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Contenido
 
Prefacio
 
PRIMERA PARTE: PARA SENTAR LAS BASES
Capítulo 1. LA DIANA Y LAS FLECHAS
1. Introducción: La diana
2. Las flechas
(i) Disparar al sol
(ii) Resurrección e historia
(a) Los sentidos de "historia"
(b) ¿No hay acceso?
(c) ¿No hay analogía?
(d) ¿No hay verdaderas pruebas?
(iii) La resurrección en la historia y la teología
(a) ¿No hay otro punto de partida?
(b) Resurrección y cristología
(c) Resurrección y escatología
3. El punto de partida histórico
 
Capítulo 2. SOMBRAS, ALMAS Y ADÓNDE VAN: LA VIDA MÁS
ALLÁ DE LA MUERTE EN EL PAGANISMO ANTIGUO
1. Introducción
2. ¿Sombras, almas o dioses potenciales?
(i) Introducción
(ii) ¿Sombras estúpidas en un mundo tenebroso?
(iii) ¿Incorpóreos, pero bastante normales por lo demás?
(iv) ¿Almas liberadas de una cárcel?
(v) ¿Transformación en un dios (o al menos en una
estrella)?
3. ¿Vida ulterior procedente del interior del mundo de los muertos?
(i) Introducción
(ii) Comidas con los muertos
(iii) Espíritus, almas y espectros
(iv) Regresos del mundo inferior
(v) La muerte burlada: el motivo de la Scheintod en
novelas
(vi) Trasladados para estar con los dioses
(vii) La transmigración de las almas
(viii) Dioses que mueren y resucitan
4. Conclusión: la calle de sentido único
 
Capítulo 3. TIEMPO DE DESPERTAR (1): LA MUERTE Y EL
MÁS ALLÁ EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
1. Introducción
2. Dormidos con los antepasados
(i) Cerca de la nada
(ii) Perturbar a los muertos
(iii) Las excepciones inexplicadas
(iv) La tierra de la que no se regresa
(v) La naturaleza y el fundamento de la esperanza
3. ¿Y después?
(i) Introducción
(ii) ¿Liberados del Seol?
(iii) ¿Gloria tras el sufrimiento?
(iv) La base de la esperanza futura
4. Despertar a los que duermen
(i) Introducción
(ii) Dn 12: los que duermen despiertan, los sabios brillan
(iii) El Siervo y los que habitan en el polvo: Isaías
(iv) Al tercer día: Oseas
(v) Huesos secos y aliento de Dios: Ezequiel
(vi) La resurrección y la esperanza de Israel
5. Conclusión
 
Capítulo 4. TIEMPO DE DESPERTAR (2): LA ESPERANZA MÁS
ALLÁ DE LA MUERTE EN EL JUDAÍSMO POSBÍBLICO
1. Introducción: El abanico
2. No hay vida futura o nadie que pueda hablar de ella: los
saduceos
3. Inmortalidad dichosa (e incorpórea)
4. La resurrección en el judaísmo del segundo Templo
(i) Introducción
(ii) La resurrección en la Biblia: cuanto más griego mejor
(iii) Nueva vida para los mártires: 2 Macabeos
(iv) Juicio y vida en el nuevo mundo de Dios:
resurrec¬ción y apocalíptica
(v) La resurrección como acreditación del sabio que
su¬fre: la Sabiduría de Salomón
(vi) La resurrección, en otras palabras: Josefo
(vii) ¿Resurrección en Qumrán?
(viii) Seudo-Filón, Antigüedades bíblicas
(ix) Fariseos, rabinos y tárgumes
5. La resurrección en el judaísmo antiguo: conclusión
 
SEGUNDA PARTE: LA RESURRECCIÓN EN PABLO
 
Capítulo 5. LA RESURRECCIÓN EN PABLO (FUERA DE LAS
CARTAS A LOS CORINTIOS)
1. Introducción: la esperanza cristiana primitiva
2. 1 y 2 Tesalonicenses
3. Gálatas
4. Filipenses
5. Efesios y Colosenses
6. Filemón
7. Romanos
(i) Introducción
(ii) Rom 1-4
(iii) Rom 5-8
(iv) Rom 9-11
(v) Rom 12-16
8. Intermedio: las Epístolas Pastorales
9. Pablo (fuera de las cartas a los Corintios): conclusión
 
Capítulo 6. LA RESURRECCIÓN EN CORINTO (1):
INTRODUCCIÓN
1. Introducción: el problema
2. La resurrección en 1 Corintios (dejando aparte el capítulo 15)
(i) Introducción
(ii) 1 Cor 1-4: la sabiduría de Dios, el poder de Dios, el
futuro de Dios
(iii) 1 Cor 5-6: sexualidad, abogados y juicio
(iv) 1 Cor 7: matrimonio
(v) 1 Cor 8-10: ídolos, alimentos, monoteísmo y libertad
apostólica
(vi) 1 Cor 11-14: culto y amor
3. La resurrección en 2 Corintios (dejando aparte 4,7-5,11)
(i) Introducción
(ii) 2 Cor 1-2: sufrimiento y consuelo
(iii) 2 Cor 3,1-6,13: la apología apostólica
(iv) 2 Cor 6,14-9,15: ¿fragmentos?
(v) 2 Cor 10-13: flaqueza y fuerza
4. Conclusión: la resurrección en Corinto
 
Capítulo 7. LA RESURRECCIÓN EN CORINTO (2): Los
PASAJES CLAVE
1. 1 Cor 15
(i) Introducción
(ii) 1 Cor 15,1-11
(iii) 1 Cor 15,12-28
(iv) 1 Cor 15,29-34
(v) 1 Cor 15,35-49
(vi) 1 Cor 15,50-58
(vii) 1 Cor 15: conclusión
2. 2 Cor 4,7-5,10
(i) Introducción
(ii) 2 Cor 4,7-15
(iii) 2 Cor 4,16-5,5
(iv) 2 Cor 5,6-10
(v) Conclusión
3. Conclusión: la resurrección en Pablo
 
Capítulo 8. CUANDO PABLO VIO A JESÚS
1. Introducción
2. Los relatos del propio Pablo
(i) Gál 1,11-17
(ii) 1 Cor 9,1
(iii) 1 Cor 15,8-11
(iv) 2 Cor 4,6
(v) 2 Cor 12,1-4
3. La conversión/vocación de Pablo en Hechos
4. Conversión y cristología
5. Conclusión
 
TERCERA PARTE: LA RESURRECCIÓN EN EL CRISTIANISMO
PRIMITIVO (APARTE DE PABLO)
 
Capítulo 9. LA ESPERANZA RECENTRADA (1): TRADICIONES
EVANGÉLICAS FUERA DE LOS RELATOS PASCUALES
1. Introducción
2. La resurrección en Marcos y sus paralelos
(i) Curaciones
(ii) Dificultades
(iii) La futura acreditación de Jesús
(iv) Enigmas
(v) La pregunta de los saduceos
3. La resurrección en el material Mateo/Lucas (a veces cono¬cido
como “Q”)
4. La resurrección en Mateo
5. La resurrección en Lucas
6. La resurrección en Juan
7. La resurrección en los evangelios: conclusión
 
Capítulo 10. LA ESPERANZA RECENTRADA (2): OTROS
ESCRITOS DEL NUEVO TESTAMENTO
1. Introducción
2. Hechos
3. Hebreos
4. Las Cartas Católicas
5. Apocalipsis
6. Conclusión: la resurrección en el Nuevo Testamento
 
Capítulo 11. LA ESPERANZA RECENTRADA (3): TEXTOS
PALEOCRISTIANOS NO CANÓNICOS
1. Introducción
2. Padres apostólicos
(i) 1 Clemente
(ii) 2 Clemente
(iii) Ignacio de Antioquía
(iv) Policarpo: Carta y Martirio
(v) La Didajé
(vi) Carta de Bernabé
(vii) El Pastor de Hermas
(viii) Papías
(ix) La Epístola a Diogneto
3. Apócrifos paleocristianos
(i) Introducción
(ii) La Ascensión de Isaías
(iii) El Apocalipsis de Pedro
(iii) El Apocalipsis de Pedro
(iv) 5 Esdras
(v) La Epistula Apostolorum
4. Los apologistas
(i) Justino Mártir
(ii) Atenágoras
(iii) Teófilo
(iv) Minucio Félix
5. Los primeros grandes teólogos
(i) Tertuliano
(ii) Ireneo
(iii) Hipólito
(iv) Orígenes
6. El cristianismo siríaco primitivo
(i) Introducción
(ii) Las Odas de Salomón
(iii) Taciano
(iv) Los Hechos de Tomás
7. ¿“Resurrección” como espiritualidad? Textos de Nag Hammadi y
de otros lugares
(i) Introducción
(ii) El Evangelio de Tomás
(iii) Otra literatura tomasiana
(iv) La Epístola a Regino
(v) El Evangelio de Felipe
(vi) Otros tratados de Nag Hammadi
(vii) El Evangelio del Salvador
8. El siglo II: conclusión
 
Capítulo 12. LA ESPERANZA EN PERSONA: JESÚS COMO
MESÍAS Y SEÑOR
1. Introducción
2. Jesús como Mesías
(i) El mesianismo en el cristianismo primitivo
(ii) El mesianismo en el judaísmo
(iii) ¿Por qué, entonces, llamar Mesías a Jesús?
3. Jesús, el Mesías, es Señor
(i) Introducción
(ii) Jesús y el reino
(iii) Jesús y el César
(iv) Jesús y YHWH
4. Conclusión: la resurrección dentro de la cosmovisión
paleocristiana
 
CUARTA PARTE: LA HISTORIA DE PASCUA
 
Capítulo 13. CUESTIONES GENERALES DE LAS HISTORIAS
PASCUALES
1. Introducción
2. El origen de las narraciones sobre la resurrección
(i) ¿Fuente y tradiciones?
(ii) El Evangelio de Pedro
(iii) La forma de la historia
(iv) ¿Redacción y composición?
3. La sorpresa de las narraciones sobre la resurrección
(i) El extraño silencio de la Biblia en las historias
(ii) La extraña ausencia de esperanza personal en las
historias
(iii) El extraño retrato de Jesús en las historias
(iv) La extraña presencia de las mujeres en las historias
4. Las opciones históricas
 
Capítulo 14. TEMOR Y TEMBLOR: MARCOS
1. Introducción
2. El final
3. De la historia a la Historia
4. El día de Pascua desde el punto de vista de Marcos
 
Capítulo 15. TERREMOTOS Y ÁNGELES: MATEO
1. Introducción
2. Tierra quebrantada y cadáveres que resucitan
3. Los sacerdotes, los guardias y el soborno
4. Tumba, ángeles, primera aparición (28,1-10)
5. En el monte de Galilea (28,16-20)
6. Mateo y la resurrección: conclusión
 
Capítulo 16. CORAZONES QUE ARDEN Y PAN PARTIDO:
LUCAS
1. Introducción
2. Lucas 24 y Hechos 1 dentro de la obra de Lucas como un todo
3. El acontecimiento único
4. La Pascua y la vidade la iglesia
5. Lucas y la resurrección: conclusión
 
QUINTA PARTE: FE, ACONTECIMIENTO Y SIGNIFICADO
 
Capítulo 18. PASCUA E HISTORIA
1. Introducción
2. La tumba y los encuentros
3. Dos teorías rivales
(i) “Disonancia cognitiva”
(ii) Una nueva experiencia de gracia
4. La condición necesaria
5. El reto histórico de la resurrección de Jesús
 
Capítulo 19. JESÚS RESUCITADO COMO EL HIJO DE DIOS
1. Cosmovisión, significado y teología
2. Los significados de “Hijo de Dios”
(i) Introducción
(ii) Resurrección y condición de Mesías
(iii) Resurrección y señorío del mundo
(iv) La resurrección y la cuestión de Dios
3. ¿Disparar al Sol?
 
Bibliografía
Prefacio
 
I
 
Este libro inició su andadura como capítulo final de Jesus and the Victory
of God (1996), segundo volumen de la colección Christian Origins and the
Question of God, cuyo primer volumen es The New Testament and the
People of God (1992). La presente obra constituye el tercer volumen de la
colección. Supone un cambio respecto al plan original, y, puesto que la
gente me pregunta con frecuencia a qué se debe, tal vez una explicación
sea de agradecer.
Unos meses antes de que terminara de trabajar sobre Jesús and the
Victory of God (en lo sucesivo JVG), Simon Kingston, de SPCK, vino a
verme para decirme que las cubiertas para el libro ya se habían impreso (de
manera que el número máximo de páginas de la obra tenía un límite
infranqueable) y para preguntarme qué me proponía hacer. Si el trabajo
hubiera seguido el rumbo previsto, y el material de lo que actualmente es el
presente libro hubiera quedado comprimido (como yo neciamente había
creído poder hacerlo) en setenta páginas más o menos, JVG habría tenido
una longitud mínima de 800 páginas, y habría reventado sus flamantes
cubiertas, algo nada deseable para cualquier investigador de mediana edad.
Como si la providencia así lo hubiera dispuesto, en aquellos mismos días
andaba yo dándole vueltas en la cabeza a la elección de tema para las
Conferencias Shaffer que había de pronunciar en la Facultad de Teología de
Yale en el otoño de 1996, poco después de la fecha de publicación prevista
para JVG, Se suponía que el tema debía tener algo que ver con Jesús.
Había estado cavilando cómo podría, bien comprimir material del voluminoso
libro que para entonces habría acabado de salir, bien intentar dar mis
conferencias sobre algún aspecto de Jesús que no había tratado en el libro
(libro que yo había esperado que fuera razonablemente exhaustivo; desde
luego, no tenía la intención de dejar sin tratar material original susceptible de
ser utilizado para elaborar tres conferencias). Los dos problemas se
resolvieron mutuamente: dejar fuera de JVG el capítulo sobre la
resurrección, dar mis tres conferencias de Yale sobre la resurrección y
convertir éstas en un pequeño libro que se uniera a la presente colección,
ocupando un lugar intermedio entre JVG y el volumen sobre Pablo, en un
principio proyectado como tercer volumen y que de ese modo pasaría a ser
el cuarto. (Esto tuvo el inesperado efecto de que algunos recensores de JVG
me acusaran de no estar interesado, o de no creer, en la resurrección de
Jesús. Confío en que tal acusación pueda ahora quedar poco a poco
acallada.)
Las Conferencias Shaffer resultaron estimulantes, por lo menos para mí.
Mis anfitriones en Yale nos dispensaron a mi esposa y a mí una cálida
hospitalidad, y al honor que me habían hecho al invitarme le añadieron una
respuesta siempre alentadora. Pero estaba claro que cada conferencia
requería una ampliación considerable. Así, en los tres años siguientes,
cuando daba conferencias en otros lugares, escogía con frecuencia el
mismo tema para ayudarme con vistas a lo que todavía esperaba que fuera
un libro corto: las Conferencias Drumwright en el Seminario Teológico
Sudoccidental de Fort Worth (Texas), las Conferencias del Obispo en
Winchester, las Conferencias Hoon-Bullock en la Universidad Trinity de San
Antonio (Texas), las Conferencias DuBose en la Universidad del Sur en
Sewanee (Tennessee), las Conferencias Kenneth W. Clark en la Facultad de
Teología Duke de Durham (Carolina del Norte) y las Conferencias Sprunt en
el Seminario de la Unión de Richmond (Virginia). (La versión de Sewanee
fue publicada en la Sewanee Theological Review 41.2, 1998, 107-156; de
vez en cuando he publicado también otras conferencias y ensayos sobre la
materia, cuyos detalles están en la Bibliografía.) Di conferencias parecidas
en la Escuela de Verano del Seminario Teológico de Princeton en St.
Andrews; y comprimí la argumentación en una única conferencia para
diversos centros, entre ellos el Seminario de St. Michael (Baltimore), la
Pontificia Universidad Gregoriana (Roma) y el Seminario Truett de la
Universidad Baylor en Waco (Texas). Guardo un agradecido recuerdo de
todas estas instituciones. Su hospitalidad fue, sin excepción, magnífica.
Pero el momento culminante que me permitió exponer el material con
mucho más detalle y me dio espacio y tiempo para rebuscar y llenar
montones de huecos llegó cuando se me designó para ocupar la Cátedra
para visitantes MacDonald en la Facultad de Teología de Harvard durante el
semestre de otoño de 1999. De repente, en lugar de tres o cuatro
conferencias, tenía la oportunidad de dar más de veinte sobre el tema, a un
nutrido auditorio de estudiantes inteligentes y críticos, en el mejor sentido de
la palabra. Por supuesto, salí de cada clase con la conciencia de que el
material merecía aún una ampliación mucho mayor. Mi sueño inicial de
poner por escrito este libro sobre la marcha (y mi expectativa inicial de que
fuera un libro pequeño) resultaba(n) irrealizable(s). Pero fui capaz de sentar
las bases para la presente obra con mucha mayor profundidad que antes, en
un entorno maravillosamente agradable. Estoy sumamente agradecido a mis
colegas y amigos de Harvard, y a Al MacDonald, el fundador de la Cátedra,
cuyo apoyo y entusiasmo personal por mi trabajo ha sido un gran estímulo.
Así, aunque el libro ha cambiado de forma considerablemente desde finales
de 1999, las semillas sembradas en Yale dieron fruto en Harvard, fruto que
finalmente se recolecta en este libro. Confío en que a mis amigos de estas
dos augustas instituciones no les moleste encontrarse vinculados de este
modo unos con otros.
 
II
 
El libro ha alcanzado su longitud actual debido en parte a que, durante mi
elaboración del material y mi lectura de la mayor cantidad posible de la
abundantísima literatura secundaria, me pareció que con los años han
acabado por ser aceptadas de manera generalizada toda clase de
concepciones erróneas acerca de las ideas clave y también acerca de los
textos clave. Como sucede con ciertos tipos de malas hierbas de jardín, hay
ocasiones en las que lo único que se puede hacer es cavar más hondo
hasta llegar debajo de las raíces. En particular, dentro de gran parte del
ámbito de la investigación del Nuevo Testamento se ha llegado a aceptar
que los primeros cristianos no pensaban que Jesús hubiera resucitado
corporalmente de entre los muertos; se cita a Pablo con frecuencia como
testigo principal de lo que la gente llama normalmente un punto de vista más
“espiritual”. Esto es tan engañoso (a los especialistas no les gusta decir que
sus colegas se equivocan de medio a medio, pero “engañoso” es, por
supuesto, nuestra manera cifrada de decir lo mismo), y sin embargo está tan
difundido, que desarraigar esta mala hierba ha requerido cavar muchísimo, y
gran cantidad de siembra cuidadosa para plantar las semillas de lo que
espero que sea la alternativa históricamente fundamentada. Los lectores tal
vez se alegren de que no haya tenido espacio para destacar más que unos
pocos ejemplos aquí y allá de lo que considero opiniones engañosas tanto
sobre el judaísmo como sobre el Nuevo Testamento. He preferido exponer
las fuentes primarias y dejar que ellas dieran forma al libro, en lugar de
ofrecer un largo “estado de la cuestión” y permitir que éste dominara el
horizonte. (La primera parte de Jesus and the Victory of God proporciona un
trasfondogeneral al análisis.)
Lo mismo que el libro podría haber crecido considerablemente si hubiera
entrado en debate con todos los autores de los que he aprendido algo,
estuviera o no de acuerdo con ellos, o incluso si simplemente los hubiera
citado, también podría haber doblado fácilmente su extensión si hubiera
explorado todas las vías secundarias de aspecto interesante que parten de
esta carretera en particular. De muchas cuestiones secundarias sólo hago
una mención rápida, en el mejor de los casos. Quienes siguen trabajando
sobre la Sábana santa de Turín, por ejemplo, tal vez se sientan
decepcionados por no encontrar ninguna otra mención de ella en esta obra1.
Soy consciente de que he comentado algunos análisis mucho más en detalle
que otros, y de que en algunos casos una escueta declaración de mi propia
opinión ha tenido que sustituir el detenido debate con colegas y amigos que
en circunstancias ideales debiera haber tenido lugar. Éste es el caso
particularmente en la Segunda parte, que versa sobre Pablo; espero
subsanar estas deficiencias, en alguna medida al menos, en el siguiente
volumen de la colección. Mi principal interés en la presente obra ha sido
presentar a fondo los argumentos que a mi parecer están urgentemente
necesitados de una exposición clara. Este libro, a diferencia de sus dos
predecesores, lo concibo fundamentalmente como una monografía simple
con un único hilo de pensamiento, del cual proporciono un mapa general en
el capítulo primero. La forma de la argumentación no es precisamente
novedosa, pero me parece que en concreto el punto introductorio -a saber, el
estudio de cómo la “resurrección”, negada por los paganos, pero afirmada
por buen número de judíos, fue reafirmada y redefinida por los primeros
cristianos- no se ha entendido nunca antes de esta manera. Ni tampoco se
ha puesto de este modo al alcance de la gente un abanico parecido de
material, parte del cual resulta inaccesible para muchos lectores. Espero que
el libro contribuya a la claridad de futuros análisis, así como a una
comprensión histórica y a una fe responsable.
Diversas cuestiones introductorias tocantes al estilo, e incluso el
contenido, se abordan en los prefacios a The New Testament and the
People of God (en lo sucesivo NTPG) y JVG. Las preguntas que a veces me
hacen exigen un comentario nuevo. A los habitantes del mundo antiguo que
no eran ni judíos ni cristianos los llamo “paganos” por la misma razón que
los llaman así la mayoría de los especialistas en historia antigua: no por
entenderlo en modo alguno como un insulto, sino porque parece el modo
más práctico de designar a un gran número de pueblos por lo demás
dispares. El término es, por supuesto, “nético” y no “émico” (es decir, no era,
al menos en el período que nos ocupa, un término que nadie utilizara para
describirse a sí mismo, sino que refleja más bien la perspectiva que tenían
otros, en este caso los judíos y los cristianos, sobre la gente en cuestión). En
el presente libro tiene un valor puramente heurístico.
Pese a la preocupación de algunos, he seguido escribiendo la mayor
parte del tiempo “dios” con “d” minúscula. No es una irreverencia. Es
recordarme a mí mismo, y también al lector, que en el siglo I, lo mismo que
cada vez más en el XXI, la cuestión no es si creemos o no en “Dios” (con lo
cual se da por supuesto que todos sabemos a quién o a qué se refiere esa
palabra), sino más bien preguntarse de qué dios, de entre los muchos
candidatos disponibles, estamos hablando. Cuando los judíos del siglo I, y
los primeros cristianos, hablaban de “el dios que resucita a los muertos”,
estaban implícitamente sosteniendo que este dios, el dios creador, el dios de
la alianza de Israel, era de hecho Dios, el ser uno y único al que esa palabra
se refiere de manera apropiada. La mayoría de sus contemporáneos no lo
veían de ese modo; no en vano los primeros cristianos eran conocidos como
“ateos”2. Incluso los especialistas de Nuevo Testamento, al ver la palabra
“Dios”, pueden caer fácilmente en la trampa de hacer suposiciones
injustificadas acerca de la identidad del ser al que así se denomina -
precisamente el tipo de suposiciones que una investigación como la
presente ha de poner en tela de juicio-. Sin embargo, cuando exponga las
opiniones de los primeros cristianos, y cite de sus escritos, utilizaré con
frecuencia la mayúscula para indicar que los autores estaban diciendo
precisamente esto, que el dios que ellos adoraban e invocaban era de hecho
Dios. En los capítulos conclusivos empezaré también yo a utilizar la
mayúscula, como hice en los puntos equivalentes de JVG, por razones que
espero que resulten evidentes. Confío en que esto no cause demasiada
confusión. La alternativa es adoptar el uso habitual y de ese modo, en lo que
respecta a la mayoría de los lectores la mayor parte del tiempo, no alertarles
acerca de la cuestión más importante que subyace tras la colección entera.
En este punto se debe mencionar otro asunto vital, puesto que la
limitación de espacio ha impedido tratarlo con más detalle en el cuerpo del
texto3. Constantemente me tropiezo con afirmaciones poco meditadas
acerca de una resurrección “literal” contrapuesta a otra “metafórica”. Sé lo
que la gente tiene en la cabeza cuando dicen eso, pero tales palabras son
medios poco útiles de decirlo. Los términos “literal” y “metafórico” hacen
referencia, propiamente, a los modos en que las palabras hacen referencia a
las cosas, no a las cosas a las que se refieren las palabras. Para
desempeñar esta función, las palabras apropiadas podrían ser “concreto” y
“abstracto”.
La expresión “la teoría de las formas de Platón” se refiere literalmente a
una realidad abstracta (de hecho, doblemente abstracta). La expresión
inglesa “la cuchara grasienta” se refiere metafóricamente, y quizá también
metonímicamente, a una realidad concreta, a saber, al restaurante barato
que está a la orilla de la carretera. De suyo, el hecho de que el lenguaje se
utilice literal o metafóricamente no nos dice nada acerca del tipo de
realidades al que se refiere.
Cuando los judíos, paganos y cristianos de la antigüedad utilizaban la
palabra “sueño” para denotar la muerte, estaban utilizando una metáfora
para referirse a un estado concreto de cosas. A veces utilizamos el mismo
lenguaje en la otra dirección: quien duerme profundamente está “muerto
para el mundo”. A veces, como en Ezequiel 37, los escritores judíos
utilizaban el lenguaje de “resurrección” como una metáfora de
acontecimientos políticos concretos, en el caso mencionado el del regreso
de los judíos del exilio de Babilonia. La metáfora permitía al profeta denotar
el acontecimiento concreto connotando al mismo tiempo la idea de un gran
acto de nueva creación, un nuevo Génesis. Como veremos, los cristianos
desarrollaron sus propios y nuevos usos metafóricos, que asimismo se
referían a estados concretos de cosas. Pero, en la mayor parte de los casos,
aquellos judíos y paganos que hablaban de resurrección, fuera para
afirmarla (como los fariseos) o para negarla (como los saduceos, junto con el
entero mundo del paganismo grecorromano), utilizaban esa palabra para
referirse a un acontecimiento hipotético concreto que podría tener lugar en el
futuro, a saber, la vuelta a la vida en un sentido pleno y corporal de quienes
en el momento presente están muertos. Aunque las palabras que utilizaban
(p.ej., anastasis en griego) tenían un significado más amplio (anastasis
denota básicamente el acto de hacer que algo o alguien se ponga en pie o
se levante, o el de hacerlo uno mismo), adquieren el significado
especialmente fijo de este “resucitar” de entre los muertos. Así, el significado
normal de este lenguaje podía referirse, literalmente, a un estado concreto
de cosas. Una de las principales cuestiones que se plantean en el presente
libro es la de si los primeros cristianos, que en tantos sentidos fueron
innovadores dotados de buena disposición y entusiasmo, utilizaron también
el lenguaje de resurrección de ese modo.
 
III
 
Deseo expresar mi agradecimientoa las numerosas personas -miembros
de mi familia, amigos, colegas y asistentes a mis conferencias y clases- que
han analizado este tema conmigo a lo largo de los años. He aprendido
mucho de muchos y espero seguir haciéndolo. Estoy especialmente
agradecido a mi querida esposa y mis amados hijos por su estímulo y apoyo,
en particular a mi hijo el doctor Julian Wright por quitarle tiempo a su propia
investigación histórica para leer íntegramente el texto y hacer docenas de
comentarios útiles. Una de las modalidades más extraordinarias de estímulo
me llegó de manera totalmente inesperada en forma de invitación a escribir
el libreto del Easter Oratorio de Paul Spicer, basado en Jn 20 y 21. Esta obra
se estrenó en el Festival de Lichfield en julio del 2000, y desde entonces se
ha interpretado a ambos lados del Atlántico, además de ser emitida en parte
en la emisora de la BBC. Paul y yo hemos escrito juntos acerca de esta
experiencia en Sounding the Depths, editado por Jeremy Begbie (SCM
Press, Londres 2002). Trabajar con Paul me hizo pensar sobre la
resurrección desde varias perspectivas nuevas, y hoy es el día que no
puedo leer las historias pascuales joánicas sin pensar todo el tiempo en su
música y sin un inmenso sentimiento de agradecimiento por el privilegio de
que he sido objeto.
Tras haber explicado el retraso de JVG aludiendo a una mudanza de
casa y de trabajo, me encuentro en este momento haciendo lo mismo;
nuestro traslado a Westminster en 1999-2000 requirió tiempo y energía, e
inevitablemente hizo más lentas las cosas. El hecho de que en este
momento se hayan vuelto a acelerar se debe de manera especial al apoyo
de mis nuevos colegas, particularmente el Dean de Westminster, el doctor
Wesley Carr, y mis compañeros canónigos; y también a la agradable
asistencia, en asuntos grandes y pequeños, de la secretaria de los
canónigos, la señorita Avril Bottoms. En la parte técnica, hay que dar de
nuevo la enhorabuena a Steve Siebert y los fabricantes del programa
informático Nota Bene por el magnífico producto que a tantos estudiosos ha
ayudado a generar su propia copia definitiva preparada para la imprenta,
incluso en el caso de un trabajo de la complejidad de éste. Estoy muy
agradecido a varios amigos y colegas que han leído en parte o en su
totalidad el manuscrito y me han ayudado a evitar errores; por supuesto, no
se les debe culpar de los que queden. Deseo dar las gracias de manera
particular a los catedráticos Joel Marcus, Paul House, Gordon McConville y
Scott Hafemann; a los doctores John Day, Jason Konig y Andrew Goddard; y
a varios miembros de diversas facultades de la Universidad Baylor de Waco
(Texas), particularmente a los profesores Stephen Evans, David Garland,
Carey Newman, Roger Olson, Mikeal Parsons y Charles Talbert, cada uno
de los cuales me proporcionó una crítica perspicaz y comentarios detallados
cuando el libro estaba casi completo. La catedrática Morna Hooker me
prestó generosamente su propia copia de un trabajo recientemente
publicado para que pudiera tomar nota de él en el último minuto. Los
muchos errores que quedan son, por supuesto, íntegra y únicamente
imputables a mí mismo.
El puesto de honor en el capítulo de los agradecimientos, sin embargo,
corresponde esta vez a mis editores, SPCK, como tales. Tras haberme
incitado a asumir un importante programa como autor, me han
proporcionado un apoyo excelente, no sólo en el departamento de
redacción, sino particularmente en forma de asistente de investigación. El
doctor Nicholas Perrin, que es a su vez un investigador con obra publicada,
ha desempeñado este papel con un incansable buen humor durante los
últimos dos años, poniendo a mi disposición sus vastos conocimientos,
rebuscando y encontrando fuentes antiguas y modernas, proporcionándome
en una sola persona el equivalente de la sala común de una universidad (de
manera que he podido poner a prueba ideas y conseguir al instante una
reacción de calidad) y desempeñando en general las funciones de ayudante,
consejero, crítico y amigo. Trabajar con él casi a diario ha sido una delicia
intelectual y personal.
La dedicatoria refleja una doble y vieja deuda de amistad e investigación.
Me encontré con Oliver O’Donovan (en una clase de hebreo) en mi primer
día en Oxford; su sabia amistad, ejemplo investigador y profunda inteligencia
teológica y filosófica han sido desde entonces una inspiración. Conocí a
Rowan Williams cuando ambos regresamos a Oxford en 1986. Nuestra
enseñanza compartida, y los muchos planos de amistad que la rodeaban,
están entre mis recuerdos más felices de aquel tiempo. Oliver y Rowan, por
supuesto, también han escrito a su vez libros destacados sobre la
resurrección, y eso por sí solo habría ya justificado que les ofreciera esta
muestra de afecto y respeto. Pero cuando, el día que escribí la sección final
de este libro, me anunciaron que Rowan se había convertido en el nuevo
arzobispo de Canterbury, mi justificada impresión se volvió obligación.
Enhorabuena a él y gracias a los dos.
 
N. T. Wright
Abadía de Westminster
 
 
 
 
 
 
 
 
PRIMERA PARTE
PARA SENTAR LAS BASES
 
 
Capítulo 1
La diana y las flechas
 
 
1. Introducción: La diana
El peregrino que visita la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén se
encuentra frente a varios interrogantes. ¿Es éste, después de todo, el lugar
donde Jesús de Nazaret fue crucificado y sepultado? ¿Por qué se encuentra
dentro de los muros de la ciudad, y no en el exterior, como cabría suponer?
¿Qué relación guarda el actual edificio con el emplazamiento original?
¿Cómo llegó este lugar a transformarse en algo tan diferente de lo que el
Nuevo Testamento nos induce a imaginar (una tumba en un jardín, en las
cercanías de una colina llamada Gólgota)? Aun suponiendo que éste fuera
el lugar correcto, ¿cómo saber dónde se encuentra el emplazamiento
exacto? Este afloramiento rocoso que hoy en día se encuentra encerrado
dentro de una capilla a la que se sube por unas escaleras, ¿es en realidad la
cumbre del Gólgota? ¿Es realmente en esa lápida de mármol donde yació
Jesús ya muerto? ¿Es este santuario sumamente adornado el verdadero
emplazamiento de la tumba? Existe además otro interrogante de diferente
naturaleza, pero tan apremiante como el anterior para algunos visitantes:
¿por qué todavía diferentes grupos de cristianos siguen peleándose acerca
de quién posee el auténtico lugar? Sin embargo, estos interrogantes no le
restan encanto al sitio. Pese a las peleas arqueológicas, históricas y
eclesiásticas, la iglesia sigue conservando su poder evocador y espiritual.
Son cientos de miles los peregrinos que siguen acudiendo a ella4.
Algunos de ellos todavía siguen preguntándose si realmente todo eso
ocurrió: ¿realmente Jesús de Nazaret resucitó de entre los muertos? Pero,
sean o no conscientes de ello, se unen a una muchedumbre muy diferente
que se encamina hacia una diferente peregrinación: la acalorada multitud de
los historiadores, en la que menudean los empujones, que investigan las
extrañas informaciones sobre lo acontecido en la tumba de Jesús al tercer
día de su ejecución. Llegados a este punto, todos se ven enfrentados a una
serie parecida de problemas. La historia de la Pascua cristiana, como la
iglesia situada en su supuesta ubicación, ha sido demolida y reconstruida
una y otra vez en el transcurso de los años. Las seductoras narraciones de
los evangelios resultan tan desconcertantes para quien las lee como el
edificio lo es para quien lo visita. ¿Cómo encajan, si es que encajan? ¿Qué
ocurrió exactamente? ¿Cuál de las escuelas actuales de pensamiento está
contando la verdadera historia, si es que alguna la cuenta? Muchos han
desesperado de descubrir lo que ocurrió, en el supuesto caso de que algo
ocurriese, al tercer día de la crucifixión de Jesús. Sin embargo, pese a la
perplejidad y el escepticismo, miles de millones de cristianos del mundo
entero repiten habitualmente la confesión original de la fe pascual: al tercer
día de su ejecución, Jesús resucitó.
¿Qué ocurrió, entonces, aquella mañana dePascua? Esta pregunta de
tipo histórico, tema central del presente libro, está íntimamente relacionada
con la pregunta de por qué empezó el cristianismo, y por qué adoptó la
forma que de hecho tomó5. A su vez, ésta es la cuarta de las cinco
preguntas que formulé en la obra Jesus and the Victory of God, obra que
proponía respuestas a las tres primeras (¿dónde se sitúa Jesús dentro del
judaísmo?, ¿cuáles eran los objetivos de Jesús? y ¿por qué murió Jesús?).
(Espero abordar en un volumen posterior la quinta pregunta: ¿por qué los
evangelios son lo que son?) La cuestión acerca de los orígenes del
cristianismo es inevitablemente una cuestión acerca de la figura de Jesús
como tal, y también acerca de la iglesia primitiva. Independientemente de
otras cosas que los primeros cristianos dijesen de sí mismos, de manera
habitual explicaban su propia existencia y sus actividades características
hablando de Jesús.
Resulta sorprendente, pero es verdad, que para poder determinar lo que
ocurrió un día concreto de hace casi dos mil años nos veamos obligados a
llamar de nuevo, y a contrastar, a una amplia variedad de testigos, algunos
de los cuales están siendo interrogados simultáneamente por abogados de
otras respuestas a la misma pregunta. El debate ha estado frecuentemente
plagado de simplificaciones excesivas, y para evitar esto tendremos que
exponer las cosas de manera razonablemente completa. Aun así, no hay
espacio suficiente para exponer una historia extensa de la investigación
sobre este tema. He seleccionado a algunos interlocutores, lamentando la
falta de espacio para incluir a más. La impresión que me ha dejado la lectura
de la bibliografía al respecto es que las fuentes primarias como tales no se
conocen suficientemente bien, o no se han estudiado con suficiente cuidado.
Este libro pretende poner remedio a esto, sin señalar siempre a los
especialistas que concuerdan con las opiniones aquí expuestas, o a los que
discrepan de ellas6.
Como indica el título general del proyecto, y como aparece explicado en
la Primera parte del primer volumen, mi intención es escribir sobre los
comienzos históricos del cristianismo y sobre el tema de dios. Por supuesto
soy consciente de que, durante más de doscientos años, los especialistas se
han afanado por mantener las distancias entre la historia y la teología, o la
historia y la fe. La intención que anima tal actitud es buena: cada una de
estas disciplinas tiene su propia estructura y lógica, y ninguna se puede
convertir sencillamente en una rama de la otra. Pero precisamente en este
punto -los orígenes del cristianismo en general, y la resurrección en
particular- están inevitablemente entrelazadas. De hecho, no reconocer esto
equivale con frecuencia a optar tácitamente por un tipo particular de
teología, quizá una forma de deísmo cuyo dios, al modo de un terrateniente
absentista, se mantiene al margen de toda implicación histórica. Defender
esta postura apelando a la “trascendencia” divina es una forma de replantear
el problema, no de resolverlo7. Reflejo de esto es la adopción de un
sobrenaturalismo flagrante cuyo dios taumaturgo pasa habitualmente por
encima de la causalidad histórica. En otros puntos del mapa existen diversas
formas de panteísmo, panenteísmo y teología del proceso, en las cuales
“dios” forma parte del mundo espacio-temporal y el proceso histórico, o está
íntimamente relacionado con ellos. Por tanto, reconocer el vínculo existente
entre historia y teología no entraña tomar decisiones por adelantado sobre
las cuestiones planteadas por una u otra, sino advertir del carácter
necesariamente polifacético del tema.
Éste es casi el núcleo de los múltiples desacuerdos que encuentro entre
mí mismo y uno de los principales autores que han escrito sobre este tema
en los últimos veinte años, el arzobispo Peter Carnley8. En su obra (y en la
de algunos otros) parece existir un argumento implícito según el cual: (a) la
investigación histórico-crítica ha deconstruido minuciosamente los
acontecimientos de la primera Pascua, pero (b) a quien intente entrar en
diálogo con dicha investigación partiendo de sus mismos planteamientos se
le dice que hacer tal cosa equivale a recortar la resurrección acomodándola
a nuestro interés, a reducirla a un plano meramente mundano. Al parecer, el
trabajo histórico es estupendo, necesario incluso, siempre y cuando aporte
resultados escépticos, pero resulta peligroso y dañino -¡para la auténtica fe!-
si pretende hacer otra cosa9. Si sale cara, pierdo yo, si sale cruz, ganas tú.
Aunque no deseamos adoptar sin crítica los anteriores métodos histórico-
críticos, debemos insistir en que el recurso a la historia sigue teniendo
importancia y se puede seguir utilizando, sin con ello prejuzgar cuestiones
teológicas en esta fase. No podemos conformarnos ni con “una colonización
apologética del estudio histórico” ni con “una indiferencia de cuño teológico
respecto a la historia”10. Coincido con Carnley (345, 365) en que no
debemos dejarnos atrapar en una preocupación unilateral por el intento de
establecer proposiciones objetivas sobre Jesús; pero él utiliza esta
advertencia como un medio para permitir que reconstrucciones históricas
demostrablemente falaces queden sin impugnar. Como bien insistía Moule,
tomarse la historia en serio no constituye un voto a favor del protestantismo
liberal11. Ni la pregunta acerca de “qué ocurrió en realidad” se empezó a
considerar importante únicamente a partir de John Locke12.
En gran parte de la investigación actual, la “cuestión de dios” se plantea
de la siguiente manera: ¿qué creían los primeros cristianos acerca del dios
del que hablaban?, ¿qué explicación daban en sus primeros días del ser y la
actuación de este dios, y de qué forma esto expresaba y sustentaba sus
razones para seguir existiendo como grupo después de la muerte de su
líder? En otras palabras, en las partes Segunda, Tercera y Cuarta vamos a
ocuparnos de la reconstrucción histórica de lo que los primeros cristianos
creían sobre sí mismos, sobre Jesús y sobre su dios. Quedará claro que
creían en el dios de los patriarcas y profetas israelitas, quien les había hecho
promesas en el pasado y que en ese momento, de manera sorprendente
pero poderosa, las había cumplido en y por Jesús. Hasta la última parte no
tendremos que abordar otro problema mucho más difícil: a la hora de llegar
a conclusiones históricas acerca de lo que sucedió en Pascua, no podemos
evitar la cuestión relativa a la cosmovisión y teología propias del historiador.
Soslayar este punto equivale normalmente a optar de manera tácita por una
cosmovisión particular, a menudo la del escepticismo posilustrado. La
estructura del libro queda, pues, determinada por las dos subcuestiones
fundamentales en las que se divide la pregunta principal: ¿qué pensaban los
primeros cristianos que le había ocurrido a Jesús? y ¿qué podemos decir
sobre la admisibilidad de esas creencias? La primera pregunta constituye el
tema de las partes Segunda, Tercera y Cuarta; la segunda se aborda en la
Quinta parte. Obviamente las dos se solapan, puesto que parte de la razón
por la que se llega a la conclusión de la Quinta parte son las sorprendentes
creencias descubiertas en las partes Segunda, Tercera y Cuarta, y la
dificultad de dar razón de dichas creencias a menos que aceptemos la
hipótesis de su veracidad. Pero, en teoría, ambas cuestiones son
separables. Es perfectamente posible que un estudioso llegue a la
conclusión de (a) que los primeros cristianos creían que Jesús había sido
resucitado corporalmente y de (b) que éstos se equivocaban13. Son muchos
los que han adoptado esta opinión. Pero corresponde a quien tal haga
ofrecer una explicación alternativa de por qué (a) llegó a darse, y uno de los
rasgos interesantes de la historia de la investigación es el abanico
sumamente variado de respuestas que se siguen dando a esta pregunta.
A medida que este libro y la investigación que condujo hasta él se han ido
desarrollado a lo largo de estos últimos años, he ido tomando conciencia de
que en laactualidad existe un paradigma predominante, en líneas generales,
para entender la resurrección de Jesús, un paradigma que, pese a las
numerosas voces discrepantes, está ampliamente aceptado tanto en el
mundo de la investigación como en el de muchas de las principales iglesias.
Aunque mi planteamiento a lo largo del libro va a ser positivo y expositivo,
merece la pena señalar desde el comienzo que pretendo impugnar este
paradigma dominante en todos y cada uno de sus elementos principales. En
términos generales, esta opinión sostiene lo siguiente: (1) que el contexto
judío proporciona sólo un marco confuso donde “resurrección” podía
significar varias cosas diferentes; (2) que Pablo, el primer escritor cristiano,
no creía en la resurrección corporal, sino que sostenía una opinión “más
espiritual”; (3) que los primeros cristianos creían, no en la resurrección
corporal de Jesús, sino en su exaltación/ascensión/glorificación, en su
“subida a los cielos” en virtud de una especie de capacidad especial, y que
empezaron a emplear el lenguaje de “resurrección” para referirse a esa
creencia, y sólo posteriormente para hablar de una tumba vacía o de “ver” a
Jesús resucitado; (4) que las historias de los evangelios sobre la
resurrección son invenciones tardías destinadas a reafirmar esta creencia
surgida en un segundo momento; (5) que la mejor manera de entender tales
“vistas” de Jesús, fuera cual fuera el modo en que tuvieran lugar, es partir de
la experiencia de conversión de Pablo, que como tal se puede explicar como
una experiencia “religiosa”, interna al sujeto, que no conlleva la visión de
ninguna realidad externa, y que los primeros cristianos experimentaron algún
tipo de fantasía o alucinación; (6) que, independientemente de lo que le
ocurriera al cuerpo de Jesús (las opiniones difieren ya de entrada respecto a
si fue sepultado, siquiera), dicho cuerpo no fue objeto de una “resucitación”,
y ciertamente no fue “resucitado de entre los muertos” en el sentido en que
las historias evangélicas, leídas en su sentido aparente, parecen requerir14.
Por supuesto, los diferentes especialistas subrayan de diferente manera los
distintos elementos que integran este paquete; pero el cuadro seguirá
resultando familiar a quien haya hecho siquiera escarceos en este tema, o
haya escuchado algunos sermones de Pascua, o incluso sermones
fúnebres, de la corriente dominante en las últimas décadas. La carga
negativa del presente libro es que existen excelentes argumentos históricos,
seguros y bien fundados, contra cada una de esas posiciones.
La idea central positiva es establecer (1) un punto de vista diferente con
respecto al contexto y los materiales judíos, (2) una nueva manera de
entender a Pablo y (3) a todos los demás cristianos primitivos, y (4) una
nueva lectura de las historias evangélicas; y sostener (5) que la única razón
posible por la que el cristianismo empezó y tomó la forma que tomó es que
la tumba realmente estaba vacía y que hubo gente que realmente se
encontró con Jesús, vivo de nuevo, y (6) que, aun cuando admitirlo supone
aceptar un reto en lo que a la cosmovisión como tal se refiere, la mejor
explicación histórica de todos estos fenómenos es que Jesús, en efecto, fue
resucitado corporalmente de entre los muertos. (La numeración de estos
argumentos corresponde a las partes de este volumen, a excepción de [5] y
[6], que corresponden a los dos capítulos [18 y 19] de la Quinta parte.)
El debate se ha centrado en una docena o así de puntos clave dentro de
estos temas. Lo mismo que los excursionistas que visitan el Distrito inglés de
los Lagos se dirigen a las principales ciudades (Windermere, Ambleside,
Keswick) y se mantienen a pocos kilómetros de ellas, quienes escriben
artículos y monografías sobre la resurrección vuelven una y otra vez sobre
los mismos puntos clave (las ideas judías sobre la vida tras la muerte, el
“cuerpo espiritual” de Pablo, la tumba vacía, las “visiones” de Jesús, etc.). El
excursionista, sin embargo, no saca de los Lagos el mejor partido posible; en
realidad, quizá no entienda en absoluto la región. Mi propuesta en este libro
es dirigirnos a los montes y a los estrechos senderos rurales, así como a las
zonas más pobladas. Un ejemplo obvio (aunque es increíble cuántos
parecen pasarlo por alto): escribir sobre la opinión que Pablo tiene de la
resurrección sin mencionar 2 Cor 5 o Rom 8 -como han hecho muchos— es
como decir que “conoces” el Distrito de los Lagos cuando nunca has subido
el Scalfell Pike o el Helvellyn (las montañas más altas de Inglaterra). Una de
las razones por las que este libro es más largo de lo previsto es
precisamente mi determinación a incluir todas las pruebas.
Antes de llegar al núcleo de la cuestión, hay dos temas preliminares,
ambos controvertidos, que debemos examinar. En primer lugar, ¿qué clase
de tarea histórica acometemos al hablar de la resurrección? El presente
capítulo introductorio pretende despejar el terreno necesario en este punto.
Sin él, algunos lectores objetarían que un servidor eludía la cuestión de si es
siquiera posible escribir desde un punto de vista histórico sobre la
resurrección.
En segundo lugar, ¿cómo pensaban y hablaban sobre los muertos y su
destino futuro las gentes de la época de Jesús, tanto gentiles como judíos?
En concreto, ¿qué significado tenía, dentro de aquel abanico de creencias,
la palabra “resurrección” (anastasis y sus afines, el verbo egeiro y sus afines
en griego, y qum y sus afines en hebreo)?15 Los capítulos 2 y 3 abordan
esta cuestión, aclarando en particular -un paso fundamental, como veremos-
qué entendían los primeros cristianos, y cómo les entendían, cuando
hablaban y escribían sobre la resurrección de Jesús. Como señaló una vez
George Caird, cuando un hablante declara “I’m mad about my flat”, resulta
útil saber si es estadounidense (en cuyo caso está expresando su cólera por
un pinchazo) o británico (en cuyo caso está expresando lo contento que se
siente con su vivienda)16. Cuando los primeros cristianos decían “El Mesías
fue resucitado de entre los muertos al tercer día”, ¿qué podían entender
quienes les escuchaban? Esto puede parecer evidente para algunos
lectores, pero no fue evidente en absoluto, según los evangelistas, cuando
Jesús dijo cosas similares a sus seguidores, y una ojeada a la bibliografía
contemporánea dejará patente que, para muchos especialistas actuales,
sigue distando mucho de ser evidente17. Además de la cuestión del
significado (¿qué significaba esta manera de hablar en aquel entonces?),
debemos considerar también la cuestión de la derivación: ¿qué le debía al
contexto más amplio, judío y no judío, si es que le debía algo, la
configuración cristiana de las ideas y el lenguaje acerca de la Pascua? El
capítulo 2 examina el mundo no judío del siglo I con estas dos cuestiones en
mente; los capítulos 3 y 4, que desarrollan el breve análisis recogido en el
primer volumen de esta colección, analizan el mundo judío18.
Permítaseme exponer algo más detalladamente la explicación breve, casi
formularia, que acabo de dar hace un momento acerca de cómo va a
proceder la argumentación a partir de allí. Abordaré la cuestión principal de
las partes Segunda a Cuarta preguntando: dado el amplio abanico de
opiniones sobre la vida después de la muerte en general, y sobre la
resurrección en particular, ¿qué creían los primeros cristianos sobre estos
temas, y qué explicación podemos dar de sus creencias? Descubriremos
que, aun cuando los primeros cristianos se situaban en cierto sentido dentro
de la gama judía de opiniones, sus puntos de vista sobre el tema se habían
clarificado, y hasta cristalizado, en un grado que no tenía parangón dentro
del judaísmo. La explicación que daban, de esto y de muchas más cosas,
era la afirmación igualmente sin parangón de que Jesús de Nazaret había
sido resucitado corporalmente de entre los muertos. Las partes Segunda,
Tercera y Cuarta pondrán de manifiesto que esta creencia sobre la
resurrección en general, y sobre Jesús en particular, ejerce presión sobre el
historiadorpara que dé razón de tan repentina y espectacular mutación
producida desde el interior mismo de la cosmovisión judía.
Para examinar estas cuestiones voy a seguir una vía que no es
tradicional. La mayoría de los análisis han empezado con las historias sobre
la resurrección contenidas en los últimos capítulos de los cuatro evangelios
canónicos, y luego, a partir de ahí, han ampliado la perspectiva. Puesto que
esos capítulos están entre las partes más difíciles del material que tenemos
ante nosotros, y dado que según un consenso unánime fueron escritos
después de nuestro principal testigo literario, Pablo, propongo dejarlos para
el final, y preparar el camino centrándonos en Pablo como tal (Segunda
parte) y en los demás escritores paleocristianos, tanto canónicos como no
canónicos (Tercera parte). Pese a lo que a veces se dice, descubriremos
una unanimidad sustancial en el punto básico: prácticamente todos los
primeros cristianos de los que tenemos pruebas sólidas afirmaban que
Jesús de Nazaret había sido resucitado corporalmente de entre los muertos.
Cuando decían “fue resucitado al tercer día”, querían decir literalmente esto.
Sólo podremos hacer justicia a las historias evangélicas sobre la
resurrección, que nos ocuparán en la Cuarta parte, cuando hayamos
percibido la fuerza de esta argumentación.
Luego, la Quinta parte se acercará a esta cuestión: ¿qué pueden decir
sobre la Pascua los historiadores del siglo XXI basándose en las pruebas e
indicios históricos? Sostendré que la mejor explicación, con mucho, de la
mutación paleocristiana que se produjo dentro de la creencia judía sobre la
resurrección consiste en admitir que habían sucedido dos cosas. En primer
lugar, que la tumba de Jesús fue encontrada vacía. En segundo lugar, que
varias personas -entre ellas al menos una, o quizá más, que anteriormente
no había sido seguidora de Jesús- afirmaban haberlo visto vivo de una
manera para la cual el lenguaje inmediatamente disponible de fantasmas,
espíritus y cosas parecidas, resultaba inadecuado, y para la cual sus
creencias anteriores sobre la vida después de la muerte, y sobre la
resurrección en particular, no las habían preparado. Si quitamos cualquiera
de estas conclusiones históricas, la creencia de la iglesia primitiva se
convierte como tal en inexplicable.
La pregunta siguiente es: ¿por qué estaba la tumba vacía, y qué
explicación cabe dar de que se haya visto a Jesús aparentemente
resucitado? Voy a sostener que la mejor explicación histórica es la que
inevitablemente plantea todo tipo de cuestiones teológicas: la tumba estaba,
en efecto, vacía, y Jesús fue visto con vida, en efecto, porque realmente fue
resucitado de entre los muertos.
Afirmar que Jesús de Nazaret fue resucitado de entre los muertos
resultaba tan controvertido hace mil novecientos años como lo es hoy. Los
filósofos de la Ilustración no fueron los primeros en descubrir que los
muertos permanecían muertos. El historiador que desee hacer semejante
afirmación se ve obligado, por tanto, a poner en tela de juicio un presupuesto
básico y fundamental -no sólo, como se dice a veces, la postura del
escepticismo del siglo XVIII, o de la ‘cosmovisión científica”, en cuanto
opuestas a una “visión pre-científica”, sino también la de casi todos los
pueblos antiguos y modernos situados al margen de las tradiciones judías y
cristianas-19. Voy a presentar argumentos históricos y teológicos a favor de
dar este paso tan radical, echando mano al mismo tiempo de las reflexiones
teológicas de los inicios del cristianismo, derivadas de la resurrección de
Jesús -las reflexiones que desde muy, muy pronto llegaron a la conclusión
de que la resurrección demostraba que Jesús era el hijo de Dios y de que,
cosa igualmente importante, el único Dios verdadero era a partir de ese
momento cognoscible con toda verdad como el padre de Jesús-. El círculo
del libro quedará así completo.
Antes de poder siquiera apuntar a las dianas, debemos preguntarnos: ¿es
posible, siquiera, tal tarea?
 
2. Las flechas
 
(i) Disparar al Sol
Hubo una vez un rey que ordenó a sus arqueros que disparasen al Sol.
Los más fuertes pasaron todo el día intentándolo con sus mejores equipos,
pero sus flechas se quedaban cortas, y el Sol siguió indiferente su camino.
Los arqueros pasaron la noche entera puliendo sus flechas y cambiándoles
las plumas, y al día siguiente lo intentaron de nuevo con renovado celo; pero
sus esfuerzos siguieron siendo en vano. El rey se enojó y empezó a lanzar
siniestras amenazas. Al tercer día, el arquero más joven, que tenía el arco
más pequeño, acudió a mediodía al lugar del jardín donde el rey estaba
sentado frente a un estanque. Ahí estaba el Sol, una esfera dorada reflejada
en el agua tranquila. Con un único tiro, el muchacho le dio en el centro. El
Sol se partió en miles de fragmentos brillantes.
Las flechas de la historia no pueden alcanzar a Dios. Por supuesto,
puede haber significados de la palabra “dios” que permitan convertir a tal ser
en un blanco más dentro de una barraca de tiro, para que los historiadores
tiren contra él al azar. Cuanto más serio sea un panteísta, mayor será la
probabilidad de que deba suponer que, al estudiar el curso de los
acontecimientos dentro del mundo natural, está estudiando a su dios. Pero
el dios de la tradición judía, el dios de la fe cristiana y también el dios de la
devoción musulmana (que sean tres o uno solo no nos atañe en este
momento) simplemente no son esa clase de dios. La trascendencia del dios
o dioses del judaísmo, el cristianismo o el islam proporciona el equivalente
teológico de la fuerza de la gravedad. Las flechas de la historia están
condenadas a no alcanzarle nunca.
Y, sin embargo, en lo más profundo de la tradición judía y la cristiana se
encuentra un rumor de que una imagen, un reflejo, del único dios verdadero
ha aparecido dentro del campo gravitatorio de la historia. Este rumor, que va
desde el Génesis hasta la tradición sapiencial, y luego se introduce en las
creencias judías sobre la Torá, por un lado, y en las creencias cristianas
sobre Jesús, por otro, tal vez ofrezca aún un modo de conseguir la
cuadratura del círculo, que el pastel se coma y se posea a la vez, que la
trascendencia de este dios se ponga a tiro.
Este precepto no está en el cielo para que digas: “¿Quién subirá
al cielo a buscarlo para que nos lo dé a conocer y lo pongamos
en práctica?”. Tampoco está más allá de los mares para que
digas: “¿Quién pasará al otro lado de los mares a buscarlo para
que nos lo dé a conocer y lo pongamos en práctica?”. Pues la
palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para
que la cumplas20.
Y lo que Moisés decía de la Torá, Pablo lo decía de Jesús, con especial
referencia a su resurrección21.
Estas reflexiones preparan el contexto para que consideremos lo que la
historia puede o no puede decir sobre lo que aconteció en Pascua. Algunos
han supuesto que por el hecho de haber ofrecido “pruebas” históricas del
acontecimiento pascual han demostrado, en un sentido moderno y casi
científico, no sólo la existencia del dios cristiano, sino también la validez del
mensaje cristiano22. Al transformar sus flechas en cohetes espaciales, se
han olvidado de Ícaro y han partido audazmente hacia el Sol. Otros, que
tienen presente la fuerza de la gravedad, han declarado que semejante
iniciativa no conduce a nada, o aún peor, que es absurda. Si afirmamos
haber dado en el blanco, ¿no habremos reducido a Dios a un ídolo? Por
tanto, seguimos estando, como en el volumen anterior, en el punto de
intersección entre historia y teología, lo cual a principios del siglo XXI
significa que todavía estamos luchando con los fantasmas de nuestro
pasado ilustrado. Estas cuestiones, que son ya de gran calado y complejidad
cuando hablamos de Jesús como tal, se vuelven aún más apremiantes
cuando pretendemos hablar de la resurrección. ¿Qué intentamos hacer,
pues, en este libro?
 
(ii) Resurrección e historia
(a) Los sentidos de “historia”
A menudo se ha sostenido, incluso haciendo hincapié en ello, que,sea
cual sea el modo en que entendamos la resurrección de Jesús, ésta no es
accesible a una investigación histórica. Algunos han llegado a decir que no
se debe considerar en ningún sentido significativo como un “acontecimiento
dentro de la historia”. Los arqueros no pueden ver bien el blanco; algunos
incluso dudan de su existencia. Contra esto voy a sostener que la
resurrección de Jesús, fuese lo que fuese, se puede y se debe ver al menos
como un problema histórico.
Pero ¿a qué nos referimos con el término “histórico”23? El término
“historia” y otros emparentados se han utilizado por lo menos de cinco
maneras considerablemente diferentes.
En primer lugar, está la historia como acontecimiento. Si decimos que
algo es “histórico” en este sentido, afirmamos que ha ocurrido, podamos o
no saber o demostrar que ocurrió. La muerte del último pterodáctilo es, en
ese sentido, un acontecimiento histórico, aun cuando ningún ser humano
asistiera a ella ni escribiese sobre ella en aquel momento, ni tengamos
muchas probabilidades de llegar a descubrir cuándo y dónde tuvo lugar. De
igual modo aplicamos el término “histórico” a personas o cosas para indicar
sencilla y únicamente que existieron24.
En segundo lugar, está la historia como acontecimiento importante. No
todos los acontecimientos son importantes; con frecuencia se supone que la
historia está constituida por los acontecimientos que sí lo son. Entonces la
palabra “acontecimiento” suele ir acompañada por el adjetivo “histórico”
(historic en inglés); “un acontecimiento histórico” no es el que simplemente
tuvo lugar, sino el que al producirse trajo consigo consecuencias
trascendentales. Asimismo, una persona, un edificio o un objeto “históricos”
(de nuevo historic en inglés) es aquel en el que se percibe una particular
importancia, sin que ello aluda a su existencia. Es famosa la utilización que
Rudolph Bultmann, de quien podría decirse que fue una “figura histórica”
dentro de la disciplina de los estudios del Nuevo Testamento, hacía del
adjetivo geschichtlich para transmitir este sentido, en contraposición a
historisch (sentido 1).
En tercer lugar, está la historia como acontecimiento demostrable. Decir
que algo es “histórico” en este sentido equivale a decir, no sólo que ocurrió,
sino que podemos demostrarlo, según la analogía de las matemáticas o las
ciencias “irrefutables”. Esto resulta algo más controvertido. Decir que “x
puede haber ocurrido, pero no podemos demostrarlo, de modo que en
realidad no es histórico (historical)'” tal vez no sea contradictorio, pero está
claro que emplea el término “historia” en un sentido más restringido que los
otros.
En cuarto lugar, y con un significado bastante diferente de los tres
primeros, está la historia como “actividad de escribir sobre acontecimientos
del pasado”. Decir que algo es “histórico” en este sentido equivale a decir
que se escribió sobre ello, o que tal vez, en principio, se pudo haber escrito
sobre ello. (Esto podría abarcar incluso novelas “históricas”.) Una variante
de esto, aunque importante, es la historia oral; en un tiempo en el que para
muchos la palabra hablada tenía más autoridad que la escrita, no es de
desdeñar la historia como “actividad de hablar sobre acontecimientos del
pasado”25.
En quinto y último lugar, precisamente en estudios sobre Jesús se utiliza
una combinación de (3) y (4): historia como lo que los historiadores
modernos pueden decir sobre un tema. Por “moderno” entiendo “posterior a
la Ilustración”, el período en el cual la gente imaginó cierta analogía,
correlación incluso, entre la historia y las ciencias irrefutables. En este
sentido, “histórico” significa, no sólo aquello que se puede demostrar y poner
por escrito, sino aquello que se puede demostrar y poner por escrito dentro
de la cosmovisión posterior a la Ilustración. Esto es lo que la gente ha tenido
en mente cuando han rechazado “el Jesús histórico” (expresión que de este
modo viene a significar, por supuesto, “el Jesús que encaja en el lecho de
Procrustes* de una cosmovisión reduccionista”) en favor de “el Cristo de
fe”26.
Por supuesto, la confusión entre todos estos sentidos ha complicado este
mismo debate sobre el denominado “Jesús histórico”, expresión que unos
utilizan para referirse a Jesús en cuanto realmente existente (sentido 1),
otros para referirse a lo que era importante de Jesús (sentido 2), otros más
para denotar lo que se puede demostrar acerca de Jesús, en contraposición
a lo que debemos poner en duda o aceptar sólo por fe (sentido 3); un cuarto
grupo para referirse a lo que se ha escrito sobre Jesús (sentido 4). Quienes,
como he indicado, han tomado esta expresión en el sentido 5 han rechazado
con frecuencia al Jesús no sólo de ese sentido, sino, al parecer, de los
cuatro anteriores también27. Jesus and the Victory of God constituye, en
parte, una respuesta a esta postura. Pero en este momento debemos
enfrentarnos a una perspectiva muy específica, particular, y en algunos
aspectos peculiar, de este problema. ¿En qué sentido se puede hablar, si es
que cabe hacerlo, de la resurrección de Jesús como “histórica”?
Desde la época de Pablo, la gente ha intentado siempre escribir sobre la
resurrección de Jesús (independientemente de lo que entendieran por tal).
La cuestión, desde luego, tiene repercusiones: ¿estaban de ese modo
escribiendo sobre un acontecimiento del pasado?, ¿estaban escribiendo
“historia”? o ¿todo eso era, en realidad, la proyección de su propia
experiencia de fe? Cuando decían “Jesús fue resucitado de entre los
muertos al tercer día”, ¿estaban intentando hacer algún tipo de afirmación
histórica sobre Jesús, o sabían que esto era una metáfora de su nueva y
sorprendente experiencia religiosa, del surgimiento de su fe, etc.? Esto nos
remite al sentido 1, que es la cuestión que está en juego a lo largo de la
mayor parte de este libro: ¿fue la resurrección algo que sucedió realmente?,
y, en caso de respuesta afirmativa, ¿qué fue exactamente lo que sucedió?
No parece que haya habido tanta polémica contra “la resurrección histórica”
como rechazo airado de “el Jesús histórico”28.
No hay problema alguno en aplicar a la resurrección de Jesús el sentido
2. Prácticamente todo el mundo estará de acuerdo en que,
“independientemente de lo que sucediera”, fue algo extremadamente
importante. En efecto, algunos autores contemporáneos concuerdan en que
“aquello” fue muy importante, al tiempo que siguen sosteniendo que no
podemos saber qué fue. El sentido 3 crea grandes problemas: todo depende
de lo que se quiera decir con “prueba”, y volveremos sobre esta cuestión en
el momento oportuno. El sentido 4 no resulta problemático: se ha escrito
sobre el “acontecimiento”, aun cuando todo fuera pura invención. Pero el
que causa verdaderos quebraderos de cabeza es el sentido 5: ¿qué pueden
decir sobre el tema los historiadores contemporáneos? Si no tenemos claras
estas distinciones conforme vayamos avanzando, no sólo nos
encontraremos con problemas enormes, sino que acabaremos dando
vueltas en círculo con un recorrido cada vez más corto.
¿Es entonces posible hablar de la resurrección de Jesús como de un
acontecimiento dentro de la historia? En su libro, merecidamente famoso, El
Jesús de la historia, J. D. Crossan dice, a propósito del movimiento de
Búsqueda de Jesús en su conjunto, que unos especialistas afirman que no
se puede realizar, y otros que no se debe hacer; y que hay algunos que
dicen lo primero queriendo decir lo segundo29. Esto es igual de cierto, si no
más, cuando se trata de la resurrección. Como creo que podemos y
debemos analizar la resurrección como un problema histórico, es importante
que abordemos de frente estas cuestiones. Existen seis objeciones que voy
a repartir en dos grupos principales, comenzando con el de quienes dicen
que tal estudio histórico sobre la resurrección no se puede acometer, y
pasando luego a quienes afirman que no se debe acometer. La parábola de
los arqueros y el Sol se aplica más al segundo grupo que al primero. Una
pequeña modificación de la parábola nosofrecerá un doble cuadro. Quienes
piensan que la resurrección no se puede estudiar históricamente suponen
que no hay diana o que, si la hay, los arqueros no pueden verla. Quienes
piensan que la resurrección no se debe estudiar históricamente suponen que
la diana está fuera del alcance gravitatorio de sus flechas. El primer grupo
de objetores, que suponen que el blanco ha de ser una diana terrestre
ordinaria, afirman enérgicamente que los arqueros no pueden apuntar a algo
que no pueden ver; el segundo grupo declara que ninguna flecha puede
llegar a alcanzar el Sol, de manera que la búsqueda queda desde el
principio condenada y declarada culpable de una especie de soberbia.
 
(b) ¿No hay acceso?
La primera objeción a tratar la resurrección desde un punto de vista
histórico se pone con bastante frecuencia, y entre los investigadores de la
última generación está asociada en particular con Willi Marxsen30. Marxsen
niega que como historiadores tengamos acceso a la resurrección en sí.
Puede que en algún lugar haya una diana, pero no podemos verla, de
manera que tampoco podemos disparar sobre ella. Todo lo que tenemos es,
al parecer, un acceso a las creencias de los primeros discípulos. Ninguna
fuente, salvo una, tardía y poco fidedigna, que recibe el nombre de
Evangelio de Pedro y pretende describir la salida de Jesús de la tumba; ni
siquiera este extraño texto describe el momento de su primer despertar ni
aquel en el que se despojó de la mortaja31. Según Marxsen, por tanto, no
debemos hablar de la resurrección en sí como de algo “histórico” (historical,
historisch). Un número considerable de especialistas posteriores le ha
seguido en esta afirmación32.
Esta propuesta parece prudente y científica. Sin embargo, no es ninguna
de las dos cosas. Entraña el imprudente rechazo de una cuestión
importante, y un mal entendimiento acerca de cómo trabaja la ciencia y en
especial la historiografía científica. De hecho, dice demasiado poco y, a la
vez, demasiado.
Demasiado poco: en el habitual estilo positivista, parece indicar que sólo
podemos considerar “histórico” aquello a lo que tenemos acceso directo (en
el sentido de “testimonios de primera mano” o equivalentes). Pero, como
sabe todo auténtico historiador, de hecho no es así como funciona la
historia. En historiografía, el positivismo es, si acaso, más inadecuado aun
que en otros campos. Una y otra vez, el historiador tiene que concluir,
aunque sólo sea para evitar el silencio absoluto, que tuvieron lugar ciertos
acontecimientos a los que no tenemos acceso directo, pero que constituyen
las premisas necesarias de aquello a lo que sí lo tenemos. Los científicos,
especialmente los físicos, dan continuamente este tipo de paso; en efecto,
es así como se producen los avances científicos33. Negar la condición de
“histórico” a aquello a lo que tenemos acceso directo es en realidad una
manera de no hacer historia en absoluto.
Por consiguiente, esta opinión también dice demasiado. Según su propia
epistemología, ni siquiera debería afirmar que tiene acceso a la fe de los
discípulos. Ni siquiera los textos como tales nos dan acceso directo a esta fe
en el sentido en que Marxsen y otros parecen considerar necesario. Todo lo
que tenemos en este caso son textos; y, aunque Marxsen no abordó esta
cuestión, esa misma sospecha implacable, aplicada a la manera
posmoderna habitual, podría llevar a algunos a cuestionar si los tenemos
siquiera. En otras palabras, quien quiera ser un positivista histórico sin
ningún tipo de restricciones, que acepte como histórico sólo aquello a lo que
tenga acceso directo (en este sentido); tiene por delante un camino largo y
pedregoso. Pocos son, si es que hay alguno, los verdaderos historiadores en
ejercicio que viajan por esta ruta.
Éste es un caso clásico de incapacidad para distinguir entre los diferentes
sentidos de “historia”. Marxsen reconoce que nadie, al menos hasta donde
se nos alcanza, escribió sobre el verdadero tránsito de Jesús, de la muerte a
la vida (sentido 4 supra); deduce de esto que nada se puede probar sobre el
acontecimiento (sentido 3) y escribe constantemente como si esto
significase que nosotros en cuanto “historiadores modernos” no podemos
decir nada sobre ello (sentido 5), ni sobre lo que “ello” en este sentido pudo
ser, podamos o no decir algo sensato al respecto (sentido 1). Al mismo
tiempo, quiere indicar que, independientemente de qué fuera lo que sucedió
o no, evidentemente fue importante (sentido 2), porque de otro modo la
iglesia primitiva nunca habría llegado a existir. Esto es, como mínimo,
sumamente engañoso. La entera posición de Marxsen va a ir quedando
cada vez más superada conforme vayamos avanzando.
 
(c) ¿No hay analogía?
Como es bien sabido, la segunda objeción se asocia con Ernst Troeltsch,
quien sostenía que sólo podemos hablar o escribir como historiadores sobre
cosas que tengan alguna analogía con nuestra propia experiencia; en
nuestra experiencia no se producen resurrecciones; por tanto, como
historiadores, no podemos hablar de la resurrección34. Nunca antes hemos
dado en un blanco así, y por tanto no tiene sentido disparar a éste ahora.
Esto no significa necesariamente que no ocurriera en cierto sentido (sentido
1 de “historia”) o que no se hayan escrito cosas que supuestamente versan
sobre ello (sentido 4); sólo que hoy en día es ilegítimo intentar escribir
acerca de ello como historia (sentido 5), por no hablar ya de intentar
demostrarlo (sentido 3). Esto se entiende a veces como una reformulación
matizada de la famosa objeción de Hume a los milagros en general35. Pero
pienso que es, al menos en principio, más sutil que ésta: es posible que la
resurrección de Jesús haya ocurrido; simplemente, no podemos decir nada
sobre ella.
Como es igualmente bien sabido, Pannenberg ha propuesto una
respuesta a Troeltsch acerca de este punto. Indica él que la verificación
definitiva de la resurrección de Jesucristo (sentido 3) nos la proporcionará a
la postre la resurrección final de quienes estén en Cristo, resurrección que
constituirá la analogía requerida. En otras palabras, llegará un tiempo en el
que todos daremos en el centro de la diana sin errar. Esto, en efecto, da la
razón a Troelsch, pero aboga por una suspensión del veredicto en espera de
una verificación escatológica36. Me pregunto, sin embargo, si Pannenberg
no habrá regalado demasiadas cosas en este punto.
En un plano comparativamente trivial, nos es fácil concebir un
acontecimiento en el cual ocurra algo absolutamente nuevo. No tuvimos que
esperar a un segundo vuelo espacial para poder hablar, como historiadores,
acerca del primero. Verdad es que cabría pensar que el vuelo espacial tiene
analogías parciales con el vuelo de los aviones, por no hablar del vuelo de
los pájaros (o incluso el de las flechas). Pero parte de la idea esencial de la
resurrección, dentro de la cosmovisión judía, era (como veremos) que, aun
cuando los sobrepasaba de manera importante, estaba en línea con los
grandes actos liberadores realizados por Dios en favor de Israel en el
pasado -y no digamos ya con las analogías parciales de las resucitaciones
de personas en el Antiguo Testamento, y hasta con curaciones
sorprendentes-37. Aun cuando el acontecimiento en sí era
considerablemente nuevo, existían analogías y anticipos parciales.
Es importante advertir lo que ocurriría si tomásemos en serio la idea de
Troeltsch: no podríamos decir nada en absoluto sobre el surgimiento de la
iglesia primitiva en su conjunto38. Nunca antes se había dado un movimiento
que empezara como un grupo cuasi-mesiánico dentro del judaísmo y que se
transformara en la clase de movimiento en que el cristianismo se convirtió
rápidamente. Tampoco se ha vuelto a producir un fenómeno parecido. (La
interpretación que habitualmente hacen del cristianismo los posilustrados,
como “una religión” simplemente, enmascara las enormes diferencias que
existen, en cuanto a su origen, entre este movimiento y, por ejemplo, el
surgimiento del islam o del budismo.) A los observadores de este nuevomovimiento, tanto paganos como judíos, les pareció extremadamente
anómalo: no era como un club, ni siquiera como una religión (no había ni
sacrificios, ni imágenes, ni oráculos, ni sacerdotes engalanados) y
ciertamente no era como un culto racial. ¿Cómo podríamos hablar, según la
idea de Troeltsch, de algo así, que nunca se había visto antes ni volvería a
verse después? En el mejor de los casos, sólo por analogía parcial, diciendo
tanto a qué se parece como a qué no se parece. Embutir este movimiento en
categorías ya existentes, o negar su existencia alegando que carece de
precedentes, no sería el trabajo de un historiador, sino el de un filósofo tipo
Procrustes.
Así pues, el surgimiento de la iglesia primitiva constituye en sí mismo un
ejemplo que contradice la idea general de Troeltsch. Si queremos hablar
verdaderamente de la iglesia primitiva, debemos describir algo de lo cual no
había precedentes ni ha quedado ningún ejemplo posterior. Además, como
veremos, la iglesia primitiva nos impone, con su existencia misma, la
cuestión que nosotros como historiadores debemos plantearnos: ¿qué
sucedió exactamente después de la crucifixión de Jesús, para que surgiese
el cristianismo primitivo? Irónicamente, pues, es precisamente el carácter
único del surgimiento de la iglesia primitiva lo que nos obliga a decir: al
margen de las analogías, ¿qué es lo que sucedió?39
 
(d) ¿No hay verdaderas pruebas?
La tercera objeción a tratar la resurrección de Jesús como un
acontecimiento histórico es más variada. En este apartado reúno varios
aspectos dispares de lo que recientemente se ha investigado y se ha escrito
sobre el tema. La idea fundamental es que a las aparentes pruebas de la
resurrección (es decir, los relatos evangélicos y el testimonio de Pablo) se
les puede encontrar una explicación convincente. Volveré más tarde sobre
algunos de estos análisis; en este momento deseo simplemente quitar de en
medio otra posible señal de “carretera cerrada”.
Dentro de este apartado ha habido dos señales de “carretera cerrada”
diferentes, aunque relacionadas entre sí. La primera, habitual en los estudios
neotestamentarios de cuño posbultmanniano, ha sido el intento de analizar
el material según su hipotética historia de la tradición. Lo que los lectores
ingenuos consideran como una diana a la cual apuntar la flecha de la
historia es, en realidad, una trampa de luz y sombras, situada en alguna
parte entre el observador y lo que aparenta ser una diana, y que en ca/n- bio
no ha creado nada más que un espejismo con forma de diana.
Someter los relatos pascuales a un análisis de crítica de las formas ha
demostrado ser una tarea difícil, aunque ello no ha hecho que los espíritus
intrépidos cejen en el intento40. Pero el abanico de teorías acerca de qué
grupo de la iglesia primitiva quería añadir qué guijarro a la creciente pila de
piedras de la tradición, y acerca de lo que los evangelistas o sus fuentes
trataban de transmitir a su vez a sus lectores, se ha vuelto enorme
últimamente, como se puede ver por la desconcertante variedad de las
examinadas por Gerd Lüdemann41. El problema de todas estas teorías es
que a su vez se basan únicamente en elaboradas conjeturas. Simplemente,
no sabemos gran cosa sobre la iglesia primitiva, y desde luego no lo
suficiente para hacer el tipo de conjeturas que se ofertan en este campo.
Cuando el estudio de la historia de las tradiciones (es decir, el examen de
los hipotéticos estadios por los cuales pasaron los evangelios escritos hasta
llegar a existir como tales) construye castillos en el aire, el historiador normal
no tiene por qué sentirse un ciudadano de segunda categoría por negarse a
alquilar un espacio en ellos42.
La segunda manera de encontrar una explicación a las pruebas,
especialmente notable en la obra de Crossan, es aplicar a los textos una
implacable hermenéutica de la sospecha43. Esto también se traduce en una
forma de historia de la tradición. En este caso, sin embargo, en lugar de
ofrecer hipótesis acerca de qué opinión teológica o pastoral pretendía la
tradición que el lector aceptase, se nos ofrecen hipótesis políticas: manejos
en los cuales la acreditación de diferentes apóstoles o aspirantes a
apóstoles se dirime en el campo de batalla de narraciones (ficticias) sobre la
resurrección. Crossan declara que dichas narraciones trivializan el
cristianismo, apartándolo de sus orígenes como movimiento aforístico con
un estilo de vida alternativo y convirtiéndolo en un conjunto de facciones en
busca de poder. Lo que parece una diana es el trabajo astuto de ciertos
agentes de poder que intentan conseguir que la gente dispare flechas en la
dirección equivocada.
Más aún. Crossan sitúa los orígenes de los relatos pascuales
propiamente dichos en un movimiento de escribas instruidos y de clase
media que se desarrolló alejándose de las puras y primigenias raíces
campesinas del propio Jesús y de las primitivas comunidades “Q", y
convirtiéndose en una organización más burguesa e integrada en el sistema.
Las narraciones pascuales quedan así declaradas carentes de valor desde
el punto de vista de la historia: son política proyectada, y (lo que es más) la
política del tipo equivocado de gente, los escribas cultos y malvados, en
lugar de los campesinos nobles y virtuosos.
Con Lüdemann y Crossan, y las decenas de especialistas que ofrecen
explicaciones similares, sin duda sería fácil ofrecer una especie de
refutación ad hominem. Lüdemann se sitúa dentro de una historia de la
tradición muy desarrollada, en la cual el mundo posbultmanniano ha seguido
añadiendo piedras hipotéticas a una pila que como tal tuvo su origen en
conjeturas. Crossan, por su parte, utiliza sus hipótesis históricas, a veces de
manera no demasiado sutil, como tretas políticas de escriba contra grupos
de la iglesia y la sociedad de hoy -¡grupos que con frecuencia no son de
escribas!- que él considera peligrosos44. Dicho con sus propias palabras,
anteriormente citadas, parece como si, cuando Crossan dice que no se
puede hacer, quisiera decir que no se debe hacer.
Tales réplicas, desde luego, no hacen avanzar la argumentación. Pero
nos alertan sobre un fenómeno que no se ha comentado suficientemente.
Una hermenéutica de la sospecha en un ámbito se suele equilibrar con una
hermenéutica de la credulidad en otro45. Ni la hipótesis alternativa de
Lüdemann sobre la Pascua, en la cual Pedro y Pablo experimentan
fantasías provocadas por el dolor y la culpa respectivamente, ni la de
Crossan, en la cual un grupo de escribas cristianos empiezan, años después
de la crucifixión, a estudiar las Escrituras y a hacer cábalas sobre el destino
de Jesús, están basadas en prueba alguna. Quienes sienten la fuerza de las
dudas de Marxsen por encima de los indicios de la resurrección de Jesús
debieran estar más inquietos aún acerca de estas reconstrucciones. En
particular, las hipótesis habituales de historia de las tradiciones le deben
mucho más a las teorías de los siglos XIX y XX acerca de cómo “debieron”
predicar y vivir los primeros cristianos que a cualquier intento sostenido de
reconstruir las cosmovisiones y modos de pensar de las comunidades reales
del siglo I46. En general, las teorías que se ofrecen respecto a lo que los
evangelistas, sus fuentes y los primeros redactores o transmisores de
tradición deseaban transmitir a sus comunidades son por lo general una
suma de lugares increíblemente trillados, y tienen más en común con la
piedad de la Europa posterior a la Reforma (y, con frecuencia, posterior a la
Ilustración) que con el judaísmo o el cristianismo primitivos. Una vez que se
ha dicho y se ha hecho todo, el historiador aún se ve en la obligación de
abordar la siguiente cuestión: ¿cómo empezó realmente el cristianismo, y
por qué adoptó la forma que adoptó? Pese a lo ingeniosas que son las muy
diferentes soluciones de Lüdemann y Crossan, se muestran incapaces de
responder a dicha cuestión desde una perspectiva que tenga sentido dentro
de la historia real del siglo I. Lo mismo que las dos primeras objeciones al
estudio

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