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Léon Bloy LA QUE LLORA NUESTRA SEÑORA DE LA SALETTE Prólogo Juan Manuel de Prada Traducción Almudena Montojo Micó BIBLIOTHECAHOMOLEGENS © Homo Legens, 2020 Calle Nicasio Gallego, 9 28010 Madrid www.homolegens.com Título original: Celle qui pleure (Notre Dame de la Salette) (1908) Traducción: Almudena Montojo Micó Prólogo: © Juan Manuel de Prada Edición: Julio Llorente ISBN: 978-84-18162-41-1 Maquetación: Blanca Beltrán Esteban Diseño de cubierta: Álex H. Poles Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía, el tratamiento informático y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público sin permiso previo y por escrito del editor. …a los niños menores de siete años les dará un temblor y morirán en los brazos de las personas que los sostengan; los otros harán penitencia por el hambre. … Se alterarán las estaciones… Palabras de la Santísima Virgen ÍNDICE Prólogo Dedicatoria Declaración del autor Taceat mulier! I. Historia de este libro emprendido en 1879 II. El torrente sublime III. En el paraíso IV. Luis Felipe, el 19 de septiembre de 1846 V. Intención del autor. El milagro de la indiferencia universal VI. Fracaso de Dios. Inutilidad aparente de la redención. El suspiro más doloroso desde el Consummatum VII. Rechazo universal de la penitencia. “¡Mira, Melenia, lo que han hecho de nuestro desierto...! Ridebo et Subsannaba” VIII. El sagrado corazón coronado de espinas. María es el reino del padre IX. Sabéis, Señora de la transfixión, que no sé cómo hacerlo X. Napoleón III declara la guerra a Melania XI. Vida errante de la pastora. El cardenal Perraud, sucesor de Talleyrand, la expolia XII. Los sacerdotes y el secreto de Melania XIII. La inmensa dignidad de María XIV. Identidad del discurso público y del secreto de Melania. El lamento de Eva XV. Persecución de Mons. Fava. Desobediencia, infidelidad criminal de los misioneros XVI. Dotes proféticas de Melania XVII. Dotes proféticas de Maximino XVIII. Los obispos de Grenoble y la derrota de Soissons XIX. Sacerdocio rentable. Vanidad de las obras en plena desobediencia. Castigos. Tinieblas XX. Lourdes y La Salette XXI. Profanación del domingo XXII. El asunto Caterini XXIII. Santidad de Melania. Los apóstoles de los últimos tiempos profetizados por ella y por el venerable Grignion de Montfort XXIV. Objeciones, calumnias, el asuncionista Drochon XXV. La hospedería. Doble táctica de los misioneros o capellanes XXVI. La Salette y Luis XVII Apéndices Pieza justificativa La aparición y el secreto Oración fúnebre por Melania PRÓLOGO El 19 de septiembre de 1846, en el pueblecito de La Salette, en el departamento alpino de Isère, la Virgen se aparece a dos niños pastores, Melania y Maximino, que apenas entendían y hablaban el francés (aunque, después de la aparición, pudieron expresarse en esta lengua con milagrosa fluidez). Coronada de rosas (y también de espinas), ataviada con una pañoleta y un delantal campesinos, con un gran crucifijo sobre el pecho del que brota una luz cegadora que la aureola con sus resplandores, la Virgen se muestra ante los niños como una Dolorosa que llora amargamente por los pecados de los hombres, anticipando los horrendos castigos divinos que en breve golpearán a la Humanidad, si no se producía una pronta conversión (que habría de empezar por renegar de la blasfemia y santificar debidamente el domingo). Ante la estupefacción de los niños, la Virgen pronunció entonces treinta y tres aterradoras profecías, con la encomienda de que las divulgasen cuanto antes. La Virgen predice que, si la gente no se convierte, se sucederán los más espantosos castigos, que incluyen “el hambre y todo género de plagas y enfermedades contagiosas”, así como guerras sangrientas, la ruina de las cosechas, la “alteración en las estaciones” y una mortandad infantil sin precedentes (y todas estas calamidades, en verdad, acontecieron durante los años siguientes); para, a continuación, iniciarse el Reinado de Anticristo, que “nacerá de una religiosa hebrea, una falsa virgen que tendrá comunicación con la vieja serpiente, el maestro de la impureza”. Pero también la Virgen promete la clemencia divina a quienes se conviertan sinceramente. Y, por último, transmite a los dos niños sendos secretos, con la condición de que no los revelen hasta 1858 (fecha, por cierto, de las apariciones de Lourdes), solicitándoles que entretanto recen y hagan penitencia. La autenticidad de la aparición de La Salette y del mensaje de la Virgen será declarada el 18 de julio de 1851, cuando ya son muchos los milagros, conversiones y otros fecundos frutos espirituales acaecidos entre sus devotos. En ese mismo año Melania viajará a Roma, donde tendrá un encuentro con el Papa Pío IX, a quien transmite el secreto que la Virgen le ha confiado; un secreto cuya autenticidad nunca sería aprobada por la Iglesia, en el que se advierte que los sacerdotes, “por su mala vida, sus irreverencias y su impiedad al celebrar los santos misterios, por su amor al dinero, a los honores y a los placeres” se han convertido en “cloacas de impureza” y están “reclamando venganza” de su Hijo, a quien “por sus infidelidades y su mala vida crucifican de nuevo”. Al parecer, Pío IX mostró su aquiescencia ante este secreto revelado a Melania, consciente de la gangrena moral que corrompía a una parte del clero de la época. Pero la Iglesia, finalmente, nunca reconocería la autenticidad de esta revelación privada. Y tampoco accedería a la creación de la Orden de los Apóstoles de los Últimos Tiempos, al menos en los términos y según la regla que la propia Virgen había detallado a Melania. La depositaria de esta encomienda acusaría después al obispo de Grenoble, que según su versión habría desobedecido las instrucciones dictadas por el mismísimo Papa. Con estos mimbres, puede entenderse que la aparición de La Salette –pese a su rápida aprobación– se volviese pronto enojosa entre ciertos sectores esclesiásticos que se consideraban demasiado señalados; y que enseguida quedase opacada por la aparición de Lourdes, en donde la Virgen –además de confirmar el dogma de su Inmaculada Concepción, decretado por la Iglesia en 1854– lanza un mensaje mucho más amable y tranquilizador. Todas estas circunstancias (a las que habría que sumar las turbulencias de la política francesa durante el reinado de Napoleón III) motivaron que el mensaje apocalíptico de Nuestra Señora de La Salette quedase arrumbado en el olvido. Pero pronto iba a contar con un propagandista tan feroz como entusiasta, tan denodado como belicoso, en la persona de Léon Bloy (1846- 1917), el gran escritor maldito de la época, mil veces escarnecido y crucificado públicamente y otras mil veces redimido por el ardor de su prosa, a la que nunca faltó la inspiración divina (que en su pluma adquiría las propiedades de la pólvora y el vitriolo). A Bloy, sin duda, debió de impresionar mucho que la Virgen se hubiese aparecido en La Salette en el mismo año de su nacimiento; y todavía más que hubiese elegido como depositarios de su mensaje a dos niños paupérrimos como él mismo. Pues tenía la certeza plena de que los católicos acomodados (“cerdos burgueses”, los llamaba él) estaban desvirtuando el Evangelio y tratando de adulterar las enseñanzas escatológicas. El primer peregrinaje de Bloy a La Salette se producirá a finales los años setenta, en la época tal vez más exaltada de su vida, cuando tras una serie de tentativas frustradas de ingreso en la vida monástica, se enamora de la prostituta Anne-Marie Roulé, a la que libera de su oficio y convierte a la fe católica. Pronto la pasión amorosa de Bloy y Roulé, que prende en medio de la miseria que ambos sufren, se convertirá en aventura mística, agitada por las visiones apocalípticas de Anne-Marie Roulé, quien acabará perdiendo la razón e ingresando en un manicomio. Antes, un exaltado Bloy viajará a La Salette, donde su espiritualidad atormentada encontrará al fin consuelo; y dondemantendrá un encuentro providencial con el padre Tardif de Moidrey, que lo instruirá en los secretos de la exégesis simbólica, que tanta influencia ejercerá en su obra posterior. Bloy vuelve de su peregrinaje dispuesto a defender la aparición de Nuestra Señora de La Salette de todos sus calumniadores, que para entonces ya habían adquirido densidad de enjambre, sobre todo en el seno de la propia Iglesia. Y se convertirá también en el paladín de Melania, quien fallece en 1904, después de una ajetreada existencia –con ingreso en varios conventos de distintas congregaciones– en la que nunca cesó de proclamar el mensaje de La Salette y de denunciar el empeño de la masonería en silenciarlo. En La que llora (1908), Bloy se convierte en vindicador pugnaz de Melania, cuya figura estaba sometida por entonces a muy enconada controversia. No hace falta precisar que nuestro autor se muestra plenamente convencido de la santidad de Melania (sin duda, descubría en su tribulación un trasunto de la suya propia), tanto como de la autenticidad del secreto de Nuestra Señora de La Salette que denuncia la corrupción del clero. Y es que esta lacra era uno de los principales caballos de batalla de aquel formidable libelista, incendiado siempre de santa ira, pero también de una cáustica mordacidad que en La que llora alcanzan gozosa amalgama desde la primera página, donde Bloy –después de declarar que se somete humildemente a la doctrina de la Iglesia– arremete contra la “cháchara de vanas palabras de muchos sacerdotes”, que escupen “todos los tópicos de seminario ante la inmovilidad del Santísimo Sacramento”. Como en todos sus libros, Bloy se revela aquí furioso batallador, no sólo contra el mundo, sino también (y sobre todo) contra el humito de Satanás infiltrado en en la Iglesia, y convencido de que escribe desde el umbral mismo del Apocalipsis, inflamado por la inminencia de las promesas parusíacas que la Virgen había renovado en La Salette. Para Bloy, el discurso de La Salette es “el suspiro más doloroso escuchado desde el Consummatum”; y su olvido por parte de los hombres de su generación, una prueba incontestable de que la Humanidad se ha internado en las tinieblas de Viernes Santo, donde “la realidad aparente es el fracaso de Dios en la tierra, la inutilidad de la Redención”. ¿De qué le ha valido a Dios –se pregunta nuestro autor– morir de forma tan espeluznante para encontrarse, diecinueve siglos después, con “los demonios del catolicismo actual”? Bloy arremete contra los católicos ñoños que demandan a la Virgen palabras dulces y no pueden soportar que su boca profiera amenazas tan rotundas como las que se escucharon en La Salette. “Hoy es el tiempo –escribe, mojando su pluma en la sangre profética que manaba de su corazón– de los demonios tibios y pálidos, el tiempo de los cristianos sin fe, de los cristianos afables”. Y esta sentimentalidad devota, a su juicio, está desvirtuando la propia fe, que quiere una Reina del cielo “coronada de rosas, pero no de espinas”; que exige que la hiel y el vinagre del Calvario sean edulcorados, para poder digerirlos; que, en fin, no quiere escuchar el mensaje escatológico de La Salette porque no soporta enfrentarse a tribulaciones sin cuento, antes de merecer la dicha de la Segunda Venida de Cristo. Una sentimentalidad devota que tal vez prefiera olvidar esa Segunda Venida, con tal de evitarse las tribulaciones que la precederán. ¿No está Bloy, en realidad, anticipando las delicuescencias de cierto catolicismo contemporáneo? Frente a estas delicuescencias entonces apenas germinales, Bloy se encomienda a la Señora de la Transfixión, de la que se considera “pobre instrumento” y víctima como ella misma de una “conspiración de silencio”. Bloy se define como una “legaña” –aunque, en honor a la verdad, se queda corto, pues más bien se trataba de un orzuelo supurante– en el ojo de sus contemporáneos, que lo desprecian sin descanso; no tan sólo los “enemigos de Dios”, sino también los propios católicos de la época, que siempre vieron en él a un aguafiestas de su religiosidad merengosa, cuando no a un indeseable fustigador de su tibieza nauseabunda. Y también, por cierto, de los vicios extendidos entre una parte significativa del clero, que en La que llora recibe leña en proporciones suficientes como para calentar el infierno. Bloy está convencido de que que la preterición de La Salette se explica porque, “habiendo hablado la Santísima Virgen en términos muy duros del clero (…), la ‘cloaca’ hubo de protestar… como lo hacen las cloacas, provocando la asfixia”. Y afirma sin ambages que la razón última de la hostilidad contra el secreto revelado a Melania reside en que, si se aceptara, habría que renunciar al “execrable tintineo de monedas” que ha convertido la Iglesia en aquella “cueva de ladrones” denunciada por Cristo. Resulta imposible leer estas acres acusaciones de Bloy y no pensar en ciertas conductas y ciertas estruendosas campañas publicitarias promovidas por nuestras jerarquías eclesiásticas. Bloy, que es pobre a rabiar, quiere una Iglesia en las que los pobres puedan dejar al fin de rabiar, consolados de sus dolores por el ejemplo de una Señora de la Transfixión que sólo entonces –cuando los pobres hallen consuelo– podrá sostener el brazo de su Hijo. Y, a la vez que se declara devoto de esta Madre dolorosa, nos confiesa que le cuesta mucho más hallar consuelo en la Madre gloriosa; pues necesita ver a su Madre abrazada – como él mismo– al madero de la Cruz. De ahí que, frente a la sintonía espiritual que halla en La Salette, no pueda recatarse de mostrar su distancia con “la suave luz de Lourdes”. “Estoy –confiesa compungido, con ese estilo tan bellamente patético característico de sus mejores pasajes– demasiado sucio, demasiado lejos de la inocencia, demasiado cerca de los chivos, demasiado necesitado de perdón”. Bloy sabe que el milagro de Lourdes es una continuación del milagro de La Salette, “como el arco iris lo es de la tormenta”, pero –como todo católico– tiene derecho a sentir preferencia o atracción particular hacia una aparición frente a otra; incluso considera que es su deber seguir esa preferencia, pues así Dios le indica su camino. Y sólo le pide a Lourdes dos milagros que ya había solicitado previamente en sus Diarios: que un cristiano sano peregrine hasta su santuario “para obtener el favor de la enfermedad”; y que un cristiano rico, tras recobrar la salud, decida en señal de gratitud a la Virgen entregar todos sus bienes a los pobres. No es mucho pedir, desde luego; pero tal vez sean milagros que la sentimentalidad devote considere tan indeseables como la Segunda Venida de Cristo. Bloy sabe que, si esos milagros no se producen, es porque no ya no quedan auténticos creyentes. Pues, para ser creyente, hay que ser penitente; y de la virtud de penitencia brota el entusiasmo generoso, es decir, la caridad. El catolicismo tibio –el catolicismo “de los demonios tibios y pálidos”– que Bloy condena puede llegar, desde luego, a creer en la Cruz, pero con la condición de que la sostengan los pobres; y no soporta siquiera que esa Cruz la sostenga la Madre de Dios, como no lo soportaba aquel monseñor Fava, obispo de Grenoble, que ordenó hacer una imagen de Nuestra Señora de La Salette sin pañoleta ni delantal, porque “todo el mundo murmura y desaprueba ese atuendo de las mujeres del campo”; y que, además, exigió que no portase una Cruz, porque “esto entristece a los peregrinos”. Bloy consideraba que Melania, la niña pastora de La Salette, había sido víctima de este catolicismo de “los demonios tibios y pálidos”; y para denunciarlo escribió este libro, completado con el testimonio de la propia Melania, que el lector habrá de enjuiciar críticamente. Y, defendiendo a Melania contra sus calumniadores, Bloy denuncia el fariseísmo religioso, que sin duda alguna es la causa principal de la apostasía generalizada que aflige a la Iglesia (causa endógena a la que, por supuesto, se suman otras muchas exógenas que, sin embargo, se derrumbarían como un castillo de naipes simañana quienes desertan de la fe descubrieran entre quienes se supone que perseveramos una auténtica comunidad de fe y vida). Aquel monseñor Fava, como en general todos los eclesiásticos que se esforzaron en cegar el mensaje de La Salette, eran fariseos en el grado sumo, según la clasificación en siete grados establecida por Leonardo Castellani, seguramente el más fiel discípulo de Bloy: 1) La religión se vuelve meramente exterior y ostentatoria; 2) La religión se vuelve profesión y oficio; 3) La religión se vuelve instrumento de ganancia, de honores, poder o dinero; 4) La religión se vuelve pasivamente dura, insensible, desencarnada; 5) La religión se vuelve hipocresía, y el ‘santo’ hipócrita empieza a despreciar y aborrecer a los que tienen religión verdadera; 6) El corazón de piedra se vuelve cruel, activamente duro; y 7) El falso creyente persigue a los verdaderos creyentes con saña ciega, con fanatismo implacable. Bloy padeció, sin duda, esa persecución sañuda, ciega, fanática e implacable, como al parecer la padeció también Melania, con quien Bloy tanto se identifica. Pero su fe sobrevivió a los embates de esa persecución y hoy resplandece en su prosa herida e hiriente, traspasada de acerbos dolores que se vuelven luz ante la contemplación de las realidades parusíacas. Para disfrutar en plenitud de La que llora, querido lector, tendrás tú también que pisar el umbral del Apocalipsis. Allí te esperan las espinas de la tribulación; pero después vendrá la gloria de las rosas. Quienes pretenden disfrutar de las rosas sin sufrir el pinchazo de las espinas son… demonios tibios y pálidos. Juan Manuel de Prada DEDICATORIA A Pierre Termier Jefe de ingenieros del cuerpo de minas Profesor de la Escuela de Minas No puedo por menos que dedicarle este libro, querido amigo, puesto que de no ser por usted, no existiría. Abandoné este proyecto hace veintisiete años y dejé de pensar en él por considerarlo irrealizable. Nuestra Señora de la Compasión seguía sollozando en su montaña y yo ya no la oía… Ella ordenó que usted me despertara. ¡Nos encontramos de un modo tan milagroso! Usted llevaba treinta años esperando que alguien le hablara de La Salette. Yo esperaba que se me ofreciera la ocasión de hablar de ello como es debido. Ocurrió que al fin un día –no hace mucho–, habiendo leído en uno de mis libros algunas páginas en las que me esforzaba por glorificar a Nuestra Señora de La Salette, le pareció que podía ser yo el escritor que estaba usted esperando. Entonces nos conocimos y su impresión, lejos de cambiar, se hizo mucho más precisa. Alentado por usted y viendo en su persona a un embajador de María, ¿qué otra cosa podía hacer sino obedecer? No necesitaba más para afrontar las dificultades y amarguras inherentes a tal empresa. La Salette sigue siendo, después de sesenta años, la Fuente de Contradicción de la que habla el Libro Santo, y aquellos que la aman están llamados a sufrir. «Transmitidlo a todo Mi pueblo», dijo a los pastores la Madre de Dios, tras anunciarles la «Gran Noticia». Pues yo le digo: Dé a conocer mi libro a los pobres. Óigame bien. Hablo de ese rebaño dolorido en el que nadie piensa y del que nadie se compadece: los generosos que no conocen la Verdad, las hermosas almas vagabundas que necesitarían de un asilo de día… «Misereor super turbam», decía Jesús. Tenga piedad de esa multitud que se muere de sed en las orillas de los ríos del Paraíso. Natividad de María, 8 de septiembre de 1907. Léon Bloy. DECLARACIÓN DEL AUTOR Como católico que soy, declaro someterme enteramente a la doctrina de la Iglesia, a las reglas y decisiones de la Santa Sede, en particular a los decretos de los Soberanos Pontífices Urbano VIII y Benedicto XIV, relativos a la canonización de los santos. Si alguna vez, al hablar de los dos pastores de La Salette, empleo los términos «santo», «santa» o «santidad», es solo de un modo puramente relativo, por insuficiencia del lenguaje, falto de palabras que transmitan exactamente mi pensamiento. De antemano desmiento el sentido riguroso y absoluto que se quiera atribuir a estas expresiones; pues nadie puede ser llamado santo, mientras la Iglesia no lo haya declarado así oficialmente. Léon Bloy TACEAT MULIER…! Acabo de aguantar un sermón terrible contra el materialismo o naturalismo opuesto a la Revelación sobrenatural. Todos los tópicos filosóficos de seminario han ido desfilando ante la inmovilidad del Santísimo Sacramento. ¡Ay! Había venido a la iglesia, como «un mendigo cargado de peticiones». Este torrente de vanas palabras se las ha llevado consigo y mi alma se ha ido deslizando a ese mal sueño que provoca la cháchara. En presencia del Enemigo, esto es lo que se les ocurre hoy a los predicadores, formados y cultivados con esmero desde hace tanto tiempo en el desprecio de las advertencias de La Salette –en vísperas de que se cumplan los aterradores plazos. Qué sistemática deformación o qué falta de fe no se ha de suponer para que tales ministros y en tan gran número hayan llegado al punto de no saber que la heredad del hombre es la Fe y la Obediencia, y que, por consiguiente, necesita apóstoles y no conferenciantes, testigos y no demostradores. Ya no es momento de probar que Dios existe. Llega la hora de dar la vida por Jesucristo. Pero resulta que todo el mundo se la niega con energía. ¡Cualquier otro, pero Este no! ¡Antes un demonio! Aunque la verdad es que los cristianos ya no creen en los demonios. Tratad de hacer comprender –con la autoridad del Evangelio– que la riqueza es una maldición, por ejemplo, que es imposible servir a Dios y al mundo, que las fiestas o supuestos mercadillos de caridad están pidiendo que los quemen y que las bellas devotas que allí van a buscar un último suplicio realmente infernal son servidoras del diablo, harto atentas y recompensadas convenientemente. No bastará con el cambio infinito operado por lo que se ha dado en llamar inexactamente la muerte, para descubrir de pronto, prorrumpiendo en un clamor capaz de atravesar el seno de la Eternidad, hasta qué punto los más fieles de nosotros habremos sido personas sin fe. «Cuando Francia, enfangada de los pies a la cabeza, decía Melania, haya sido purificada por los azotes de la Justicia divina, Dios le dará a un hombre, pero a un hombre libre para gobernarla. Entonces será doblegada, casi aniquilada». Habría que estar dotado de una extraordinaria estupidez para buscar a ese hombre entre el ganado de las peregrinaciones o congresos católicos. ¡Oh! Recuerdo aquellas marabuntas recién acabada la guerra, en el 73 exactamente. Aún dolían los traseros a causa de la bota alemana. Solo se hablaba de volver a Dios. La gente se amontonaba en los círculos católicos para oír las buenas palabras de Mons. Mermillod contando cuánto había sufrido por Jesucristo, o la farfulla ecuménica del Sr. de Mun. Se aferraban desesperadamente al conde de Chambord, el supuesto gran Monarca anunciado por las profecías, cuya panza ilegítima había de salvarlo todo. Se precipitaban a las peregrinaciones cantando coplas libertadoras. Se aprobó la erección de un santuario al Sagrado Corazón en cuyos muros se leerían estas confortadoras palabras: Gallia pœnitens et devota, y cada uno pondría su piedra, puesto que era un voto nacional, extrañamente olvidado desde entonces. ¿Y qué más? Los Padres Agustinos de la Ascensión fundaron el próspero Pèlerin y la rentable Croix, para irremediable envilecimiento del pensamiento y sentimiento cristiano. Finalmente, algo más tarde, se creaba, sobre el fuerte abono de los corazones, un famoso banco que debía absorber el crédito universal, confundiendo para siempre la pérfida competencia de los hijos de Israel. A esta recaudación masiva de los ahorros católicos la llamaron asombrosamente Cruzada y tuvo como desenlace un inmenso crack que pasó a la historia. Obedecer a la Madre de Dios, venida especialmente hace hoy sesenta años para notificar su voluntad, fue lo único que a nadie se le ocurrió. Sin embargo, se habría podido pensar que era bien sencillo. LaSoberana del universo se conmovía, me atrevo a decir, como se conmovería la Vía Láctea si esa criatura inconmensurable, aterrada por la maldad de los hombres, se arrodillara en el azul oscuro del firmamento. Se tomaba la molestia de venir llorando1 a traernos la «gran noticia» del enorme peligro que corríamos. Hablando como solo la Trinidad puede hablar, aquella Embajadora declaraba la inminencia de castigos y cataclismos, y decía lo que había que hacer para no perecer, pues las amenazas que profería eran amenazas condicionales, desde sus primeras palabras: «Si mi pueblo no quiere someterse, me veo obligada a soltar el brazo de mi Hijo2». Insisto, ¿no era lo más fácil humillarse y obedecer? Se hizo exactamente lo contrario. María había pedido el Séptimo Día y respeto para el nombre de su Hijo. Quería que se observaran las leyes de la Iglesia y que, en Cuaresma, sus hijos no fueran a la carnicería «como perros». A cada uno de los dos pastores, sobre todo a Melania, le confió un secreto de vida y muerte, manifestando formalmente su voluntad –ratificada más tarde por Pío IX y León XIII– de que se transmitiera a todo su pueblo a partir de una época determinada. Finalmente dio, en francés, la regla de una nueva Orden religiosa: «Los Apóstoles de los Últimos Tiempos (…) Los verdaderos discípulos del Dios que vive y reina en los cielos; los verdaderos imitadores de Cristo hecho hombre; mis hijos, mis verdaderos devotos; los que se han entregado a mí para que los lleve a mi divino Hijo; esos a los que llevo, por así decirlo, en mis brazos, los que han vivido de mi espíritu; los Apóstoles de los Últimos Tiempos, los fieles discípulos de Jesucristo que han vivido en el desprecio del mundo y de sí mismos, en la pobreza y en la humildad, en el silencio, en la oración y la mortificación, en la castidad y en la unión con Dios, en el sufrimiento e ignorados del mundo. Es tiempo de que salgan y vengan a iluminar la tierra… Pues llega el tiempo de los tiempos, el final de los finales». Han transcurrido sesenta años. Nos hemos vuelto más profanadores, más blasfemadores, más desobedientes, más «perros»3. Mas ¿acaso no parece insignificante este fracaso incomprensible, este fiasco monstruoso y no obstante adorable de la Emperatriz del Paraíso si pensamos en el irremisible escarnio que ha sustituido a la obediencia? Se trabajó más y más en domingo y, sobre todo, se hizo trabajar a los pobres. La blasfemia se convirtió en toga viril, incluso para las mujeres, signo de fuerza e independencia, como el alcohol o el tabaco. Se anheló ser perro, hijo de perro y hasta sobrino de puerco en todas las épocas del año, indistintamente, y este anhelo se vio colmado. Las palabras de María que Ella quería que se dieran a conocer a todo Su pueblo, tanto en el Tíbet o en Tierra de Fuego como en Isère, no llegaron sensiblemente más lejos del pie de la montaña. En cuanto a los Apóstoles de los Últimos Tiempos, los sustituyeron por eclesiásticos avaros a los que los peregrinos tuvieron ocasión de conocer. Estos supuestos Misioneros constituyeron el irreparable escarnio que acabamos de mencionar. La desobediencia absoluta es un estado incomprensible mientras no se presente al espíritu la idea de escarnio. La Caída original debió de estar determinada, no ya por la desobediencia formal, sino por una desobediencia escarnecedora que en modo alguno podemos concebir y, puesto que el abismo llama al abismo, el castigo fue – en apariencia, al menos– el escarnio infinito, la subsanación bíblica: «Este es Adán, igual a nosotros…». Los supuestos Misioneros de La Salette, quizá inocentes, a fuerza de zafiedad y bajeza de corazón, –mas ¡qué aterradora inocencia!– fueron, insisto, un instituto escarnecedor que la autoridad diocesana opuso a la orden formal que se trataba de eludir. La Santísima Virgen había pedido apóstoles. Le dieron hospederos4. Había querido verdaderos discípulos de Jesucristo que despreciaran el mundo y a ellos mismos. Colocaron a sacerdotes negociantes, piadosos contables encargados de rentabilizar. En cuanto a la recomendación de «salir e iluminar la tierra», se cubrió el expediente mediante el ojeo y la captación de peregrinos… Tras ser barridos estos mercenarios en 1902, los capellanes colocados en su lugar simplemente prosiguieron con el comedor y el alojamiento5. Prosiguieron también con el cotidiano y estereotipado relato del milagro, adornado con una exhortación sulpiciana a la práctica de algunas razonables virtudes, sin omitir el frecuente aviso de no fiarse de ciertas publicaciones exageradas o mendaces, tales como el testimonio escrito de los dos pastores que fueron los asistentes, oyentes y verdaderos misioneros elegidos por la Santísima Virgen, los cuales no cesaron hasta el último día, sobre todo Melania, de protestar contra la prevaricación sacerdotal y el odioso mercantilismo que se practicaba en la montaña. El crimen de toda esta gente, crimen enorme, realmente espantoso, es haber amordazado a la Reina del Cielo, haberle sellado los labios con plomo con aterradora energía, como escribió alguien no hace mucho. Es difícil, no digo ya imaginar, sino concebir súplica más lastimera: Cuánto tiempo hace que sufro por vosotros; hace diecinueve siglos que paseo, entre las montañas, los Siete Dolores que pastoreo, las siete ovejas del Espíritu Santo que un día han de pacer el mundo; para que mi Hijo no os abandone, estoy encargada de rogarle sin cesar. ¿Qué puedo hacer por vosotros que no haya hecho ya? Soy Egipto y el Mar Rojo; soy el Desierto y el Maná; soy la hermosa Viña, pero también soy la Sed divina y la Lanza que atraviesa el corazón del Salvador. Soy la Flagelación infinitamente dolorosa, soy la Corona de Espinas y los Clavos y sobre todo la Cruz tan dura de la que nace la alegría de los hombres. A ella ataron los dos brazos de mi Hijo, mas basta con uno para aplastaros, y ese ¡no puedo retenerlo, de tanto que pesa...! ¡Ay! Hijos míos, ¡si os convirtieseis...! Entonces unos hombres que llevaban mitra en la cabeza y en la mano el cayado de los pastores del rebaño de Cristo se levantaron. Y aquellos hombres le dijeron a Nuestra Señora: ¡Ya está bien! ¿No? Taceat Mulier in Ecclesia! Somos obispos, doctores, y no necesitamos de nadie, ni siquiera de las personas que están en Dios. Además, somos amigos del César y no queremos tumulto en medio del pueblo. ¡Vuestras amenazas no nos turban en absoluto y vuestros pastorcillos no obtendrán de nosotros más que desprecio, calumnias, escarnio, persecución, miseria, exilio y finalmente olvido...! La esperanza de la presente obra es reparar de algún modo, si aún es tiempo, la sacrílega perfidia de esos Caifás y esos Judas que llevan sesenta años destruyendo el reinado más hermoso del mundo. París-Montmartre, febrero de 1907. 1 ¡Llorando! Los ángeles no lloran, pero la Reina de los Ángeles sí, por eso es su Reina. 2 «¡El pueblo no quiere someterse y la Ciudad del Altísimo es forzada!». ¡Imaginaos a los Ángeles y a los Santos prorrumpiendo en este clamor de alarma en el cielo! 3 Perro. Recuerdo que esta es la expresión de la que quiso servirse la Madre de Dios. 4 Sobre este tema de la hospedería y los hospederos, véase el capítulo XXV de la presente obra. 5 Véase el capítulo XXV. I HISTORIA DE ESTE LIBRO EMPRENDIDO EN 1879 Hice la peregrinación a La Salette en el pasado, hace unos treinta años, cuando no existía el ferrocarril de Grenoble a la Mure. Una diligencia asesina, tirada por doce caballos en algunas subidas, rompía los riñones a los viajeros, desde el alba hasta el crepúsculo, cuando los días eran más largos. Diez horas gimiendo antes de ser abandonados a los muleros. Por otra parte eso era bueno. Disuadía a muchos turistas, y el paisaje era acogedor y reconfortante para el peregrino. En algunos lugares bajábamos para que los animales descansaran y era una exquisita delicia caminar lentamente bajo los frondosos árboles, oyendo las corrientes de agua que huían hacia los abismos. Siempre recordaré esos pocos cientos de pasos, en compañía de unmisionero, en mi opinión inteligente, el cual me explicaba, con palabras extraordinarias, la majestad de los Textos Sagrados. Murió tres semanas después, tras haber pedido largamente a la Madre de Dios acabar sus días en La Salette, donde fue enterrado. Estaba harto de la fealdad de este mundo y de la farisaica piedad contemporánea, que le parecía una apostasía. No diré el nombre de aquel sacerdote. Su familia no es digna de él, mas yo sé lo que me dio, dum loqueretur in via et aperiret mihi Scripturas. ¡Querido difunto! Volví a ver su tumba al año siguiente, una humilde cruz sobre un humilde túmulo de hierba; y luego, el año pasado, veintiséis años más tarde, ya abandonada, habiendo sido trasladados sus restos a una sepultura recientemente construida a dos pasos de allí, en la que puede leerse su nombre bien conocido de los Ángeles y de algunos amigos de Dios. Este misionero, más orador que escritor, recorría el mundo anunciando la Gloria de la Madre de Jesucristo y siempre volvía a La Salette para encontrar allí la inspiración de su celo apostólico, a los pies de La que llora. El discurso infinitamente extraordinario que oyeron los niños en aquella montaña se había convertido en el centro de sus pensamientos, y la comprensión que de él tenía era como uno de esos dones inexpresables que el Venerable Grignion de Monfort atribuía proféticamente a los Apóstoles de los Últimos Tiempos. Nos haríamos un nombre de exégeta solo con las migajas del festín que aquel hombre humildísimo ofrecía a sus oyentes cuando hablaba de la reina de los patriarcas y de los mártires. Esa especie de misterioso rechazo que pesa sobre La Salette en el pensamiento de muchos creyentes le rompía el corazón. El presente libro, emprendido y comenzado bajo su mirada, en la propia Salette, estuvo interrumpido un cuarto de siglo, Dios sabe cómo y por qué. Esta obra de justicia era su supremo deseo, su esperanza. Murió a las primeras páginas, como si la Consoladora a la que servía no hubiera querido que aquella alma, verdaderamente sacerdotal y crucificada, perdiera de algún modo la aureola dolorosa que les pone en la frente a esas víctimas del Amor de las que habla la Tercera Beatitud, las cuales no han de ser consoladas en la tierra. Esta obra que hoy retomo me parece aún más difícil y temible que antaño. La muerte de aquel que la inspiró me sumió en un duelo que creí irreparable, y la vida más desgraciada que pueda imaginarse me desvió de él después indefinidamente. El momento no había llegado. ¿Qué habría podido hacer entonces sino, como mucho, una paráfrasis exegética y literaria del discurso? Demasiadas cosas me eran desconocidas. Ignoraba incluso el secreto de Melania, sin publicar hasta noviembre de 1879, y tan impenetrablemente oscurecido por el terror sacerdotal que hasta hoy casi todos los católicos lo ignoran o prejuzgan. ¿No habían de desarrollarse todas las infamias e ignominias congénitas a la República francesa que hoy han llegado a tal punto que uno se pregunta qué hace la muerte? ¿Se habían levantado ya todos los demonios, como uno solo, para reclamar la granazón completa de la apestosa flor democrática, tan laboriosamente aclimatada por ellos en el reino que fue el lugar de nacimiento de la autoridad cristiana? Y finalmente y sobre todo, ¿no debía la Justicia del Brazo pesado esperar a que la Embajadora llorosa, sesenta veces ultrajada, dijera a su Hijo: «Ya no conozco a este pueblo; se ha vuelto demasiado abominable?» Después de tanto tiempo, habiendo llegado a ser mi nombre quasi famoso, algunos seguidores han creído que podría corresponderme a mí escribir sobre La Salette el libro que ciertas almas necesitan, un libro piadoso que no sea hostil a la magnificencia divina, un libro que diga, al cabo de sesenta años, algunas palabras plausibles sobre este Acontecimiento inaudito, absolutamente incomprendido e incluso ignorado por los pretendidos Misioneros o sacerdotes seculares que se han sucedido en la montaña. «Transmitidlo a todo mi pueblo» dijo por dos veces la Toda Inefable. Esto es lo que afligía a mi iniciador. ¿Quién piensa en ello? me decía, y ¿qué podríamos transmitir a todo el pueblo, es decir, a todos los hombres? ¿Saben siquiera las gentes de aquí lo que acaeció en este lugar, y acaso el más dotado es capaz de comprender una palabra, una sola palabra de ese discurso que parece ser el Verbum novissum del Espíritu Santo?» ¡Ay! La explicación, irremediablemente perdida, que aquel hombre habría podido dar será ahora lo que pueda ser: una angustiosa visión de los tiempos actuales en relación con las promesas y amenazas igualmente despreciadas de la Madre del Hijo de Dios –visión terrorífica enormemente agravada por la certeza adquirida y absolutamente incontestable de ciertos acontecimientos preliminares. ¿Qué importa, después de todo, si mi obra así mutilada encierra aún algo de aquellas palabras sepultadas que baste para atraer a La Salette a algunas de esas magníficas almas capaces de presentir su belleza, incluso a través de la oscuridad o de los fallos de tan insuficiente predicación? Me habría gustado poder decirles, como Bossuet al hablar ante la peluca del rey de Francia: «Escuchad, creed, aprovechad, os parto el pan de vida»; mas, por el contrario y con toda seguridad, ¿no alejaría tan elevado modo de hablar a un gran número de corazones ya subyugados, sin que lo sepan, por el Príncipe fastuoso de Cabeza aplastada que no deja de prometer a sus esclavos el soberano imperio del que él mismo ha sido desposeído...? ¡Qué triunfo sería llegar a hacer entrever el esplendor a los contemporáneos del automóvil! El sacerdote de Jerusalén, el misionero del que acabo de hablar, se llamaba Louis-Marie-René, y esto es decir mucho más de lo que habría debido. ¡Tal sea, pues, el patrocinio de este libro, que será ante todo un libro doloroso! La Salette es, por excelencia, el lugar de las lágrimas dolorosísimas. Recordemos que, cuando la Aparecida dejó de hablar a los niños, hubo un drama extraordinario. La Señora resplandeciente, cuyos pies, según el testimonio de sus pueriles oyentes, no tocaban el suelo sino que solo rozaban «la punta de la hierba», se aleja de ellos lentamente, deslizándose de algún modo, y, tras franquear el riachuelo que la separa de la escarpada meseta, empieza a describir ese asombroso itinerario serpenteante, señalado hoy por las Catorce Cruces de la Vía dolorosa que, en la translúcida meditación de los Misterios sangrientos, parecen superponerse… Ese viacrucis único había sido decretado, como todo, antes de la creación de los espacios. Entraba en la integridad del plan divino que el arrodillarse de los últimos habitantes cristianos de la tierra estuviese determinado con esta precisión, en este lugar salvaje, por el surco de los Pies luminosos. No es indiferente postrarse en un sitio o en otro. Las almas religiosas que vienen a llorar a La Salette, hacen algo que retumba armoniosamente en toda la serie de decretos divinos tocantes a la Redención de la humanidad. Caen sus lágrimas en este suelo privilegiado, como simiente de muchas otras lágrimas que acabarán corriendo como ondas, si Dios quiere. «El abismo de las lágrimas de María llama al abismo de nuestras lágrimas con la voz de sus cataratas». Ella nos incita a esta efusión, como su Hijo la incitaba a Ella amorosamente, desde lo alto de la cruz, a la efusión total de su incomparable corazón destrozado. II EL TORRENTE SUBLIME Volvamos a mi viaje. Nada de rodar ya todo un día en una despiadada diligencia. Solo la mitad del antiguo cansancio y la otra mitad como un sueño. ¡Oh! ¡Una hora de tren al borde del precipicio! ¡Qué emoción salir así al encuentro de Napoleón en su marcha de Sisterón a Grenoble, pasando por Corps y la Mure! ¡Sobre todo Corps, arzobispado de La Salette! Como el azar no existe, podemos imaginar con estupor al «águila» de aquel conquistador «volando hacia París de campanario en campanario» y descendiendo del de Corps para gritar, treinta y un años antes de Nuestra Señora: «Hijos míos, notengáis miedo, ¡estoy aquí para anunciaros una gran noticia!» y luego: «Se lo transmitiréis a todo mi pueblo». ¿Cómo no pensar en ello? ¡El gran hombre y sus fieles compañeros encarnaron a toda Francia durante veinte días, toda Francia en potencia, todo lo eventual humano y divino de esta angélica patria, de esa hija mayor del Hijo de Dios y de su Iglesia, moradora de la Llaga de su Corazón, que no podría caer más bajo que convirtiéndose en la Magdalena de las naciones! El pobre césar evadido, incorregible mendigo de la dominación universal, envolvía sin saberlo, al modo de los prototipos, el futuro oculto de los campos o de los pueblos que no podían tener existencia histórica sino por voluntad de tal viajero. Lo busqué por aquí y por allá y confieso que me impresionaba más su recuerdo que aquellas montañas eternas. ¿Las vio él acaso? ¿Vio el Drac, ese formidable torrente, gloria del Dauphiné? Lo dudo. Un torrente no mira a otros torrentes, y la propia montaña no es para él más que un obstáculo que le hace rugir en las profundidades. Peregrino de La Salette y nada más, a la espera de tener el honor de arrodillarme en la Tumba Santa, miré y vi de cerca este furioso torrente, con una admiración que me asfixiaba. ¿Cuántos siglos necesitaron esas aguas para excavarse tan espacioso lecho en tan grandiosa soledad? Durante innumerables años, hubieron de roer rocas y abrir abismos espumeantes. Mientras nacían y morían generaciones, a medida que se desarrollaba la historia, bajo los alóbroges y los romanos, bajo los burgundios, los francos y los sarracenos, bajo los señores de Albon y los primeros Valois, durante las atroces guerras de religión, durante el asombroso Imperio y hasta nuestros días en que la Deseada había de aparecerse, estas aguas siempre jóvenes desmenuzaban sin tregua los duros estratos, rompiéndolos con la artillería de sus cantos, minando por su base columnas colosales, formando el abismo continuo que divide en dos esa alta provincia delfinesa, antiguo dominio de nuestros ancestros franceses: el Grésivaudan, el Royannès, las Baronnies, el Gapençois, el Embrunois, el Briançonnais, del Durance al Isère, ¡monstruoso tropel de grupas verdes o de pitones pelados cuyos nombres solo Dios conoce! El tren que va a la Mure procedente de Grenoble circula durante no sé cuántos kilómetros a lo largo de ese enorme tajo abierto por el Drac, sobre el cual tiene uno la impresión de estar suspendido. Continuo clamor que sube de abajo y que súbitamente puede hacerse inmenso en la estación de las lluvias o el deshielo. Un novelista moroso y estéril quiso vengarse hace unos años del vergonzoso pavor que le había provocado aquel grito del abismo. Se esforzó estúpida y villanamente por desvalorizarlo con sus adjetivos y sus malvadas metáforas, comparando esas aguas sublimes con «un río demente, maldito, podrido…». Ese pobre hombre, que debió de gustar mucho a los enemigos de La Salette, detesta por naturaleza las montañas y está muy lejos de aprobar las circunstancias o los detalles de la aparición, la cual habría tenido lugar en el llano, a proximidad de una estación y mucho más prosaicamente, si se hubieran tenido en cuenta sus preferencias. In die judicii, libera nos, Domine. Espero que mi palpitante admiración por ese magnífico espectáculo me sea tenida en cuenta. ¿Por qué Dios no habría de ser un artista como los demás, celoso de su obra y deseoso de que la admiren? ¿Acaso no habla, a cada momento, de sus «santas montañas» que «su fuerza creó» y cuyas «alturas son suyas»? Ego sum Dominus faciens omnia et nullus mecum. No se trata de las montañas de otros, sino de las suyas, y exige ser adorado por haberlas hecho. ¿Existe otra peregrinación tan maravillosamente dirigida por la previa admiración del viajero? No lo creo. Antes no era así. La ruta que seguían las diligencias no bordeaba el abismo. Hubo de llegar este ferrocarril único, obra maestra del hombre, para que nos fuese revelada esta obra maestra de Dios, solo conocida hasta entonces por algunos lugareños. La volví a contemplar, al regresar, iluminada esta vez por la luna llena cuyos rayos de plata atravesaban el inmenso paisaje, y creí estar en el Paraíso. III EN EL PARAÍSO ¡En el Paraíso! Antes de seguir adelante, ¿no convendría explorar de algún modo y en la medida de lo posible esa «región de paz y de luz», esa «sede – esa capital– refrescante del consuelo beatífico», ese paraíso terrenal en los cielos? En este punto la indigencia de las palabras humanas es deplorable. Todo lo que no es cuerpo, espacio o duración es inexpresable, hasta el punto de que el mismo Verbo de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, siempre habló usando parábolas y comparaciones6. El destino del hombre es no poder arrancar su corazón del famoso lugar de voluptuosidad al que fue ignominiosamente expulsado al principio de los tiempos. Necesita que el Paraíso sea un lugar, un lugar muy alto o muy bajo y nos vemos obligados a decir, en el primer caso, que la Santísima Virgen bajó de allí para llorar en La Salette. Melania contó cómo era el paraíso infantil que había construido el 19 de septiembre con Maximino, poco antes de la aparición: una piedra ancha que habían cubierto de flores. Fue sobre aquel paraíso donde la Hermosa Señora se sentó. La Reina del Paraíso de Enoc y del Buen Ladrón, que es ese incomprensible seno de Abrahán al que fue arrebatado el Doctor inmenso de las naciones para escuchar los irrevelables Arcanos; esta Reina se siente atraída por la extrema puerilidad del paraíso de los pastorcillos. «Buscó por el mundo entero, decía Melania, y no halló nada más bajo. Se vio obligada a escogerme». Está el Paraíso tan en el umbral del milagro de La Salette, y de tantas maneras, que resulta igual de imposible no hablar de él que decir una sola palabra válida. Sin duda el paraíso es la Hermosa Señora ella misma, pero eso es demasiado fácil. Tanto como proclamar la identidad de Dios con uno u otro de sus atributos. El fondo del Paraíso o de la idea de Paraíso es la progresiva unión con Dios desde la vida presente, es decir, la angustia infinita del corazón del hombre, hasta la unión con Dios en la vida futura, es decir, la beatitud. El cómo lo desconocemos totalmente y no lo podemos adivinar, pero podemos, hasta cierto punto, contentar el espíritu con la hipótesis harto plausible de una ascensión eterna, ascensión sin fin en la fe, la esperanza y el amor. ¡Inefable contradicción! Creeremos cada vez más, sabiendo que no comprenderemos jamás; esperaremos cada vez más, seguros de no llegar jamás; amaremos cada vez más lo que no puede poseerse jamás. Por supuesto me expreso como un impotente. Secundum hominem dico. Ciertamente, la unión con Dios se ve realizada por los santos desde la vida presente, siendo consumada perfectamente inmediatamente después de su nacimiento a la otra vida, mas esto no les basta ni le basta a Dios. No es suficiente la unión más íntima; es menester la identificación, que nunca será completa, de modo que la beatitud solo puede concebirse o imaginarse como una ascensión cada vez más viva, más impetuosa, más fulgurante, no hacia Dios, sino en Dios, en la misma Esencia del Incircunscrito. ¡Huracán teologal sin tregua ni fin que la Iglesia, al hablar a los hombres, ha de llamar Requies æterna! La multitud desencadenada de los santos es comparable a un inmenso ejército de tempestades, precipitándose hacia Dios con una vehemencia capaz de arrancar las nebulosas y ello durante toda la eternidad… ¿Pueden utilizarse en este punto las ensoñaciones astronómicas? La inconcebible enormidad de los números encargados de significar las pavorosas hipérboles de la distancia o de la velocidad como mucho ayudaría a entrever la imposibilidad de comprender «lo que Dios ha preparado para los que le aman». Podríamos decir incluso, puesto que se trata de lo Infinito y Eterno, que debe haber una aceleración permanente de cada torrente análoga a la atronadora multiplicación de la gravedad de los cuerpos al caer. Idea plausible y fácil de presentar a losteóricos de la inmovilidad beatífica. Una mística paralizada fomentada por una imaginería harto abyecta representa a los santos en una actitud hierática promulgada por los institutos, bajo una aureola inmutable que ningún soplo moverá jamás y entre el oro o la plata de los utensilios de piedad que ni el óxido ni los gusanos corroerán. Pues tal es la idea del Paraíso y de la felicidad de los santos que pueden hacerse los católicos engendrados el siglo pasado por los acéfalos que se libraron de la guillotina. Mas ¡cuán vanas y lamentablemente débiles son las analogías literarias o conjeturas metafísicas de un pobre escritor que se asoma a lo Insondable sin obtener siquiera la energía intuitiva necesaria para discernir, por un instante, a riesgo de morir de espanto, el vertiginoso abismo de la estupidez contemporánea! Requiem æternam dona eis, Domine, es decir: concede a estas almas, Señor, entrar en la batalla infinita en la que cada una de ellas, como una catarata invertida, te asedie eternamente. Una querida alma piadosa preguntaba lo siguiente: – En esa ascensión universal, ¿qué será de los mediocres, de los pobres hombres que, no habiendo hecho nada por Dios en este mundo, se hayan salvado, no obstante, por efecto de la unión inefable de la Justicia y de la Gloria? ¿Qué será de aquellos que, habiendo amado las cosas hermosas de la tierra, la poesía, el arte, la guerra, incluso la voluptuosidad, se encuentren de pronto frente al Absoluto con las manos vacías, sin haber preparado nada para su paso, mas aun así salvados? So pena de inanición eterna, habrán de realizar, enseguida y absolutamente, todo lo que les falte y la Sabiduría provea. La Belleza, convertida en buitre, arrebatará para devorarlos por siempre a aquellos que la hayan amado verdaderamente bajo cualquier apariencia. ¡Así será sin duda y más de un poeta se asombrará de haber sido, sin saberlo, tan amigo de Dios! Pero ¿habrá de ser confundido con los mediocres a causa de los mandamientos no observados? Este castigo sería enorme y su sola idea es monstruosa. La verdad, infinitamente probable, es que unos y otros se situarán ellos mismos en el nivel que les sea propio, con admirable discernimiento. Y entonces será un firmamento de esplendores diferenciados, inimaginables. Los santos ascenderán hacia Dios como el rayo, multiplicado por sí mismo, a cada segundo, por los siglos de los siglos, acrecentándose continuamente su caridad al tiempo que su brillo; astros inefables a los que seguirán a enorme distancia aquellos que solo hayan conocido el Rostro de Jesucristo, ignorando su corazón. En cuanto a los otros, a los pobres cristianos llamados practicantes, observantes de la Letra fácil, mas no perversos y capaces de cierta generosidad, ¡seguirán a su vez, al no haberse perdido, a millares de cabalgadas de relámpagos, habiendo pagado previamente sus puestos a un precio inestimable, aun así felices – infinitamente más de lo que pueda expresar el más rebuscado léxico de la felicidad– y alegres precisamente por la gloria incomparable de sus mayores, alegres en profundidad y extensión, alegres como el Señor cuando acabó de crear el mundo! Y todos, como ya he dicho, subirán juntos como una tempestad sin tregua, la tempestad venturosa del interminable final de los finales, una asunción de cataratas de amor, y ese será el Jardín de Voluptuosidad, el indefinible Paraíso del que hablan las Escrituras. He recordado el Paraíso de Melania y Maximino. Este es el mío, tal cual. ¡Ojalá haga bajar hacia mí a la Virgen María, como el suyo! 6 Testimonio del Evangelista san Mateo: cap. XIII, v.34. IV LUIS FELIPE, EL 19 DE SEPTIEMBRE DE 1846 «Son alrededor de las dos y media. El rey, la reina, sus altezas reales, la princesa Adelaida, Mons. el duque de Nemours y la sra. duquesa, el príncipe Felipe de Wurtemberg y el conde de Eu, acompañados por el sr. ministro de Instrucción Pública, de los srs. generales de Chabannes, de Lagrange, de Ressigny, del sr. coronel Dumas y de varios oficiales ayudantes, salen a dar un paseo por el parque. Después del paseo, sus majestades y sus altezas vuelven a palacio hacia las cinco para cenar, a la espera de la iluminación del atardecer». De este modo un corresponsal harto diligente, en un despacho procedente de la Ferté-Vidame, anuncia al Moniteur universel el acontecimiento más importante de la jornada del 19 de septiembre de 18467. Afortunadamente estoy en situación de recordar ese acontecimiento al mundo entero, que parece haberlo olvidado. A más de sesenta años de distancia, no carece de interés evocar con la imaginación o la memoria aquel paseo del rey de Julio acompañado por los de su ralea, cuyo fin era abrir el apetito para cenar y prepararse, mediante el inocente espectáculo de la naturaleza, para las magnificencias municipales de la iluminación nocturna. Aquel pasatiempo histórico, comparado con el otro paseo real que tenía lugar al mismo tiempo en la montaña de La Salette, es, en mi opinión, susceptible de sobrecoger poderosamente el pensamiento. El contraste verdaderamente bíblico de tal aproximación no acrecienta precisamente el prestigio ya mediocre de aquella monarquía sin gloria nacida en la ciénaga liberal de 1830, que estaba predestinada a apagarse sin honor en la cloaca económica de 1848. Sería curioso saber lo que acaecía en el alma del ciudadano rey en el mismo momento en que la Soberana de los Cielos, deshecha en lágrimas, se manifestaba a dos niños en un punto desconocido de aquella hermosa Francia mancillada y agonizante bajo el abyecto dominio de aquel taumaturgo del envilecimiento. Caminaba bajo los plátanos o los castaños, soñando o hablando de los grandes asuntos de un reinado de dieciséis años y de los magníficos resultados de una administración exenta del fanatismo honorífico que paralizaba antaño el generoso auge del liberalismo revolucionario. Todo marchaba según sus deseos tanto en el exterior como en el interior. En una enmienda que pasó a los anales de los fastos parlamentarios, el conde de Morny aseguraba que los altos Cuerpos del Estado estaban satisfechos. Dios y el Papa habían sido convenientemente ultrajados, el infame jesuitismo por fin iba a rendir su último suspiro y el país legal no tenía más aspiración que ver eternizarse, en el seno de tan benévola dinastía, las inesperadas dichas de aquel adorable gobierno. Por fin íbamos a desposarnos con España, íbamos a ser inmensos. Al igual que Carlos V y Napoleón, el patriarca del orleanismo podía aspirar al dominio universal. Además, la camada de la perra había crecido suficientemente y sus altezas correteaban con bastante decoro alrededor de su majestad en la brisa otoñal de aquel sereno día de septiembre. El rey de los franceses podía decir como el profeta de la tierra de Hus: «Moriré en el lecho que me hice y multiplicaré mis días como la palmera; soy como un árbol cuya raíz se extiende a lo largo de las aguas y el rocío caerá sobre mis ramas. Mi gloria se renovará cada día y mi arco se fortalecerá en mi mano»8. A doscientas leguas, la Madre de Dios llora amargamente sobre su pueblo. Si sus majestades y sus altezas pudieran, por un instante, consentir en adoptar la actitud apropiada, es decir, postrarse en el suelo y acercar a la tierra sus oídos hasta ese día inatentos, quizá aquella criatura humilde y fiel les transmitiría cierto extraño y lejano rumor de amenazas y sollozos que les haría palidecer. Quizá entonces la cena carecería de euforia y la iluminación de esperanza. Mientras el orleanismo disfruta con la velada, los dos pastores elegidos para representar a todas las majestades triunfantes o depuestas, vivas o difuntas, se han acercado a su Reina. Y es en ese momento cuando la Madre dolorosa eleva la voz por encima del murmullo indistinto del himno de las Espadas9 cantado en torno a Ella en diez mil iglesias: «Si Mi pueblo no quiere someterse, me veo obligada a soltar el Brazo de mi Hijo…» 7 Moniteur del 21 de septiembre de 1846. 8 Job, XXIX, 18, 19 y 30. 9 Himno O quot undis lacrimarum, fiesta deNuestra Señora de los Siete Dolores. V INTENCIÓN DEL AUTOR. EL MILAGRO DE LA INDIFERENCIA UNIVERSAL La intención de esta obra, manifiestamente expresada en la introducción, no es hacer el relato del milagro de La Salette. Se ha hecho tantas veces que los cristianos no tienen excusa para ignorarlo. Cuando fueron mayores, los dos pastores lo escribieron y publicaron ellos mismos, y sus dos narraciones, que deberían haber sido difundidas por doquier, son idénticas en lo concerniente a las circunstancias del Acontecimiento y al texto del discurso público. En cuanto a los secretos, solo Melania divulgó el suyo, mas reservando para el Sumo Pontífice la regla, dada por María, de una nueva orden religiosa, la Orden de los «Apóstoles de los Últimos Tiempos», fundación claramente profetizada en el siglo XVII por el venerable Grignion de Montfort. Como no escribo para la masa, me dirijo pues, exclusivamente, a aquellos que conocen los hechos de La Salette, seguro de que no despertaría el interés de los otros. Quiero mostrar, sobre todo, lo mejor que pueda, el milagro subsiguiente, el cual es más grande quizá que el de la aparición –el milagro, ciertamente increíble, de la indiferencia universal o de la hostilidad de muchos. Se esforzaron todo lo posible por ahogar aquellas voces infantiles que, al bajar de los Alpes, deberían haber aumentado como una avalancha y llenar la Tierra. «Trasmitidlo a mi pueblo», había dicho la Soberana. Hasta los judíos se asombrarían de tamaña desobediencia. No subieron al púlpito los primeros pastores para anunciar a sus diocesanos la gran noticia, no se movilizaron con entusiasmo los predicadores y misioneros de todos los Institutos para hacer saber a los más ignorantes las amenazas y las promesas de la Omnipotente. Algunos hicieron lo contrario con infernal maldad. Las palabras caídas de aquella Boca casi divina que pronunció el fiat de la Encarnación, aquellas palabras tan terribles y tan maternales, no se enseñaron en las escuelas y los niños de la edad de los pastores no las aprendieron. Se sabe, en casi todas partes, vagamente, que La Salette existe, que la Santísima Virgen se manifestó de alguna manera y que dijo algo. Unas cuantas personas saben incluso que condenó particularmente la profanación del domingo y la blasfemia. Mas el texto de aquel discurso no se halla en ninguna memoria, ni en mano alguna. En cuanto a los secretos, ni siquiera se quiere oír hablar de ellos. ¡Pues bien! Es para dar miedo. Jesucristo aguanta que lo humillen y ultrajen. Estamos exactamente en el siglo XX de las bofetadas y los escupitajos que caen sin amnistía, desde hace dos mil años, sobre su Rostro infinitamente santo, constituyendo así lo que se llama era cristiana. Pero no aguantará que su Madre sea despreciada, ¡su Madre que llora...! Aquella de la que canta la Iglesia que fue «concebida antes que las montañas y los abismos y antes de que brotaran las fuentes»10; aquella «Ciudad mística llena de gente, sentada en la soledad y llorando sin que nadie la consuele»11; esa gimiente «Paloma escondida en el hueco de la piedra»12; ¡la Reina de los Cielos llorando como una abandonada en el saliente de aquella roca, sin poderse casi sostener, a fuerza de dolor, después de haber sido tan fuerte en la otra montaña...! Sola sobre aquella piedra misteriosamente preparada que hace pensar en la otra Piedra sobre la que está edificada la Iglesia; cargando en su Seno con los instrumentos de tortura de Su Hijo y llorando como no se había llorado en dos mil años: «¡Cuánto tiempo hace que sufro por vosotros y vosotros no hacéis caso!», dijo. ¡Representémonos a esta Madre dolorosa que permanece sentada en aquella piedra y sigue sollozando en aquel barranco, sin levantarse nunca, hasta el fin del mundo! Nos haremos así una idea de lo que subsiste eternamente bajo la Mirada de Aquel cuya Madre es Ella y para el que ninguna cosa es pasada ni futura. ¡Tratemos después de evaluar el poder del perpetuo clamor de tal Madre a tal Hijo y, al mismo tiempo, la indignación absolutamente inenarrable de tal Hijo contra los autores de las lágrimas de tal Madre! Todo lo que podamos decir o escribir sobre el tema estará exactamente por debajo de la nada… 10 Prov. VIII, 24, 25. 11 Thren. I, I, 2 12 Cnt. II, 14. VI FRACASO DE DIOS. INUTILIDAD APARENTE DE LA REDENCIÓN. EL SUSPIRO MÁS DOLOROSO DESDE EL CONSUMMATUM ¡En este punto nos encontramos! Las lágrimas de María y sus palabras han sido ocultadas tan perfectamente, durante sesenta años, que la Cristiandad las ignora. La aterradora cólera de su Hijo ni siquiera la sospechan aquellos que comen su Carne y beben su Sangre, y el mundo sigue girando como si nada. Sin embargo, numerosas profecías singularmente unánimes afirman que nuestra época es la señalada para la satisfacción de la ira de Dios, que consistirá en un diluvio de catástrofes. La mera aprehensión o intuición de esto es para trastornar a cualquiera, para trastocar incluso la órbita de los planetas. La enormidad del caso necesitaría de un poder de visión arcangélico. ¡Diecinueve siglos cumplidos de cristianismo, que es tanto como decir un centenar de generaciones regadas con la Sangre de Cristo! ¿Y cuál es el resultado? El siglo veinte puede preguntárselo con estupor. El feroz optimismo que presume el Evangelio, anunciado desde entonces a todas las naciones, solo puede sostenerse en la prensa bien pensante o en las clases más elementales de primaria, anteriores a los rudimentos de la geografía más humilde. La verdad demasiado cierta es que, de los mil cuatrocientos o mil quinientos millones de seres humanos que pueblan el globo, como mucho un tercio conoce el nombre de Jesucristo y el noventa y nueve por ciento de ese tercio lo conoce en vano. En cuanto a la calidad del resto, es una vergüenza infinitamente misteriosa, un prodigio de dolor asimilable solo al incomprensible septenario de los dolores de la compasión de María. La realidad aparente es el fracaso de Dios en la Tierra, la inutilidad de la Redención. Los resultados visibles son tan espantosos por su insignificancia, la cual aumenta más y más cada día, que uno se pregunta locamente si no ha abdicado el Salvador. «Quæ utilitas in sanguine meo, dum descendo in corruptionem?» ¡Esa fue la Agonía del Huerto tal y como la vieron algunos extáticos! ¡Ay! ¡De qué valió sangrar y sufrir tanto, recibir tantas bofetadas, tantos salivazos, tantos latigazos, ni ser tan atrozmente crucificado! ¡De qué valió ser Hijo de Dios y morir hijo del hombre para llegar, después de diecinueve siglos pisoteados por todos los demonios, al catolicismo actual! Sé que ha habido santos, sobre todo en el pasado, quizá uno por cada diez millones de habitantes de la tierra, y que esto le basta a Dios, provisionalmente al menos, mas ¿cómo podría bastarnos y contentarnos a nosotros, que no vemos las causas? Se nos dice —y ¡con qué rigor!— que todo el que no está dentro de la Iglesia está condenado. Ahora bien, nacen muchos más de cien mil hombres al día que nunca oirán hablar de la Iglesia ni de Dios alguno, a los que corrompen desde la cuna, incluso en el mundo supuestamente cristiano… Viví con los luteranos varios meses largos y dolorosos en uno de los tres reinos escandinavos y comprobé la imposibilidad de conocer la Verdad, mil veces más insuperable que entre los paganos. ¡Dios sabe sin embargo cuánto se invoca allí su Nombre terrible! ¿Qué decir, después de esto, de los innumerables idólatras entre los cuales sería injusto no contar a los católicos tradicionales atrincherados en la certeza inexpugnable de haber sido tamizados, seleccionados grano a grano, como trigo eucarístico, y de que la penitencia no es para ellos? Estos, más que nadie, son aterradores. Los salvajes puros del África o la Polinesia, los frutos humanos de la odiosa cultura asiática, los polimorfos monstruosos de la intelectualidad más envilecida, de la razón más degradada, todos esos desgraciados tienen sus dioses de madera o de piedra, de los que algunos son tan demoniacos y tan negros que unono puede ya ni reír ni llorar cuando los ha visto. Pero que les muestren a Jesús en la cruz y la mayoría de ellos, instantáneamente, se transformarán en humildes seres ávidos de Dios. El ídolo de los católicos honorables de los que acabo de hablar es precisamente la misma cruz, pero puesta sobre los hombros y el corazón del pobre. La rechazarían si hubieran de ser ellos mismos quienes la llevaran. Ahí colocada la adoran y «el Sudor de Jesús corre hasta el suelo en gotas de sangre»… – Non fecit taliter omni nationi. Vos lo habéis dicho, Señor. Somos la nación privilegiada, el rebaño escogido. Por nosotros habéis muerto y no hemos de hacer otra cosa más que vivir. Fueron necesarios mártires y penitentes, antaño, para instalarnos en este confort espiritual y material que es probablemente el espejo de los ángeles. ¿Qué otra cosa mejor podemos hacer que ser generosos y dulces con nosotros mismos y gozar de vuestros dones, despreciando, como debe hacerse, las profecías o las amenazas desaprobadas por nuestros pastores? Evidentemente Nuestra Señora de La Salette ni dice, ni tiene nada que decir a semejantes cristianos. ¿Entonces habrá de pasearse en vano la Madre de Dios por las montañas? El discurso de La Salette es el suspiro más doloroso escuchado desde el Consummatum. ¿Quién se atrevería a decir que la Virgen es «bienaventurada» viendo correr inútilmente la Sangre de su Hijo desde hace tantos siglos, y dónde está el serafín que ponga fin a este tormento? VII RECHAZO UNIVERSAL DE LA PENITENCIA. «…¡MIRA, MELANIA, LO QUE HAN HECHO DE NUESTRO DESIERTO...! RIDEBO ET SUBSANNABO» «El lugar que pisas tierra santa es», le fue dicho a Moisés en el Horeb, «montaña de Dios». Vi estas palabras en las paredes de la hospedería de La Salette. Desde luego es su lugar, mas habría de ponerse todo el texto: «Solve calceamentum de pedibus tuis. Descálzate”. Entonces ya no iría nadie. Es la penitencia real. No se trata solo de los pies, ¡y de qué pies! Es indispensable descalzarse la mente y el corazón. ¡Y todo el mundo a la fuga! Los supuestos misioneros y luego los capellanes actuales se ocuparon de ello. Ne quid nimis! Sin excesos. Lejos de pedir demasiado, se las ingeniaron para no pedir nada en absoluto y el resultado superó las esperanzas. «¡Amenazas en boca de María, tan buena y tan dulce! —me decía el otro día una joven madre—; ¡amenazas contra unos pobres niños inocentes y puros! ¡Y amenazas de muerte, de una muerte espantosa...! ¡No! ¡No...! María es madre, no pudo pronunciarlas. Solo sabe amar, la venganza no es propia de ella, y me gustaría quemar la página en la que se han atrevido a prestarle unas palabras como estas: “A los niños menores de siete años les dará un temblor y morirán en los brazos de las personas que los sostengan”. ¡Cómo voy a creer yo en esa aparición! repetía, apretando a su hijo contra su pecho, ¡no, no, pobre pequeño! Esta devoción nunca será la mía; pues inspira espanto y no amor»13. Ese azúcar se añadió al vinagre y la hiel del Gólgota, y el océano de las lágrimas de María perdió su amargor. Efecto facilísimo. Bastaba con descomponer el mensaje, separando lo que es condicional de lo que no lo es, por ejemplo, el discurso público, del secreto confiado a Melania para ser publicado doce años más tarde. La separación es la muerte. Mientras el secreto no había sido publicado, se le podía suponer conciliable con todas las sentimentalidades. Se consentía que existiera. Cuando fue conocido, decidieron suprimirlo y, como era el alma del mensaje de La Salette, mataron el mensaje tanto como puede matarse lo que es de Dios. ¡Cómo aceptar en el siglo XIX o XX –así fuera de María– una especie de Apocalipsis concreto, una ampliación o desvelamiento del capítulo XXIV de Isaías: Ecce Dominus dissipabit terram. Estas cosas no se permiten, ni siquiera a Dios, que ya cerró su Evangelio, ¿no es así? Y que no debe añadir ni una coma a las Revelaciones cuyo depósito tiene la Iglesia. Eso sería demasiado para las almas, y los dos testigos de la Reina de los Mártires, los dos pastores, lo aprendieron a su pesar. «El lugar que pisas tierra santa es». ¡Palabras obsesivas! ¡Qué debió de sentir Melania al regresar a La Salette después de tanto y tan doloroso peregrinar! ¡Con 71 años, el 19 de septiembre de 1902, quincuagésimo sexto aniversario de la aparición! Le quedaba poco tiempo de sufrimiento, y a esta mujer extraordinaria le debieron de ser dichas ciertas cosas que los hombres no comprenderían. De todos los puntos de la montaña, más preciosa que el diamante, debió de surgir una voz para ella sola, una Voz infinitamente dulce y lastimera: ¡Mira, Melania, lo que han hecho de nuestro desierto! Antes, recuerdas, no se oía más que el quejido de los rebaños y el sollozar de las aguas. Yo, la Madre de Dios, engendrada antes que las colinas y las fuentes, te esperaba aquí desde siempre. Esperaba también a tu compañero, el pequeño Maximino, que es ya compañero mío en el Paraíso desde hace veintisiete años. Pues erais para mí, queridos niños, toda la familia humana. Os había escogido a vosotros, y no a otros, para ser notarios de mi testamento. Sola, entre estos montes, cerca del buen torrente, escuchaba caer gota a gota, sobre las naciones, la Sangre de mi Hijo. Te mostré la inmensidad de esa pena que asombrará a los santos durante toda la Eternidad. ¡Haber entregado a tal Hijo por tan poco! ¡Si tú supieras...! Durante siglos he visto caer imperios de los que muchos se decían cristianos pero estaban podridos de lujuria y violencia. Apenas si un hombre entre todas aquellas multitudes tenía a veces un impulso de compasión por su Salvador. De Oriente a Occidente una muralla roja oculta la mitad del cielo desde hace más de mil años. Las persecuciones, las guerras, la esclavitud, todos los azotes de la concupiscencia y del orgullo. ¡Y fueron los tiempos de los santos! Hoy es el tiempo de los demonios tibios y pálidos, el tiempo de los cristianos sin fe, de los cristianos afables que tienen una sinagoga en el alma y una «carnicería» en el corazón. Los hay incluso dispuestos a derramar su sangre, pero firmemente resueltos a no aceptar la miseria ni la ignominia. Estos son los heroicos y son pocos. Te lo aseguro, los verdugos más crueles de mi Hijo siempre han sido sus amigos, sus hermanos, sus miembros preciosos y nunca Dios ha sido más ultrajado que por los cristianos. Lo has dicho muchas veces, Melania, hace 56 años que no puedo ya sujetar el Brazo de mi Hijo. Lo he sujetado, a pesar de todo, porque soy la mujer fuerte, mas lo dejaré caer dentro de poco. Deben darse cuenta ya. He de ser doblemente fuerte, porque Él cuenta conmigo. Su Corazón dulcísimo cuenta con el mío. Sabe que seré implacable: «Maledictio matris eradicat fundamenta – In interitu vestro, ridebo et subsannabo. Me reiré y me burlaré de vosotros cuando estéis en las angustias de la muerte”. Estas palabras se cumplirán exactamente. Escarnio por escarnio. Di en 1846 el último aviso. El Hijo de Dios quiere y espera ser vengado por su Madre. 13 Echo de la Sainte Montagne, de Mlle des Brulais, Nantes, 1854. VIII EL SAGRADO CORAZÓN CORONADO DE ESPINAS. MARÍA ES EL REINO DEL PADRE «Su corazón es demasiado tierno”. Él mismo lo dijo. Mitis Corde. El exceso divino, como siempre. Es como si no pudiera decidirse a castigar. Aunque María no estuviera ahí, su Brazo, su aplastante Brazo, seguiría suspendido. Una famosa visionaria dijo que san José tenía el corazón demasiado sensible para soportar la Pasión y por eso no fue testigo de ella. El solo presentimiento del Viernes Santo bastaba para hacerle morir de compasión. Algo así debe darse inefablemente en Dios. Era necesaria la fuerza de María en el holocausto y lo será en el castigo, puesto que la Víctima, tan apta para el amor, parece incapaz para la justicia. Es difícil decir cuánto rebaja y descorona a María la sentimentalidad devota. Las cristianas piadosas quieren a una Reina coronada de rosas, pero no de espinas. Con esa diadema las asustaría, produciéndoles horror. Esto no cuadra conla clase de belleza que su miserable imaginación le supone. Sin embargo, la liturgia sublime que ellas desconocen quiere expresamente que el Salvador haya sido coronado por su Madre14 y ¿de dónde habría tomado Ella esa diadema sino de su propia cabeza? ¿No había de tener Jesucristo la más suntuosa de todas las coronas y qué otra que la de la Reina Madre hubiera sido digna del Rey su Hijo? Mas he hablado del Corazón, de ese Corazón «manso y humilde» que está en los altares y que todos los católicos adoran. Es la devoción de los Últimos Tiempos –ya duren esos últimos tiempos años o milenios. Jesús quiere triunfar por su Corazón, por su Corazón coronado de Espinas. Y esto es un misterio. Es como si el Rostro del Maestro que volvía locos a los Santos hubiera ido desapareciendo a medida que se mostraba su Corazón. Entonces el símbolo de su realeza, el símbolo esencial que tiene de su Madre, hubo de bajar a su Corazón y como era una corona cerrada, rematada por la cruz, tal y como es propio de los emperadores, la cruz bajó al mismo tiempo, plantándose para siempre en ese Corazón devorador y devorado que «poseerá toda la tierra porque es infinitamente dulce». Esa es la imagen que se hubo de ofrecer a la piedad de los fieles, imagen de apariencia infantil, la única tolerable porque solo quiere ser simbólica. Las horribles tallas que representan a un Jesús glorioso y plástico, «vestido de brocado púrpura, entreabriendo su pecho con celestial modestia y descubriendo, con la punta de los dedos, un enorme corazón de oro almenado de llamas a una visitandina empolvada de éxtasis»15; de algún modo, esas vergonzosas y profanadoras efigies han de postergar la comunión de los santos, la remisión de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna… Por mucho que busquemos, solo encontraremos al Sacratísimo Corazón representado en escudos de armas o en sellos. A Margarita María le fue revelado que Jesús quería que su Corazón estuviera en los estandartes de Francia, en abismo16, en medio de las flores de lis. Luis el supuestamente Grande ignoró este deseo divino, que no se vio cumplido hasta dos siglos más tarde, en la oscuridad más profunda, cuando estando el trono vacante y todos los teatros de la gloria francesa cerrados, se presentó un príncipe pobre…17 Para las inteligencias verdaderamente teológicas, la devoción moderna al Corazón de Jesús es la prueba más sólida de que todo lo ha de realizar María y de que su tiempo ha llegado. Cuando los cristianos dicen la tan misteriosa e incomprensible oración dominical, muy pocos saben o intuyen que el Adveniat Regnum tuum anuncia a esa Madre con precisión absoluta, llamándola con tanta fuerza, que esas tres palabras han acabado por hacerla bajar, deshecha en lágrimas. ¡Ella es el Reino del Padre...! ¡Oh! ¡Cómo nos pide que la escuchemos! Attendite et videte si est dolor sicut dolor meus. ¡Sabe tan bien que todo está perdido si no la escuchamos! La hemos esperado durante diecinueve siglos. Millones de bocas la han llamado en todos los países y en todas las lenguas, de la mañana a la noche. Ápóstoles, mártires, confesores, vírgenes, prostitutas, asesinos, viejos a punto de morir y niños pequeños que sabían o no sabían lo que decían le han suplicado que viniera, y por fin Ella ha venido, como una desdichada, reclamando el Séptimo Día que le pertenece y no se le quiere conceder. No menciona expresamente al Corazón de Jesús, pero menciona el de Napoleón III, cosa extraña y terrible. ¿Cómo va a pronunciar María la palabra «corazón» sin que se produzca el diluvio, la inmersión, sin que se sumerja Ella misma y todos los mundos en ese abismo de sangre y fuego que es el Corazón de Cristo?: «La fuente surgida de la casa del Señor para irrigar el torrente de las espinas», como profetizaba Joel seiscientos años antes de la Pasión18. Mas ¡cuántas palabras, Dios mío! ¿No es Ella acaso el Corazón de Cristo atravesado por la lanza y desgarrado por las espinas, en el que se implanta la locura de la cruz? ¿En qué creeremos si esto no ha de ser creído? Una cosa es indiscutible. Perecemos por no haberla escuchado. 14 Missa Spinæ Coronæ D. N. J. C. Introitus. 15 LÉON BLOY, Le Désespéré, cap. XLVI. 16 N. de la T.: En heráldica, en el centro del escudo. 17 LÉON BLOY, Le Fils de Louis XVI. 18 Joel III, 18. Joël planus in principiis, in fine obscurior, dijo san Jerónimo hablando a unos hombres que no podían conocer al Sagrado Corazón. IX SABÉIS, SEÑORA DE LA TRANSFIXIÓN, QUE NO SÉ CÓMO HACERLO… «Bendeciré las casas en las que la imagen de mi Corazón sea expuesta y honrada». Esa es la promesa. ¡Sea, pues, bendecido este libro que alberga mi pensamiento! Este libro lleno del deseo de honrar a María dolorosa: «Sabéis, Señora de la Transfixión, que no sé cómo hacerlo y que necesito ayuda para hablar de Vos convenientemente. Sabéis, oh Corazón atravesado de la Emperatriz de todos los mundos, que querría acrecentar vuestra gloria abriendo el pensamiento de algunos de mis hermanos. Mas la empresa me supera y es como si no tuviera nada que decir.» Pronto hará treinta años que audazmente concebí esta idea. Aquel amigo vuestro al que entonces me enviasteis ya no tiene voz para instruirme. Espera la Resurrección en vuestro pequeño cementerio de la montaña. Mas me habéis perseguido sin cesar, obligándome a hablar de La Salette, a pesar de todo, en otros libros que no estaban solo dedicados a Vos y finalmente habéis llevado de la mano hasta mi pobre cueva, a uno de Vuestros hijos más dulces, un sabio humildísimo que me ha dicho de vuestra parte que, no quedándome ya, por ley natural, muchos años de estar en la tierra, había de obedecer, quisiéralo o no. Entonces, Soberana mía, es menester que lo hagáis todo, pues es grande mi impotencia, al tener, por otra parte, la mente ofuscada por varios asuntos que no son santos. Considerad que me imponéis el deber de vociferar, en el silencio casi universal, contra la enorme y sin igual injusticia de todo el pueblo cristiano contemporáneo de cuestras lágrimas y depositario infiel de vuestros avisos más preciosos. Me dais la consigna de marcar, como a perros que hay que abatir19, a los pastores devoradores de Ezequiel, ocupados, muchos de ellos, en apacentarse a sí mismos y en disimular cuidadosamente vuestra formidable Revelación. ¡Cuántas otras cosas! Si me callo, ¿quién rehabilitará a vuestros testigos, a vuestros pastores predilectos, a vuestros mandatarios escogidos entre miles y vergonzosamente rechazados y calumniados por esos mismos clérigos que los asfixiaron cuanto pudieron? Si me desanimo, ¿qué cristiano se atreverá a decir que es muy cierto que vinisteis llorando, hace sesenta años, para informarnos de la inminencia del diluvio y que nadie quiso creeros? Sin embargo, erais el Arca salvífica que ni siquiera nos habíamos molestado en construir, como antaño, y en la cual seguro que más de ocho almas podrían haberse salvado…20 Mirad ahora el pobre instrumento que soy. Víctima como Vos de la conspiración del silencio, tengo los labios desde hace veinte años tan aherrojados que apenas si puedo comer. Solo me escuchan aquellos que están muy cerca de mí y, por así decirlo, corazón con corazón. Aunque me dierais la lengua de Jeremías, de nada serviría mientras no dierais oídos a la multitud. Soy una legaña en el ojo de los contemporáneos. Los más viles enemigos de Dios creen tener derecho a despreciarme y los que se declaran amigos de ese mismo Dios son amigos de mis enemigos. Vos que engendrasteis al Absoluto para que los hombres lo crucificaran sabéis por qué. Mas me transformaría en acreditado embajador, si, ahora mismo, tuviera el poder de convertir las aguas en sangre, cosa que os pido humildemente. Por tanto obedeceré, seguro de que lo que he de decir será puesto en mi boca, esperando de Vos, oh María, no sé qué fuerza milagrosa, y abrumado, para el resto de mis días, por este honor. 19 Videte canes, videte malos operarios… Flp. III, 2. 20 I Pe. III, 20. X NAPOLEÓN III DECLARA LA GUERRA A MELANIA «Que (Pío IX) no se fíe
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