzada civilizatoria”, en la que se 
embarca el Estado desde fines del siglo XIX, hasta pasada la mitad del siglo XX, haciendo uso 
centralizados de tácticas biopolíticas de gobierno. 
Por otro lado, proponer que aquello se encuentra relacionado con los requisitos de 
productividad de la inserción del país a la economía capitalista, y que por tanto, ninguna reflexión 
sobre la “legalidad” de las drogas debería saltarse el análisis del vínculo entre la forma en que 
socialmente se organiza la “economía de las drogas” y la organización de la “economía” 
entendida en forma amplia, fundamentalmente en torno a las fuerzas y relaciones de 
producción. 
 
I. De la formación del campo, y el diferencial científico como capital simbólico. 
 
En una investigación que llevo a cabo en un consultorio en una pequeña ciudad a la 
salida de la región metropolitana, en donde conviven la biomedicina y otras formas de hacerse 
cargo de la salud (desde antroposofía a masoterapia, pasando por reiki), uno de los 
cuestionamientos centrales que se hace de la medicina convencional, y que al mismo tiempo 
equivale a una característica valorada de las otras terapias, es al exceso de medicamentos, e 
inclusive, al mismo uso de éstos. 
 Se trata de un cuestionamiento de uno de los elementos técnico-científicos 
fundamentales de la medicina convencional, como la conocemos. La muestra por excelencia de 
la alianza de la ciencia y la práctica terapéutica, son los medicamentos. Más incluso que los 
exámenes, pues se trata de un producto diseñado para el alivio de una dolencia, de un malestar, etc., 
y no de un aparato para el diagnóstico. El medicamento es el estandarte de la medicina 
científica, frente a cualquier otro tipo de terapia. Es la separación definitiva del 
curandero (Molina, 2010; Armus, 2005). La ciencia y la técnica se convierten en uno de los 
principios de validez, de visión y división legítimas del campo de la salud (Bourdieu, 1999; 
 
1 Sociólogo, Universidad Alberto Hurtado, cursando el Magíster en Ciencias Sociales de la Universidad de Chile. 
Actualmente, y entre otras cosas, “académico joven” de la Universidad Alberto Hurtado, y coordinador de la línea 
“Cuerpo, salud y política” del núcleo de Sociología del Cuerpo y las Emociones de la Universidad de Chile. Por el 
momento, interesado en analizar vínculos entre las maneras de gestionar nuestra salud, y estrategias políticas, 
desde perspectivas biopolíticas. 
2006; 2007). Al mismo tiempo señala la concreta posibilidad de la mercancía, de toda una 
nueva fármaco-economía, en la medida en que este producto otorga una separación singular del 
lazo terapéutico y el alivio. A diferencia de otros abordaje de la salud, el medicamento promete 
poder confiar en la inocuidad y especificidad de la sustancia, contrario a las situaciones de 
compenetración entre terapeuta y solicitante, que implican el uso de sustancias que actúan de 
formas “difusas” (Escohotado, 1998). 
 
El medicamento, en tanto el fármaco administrado por los profesionales médicos2, es 
concreción de una serie de procesos paralelos al de la profesionalización de la medicina, del 
orden de los adelantos tecno-científicos de los laboratorios, del papel de los farmacéuticos y 
boticarios, del desarrollo de una industria interesada en su comercio, etc. Sin embargo, esa 
misma fármaco-economía incipiente, requiere de una utilización singular, serena, neutra de las 
sustancias alteradoras del ánimo. Así como el recurso al profesional de la medicina a fines del XIX 
y principios del XX, no es la norma, y más bien hay una desconfianza generalizada, las 
relaciones con las sustancias permitidas y prohibidas carecen de la claridad formal que 
conocemos. Los saberes tradicionales y sus propias sustancias, pociones, pequeños rituales, son 
competidores, y hasta cierto punto conjuran la centralización de una institucionalidad sanitaria, 
y farmacológica (Molina, 2010; Escohotado, 1998; Márquez & Meneu, 2007; Illich, 1975; 
Armus, 2005). El ascenso social de la medicina, el principio de división del campo ligado a la 
verdad científica, va de la mano con el medicamento como única sustancia legítima, como 
único fármaco autorizado, en detrimento de otras sustancias, generalmente psicoactivas. El 
fármaco depurado, es recetado exclusivamente por un profesional con propiedad científica. 
 
 Esto es central en la constitución del campo de la salud que se puede rastrear hacia 
fines del siglo XIX, y principios del XX, el aseguramiento de su aspecto científico y técnico. El 
reconocimiento difundido en el espacio social del “capital terapéutico” de los profesionales de la 
salud, se basa en la posibilidad de echar mano de esta característica que define para el Estado la 
única manera legítima de encargarse del alivio del sufrimiento. Es decir, convertir este 
capital terapéutico en un verdadero capital simbólico, en tanto se reconoce más allá de 
los límites del campo en que se origina, por desconocerse la arbitrariedad de su 
institución. La arbitrariedad por ejemplo, frente a otras formas de encargarse del 
sufrimiento y el alivio. 
 
 La preocupación por la salud de la población, tiene un marcado carácter urbano, y 
emerge específicamente en la medida que aumenta la participación de los obreros en el proceso 
de producción. De ahí que el interés sanitario en la ciudad y en sus habitantes, por parte del 
Estado, se dé en un marco de temprana revalorización capitalista del obrero urbano, y se desatienda 
mayormente el ámbito rural con excepción de las epidemias agudas (Salinas, 1983: 114-115). 
Una preocupación activa por lo que afecta la vida como tal, en términos de morbilidad y 
 
2 Que por tanto neutraliza toda la ambigüedad del phármakon/pharmakós a la vez cura y veneno, chivo expiatorio y 
sustancia purificadora (Escohotado, 1998; Agamben, 1998). 
mortalidad, se hace patente junto a los procesos de industrialización, de manera que la 
medicalización de la sociedad, forma parte del proceso de producción. 
 
 Los barrios, las habitaciones, y las prácticas cotidianas de los obreros, se volverán 
objeto fundamental de las intervenciones de la medicina convencional en ascenso. El principal 
medio de excluir del campo de las alternativas legítimas a otras formas de encargarse de la 
salud, será su institucionalización, y sus barreras educativas, lo que requiere, no obstante, de la 
posibilidad de mostrar resultados, de probar su eficacia. De ahí que estas intervenciones sean 
fundamentales, pero no solamente ni principalmente, por un criterio objetivo, sino por la manera 
en que se incluye la vida, en la instalación de una forma biopolítica de gobierno de marcada 
intervención estatal, en donde las condiciones de la masa trabajadora forma parte central de las 
preocupaciones, pero que al mismo tiempo sienta las bases, para la formación de un “impulso 
higienista” aún más perdurable, como señala Nicolás Fuster (Foucault, 2006, 2007; Fuster, 
2013). 
Esta alianza tendrá un punto cumbre en la implementación de un Sistema Nacionalde 
Salud, en 1952. Éste será a la vez concreción de esta tendencia de profesionalización, 
intervención en la población, carácter científico y vigilancia del fármaco; e inicio de 
desplazamiento de las formas de gobierno. Encierra las bases de una centralización nunca vista 
de la atención de la salud en aras de la nación e incluso de la raza (Ortiz, 2006), y también el 
comienzo de una individualización de la salud, que manteniendo los principios del campo, 
propondrá una gestión de los cuidados por el bien del “propio individuo”, al separar los 
ministerios de Salud y Previsión Social. 
La socialización de la medicina y la medicalización de la sociedad van de la mano con 
las intenciones de los gobiernos latinoamericanos de “modernizar” los países, a través de la 
modificación perdurable de las conductas, en consonancia con la higenización de los espacios 
públicos, signo de la nueva clase gobernante y de su proyecto de sociedad (Kingman, 2006; 
Fuster, 2013) 
 
II. Trabajadores sanos y lúcidos. Contra la locura y el trance (acá mostrar las imágenes) 
 Eduardo Kingman, ha mostrado con gran detalle cómo las aplicaciones públicas de los 
programas higienistas, de ornato y de “policía”, constituyen un modo perdurable de 
imposición de una cultura legítima. En términos de Bourdieu, la alianza entre élites sociales y 
élite médica, fundamenta la imposición de un orden simbólico, da sustento y realidad al poder 
simbólico, es decir, a la capacidad de imponer las jerarquías más conveniente no sólo al modo 
de vida que ya tiene un determinado grupo social, sino aquel al que aspira, aquel con el que 
sueñan sus principales representantes. Dice Kingman, para el caso de Quito: “En el complejo 
proceso de construcción de una sociedad ciudadana, las elites justificaron su condición 
privilegiada y su derecho a dirigir el país a partir de criterios estéticos como el decoro, el ornato, 
y la decencia, así como por una supuesta superioridad cultural. Aunque todos tenían derecho a 
ser ciudadanos, existía una escala dentro de la cual cada individuo se situaba de acuerdo a su 
esfuerzo, su instrucción y su grado de civilización” (Kingman, 2006: 349). Varios excelentes trabajos 
históricos, entre ellos el de Nicolás Fuster, nos permitirían aseverar en líneas generales una 
situación similar para la metrópolis chilena. 
Ahora bien, lo que quisiera poner de relieve para esta presentación, son dos elementos: 
i) Que esta “repartición del mundo”, se facilita enormemente al contar con un modo de 
intervención que al mismo tiempo que se ampara en la neutralidad de la ciencia, es capaz de 
organizar reformas de gran alcance, y de carácter notoriamente político; ii) Que en consonancia 
con lo anterior, la alianza que se da entre medicina y Estado es fundamental, tanto para las 
elites médicas como para las elites gobernantes ¿Por qué? Más allá de lo obvio, la 
conformación de un campo “moderno” de salud, entrega las armas para naturalizar una 
correspondencia entre las divisiones del espacio social y las estructuras subjetivas que se 
posicionan en éste. La jerarquía de las terapias, de los tratamientos, de las sustancias, implica al 
menos, una subordinación de saberes, una definición de movimientos, de sensaciones, de 
estados corporales y perceptivos, legítimos. Aquí, entonces, la cuestión de la ilegalidad e 
ilegitimidad de determinadas sustancias debe ir más allá de los términos jurídicos, y médicos. 
 La precuela de la guerra contra las drogas que se libra en la constitución del campo 
médico, en la instalación de la terapéutica “científica” europea como la única viable, se enfrenta 
a una riqueza de sustancias alteradoras del ánimo, que aún no deja de sorprender a quienes se 
acercan al tema. “¿Cómo va uno a explicarse la notable anomalía entre el gran número de 
plantas psicoactivas conocidas por los primeros americanos, que habían descubierto y utilizado 
de ochenta a cien especies diferentes y el número mucho menor –no más de ocho o diez- que 
como es sabido fueron empleadas en el Viejo Mundo?” (Furst & Schults, 1994: 15). El uso de 
sustancias con distintos fines, entre ellos los terapéuticos, era una práctica totalmente difundida 
en los pueblos precolombinos, como ustedes deben saber mejor que yo. Difundida 
geográficamente, difundida en cantidad de productos utilizados, difundida en amplios sectores 
de la población. Las “drogas” formaban parte del día a día. Las sustancias inductoras de viajes, 
de trance, eran elementos de gran relevancia en el diálogo que se tenía con el mundo, y con la 
propia salud. 
 Circunstancias que a finales del siglo XIX no dejaba en absoluto indiferente a los 
organismos eclesiásticos: 
En 1851, el obispado de Ancud desarrolló el primer Sínodo Diocesano –nos relata Carlos 
Molina (2010: 349)- en él [entre otras cosas se] dictaminaba lo siguiente: ‘Se conserva todavía en 
la diócesis, entre la gente vulgar e ignorante, y particularmente entre los indígenas [notar las 
oposiciones binarias que se delizan], el pernicioso abuso de curarse en sus enfermedades 
con los curanderos, llamados comúnmente machis, los cuales careciendo de todo conocimiento 
en medicina, acostumbran atribuir las enfermedades a maleficio o daño (…) Pretende en 
seguida hacer la curación usando, en ligar de medicinas, de varios ritos y ceremonias 
supersticiosas (…) Con el objeto de eliminar tan reprensible y pernicioso abuso, los sínodos del 
país, han reservado al Obispo, la absolución del pecado que cometen los que se curan con 
machis, que usan de tales ritos y ceremonias supersticiosas (…) Y siendo necesario adoptar 
algunas medidas fuertes respectos de los mismo machis, para contenerlos en la carrera de sus 
excesos, encargamos y mandamos a los párrocos, hagan diligente averiguación [de quienes 
realizan esas prácticas] y previa comprobación judicial (…) impongan a quienes hubieran 
ejercido tales curaciones (…) la pena de vergüenza pública, compeliéndolos a presentarse, por 
cuatro días festivos, en la iglesia parroquial en la que permanecerán, durante el concurso de los 
fieles, parados con una soga al cuello y vela en mano, y la frente ceñida con una faja de 
cuero con esta inscripción: pena de los machis supersticiosos 
 No hay mucho que agregar a lo expresado, tampoco es necesario pensar que estas 
prácticas se encontraban en “estado puro” a la hora de la constitución del campo de la salud 
moderno, ni que sus “supervivencias” actuales son “auténticas” ni nada de eso, para 
reflexionar sobre sus consecuencias político-morales. Lo interesante es que desde fines del 
siglo XIX, hasta la emergencia de la figura del toxicómano en Chile, coincidentemente hacia 
1950, como da cuenta Mauricio Becerra (2010), se atestigua la manera en que la cruzada contra 
“sustancias”, es sobre todo una apuesta por movimientos corporales, y a falta de una mejor 
palabra, “espirituales” legítimos, es decir, por la producción de ciertos sujetos, en 
concordancia con las divisiones del espacio social. Interesante es que esta constitución 
subjetiva es lo que será cada vez más relevante como forma de gobierno. 
 En aras de la modernización, y del orden de las ciudades, los individuos no sólo deben 
estar crecientemente acondicionados para el mundo del trabajo (y eso incluye roles específicos 
para mujeres y niñxs), sino que deben permanecer constantemente “lúcidos”. La instalación de 
un orden definitivo de progreso, reclama exclusividad perceptual. No es necesario ningún 
tipo de relación con elementos por fuera de la razón, en tanto es la razón y únicamente ella la que 
puede conducir a las sociedades al progreso, que se basa sobre todo en una mayor 
productividad, y por tanto, en una constante alza de lo que Marx llamaba plusvalía relativa, es 
decir, de la producción de más y más valor por la misma cantidad de tiempo de trabajo. La 
ciencia es la única clave de inteligibilidad que se necesita, y sólo individuos incansablemente 
lúcidos puede acceder a ella e implementarla. El uso de sustancias que“sacan del mundo” es 
por ello radicalmente sospechoso para el proyecto de civilización. 
 El habitus en formación debe exhalar lucidez e implicación en el trabajo, lo que se 
opone a cualquier forma de locura. Si uno aprecia las imágenes que grafican “locos” y personas 
usando sustancias alucinógenas de distinta índole, vemos que en su similitud, sobre todo se 
oponen a un uso productivo (en términos capitalistas) del cuerpo. El uso del medicamento, el 
fármaco científico y profesionalizado, permitirá al mismo tiempo conjurar lo más posible los 
movimientos disfuncionales de las locuras (con sus límites, lógicamente), y curar sin necesidad 
de recurrir a ningún tipo de movimiento, visión o conocimiento por fuera de la razón moderna. 
Parsons, señalaba que el rol moderno de enfermo se caracterizaba por la posibilidad que daba 
de sustraerse de los roles normales en las estructuras de la sociedad, pero lo que jamás permite el 
rol de enfermo moderno, ni en su curación ni en su diagnóstico, es la salida de la razón 
instrumental, del aparato técnico-científico, que reconducirá las conductas a su pronta 
restauración en la producción capitalista. 
 Lo anterior es ampliable, por ejemplo, al uso extendido de antidepresivos (y aún más 
evidente cuando se trata con ‘estabilizadores del ánimo’, y todavía más en todo el mercado 
farmacéutico alrededor del ‘Trastorno por Déficit Atencional con Hiperactividad3’). De lo que 
se trata es de devolver la conexión con el mundo, a la implicación con las actividades 
esperadas, con el trabajo y la familia, el adulto normal es por definición productivo en términos 
capitalistas, y el tratamiento médico convencional, no incluye ningún tipo de ritual extático, 
ninguna sustancia que tenga como objeto la producción de placer, menos la implicación del 
sujeto en un viaje, en una alucinación que se vincula de alguna manera a su situación en el 
mundo. A lo más que se puede aspirar es a estados de relajación muscular, de somnolencia, de 
mareos, que incluso si pudieran considerarse placenteros, se alejan mucho de una forma 
extática de curación. 
III. La trampa del fármaco (tomar a Escohotado). Gubernamentalidad, productividad 
y drogas. 
 Quisiera terminar con un par de reflexiones más. Escohotado, en su historia general de 
las drogas, señala la vinculación entre el phármakon y el pharmakós, en tanto modelos, “tipos 
ideales” de hacerse cargo de la purificación, la limpieza, la salvación, la salud, de sociedades e 
individuos. El pharmakós, es el chivo expiatorio, el modelo del sacrificio ritual. El phármakon el 
modelo de comunión con lo sagrado, a través de un pharmakós impersonal, generalmente 
botánico. El modelo de la comunión implicaba un acceso a la divinidad, generalmente a través 
del uso de sustancias enteógenas que difuminaban las barreras entre la percepción humana y la 
divina, y que por tanto es incompatible con la idea de razón instrumental como única clave de 
inteligibilidad del mundo. El modelo del sacrificio implica fundamentalmente la idea de la 
separación, el mundo humano y el divino se relacionan, pero no se mezclan, y ese es “el orden 
esperado de las cosas”. Escohotado apunta a que la problemática de las drogas actual, la 
“guerra”, se basa en que se ha convertido a éstas en un nuevo “chivo expiatorio”, que se 
pretende como causa de –al menos- una gran cantidad de males existentes en las sociedades. Y 
plantea que la legalización –medicalizada- de las drogas constituye difícilmente una solución, 
pues se mantiene en funcionamiento el mecanismo que ubica ciertos pharmakós como origen de 
los males, y que hoy en día, tiene como estandarte a la medicina científica acompañada por la 
sanción legal. Por tanto, lo que se deja sin cuestionamiento, es la organización de la sociedad 
que da sustento a la manera en que se manejan las –así llamadas- “drogas”. 
 Éste me parece un planteo interesante, que sin embargo me gustaría ligar con lo 
anteriormente señalado. Si la prohibición de ciertas sustancias, tiene que ver con la 
instalación de un modo de vida legítimo, y sobre todo de unos movimientos y estados 
de ánimo, es decir, con la forma de hacer carne, de incorporar, de inscribir como 
habitus un orden social en construcción, es también indicación de un forma de 
gobierno determinado, que situará cada vez más en la producción de individuos, y en 
la jerarquización de estilos de vida, la clave de mantenimiento del modelo de sociedad 
 
3 Una de las “repercusiones” que se documentan en adultos con TDAH, es de hecho, el ‘abuso de sustancias’. 
que se impone. La imposibilidad que se registra para la inclusión de los aspectos chamánicos 
de las medicinas tradiciones, en diversos intentos por “integrarlos” a las formas de atención 
legítimas, atestigua no solamente una incomprensión epistemológica, sino una incompatiblidad 
más profunda. Lo que se deja sin problematizar en el asunto de las drogas como lo plantean las 
instituciones formales, no es solamente sus “determinantes sociales” como causa de las 
“adicciones”, sino la forma en que se organiza la percepción en las sociedades. La razón como 
única clave de acceso a la realidad, es la negación de todo un mundo de conocimientos y 
prácticas, y en ese sentido, es la imposición de una cultura unívoca. Ahora bien, esta 
“imposición” (nunca maquiavélicamente orquestada) no se da por simple “maldad”, sino por 
las rentabilidades que puede arrojar, y en ese sentido, no puede leerse ajena a la constitución de 
los estados modernos latinoamericanos, y a su complicidad con la economía capitalista. Los 
tratamientos legítimos en salud, y las sustancias permitidas son, entonces, factores de la 
producción, y sobre todo, medios para asegurar la utilidad, en la medida en que intervienen 
directamente en la constitución de sujetos. 
 En ese sentido, la relación con las drogas se vincula con principios de 
gubernamentalidad determinados, estrechamente vinculados con la economía como ámbito de 
comprobación de la efectividad de los gobiernos, punto crítico para demostrar el valor de los 
gobiernos y los gobernantes. En la medida en que el gobierno descansa más y más en la gestión 
de sí, es probable que la relación con las drogas se modifique –muchas discusiones, legales y 
más allá, darían cuenta de ciertos desplazamientos-, pero por la misma razón una discusión de 
esta índole no puede plantearse exclusivamente en términos de permisividad/represión. 
Libertad y control, no se oponen más en los gobiernos liberales de nuestros tiempos. Tal como 
lo propone Escohotado, pero sobre otros términos y principios, el “problema con las drogas” 
es radicalmente un problema de “organización de sociedad”, en donde sobre todo habría que 
analizar su vinculación con los requisitos de “productividad”. Y tal como lo señala 
Escohotado, habría que desmantelar el aparato médico, en tanto impone el sello de la 
neutralidad científica, a medidas prohibicionistas que aparecen incomprensibles e irracionales a 
quienes las examinan detenidamente, pero que tienen una posibilidad de comprensión en 
relación a las exigencias de la economía de una utilidad creciente en un mundo finito. 
Entonces, no se trataría únicamente de una cuestión de “derechos civiles”, los principios de 
gobierno pueden variar de una centralización estatal biopolítica, hacia una ethopolítica liberal 
difuminada en los individuos, y las drogas paulatinamente “legalizarse”. Sin embargo, frente a 
ello habría que adoptar una actitud de sospecha, y analizar sus vínculos con la forma que 
adopta el mercado del trabajo (precarizado, individualizado, atomizado, etc.), y con la exigencia 
de una utilidad siempre creciente. En ese sentido, por supuesto que la instalación de una forma 
(neo)liberal de gobierno en dictadura, y cuyo desarrollo hemos vivido durante más de 20 años, 
plantea problemas particulares, y sobre eso hay mucho escrito, a mí sólo me gustaría proponer 
que podría ser interesantepara entender esas particularidades dar cuenta de algo que se podía 
avizorar de antes, el lazo entre la prohibición de sustancias, la definición más o menos tácita de 
sujetos legítimos, y los proyectos de sociedad, que defendidos –en su mayoría- por las élites 
económicas del país, se entienden casi necesariamente excluyentes, puesto que siempre hay que 
modernizar, hacer progresar, instalar al país dentro del desarrollo, lo que implica, en primer lugar, una 
carencia, y en segundo lugar, una “oferta que nadie puede rechazar” so pena de significar una 
amenaza para “la nación completa”, y por tanto, ser fácilmente ubicable fuera de los “derechos 
humanos” que merecen los “buenos ciudadanos”.

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