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La que llora -Nuestra Señora de la Salette - Leon Bloy

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Léon Bloy
LA QUE LLORA
NUESTRA SEÑORA DE LA SALETTE
Prólogo
Juan Manuel de Prada
Traducción
Almudena Montojo Micó
BIBLIOTHECAHOMOLEGENS
© Homo Legens, 2020
Calle Nicasio Gallego, 9
28010 Madrid
www.homolegens.com
Título original: Celle qui pleure (Notre Dame de la Salette) (1908)
Traducción: Almudena Montojo Micó
Prólogo: © Juan Manuel de Prada
Edición: Julio Llorente
ISBN: 978-84-18162-41-1
Maquetación: Blanca Beltrán Esteban
Diseño de cubierta: Álex H. Poles
Todos los derechos reservados.
Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o
procedimiento, incluidos la reprografía, el tratamiento informático y la distribución de ejemplares
mediante alquiler o préstamo público sin permiso previo y por escrito del editor.
…a los niños menores de siete años
les dará un temblor y morirán en los brazos
de las personas que los sostengan;
los otros harán penitencia por el hambre.
… Se alterarán las estaciones…
Palabras de la Santísima Virgen
ÍNDICE
Prólogo
Dedicatoria
Declaración del autor
Taceat mulier!
I. Historia de este libro emprendido en 1879
II. El torrente sublime
III. En el paraíso
IV. Luis Felipe, el 19 de septiembre de 1846
V. Intención del autor. El milagro de la indiferencia universal
VI. Fracaso de Dios. Inutilidad aparente de la redención. El suspiro más doloroso desde el
Consummatum
VII. Rechazo universal de la penitencia. “¡Mira, Melenia, lo que han hecho de nuestro desierto...!
Ridebo et Subsannaba”
VIII. El sagrado corazón coronado de espinas. María es el reino del padre
IX. Sabéis, Señora de la transfixión, que no sé cómo hacerlo
X. Napoleón III declara la guerra a Melania
XI. Vida errante de la pastora. El cardenal Perraud, sucesor de Talleyrand, la expolia
XII. Los sacerdotes y el secreto de Melania
XIII. La inmensa dignidad de María
XIV. Identidad del discurso público y del secreto de Melania. El lamento de Eva
XV. Persecución de Mons. Fava. Desobediencia, infidelidad criminal de los misioneros
XVI. Dotes proféticas de Melania
XVII. Dotes proféticas de Maximino
XVIII. Los obispos de Grenoble y la derrota de Soissons
XIX. Sacerdocio rentable. Vanidad de las obras en plena desobediencia. Castigos. Tinieblas
XX. Lourdes y La Salette
XXI. Profanación del domingo
XXII. El asunto Caterini
XXIII. Santidad de Melania. Los apóstoles de los últimos tiempos profetizados por ella y por el
venerable Grignion de Montfort
XXIV. Objeciones, calumnias, el asuncionista Drochon
XXV. La hospedería. Doble táctica de los misioneros o capellanes
XXVI. La Salette y Luis XVII
Apéndices
Pieza justificativa
La aparición y el secreto
Oración fúnebre por Melania
PRÓLOGO
El 19 de septiembre de 1846, en el pueblecito de La Salette, en el
departamento alpino de Isère, la Virgen se aparece a dos niños pastores,
Melania y Maximino, que apenas entendían y hablaban el francés (aunque,
después de la aparición, pudieron expresarse en esta lengua con milagrosa
fluidez). Coronada de rosas (y también de espinas), ataviada con una
pañoleta y un delantal campesinos, con un gran crucifijo sobre el pecho del
que brota una luz cegadora que la aureola con sus resplandores, la Virgen se
muestra ante los niños como una Dolorosa que llora amargamente por los
pecados de los hombres, anticipando los horrendos castigos divinos que en
breve golpearán a la Humanidad, si no se producía una pronta conversión
(que habría de empezar por renegar de la blasfemia y santificar
debidamente el domingo).
Ante la estupefacción de los niños, la Virgen pronunció entonces treinta
y tres aterradoras profecías, con la encomienda de que las divulgasen
cuanto antes. La Virgen predice que, si la gente no se convierte, se
sucederán los más espantosos castigos, que incluyen “el hambre y todo
género de plagas y enfermedades contagiosas”, así como guerras
sangrientas, la ruina de las cosechas, la “alteración en las estaciones” y una
mortandad infantil sin precedentes (y todas estas calamidades, en verdad,
acontecieron durante los años siguientes); para, a continuación, iniciarse el
Reinado de Anticristo, que “nacerá de una religiosa hebrea, una falsa virgen
que tendrá comunicación con la vieja serpiente, el maestro de la impureza”.
Pero también la Virgen promete la clemencia divina a quienes se conviertan
sinceramente. Y, por último, transmite a los dos niños sendos secretos, con
la condición de que no los revelen hasta 1858 (fecha, por cierto, de las
apariciones de Lourdes), solicitándoles que entretanto recen y hagan
penitencia.
La autenticidad de la aparición de La Salette y del mensaje de la Virgen
será declarada el 18 de julio de 1851, cuando ya son muchos los milagros,
conversiones y otros fecundos frutos espirituales acaecidos entre sus
devotos. En ese mismo año Melania viajará a Roma, donde tendrá un
encuentro con el Papa Pío IX, a quien transmite el secreto que la Virgen le
ha confiado; un secreto cuya autenticidad nunca sería aprobada por la
Iglesia, en el que se advierte que los sacerdotes, “por su mala vida, sus
irreverencias y su impiedad al celebrar los santos misterios, por su amor al
dinero, a los honores y a los placeres” se han convertido en “cloacas de
impureza” y están “reclamando venganza” de su Hijo, a quien “por sus
infidelidades y su mala vida crucifican de nuevo”. Al parecer, Pío IX
mostró su aquiescencia ante este secreto revelado a Melania, consciente de
la gangrena moral que corrompía a una parte del clero de la época. Pero la
Iglesia, finalmente, nunca reconocería la autenticidad de esta revelación
privada. Y tampoco accedería a la creación de la Orden de los Apóstoles de
los Últimos Tiempos, al menos en los términos y según la regla que la
propia Virgen había detallado a Melania. La depositaria de esta encomienda
acusaría después al obispo de Grenoble, que según su versión habría
desobedecido las instrucciones dictadas por el mismísimo Papa. Con estos
mimbres, puede entenderse que la aparición de La Salette –pese a su rápida
aprobación– se volviese pronto enojosa entre ciertos sectores esclesiásticos
que se consideraban demasiado señalados; y que enseguida quedase
opacada por la aparición de Lourdes, en donde la Virgen –además de
confirmar el dogma de su Inmaculada Concepción, decretado por la Iglesia
en 1854– lanza un mensaje mucho más amable y tranquilizador.
Todas estas circunstancias (a las que habría que sumar las turbulencias
de la política francesa durante el reinado de Napoleón III) motivaron que el
mensaje apocalíptico de Nuestra Señora de La Salette quedase arrumbado
en el olvido. Pero pronto iba a contar con un propagandista tan feroz como
entusiasta, tan denodado como belicoso, en la persona de Léon Bloy (1846-
1917), el gran escritor maldito de la época, mil veces escarnecido y
crucificado públicamente y otras mil veces redimido por el ardor de su
prosa, a la que nunca faltó la inspiración divina (que en su pluma adquiría
las propiedades de la pólvora y el vitriolo). A Bloy, sin duda, debió de
impresionar mucho que la Virgen se hubiese aparecido en La Salette en el
mismo año de su nacimiento; y todavía más que hubiese elegido como
depositarios de su mensaje a dos niños paupérrimos como él mismo. Pues
tenía la certeza plena de que los católicos acomodados (“cerdos burgueses”,
los llamaba él) estaban desvirtuando el Evangelio y tratando de adulterar las
enseñanzas escatológicas.
El primer peregrinaje de Bloy a La Salette se producirá a finales los
años setenta, en la época tal vez más exaltada de su vida, cuando tras una
serie de tentativas frustradas de ingreso en la vida monástica, se enamora de
la prostituta Anne-Marie Roulé, a la que libera de su oficio y convierte a la
fe católica. Pronto la pasión amorosa de Bloy y Roulé, que prende en medio
de la miseria que ambos sufren, se convertirá en aventura mística, agitada
por las visiones apocalípticas de Anne-Marie Roulé, quien acabará
perdiendo la razón e ingresando en un manicomio. Antes, un exaltado Bloy
viajará a La Salette, donde su espiritualidad atormentada encontrará al fin
consuelo; y dondemantendrá un encuentro providencial con el padre Tardif
de Moidrey, que lo instruirá en los secretos de la exégesis simbólica, que
tanta influencia ejercerá en su obra posterior. Bloy vuelve de su peregrinaje
dispuesto a defender la aparición de Nuestra Señora de La Salette de todos
sus calumniadores, que para entonces ya habían adquirido densidad de
enjambre, sobre todo en el seno de la propia Iglesia. Y se convertirá
también en el paladín de Melania, quien fallece en 1904, después de una
ajetreada existencia –con ingreso en varios conventos de distintas
congregaciones– en la que nunca cesó de proclamar el mensaje de La
Salette y de denunciar el empeño de la masonería en silenciarlo.
En La que llora (1908), Bloy se convierte en vindicador pugnaz de
Melania, cuya figura estaba sometida por entonces a muy enconada
controversia. No hace falta precisar que nuestro autor se muestra
plenamente convencido de la santidad de Melania (sin duda, descubría en
su tribulación un trasunto de la suya propia), tanto como de la autenticidad
del secreto de Nuestra Señora de La Salette que denuncia la corrupción del
clero. Y es que esta lacra era uno de los principales caballos de batalla de
aquel formidable libelista, incendiado siempre de santa ira, pero también de
una cáustica mordacidad que en La que llora alcanzan gozosa amalgama
desde la primera página, donde Bloy –después de declarar que se somete
humildemente a la doctrina de la Iglesia– arremete contra la “cháchara de
vanas palabras de muchos sacerdotes”, que escupen “todos los tópicos de
seminario ante la inmovilidad del Santísimo Sacramento”. Como en todos
sus libros, Bloy se revela aquí furioso batallador, no sólo contra el mundo,
sino también (y sobre todo) contra el humito de Satanás infiltrado en en la
Iglesia, y convencido de que escribe desde el umbral mismo del
Apocalipsis, inflamado por la inminencia de las promesas parusíacas que la
Virgen había renovado en La Salette.
Para Bloy, el discurso de La Salette es “el suspiro más doloroso
escuchado desde el Consummatum”; y su olvido por parte de los hombres
de su generación, una prueba incontestable de que la Humanidad se ha
internado en las tinieblas de Viernes Santo, donde “la realidad aparente es el
fracaso de Dios en la tierra, la inutilidad de la Redención”. ¿De qué le ha
valido a Dios –se pregunta nuestro autor– morir de forma tan espeluznante
para encontrarse, diecinueve siglos después, con “los demonios del
catolicismo actual”? Bloy arremete contra los católicos ñoños que
demandan a la Virgen palabras dulces y no pueden soportar que su boca
profiera amenazas tan rotundas como las que se escucharon en La Salette.
“Hoy es el tiempo –escribe, mojando su pluma en la sangre profética que
manaba de su corazón– de los demonios tibios y pálidos, el tiempo de los
cristianos sin fe, de los cristianos afables”. Y esta sentimentalidad devota, a
su juicio, está desvirtuando la propia fe, que quiere una Reina del cielo
“coronada de rosas, pero no de espinas”; que exige que la hiel y el vinagre
del Calvario sean edulcorados, para poder digerirlos; que, en fin, no quiere
escuchar el mensaje escatológico de La Salette porque no soporta
enfrentarse a tribulaciones sin cuento, antes de merecer la dicha de la
Segunda Venida de Cristo. Una sentimentalidad devota que tal vez prefiera
olvidar esa Segunda Venida, con tal de evitarse las tribulaciones que la
precederán. ¿No está Bloy, en realidad, anticipando las delicuescencias de
cierto catolicismo contemporáneo?
Frente a estas delicuescencias entonces apenas germinales, Bloy se
encomienda a la Señora de la Transfixión, de la que se considera “pobre
instrumento” y víctima como ella misma de una “conspiración de silencio”.
Bloy se define como una “legaña” –aunque, en honor a la verdad, se queda
corto, pues más bien se trataba de un orzuelo supurante– en el ojo de sus
contemporáneos, que lo desprecian sin descanso; no tan sólo los “enemigos
de Dios”, sino también los propios católicos de la época, que siempre
vieron en él a un aguafiestas de su religiosidad merengosa, cuando no a un
indeseable fustigador de su tibieza nauseabunda. Y también, por cierto, de
los vicios extendidos entre una parte significativa del clero, que en La que
llora recibe leña en proporciones suficientes como para calentar el infierno.
Bloy está convencido de que que la preterición de La Salette se explica
porque, “habiendo hablado la Santísima Virgen en términos muy duros del
clero (…), la ‘cloaca’ hubo de protestar… como lo hacen las cloacas,
provocando la asfixia”. Y afirma sin ambages que la razón última de la
hostilidad contra el secreto revelado a Melania reside en que, si se aceptara,
habría que renunciar al “execrable tintineo de monedas” que ha convertido
la Iglesia en aquella “cueva de ladrones” denunciada por Cristo. Resulta
imposible leer estas acres acusaciones de Bloy y no pensar en ciertas
conductas y ciertas estruendosas campañas publicitarias promovidas por
nuestras jerarquías eclesiásticas.
Bloy, que es pobre a rabiar, quiere una Iglesia en las que los pobres
puedan dejar al fin de rabiar, consolados de sus dolores por el ejemplo de
una Señora de la Transfixión que sólo entonces –cuando los pobres hallen
consuelo– podrá sostener el brazo de su Hijo. Y, a la vez que se declara
devoto de esta Madre dolorosa, nos confiesa que le cuesta mucho más hallar
consuelo en la Madre gloriosa; pues necesita ver a su Madre abrazada –
como él mismo– al madero de la Cruz. De ahí que, frente a la sintonía
espiritual que halla en La Salette, no pueda recatarse de mostrar su distancia
con “la suave luz de Lourdes”. “Estoy –confiesa compungido, con ese estilo
tan bellamente patético característico de sus mejores pasajes– demasiado
sucio, demasiado lejos de la inocencia, demasiado cerca de los chivos,
demasiado necesitado de perdón”. Bloy sabe que el milagro de Lourdes es
una continuación del milagro de La Salette, “como el arco iris lo es de la
tormenta”, pero –como todo católico– tiene derecho a sentir preferencia o
atracción particular hacia una aparición frente a otra; incluso considera que
es su deber seguir esa preferencia, pues así Dios le indica su camino. Y sólo
le pide a Lourdes dos milagros que ya había solicitado previamente en sus
Diarios: que un cristiano sano peregrine hasta su santuario “para obtener el
favor de la enfermedad”; y que un cristiano rico, tras recobrar la salud,
decida en señal de gratitud a la Virgen entregar todos sus bienes a los
pobres. No es mucho pedir, desde luego; pero tal vez sean milagros que la
sentimentalidad devote considere tan indeseables como la Segunda Venida
de Cristo.
Bloy sabe que, si esos milagros no se producen, es porque no ya no
quedan auténticos creyentes. Pues, para ser creyente, hay que ser penitente;
y de la virtud de penitencia brota el entusiasmo generoso, es decir, la
caridad. El catolicismo tibio –el catolicismo “de los demonios tibios y
pálidos”– que Bloy condena puede llegar, desde luego, a creer en la Cruz,
pero con la condición de que la sostengan los pobres; y no soporta siquiera
que esa Cruz la sostenga la Madre de Dios, como no lo soportaba aquel
monseñor Fava, obispo de Grenoble, que ordenó hacer una imagen de
Nuestra Señora de La Salette sin pañoleta ni delantal, porque “todo el
mundo murmura y desaprueba ese atuendo de las mujeres del campo”; y
que, además, exigió que no portase una Cruz, porque “esto entristece a los
peregrinos”.
Bloy consideraba que Melania, la niña pastora de La Salette, había sido
víctima de este catolicismo de “los demonios tibios y pálidos”; y para
denunciarlo escribió este libro, completado con el testimonio de la propia
Melania, que el lector habrá de enjuiciar críticamente. Y, defendiendo a
Melania contra sus calumniadores, Bloy denuncia el fariseísmo religioso,
que sin duda alguna es la causa principal de la apostasía generalizada que
aflige a la Iglesia (causa endógena a la que, por supuesto, se suman otras
muchas exógenas que, sin embargo, se derrumbarían como un castillo de
naipes simañana quienes desertan de la fe descubrieran entre quienes se
supone que perseveramos una auténtica comunidad de fe y vida). Aquel
monseñor Fava, como en general todos los eclesiásticos que se esforzaron
en cegar el mensaje de La Salette, eran fariseos en el grado sumo, según la
clasificación en siete grados establecida por Leonardo Castellani,
seguramente el más fiel discípulo de Bloy: 1) La religión se vuelve
meramente exterior y ostentatoria; 2) La religión se vuelve profesión y
oficio; 3) La religión se vuelve instrumento de ganancia, de honores, poder
o dinero; 4) La religión se vuelve pasivamente dura, insensible,
desencarnada; 5) La religión se vuelve hipocresía, y el ‘santo’ hipócrita
empieza a despreciar y aborrecer a los que tienen religión verdadera; 6) El
corazón de piedra se vuelve cruel, activamente duro; y 7) El falso creyente
persigue a los verdaderos creyentes con saña ciega, con fanatismo
implacable.
Bloy padeció, sin duda, esa persecución sañuda, ciega, fanática e
implacable, como al parecer la padeció también Melania, con quien Bloy
tanto se identifica. Pero su fe sobrevivió a los embates de esa persecución y
hoy resplandece en su prosa herida e hiriente, traspasada de acerbos dolores
que se vuelven luz ante la contemplación de las realidades parusíacas. Para
disfrutar en plenitud de La que llora, querido lector, tendrás tú también que
pisar el umbral del Apocalipsis. Allí te esperan las espinas de la tribulación;
pero después vendrá la gloria de las rosas. Quienes pretenden disfrutar de
las rosas sin sufrir el pinchazo de las espinas son… demonios tibios y
pálidos.
Juan Manuel de Prada
DEDICATORIA
A Pierre Termier
Jefe de ingenieros del cuerpo de minas
Profesor de la Escuela de Minas
No puedo por menos que dedicarle este libro, querido amigo, puesto que de
no ser por usted, no existiría. Abandoné este proyecto hace veintisiete años
y dejé de pensar en él por considerarlo irrealizable.
Nuestra Señora de la Compasión seguía sollozando en su montaña y yo
ya no la oía… Ella ordenó que usted me despertara.
¡Nos encontramos de un modo tan milagroso! Usted llevaba treinta
años esperando que alguien le hablara de La Salette. Yo esperaba que se
me ofreciera la ocasión de hablar de ello como es debido.
Ocurrió que al fin un día –no hace mucho–, habiendo leído en uno de
mis libros algunas páginas en las que me esforzaba por glorificar a Nuestra
Señora de La Salette, le pareció que podía ser yo el escritor que estaba
usted esperando. Entonces nos conocimos y su impresión, lejos de cambiar,
se hizo mucho más precisa.
Alentado por usted y viendo en su persona a un embajador de María,
¿qué otra cosa podía hacer sino obedecer? No necesitaba más para
afrontar las dificultades y amarguras inherentes a tal empresa.
La Salette sigue siendo, después de sesenta años, la Fuente de
Contradicción de la que habla el Libro Santo, y aquellos que la aman están
llamados a sufrir.
«Transmitidlo a todo Mi pueblo», dijo a los pastores la Madre de Dios,
tras anunciarles la «Gran Noticia».
Pues yo le digo: Dé a conocer mi libro a los pobres. Óigame bien.
Hablo de ese rebaño dolorido en el que nadie piensa y del que nadie se
compadece: los generosos que no conocen la Verdad, las hermosas almas
vagabundas que necesitarían de un asilo de día…
«Misereor super turbam», decía Jesús. Tenga piedad de esa multitud
que se muere de sed en las orillas de los ríos del Paraíso.
Natividad de María, 8 de septiembre de 1907.
Léon Bloy.
DECLARACIÓN DEL AUTOR
Como católico que soy, declaro someterme enteramente a la doctrina de la
Iglesia, a las reglas y decisiones de la Santa Sede, en particular a los
decretos de los Soberanos Pontífices Urbano VIII y Benedicto XIV,
relativos a la canonización de los santos.
Si alguna vez, al hablar de los dos pastores de La Salette, empleo los
términos «santo», «santa» o «santidad», es solo de un modo puramente
relativo, por insuficiencia del lenguaje, falto de palabras que transmitan
exactamente mi pensamiento. De antemano desmiento el sentido riguroso y
absoluto que se quiera atribuir a estas expresiones; pues nadie puede ser
llamado santo, mientras la Iglesia no lo haya declarado así oficialmente.
Léon Bloy
TACEAT MULIER…!
Acabo de aguantar un sermón terrible contra el materialismo o naturalismo
opuesto a la Revelación sobrenatural. Todos los tópicos filosóficos de
seminario han ido desfilando ante la inmovilidad del Santísimo Sacramento.
¡Ay! Había venido a la iglesia, como «un mendigo cargado de peticiones».
Este torrente de vanas palabras se las ha llevado consigo y mi alma se ha
ido deslizando a ese mal sueño que provoca la cháchara. En presencia del
Enemigo, esto es lo que se les ocurre hoy a los predicadores, formados y
cultivados con esmero desde hace tanto tiempo en el desprecio de las
advertencias de La Salette –en vísperas de que se cumplan los aterradores
plazos.
Qué sistemática deformación o qué falta de fe no se ha de suponer para
que tales ministros y en tan gran número hayan llegado al punto de no saber
que la heredad del hombre es la Fe y la Obediencia, y que, por consiguiente,
necesita apóstoles y no conferenciantes, testigos y no demostradores. Ya no
es momento de probar que Dios existe. Llega la hora de dar la vida por
Jesucristo.
Pero resulta que todo el mundo se la niega con energía. ¡Cualquier otro,
pero Este no! ¡Antes un demonio! Aunque la verdad es que los cristianos ya
no creen en los demonios. Tratad de hacer comprender –con la autoridad del
Evangelio– que la riqueza es una maldición, por ejemplo, que es imposible
servir a Dios y al mundo, que las fiestas o supuestos mercadillos de caridad
están pidiendo que los quemen y que las bellas devotas que allí van a buscar
un último suplicio realmente infernal son servidoras del diablo, harto
atentas y recompensadas convenientemente. No bastará con el cambio
infinito operado por lo que se ha dado en llamar inexactamente la muerte,
para descubrir de pronto, prorrumpiendo en un clamor capaz de atravesar el
seno de la Eternidad, hasta qué punto los más fieles de nosotros habremos
sido personas sin fe.
«Cuando Francia, enfangada de los pies a la cabeza, decía Melania, haya
sido purificada por los azotes de la Justicia divina, Dios le dará a un
hombre, pero a un hombre libre para gobernarla. Entonces será doblegada,
casi aniquilada».
Habría que estar dotado de una extraordinaria estupidez para buscar a
ese hombre entre el ganado de las peregrinaciones o congresos católicos.
¡Oh! Recuerdo aquellas marabuntas recién acabada la guerra, en el 73
exactamente.
Aún dolían los traseros a causa de la bota alemana. Solo se hablaba de
volver a Dios. La gente se amontonaba en los círculos católicos para oír las
buenas palabras de Mons. Mermillod contando cuánto había sufrido por
Jesucristo, o la farfulla ecuménica del Sr. de Mun. Se aferraban
desesperadamente al conde de Chambord, el supuesto gran Monarca
anunciado por las profecías, cuya panza ilegítima había de salvarlo todo. Se
precipitaban a las peregrinaciones cantando coplas libertadoras. Se aprobó
la erección de un santuario al Sagrado Corazón en cuyos muros se leerían
estas confortadoras palabras: Gallia pœnitens et devota, y cada uno pondría
su piedra, puesto que era un voto nacional, extrañamente olvidado desde
entonces. ¿Y qué más? Los Padres Agustinos de la Ascensión fundaron el
próspero Pèlerin y la rentable Croix, para irremediable envilecimiento del
pensamiento y sentimiento cristiano. Finalmente, algo más tarde, se creaba,
sobre el fuerte abono de los corazones, un famoso banco que debía absorber
el crédito universal, confundiendo para siempre la pérfida competencia de
los hijos de Israel. A esta recaudación masiva de los ahorros católicos la
llamaron asombrosamente Cruzada y tuvo como desenlace un inmenso
crack que pasó a la historia.
Obedecer a la Madre de Dios, venida especialmente hace hoy sesenta
años para notificar su voluntad, fue lo único que a nadie se le ocurrió.
Sin embargo, se habría podido pensar que era bien sencillo. LaSoberana
del universo se conmovía, me atrevo a decir, como se conmovería la Vía
Láctea si esa criatura inconmensurable, aterrada por la maldad de los
hombres, se arrodillara en el azul oscuro del firmamento. Se tomaba la
molestia de venir llorando1 a traernos la «gran noticia» del enorme peligro
que corríamos. Hablando como solo la Trinidad puede hablar, aquella
Embajadora declaraba la inminencia de castigos y cataclismos, y decía lo
que había que hacer para no perecer, pues las amenazas que profería eran
amenazas condicionales, desde sus primeras palabras: «Si mi pueblo no
quiere someterse, me veo obligada a soltar el brazo de mi Hijo2».
Insisto, ¿no era lo más fácil humillarse y obedecer? Se hizo exactamente
lo contrario. María había pedido el Séptimo Día y respeto para el nombre de
su Hijo. Quería que se observaran las leyes de la Iglesia y que, en
Cuaresma, sus hijos no fueran a la carnicería «como perros». A cada uno de
los dos pastores, sobre todo a Melania, le confió un secreto de vida y
muerte, manifestando formalmente su voluntad –ratificada más tarde por
Pío IX y León XIII– de que se transmitiera a todo su pueblo a partir de una
época determinada. Finalmente dio, en francés, la regla de una nueva Orden
religiosa: «Los Apóstoles de los Últimos Tiempos (…) Los verdaderos
discípulos del Dios que vive y reina en los cielos; los verdaderos imitadores
de Cristo hecho hombre; mis hijos, mis verdaderos devotos; los que se han
entregado a mí para que los lleve a mi divino Hijo; esos a los que llevo, por
así decirlo, en mis brazos, los que han vivido de mi espíritu; los Apóstoles
de los Últimos Tiempos, los fieles discípulos de Jesucristo que han vivido
en el desprecio del mundo y de sí mismos, en la pobreza y en la humildad,
en el silencio, en la oración y la mortificación, en la castidad y en la unión
con Dios, en el sufrimiento e ignorados del mundo. Es tiempo de que salgan
y vengan a iluminar la tierra… Pues llega el tiempo de los tiempos, el final
de los finales».
Han transcurrido sesenta años. Nos hemos vuelto más profanadores, más
blasfemadores, más desobedientes, más «perros»3. Mas ¿acaso no parece
insignificante este fracaso incomprensible, este fiasco monstruoso y no
obstante adorable de la Emperatriz del Paraíso si pensamos en el irremisible
escarnio que ha sustituido a la obediencia?
Se trabajó más y más en domingo y, sobre todo, se hizo trabajar a los
pobres. La blasfemia se convirtió en toga viril, incluso para las mujeres,
signo de fuerza e independencia, como el alcohol o el tabaco. Se anheló ser
perro, hijo de perro y hasta sobrino de puerco en todas las épocas del año,
indistintamente, y este anhelo se vio colmado. Las palabras de María que
Ella quería que se dieran a conocer a todo Su pueblo, tanto en el Tíbet o en
Tierra de Fuego como en Isère, no llegaron sensiblemente más lejos del pie
de la montaña. En cuanto a los Apóstoles de los Últimos Tiempos, los
sustituyeron por eclesiásticos avaros a los que los peregrinos tuvieron
ocasión de conocer.
Estos supuestos Misioneros constituyeron el irreparable escarnio que
acabamos de mencionar. La desobediencia absoluta es un estado
incomprensible mientras no se presente al espíritu la idea de escarnio. La
Caída original debió de estar determinada, no ya por la desobediencia
formal, sino por una desobediencia escarnecedora que en modo alguno
podemos concebir y, puesto que el abismo llama al abismo, el castigo fue –
en apariencia, al menos– el escarnio infinito, la subsanación bíblica: «Este
es Adán, igual a nosotros…».
Los supuestos Misioneros de La Salette, quizá inocentes, a fuerza de
zafiedad y bajeza de corazón, –mas ¡qué aterradora inocencia!– fueron,
insisto, un instituto escarnecedor que la autoridad diocesana opuso a la
orden formal que se trataba de eludir. La Santísima Virgen había pedido
apóstoles. Le dieron hospederos4. Había querido verdaderos discípulos de
Jesucristo que despreciaran el mundo y a ellos mismos. Colocaron a
sacerdotes negociantes, piadosos contables encargados de rentabilizar. En
cuanto a la recomendación de «salir e iluminar la tierra», se cubrió el
expediente mediante el ojeo y la captación de peregrinos…
Tras ser barridos estos mercenarios en 1902, los capellanes colocados en
su lugar simplemente prosiguieron con el comedor y el alojamiento5.
Prosiguieron también con el cotidiano y estereotipado relato del milagro,
adornado con una exhortación sulpiciana a la práctica de algunas razonables
virtudes, sin omitir el frecuente aviso de no fiarse de ciertas publicaciones
exageradas o mendaces, tales como el testimonio escrito de los dos pastores
que fueron los asistentes, oyentes y verdaderos misioneros elegidos por la
Santísima Virgen, los cuales no cesaron hasta el último día, sobre todo
Melania, de protestar contra la prevaricación sacerdotal y el odioso
mercantilismo que se practicaba en la montaña.
El crimen de toda esta gente, crimen enorme, realmente espantoso, es
haber amordazado a la Reina del Cielo, haberle sellado los labios con
plomo con aterradora energía, como escribió alguien no hace mucho.
Es difícil, no digo ya imaginar, sino concebir súplica más lastimera:
Cuánto tiempo hace que sufro por vosotros; hace diecinueve siglos que
paseo, entre las montañas, los Siete Dolores que pastoreo, las siete
ovejas del Espíritu Santo que un día han de pacer el mundo; para que mi
Hijo no os abandone, estoy encargada de rogarle sin cesar. ¿Qué puedo
hacer por vosotros que no haya hecho ya? Soy Egipto y el Mar Rojo;
soy el Desierto y el Maná; soy la hermosa Viña, pero también soy la Sed
divina y la Lanza que atraviesa el corazón del Salvador. Soy la
Flagelación infinitamente dolorosa, soy la Corona de Espinas y los
Clavos y sobre todo la Cruz tan dura de la que nace la alegría de los
hombres. A ella ataron los dos brazos de mi Hijo, mas basta con uno
para aplastaros, y ese ¡no puedo retenerlo, de tanto que pesa...! ¡Ay!
Hijos míos, ¡si os convirtieseis...!
Entonces unos hombres que llevaban mitra en la cabeza y en la mano el
cayado de los pastores del rebaño de Cristo se levantaron. Y aquellos
hombres le dijeron a Nuestra Señora:
¡Ya está bien! ¿No? Taceat Mulier in Ecclesia! Somos obispos, doctores,
y no necesitamos de nadie, ni siquiera de las personas que están en Dios.
Además, somos amigos del César y no queremos tumulto en medio del
pueblo. ¡Vuestras amenazas no nos turban en absoluto y vuestros
pastorcillos no obtendrán de nosotros más que desprecio, calumnias,
escarnio, persecución, miseria, exilio y finalmente olvido...!
La esperanza de la presente obra es reparar de algún modo, si aún es
tiempo, la sacrílega perfidia de esos Caifás y esos Judas que llevan sesenta
años destruyendo el reinado más hermoso del mundo.
París-Montmartre, febrero de 1907.
1 ¡Llorando! Los ángeles no lloran, pero la Reina de los Ángeles sí, por eso es su Reina.
2 «¡El pueblo no quiere someterse y la Ciudad del Altísimo es forzada!». ¡Imaginaos a los Ángeles
y a los Santos prorrumpiendo en este clamor de alarma en el cielo!
3 Perro. Recuerdo que esta es la expresión de la que quiso servirse la Madre de Dios.
4 Sobre este tema de la hospedería y los hospederos, véase el capítulo XXV de la presente obra.
5 Véase el capítulo XXV.
I
HISTORIA DE ESTE LIBRO EMPRENDIDO
EN 1879
Hice la peregrinación a La Salette en el pasado, hace unos treinta años,
cuando no existía el ferrocarril de Grenoble a la Mure. Una diligencia
asesina, tirada por doce caballos en algunas subidas, rompía los riñones a
los viajeros, desde el alba hasta el crepúsculo, cuando los días eran más
largos. Diez horas gimiendo antes de ser abandonados a los muleros.
Por otra parte eso era bueno. Disuadía a muchos turistas, y el paisaje era
acogedor y reconfortante para el peregrino. En algunos lugares bajábamos
para que los animales descansaran y era una exquisita delicia caminar
lentamente bajo los frondosos árboles, oyendo las corrientes de agua que
huían hacia los abismos. Siempre recordaré esos pocos cientos de pasos, en
compañía de unmisionero, en mi opinión inteligente, el cual me explicaba,
con palabras extraordinarias, la majestad de los Textos Sagrados. Murió tres
semanas después, tras haber pedido largamente a la Madre de Dios acabar
sus días en La Salette, donde fue enterrado. Estaba harto de la fealdad de
este mundo y de la farisaica piedad contemporánea, que le parecía una
apostasía.
No diré el nombre de aquel sacerdote. Su familia no es digna de él, mas
yo sé lo que me dio, dum loqueretur in via et aperiret mihi Scripturas.
¡Querido difunto! Volví a ver su tumba al año siguiente, una humilde cruz
sobre un humilde túmulo de hierba; y luego, el año pasado, veintiséis años
más tarde, ya abandonada, habiendo sido trasladados sus restos a una
sepultura recientemente construida a dos pasos de allí, en la que puede
leerse su nombre bien conocido de los Ángeles y de algunos amigos de
Dios.
Este misionero, más orador que escritor, recorría el mundo anunciando
la Gloria de la Madre de Jesucristo y siempre volvía a La Salette para
encontrar allí la inspiración de su celo apostólico, a los pies de La que llora.
El discurso infinitamente extraordinario que oyeron los niños en aquella
montaña se había convertido en el centro de sus pensamientos, y la
comprensión que de él tenía era como uno de esos dones inexpresables que
el Venerable Grignion de Monfort atribuía proféticamente a los Apóstoles
de los Últimos Tiempos.
Nos haríamos un nombre de exégeta solo con las migajas del festín que
aquel hombre humildísimo ofrecía a sus oyentes cuando hablaba de la reina
de los patriarcas y de los mártires. Esa especie de misterioso rechazo que
pesa sobre La Salette en el pensamiento de muchos creyentes le rompía el
corazón. El presente libro, emprendido y comenzado bajo su mirada, en la
propia Salette, estuvo interrumpido un cuarto de siglo, Dios sabe cómo y
por qué. Esta obra de justicia era su supremo deseo, su esperanza.
Murió a las primeras páginas, como si la Consoladora a la que servía no
hubiera querido que aquella alma, verdaderamente sacerdotal y crucificada,
perdiera de algún modo la aureola dolorosa que les pone en la frente a esas
víctimas del Amor de las que habla la Tercera Beatitud, las cuales no han de
ser consoladas en la tierra.
Esta obra que hoy retomo me parece aún más difícil y temible que
antaño. La muerte de aquel que la inspiró me sumió en un duelo que creí
irreparable, y la vida más desgraciada que pueda imaginarse me desvió de
él después indefinidamente.
El momento no había llegado. ¿Qué habría podido hacer entonces sino,
como mucho, una paráfrasis exegética y literaria del discurso? Demasiadas
cosas me eran desconocidas. Ignoraba incluso el secreto de Melania, sin
publicar hasta noviembre de 1879, y tan impenetrablemente oscurecido por
el terror sacerdotal que hasta hoy casi todos los católicos lo ignoran o
prejuzgan.
¿No habían de desarrollarse todas las infamias e ignominias congénitas
a la República francesa que hoy han llegado a tal punto que uno se pregunta
qué hace la muerte? ¿Se habían levantado ya todos los demonios, como uno
solo, para reclamar la granazón completa de la apestosa flor democrática,
tan laboriosamente aclimatada por ellos en el reino que fue el lugar de
nacimiento de la autoridad cristiana? Y finalmente y sobre todo, ¿no debía
la Justicia del Brazo pesado esperar a que la Embajadora llorosa, sesenta
veces ultrajada, dijera a su Hijo: «Ya no conozco a este pueblo; se ha vuelto
demasiado abominable?»
Después de tanto tiempo, habiendo llegado a ser mi nombre quasi
famoso, algunos seguidores han creído que podría corresponderme a mí
escribir sobre La Salette el libro que ciertas almas necesitan, un libro
piadoso que no sea hostil a la magnificencia divina, un libro que diga, al
cabo de sesenta años, algunas palabras plausibles sobre este
Acontecimiento inaudito, absolutamente incomprendido e incluso ignorado
por los pretendidos Misioneros o sacerdotes seculares que se han sucedido
en la montaña.
«Transmitidlo a todo mi pueblo» dijo por dos veces la Toda Inefable.
Esto es lo que afligía a mi iniciador. ¿Quién piensa en ello? me decía, y
¿qué podríamos transmitir a todo el pueblo, es decir, a todos los hombres?
¿Saben siquiera las gentes de aquí lo que acaeció en este lugar, y acaso el
más dotado es capaz de comprender una palabra, una sola palabra de ese
discurso que parece ser el Verbum novissum del Espíritu Santo?»
¡Ay! La explicación, irremediablemente perdida, que aquel hombre
habría podido dar será ahora lo que pueda ser: una angustiosa visión de los
tiempos actuales en relación con las promesas y amenazas igualmente
despreciadas de la Madre del Hijo de Dios –visión terrorífica enormemente
agravada por la certeza adquirida y absolutamente incontestable de ciertos
acontecimientos preliminares. ¿Qué importa, después de todo, si mi obra así
mutilada encierra aún algo de aquellas palabras sepultadas que baste para
atraer a La Salette a algunas de esas magníficas almas capaces de presentir
su belleza, incluso a través de la oscuridad o de los fallos de tan insuficiente
predicación?
Me habría gustado poder decirles, como Bossuet al hablar ante la peluca
del rey de Francia: «Escuchad, creed, aprovechad, os parto el pan de vida»;
mas, por el contrario y con toda seguridad, ¿no alejaría tan elevado modo de
hablar a un gran número de corazones ya subyugados, sin que lo sepan, por
el Príncipe fastuoso de Cabeza aplastada que no deja de prometer a sus
esclavos el soberano imperio del que él mismo ha sido desposeído...? ¡Qué
triunfo sería llegar a hacer entrever el esplendor a los contemporáneos del
automóvil!
El sacerdote de Jerusalén, el misionero del que acabo de hablar, se
llamaba Louis-Marie-René, y esto es decir mucho más de lo que habría
debido. ¡Tal sea, pues, el patrocinio de este libro, que será ante todo un libro
doloroso! La Salette es, por excelencia, el lugar de las lágrimas
dolorosísimas.
Recordemos que, cuando la Aparecida dejó de hablar a los niños, hubo
un drama extraordinario. La Señora resplandeciente, cuyos pies, según el
testimonio de sus pueriles oyentes, no tocaban el suelo sino que solo
rozaban «la punta de la hierba», se aleja de ellos lentamente, deslizándose
de algún modo, y, tras franquear el riachuelo que la separa de la escarpada
meseta, empieza a describir ese asombroso itinerario serpenteante, señalado
hoy por las Catorce Cruces de la Vía dolorosa que, en la translúcida
meditación de los Misterios sangrientos, parecen superponerse…
Ese viacrucis único había sido decretado, como todo, antes de la
creación de los espacios. Entraba en la integridad del plan divino que el
arrodillarse de los últimos habitantes cristianos de la tierra estuviese
determinado con esta precisión, en este lugar salvaje, por el surco de los
Pies luminosos. No es indiferente postrarse en un sitio o en otro. Las almas
religiosas que vienen a llorar a La Salette, hacen algo que retumba
armoniosamente en toda la serie de decretos divinos tocantes a la
Redención de la humanidad. Caen sus lágrimas en este suelo privilegiado,
como simiente de muchas otras lágrimas que acabarán corriendo como
ondas, si Dios quiere. «El abismo de las lágrimas de María llama al abismo
de nuestras lágrimas con la voz de sus cataratas». Ella nos incita a esta
efusión, como su Hijo la incitaba a Ella amorosamente, desde lo alto de la
cruz, a la efusión total de su incomparable corazón destrozado.
II
EL TORRENTE SUBLIME
Volvamos a mi viaje. Nada de rodar ya todo un día en una despiadada
diligencia. Solo la mitad del antiguo cansancio y la otra mitad como un
sueño. ¡Oh! ¡Una hora de tren al borde del precipicio! ¡Qué emoción salir
así al encuentro de Napoleón en su marcha de Sisterón a Grenoble, pasando
por Corps y la Mure! ¡Sobre todo Corps, arzobispado de La Salette!
Como el azar no existe, podemos imaginar con estupor al «águila» de
aquel conquistador «volando hacia París de campanario en campanario» y
descendiendo del de Corps para gritar, treinta y un años antes de Nuestra
Señora: «Hijos míos, notengáis miedo, ¡estoy aquí para anunciaros una
gran noticia!» y luego: «Se lo transmitiréis a todo mi pueblo». ¿Cómo no
pensar en ello?
¡El gran hombre y sus fieles compañeros encarnaron a toda Francia
durante veinte días, toda Francia en potencia, todo lo eventual humano y
divino de esta angélica patria, de esa hija mayor del Hijo de Dios y de su
Iglesia, moradora de la Llaga de su Corazón, que no podría caer más bajo
que convirtiéndose en la Magdalena de las naciones!
El pobre césar evadido, incorregible mendigo de la dominación
universal, envolvía sin saberlo, al modo de los prototipos, el futuro oculto
de los campos o de los pueblos que no podían tener existencia histórica sino
por voluntad de tal viajero. Lo busqué por aquí y por allá y confieso que me
impresionaba más su recuerdo que aquellas montañas eternas. ¿Las vio él
acaso? ¿Vio el Drac, ese formidable torrente, gloria del Dauphiné? Lo dudo.
Un torrente no mira a otros torrentes, y la propia montaña no es para él más
que un obstáculo que le hace rugir en las profundidades.
Peregrino de La Salette y nada más, a la espera de tener el honor de
arrodillarme en la Tumba Santa, miré y vi de cerca este furioso torrente, con
una admiración que me asfixiaba. ¿Cuántos siglos necesitaron esas aguas
para excavarse tan espacioso lecho en tan grandiosa soledad? Durante
innumerables años, hubieron de roer rocas y abrir abismos espumeantes.
Mientras nacían y morían generaciones, a medida que se desarrollaba la
historia, bajo los alóbroges y los romanos, bajo los burgundios, los francos
y los sarracenos, bajo los señores de Albon y los primeros Valois, durante
las atroces guerras de religión, durante el asombroso Imperio y hasta
nuestros días en que la Deseada había de aparecerse, estas aguas siempre
jóvenes desmenuzaban sin tregua los duros estratos, rompiéndolos con la
artillería de sus cantos, minando por su base columnas colosales, formando
el abismo continuo que divide en dos esa alta provincia delfinesa, antiguo
dominio de nuestros ancestros franceses: el Grésivaudan, el Royannès, las
Baronnies, el Gapençois, el Embrunois, el Briançonnais, del Durance al
Isère, ¡monstruoso tropel de grupas verdes o de pitones pelados cuyos
nombres solo Dios conoce!
El tren que va a la Mure procedente de Grenoble circula durante no sé
cuántos kilómetros a lo largo de ese enorme tajo abierto por el Drac, sobre
el cual tiene uno la impresión de estar suspendido. Continuo clamor que
sube de abajo y que súbitamente puede hacerse inmenso en la estación de
las lluvias o el deshielo.
Un novelista moroso y estéril quiso vengarse hace unos años del
vergonzoso pavor que le había provocado aquel grito del abismo. Se esforzó
estúpida y villanamente por desvalorizarlo con sus adjetivos y sus malvadas
metáforas, comparando esas aguas sublimes con «un río demente, maldito,
podrido…». Ese pobre hombre, que debió de gustar mucho a los enemigos
de La Salette, detesta por naturaleza las montañas y está muy lejos de
aprobar las circunstancias o los detalles de la aparición, la cual habría
tenido lugar en el llano, a proximidad de una estación y mucho más
prosaicamente, si se hubieran tenido en cuenta sus preferencias. In die
judicii, libera nos, Domine.
Espero que mi palpitante admiración por ese magnífico espectáculo me
sea tenida en cuenta. ¿Por qué Dios no habría de ser un artista como los
demás, celoso de su obra y deseoso de que la admiren? ¿Acaso no habla, a
cada momento, de sus «santas montañas» que «su fuerza creó» y cuyas
«alturas son suyas»? Ego sum Dominus faciens omnia et nullus mecum. No
se trata de las montañas de otros, sino de las suyas, y exige ser adorado por
haberlas hecho.
¿Existe otra peregrinación tan maravillosamente dirigida por la previa
admiración del viajero? No lo creo. Antes no era así. La ruta que seguían
las diligencias no bordeaba el abismo. Hubo de llegar este ferrocarril único,
obra maestra del hombre, para que nos fuese revelada esta obra maestra de
Dios, solo conocida hasta entonces por algunos lugareños. La volví a
contemplar, al regresar, iluminada esta vez por la luna llena cuyos rayos de
plata atravesaban el inmenso paisaje, y creí estar en el Paraíso.
III
EN EL PARAÍSO
¡En el Paraíso! Antes de seguir adelante, ¿no convendría explorar de algún
modo y en la medida de lo posible esa «región de paz y de luz», esa «sede –
esa capital– refrescante del consuelo beatífico», ese paraíso terrenal en los
cielos?
En este punto la indigencia de las palabras humanas es deplorable. Todo
lo que no es cuerpo, espacio o duración es inexpresable, hasta el punto de
que el mismo Verbo de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, siempre habló
usando parábolas y comparaciones6. El destino del hombre es no poder
arrancar su corazón del famoso lugar de voluptuosidad al que fue
ignominiosamente expulsado al principio de los tiempos. Necesita que el
Paraíso sea un lugar, un lugar muy alto o muy bajo y nos vemos obligados
a decir, en el primer caso, que la Santísima Virgen bajó de allí para llorar en
La Salette. Melania contó cómo era el paraíso infantil que había construido
el 19 de septiembre con Maximino, poco antes de la aparición: una piedra
ancha que habían cubierto de flores. Fue sobre aquel paraíso donde la
Hermosa Señora se sentó. La Reina del Paraíso de Enoc y del Buen Ladrón,
que es ese incomprensible seno de Abrahán al que fue arrebatado el Doctor
inmenso de las naciones para escuchar los irrevelables Arcanos; esta Reina
se siente atraída por la extrema puerilidad del paraíso de los pastorcillos.
«Buscó por el mundo entero, decía Melania, y no halló nada más bajo. Se
vio obligada a escogerme».
Está el Paraíso tan en el umbral del milagro de La Salette, y de tantas
maneras, que resulta igual de imposible no hablar de él que decir una sola
palabra válida. Sin duda el paraíso es la Hermosa Señora ella misma, pero
eso es demasiado fácil. Tanto como proclamar la identidad de Dios con uno
u otro de sus atributos. El fondo del Paraíso o de la idea de Paraíso es la
progresiva unión con Dios desde la vida presente, es decir, la angustia
infinita del corazón del hombre, hasta la unión con Dios en la vida futura,
es decir, la beatitud. El cómo lo desconocemos totalmente y no lo podemos
adivinar, pero podemos, hasta cierto punto, contentar el espíritu con la
hipótesis harto plausible de una ascensión eterna, ascensión sin fin en la fe,
la esperanza y el amor.
¡Inefable contradicción! Creeremos cada vez más, sabiendo que no
comprenderemos jamás; esperaremos cada vez más, seguros de no llegar
jamás; amaremos cada vez más lo que no puede poseerse jamás.
Por supuesto me expreso como un impotente. Secundum hominem dico.
Ciertamente, la unión con Dios se ve realizada por los santos desde la vida
presente, siendo consumada perfectamente inmediatamente después de su
nacimiento a la otra vida, mas esto no les basta ni le basta a Dios. No es
suficiente la unión más íntima; es menester la identificación, que nunca será
completa, de modo que la beatitud solo puede concebirse o imaginarse
como una ascensión cada vez más viva, más impetuosa, más fulgurante, no
hacia Dios, sino en Dios, en la misma Esencia del Incircunscrito. ¡Huracán
teologal sin tregua ni fin que la Iglesia, al hablar a los hombres, ha de
llamar Requies æterna!
La multitud desencadenada de los santos es comparable a un inmenso
ejército de tempestades, precipitándose hacia Dios con una vehemencia
capaz de arrancar las nebulosas y ello durante toda la eternidad… ¿Pueden
utilizarse en este punto las ensoñaciones astronómicas? La inconcebible
enormidad de los números encargados de significar las pavorosas
hipérboles de la distancia o de la velocidad como mucho ayudaría a
entrever la imposibilidad de comprender «lo que Dios ha preparado para los
que le aman». Podríamos decir incluso, puesto que se trata de lo Infinito y
Eterno, que debe haber una aceleración permanente de cada torrente
análoga a la atronadora multiplicación de la gravedad de los cuerpos al
caer. Idea plausible y fácil de presentar a losteóricos de la inmovilidad
beatífica. Una mística paralizada fomentada por una imaginería harto
abyecta representa a los santos en una actitud hierática promulgada por los
institutos, bajo una aureola inmutable que ningún soplo moverá jamás y
entre el oro o la plata de los utensilios de piedad que ni el óxido ni los
gusanos corroerán. Pues tal es la idea del Paraíso y de la felicidad de los
santos que pueden hacerse los católicos engendrados el siglo pasado por los
acéfalos que se libraron de la guillotina.
Mas ¡cuán vanas y lamentablemente débiles son las analogías literarias
o conjeturas metafísicas de un pobre escritor que se asoma a lo Insondable
sin obtener siquiera la energía intuitiva necesaria para discernir, por un
instante, a riesgo de morir de espanto, el vertiginoso abismo de la estupidez
contemporánea!
Requiem æternam dona eis, Domine, es decir: concede a estas almas,
Señor, entrar en la batalla infinita en la que cada una de ellas, como una
catarata invertida, te asedie eternamente.
Una querida alma piadosa preguntaba lo siguiente: – En esa ascensión
universal, ¿qué será de los mediocres, de los pobres hombres que, no
habiendo hecho nada por Dios en este mundo, se hayan salvado, no
obstante, por efecto de la unión inefable de la Justicia y de la Gloria? ¿Qué
será de aquellos que, habiendo amado las cosas hermosas de la tierra, la
poesía, el arte, la guerra, incluso la voluptuosidad, se encuentren de pronto
frente al Absoluto con las manos vacías, sin haber preparado nada para su
paso, mas aun así salvados? So pena de inanición eterna, habrán de realizar,
enseguida y absolutamente, todo lo que les falte y la Sabiduría provea. La
Belleza, convertida en buitre, arrebatará para devorarlos por siempre a
aquellos que la hayan amado verdaderamente bajo cualquier apariencia.
¡Así será sin duda y más de un poeta se asombrará de haber sido, sin
saberlo, tan amigo de Dios! Pero ¿habrá de ser confundido con los
mediocres a causa de los mandamientos no observados? Este castigo sería
enorme y su sola idea es monstruosa. La verdad, infinitamente probable, es
que unos y otros se situarán ellos mismos en el nivel que les sea propio, con
admirable discernimiento.
Y entonces será un firmamento de esplendores diferenciados,
inimaginables. Los santos ascenderán hacia Dios como el rayo,
multiplicado por sí mismo, a cada segundo, por los siglos de los siglos,
acrecentándose continuamente su caridad al tiempo que su brillo; astros
inefables a los que seguirán a enorme distancia aquellos que solo hayan
conocido el Rostro de Jesucristo, ignorando su corazón. En cuanto a los
otros, a los pobres cristianos llamados practicantes, observantes de la Letra
fácil, mas no perversos y capaces de cierta generosidad, ¡seguirán a su vez,
al no haberse perdido, a millares de cabalgadas de relámpagos, habiendo
pagado previamente sus puestos a un precio inestimable, aun así felices –
infinitamente más de lo que pueda expresar el más rebuscado léxico de la
felicidad– y alegres precisamente por la gloria incomparable de sus
mayores, alegres en profundidad y extensión, alegres como el Señor cuando
acabó de crear el mundo!
Y todos, como ya he dicho, subirán juntos como una tempestad sin
tregua, la tempestad venturosa del interminable final de los finales, una
asunción de cataratas de amor, y ese será el Jardín de Voluptuosidad, el
indefinible Paraíso del que hablan las Escrituras.
He recordado el Paraíso de Melania y Maximino. Este es el mío, tal
cual. ¡Ojalá haga bajar hacia mí a la Virgen María, como el suyo!
6 Testimonio del Evangelista san Mateo: cap. XIII, v.34.
IV
LUIS FELIPE, EL 19 DE SEPTIEMBRE DE
1846
«Son alrededor de las dos y media. El rey, la reina, sus altezas reales, la
princesa Adelaida, Mons. el duque de Nemours y la sra. duquesa, el
príncipe Felipe de Wurtemberg y el conde de Eu, acompañados por el sr.
ministro de Instrucción Pública, de los srs. generales de Chabannes, de
Lagrange, de Ressigny, del sr. coronel Dumas y de varios oficiales
ayudantes, salen a dar un paseo por el parque. Después del paseo, sus
majestades y sus altezas vuelven a palacio hacia las cinco para cenar, a la
espera de la iluminación del atardecer».
De este modo un corresponsal harto diligente, en un despacho
procedente de la Ferté-Vidame, anuncia al Moniteur universel el
acontecimiento más importante de la jornada del 19 de septiembre de 18467.
Afortunadamente estoy en situación de recordar ese acontecimiento al
mundo entero, que parece haberlo olvidado. A más de sesenta años de
distancia, no carece de interés evocar con la imaginación o la memoria
aquel paseo del rey de Julio acompañado por los de su ralea, cuyo fin era
abrir el apetito para cenar y prepararse, mediante el inocente espectáculo de
la naturaleza, para las magnificencias municipales de la iluminación
nocturna.
Aquel pasatiempo histórico, comparado con el otro paseo real que tenía
lugar al mismo tiempo en la montaña de La Salette, es, en mi opinión,
susceptible de sobrecoger poderosamente el pensamiento. El contraste
verdaderamente bíblico de tal aproximación no acrecienta precisamente el
prestigio ya mediocre de aquella monarquía sin gloria nacida en la ciénaga
liberal de 1830, que estaba predestinada a apagarse sin honor en la cloaca
económica de 1848. Sería curioso saber lo que acaecía en el alma del
ciudadano rey en el mismo momento en que la Soberana de los Cielos,
deshecha en lágrimas, se manifestaba a dos niños en un punto desconocido
de aquella hermosa Francia mancillada y agonizante bajo el abyecto
dominio de aquel taumaturgo del envilecimiento.
Caminaba bajo los plátanos o los castaños, soñando o hablando de los
grandes asuntos de un reinado de dieciséis años y de los magníficos
resultados de una administración exenta del fanatismo honorífico que
paralizaba antaño el generoso auge del liberalismo revolucionario. Todo
marchaba según sus deseos tanto en el exterior como en el interior. En una
enmienda que pasó a los anales de los fastos parlamentarios, el conde de
Morny aseguraba que los altos Cuerpos del Estado estaban satisfechos. Dios
y el Papa habían sido convenientemente ultrajados, el infame jesuitismo por
fin iba a rendir su último suspiro y el país legal no tenía más aspiración que
ver eternizarse, en el seno de tan benévola dinastía, las inesperadas dichas
de aquel adorable gobierno. Por fin íbamos a desposarnos con España,
íbamos a ser inmensos. Al igual que Carlos V y Napoleón, el patriarca del
orleanismo podía aspirar al dominio universal. Además, la camada de la
perra había crecido suficientemente y sus altezas correteaban con bastante
decoro alrededor de su majestad en la brisa otoñal de aquel sereno día de
septiembre. El rey de los franceses podía decir como el profeta de la tierra
de Hus: «Moriré en el lecho que me hice y multiplicaré mis días como la
palmera; soy como un árbol cuya raíz se extiende a lo largo de las aguas y
el rocío caerá sobre mis ramas. Mi gloria se renovará cada día y mi arco se
fortalecerá en mi mano»8.
A doscientas leguas, la Madre de Dios llora amargamente sobre su
pueblo. Si sus majestades y sus altezas pudieran, por un instante, consentir
en adoptar la actitud apropiada, es decir, postrarse en el suelo y acercar a la
tierra sus oídos hasta ese día inatentos, quizá aquella criatura humilde y fiel
les transmitiría cierto extraño y lejano rumor de amenazas y sollozos que
les haría palidecer. Quizá entonces la cena carecería de euforia y la
iluminación de esperanza.
Mientras el orleanismo disfruta con la velada, los dos pastores elegidos
para representar a todas las majestades triunfantes o depuestas, vivas o
difuntas, se han acercado a su Reina. Y es en ese momento cuando la Madre
dolorosa eleva la voz por encima del murmullo indistinto del himno de las
Espadas9 cantado en torno a Ella en diez mil iglesias:
«Si Mi pueblo no quiere someterse, me veo obligada a soltar el Brazo de
mi Hijo…»
7 Moniteur del 21 de septiembre de 1846.
8 Job, XXIX, 18, 19 y 30.
9 Himno O quot undis lacrimarum, fiesta deNuestra Señora de los Siete Dolores.
V
INTENCIÓN DEL AUTOR. EL MILAGRO DE
LA INDIFERENCIA UNIVERSAL
La intención de esta obra, manifiestamente expresada en la introducción, no
es hacer el relato del milagro de La Salette. Se ha hecho tantas veces que
los cristianos no tienen excusa para ignorarlo. Cuando fueron mayores, los
dos pastores lo escribieron y publicaron ellos mismos, y sus dos
narraciones, que deberían haber sido difundidas por doquier, son idénticas
en lo concerniente a las circunstancias del Acontecimiento y al texto del
discurso público. En cuanto a los secretos, solo Melania divulgó el suyo,
mas reservando para el Sumo Pontífice la regla, dada por María, de una
nueva orden religiosa, la Orden de los «Apóstoles de los Últimos Tiempos»,
fundación claramente profetizada en el siglo XVII por el venerable
Grignion de Montfort.
Como no escribo para la masa, me dirijo pues, exclusivamente, a
aquellos que conocen los hechos de La Salette, seguro de que no despertaría
el interés de los otros. Quiero mostrar, sobre todo, lo mejor que pueda, el
milagro subsiguiente, el cual es más grande quizá que el de la aparición –el
milagro, ciertamente increíble, de la indiferencia universal o de la hostilidad
de muchos.
Se esforzaron todo lo posible por ahogar aquellas voces infantiles que,
al bajar de los Alpes, deberían haber aumentado como una avalancha y
llenar la Tierra. «Trasmitidlo a mi pueblo», había dicho la Soberana. Hasta
los judíos se asombrarían de tamaña desobediencia. No subieron al púlpito
los primeros pastores para anunciar a sus diocesanos la gran noticia, no se
movilizaron con entusiasmo los predicadores y misioneros de todos los
Institutos para hacer saber a los más ignorantes las amenazas y las promesas
de la Omnipotente. Algunos hicieron lo contrario con infernal maldad. Las
palabras caídas de aquella Boca casi divina que pronunció el fiat de la
Encarnación, aquellas palabras tan terribles y tan maternales, no se
enseñaron en las escuelas y los niños de la edad de los pastores no las
aprendieron. Se sabe, en casi todas partes, vagamente, que La Salette existe,
que la Santísima Virgen se manifestó de alguna manera y que dijo algo.
Unas cuantas personas saben incluso que condenó particularmente la
profanación del domingo y la blasfemia. Mas el texto de aquel discurso no
se halla en ninguna memoria, ni en mano alguna. En cuanto a los secretos,
ni siquiera se quiere oír hablar de ellos.
¡Pues bien! Es para dar miedo. Jesucristo aguanta que lo humillen y
ultrajen. Estamos exactamente en el siglo XX de las bofetadas y los
escupitajos que caen sin amnistía, desde hace dos mil años, sobre su Rostro
infinitamente santo, constituyendo así lo que se llama era cristiana. Pero no
aguantará que su Madre sea despreciada, ¡su Madre que llora...! Aquella de
la que canta la Iglesia que fue «concebida antes que las montañas y los
abismos y antes de que brotaran las fuentes»10; aquella «Ciudad mística
llena de gente, sentada en la soledad y llorando sin que nadie la consuele»11;
esa gimiente «Paloma escondida en el hueco de la piedra»12; ¡la Reina de
los Cielos llorando como una abandonada en el saliente de aquella roca, sin
poderse casi sostener, a fuerza de dolor, después de haber sido tan fuerte en
la otra montaña...!
Sola sobre aquella piedra misteriosamente preparada que hace pensar en
la otra Piedra sobre la que está edificada la Iglesia; cargando en su Seno con
los instrumentos de tortura de Su Hijo y llorando como no se había llorado
en dos mil años: «¡Cuánto tiempo hace que sufro por vosotros y vosotros no
hacéis caso!», dijo.
¡Representémonos a esta Madre dolorosa que permanece sentada en
aquella piedra y sigue sollozando en aquel barranco, sin levantarse nunca,
hasta el fin del mundo! Nos haremos así una idea de lo que subsiste
eternamente bajo la Mirada de Aquel cuya Madre es Ella y para el que
ninguna cosa es pasada ni futura. ¡Tratemos después de evaluar el poder del
perpetuo clamor de tal Madre a tal Hijo y, al mismo tiempo, la indignación
absolutamente inenarrable de tal Hijo contra los autores de las lágrimas de
tal Madre! Todo lo que podamos decir o escribir sobre el tema estará
exactamente por debajo de la nada…
10 Prov. VIII, 24, 25.
11 Thren. I, I, 2
12 Cnt. II, 14.
VI
FRACASO DE DIOS. INUTILIDAD APARENTE
DE LA REDENCIÓN. EL SUSPIRO MÁS
DOLOROSO DESDE EL CONSUMMATUM
¡En este punto nos encontramos! Las lágrimas de María y sus palabras han
sido ocultadas tan perfectamente, durante sesenta años, que la Cristiandad
las ignora. La aterradora cólera de su Hijo ni siquiera la sospechan aquellos
que comen su Carne y beben su Sangre, y el mundo sigue girando como si
nada. Sin embargo, numerosas profecías singularmente unánimes afirman
que nuestra época es la señalada para la satisfacción de la ira de Dios, que
consistirá en un diluvio de catástrofes. La mera aprehensión o intuición de
esto es para trastornar a cualquiera, para trastocar incluso la órbita de los
planetas.
La enormidad del caso necesitaría de un poder de visión arcangélico.
¡Diecinueve siglos cumplidos de cristianismo, que es tanto como decir un
centenar de generaciones regadas con la Sangre de Cristo! ¿Y cuál es el
resultado? El siglo veinte puede preguntárselo con estupor. El feroz
optimismo que presume el Evangelio, anunciado desde entonces a todas las
naciones, solo puede sostenerse en la prensa bien pensante o en las clases
más elementales de primaria, anteriores a los rudimentos de la geografía
más humilde. La verdad demasiado cierta es que, de los mil cuatrocientos o
mil quinientos millones de seres humanos que pueblan el globo, como
mucho un tercio conoce el nombre de Jesucristo y el noventa y nueve por
ciento de ese tercio lo conoce en vano. En cuanto a la calidad del resto, es
una vergüenza infinitamente misteriosa, un prodigio de dolor asimilable
solo al incomprensible septenario de los dolores de la compasión de María.
La realidad aparente es el fracaso de Dios en la Tierra, la inutilidad de la
Redención. Los resultados visibles son tan espantosos por su
insignificancia, la cual aumenta más y más cada día, que uno se pregunta
locamente si no ha abdicado el Salvador. «Quæ utilitas in sanguine meo,
dum descendo in corruptionem?» ¡Esa fue la Agonía del Huerto tal y como
la vieron algunos extáticos! ¡Ay! ¡De qué valió sangrar y sufrir tanto, recibir
tantas bofetadas, tantos salivazos, tantos latigazos, ni ser tan atrozmente
crucificado! ¡De qué valió ser Hijo de Dios y morir hijo del hombre para
llegar, después de diecinueve siglos pisoteados por todos los demonios, al
catolicismo actual!
Sé que ha habido santos, sobre todo en el pasado, quizá uno por cada
diez millones de habitantes de la tierra, y que esto le basta a Dios,
provisionalmente al menos, mas ¿cómo podría bastarnos y contentarnos a
nosotros, que no vemos las causas? Se nos dice —y ¡con qué rigor!— que
todo el que no está dentro de la Iglesia está condenado. Ahora bien, nacen
muchos más de cien mil hombres al día que nunca oirán hablar de la Iglesia
ni de Dios alguno, a los que corrompen desde la cuna, incluso en el mundo
supuestamente cristiano… Viví con los luteranos varios meses largos y
dolorosos en uno de los tres reinos escandinavos y comprobé la
imposibilidad de conocer la Verdad, mil veces más insuperable que entre
los paganos. ¡Dios sabe sin embargo cuánto se invoca allí su Nombre
terrible!
¿Qué decir, después de esto, de los innumerables idólatras entre los
cuales sería injusto no contar a los católicos tradicionales atrincherados en
la certeza inexpugnable de haber sido tamizados, seleccionados grano a
grano, como trigo eucarístico, y de que la penitencia no es para ellos? Estos,
más que nadie, son aterradores. Los salvajes puros del África o la Polinesia,
los frutos humanos de la odiosa cultura asiática, los polimorfos monstruosos
de la intelectualidad más envilecida, de la razón más degradada, todos esos
desgraciados tienen sus dioses de madera o de piedra, de los que algunos
son tan demoniacos y tan negros que unono puede ya ni reír ni llorar
cuando los ha visto. Pero que les muestren a Jesús en la cruz y la mayoría
de ellos, instantáneamente, se transformarán en humildes seres ávidos de
Dios.
El ídolo de los católicos honorables de los que acabo de hablar es
precisamente la misma cruz, pero puesta sobre los hombros y el corazón del
pobre. La rechazarían si hubieran de ser ellos mismos quienes la llevaran.
Ahí colocada la adoran y «el Sudor de Jesús corre hasta el suelo en gotas de
sangre»…
– Non fecit taliter omni nationi. Vos lo habéis dicho, Señor. Somos la
nación privilegiada, el rebaño escogido. Por nosotros habéis muerto y no
hemos de hacer otra cosa más que vivir. Fueron necesarios mártires y
penitentes, antaño, para instalarnos en este confort espiritual y material que
es probablemente el espejo de los ángeles. ¿Qué otra cosa mejor podemos
hacer que ser generosos y dulces con nosotros mismos y gozar de vuestros
dones, despreciando, como debe hacerse, las profecías o las amenazas
desaprobadas por nuestros pastores?
Evidentemente Nuestra Señora de La Salette ni dice, ni tiene nada que
decir a semejantes cristianos.
¿Entonces habrá de pasearse en vano la Madre de Dios por las
montañas? El discurso de La Salette es el suspiro más doloroso escuchado
desde el Consummatum. ¿Quién se atrevería a decir que la Virgen es
«bienaventurada» viendo correr inútilmente la Sangre de su Hijo desde hace
tantos siglos, y dónde está el serafín que ponga fin a este tormento?
VII
RECHAZO UNIVERSAL DE LA PENITENCIA.
«…¡MIRA, MELANIA, LO QUE HAN HECHO
DE NUESTRO DESIERTO...! RIDEBO ET
SUBSANNABO»
«El lugar que pisas tierra santa es», le fue dicho a Moisés en el Horeb,
«montaña de Dios». Vi estas palabras en las paredes de la hospedería de La
Salette. Desde luego es su lugar, mas habría de ponerse todo el texto: «Solve
calceamentum de pedibus tuis. Descálzate”.
Entonces ya no iría nadie. Es la penitencia real. No se trata solo de los
pies, ¡y de qué pies! Es indispensable descalzarse la mente y el corazón. ¡Y
todo el mundo a la fuga! Los supuestos misioneros y luego los capellanes
actuales se ocuparon de ello. Ne quid nimis! Sin excesos. Lejos de pedir
demasiado, se las ingeniaron para no pedir nada en absoluto y el resultado
superó las esperanzas.
«¡Amenazas en boca de María, tan buena y tan dulce! —me decía el
otro día una joven madre—; ¡amenazas contra unos pobres niños inocentes
y puros! ¡Y amenazas de muerte, de una muerte espantosa...! ¡No! ¡No...!
María es madre, no pudo pronunciarlas. Solo sabe amar, la venganza no es
propia de ella, y me gustaría quemar la página en la que se han atrevido a
prestarle unas palabras como estas: “A los niños menores de siete años les
dará un temblor y morirán en los brazos de las personas que los sostengan”.
¡Cómo voy a creer yo en esa aparición! repetía, apretando a su hijo contra
su pecho, ¡no, no, pobre pequeño! Esta devoción nunca será la mía; pues
inspira espanto y no amor»13.
Ese azúcar se añadió al vinagre y la hiel del Gólgota, y el océano de las
lágrimas de María perdió su amargor.
Efecto facilísimo. Bastaba con descomponer el mensaje, separando lo
que es condicional de lo que no lo es, por ejemplo, el discurso público, del
secreto confiado a Melania para ser publicado doce años más tarde. La
separación es la muerte. Mientras el secreto no había sido publicado, se le
podía suponer conciliable con todas las sentimentalidades. Se consentía que
existiera. Cuando fue conocido, decidieron suprimirlo y, como era el alma
del mensaje de La Salette, mataron el mensaje tanto como puede matarse lo
que es de Dios. ¡Cómo aceptar en el siglo XIX o XX –así fuera de María–
una especie de Apocalipsis concreto, una ampliación o desvelamiento del
capítulo XXIV de Isaías: Ecce Dominus dissipabit terram. Estas cosas no se
permiten, ni siquiera a Dios, que ya cerró su Evangelio, ¿no es así? Y que
no debe añadir ni una coma a las Revelaciones cuyo depósito tiene la
Iglesia. Eso sería demasiado para las almas, y los dos testigos de la Reina
de los Mártires, los dos pastores, lo aprendieron a su pesar.
«El lugar que pisas tierra santa es». ¡Palabras obsesivas! ¡Qué debió de
sentir Melania al regresar a La Salette después de tanto y tan doloroso
peregrinar! ¡Con 71 años, el 19 de septiembre de 1902, quincuagésimo
sexto aniversario de la aparición! Le quedaba poco tiempo de sufrimiento, y
a esta mujer extraordinaria le debieron de ser dichas ciertas cosas que los
hombres no comprenderían. De todos los puntos de la montaña, más
preciosa que el diamante, debió de surgir una voz para ella sola, una Voz
infinitamente dulce y lastimera:
¡Mira, Melania, lo que han hecho de nuestro desierto! Antes, recuerdas,
no se oía más que el quejido de los rebaños y el sollozar de las aguas.
Yo, la Madre de Dios, engendrada antes que las colinas y las fuentes, te
esperaba aquí desde siempre. Esperaba también a tu compañero, el
pequeño Maximino, que es ya compañero mío en el Paraíso desde hace
veintisiete años. Pues erais para mí, queridos niños, toda la familia
humana. Os había escogido a vosotros, y no a otros, para ser notarios de
mi testamento. Sola, entre estos montes, cerca del buen torrente,
escuchaba caer gota a gota, sobre las naciones, la Sangre de mi Hijo. Te
mostré la inmensidad de esa pena que asombrará a los santos durante
toda la Eternidad. ¡Haber entregado a tal Hijo por tan poco! ¡Si tú
supieras...! Durante siglos he visto caer imperios de los que muchos se
decían cristianos pero estaban podridos de lujuria y violencia. Apenas si
un hombre entre todas aquellas multitudes tenía a veces un impulso de
compasión por su Salvador. De Oriente a Occidente una muralla roja
oculta la mitad del cielo desde hace más de mil años. Las persecuciones,
las guerras, la esclavitud, todos los azotes de la concupiscencia y del
orgullo. ¡Y fueron los tiempos de los santos!
Hoy es el tiempo de los demonios tibios y pálidos, el tiempo de los
cristianos sin fe, de los cristianos afables que tienen una sinagoga en el
alma y una «carnicería» en el corazón. Los hay incluso dispuestos a
derramar su sangre, pero firmemente resueltos a no aceptar la miseria ni
la ignominia. Estos son los heroicos y son pocos. Te lo aseguro, los
verdugos más crueles de mi Hijo siempre han sido sus amigos, sus
hermanos, sus miembros preciosos y nunca Dios ha sido más ultrajado
que por los cristianos. Lo has dicho muchas veces, Melania, hace 56
años que no puedo ya sujetar el Brazo de mi Hijo. Lo he sujetado, a
pesar de todo, porque soy la mujer fuerte, mas lo dejaré caer dentro de
poco. Deben darse cuenta ya. He de ser doblemente fuerte, porque Él
cuenta conmigo. Su Corazón dulcísimo cuenta con el mío. Sabe que seré
implacable: «Maledictio matris eradicat fundamenta – In interitu vestro,
ridebo et subsannabo. Me reiré y me burlaré de vosotros cuando estéis
en las angustias de la muerte”. Estas palabras se cumplirán exactamente.
Escarnio por escarnio. Di en 1846 el último aviso. El Hijo de Dios
quiere y espera ser vengado por su Madre.
13 Echo de la Sainte Montagne, de Mlle des Brulais, Nantes, 1854.
VIII
EL SAGRADO CORAZÓN CORONADO DE
ESPINAS. MARÍA ES EL REINO DEL PADRE
«Su corazón es demasiado tierno”. Él mismo lo dijo. Mitis Corde. El exceso
divino, como siempre. Es como si no pudiera decidirse a castigar. Aunque
María no estuviera ahí, su Brazo, su aplastante Brazo, seguiría suspendido.
Una famosa visionaria dijo que san José tenía el corazón demasiado
sensible para soportar la Pasión y por eso no fue testigo de ella. El solo
presentimiento del Viernes Santo bastaba para hacerle morir de compasión.
Algo así debe darse inefablemente en Dios. Era necesaria la fuerza de María
en el holocausto y lo será en el castigo, puesto que la Víctima, tan apta para
el amor, parece incapaz para la justicia.
Es difícil decir cuánto rebaja y descorona a María la sentimentalidad
devota. Las cristianas piadosas quieren a una Reina coronada de rosas, pero
no de espinas. Con esa diadema las asustaría, produciéndoles horror. Esto
no cuadra conla clase de belleza que su miserable imaginación le supone.
Sin embargo, la liturgia sublime que ellas desconocen quiere expresamente
que el Salvador haya sido coronado por su Madre14 y ¿de dónde habría
tomado Ella esa diadema sino de su propia cabeza? ¿No había de tener
Jesucristo la más suntuosa de todas las coronas y qué otra que la de la Reina
Madre hubiera sido digna del Rey su Hijo?
Mas he hablado del Corazón, de ese Corazón «manso y humilde» que
está en los altares y que todos los católicos adoran. Es la devoción de los
Últimos Tiempos –ya duren esos últimos tiempos años o milenios. Jesús
quiere triunfar por su Corazón, por su Corazón coronado de Espinas. Y esto
es un misterio. Es como si el Rostro del Maestro que volvía locos a los
Santos hubiera ido desapareciendo a medida que se mostraba su Corazón.
Entonces el símbolo de su realeza, el símbolo esencial que tiene de su
Madre, hubo de bajar a su Corazón y como era una corona cerrada,
rematada por la cruz, tal y como es propio de los emperadores, la cruz bajó
al mismo tiempo, plantándose para siempre en ese Corazón devorador y
devorado que «poseerá toda la tierra porque es infinitamente dulce».
Esa es la imagen que se hubo de ofrecer a la piedad de los fieles, imagen
de apariencia infantil, la única tolerable porque solo quiere ser simbólica.
Las horribles tallas que representan a un Jesús glorioso y plástico, «vestido
de brocado púrpura, entreabriendo su pecho con celestial modestia y
descubriendo, con la punta de los dedos, un enorme corazón de oro
almenado de llamas a una visitandina empolvada de éxtasis»15; de algún
modo, esas vergonzosas y profanadoras efigies han de postergar la
comunión de los santos, la remisión de los pecados, la resurrección de la
carne, la vida eterna…
Por mucho que busquemos, solo encontraremos al Sacratísimo Corazón
representado en escudos de armas o en sellos. A Margarita María le fue
revelado que Jesús quería que su Corazón estuviera en los estandartes de
Francia, en abismo16, en medio de las flores de lis. Luis el supuestamente
Grande ignoró este deseo divino, que no se vio cumplido hasta dos siglos
más tarde, en la oscuridad más profunda, cuando estando el trono vacante y
todos los teatros de la gloria francesa cerrados, se presentó un príncipe
pobre…17
Para las inteligencias verdaderamente teológicas, la devoción moderna
al Corazón de Jesús es la prueba más sólida de que todo lo ha de realizar
María y de que su tiempo ha llegado. Cuando los cristianos dicen la tan
misteriosa e incomprensible oración dominical, muy pocos saben o intuyen
que el Adveniat Regnum tuum anuncia a esa Madre con precisión absoluta,
llamándola con tanta fuerza, que esas tres palabras han acabado por hacerla
bajar, deshecha en lágrimas. ¡Ella es el Reino del Padre...!
¡Oh! ¡Cómo nos pide que la escuchemos! Attendite et videte si est dolor
sicut dolor meus. ¡Sabe tan bien que todo está perdido si no la escuchamos!
La hemos esperado durante diecinueve siglos. Millones de bocas la han
llamado en todos los países y en todas las lenguas, de la mañana a la noche.
Ápóstoles, mártires, confesores, vírgenes, prostitutas, asesinos, viejos a
punto de morir y niños pequeños que sabían o no sabían lo que decían le
han suplicado que viniera, y por fin Ella ha venido, como una desdichada,
reclamando el Séptimo Día que le pertenece y no se le quiere conceder.
No menciona expresamente al Corazón de Jesús, pero menciona el de
Napoleón III, cosa extraña y terrible. ¿Cómo va a pronunciar María la
palabra «corazón» sin que se produzca el diluvio, la inmersión, sin que se
sumerja Ella misma y todos los mundos en ese abismo de sangre y fuego
que es el Corazón de Cristo?: «La fuente surgida de la casa del Señor para
irrigar el torrente de las espinas», como profetizaba Joel seiscientos años
antes de la Pasión18.
Mas ¡cuántas palabras, Dios mío! ¿No es Ella acaso el Corazón de
Cristo atravesado por la lanza y desgarrado por las espinas, en el que se
implanta la locura de la cruz? ¿En qué creeremos si esto no ha de ser
creído? Una cosa es indiscutible. Perecemos por no haberla escuchado.
14 Missa Spinæ Coronæ D. N. J. C. Introitus.
15 LÉON BLOY, Le Désespéré, cap. XLVI.
16 N. de la T.: En heráldica, en el centro del escudo.
17 LÉON BLOY, Le Fils de Louis XVI.
18 Joel III, 18. Joël planus in principiis, in fine obscurior, dijo san Jerónimo hablando a unos
hombres que no podían conocer al Sagrado Corazón.
IX
SABÉIS, SEÑORA DE LA TRANSFIXIÓN, QUE
NO SÉ CÓMO HACERLO…
«Bendeciré las casas en las que la imagen de mi Corazón sea expuesta y
honrada». Esa es la promesa. ¡Sea, pues, bendecido este libro que alberga
mi pensamiento! Este libro lleno del deseo de honrar a María dolorosa:
«Sabéis, Señora de la Transfixión, que no sé cómo hacerlo y que
necesito ayuda para hablar de Vos convenientemente. Sabéis, oh Corazón
atravesado de la Emperatriz de todos los mundos, que querría acrecentar
vuestra gloria abriendo el pensamiento de algunos de mis hermanos. Mas la
empresa me supera y es como si no tuviera nada que decir.»
Pronto hará treinta años que audazmente concebí esta idea. Aquel amigo
vuestro al que entonces me enviasteis ya no tiene voz para instruirme.
Espera la Resurrección en vuestro pequeño cementerio de la montaña. Mas
me habéis perseguido sin cesar, obligándome a hablar de La Salette, a pesar
de todo, en otros libros que no estaban solo dedicados a Vos y finalmente
habéis llevado de la mano hasta mi pobre cueva, a uno de Vuestros hijos
más dulces, un sabio humildísimo que me ha dicho de vuestra parte que, no
quedándome ya, por ley natural, muchos años de estar en la tierra, había de
obedecer, quisiéralo o no.
Entonces, Soberana mía, es menester que lo hagáis todo, pues es grande
mi impotencia, al tener, por otra parte, la mente ofuscada por varios asuntos
que no son santos. Considerad que me imponéis el deber de vociferar, en el
silencio casi universal, contra la enorme y sin igual injusticia de todo el
pueblo cristiano contemporáneo de cuestras lágrimas y depositario infiel de
vuestros avisos más preciosos. Me dais la consigna de marcar, como a
perros que hay que abatir19, a los pastores devoradores de Ezequiel,
ocupados, muchos de ellos, en apacentarse a sí mismos y en disimular
cuidadosamente vuestra formidable Revelación.
¡Cuántas otras cosas! Si me callo, ¿quién rehabilitará a vuestros testigos,
a vuestros pastores predilectos, a vuestros mandatarios escogidos entre
miles y vergonzosamente rechazados y calumniados por esos mismos
clérigos que los asfixiaron cuanto pudieron? Si me desanimo, ¿qué cristiano
se atreverá a decir que es muy cierto que vinisteis llorando, hace sesenta
años, para informarnos de la inminencia del diluvio y que nadie quiso
creeros? Sin embargo, erais el Arca salvífica que ni siquiera nos habíamos
molestado en construir, como antaño, y en la cual seguro que más de ocho
almas podrían haberse salvado…20
Mirad ahora el pobre instrumento que soy. Víctima como Vos de la
conspiración del silencio, tengo los labios desde hace veinte años tan
aherrojados que apenas si puedo comer. Solo me escuchan aquellos que
están muy cerca de mí y, por así decirlo, corazón con corazón.
Aunque me dierais la lengua de Jeremías, de nada serviría mientras no
dierais oídos a la multitud. Soy una legaña en el ojo de los contemporáneos.
Los más viles enemigos de Dios creen tener derecho a despreciarme y los
que se declaran amigos de ese mismo Dios son amigos de mis enemigos.
Vos que engendrasteis al Absoluto para que los hombres lo crucificaran
sabéis por qué. Mas me transformaría en acreditado embajador, si, ahora
mismo, tuviera el poder de convertir las aguas en sangre, cosa que os pido
humildemente.
Por tanto obedeceré, seguro de que lo que he de decir será puesto en mi
boca, esperando de Vos, oh María, no sé qué fuerza milagrosa, y abrumado,
para el resto de mis días, por este honor.
19 Videte canes, videte malos operarios… Flp. III, 2.
20 I Pe. III, 20.
X
NAPOLEÓN III DECLARA LA GUERRA A
MELANIA
«Que (Pío IX) no se fíe

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