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Contenido Prefacio PRIMERA PARTE: PARA SENTAR LAS BASES Capítulo 1. LA DIANA Y LAS FLECHAS 1. Introducción: La diana 2. Las flechas (i) Disparar al sol (ii) Resurrección e historia (a) Los sentidos de "historia" (b) ¿No hay acceso? (c) ¿No hay analogía? (d) ¿No hay verdaderas pruebas? (iii) La resurrección en la historia y la teología (a) ¿No hay otro punto de partida? (b) Resurrección y cristología (c) Resurrección y escatología 3. El punto de partida histórico Capítulo 2. SOMBRAS, ALMAS Y ADÓNDE VAN: LA VIDA MÁS ALLÁ DE LA MUERTE EN EL PAGANISMO ANTIGUO 1. Introducción 2. ¿Sombras, almas o dioses potenciales? (i) Introducción (ii) ¿Sombras estúpidas en un mundo tenebroso? (iii) ¿Incorpóreos, pero bastante normales por lo demás? (iv) ¿Almas liberadas de una cárcel? (v) ¿Transformación en un dios (o al menos en una estrella)? 3. ¿Vida ulterior procedente del interior del mundo de los muertos? (i) Introducción (ii) Comidas con los muertos (iii) Espíritus, almas y espectros (iv) Regresos del mundo inferior (v) La muerte burlada: el motivo de la Scheintod en novelas (vi) Trasladados para estar con los dioses (vii) La transmigración de las almas (viii) Dioses que mueren y resucitan 4. Conclusión: la calle de sentido único Capítulo 3. TIEMPO DE DESPERTAR (1): LA MUERTE Y EL MÁS ALLÁ EN EL ANTIGUO TESTAMENTO 1. Introducción 2. Dormidos con los antepasados (i) Cerca de la nada (ii) Perturbar a los muertos (iii) Las excepciones inexplicadas (iv) La tierra de la que no se regresa (v) La naturaleza y el fundamento de la esperanza 3. ¿Y después? (i) Introducción (ii) ¿Liberados del Seol? (iii) ¿Gloria tras el sufrimiento? (iv) La base de la esperanza futura 4. Despertar a los que duermen (i) Introducción (ii) Dn 12: los que duermen despiertan, los sabios brillan (iii) El Siervo y los que habitan en el polvo: Isaías (iv) Al tercer día: Oseas (v) Huesos secos y aliento de Dios: Ezequiel (vi) La resurrección y la esperanza de Israel 5. Conclusión Capítulo 4. TIEMPO DE DESPERTAR (2): LA ESPERANZA MÁS ALLÁ DE LA MUERTE EN EL JUDAÍSMO POSBÍBLICO 1. Introducción: El abanico 2. No hay vida futura o nadie que pueda hablar de ella: los saduceos 3. Inmortalidad dichosa (e incorpórea) 4. La resurrección en el judaísmo del segundo Templo (i) Introducción (ii) La resurrección en la Biblia: cuanto más griego mejor (iii) Nueva vida para los mártires: 2 Macabeos (iv) Juicio y vida en el nuevo mundo de Dios: resurrec¬ción y apocalíptica (v) La resurrección como acreditación del sabio que su¬fre: la Sabiduría de Salomón (vi) La resurrección, en otras palabras: Josefo (vii) ¿Resurrección en Qumrán? (viii) Seudo-Filón, Antigüedades bíblicas (ix) Fariseos, rabinos y tárgumes 5. La resurrección en el judaísmo antiguo: conclusión SEGUNDA PARTE: LA RESURRECCIÓN EN PABLO Capítulo 5. LA RESURRECCIÓN EN PABLO (FUERA DE LAS CARTAS A LOS CORINTIOS) 1. Introducción: la esperanza cristiana primitiva 2. 1 y 2 Tesalonicenses 3. Gálatas 4. Filipenses 5. Efesios y Colosenses 6. Filemón 7. Romanos (i) Introducción (ii) Rom 1-4 (iii) Rom 5-8 (iv) Rom 9-11 (v) Rom 12-16 8. Intermedio: las Epístolas Pastorales 9. Pablo (fuera de las cartas a los Corintios): conclusión Capítulo 6. LA RESURRECCIÓN EN CORINTO (1): INTRODUCCIÓN 1. Introducción: el problema 2. La resurrección en 1 Corintios (dejando aparte el capítulo 15) (i) Introducción (ii) 1 Cor 1-4: la sabiduría de Dios, el poder de Dios, el futuro de Dios (iii) 1 Cor 5-6: sexualidad, abogados y juicio (iv) 1 Cor 7: matrimonio (v) 1 Cor 8-10: ídolos, alimentos, monoteísmo y libertad apostólica (vi) 1 Cor 11-14: culto y amor 3. La resurrección en 2 Corintios (dejando aparte 4,7-5,11) (i) Introducción (ii) 2 Cor 1-2: sufrimiento y consuelo (iii) 2 Cor 3,1-6,13: la apología apostólica (iv) 2 Cor 6,14-9,15: ¿fragmentos? (v) 2 Cor 10-13: flaqueza y fuerza 4. Conclusión: la resurrección en Corinto Capítulo 7. LA RESURRECCIÓN EN CORINTO (2): Los PASAJES CLAVE 1. 1 Cor 15 (i) Introducción (ii) 1 Cor 15,1-11 (iii) 1 Cor 15,12-28 (iv) 1 Cor 15,29-34 (v) 1 Cor 15,35-49 (vi) 1 Cor 15,50-58 (vii) 1 Cor 15: conclusión 2. 2 Cor 4,7-5,10 (i) Introducción (ii) 2 Cor 4,7-15 (iii) 2 Cor 4,16-5,5 (iv) 2 Cor 5,6-10 (v) Conclusión 3. Conclusión: la resurrección en Pablo Capítulo 8. CUANDO PABLO VIO A JESÚS 1. Introducción 2. Los relatos del propio Pablo (i) Gál 1,11-17 (ii) 1 Cor 9,1 (iii) 1 Cor 15,8-11 (iv) 2 Cor 4,6 (v) 2 Cor 12,1-4 3. La conversión/vocación de Pablo en Hechos 4. Conversión y cristología 5. Conclusión TERCERA PARTE: LA RESURRECCIÓN EN EL CRISTIANISMO PRIMITIVO (APARTE DE PABLO) Capítulo 9. LA ESPERANZA RECENTRADA (1): TRADICIONES EVANGÉLICAS FUERA DE LOS RELATOS PASCUALES 1. Introducción 2. La resurrección en Marcos y sus paralelos (i) Curaciones (ii) Dificultades (iii) La futura acreditación de Jesús (iv) Enigmas (v) La pregunta de los saduceos 3. La resurrección en el material Mateo/Lucas (a veces cono¬cido como “Q”) 4. La resurrección en Mateo 5. La resurrección en Lucas 6. La resurrección en Juan 7. La resurrección en los evangelios: conclusión Capítulo 10. LA ESPERANZA RECENTRADA (2): OTROS ESCRITOS DEL NUEVO TESTAMENTO 1. Introducción 2. Hechos 3. Hebreos 4. Las Cartas Católicas 5. Apocalipsis 6. Conclusión: la resurrección en el Nuevo Testamento Capítulo 11. LA ESPERANZA RECENTRADA (3): TEXTOS PALEOCRISTIANOS NO CANÓNICOS 1. Introducción 2. Padres apostólicos (i) 1 Clemente (ii) 2 Clemente (iii) Ignacio de Antioquía (iv) Policarpo: Carta y Martirio (v) La Didajé (vi) Carta de Bernabé (vii) El Pastor de Hermas (viii) Papías (ix) La Epístola a Diogneto 3. Apócrifos paleocristianos (i) Introducción (ii) La Ascensión de Isaías (iii) El Apocalipsis de Pedro (iii) El Apocalipsis de Pedro (iv) 5 Esdras (v) La Epistula Apostolorum 4. Los apologistas (i) Justino Mártir (ii) Atenágoras (iii) Teófilo (iv) Minucio Félix 5. Los primeros grandes teólogos (i) Tertuliano (ii) Ireneo (iii) Hipólito (iv) Orígenes 6. El cristianismo siríaco primitivo (i) Introducción (ii) Las Odas de Salomón (iii) Taciano (iv) Los Hechos de Tomás 7. ¿“Resurrección” como espiritualidad? Textos de Nag Hammadi y de otros lugares (i) Introducción (ii) El Evangelio de Tomás (iii) Otra literatura tomasiana (iv) La Epístola a Regino (v) El Evangelio de Felipe (vi) Otros tratados de Nag Hammadi (vii) El Evangelio del Salvador 8. El siglo II: conclusión Capítulo 12. LA ESPERANZA EN PERSONA: JESÚS COMO MESÍAS Y SEÑOR 1. Introducción 2. Jesús como Mesías (i) El mesianismo en el cristianismo primitivo (ii) El mesianismo en el judaísmo (iii) ¿Por qué, entonces, llamar Mesías a Jesús? 3. Jesús, el Mesías, es Señor (i) Introducción (ii) Jesús y el reino (iii) Jesús y el César (iv) Jesús y YHWH 4. Conclusión: la resurrección dentro de la cosmovisión paleocristiana CUARTA PARTE: LA HISTORIA DE PASCUA Capítulo 13. CUESTIONES GENERALES DE LAS HISTORIAS PASCUALES 1. Introducción 2. El origen de las narraciones sobre la resurrección (i) ¿Fuente y tradiciones? (ii) El Evangelio de Pedro (iii) La forma de la historia (iv) ¿Redacción y composición? 3. La sorpresa de las narraciones sobre la resurrección (i) El extraño silencio de la Biblia en las historias (ii) La extraña ausencia de esperanza personal en las historias (iii) El extraño retrato de Jesús en las historias (iv) La extraña presencia de las mujeres en las historias 4. Las opciones históricas Capítulo 14. TEMOR Y TEMBLOR: MARCOS 1. Introducción 2. El final 3. De la historia a la Historia 4. El día de Pascua desde el punto de vista de Marcos Capítulo 15. TERREMOTOS Y ÁNGELES: MATEO 1. Introducción 2. Tierra quebrantada y cadáveres que resucitan 3. Los sacerdotes, los guardias y el soborno 4. Tumba, ángeles, primera aparición (28,1-10) 5. En el monte de Galilea (28,16-20) 6. Mateo y la resurrección: conclusión Capítulo 16. CORAZONES QUE ARDEN Y PAN PARTIDO: LUCAS 1. Introducción 2. Lucas 24 y Hechos 1 dentro de la obra de Lucas como un todo 3. El acontecimiento único 4. La Pascua y la vidade la iglesia 5. Lucas y la resurrección: conclusión QUINTA PARTE: FE, ACONTECIMIENTO Y SIGNIFICADO Capítulo 18. PASCUA E HISTORIA 1. Introducción 2. La tumba y los encuentros 3. Dos teorías rivales (i) “Disonancia cognitiva” (ii) Una nueva experiencia de gracia 4. La condición necesaria 5. El reto histórico de la resurrección de Jesús Capítulo 19. JESÚS RESUCITADO COMO EL HIJO DE DIOS 1. Cosmovisión, significado y teología 2. Los significados de “Hijo de Dios” (i) Introducción (ii) Resurrección y condición de Mesías (iii) Resurrección y señorío del mundo (iv) La resurrección y la cuestión de Dios 3. ¿Disparar al Sol? Bibliografía Prefacio I Este libro inició su andadura como capítulo final de Jesus and the Victory of God (1996), segundo volumen de la colección Christian Origins and the Question of God, cuyo primer volumen es The New Testament and the People of God (1992). La presente obra constituye el tercer volumen de la colección. Supone un cambio respecto al plan original, y, puesto que la gente me pregunta con frecuencia a qué se debe, tal vez una explicación sea de agradecer. Unos meses antes de que terminara de trabajar sobre Jesús and the Victory of God (en lo sucesivo JVG), Simon Kingston, de SPCK, vino a verme para decirme que las cubiertas para el libro ya se habían impreso (de manera que el número máximo de páginas de la obra tenía un límite infranqueable) y para preguntarme qué me proponía hacer. Si el trabajo hubiera seguido el rumbo previsto, y el material de lo que actualmente es el presente libro hubiera quedado comprimido (como yo neciamente había creído poder hacerlo) en setenta páginas más o menos, JVG habría tenido una longitud mínima de 800 páginas, y habría reventado sus flamantes cubiertas, algo nada deseable para cualquier investigador de mediana edad. Como si la providencia así lo hubiera dispuesto, en aquellos mismos días andaba yo dándole vueltas en la cabeza a la elección de tema para las Conferencias Shaffer que había de pronunciar en la Facultad de Teología de Yale en el otoño de 1996, poco después de la fecha de publicación prevista para JVG, Se suponía que el tema debía tener algo que ver con Jesús. Había estado cavilando cómo podría, bien comprimir material del voluminoso libro que para entonces habría acabado de salir, bien intentar dar mis conferencias sobre algún aspecto de Jesús que no había tratado en el libro (libro que yo había esperado que fuera razonablemente exhaustivo; desde luego, no tenía la intención de dejar sin tratar material original susceptible de ser utilizado para elaborar tres conferencias). Los dos problemas se resolvieron mutuamente: dejar fuera de JVG el capítulo sobre la resurrección, dar mis tres conferencias de Yale sobre la resurrección y convertir éstas en un pequeño libro que se uniera a la presente colección, ocupando un lugar intermedio entre JVG y el volumen sobre Pablo, en un principio proyectado como tercer volumen y que de ese modo pasaría a ser el cuarto. (Esto tuvo el inesperado efecto de que algunos recensores de JVG me acusaran de no estar interesado, o de no creer, en la resurrección de Jesús. Confío en que tal acusación pueda ahora quedar poco a poco acallada.) Las Conferencias Shaffer resultaron estimulantes, por lo menos para mí. Mis anfitriones en Yale nos dispensaron a mi esposa y a mí una cálida hospitalidad, y al honor que me habían hecho al invitarme le añadieron una respuesta siempre alentadora. Pero estaba claro que cada conferencia requería una ampliación considerable. Así, en los tres años siguientes, cuando daba conferencias en otros lugares, escogía con frecuencia el mismo tema para ayudarme con vistas a lo que todavía esperaba que fuera un libro corto: las Conferencias Drumwright en el Seminario Teológico Sudoccidental de Fort Worth (Texas), las Conferencias del Obispo en Winchester, las Conferencias Hoon-Bullock en la Universidad Trinity de San Antonio (Texas), las Conferencias DuBose en la Universidad del Sur en Sewanee (Tennessee), las Conferencias Kenneth W. Clark en la Facultad de Teología Duke de Durham (Carolina del Norte) y las Conferencias Sprunt en el Seminario de la Unión de Richmond (Virginia). (La versión de Sewanee fue publicada en la Sewanee Theological Review 41.2, 1998, 107-156; de vez en cuando he publicado también otras conferencias y ensayos sobre la materia, cuyos detalles están en la Bibliografía.) Di conferencias parecidas en la Escuela de Verano del Seminario Teológico de Princeton en St. Andrews; y comprimí la argumentación en una única conferencia para diversos centros, entre ellos el Seminario de St. Michael (Baltimore), la Pontificia Universidad Gregoriana (Roma) y el Seminario Truett de la Universidad Baylor en Waco (Texas). Guardo un agradecido recuerdo de todas estas instituciones. Su hospitalidad fue, sin excepción, magnífica. Pero el momento culminante que me permitió exponer el material con mucho más detalle y me dio espacio y tiempo para rebuscar y llenar montones de huecos llegó cuando se me designó para ocupar la Cátedra para visitantes MacDonald en la Facultad de Teología de Harvard durante el semestre de otoño de 1999. De repente, en lugar de tres o cuatro conferencias, tenía la oportunidad de dar más de veinte sobre el tema, a un nutrido auditorio de estudiantes inteligentes y críticos, en el mejor sentido de la palabra. Por supuesto, salí de cada clase con la conciencia de que el material merecía aún una ampliación mucho mayor. Mi sueño inicial de poner por escrito este libro sobre la marcha (y mi expectativa inicial de que fuera un libro pequeño) resultaba(n) irrealizable(s). Pero fui capaz de sentar las bases para la presente obra con mucha mayor profundidad que antes, en un entorno maravillosamente agradable. Estoy sumamente agradecido a mis colegas y amigos de Harvard, y a Al MacDonald, el fundador de la Cátedra, cuyo apoyo y entusiasmo personal por mi trabajo ha sido un gran estímulo. Así, aunque el libro ha cambiado de forma considerablemente desde finales de 1999, las semillas sembradas en Yale dieron fruto en Harvard, fruto que finalmente se recolecta en este libro. Confío en que a mis amigos de estas dos augustas instituciones no les moleste encontrarse vinculados de este modo unos con otros. II El libro ha alcanzado su longitud actual debido en parte a que, durante mi elaboración del material y mi lectura de la mayor cantidad posible de la abundantísima literatura secundaria, me pareció que con los años han acabado por ser aceptadas de manera generalizada toda clase de concepciones erróneas acerca de las ideas clave y también acerca de los textos clave. Como sucede con ciertos tipos de malas hierbas de jardín, hay ocasiones en las que lo único que se puede hacer es cavar más hondo hasta llegar debajo de las raíces. En particular, dentro de gran parte del ámbito de la investigación del Nuevo Testamento se ha llegado a aceptar que los primeros cristianos no pensaban que Jesús hubiera resucitado corporalmente de entre los muertos; se cita a Pablo con frecuencia como testigo principal de lo que la gente llama normalmente un punto de vista más “espiritual”. Esto es tan engañoso (a los especialistas no les gusta decir que sus colegas se equivocan de medio a medio, pero “engañoso” es, por supuesto, nuestra manera cifrada de decir lo mismo), y sin embargo está tan difundido, que desarraigar esta mala hierba ha requerido cavar muchísimo, y gran cantidad de siembra cuidadosa para plantar las semillas de lo que espero que sea la alternativa históricamente fundamentada. Los lectores tal vez se alegren de que no haya tenido espacio para destacar más que unos pocos ejemplos aquí y allá de lo que considero opiniones engañosas tanto sobre el judaísmo como sobre el Nuevo Testamento. He preferido exponer las fuentes primarias y dejar que ellas dieran forma al libro, en lugar de ofrecer un largo “estado de la cuestión” y permitir que éste dominara el horizonte. (La primera parte de Jesus and the Victory of God proporciona un trasfondogeneral al análisis.) Lo mismo que el libro podría haber crecido considerablemente si hubiera entrado en debate con todos los autores de los que he aprendido algo, estuviera o no de acuerdo con ellos, o incluso si simplemente los hubiera citado, también podría haber doblado fácilmente su extensión si hubiera explorado todas las vías secundarias de aspecto interesante que parten de esta carretera en particular. De muchas cuestiones secundarias sólo hago una mención rápida, en el mejor de los casos. Quienes siguen trabajando sobre la Sábana santa de Turín, por ejemplo, tal vez se sientan decepcionados por no encontrar ninguna otra mención de ella en esta obra1. Soy consciente de que he comentado algunos análisis mucho más en detalle que otros, y de que en algunos casos una escueta declaración de mi propia opinión ha tenido que sustituir el detenido debate con colegas y amigos que en circunstancias ideales debiera haber tenido lugar. Éste es el caso particularmente en la Segunda parte, que versa sobre Pablo; espero subsanar estas deficiencias, en alguna medida al menos, en el siguiente volumen de la colección. Mi principal interés en la presente obra ha sido presentar a fondo los argumentos que a mi parecer están urgentemente necesitados de una exposición clara. Este libro, a diferencia de sus dos predecesores, lo concibo fundamentalmente como una monografía simple con un único hilo de pensamiento, del cual proporciono un mapa general en el capítulo primero. La forma de la argumentación no es precisamente novedosa, pero me parece que en concreto el punto introductorio -a saber, el estudio de cómo la “resurrección”, negada por los paganos, pero afirmada por buen número de judíos, fue reafirmada y redefinida por los primeros cristianos- no se ha entendido nunca antes de esta manera. Ni tampoco se ha puesto de este modo al alcance de la gente un abanico parecido de material, parte del cual resulta inaccesible para muchos lectores. Espero que el libro contribuya a la claridad de futuros análisis, así como a una comprensión histórica y a una fe responsable. Diversas cuestiones introductorias tocantes al estilo, e incluso el contenido, se abordan en los prefacios a The New Testament and the People of God (en lo sucesivo NTPG) y JVG. Las preguntas que a veces me hacen exigen un comentario nuevo. A los habitantes del mundo antiguo que no eran ni judíos ni cristianos los llamo “paganos” por la misma razón que los llaman así la mayoría de los especialistas en historia antigua: no por entenderlo en modo alguno como un insulto, sino porque parece el modo más práctico de designar a un gran número de pueblos por lo demás dispares. El término es, por supuesto, “nético” y no “émico” (es decir, no era, al menos en el período que nos ocupa, un término que nadie utilizara para describirse a sí mismo, sino que refleja más bien la perspectiva que tenían otros, en este caso los judíos y los cristianos, sobre la gente en cuestión). En el presente libro tiene un valor puramente heurístico. Pese a la preocupación de algunos, he seguido escribiendo la mayor parte del tiempo “dios” con “d” minúscula. No es una irreverencia. Es recordarme a mí mismo, y también al lector, que en el siglo I, lo mismo que cada vez más en el XXI, la cuestión no es si creemos o no en “Dios” (con lo cual se da por supuesto que todos sabemos a quién o a qué se refiere esa palabra), sino más bien preguntarse de qué dios, de entre los muchos candidatos disponibles, estamos hablando. Cuando los judíos del siglo I, y los primeros cristianos, hablaban de “el dios que resucita a los muertos”, estaban implícitamente sosteniendo que este dios, el dios creador, el dios de la alianza de Israel, era de hecho Dios, el ser uno y único al que esa palabra se refiere de manera apropiada. La mayoría de sus contemporáneos no lo veían de ese modo; no en vano los primeros cristianos eran conocidos como “ateos”2. Incluso los especialistas de Nuevo Testamento, al ver la palabra “Dios”, pueden caer fácilmente en la trampa de hacer suposiciones injustificadas acerca de la identidad del ser al que así se denomina - precisamente el tipo de suposiciones que una investigación como la presente ha de poner en tela de juicio-. Sin embargo, cuando exponga las opiniones de los primeros cristianos, y cite de sus escritos, utilizaré con frecuencia la mayúscula para indicar que los autores estaban diciendo precisamente esto, que el dios que ellos adoraban e invocaban era de hecho Dios. En los capítulos conclusivos empezaré también yo a utilizar la mayúscula, como hice en los puntos equivalentes de JVG, por razones que espero que resulten evidentes. Confío en que esto no cause demasiada confusión. La alternativa es adoptar el uso habitual y de ese modo, en lo que respecta a la mayoría de los lectores la mayor parte del tiempo, no alertarles acerca de la cuestión más importante que subyace tras la colección entera. En este punto se debe mencionar otro asunto vital, puesto que la limitación de espacio ha impedido tratarlo con más detalle en el cuerpo del texto3. Constantemente me tropiezo con afirmaciones poco meditadas acerca de una resurrección “literal” contrapuesta a otra “metafórica”. Sé lo que la gente tiene en la cabeza cuando dicen eso, pero tales palabras son medios poco útiles de decirlo. Los términos “literal” y “metafórico” hacen referencia, propiamente, a los modos en que las palabras hacen referencia a las cosas, no a las cosas a las que se refieren las palabras. Para desempeñar esta función, las palabras apropiadas podrían ser “concreto” y “abstracto”. La expresión “la teoría de las formas de Platón” se refiere literalmente a una realidad abstracta (de hecho, doblemente abstracta). La expresión inglesa “la cuchara grasienta” se refiere metafóricamente, y quizá también metonímicamente, a una realidad concreta, a saber, al restaurante barato que está a la orilla de la carretera. De suyo, el hecho de que el lenguaje se utilice literal o metafóricamente no nos dice nada acerca del tipo de realidades al que se refiere. Cuando los judíos, paganos y cristianos de la antigüedad utilizaban la palabra “sueño” para denotar la muerte, estaban utilizando una metáfora para referirse a un estado concreto de cosas. A veces utilizamos el mismo lenguaje en la otra dirección: quien duerme profundamente está “muerto para el mundo”. A veces, como en Ezequiel 37, los escritores judíos utilizaban el lenguaje de “resurrección” como una metáfora de acontecimientos políticos concretos, en el caso mencionado el del regreso de los judíos del exilio de Babilonia. La metáfora permitía al profeta denotar el acontecimiento concreto connotando al mismo tiempo la idea de un gran acto de nueva creación, un nuevo Génesis. Como veremos, los cristianos desarrollaron sus propios y nuevos usos metafóricos, que asimismo se referían a estados concretos de cosas. Pero, en la mayor parte de los casos, aquellos judíos y paganos que hablaban de resurrección, fuera para afirmarla (como los fariseos) o para negarla (como los saduceos, junto con el entero mundo del paganismo grecorromano), utilizaban esa palabra para referirse a un acontecimiento hipotético concreto que podría tener lugar en el futuro, a saber, la vuelta a la vida en un sentido pleno y corporal de quienes en el momento presente están muertos. Aunque las palabras que utilizaban (p.ej., anastasis en griego) tenían un significado más amplio (anastasis denota básicamente el acto de hacer que algo o alguien se ponga en pie o se levante, o el de hacerlo uno mismo), adquieren el significado especialmente fijo de este “resucitar” de entre los muertos. Así, el significado normal de este lenguaje podía referirse, literalmente, a un estado concreto de cosas. Una de las principales cuestiones que se plantean en el presente libro es la de si los primeros cristianos, que en tantos sentidos fueron innovadores dotados de buena disposición y entusiasmo, utilizaron también el lenguaje de resurrección de ese modo. III Deseo expresar mi agradecimientoa las numerosas personas -miembros de mi familia, amigos, colegas y asistentes a mis conferencias y clases- que han analizado este tema conmigo a lo largo de los años. He aprendido mucho de muchos y espero seguir haciéndolo. Estoy especialmente agradecido a mi querida esposa y mis amados hijos por su estímulo y apoyo, en particular a mi hijo el doctor Julian Wright por quitarle tiempo a su propia investigación histórica para leer íntegramente el texto y hacer docenas de comentarios útiles. Una de las modalidades más extraordinarias de estímulo me llegó de manera totalmente inesperada en forma de invitación a escribir el libreto del Easter Oratorio de Paul Spicer, basado en Jn 20 y 21. Esta obra se estrenó en el Festival de Lichfield en julio del 2000, y desde entonces se ha interpretado a ambos lados del Atlántico, además de ser emitida en parte en la emisora de la BBC. Paul y yo hemos escrito juntos acerca de esta experiencia en Sounding the Depths, editado por Jeremy Begbie (SCM Press, Londres 2002). Trabajar con Paul me hizo pensar sobre la resurrección desde varias perspectivas nuevas, y hoy es el día que no puedo leer las historias pascuales joánicas sin pensar todo el tiempo en su música y sin un inmenso sentimiento de agradecimiento por el privilegio de que he sido objeto. Tras haber explicado el retraso de JVG aludiendo a una mudanza de casa y de trabajo, me encuentro en este momento haciendo lo mismo; nuestro traslado a Westminster en 1999-2000 requirió tiempo y energía, e inevitablemente hizo más lentas las cosas. El hecho de que en este momento se hayan vuelto a acelerar se debe de manera especial al apoyo de mis nuevos colegas, particularmente el Dean de Westminster, el doctor Wesley Carr, y mis compañeros canónigos; y también a la agradable asistencia, en asuntos grandes y pequeños, de la secretaria de los canónigos, la señorita Avril Bottoms. En la parte técnica, hay que dar de nuevo la enhorabuena a Steve Siebert y los fabricantes del programa informático Nota Bene por el magnífico producto que a tantos estudiosos ha ayudado a generar su propia copia definitiva preparada para la imprenta, incluso en el caso de un trabajo de la complejidad de éste. Estoy muy agradecido a varios amigos y colegas que han leído en parte o en su totalidad el manuscrito y me han ayudado a evitar errores; por supuesto, no se les debe culpar de los que queden. Deseo dar las gracias de manera particular a los catedráticos Joel Marcus, Paul House, Gordon McConville y Scott Hafemann; a los doctores John Day, Jason Konig y Andrew Goddard; y a varios miembros de diversas facultades de la Universidad Baylor de Waco (Texas), particularmente a los profesores Stephen Evans, David Garland, Carey Newman, Roger Olson, Mikeal Parsons y Charles Talbert, cada uno de los cuales me proporcionó una crítica perspicaz y comentarios detallados cuando el libro estaba casi completo. La catedrática Morna Hooker me prestó generosamente su propia copia de un trabajo recientemente publicado para que pudiera tomar nota de él en el último minuto. Los muchos errores que quedan son, por supuesto, íntegra y únicamente imputables a mí mismo. El puesto de honor en el capítulo de los agradecimientos, sin embargo, corresponde esta vez a mis editores, SPCK, como tales. Tras haberme incitado a asumir un importante programa como autor, me han proporcionado un apoyo excelente, no sólo en el departamento de redacción, sino particularmente en forma de asistente de investigación. El doctor Nicholas Perrin, que es a su vez un investigador con obra publicada, ha desempeñado este papel con un incansable buen humor durante los últimos dos años, poniendo a mi disposición sus vastos conocimientos, rebuscando y encontrando fuentes antiguas y modernas, proporcionándome en una sola persona el equivalente de la sala común de una universidad (de manera que he podido poner a prueba ideas y conseguir al instante una reacción de calidad) y desempeñando en general las funciones de ayudante, consejero, crítico y amigo. Trabajar con él casi a diario ha sido una delicia intelectual y personal. La dedicatoria refleja una doble y vieja deuda de amistad e investigación. Me encontré con Oliver O’Donovan (en una clase de hebreo) en mi primer día en Oxford; su sabia amistad, ejemplo investigador y profunda inteligencia teológica y filosófica han sido desde entonces una inspiración. Conocí a Rowan Williams cuando ambos regresamos a Oxford en 1986. Nuestra enseñanza compartida, y los muchos planos de amistad que la rodeaban, están entre mis recuerdos más felices de aquel tiempo. Oliver y Rowan, por supuesto, también han escrito a su vez libros destacados sobre la resurrección, y eso por sí solo habría ya justificado que les ofreciera esta muestra de afecto y respeto. Pero cuando, el día que escribí la sección final de este libro, me anunciaron que Rowan se había convertido en el nuevo arzobispo de Canterbury, mi justificada impresión se volvió obligación. Enhorabuena a él y gracias a los dos. N. T. Wright Abadía de Westminster PRIMERA PARTE PARA SENTAR LAS BASES Capítulo 1 La diana y las flechas 1. Introducción: La diana El peregrino que visita la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén se encuentra frente a varios interrogantes. ¿Es éste, después de todo, el lugar donde Jesús de Nazaret fue crucificado y sepultado? ¿Por qué se encuentra dentro de los muros de la ciudad, y no en el exterior, como cabría suponer? ¿Qué relación guarda el actual edificio con el emplazamiento original? ¿Cómo llegó este lugar a transformarse en algo tan diferente de lo que el Nuevo Testamento nos induce a imaginar (una tumba en un jardín, en las cercanías de una colina llamada Gólgota)? Aun suponiendo que éste fuera el lugar correcto, ¿cómo saber dónde se encuentra el emplazamiento exacto? Este afloramiento rocoso que hoy en día se encuentra encerrado dentro de una capilla a la que se sube por unas escaleras, ¿es en realidad la cumbre del Gólgota? ¿Es realmente en esa lápida de mármol donde yació Jesús ya muerto? ¿Es este santuario sumamente adornado el verdadero emplazamiento de la tumba? Existe además otro interrogante de diferente naturaleza, pero tan apremiante como el anterior para algunos visitantes: ¿por qué todavía diferentes grupos de cristianos siguen peleándose acerca de quién posee el auténtico lugar? Sin embargo, estos interrogantes no le restan encanto al sitio. Pese a las peleas arqueológicas, históricas y eclesiásticas, la iglesia sigue conservando su poder evocador y espiritual. Son cientos de miles los peregrinos que siguen acudiendo a ella4. Algunos de ellos todavía siguen preguntándose si realmente todo eso ocurrió: ¿realmente Jesús de Nazaret resucitó de entre los muertos? Pero, sean o no conscientes de ello, se unen a una muchedumbre muy diferente que se encamina hacia una diferente peregrinación: la acalorada multitud de los historiadores, en la que menudean los empujones, que investigan las extrañas informaciones sobre lo acontecido en la tumba de Jesús al tercer día de su ejecución. Llegados a este punto, todos se ven enfrentados a una serie parecida de problemas. La historia de la Pascua cristiana, como la iglesia situada en su supuesta ubicación, ha sido demolida y reconstruida una y otra vez en el transcurso de los años. Las seductoras narraciones de los evangelios resultan tan desconcertantes para quien las lee como el edificio lo es para quien lo visita. ¿Cómo encajan, si es que encajan? ¿Qué ocurrió exactamente? ¿Cuál de las escuelas actuales de pensamiento está contando la verdadera historia, si es que alguna la cuenta? Muchos han desesperado de descubrir lo que ocurrió, en el supuesto caso de que algo ocurriese, al tercer día de la crucifixión de Jesús. Sin embargo, pese a la perplejidad y el escepticismo, miles de millones de cristianos del mundo entero repiten habitualmente la confesión original de la fe pascual: al tercer día de su ejecución, Jesús resucitó. ¿Qué ocurrió, entonces, aquella mañana dePascua? Esta pregunta de tipo histórico, tema central del presente libro, está íntimamente relacionada con la pregunta de por qué empezó el cristianismo, y por qué adoptó la forma que de hecho tomó5. A su vez, ésta es la cuarta de las cinco preguntas que formulé en la obra Jesus and the Victory of God, obra que proponía respuestas a las tres primeras (¿dónde se sitúa Jesús dentro del judaísmo?, ¿cuáles eran los objetivos de Jesús? y ¿por qué murió Jesús?). (Espero abordar en un volumen posterior la quinta pregunta: ¿por qué los evangelios son lo que son?) La cuestión acerca de los orígenes del cristianismo es inevitablemente una cuestión acerca de la figura de Jesús como tal, y también acerca de la iglesia primitiva. Independientemente de otras cosas que los primeros cristianos dijesen de sí mismos, de manera habitual explicaban su propia existencia y sus actividades características hablando de Jesús. Resulta sorprendente, pero es verdad, que para poder determinar lo que ocurrió un día concreto de hace casi dos mil años nos veamos obligados a llamar de nuevo, y a contrastar, a una amplia variedad de testigos, algunos de los cuales están siendo interrogados simultáneamente por abogados de otras respuestas a la misma pregunta. El debate ha estado frecuentemente plagado de simplificaciones excesivas, y para evitar esto tendremos que exponer las cosas de manera razonablemente completa. Aun así, no hay espacio suficiente para exponer una historia extensa de la investigación sobre este tema. He seleccionado a algunos interlocutores, lamentando la falta de espacio para incluir a más. La impresión que me ha dejado la lectura de la bibliografía al respecto es que las fuentes primarias como tales no se conocen suficientemente bien, o no se han estudiado con suficiente cuidado. Este libro pretende poner remedio a esto, sin señalar siempre a los especialistas que concuerdan con las opiniones aquí expuestas, o a los que discrepan de ellas6. Como indica el título general del proyecto, y como aparece explicado en la Primera parte del primer volumen, mi intención es escribir sobre los comienzos históricos del cristianismo y sobre el tema de dios. Por supuesto soy consciente de que, durante más de doscientos años, los especialistas se han afanado por mantener las distancias entre la historia y la teología, o la historia y la fe. La intención que anima tal actitud es buena: cada una de estas disciplinas tiene su propia estructura y lógica, y ninguna se puede convertir sencillamente en una rama de la otra. Pero precisamente en este punto -los orígenes del cristianismo en general, y la resurrección en particular- están inevitablemente entrelazadas. De hecho, no reconocer esto equivale con frecuencia a optar tácitamente por un tipo particular de teología, quizá una forma de deísmo cuyo dios, al modo de un terrateniente absentista, se mantiene al margen de toda implicación histórica. Defender esta postura apelando a la “trascendencia” divina es una forma de replantear el problema, no de resolverlo7. Reflejo de esto es la adopción de un sobrenaturalismo flagrante cuyo dios taumaturgo pasa habitualmente por encima de la causalidad histórica. En otros puntos del mapa existen diversas formas de panteísmo, panenteísmo y teología del proceso, en las cuales “dios” forma parte del mundo espacio-temporal y el proceso histórico, o está íntimamente relacionado con ellos. Por tanto, reconocer el vínculo existente entre historia y teología no entraña tomar decisiones por adelantado sobre las cuestiones planteadas por una u otra, sino advertir del carácter necesariamente polifacético del tema. Éste es casi el núcleo de los múltiples desacuerdos que encuentro entre mí mismo y uno de los principales autores que han escrito sobre este tema en los últimos veinte años, el arzobispo Peter Carnley8. En su obra (y en la de algunos otros) parece existir un argumento implícito según el cual: (a) la investigación histórico-crítica ha deconstruido minuciosamente los acontecimientos de la primera Pascua, pero (b) a quien intente entrar en diálogo con dicha investigación partiendo de sus mismos planteamientos se le dice que hacer tal cosa equivale a recortar la resurrección acomodándola a nuestro interés, a reducirla a un plano meramente mundano. Al parecer, el trabajo histórico es estupendo, necesario incluso, siempre y cuando aporte resultados escépticos, pero resulta peligroso y dañino -¡para la auténtica fe!- si pretende hacer otra cosa9. Si sale cara, pierdo yo, si sale cruz, ganas tú. Aunque no deseamos adoptar sin crítica los anteriores métodos histórico- críticos, debemos insistir en que el recurso a la historia sigue teniendo importancia y se puede seguir utilizando, sin con ello prejuzgar cuestiones teológicas en esta fase. No podemos conformarnos ni con “una colonización apologética del estudio histórico” ni con “una indiferencia de cuño teológico respecto a la historia”10. Coincido con Carnley (345, 365) en que no debemos dejarnos atrapar en una preocupación unilateral por el intento de establecer proposiciones objetivas sobre Jesús; pero él utiliza esta advertencia como un medio para permitir que reconstrucciones históricas demostrablemente falaces queden sin impugnar. Como bien insistía Moule, tomarse la historia en serio no constituye un voto a favor del protestantismo liberal11. Ni la pregunta acerca de “qué ocurrió en realidad” se empezó a considerar importante únicamente a partir de John Locke12. En gran parte de la investigación actual, la “cuestión de dios” se plantea de la siguiente manera: ¿qué creían los primeros cristianos acerca del dios del que hablaban?, ¿qué explicación daban en sus primeros días del ser y la actuación de este dios, y de qué forma esto expresaba y sustentaba sus razones para seguir existiendo como grupo después de la muerte de su líder? En otras palabras, en las partes Segunda, Tercera y Cuarta vamos a ocuparnos de la reconstrucción histórica de lo que los primeros cristianos creían sobre sí mismos, sobre Jesús y sobre su dios. Quedará claro que creían en el dios de los patriarcas y profetas israelitas, quien les había hecho promesas en el pasado y que en ese momento, de manera sorprendente pero poderosa, las había cumplido en y por Jesús. Hasta la última parte no tendremos que abordar otro problema mucho más difícil: a la hora de llegar a conclusiones históricas acerca de lo que sucedió en Pascua, no podemos evitar la cuestión relativa a la cosmovisión y teología propias del historiador. Soslayar este punto equivale normalmente a optar de manera tácita por una cosmovisión particular, a menudo la del escepticismo posilustrado. La estructura del libro queda, pues, determinada por las dos subcuestiones fundamentales en las que se divide la pregunta principal: ¿qué pensaban los primeros cristianos que le había ocurrido a Jesús? y ¿qué podemos decir sobre la admisibilidad de esas creencias? La primera pregunta constituye el tema de las partes Segunda, Tercera y Cuarta; la segunda se aborda en la Quinta parte. Obviamente las dos se solapan, puesto que parte de la razón por la que se llega a la conclusión de la Quinta parte son las sorprendentes creencias descubiertas en las partes Segunda, Tercera y Cuarta, y la dificultad de dar razón de dichas creencias a menos que aceptemos la hipótesis de su veracidad. Pero, en teoría, ambas cuestiones son separables. Es perfectamente posible que un estudioso llegue a la conclusión de (a) que los primeros cristianos creían que Jesús había sido resucitado corporalmente y de (b) que éstos se equivocaban13. Son muchos los que han adoptado esta opinión. Pero corresponde a quien tal haga ofrecer una explicación alternativa de por qué (a) llegó a darse, y uno de los rasgos interesantes de la historia de la investigación es el abanico sumamente variado de respuestas que se siguen dando a esta pregunta. A medida que este libro y la investigación que condujo hasta él se han ido desarrollado a lo largo de estos últimos años, he ido tomando conciencia de que en laactualidad existe un paradigma predominante, en líneas generales, para entender la resurrección de Jesús, un paradigma que, pese a las numerosas voces discrepantes, está ampliamente aceptado tanto en el mundo de la investigación como en el de muchas de las principales iglesias. Aunque mi planteamiento a lo largo del libro va a ser positivo y expositivo, merece la pena señalar desde el comienzo que pretendo impugnar este paradigma dominante en todos y cada uno de sus elementos principales. En términos generales, esta opinión sostiene lo siguiente: (1) que el contexto judío proporciona sólo un marco confuso donde “resurrección” podía significar varias cosas diferentes; (2) que Pablo, el primer escritor cristiano, no creía en la resurrección corporal, sino que sostenía una opinión “más espiritual”; (3) que los primeros cristianos creían, no en la resurrección corporal de Jesús, sino en su exaltación/ascensión/glorificación, en su “subida a los cielos” en virtud de una especie de capacidad especial, y que empezaron a emplear el lenguaje de “resurrección” para referirse a esa creencia, y sólo posteriormente para hablar de una tumba vacía o de “ver” a Jesús resucitado; (4) que las historias de los evangelios sobre la resurrección son invenciones tardías destinadas a reafirmar esta creencia surgida en un segundo momento; (5) que la mejor manera de entender tales “vistas” de Jesús, fuera cual fuera el modo en que tuvieran lugar, es partir de la experiencia de conversión de Pablo, que como tal se puede explicar como una experiencia “religiosa”, interna al sujeto, que no conlleva la visión de ninguna realidad externa, y que los primeros cristianos experimentaron algún tipo de fantasía o alucinación; (6) que, independientemente de lo que le ocurriera al cuerpo de Jesús (las opiniones difieren ya de entrada respecto a si fue sepultado, siquiera), dicho cuerpo no fue objeto de una “resucitación”, y ciertamente no fue “resucitado de entre los muertos” en el sentido en que las historias evangélicas, leídas en su sentido aparente, parecen requerir14. Por supuesto, los diferentes especialistas subrayan de diferente manera los distintos elementos que integran este paquete; pero el cuadro seguirá resultando familiar a quien haya hecho siquiera escarceos en este tema, o haya escuchado algunos sermones de Pascua, o incluso sermones fúnebres, de la corriente dominante en las últimas décadas. La carga negativa del presente libro es que existen excelentes argumentos históricos, seguros y bien fundados, contra cada una de esas posiciones. La idea central positiva es establecer (1) un punto de vista diferente con respecto al contexto y los materiales judíos, (2) una nueva manera de entender a Pablo y (3) a todos los demás cristianos primitivos, y (4) una nueva lectura de las historias evangélicas; y sostener (5) que la única razón posible por la que el cristianismo empezó y tomó la forma que tomó es que la tumba realmente estaba vacía y que hubo gente que realmente se encontró con Jesús, vivo de nuevo, y (6) que, aun cuando admitirlo supone aceptar un reto en lo que a la cosmovisión como tal se refiere, la mejor explicación histórica de todos estos fenómenos es que Jesús, en efecto, fue resucitado corporalmente de entre los muertos. (La numeración de estos argumentos corresponde a las partes de este volumen, a excepción de [5] y [6], que corresponden a los dos capítulos [18 y 19] de la Quinta parte.) El debate se ha centrado en una docena o así de puntos clave dentro de estos temas. Lo mismo que los excursionistas que visitan el Distrito inglés de los Lagos se dirigen a las principales ciudades (Windermere, Ambleside, Keswick) y se mantienen a pocos kilómetros de ellas, quienes escriben artículos y monografías sobre la resurrección vuelven una y otra vez sobre los mismos puntos clave (las ideas judías sobre la vida tras la muerte, el “cuerpo espiritual” de Pablo, la tumba vacía, las “visiones” de Jesús, etc.). El excursionista, sin embargo, no saca de los Lagos el mejor partido posible; en realidad, quizá no entienda en absoluto la región. Mi propuesta en este libro es dirigirnos a los montes y a los estrechos senderos rurales, así como a las zonas más pobladas. Un ejemplo obvio (aunque es increíble cuántos parecen pasarlo por alto): escribir sobre la opinión que Pablo tiene de la resurrección sin mencionar 2 Cor 5 o Rom 8 -como han hecho muchos— es como decir que “conoces” el Distrito de los Lagos cuando nunca has subido el Scalfell Pike o el Helvellyn (las montañas más altas de Inglaterra). Una de las razones por las que este libro es más largo de lo previsto es precisamente mi determinación a incluir todas las pruebas. Antes de llegar al núcleo de la cuestión, hay dos temas preliminares, ambos controvertidos, que debemos examinar. En primer lugar, ¿qué clase de tarea histórica acometemos al hablar de la resurrección? El presente capítulo introductorio pretende despejar el terreno necesario en este punto. Sin él, algunos lectores objetarían que un servidor eludía la cuestión de si es siquiera posible escribir desde un punto de vista histórico sobre la resurrección. En segundo lugar, ¿cómo pensaban y hablaban sobre los muertos y su destino futuro las gentes de la época de Jesús, tanto gentiles como judíos? En concreto, ¿qué significado tenía, dentro de aquel abanico de creencias, la palabra “resurrección” (anastasis y sus afines, el verbo egeiro y sus afines en griego, y qum y sus afines en hebreo)?15 Los capítulos 2 y 3 abordan esta cuestión, aclarando en particular -un paso fundamental, como veremos- qué entendían los primeros cristianos, y cómo les entendían, cuando hablaban y escribían sobre la resurrección de Jesús. Como señaló una vez George Caird, cuando un hablante declara “I’m mad about my flat”, resulta útil saber si es estadounidense (en cuyo caso está expresando su cólera por un pinchazo) o británico (en cuyo caso está expresando lo contento que se siente con su vivienda)16. Cuando los primeros cristianos decían “El Mesías fue resucitado de entre los muertos al tercer día”, ¿qué podían entender quienes les escuchaban? Esto puede parecer evidente para algunos lectores, pero no fue evidente en absoluto, según los evangelistas, cuando Jesús dijo cosas similares a sus seguidores, y una ojeada a la bibliografía contemporánea dejará patente que, para muchos especialistas actuales, sigue distando mucho de ser evidente17. Además de la cuestión del significado (¿qué significaba esta manera de hablar en aquel entonces?), debemos considerar también la cuestión de la derivación: ¿qué le debía al contexto más amplio, judío y no judío, si es que le debía algo, la configuración cristiana de las ideas y el lenguaje acerca de la Pascua? El capítulo 2 examina el mundo no judío del siglo I con estas dos cuestiones en mente; los capítulos 3 y 4, que desarrollan el breve análisis recogido en el primer volumen de esta colección, analizan el mundo judío18. Permítaseme exponer algo más detalladamente la explicación breve, casi formularia, que acabo de dar hace un momento acerca de cómo va a proceder la argumentación a partir de allí. Abordaré la cuestión principal de las partes Segunda a Cuarta preguntando: dado el amplio abanico de opiniones sobre la vida después de la muerte en general, y sobre la resurrección en particular, ¿qué creían los primeros cristianos sobre estos temas, y qué explicación podemos dar de sus creencias? Descubriremos que, aun cuando los primeros cristianos se situaban en cierto sentido dentro de la gama judía de opiniones, sus puntos de vista sobre el tema se habían clarificado, y hasta cristalizado, en un grado que no tenía parangón dentro del judaísmo. La explicación que daban, de esto y de muchas más cosas, era la afirmación igualmente sin parangón de que Jesús de Nazaret había sido resucitado corporalmente de entre los muertos. Las partes Segunda, Tercera y Cuarta pondrán de manifiesto que esta creencia sobre la resurrección en general, y sobre Jesús en particular, ejerce presión sobre el historiadorpara que dé razón de tan repentina y espectacular mutación producida desde el interior mismo de la cosmovisión judía. Para examinar estas cuestiones voy a seguir una vía que no es tradicional. La mayoría de los análisis han empezado con las historias sobre la resurrección contenidas en los últimos capítulos de los cuatro evangelios canónicos, y luego, a partir de ahí, han ampliado la perspectiva. Puesto que esos capítulos están entre las partes más difíciles del material que tenemos ante nosotros, y dado que según un consenso unánime fueron escritos después de nuestro principal testigo literario, Pablo, propongo dejarlos para el final, y preparar el camino centrándonos en Pablo como tal (Segunda parte) y en los demás escritores paleocristianos, tanto canónicos como no canónicos (Tercera parte). Pese a lo que a veces se dice, descubriremos una unanimidad sustancial en el punto básico: prácticamente todos los primeros cristianos de los que tenemos pruebas sólidas afirmaban que Jesús de Nazaret había sido resucitado corporalmente de entre los muertos. Cuando decían “fue resucitado al tercer día”, querían decir literalmente esto. Sólo podremos hacer justicia a las historias evangélicas sobre la resurrección, que nos ocuparán en la Cuarta parte, cuando hayamos percibido la fuerza de esta argumentación. Luego, la Quinta parte se acercará a esta cuestión: ¿qué pueden decir sobre la Pascua los historiadores del siglo XXI basándose en las pruebas e indicios históricos? Sostendré que la mejor explicación, con mucho, de la mutación paleocristiana que se produjo dentro de la creencia judía sobre la resurrección consiste en admitir que habían sucedido dos cosas. En primer lugar, que la tumba de Jesús fue encontrada vacía. En segundo lugar, que varias personas -entre ellas al menos una, o quizá más, que anteriormente no había sido seguidora de Jesús- afirmaban haberlo visto vivo de una manera para la cual el lenguaje inmediatamente disponible de fantasmas, espíritus y cosas parecidas, resultaba inadecuado, y para la cual sus creencias anteriores sobre la vida después de la muerte, y sobre la resurrección en particular, no las habían preparado. Si quitamos cualquiera de estas conclusiones históricas, la creencia de la iglesia primitiva se convierte como tal en inexplicable. La pregunta siguiente es: ¿por qué estaba la tumba vacía, y qué explicación cabe dar de que se haya visto a Jesús aparentemente resucitado? Voy a sostener que la mejor explicación histórica es la que inevitablemente plantea todo tipo de cuestiones teológicas: la tumba estaba, en efecto, vacía, y Jesús fue visto con vida, en efecto, porque realmente fue resucitado de entre los muertos. Afirmar que Jesús de Nazaret fue resucitado de entre los muertos resultaba tan controvertido hace mil novecientos años como lo es hoy. Los filósofos de la Ilustración no fueron los primeros en descubrir que los muertos permanecían muertos. El historiador que desee hacer semejante afirmación se ve obligado, por tanto, a poner en tela de juicio un presupuesto básico y fundamental -no sólo, como se dice a veces, la postura del escepticismo del siglo XVIII, o de la ‘cosmovisión científica”, en cuanto opuestas a una “visión pre-científica”, sino también la de casi todos los pueblos antiguos y modernos situados al margen de las tradiciones judías y cristianas-19. Voy a presentar argumentos históricos y teológicos a favor de dar este paso tan radical, echando mano al mismo tiempo de las reflexiones teológicas de los inicios del cristianismo, derivadas de la resurrección de Jesús -las reflexiones que desde muy, muy pronto llegaron a la conclusión de que la resurrección demostraba que Jesús era el hijo de Dios y de que, cosa igualmente importante, el único Dios verdadero era a partir de ese momento cognoscible con toda verdad como el padre de Jesús-. El círculo del libro quedará así completo. Antes de poder siquiera apuntar a las dianas, debemos preguntarnos: ¿es posible, siquiera, tal tarea? 2. Las flechas (i) Disparar al Sol Hubo una vez un rey que ordenó a sus arqueros que disparasen al Sol. Los más fuertes pasaron todo el día intentándolo con sus mejores equipos, pero sus flechas se quedaban cortas, y el Sol siguió indiferente su camino. Los arqueros pasaron la noche entera puliendo sus flechas y cambiándoles las plumas, y al día siguiente lo intentaron de nuevo con renovado celo; pero sus esfuerzos siguieron siendo en vano. El rey se enojó y empezó a lanzar siniestras amenazas. Al tercer día, el arquero más joven, que tenía el arco más pequeño, acudió a mediodía al lugar del jardín donde el rey estaba sentado frente a un estanque. Ahí estaba el Sol, una esfera dorada reflejada en el agua tranquila. Con un único tiro, el muchacho le dio en el centro. El Sol se partió en miles de fragmentos brillantes. Las flechas de la historia no pueden alcanzar a Dios. Por supuesto, puede haber significados de la palabra “dios” que permitan convertir a tal ser en un blanco más dentro de una barraca de tiro, para que los historiadores tiren contra él al azar. Cuanto más serio sea un panteísta, mayor será la probabilidad de que deba suponer que, al estudiar el curso de los acontecimientos dentro del mundo natural, está estudiando a su dios. Pero el dios de la tradición judía, el dios de la fe cristiana y también el dios de la devoción musulmana (que sean tres o uno solo no nos atañe en este momento) simplemente no son esa clase de dios. La trascendencia del dios o dioses del judaísmo, el cristianismo o el islam proporciona el equivalente teológico de la fuerza de la gravedad. Las flechas de la historia están condenadas a no alcanzarle nunca. Y, sin embargo, en lo más profundo de la tradición judía y la cristiana se encuentra un rumor de que una imagen, un reflejo, del único dios verdadero ha aparecido dentro del campo gravitatorio de la historia. Este rumor, que va desde el Génesis hasta la tradición sapiencial, y luego se introduce en las creencias judías sobre la Torá, por un lado, y en las creencias cristianas sobre Jesús, por otro, tal vez ofrezca aún un modo de conseguir la cuadratura del círculo, que el pastel se coma y se posea a la vez, que la trascendencia de este dios se ponga a tiro. Este precepto no está en el cielo para que digas: “¿Quién subirá al cielo a buscarlo para que nos lo dé a conocer y lo pongamos en práctica?”. Tampoco está más allá de los mares para que digas: “¿Quién pasará al otro lado de los mares a buscarlo para que nos lo dé a conocer y lo pongamos en práctica?”. Pues la palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas20. Y lo que Moisés decía de la Torá, Pablo lo decía de Jesús, con especial referencia a su resurrección21. Estas reflexiones preparan el contexto para que consideremos lo que la historia puede o no puede decir sobre lo que aconteció en Pascua. Algunos han supuesto que por el hecho de haber ofrecido “pruebas” históricas del acontecimiento pascual han demostrado, en un sentido moderno y casi científico, no sólo la existencia del dios cristiano, sino también la validez del mensaje cristiano22. Al transformar sus flechas en cohetes espaciales, se han olvidado de Ícaro y han partido audazmente hacia el Sol. Otros, que tienen presente la fuerza de la gravedad, han declarado que semejante iniciativa no conduce a nada, o aún peor, que es absurda. Si afirmamos haber dado en el blanco, ¿no habremos reducido a Dios a un ídolo? Por tanto, seguimos estando, como en el volumen anterior, en el punto de intersección entre historia y teología, lo cual a principios del siglo XXI significa que todavía estamos luchando con los fantasmas de nuestro pasado ilustrado. Estas cuestiones, que son ya de gran calado y complejidad cuando hablamos de Jesús como tal, se vuelven aún más apremiantes cuando pretendemos hablar de la resurrección. ¿Qué intentamos hacer, pues, en este libro? (ii) Resurrección e historia (a) Los sentidos de “historia” A menudo se ha sostenido, incluso haciendo hincapié en ello, que,sea cual sea el modo en que entendamos la resurrección de Jesús, ésta no es accesible a una investigación histórica. Algunos han llegado a decir que no se debe considerar en ningún sentido significativo como un “acontecimiento dentro de la historia”. Los arqueros no pueden ver bien el blanco; algunos incluso dudan de su existencia. Contra esto voy a sostener que la resurrección de Jesús, fuese lo que fuese, se puede y se debe ver al menos como un problema histórico. Pero ¿a qué nos referimos con el término “histórico”23? El término “historia” y otros emparentados se han utilizado por lo menos de cinco maneras considerablemente diferentes. En primer lugar, está la historia como acontecimiento. Si decimos que algo es “histórico” en este sentido, afirmamos que ha ocurrido, podamos o no saber o demostrar que ocurrió. La muerte del último pterodáctilo es, en ese sentido, un acontecimiento histórico, aun cuando ningún ser humano asistiera a ella ni escribiese sobre ella en aquel momento, ni tengamos muchas probabilidades de llegar a descubrir cuándo y dónde tuvo lugar. De igual modo aplicamos el término “histórico” a personas o cosas para indicar sencilla y únicamente que existieron24. En segundo lugar, está la historia como acontecimiento importante. No todos los acontecimientos son importantes; con frecuencia se supone que la historia está constituida por los acontecimientos que sí lo son. Entonces la palabra “acontecimiento” suele ir acompañada por el adjetivo “histórico” (historic en inglés); “un acontecimiento histórico” no es el que simplemente tuvo lugar, sino el que al producirse trajo consigo consecuencias trascendentales. Asimismo, una persona, un edificio o un objeto “históricos” (de nuevo historic en inglés) es aquel en el que se percibe una particular importancia, sin que ello aluda a su existencia. Es famosa la utilización que Rudolph Bultmann, de quien podría decirse que fue una “figura histórica” dentro de la disciplina de los estudios del Nuevo Testamento, hacía del adjetivo geschichtlich para transmitir este sentido, en contraposición a historisch (sentido 1). En tercer lugar, está la historia como acontecimiento demostrable. Decir que algo es “histórico” en este sentido equivale a decir, no sólo que ocurrió, sino que podemos demostrarlo, según la analogía de las matemáticas o las ciencias “irrefutables”. Esto resulta algo más controvertido. Decir que “x puede haber ocurrido, pero no podemos demostrarlo, de modo que en realidad no es histórico (historical)'” tal vez no sea contradictorio, pero está claro que emplea el término “historia” en un sentido más restringido que los otros. En cuarto lugar, y con un significado bastante diferente de los tres primeros, está la historia como “actividad de escribir sobre acontecimientos del pasado”. Decir que algo es “histórico” en este sentido equivale a decir que se escribió sobre ello, o que tal vez, en principio, se pudo haber escrito sobre ello. (Esto podría abarcar incluso novelas “históricas”.) Una variante de esto, aunque importante, es la historia oral; en un tiempo en el que para muchos la palabra hablada tenía más autoridad que la escrita, no es de desdeñar la historia como “actividad de hablar sobre acontecimientos del pasado”25. En quinto y último lugar, precisamente en estudios sobre Jesús se utiliza una combinación de (3) y (4): historia como lo que los historiadores modernos pueden decir sobre un tema. Por “moderno” entiendo “posterior a la Ilustración”, el período en el cual la gente imaginó cierta analogía, correlación incluso, entre la historia y las ciencias irrefutables. En este sentido, “histórico” significa, no sólo aquello que se puede demostrar y poner por escrito, sino aquello que se puede demostrar y poner por escrito dentro de la cosmovisión posterior a la Ilustración. Esto es lo que la gente ha tenido en mente cuando han rechazado “el Jesús histórico” (expresión que de este modo viene a significar, por supuesto, “el Jesús que encaja en el lecho de Procrustes* de una cosmovisión reduccionista”) en favor de “el Cristo de fe”26. Por supuesto, la confusión entre todos estos sentidos ha complicado este mismo debate sobre el denominado “Jesús histórico”, expresión que unos utilizan para referirse a Jesús en cuanto realmente existente (sentido 1), otros para referirse a lo que era importante de Jesús (sentido 2), otros más para denotar lo que se puede demostrar acerca de Jesús, en contraposición a lo que debemos poner en duda o aceptar sólo por fe (sentido 3); un cuarto grupo para referirse a lo que se ha escrito sobre Jesús (sentido 4). Quienes, como he indicado, han tomado esta expresión en el sentido 5 han rechazado con frecuencia al Jesús no sólo de ese sentido, sino, al parecer, de los cuatro anteriores también27. Jesus and the Victory of God constituye, en parte, una respuesta a esta postura. Pero en este momento debemos enfrentarnos a una perspectiva muy específica, particular, y en algunos aspectos peculiar, de este problema. ¿En qué sentido se puede hablar, si es que cabe hacerlo, de la resurrección de Jesús como “histórica”? Desde la época de Pablo, la gente ha intentado siempre escribir sobre la resurrección de Jesús (independientemente de lo que entendieran por tal). La cuestión, desde luego, tiene repercusiones: ¿estaban de ese modo escribiendo sobre un acontecimiento del pasado?, ¿estaban escribiendo “historia”? o ¿todo eso era, en realidad, la proyección de su propia experiencia de fe? Cuando decían “Jesús fue resucitado de entre los muertos al tercer día”, ¿estaban intentando hacer algún tipo de afirmación histórica sobre Jesús, o sabían que esto era una metáfora de su nueva y sorprendente experiencia religiosa, del surgimiento de su fe, etc.? Esto nos remite al sentido 1, que es la cuestión que está en juego a lo largo de la mayor parte de este libro: ¿fue la resurrección algo que sucedió realmente?, y, en caso de respuesta afirmativa, ¿qué fue exactamente lo que sucedió? No parece que haya habido tanta polémica contra “la resurrección histórica” como rechazo airado de “el Jesús histórico”28. No hay problema alguno en aplicar a la resurrección de Jesús el sentido 2. Prácticamente todo el mundo estará de acuerdo en que, “independientemente de lo que sucediera”, fue algo extremadamente importante. En efecto, algunos autores contemporáneos concuerdan en que “aquello” fue muy importante, al tiempo que siguen sosteniendo que no podemos saber qué fue. El sentido 3 crea grandes problemas: todo depende de lo que se quiera decir con “prueba”, y volveremos sobre esta cuestión en el momento oportuno. El sentido 4 no resulta problemático: se ha escrito sobre el “acontecimiento”, aun cuando todo fuera pura invención. Pero el que causa verdaderos quebraderos de cabeza es el sentido 5: ¿qué pueden decir sobre el tema los historiadores contemporáneos? Si no tenemos claras estas distinciones conforme vayamos avanzando, no sólo nos encontraremos con problemas enormes, sino que acabaremos dando vueltas en círculo con un recorrido cada vez más corto. ¿Es entonces posible hablar de la resurrección de Jesús como de un acontecimiento dentro de la historia? En su libro, merecidamente famoso, El Jesús de la historia, J. D. Crossan dice, a propósito del movimiento de Búsqueda de Jesús en su conjunto, que unos especialistas afirman que no se puede realizar, y otros que no se debe hacer; y que hay algunos que dicen lo primero queriendo decir lo segundo29. Esto es igual de cierto, si no más, cuando se trata de la resurrección. Como creo que podemos y debemos analizar la resurrección como un problema histórico, es importante que abordemos de frente estas cuestiones. Existen seis objeciones que voy a repartir en dos grupos principales, comenzando con el de quienes dicen que tal estudio histórico sobre la resurrección no se puede acometer, y pasando luego a quienes afirman que no se debe acometer. La parábola de los arqueros y el Sol se aplica más al segundo grupo que al primero. Una pequeña modificación de la parábola nosofrecerá un doble cuadro. Quienes piensan que la resurrección no se puede estudiar históricamente suponen que no hay diana o que, si la hay, los arqueros no pueden verla. Quienes piensan que la resurrección no se debe estudiar históricamente suponen que la diana está fuera del alcance gravitatorio de sus flechas. El primer grupo de objetores, que suponen que el blanco ha de ser una diana terrestre ordinaria, afirman enérgicamente que los arqueros no pueden apuntar a algo que no pueden ver; el segundo grupo declara que ninguna flecha puede llegar a alcanzar el Sol, de manera que la búsqueda queda desde el principio condenada y declarada culpable de una especie de soberbia. (b) ¿No hay acceso? La primera objeción a tratar la resurrección desde un punto de vista histórico se pone con bastante frecuencia, y entre los investigadores de la última generación está asociada en particular con Willi Marxsen30. Marxsen niega que como historiadores tengamos acceso a la resurrección en sí. Puede que en algún lugar haya una diana, pero no podemos verla, de manera que tampoco podemos disparar sobre ella. Todo lo que tenemos es, al parecer, un acceso a las creencias de los primeros discípulos. Ninguna fuente, salvo una, tardía y poco fidedigna, que recibe el nombre de Evangelio de Pedro y pretende describir la salida de Jesús de la tumba; ni siquiera este extraño texto describe el momento de su primer despertar ni aquel en el que se despojó de la mortaja31. Según Marxsen, por tanto, no debemos hablar de la resurrección en sí como de algo “histórico” (historical, historisch). Un número considerable de especialistas posteriores le ha seguido en esta afirmación32. Esta propuesta parece prudente y científica. Sin embargo, no es ninguna de las dos cosas. Entraña el imprudente rechazo de una cuestión importante, y un mal entendimiento acerca de cómo trabaja la ciencia y en especial la historiografía científica. De hecho, dice demasiado poco y, a la vez, demasiado. Demasiado poco: en el habitual estilo positivista, parece indicar que sólo podemos considerar “histórico” aquello a lo que tenemos acceso directo (en el sentido de “testimonios de primera mano” o equivalentes). Pero, como sabe todo auténtico historiador, de hecho no es así como funciona la historia. En historiografía, el positivismo es, si acaso, más inadecuado aun que en otros campos. Una y otra vez, el historiador tiene que concluir, aunque sólo sea para evitar el silencio absoluto, que tuvieron lugar ciertos acontecimientos a los que no tenemos acceso directo, pero que constituyen las premisas necesarias de aquello a lo que sí lo tenemos. Los científicos, especialmente los físicos, dan continuamente este tipo de paso; en efecto, es así como se producen los avances científicos33. Negar la condición de “histórico” a aquello a lo que tenemos acceso directo es en realidad una manera de no hacer historia en absoluto. Por consiguiente, esta opinión también dice demasiado. Según su propia epistemología, ni siquiera debería afirmar que tiene acceso a la fe de los discípulos. Ni siquiera los textos como tales nos dan acceso directo a esta fe en el sentido en que Marxsen y otros parecen considerar necesario. Todo lo que tenemos en este caso son textos; y, aunque Marxsen no abordó esta cuestión, esa misma sospecha implacable, aplicada a la manera posmoderna habitual, podría llevar a algunos a cuestionar si los tenemos siquiera. En otras palabras, quien quiera ser un positivista histórico sin ningún tipo de restricciones, que acepte como histórico sólo aquello a lo que tenga acceso directo (en este sentido); tiene por delante un camino largo y pedregoso. Pocos son, si es que hay alguno, los verdaderos historiadores en ejercicio que viajan por esta ruta. Éste es un caso clásico de incapacidad para distinguir entre los diferentes sentidos de “historia”. Marxsen reconoce que nadie, al menos hasta donde se nos alcanza, escribió sobre el verdadero tránsito de Jesús, de la muerte a la vida (sentido 4 supra); deduce de esto que nada se puede probar sobre el acontecimiento (sentido 3) y escribe constantemente como si esto significase que nosotros en cuanto “historiadores modernos” no podemos decir nada sobre ello (sentido 5), ni sobre lo que “ello” en este sentido pudo ser, podamos o no decir algo sensato al respecto (sentido 1). Al mismo tiempo, quiere indicar que, independientemente de qué fuera lo que sucedió o no, evidentemente fue importante (sentido 2), porque de otro modo la iglesia primitiva nunca habría llegado a existir. Esto es, como mínimo, sumamente engañoso. La entera posición de Marxsen va a ir quedando cada vez más superada conforme vayamos avanzando. (c) ¿No hay analogía? Como es bien sabido, la segunda objeción se asocia con Ernst Troeltsch, quien sostenía que sólo podemos hablar o escribir como historiadores sobre cosas que tengan alguna analogía con nuestra propia experiencia; en nuestra experiencia no se producen resurrecciones; por tanto, como historiadores, no podemos hablar de la resurrección34. Nunca antes hemos dado en un blanco así, y por tanto no tiene sentido disparar a éste ahora. Esto no significa necesariamente que no ocurriera en cierto sentido (sentido 1 de “historia”) o que no se hayan escrito cosas que supuestamente versan sobre ello (sentido 4); sólo que hoy en día es ilegítimo intentar escribir acerca de ello como historia (sentido 5), por no hablar ya de intentar demostrarlo (sentido 3). Esto se entiende a veces como una reformulación matizada de la famosa objeción de Hume a los milagros en general35. Pero pienso que es, al menos en principio, más sutil que ésta: es posible que la resurrección de Jesús haya ocurrido; simplemente, no podemos decir nada sobre ella. Como es igualmente bien sabido, Pannenberg ha propuesto una respuesta a Troeltsch acerca de este punto. Indica él que la verificación definitiva de la resurrección de Jesucristo (sentido 3) nos la proporcionará a la postre la resurrección final de quienes estén en Cristo, resurrección que constituirá la analogía requerida. En otras palabras, llegará un tiempo en el que todos daremos en el centro de la diana sin errar. Esto, en efecto, da la razón a Troelsch, pero aboga por una suspensión del veredicto en espera de una verificación escatológica36. Me pregunto, sin embargo, si Pannenberg no habrá regalado demasiadas cosas en este punto. En un plano comparativamente trivial, nos es fácil concebir un acontecimiento en el cual ocurra algo absolutamente nuevo. No tuvimos que esperar a un segundo vuelo espacial para poder hablar, como historiadores, acerca del primero. Verdad es que cabría pensar que el vuelo espacial tiene analogías parciales con el vuelo de los aviones, por no hablar del vuelo de los pájaros (o incluso el de las flechas). Pero parte de la idea esencial de la resurrección, dentro de la cosmovisión judía, era (como veremos) que, aun cuando los sobrepasaba de manera importante, estaba en línea con los grandes actos liberadores realizados por Dios en favor de Israel en el pasado -y no digamos ya con las analogías parciales de las resucitaciones de personas en el Antiguo Testamento, y hasta con curaciones sorprendentes-37. Aun cuando el acontecimiento en sí era considerablemente nuevo, existían analogías y anticipos parciales. Es importante advertir lo que ocurriría si tomásemos en serio la idea de Troeltsch: no podríamos decir nada en absoluto sobre el surgimiento de la iglesia primitiva en su conjunto38. Nunca antes se había dado un movimiento que empezara como un grupo cuasi-mesiánico dentro del judaísmo y que se transformara en la clase de movimiento en que el cristianismo se convirtió rápidamente. Tampoco se ha vuelto a producir un fenómeno parecido. (La interpretación que habitualmente hacen del cristianismo los posilustrados, como “una religión” simplemente, enmascara las enormes diferencias que existen, en cuanto a su origen, entre este movimiento y, por ejemplo, el surgimiento del islam o del budismo.) A los observadores de este nuevomovimiento, tanto paganos como judíos, les pareció extremadamente anómalo: no era como un club, ni siquiera como una religión (no había ni sacrificios, ni imágenes, ni oráculos, ni sacerdotes engalanados) y ciertamente no era como un culto racial. ¿Cómo podríamos hablar, según la idea de Troeltsch, de algo así, que nunca se había visto antes ni volvería a verse después? En el mejor de los casos, sólo por analogía parcial, diciendo tanto a qué se parece como a qué no se parece. Embutir este movimiento en categorías ya existentes, o negar su existencia alegando que carece de precedentes, no sería el trabajo de un historiador, sino el de un filósofo tipo Procrustes. Así pues, el surgimiento de la iglesia primitiva constituye en sí mismo un ejemplo que contradice la idea general de Troeltsch. Si queremos hablar verdaderamente de la iglesia primitiva, debemos describir algo de lo cual no había precedentes ni ha quedado ningún ejemplo posterior. Además, como veremos, la iglesia primitiva nos impone, con su existencia misma, la cuestión que nosotros como historiadores debemos plantearnos: ¿qué sucedió exactamente después de la crucifixión de Jesús, para que surgiese el cristianismo primitivo? Irónicamente, pues, es precisamente el carácter único del surgimiento de la iglesia primitiva lo que nos obliga a decir: al margen de las analogías, ¿qué es lo que sucedió?39 (d) ¿No hay verdaderas pruebas? La tercera objeción a tratar la resurrección de Jesús como un acontecimiento histórico es más variada. En este apartado reúno varios aspectos dispares de lo que recientemente se ha investigado y se ha escrito sobre el tema. La idea fundamental es que a las aparentes pruebas de la resurrección (es decir, los relatos evangélicos y el testimonio de Pablo) se les puede encontrar una explicación convincente. Volveré más tarde sobre algunos de estos análisis; en este momento deseo simplemente quitar de en medio otra posible señal de “carretera cerrada”. Dentro de este apartado ha habido dos señales de “carretera cerrada” diferentes, aunque relacionadas entre sí. La primera, habitual en los estudios neotestamentarios de cuño posbultmanniano, ha sido el intento de analizar el material según su hipotética historia de la tradición. Lo que los lectores ingenuos consideran como una diana a la cual apuntar la flecha de la historia es, en realidad, una trampa de luz y sombras, situada en alguna parte entre el observador y lo que aparenta ser una diana, y que en ca/n- bio no ha creado nada más que un espejismo con forma de diana. Someter los relatos pascuales a un análisis de crítica de las formas ha demostrado ser una tarea difícil, aunque ello no ha hecho que los espíritus intrépidos cejen en el intento40. Pero el abanico de teorías acerca de qué grupo de la iglesia primitiva quería añadir qué guijarro a la creciente pila de piedras de la tradición, y acerca de lo que los evangelistas o sus fuentes trataban de transmitir a su vez a sus lectores, se ha vuelto enorme últimamente, como se puede ver por la desconcertante variedad de las examinadas por Gerd Lüdemann41. El problema de todas estas teorías es que a su vez se basan únicamente en elaboradas conjeturas. Simplemente, no sabemos gran cosa sobre la iglesia primitiva, y desde luego no lo suficiente para hacer el tipo de conjeturas que se ofertan en este campo. Cuando el estudio de la historia de las tradiciones (es decir, el examen de los hipotéticos estadios por los cuales pasaron los evangelios escritos hasta llegar a existir como tales) construye castillos en el aire, el historiador normal no tiene por qué sentirse un ciudadano de segunda categoría por negarse a alquilar un espacio en ellos42. La segunda manera de encontrar una explicación a las pruebas, especialmente notable en la obra de Crossan, es aplicar a los textos una implacable hermenéutica de la sospecha43. Esto también se traduce en una forma de historia de la tradición. En este caso, sin embargo, en lugar de ofrecer hipótesis acerca de qué opinión teológica o pastoral pretendía la tradición que el lector aceptase, se nos ofrecen hipótesis políticas: manejos en los cuales la acreditación de diferentes apóstoles o aspirantes a apóstoles se dirime en el campo de batalla de narraciones (ficticias) sobre la resurrección. Crossan declara que dichas narraciones trivializan el cristianismo, apartándolo de sus orígenes como movimiento aforístico con un estilo de vida alternativo y convirtiéndolo en un conjunto de facciones en busca de poder. Lo que parece una diana es el trabajo astuto de ciertos agentes de poder que intentan conseguir que la gente dispare flechas en la dirección equivocada. Más aún. Crossan sitúa los orígenes de los relatos pascuales propiamente dichos en un movimiento de escribas instruidos y de clase media que se desarrolló alejándose de las puras y primigenias raíces campesinas del propio Jesús y de las primitivas comunidades “Q", y convirtiéndose en una organización más burguesa e integrada en el sistema. Las narraciones pascuales quedan así declaradas carentes de valor desde el punto de vista de la historia: son política proyectada, y (lo que es más) la política del tipo equivocado de gente, los escribas cultos y malvados, en lugar de los campesinos nobles y virtuosos. Con Lüdemann y Crossan, y las decenas de especialistas que ofrecen explicaciones similares, sin duda sería fácil ofrecer una especie de refutación ad hominem. Lüdemann se sitúa dentro de una historia de la tradición muy desarrollada, en la cual el mundo posbultmanniano ha seguido añadiendo piedras hipotéticas a una pila que como tal tuvo su origen en conjeturas. Crossan, por su parte, utiliza sus hipótesis históricas, a veces de manera no demasiado sutil, como tretas políticas de escriba contra grupos de la iglesia y la sociedad de hoy -¡grupos que con frecuencia no son de escribas!- que él considera peligrosos44. Dicho con sus propias palabras, anteriormente citadas, parece como si, cuando Crossan dice que no se puede hacer, quisiera decir que no se debe hacer. Tales réplicas, desde luego, no hacen avanzar la argumentación. Pero nos alertan sobre un fenómeno que no se ha comentado suficientemente. Una hermenéutica de la sospecha en un ámbito se suele equilibrar con una hermenéutica de la credulidad en otro45. Ni la hipótesis alternativa de Lüdemann sobre la Pascua, en la cual Pedro y Pablo experimentan fantasías provocadas por el dolor y la culpa respectivamente, ni la de Crossan, en la cual un grupo de escribas cristianos empiezan, años después de la crucifixión, a estudiar las Escrituras y a hacer cábalas sobre el destino de Jesús, están basadas en prueba alguna. Quienes sienten la fuerza de las dudas de Marxsen por encima de los indicios de la resurrección de Jesús debieran estar más inquietos aún acerca de estas reconstrucciones. En particular, las hipótesis habituales de historia de las tradiciones le deben mucho más a las teorías de los siglos XIX y XX acerca de cómo “debieron” predicar y vivir los primeros cristianos que a cualquier intento sostenido de reconstruir las cosmovisiones y modos de pensar de las comunidades reales del siglo I46. En general, las teorías que se ofrecen respecto a lo que los evangelistas, sus fuentes y los primeros redactores o transmisores de tradición deseaban transmitir a sus comunidades son por lo general una suma de lugares increíblemente trillados, y tienen más en común con la piedad de la Europa posterior a la Reforma (y, con frecuencia, posterior a la Ilustración) que con el judaísmo o el cristianismo primitivos. Una vez que se ha dicho y se ha hecho todo, el historiador aún se ve en la obligación de abordar la siguiente cuestión: ¿cómo empezó realmente el cristianismo, y por qué adoptó la forma que adoptó? Pese a lo ingeniosas que son las muy diferentes soluciones de Lüdemann y Crossan, se muestran incapaces de responder a dicha cuestión desde una perspectiva que tenga sentido dentro de la historia real del siglo I. Lo mismo que las dos primeras objeciones al estudio
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