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EPIFANIA Maria Valtorta

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VISIÓN DE LOS REYES MAGOS 
- Según las visiones y revelaciones a la mística Italiana María Valtorta, escrito el 28 de febrero 
de 1944. 
Veo a Belén, ciudad pequeña, ciudad blanca, recogida como una pollada bajo la luz de las 
estrellas. Dos caminos principales la cruzan en forma de cruz. La una viene del otro poblado y 
es el camino principal que continúa, la otra que viene de otro poblado, ahí se detiene. Varias 
callejuelas dividen este poblado, en que no se puede ver ningún plano con que se haya 
edificado, como nosotros pensamos, sino que ha seguido las conformaciones del terreno, lo 
mismo que las casas han seguido los caprichos del suelo y de su constructor. Volteadas unas a 
la derecha, otras a la izquierda, otras fabricadas en el ángulo respecto del camino que pasa 
cerca de ellas, hacen que él tome la forma de una cinta que se tuerce, y no la de línea recta. 
Acá y allá se ve alguna plazoleta, que bien puede servir para mercado, bien para dar cabida a 
una fuente, o también porque se le construyó sin ningún plan, y se ha quedado allí como un 
trozo de tierra oblicuo, sobre el que no es posible construir algo. 
Me parece que en el punto donde estoy es una de esas plazoletas irregulares. Debió haber sido 
cuadrada o al menos rectangular, pero se ha convertido en un trapecio, tan raro, que parece 
un triangulo agudo, achatado en el vértice. En el lado mas largo, la base del triángulo, hay una 
construcción larga y baja. La más grande del poblado. Por fuera hay una valla lisa por la que se 
ven dos portones, que están ahora cerrados. Por dentro, en el cuadro, hay muchas ventanas 
que dan al primer piso, mientras abajo hay pórticos que rodean el patio en que hay paja y 
excrementos esparcidos; también hay estanques donde beben agua los caballos y otros 
animales. Sobre las rústicas columnas hay argollas donde se atan los animales, y a un lado hay 
un largo tinglado para meter rebaños o cabalgaduras. Caigo en la cuenta de que es el albergue 
de Belén. 
En los otros dos lados iguales hay casas y casuchas, algunas que tienen enfrente algún huerto, 
otras que no lo tienen. Entre ellas hay unas que con su fachada dan a la plaza y otras con su 
parte posterior. En la otra parte más estrecha, dando de frente al lugar de las caravanas, hay 
una sola casita, con una escalera externa que llega hasta la mitad de la fachada de las 
habitaciones. Todas las casas están cerradas, porque es de noche. No se ve a nadie por la calle. 
Estrella de Belén 
Veo que en el cielo aumenta la luz de las estrellas, tan hermosas en el suelo oriental, tan 
resplandecientes y grandes que parecen estar muy cerca, y que sea fácil llegar a ellas, tocarlas. 
Levanto la mirada para saber cuál es la razón de que aumente la luz. Una estrella, de insólito 
tamaño que parece ser una pequeña luna, avanza en el cielo de Belén. Las otras parecen 
eclipsarse y hacerse a un lado, como las damas cuando pasa la reina, pues su esplendor las 
domina, las anula. De la esfera, que parece un enorme zafiro pálido, al que por dentro 
encendiera un sol, sale un rayo al que además de su color netamente zafiro, se unen otros, 
cual el rubio de los topacios, el verde de las esmeraldas, el de ópalos, el rojizo de los rubíes, y 
los dulces centelleos de las amatistas. Todas las piedras preciosas de la tierra están en ese rayo 
que rasga el cielo con una velocidad y movimiento ondulante como si fuese algo vivo. El color 
que predomina es el que mana del centro de la estrella: el hermosísimo color de pálido zafiro, 
que pinta de azul plateado las casas, los caminos, el suelo de Belén, cuna del Salvador. 
No es ya la pobre ciudad, que por lo menos para nosotros no pasa de ser un rancho. Es una 
ciudad fantástica de hadas en que todo es plata. Y el agua de las fuentes, de los estanques es 
un líquido diamantino. 
La estrella con un resplandor mucho más intenso se detiene sobre la pequeña casa que está en 
el lado más estrecho de la plazuela. Nadie la ve porque todos duermen, pero la estrella hace 
vibrar más sus rayos y su cola vibra, ondea más fuerte trazando como semicírculos en el cielo, 
que se enciende todo con esta red de astros que arrastra consigo, con esta red llena de piedras 
preciosas que brillan tiñendo con los más vagos colores las otras estrellas, como para decirles 
una palabra de alegría. 
La casucha está sumergida en este fuego líquido de joyas. El techo de la pequeña terraza, la 
escalerilla de piedra oscura, la puertecilla, todo es como si fuese un bloque de plata pura, 
espolvoreado con diamantes y perlas. Ningún palacio real de la tierra jamás ha tenido ni 
tendrá una escalera semejante a esta, por donde pasan los Ángeles, por donde pasa la Madre 
de Dios. Sus piececitos de Virgen Inmaculada pueden posarse sobre ese cándido resplandor, 
sus piececitos destinados a posarse sobre las gradas del trono de Dios. 
Pero la Virgen no sabe lo que pasa. Vela junto a la cuna de su Hijo y ora. En su alma tiene 
resplandores que superan en mucho los resplandores de la estrella que adorna las cosas. 
Por el camino principal avanza una caravana. Caballos enjaezados y otros a quienes se les trae 
de la rienda, dromedarios y camellos sobre los que alguien viene cabalgando, o bien tirados de 
las riendas. El sonido de las pezuñas es como un rumor de aguas que se mete y restriega las 
piedras del arroyo. Llegados a la plaza, se detienen. La caravana, bajo los rayos de la estrella, 
es algo fantástico. Los arreos, los vestidos de los jinetes, sus rostros, el equipaje, todo 
resplandece al brillo de la estrella, metales, cuero, seda, joyas, pelambre. Los ojos brillan, de 
las bocas la sonrisa brota porque hay otro resplandor que ha prendido en sus corazones: el de 
una alegría sobrenatural. 
Mientras los siervos se dirigen al lugar donde se hospedan las caravanas, tres bajan de sus 
respectivos animales, que un siervo lleva a otra parte, y van a la casa a pie. Se postran, con la 
cara en el suelo. Besan el polvo. Son tres hombres poderosos. Lo indican sus riquísimos 
vestidos. Uno de piel muy oscura que bajó de un camello, se envuelve en una capa de blanca 
seda, que se sostiene en la frente y en la cintura con un cinturón precioso, y de este pende un 
puñal o espada que en su empuñadura tiene piedras preciosas. Los otros dos han bajado de 
soberbios caballos. El uno está vestido con una tela de rayas blanquísimas en que predomina el 
color amarillo. El capucho y el cordón parecen una sola pieza de filigrana de oro. El otro trae 
una camisola de seda de largas y anchas mangas unida al calzón, cuyas extremidades están 
ligadas en los pies. Está envuelto en finísimo manto, que parece un jardín por lo vivo de los 
colores de las flores que lo adornan. En la cabeza trae un turbante que sostiene una cadenilla 
engastada en diamantes. 
Después de haber venerado la casa donde está el Salvador, se levantan y se van al lugar de las 
caravanas, donde están los siervos que pidieron albergue. 
* * * 
Es después del mediodía. El sol brilla en el cielo. Un siervo de los tres atraviesa la plaza, por la 
escalerilla de la pequeña casa entra, sale, regresa al albergue. 
Salen los tres personajes seguidos cada uno de su propio siervo. Atraviesan la plaza. Los pocos 
peatones se voltean a mirar a esos pomposos hombres que lenta y solemnemente caminan. 
Desde que salió el siervo y vienen los tres personajes ha pasado ya un buen cuarto de hora, 
tiempo suficiente para que los que viven en la casita se hayan preparado a recibir a los 
huéspedes. 
Vienen ahora más ricamente vestidos que en la noche. La seda resplandece, las piedras 
preciosas brillan, un gran penacho de joyas, esparcidas sobre el turbante del que lo trae, 
centellea. 
Un siervo trae un cofre todo embutido con sus remaches en oro bruñido. Otro una copa que es 
una preciosidad. Su cubierta es mucho mejor, labrada toda en oro. El tercero una especie de 
ánfora larga, también de oro, con una especie de tapa en formade pirámide, y sobre su punta 
hay un brillante. Deben pesar, porque los siervos los traen fatigosamente, sobre todo el que 
trae el cofre. 
Suben por la escalera. Entran. Entran en una habitación que va de la calle hasta la parte 
posterior de la casa. Se va al huertecillo por una ventana abierta al sol. Hay puertas en las 
paredes, y por ellas se asoman los propietarios: un hombre, una mujer, y tres o cuatro niños. 
Sentada con el Niño en sus rodillas. José a su lado, de pie. Se levanta, se inclina cuando ve que 
entran los tres Magos. Ella trae un vestido blanco que la cubre desde el cuello hasta los pies. 
Trenzas rubias adornan su cabecita. Su rostro está intensamente rojo debido a la emoción. En 
sus ojos hay una dulzura inmensa. De su boca sale el saludo: “Dios sea con vosotros”. Los tres 
se detienen por un instante como sorprendidos, luego se adelantan, y se postran a sus pies. Le 
dicen que se siente. 
Aunque Ella les invita a que se sienten, no aceptan. Permanecen de rodillas, apoyados sobre 
sus calcañales. Detrás, a la entrada, están arrodillados los siervos. Delante de si han colocado 
los regalos y se quedan en espera. 
Los tres Sabios contemplan al Niño, que creo que tiene ahora unos nueve meses o un año. Está 
muy despabilado. Es robusto. Está sentado sobre las rodillas de su Madre y sonríe y trata de 
decir algo con su vocecita. Al igual que la mamá, está vestido completamente de blanco. En sus 
piececitos trae sandalias. Su vestido es muy sencillo: una tuniquita de la que salen los 
piececitos intranquilos, unas manitas gorditas que quisieran tocar todo; sobre todo su rostro 
en que resplandecen dos ojos de color azul oscuro. Su boquita se abre y deja ver sus primeros 
dientecitos. Los risos parecen rociados con polvo de oro por lo brillantes y húmedos que se 
ven. 
El más viejo de los tres habla en nombre de todos. Dice a María que vieron en una noche del 
pasado diciembre, que se prendía una nueva estrella en el cielo, de un resplandor inusitado. 
Los mapas del firmamento que tenían, no registraban esa estrella, ni de ella hablaban. Su 
nombre era desconocido. Nacida por voluntad de Dios, había crecido para anunciar a los 
hombres una verdad fausta, un secreto de Dios. Pero los hombres no le habían hecho caso, 
porque tenían el alma sumida en el fango. No habían levantado su mirada a Dios, y no 
supieron leer las palabras que El trazó, siempre sea alabado con astros de fuego en la bóveda 
de los cielos. 
Ellos la vieron y pusieron empeño en comprender su voz. Quitándose el poco sueño que 
concedían a sus cansados cuerpos, olvidando la comida, se habían sumergido en el estudio del 
zodíaco. Las conjunciones de los astros, el tiempo, la estación, el cálculo de las horas pasadas y 
de las combinaciones astronómicas les habían revelado el nombre y secreto de la estrella. Su 
Nombre: « Mesías ». Su secreto: « Es el Mesías venido al mundo ». Y vinieron a adorarlo. 
Ninguno de los tres se conocía. Caminaron por montes y desiertos, atravesaron valles y ríos; 
hasta que llegaron a Palestina porque la estrella se movía en esta dirección. Cada uno, de 
puntos diversos de la tierra, se había dirigido a igual lugar. Se habían encontrado de la parte 
del Mar Muerto. La voluntad de Dios los había reunido allí, y juntos habían continuado el 
camino, entendiéndose, pese a que cada uno hablaba su lengua, y comprendiendo y pudiendo 
hablar la lengua del país, por un milagro del Eterno. 
Juntos fueron a Jerusalén, porque el Mesías debe ser el Rey de Jerusalén, el Rey de los judíos. 
Pero la estrella se había ocultado en el cielo de dicha ciudad, y ellos habían experimentado que 
su corazón se despedazaba de dolor y se habían examinado para saber si habían en algo 
ofendido a Dios. Pero su conciencia no les reprochó nada. Se dirigieron a Herodes para 
preguntarle en qué palacio había nacido el Rey de los judíos al cual habían venido a adorar. El 
rey, convocados los príncipes de los sacerdotes y los escribas, les preguntó que dónde nacería 
el Mesías y que ellos respondieron: «En Belén de Judá. » 
Ellos vinieron hacia Belén. La estrella volvió a aparecerse a sus ojos, al salir de la Ciudad santa, 
y la noche anterior había aumentado su resplandor. El cielo era todo un incendio. Luego se 
detuvo la estrella, y juntando las luces de todas las demás estrellas en sus rayos, se detuvo 
sobre esta casa. Ellos comprendieron que estaba allí el Recién nacido. Y ahora lo adoraban, 
ofreciéndole sus pobres dones y más que otra cosa su corazón, que jamás dejará de seguir 
bendiciendo a Dios por la gracia que les concedió y por amar a su Hijo, cuya Humanidad veían. 
Después regresarían a decírselo a Herodes porque él también deseaba venir a adorarlo. 
«Aquí tienes el oro, como conviene a un rey; el incienso como es propio de Dios, y para ti, 
Madre, la mirra, porque tu Hijo es Hombre además de Dios, y beberá de la vida humana su 
amargura, y la ley inevitable de la muerte. Nuestro amor no quisiera decir estas palabras, sino 
pensar que fuese eterno en su carne, como eterno es su Espíritu, pero, ¡Oh mujer!, si nuestras 
cartas, o mejor dicho, nuestras almas, no se equivocan, El, tu Hijo, es; el Salvador, el Mesías de 
Dios, y por esto deberá salvar la tierra, tomar en Sí sus males, uno de los cuales es el castigo de 
la muerte. Esta mirra es para esa hora, para que los cuerpos que son santos no conozcan la 
putrefacción y conserven su integridad hasta que resuciten. Que El se acuerde de estos dones 
nuestros, y salve a sus siervos dándoles Su Reino. Por tanto, para ser nosotros santificados, 
Vos, la Madre de este Pequeñuelo nos lo conceda a nuestro amor, para que besemos sus pies y 
con ellos descienda sobre nosotros la bendición celestial. » 
María, que no siente ya temor ante las palabras del Sabio que ha hablado, y que oculta la 
tristeza de las fúnebres invocaciones bajo una sonrisa, les presenta a su Niño. Lo pone en los 
brazos del más viejo, que lo besa y lo acaricia, y luego lo pasa a los otros dos. 
Jesús sonríe y juguetea con las cadenillas y las cintas. Con curiosidad mira, mira el cofre abierto 
que resplandece con color amarillento, sonríe al ver que el sol forma una especie de arco iris, 
al dar sobre la tapa donde está la mirra. 
Después los tres entregan a María el Niño y se levantan. También María se pone de píe. Se 
hacen mutua inclinación. Después que el más joven dio órdenes a su siervo y salió. Los tres 
hablan todavía un poco. No se deciden a separarse de aquella casa. Lágrimas de emoción hay 
en sus ojos. Se dirigen en fin a la salida. Los acompañan María y José. 
El Niño quiso bajar y dar su manita al más anciano de los tres, y camina así, asido de la mano 
de María y del Sabio, que se inclinan para llevarlo de la mano. Jesús todavía tiene ese paso 
bamboleante de los pequeñuelos, y va golpeando sus piececitos sobre las líneas que el sol 
forma sobre el piso. 
Llegados al dintel – no debe olvidarse que la habitación es muy larga – los tres arrodillándose 
nuevamente, besan los píes de Jesús. María se inclina al Pequeñuelo, lo toma de la manita y lo 
guía, haciéndole que haga un gesto de bendición sobre la cabeza de cada Mago. Es una señal 
algo así como de cruz, que los deditos de Jesús, guiados por la mano de María, trazan en el 
aire. 
Luego los tres bajan la escalera. La caravana está esperándolos. Los enjaezados caballos 
resplandecen con los rayos del atardecer. La gente está apiñada en la plazoleta. Se acercó a ver 
este insólito espectáculo. 
Jesús ríe, batiendo sus manecítas. Su Madre lo ha levantado en alto y apoyado sobre el pretil 
que sirve de límite al suelo, y lo ase con un brazo contra su pecho para que no se caiga. José ha 
bajado con los tres Magos, y les detiene las cabalgaduras, mientras sobre ellas suben. 
Los siervos y señores están sobre sus animales. Se da la orden de partir. Los tres se inclinan 
profundamente sobre su cabalgadura en señal de postrer saludo. José seinclina. También 
María, y vuelve a guiar la manita de Jesús en un gesto de adiós y bendición. 
Pueblo de María

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