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CUENTOS LATINOAMERICANOS Compilacion 2o grado MOB 2019

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CUENTOS LATINOAMERICANOS 
 
1.- EL CLIS DE SOL DEL AUTOR: MANUEL GONZÁLEZ ZELEDÓN (MAGÓN). COSTA RICA. 
No es cuento, es una historia que sale de mi pluma como ha ido brotando de los labios de ñor Cornelio Cacheda, que es un buen amigo 
de tantos como tengo por esos campos de Dios. Me la refirió hará cinco meses, y tanto me sorprendió la maravilla que juzgo una acción 
criminal el no comunicarla para que los sabios y los observadores estudien el caso con el detenimiento que se merece. 
Podría tal vez entrar en un análisis serio del asunto, pero me reservo para cuando haya oído las opiniones de mis lectores. Va, 
pues, monda y lironda, la consabida maravilla. 
Ñor Cornelio vino a verme y trajo consigo un par de niñas de dos años y medio de edad, nacidas de una sola “camada”, como él 
dice, llamadas María de los Dolores y María del Pilar, ambas rubias como una espiga, blancas y rosadas como durazno maduro y lindas 
como si fueran “imágenes”, según la expresión de ñor Cornelio. Contrastaban notablemente la belleza infantil de las gemelas con la 
sincera incorrección de los rasgos fisonómicos de ñor Cornelio, feo si los hay, moreno subido y tosco hasta lo sucio de las uñas y lo 
rajado de los talones. Naturalmente, se me ocurrió en el acto preguntarle por el progenitor feliz de aquel par de boquirrubias. El viejo se 
chilló de orgullo, retorció la jetaza de pejibaye rayado, se limpió las babas con el revés de la peluda mano y contestó: 
—¡Pos yo soy el tata, mas que sea feo el decilo! ¡No se parecen a yo, pero es que la mama no es tan pior, y pal gran poder de mi 
Dios no hay nada imposible! 
—Pero dígame, ñor Cornelio, ¿su mujer es rubia, o alguno de los abuelos era así como las chiquitas? 
—No, ñor; en toda la familia no ha habido ninguna gata ni canelo; todos hemos sido acholaos. 
—Y entonces, ¿cómo se explica usted que las niñas hayan nacido con ese pelo y esos colores? 
El viejo soltó una estrepitosa carcajada, se enjarró y me lanzó una mirada de soberano desdén. 
—¿De qué se ríe, ñor Cornelio? 
—¿Pos no había de rirme, don Magón, cuando veo que un probe inorante como yo, un campiruso pión, sabe más que un hombre 
como usté, que todos dicen que es tan sabido, tan leído y que hasta hace leyes onde el Presidente con los menistros? 
—A ver, explíqueme eso. 
—Hora verá lo que jue. 
Ñor Cornelio sacó de las alforjas un buen pedazo de sobao, dio un trozo a cada chiquilla, arrimó un taburete en el que se dejó 
caer satisfecho de su próximo triunfo, se sonó estrepitosamente las narices, tapando cada una de las ventanas con el índice respectivo y 
soplando con violencia por la otra, restregó con la planta de la pataza derecha limpiando el piso, se enjugó con el revés de la chaqueta y 
principió su explicación en estos términos: 
—Usté sabe que hora en marzo hizo tres años que hubo un clis de sol, en que se escureció el sol en todo el medio; bueno, pues 
como unos veinte días antes, Lina, mi mujer, salió habelitada de esas chiquillas. Desde ese entonce, le cogió un desasosiego tan grande, 
aquello era cajeta; no había cómo atajala, se salía de la casa de día y de noche, siempre ispiando pal cielo; se iba al solar, a la quebrada, 
al charralillo del cerco, y siempre con aquel capricho y aquel mal que no había descanso ni más remedio que dejala a gusto. Ella siempre 
había sido muy antojada en todos los partos. Vea, cuando nació el mayor, jue lo mesmo; con que una noche me dispertó tarde de la 
noche y m’izo ir a buscarle cojoyos de cirgüelo macho. Pior era que juera a nacer la criatura con la boca abierta. Le tru je los cojoyos; 
en después jueron otros antojos, pero nunca la llegué a ver tan desasosegada como con estas chiquitas. Pos hora verá, como le iba 
diciendo, le cogió por ver pal cielo día y noche y el día del clis de sol, que estaba yo en el breñalillo del cerco dende bueno mañana. 
“Pa no cánsalo con el cuento, así siguió hasta que nacieron las muchachitas estas. No le niego que a yo se mi hizo cuesta arriba 
el velas tan canelas y tan gatas, pero dende entonce parece que hubieran traído la bendición de Dios. La mestra me las quiere y les cuese 
la ropa, el Político les da sus cincos, el Cura me las pide pa paralas con naguas de puros linoses y antejuelas en el altar pal Corpus, y pa 
los días de la Semana Santa, las sacan en la procesión arrimadas al Nazareno y al Santo Sepulcro; pa la Nochebuena, las mudan con 
muy bonitos vestidos y las ponen en el portal junto a las Tres Divinas. Y todos los costos son de bolsa de los mantenedores y siempre 
les dan su medio escudo, gu bien su papel de a peso, gu otra buena regalía. ¡Bendito sea mi Dios que las jue a sacar pa su servicio de un 
tata tan feo como yo!... Lina hasta que está culeca con sus chiquillas y dionde que aguanta que no se las alabanceen. Ya ha tenido sus 
buenos pleitos con curtidas del vecinduario por las malvadas gatas.” 
Interrumpí a ñor Cornelio, temeroso de que el panegírico no tuviera fin y lo hice volver al carril abandonado. 
—Bien, ¿pero idiái? 
—Idiái qué. ¿Pos no ve que jue por ber ispiao la mama el clis de sol por lo que son canelas? ¿Usté no sabía eso? 
—No lo sabía, y me sorprende que usted lo hubiera adivinado sin tener ninguna instrucción. 
—Pa qué engáñalo, don Magón. Yo no jui el que adevinó el busiles. ¿Usté conoce a un mestro italiano que hizo la torre de la 
iglesia de la villa? ¿Un hombre gato, pelo colorao, muy blanco y muy macizo que come en casa dende hace cuatro años? 
—No, ñor Cornelio. 
—Pos él jue el que me explicó la cosa del clis de sol. FIN 
 
http://elcuentodesdemexico.com.mx/el-clis-de-sol Consultado el 26 de septiembre de 2018. 
 
 
 
 
 
 
 
 
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CUENTOS LATINOAMERICANOS 
 
2.- ES QUE SOMOS MUY POBRES. AUTOR: JUAN RULFO-MÉXICO. 
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos 
la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el 
aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos 
los de mi casa, fue estar arrimados debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada. 
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la 
había llevado el río El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. 
Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con 
mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el 
sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño. 
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más 
fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor ha podrido del agua revuelta. 
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en 
la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora 
iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara 
la corriente. 
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haberllevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía 
Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta 
que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años. 
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por 
encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque 
queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y 
como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios 
que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló 
para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos. 
No acabo de saber por qué se le ocurriría a La Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina 
nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó 
despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, 
como se oye suspirar a las vacas cuando duermen. 
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. 
Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra 
corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo. 
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no 
sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él, estaba y que allí dio una voltereta y luego no 
volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado 
en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba. 
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos. 
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con 
muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no 
se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes. 
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. 
Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los 
chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo 
esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima. 
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. 
Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas. 
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy 
pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que 
la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con 
ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita. La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya 
ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere. 
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido 
gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Quién sabe de dónde les vendría 
a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de 
nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos." 
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya 
tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención. 
—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal. 
Ésa es la mortificación de mi papá. 
Tacha llora al sentir que su vaca no volverá, porque se la ha matado el río. Está a mi lado, con su vestido rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de 
llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella. 
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del 
río, que la hace temblar y sacudirse toda, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha 
y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición. 
 
https://ciudadseva.com/texto/es-que-somos-muy-pobres/ Consultado el 26 de septiembre de 2018. 
 
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CUENTOS LATINOAMERICANOS 
3.- LA GALLINA DEGOLLADA. AUTOR: HORACIO QUIROGA-URUGUAY. 
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos 
estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta. 
El patio era de tierra, cerrado por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a 5 metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los 
ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención, poco a poco sus ojos se 
animaban; se reían estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida. 
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían 
entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban 
todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón. 
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal. 
Esos cuatro idiotas, sinembargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor 
de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración 
de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación? 
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y 
radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes lo sacudieron una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más 
a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres. 
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había 
quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre. 
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito. 
El padre, desolado, acompañó al médico afuera. 
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá. 
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…? 
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada 
más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente. 
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que 
consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad. 
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir 
extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota. 
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós 
ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero 
un hijo, un hijo como todos! 
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. 
Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores. 
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda 
animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero 
chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al 
comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, 
en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. 
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en 
que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad. 
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual 
había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían 
nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores. 
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba. 
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos. 
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído. 
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos. 
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada: 
—De nuestros hijos, ¿me parece? 
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos. 
Esta vez Mazzini se expresó claramente: 
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no? 
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró. 
—¿Qué no faltaba más? 
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir. 
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla. 
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos. 
—Como quieras; pero si quieres decir… 
—¡Berta! 
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo. 
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron 
en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza. 
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, 
como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus 
almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado 
hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado 
habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una 
persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de 
los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear. 
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible 
brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió 
cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y 
el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga. 
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini. 
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…? 
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito. 
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto! 
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla! 
—¡Qué! ¿Qué dijiste?… 
—¡Nada! 
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú! 
Mazzini se puso pálido. 
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías! 
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el 
mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos! 
Mazzini explotó a su vez. 
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus 
hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora! 
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión 
había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación 
llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios. 
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini 
la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra. 
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina. 
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con 
parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. 
Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo… 
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina. 
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible 
visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos. 
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo! 
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco. 
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta 
quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa. 
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban 
mirando los ladrillos, más inertes que nunca. 
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie 
del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió 
entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó. 
Los 4 idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta 
sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más. 
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras 
creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado 
calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, se sintió cogida de la pierna. Debajo de ella, los 8 ojos clavados en los suyos le dieron 
miedo. 
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída. 
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó. 
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de 
una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo. 
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija. 
—Me parece que te llama—le dijo a Berta. 
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó 
en el patio. 
—¡Bertita! 
Nadie respondió. 
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada. 
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento. 
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la 
puerta entornada, y lanzó un grito de horror. 
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la 
cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola: 
—¡No entres! ¡No entres! 
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro. 
 
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CUENTOS LATINOAMERICANOS 
 
4.- EL CHOLO QUE SE VENGÓ. AUTOR: DEMETRIO AGUILERA MALTA-ECUADOR. 
-Tei amao como naide ¿sabes vos? Por ti mei hecho marinero y hei viajao por otras tierras… Por ti hei estao a 
punto a ser criminal y hasta hei abandonao a mi pobre vieja: por ti que me habís engañao y te habís burlao e 
mi… Pero mei vengao: todo lo que te pasó ya lo sabía yo dende antes. ¡Por eso te dejé ir con ese borracho que 
hoy te alimenta con golpes a vos y a tus hijos! 
La playa se cubría de espuma. Allí el mar azotaba con furor, Y las olas enormes caían, como peces multicolores 
sobre las piedras. Andrea lo escuchaba en silencio. 
-Si hubiera sío otro… ¡Ah!... Lo hubiera desafiao ar machete a Andrés y lo hubiera matao… Pero no. Er no 
tenía la curpa. La única curpable eras vos que me habías engañao. Y tú eras la única que debía sufrir así como 
hei sufrío yo… 
Una ola como raya inmensa y transparente cayó a sus pies interrumpiéndole. El mar lanzaba gritos 
ensordecedores. Para oír a Melquíades ella había tenido que acercársele mucho. Por otra parte el frío… 
-Te acordás de cómo pasó? Yo, lo mesmo que si juera ayer. Tábamos chicos; nos habíamos criao juntitos. Tenía 
que ser lo que jué. ¿Te acordás? Nos palabriamos, nos íbamos a casar… De repente me llaman pa trabajá en la 
barsa e don Guayamabe. Y yo, que quería plata, me juí. Tú hasta lloraste creo, Pasó un mes. Yo andaba por er 
Guayas, con una madera, contento e regresar pronto… Y entonce me lo dijo er Badulaque: vos te habías largao 
con Andrés. No se sabía nada e ti. ¿Te acordás? 
El frío era más fuerte. La tarde más oscura. El mar empezaba a calmarse. Las olas llegaban a desmayar 
suavemente en la orilla. A lo lejos asomaba una vela de balandra. 
-Sentí pena y coraje. Hubiera querido matarlo a ér. Pero después vi que lo mejor era vengarme: yo conocía a 
Andrés. Sabía que con ér sólo te esperaban er palo y la miseria. Así que er sería mejor quien me vengaría… 
¿Después? Hei trabajao mucho, muchisísimo. Nuei querido saber más de vos. Hei visitao muchas ciudades; hei 
conocido muchas mujeres. Sólo hace un mes me ije: ¡andá a ver tu obra! 
El sol se ocultaba tras los manglares verdinegros. Sus rayos fantásticos danzaban sobre el cuerpo de la chola 
dándole colores raros. Las piedras parecían coger vida. El mar se dijera una llanura de flores polícromas. 
Tei hallao cambiada ¿sabés vos? Estás fea; estás flaca, andás sucia. Ya no vales pa nada. Solo tienes que sufrir 
viendo como te hubiera ido conmigo y como estás ahora ¿sabes vos? Y andavete que ya tu marido ha estar 
esperando la merienda, andavete que sinó tendrás hoy una paliza… 
La vela de la balandra crecía. Unos alcatraces cruzaban lentamente por el cielo. El mar estaba tranquilo y 
callado y una sonrisa extraña plegaba los labios del cholo que se vengó. FIN 
 
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CUENTOS LATINOAMERICANOS 
5.- ACUÉRDATE. AUTOR: JUAN RULFO-MÉXICO. 
Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las pastorelas y que murió recitando el “rezonga 
ángel maldito” cuando la época de la gripe. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos 
“el Abuelo” por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal 
nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por 
más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación 
soltaba un ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua 
con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, 
por donde está el molino de linaza de los Teódulos. 
Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice 
que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar 
alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos que cantaban “hosannas” y “glorias” y la canción esa de “ahí te 
mando, Señor, otro angelito”. De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los 
invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió 
en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años. 
La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba en pleito con las vendedoras en la plaza del mercado porque le 
querían dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la estaban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la 
basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña “para que se les endulzara la boca a sus 
hijos”. Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella. 
Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las 
trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía 
mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos 
centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores 
y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos. Nos traficaba a todos, acuérdate. 
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que 
poner un puesto de tepeche en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina 
que le prestaban en la peluquería de don Refugio. 
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepeche que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, 
porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a 
cobrarnos. 
Quizá entonces se vio malo, o quizá ya era de nacimiento. 
Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás 
de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre el risón de todos, pasándolo por una fila 
de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a todos con la mano y como 
diciendo: “Ya me las pagarán caro”. 
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido 
que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote. 
Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso. 
Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo. 
Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, 
sentado en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y 
si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente. 
Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después 
de las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en 
la Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano 
mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que 
no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la 
banca del jardín donde se estuvo tendido. 
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre 
cura, pero que él no se la dio. 
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la 
soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran. 
Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo. 
FIN 
 
https://ciudadseva.com/texto/es-que-somos-muy-pobres/ Consultado el 26 de septiembre de 2018. 
 
 
 
 
 
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CUENTOS LATINOAMERICANOS 
 
6.-AMOR SECRETO. AUTOR: MANUEL PAYNO-MÉXICO. 
Mucho tiempo hacía que Alfredo no me visitaba, hasta que el día menos pensado se presentó en mi cuarto. Su palidez, su largo cabello 
que caía en desorden sobre sus carrillos hundidos, sus ojos lánguidos y tristes y, por último, los marcados síntomas que le advertía de 
una grave enfermedad me alarmaron sobremanera, tanto, que no pude evitar el preguntarle la causa del mal, o mejor dicho, el mal 
que padecía. 
—Es una tontería, un capricho, una quimera lo que me ha puesto en este estado; en una palabra, es un amor secreto. 
—¿Es posible? 
—Es una historia —prosiguió— insignificante para el común de la gente; pero quizá tú la comprenderás; historia, te repito, de esas 
que dejan huellas tan profundas en la existencia del hombre, que ni el tiempo tiene poder para borrar. 
El tono sentimental, a la vez que solemne y lúgubre de Alfredo, me conmovió al extremo; así es que le rogué me contase esa historia 
de su amor secreto, y él continuó: 
—¿Conociste a Carolina? 
—¡Carolina! … ¿Aquella jovencita de rostro expresivo y tierno, de delgada cintura, pie breve? 
—La misma. 
—Pues en verdad la conocí y me interesó sobremanera… pero… 
—A esa joven —prosiguió Alfredo— la amé con el amor tierno y sublime con que se ama a una madre, a un ángel; pero parece que la 
fatalidad se interpuso en mi camino y no permitió que nunca le revelara esta pasión ardiente, pura y santa, que habría hecho su 
felicidad y la mía. 
“La primera noche que la vi fue en unbaile; ligera, aérea y fantástica como las sílfides, con su hermoso y blanco rostro lleno de 
alegría y de entusiasmo. La amé en el mismo momento, y procuré abrirme paso entre la multitud para llegar cerca de esa mujer 
celestial, cuya existencia me pareció desde aquel momento que no pertenecía al mundo, sino a una región superior; me acerqué 
temblando, con la respiración trabajosa, la frente bañada de un sudor frío… ¡Ah!, el amor, el amor verdadero es una enfermedad bien 
cruel. Decía, pues, que me acerqué y procuré articular algunas palabras, y yo no sé lo que dije; pero el caso es que ella con una 
afabilidad indefinible me invitó que me sentase a su lado; lo hice, y abriendo sus pequeños labios pronunció algunas palabras 
indiferentes sobre el calor, el viento, etcétera; pero a mí me pareció su voz musical, y esas palabras insignificantes sonaron de una 
manera tan mágica a mis oídos que aún las escucho en este momento. Si esa mujer en aquel acto me hubiera dicho: Yo te amo, 
Alfredo; si hubiera tomado mi mano helada entre sus pequeños dedos de alabastro y me la hubiera estrechado; si me hubiera sido 
permitido depositar un beso en su blanca frente… ¡Oh!, habría llorado de gratitud, me habría vuelto loco, me habría muerto tal vez de 
placer. 
“A poco momento un elegante invitó a bailar a Carolina. El cruel, arrebató de mi lado a mi querida, a mi tesoro, a mi ángel. El resto de 
la noche Carolina bailó, platicó con sus amigas, sonrió con los libertinos pisaverdes; y para mí, que la adoraba, no tuvo ya ni una 
sonrisa, ni una mirada ni una palabra. Me retiré cabizbajo, celoso, maldiciendo el baile. Cuando llegué a mi casa me arrojé en mi lecho 
y me puse a llorar de rabia. 
“A la mañana siguiente, lo primero que hice fue indagar dónde vivía Carolina; pero mis pesquisas por algún tiempo fueron inútiles. 
Una noche la vi en el teatro, hermosa y engalanada como siempre, con su sonrisa de ángel en los labios, con sus ojos negros y 
brillantes de alegría. Carolina se rió unas veces con las gracias de los actores, y se enterneció otras con las escenas patéticas; en los 
entreactos paseaba su vista por todo el patio y palcos, examinaba las casacas de moda, las relumbrantes cadenas y fistoles de los 
elegantes, saludaba graciosamente con su abanico a sus conocidas, sonreía, platicaba… y para mí, nada… ni una sola vez dirigió la 
vista por donde estaba mi luneta, a pesar de que mis ojos ardientes y empapados en lágrimas seguían sus más insignificantes 
movimientos. También esa noche fue de insomnio, de delirio; noche de esas en que el lecho quema, en que la fiebre hace latir 
fuertemente las arterias, en que una imagen fantástica está fija e inmóvil en la orilla de nuestro lecho. 
“Era menester tomar una resolución. En efecto, supe por fin dónde vivía Carolina, quiénes componían su familia y el género de vida 
que tenía. ¿Pero cómo penetrar hasta esas casas opulentas de los ricos? ¿Cómo insinuarme en el corazón de una joven del alto tono, 
que dedicaba la mitad de su tiempo a descansar en las mullidas otomanas de seda, y la otra mitad en adornarse y concurrir en su 
espléndida carroza a los paseos y a los teatros? ¡Ah!, si las mujeres ricas y orgullosas conociesen cuánto vale ese amor ardiente y puro 
que se enciende en nuestros corazones; si miraran el interior de nuestra organización, toda ocupada, por decirlo así, en amar; si 
reflexionaran que para nosotros, pobres hombres a quienes la fortuna no prodigó riquezas, pero que la naturaleza nos dio un corazón 
franco y leal, las mujeres son un tesoro inestimable y las guardamos con el delicado esmero que ellas conservan en un vaso de nácar 
las azucenas blancas y aromáticas, sin duda nos amarían mucho; pero… las mujeres no son capaces de amar el alma jamás. Su carácter 
frívolo las inclina a prenderse más de un chaleco que de un honrado corazón; de una cadena de oro o de una corbata, que de un 
cerebro bien organizado. 
“He aquí mi tormento. Seguir lánguido, triste y cabizbajo, devorado con mi pasión oculta, a una mujer que corría loca y descuidada 
entre el mágico y continuado festín, de que goza la clase opulenta de México. Carolina iba a los teatros, allí la seguía yo; Carolina en 
su brillante carrera daba vueltas por las frondosas calles de árboles de la Alameda, también me hallaba yo sentado en el rincón oscuro 
de una banca. En todas partes estaba ella rebosando alegría y dicha, y yo, mustio, con el alma llena de acíbar y el corazón destilando 
sangre. 
“Me resolví a escribirle. Di al lacayo una carta, y en la noche me fui al teatro lleno de esperanzas. Esa noche acaso me miraría 
Carolina, acaso fijaría su atención en mi rostro pálido y me tendría lástima… era mucho esto: tras de la lástima vendría el amor y 
entonces sería yo el más feliz de los hombres. ¡Vana esperanza! En toda la noche no logré que Carolina fijase su atención en mi 
persona. Al cabo de ocho días me desengañé que el lacayo no le había entregado mi carta. Redoblé mis instancias y conseguí por fin 
que una amiga suya pusiese en sus manos un billete, escrito con todo el sentimentalismo y el candor de un hombre que ama de veras; 
pero, ¡Dios mío!, Carolina recibía diariamente tantos billetes iguales; escuchaba tantas declaraciones de amor; la prodigaban desde sus 
padres hasta los criados tantas lisonjas, que no se dignó abrir mi carta y la devolvió sin preguntar aun por curiosidad quién se la 
escribía. 
“¿Has experimentado alguna vez el tormento atroz que se siente, cuando nos desprecia una mujer a quien amamos con toda la fuerza 
de nuestra alma? ¿Comprendes el martirio horrible de correr día y noche loco, delirante de amor tras de una mujer que ríe, que no 
siente, que no ama, que ni aun conoce al que la adora? 
“Cinco meses duraron estas penas, y yo constante, resignado, no cesaba de seguir sus pasos y observar sus acciones. El contraste era 
siempre el mismo: ella loca, llena de contento, reía y miraba al drama que se llama mundo al través de un prisma de ilusiones; y yo 
triste, desesperado con un amor secreto que nadie podía comprender, miraba a la gente tras la media luz de un velo infernal. 
“Pasaban ante mi vista mil mujeres; las unas de rostro pálido e interesante, las otras llenas de robustez y brotándoles el nácar por sus 
redondas mejillas. Veía unas de cuerpo flexible, cintura breve y pie pequeño; otras robustas de formas atléticas; aquellas de semblante 
tétrico y romántico; las otras con una cara de risa y alegría clásica; y ninguna, ninguna de estas flores que se deslizaban ante mis ojos, 
cuyo aroma percibía, cuya belleza palpaba, hacía latir mi corazón, ni brotar en mi mente una sola idea de felicidad. Todas me eran 
absolutamente indiferentes; sólo amaba a Carolina, y Carolina… ¡Ah!, el corazón de las mujeres se enternece, como dice Antony, 
cuando ven un mendigo o un herido; pero son insensibles cuando un hombre les dice: ‘Te amo, te adoro, y tu amor es tan necesario a 
mi existencia como el sol a las flores, como el viento a las aves, como el agua a los peces.’ ¡Qué locura! Carolina ignoraba mi amor, 
como te he repetido, y esto era peor para mí que si me hubiese aborrecido. 
“La última noche que la vi fue en un baile de máscaras. Su disfraz consistía en un dominó de raso negro; pero el instinto del amor me 
hizo adivinar que era ella. La seguí en el salón del teatro, en los palcos, en la cantina, en todas partes donde la diversión la conducía. 
El ángel puro de mi amor, la casta virgen con quien había soñado una existencia entera de ventura doméstica, verla entre el bullicio de 
un carnaval, sedienta de baile, llena de entusiasmo, embriagada con las lisonjas y los amores que le decían. ¡Oh!, si yo tuviera 
derechos sobre su corazón, la hubiera llamado, y con una voz dulce y persuasiva le hubiera dicho: ‘Carolina mía, corres por una senda 
de perdición; los hombres sensatos nunca escogen para esposas a las mujeres que se encuentran en medio de las escenas de 
prostitución y voluptuosidad;sepárate por piedad de esta reunión cuyo aliento empaña tu hermosura, cuyos placeres marchitan la 
blanca flor de tu inocencia; ámame sólo a mí, Carolina, y encontrarás un corazón sincero, donde vacíes cuantos sentimientos tengas en 
el tuyo: ámame, porque yo no te perderé ni te dejaré morir entre el llanto y los tormentos de una pasión desgraciada.’ Mil cosas más le 
hubiera dicho; pero Carolina no quiso escucharme; huía de mí y risueña daba el brazo a los que le prodigaban esas palabras vanas y 
engañadoras que la sociedad llama galantería. ¡Pobre Carolina! La amaba tanto, que hubiera querido tener el poder de un dios para 
arrebatarla del peligroso camino en que se hallaba. 
“Observé que un petimetre de estos almibarados, insustanciales, destituidos de moral y de talento, que por una de tantas anomalías 
aprecia y puede decirse venera la sociedad, platicaba con gran interés con Carolina. En la primera oportunidad lo saqué fuera de la 
sala, lo insulté, lo desafié, y me hubiera batido a muerte; pero él, riendo me dijo: ‘¿Qué derechos tiene usted sobre esta mujer?’ 
Reflexioné un momento, y con voz ahogada por el dolor, le respondí: ‘Ningunos.’ ‘Pues bien —prosiguió riéndose mi antagonista—, 
yo sí los tengo y los va usted a ver.’ El infame sacó de su bolsa una liga, un rizo de pelo, un retrato, unas cartas en que Carolina le 
llamaba su tesoro, su único dueño. ‘Ya ve usted, pobre hombre —me dijo alejándose—, Carolina me ama, y con todo la voy a dejar 
esta noche misma, porque colecciones amorosas iguales a las que ha visto usted y que tengo en mi cómoda, reclaman mi atención; son 
mujeres inocentes y sencillas, y Carolina ha mudado ya ocho amantes.’ 
“Sentí al escuchar estas palabras que el alma abandonaba mi cuerpo, que mi corazón se estrechaba, que el llanto me oprimía la 
garganta. Caí en una silla desmayado, y a poco no vi a mi lado más que un amigo que procuraba humedecer mis labios con un poco de 
vino. 
“A los tres días supe que Carolina estaba atacada de una violenta fiebre y que los médicos desesperaban de su vida. Entonces no hubo 
consideraciones que me detuvieran; me introduje en su casa decidido a declararle mi amor, a hacerle saber que si había pasado su 
existencia juvenil entre frívolos y pasajeros placeres, que si su corazón moría con el desconsuelo y vacío horrible de no haber hallado 
un hombre que la amase de veras, yo estaba allí para asegurarle que lloraría sobre su tumba, que el santo amor que le había tenido lo 
conservaría vivo en mi corazón. ¡Oh!, estas promesas habrían tranquilizado a la pobre niña, que moría en la aurora de su vida, y habría 
pensado en Dios y muerto con la paz de una santa. 
“Pero era un delirio hablar de amor a una mujer en los últimos instantes de su vida, cuando los sacerdotes rezaban los salmos en su 
cabecera; cuando la familia, llorosa, alumbraba con velas de cera benditas, las facciones marchitas y pálidas de Carolina. ¡Oh!, yo 
estaba loco; agonizaba también, tenía fiebre en el alma. ¡Imbéciles y locos que somos los hombres!” 
—Y ¿qué sucedió al fin? 
—Al fin murió Carolina —me contestó—, y yo constante la seguí a la tumba, como la había seguido a los teatros y a las máscaras. Al 
cubrir la fría tierra los últimos restos de una criatura poco antes tan hermosa, tan alegre y tan contenta, desaparecieron también mis 
más risueñas esperanzas, las solas ilusiones de mi vida. 
Alfredo salió de mi cuarto, sin despedida. 
 
https://teecuento.wordpress.com/2009/10/27/amor-secreto-manuel-payno/ Consultado el 26 de septiembre de 2018. 
 
 
 
 
 
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CUENTOS LATINOAMERICANOS 
7.- UN DÍA DE ESTOS. AUTOR. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ-COLOMBIA 
 
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una 
dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una 
exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, 
enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos. 
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo 
que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella. 
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa 
vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción. 
-Papá. 
-Qué. 
-Dice el alcalde que si le sacas una muela. 
-Dile que no estoy aquí. 
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su 
hijo. 
-Dice que sí estás porque te está oyendo. 
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo: 
-Mejor. 
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro. 
-Papá. 
-Qué. 
Aún no había cambiado de expresión. 
-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro. 
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior 
de la mesa. Allí estaba el revólver. 
-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo. 
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la 
mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de 
desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente: 
-Siéntese. 
-Buenos días -dijo el alcalde. 
-Buenos -dijo el dentista. 
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete 
pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura 
de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca. 
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos. 
-Tiene que ser sin anestesia -dijo. 
-¿Por qué? 
-Porque tiene un absceso. 
El alcalde lo miró en los ojos. 
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del 
agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo 
todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista. 
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda 
su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una 
amarga ternura, dijo: 
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente. 
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces 
la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la 
escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonóla guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio. 
-Séquese las lágrimas -dijo. 
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de 
araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se 
despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera. 
-Me pasa la cuenta -dijo. 
-¿A usted o al municipio? 
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica. 
-Es la misma vaina. 
FIN 
 
https://ciudadseva.com/texto/un-dia-de-estos/ Consultado el 7 de octubre de 2018. 
 
 
 
 
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CUENTOS LATINOAMERICANOS 
8.-LADRÓN DE SÁBADO: AUTOR: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ-COLOMBIA. 
Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una 
treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega 
todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo 
ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien 
aquí?» Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los 
ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se 
pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que 
ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir. 
A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no 
puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie 
va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre 
semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa 
de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y. mientras escuchan al gran 
Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo 
se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el 
somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y 
quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres. 
A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. 
En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que 
se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a 
sentir una extraña felicidad. 
En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña 
está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo 
repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila 
muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen 
una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente 
se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala. 
Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo 
le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y 
se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama 
a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a 
volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece. 
FIN 
 
https://ciudadseva.com/texto/un-dia-de-estos/ Consultado el 7 de octubre de 2018. 
 
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