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La Cuarta Institutriz Saga Ordinales 6 Spanish Edition By Phavy Prieto-pdfread net

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S A G A O R D I N A L E S
LA CUARTA INSTITUTRIZ
 
 
 
 
 
 
 
 
 
PHAVY PRIETO
A mi querida prima, Blanca Prieto.
La persona más dulce, tierna y cariñosa 
que tengo el placer de tener en mi vida.
No cambies nunca, preciosa. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su
incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier
forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por
fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por
escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser
constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y
siguientes del Código Penal)
©Phavy Prieto, Junio 2023
ISBN: 9798398984484
Sello: Independently published
 
 
 
 
 
 
 
 
“La peor forma de extrañar a alguien es estar sentado a su lado
y saber que nunca lo podrás tener”
 
 
 
 
 
Gabriel García Márquez
 
 
 
 
ACERCA DE LA AUTORA
 
Phavy Prieto. Graduada en Ingeniería de Edificación y Diseño de Interiores, a esta joven andaluza
siempre le han apasionado los libros. 
En 2017 decidió probarse a sí misma en una plataforma de lectura, comenzando a publicar sus
obras de diversos géneros y adquiriendo un público que, hoy día, supera los doscientos setenta mil
seguidores. 
Sus primeras publicaciones fueron sobre novelas de ámbito histórico con la Saga Ordinales,
destacando "La novena hija del conde" o "El séptimo pecado". Entre sus publicaciones más conocidas
destacan “La Belleza de la Bestia” inspirada en el cuento de Disney o “De Plebeya a princesa por una
noche en las vegas” una historia monárquica con toques de humor y romance.
Para saber más sobre la autora, fechas de publicaciones, rostros de sus personajes o próximas
obras, síguela en sus redes sociales.
phavyprieto
Phavy Prieto
 
www.phavyprieto.com
 
https://www.instagram.com/phavyprieto/
https://www.facebook.com/Phavyprieto/
http://www.phavyprieto.com/
Antecedentes
La Novena Hija del Conde
La Octava Condición
El Séptimo Pecado
El Sexto Sentido
La Quinta Esencia
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Epílogo
EL TERCER SECRETO
ACERCA DE LA AUTORA
 
Antecedentes
La Novena Hija del Conde
 
Emily Norwing es la novena hija del reciente fallecido Conde Ashby, arruinado por las
cuantiosas dotes que ha tenido que ofrecer para casar a sus ocho hijas, queda huérfana y bajo la
tutela de su cuñado. Es consciente a sus diecisiete años, que una joven sin dote no tiene
posibilidades para contraer matrimonio, pero ella desconoce su increíble belleza e ingenio por
los cuales sorprende a todos.
 
El duque de Sylverston queda gratamente sorprendido con la belleza que irradia la
jovencísima señorita Norwing. Algo en ella le despierta cierto instinto haciéndole rememorar
sentimientos que él creía no volver a sentir. Aunque entre ellos no existe ninguna posibilidad, él
hizo un juramento y su honor no le permite quebrantarlo.
 
A pesar de sus diferencias y los dieciocho años que les separan, ambos se enfrentaran a
lo inevitable. La atracción que sienten el uno hacia el otro.
La Octava Condición
David Clayton, cuarto Duque de Lennox es un joven libertino, maleducado y
endiabladamente apuesto que solo quiere disfrutar de la vida sin esforzarse en absoluto.
Catherine Wells es la única hija legítima del Vizconde de Grafton y su única acaudalada
heredera. Aunque su fortuna sea grandiosa, su belleza es todo lo contrario, además, su madrastra
y hermanastra se encargan de recordádselo a cada instante.
 
Pero... ¿Y si ninguno de los dos es realmente lo que aparentaba ser en un principio?
Sus destinos están irremediablemente vinculados. Sus familias han acordado su
matrimonio y deben acatar ocho condiciones si no desean verse en la ruina. Aunque la octava
condición sea la más difícil de cumplir.
El Séptimo Pecado
 
La señorita Julia Benedict es una joven brillante llena de cualidades que no cualquier
hombre sabría apreciar. Su picaresca, audacia y su intrépida personalidad son algunas de ellas,
pero lo que hace que Julia sea especial sin duda alguna, es la devoción que siente por ayudar a
los demás.
 
Es consciente muy a su pesar, de que jamás se casará por amor; puesto que el hombre del
que siempre ha estado enamorada nunca pondría sus ojos en ella, es más, no los pondría en
ninguna joven respetable porque el señor Richard Hayden nunca osaría contraer matrimonio.
 
El primer error de Julia fue pedirle un beso, un solo beso que atesorar en el más infinito y
recóndito de sus pensamientos, pero aquella maldita petición trajo consigo consecuencias
desastrosas y tras ser descubierta por su hermano junto a media sociedad londinense solo podía
terminar de una forma para salvar su reputación.
 
Si había algo que detestaba Richard Hayden, era el matrimonio. Preferiría morir antes
que atar su vida a una misma mujer, pero si no le quedaba más remedio que hacer a la señorita
Benedict su esposa, se aseguraría de que se arrepintiera de ello y de que su vida fuera un
auténtico infierno.
El Sexto Sentido
 
Susan Brandon es una joven de gran belleza que sueña con encontrar el verdadero amor desde que era
pequeña y a pesar de recibir numerosas propuestas de matrimonio se ha negado a todas ellas por su
persistente búsqueda de ese sentimiento conmovedor. Prefiere ser una solterona antes que estar al lado
de un hombre por el que no siente absolutamente nada, solo que su razonamiento no coincide con el de
su padre que está viendo como su única hija esta al borde de convertirse en una florero.
 
El duque de Buccleuch ha perdido dos esposas, las cuáles han muerto en circunstancias atroces
mientras daban a luz a sus hijas... porque tenía dos hijas, ese era su principal problema y por el que
debía volver a casarse. Necesitaba un heredero al ducado y la hija de su vecino, el señor Brandon, le
parecía una candidata tan válida como otra cualquiera. Después de perder a dos esposas, no estaba
dispuesto a volver a sentir algo por otra dama, no se permitiría encariñarse de nuevo para después
perderla. Solo necesitaba un hijo de la señorita Brandon y era lo único que iba a obtener de ella.
La Quinta Esencia
 
 
 
Robert Benedict es un joven apuesto que desea crecer en el mundo de los negocios y aspira a
convertirse en uno de los caballeros más influyentes de la sociedad inglesa. El azar y el destino se
unirán para convertirle en el siguiente heredero al ducado de Savegner, un título ligado a bienes
completamente en ruinas, pero quizá no todo esté perdido, puesto que la fortuna de la familia reside en
la dote de la única hija con vida del duque.
Lady Violette Andersen ha pasado toda su vida recluida en un convento. No conoce el mundo exterior
y jamás ha recibido una educación propia de una dama. Solo desea que algún día su infierno termine y
un apuesto caballero acuda a rescatarla, pero a veces los sueños no se manifiestan de la forma en la que
uno desea.
 
C
 
 
Capítulo 1
 
 
 
 
 
 
Escocia 1772. Livingston, 11 de Marzo.
 
inco meses. Ese era el
tiempo que había pasado
desde que su apacible
vida de soltero en Edimburgo había cambiado drásticamente para convertirse
en el nuevo duque de Leinster y a su vez, tutor de dos sobrinas de carácter
irascible. No podía culpar a las pequeñas por ser así, la tragedia se había
cebado con ellas arrancándoles a sus progenitores y hermano menor de unas
fiebres implacables. Habían sido una familia feliz, unida, que vivía
tranquilamente en aquella mansión campestre para disfrutar del bienestar de
sus hijos y de pronto la desolación había arrasado aquella casa arrastrándolasa un abismo del que aún no eran conscientes.
«El nuevo duque de Leinster».
Aún no se hacía a la idea de que aquel título fuera suyo y de que debía
responder a ese nombre cuando se dirigieran a él. Toda su vida había crecido
pensando que su hermano mayor heredaría el ducado de padre tras su muerte,
de hecho así fue. Un linaje con historia, adherido a la corona y que les hizo
conservar el título cuando Escocia se unió a Inglaterra en el tratado de unión
hace más de sesenta años. Fue una época de controversia y malestar general,
le contaba su padre, pero lo importante era que el ducado se había mantenido
en su familia y seguiría haciéndolo muchos años más. Esto se reforzó cuando
el tercer hijo de Charles fue un varón, tuvo aún más certeza de que el legado
familiar se quedaría en la familia de su único hermano. Nadie había podido
prever que sucediera aquella desgracia que asolaría sus vidas. No solo se
había llevado la vida del pequeño Arthur, sino también la de Charles y su
amada esposa, una mujer de carácter afable y muy bondadosa.
Lady Cecilia, la abuela de las pequeñas no podía hacerse cargo de
ellas, por lo que él debió instalarse en la casa familiar que hasta ahora
pertenecía a su difunto hermano para vigilar de cerca a sus sobrinas, pero tras
la marcha de la tercera institutriz abandonando su puesto de trabajo por la
intolerabilidad de sus jóvenes pupilas hizo que momentáneamente lady
Cecilia tuviera que suplir ese puesto hasta que encontrara a una candidata que
aceptara quedarse de forma permanente.
Las pequeñas Charlotte y Amanda no querían a una mujer que no
fuera su difunta madre en casa. Toleraban a lady Cecilia porque era su
abuela, pero la esposa de su hermano se había ocupado personalmente de la
educación de sus hijas y eso conllevaba que las pequeñas rechazaran
cualquier mujer que viniera a suplir lo que tan solo unos meses atrás hacía su
propia madre.
—Edward, ¿Tienes un momento? —preguntó la voz suave de lady
Cecilia adentrándose en la biblioteca que ejercía a su vez de despacho.
Edward apartó la vista de las gestiones que estaba tramitando e invitó
a su madre a tomar asiento frente a él. Aún no se había puesto al tanto de
todas las propiedades y el estado en el que estas se encontraban, pero ya
había detectado algunos pequeños descuidos de su hermano a los que debía
poner orden cuanto antes, solo que realizar esas gestiones conllevaba alejarse
unos días de . Agradecía que, a pesar de no ser el principal heredero al
ducado, su padre le hubiera ofrecido la misma educación que a su hermano,
de lo contrario no sabría como podría hacer frente a todos los asuntos
económicos que requería un título de gran relevancia como el que había
heredado.
—Por supuesto madre. ¿Qué ocurre? —preguntó intuyendo cuál sería
el argumento de conversación de lady Cecilia. Sin duda alguna le hablaría
sobre sus sobrinas y la pesadilla que era tener que tratar constantemente con
ellas.
—Sabes perfectamente que estoy encantada de disfrutar de mis nietas
y que en estas terribles circunstancias necesitan el cariño de la familia más
que nunca, pero en mi estado no puedo hacerme cargo de ellas. Necesitan
unas atenciones que yo no puedo brindar. Ya han pasado dos semanas desde
que se fue la última institutriz y necesito ir a Bath para tomar las aguas
termales que tan bien hacen a mis huesos. —Las quejas de lady Cecilia sobre
su estado de salud eran constantes, por lo que para Edward no resultaba nada
nuevo—. Me iré dentro de cuatro días, tengas o no una nueva institutriz.
Aquella amenaza sorprendió a Edward. Bien era cierto que no había
tomado el asunto con demasiada urgencia, simplemente había enviado de
nuevo una nota a la señora Hawick, la encargada de haberle facilitado las
últimas tres institutrices de las cuales ninguna había durado más de dos
meses. Sin embargo, le había respondido que no tenía ninguna candidata
idónea para ese puesto de trabajo y se temía que el rumor sobre las fechorías
de sus sobrinas corría como la pólvora por Livingston.
Las bromas que le habían gastado incesantemente a aquellas mujeres
de mediana edad habían provocado que terminaran abandonando la mansión
escandalizadas por el comportamiento irritable de las jóvenes. No tenía la
más mínima idea de que iba a hacer con ellas si su madre se marchaba. Podría
internarlas en alguna institución para jovencitas, pero le parecía demasiado
cruel después de lo que habían tenido que sufrir tras perder a sus padres.
—No puedes hacerme eso, madre —rebatió con aspecto serio y casi
desesperado.
—No tengo más remedio que hacerlo Edward. Yo no puedo hacerme
cargo de su educación, ¡Necesitan a una institutriz!, ¡Una decente! No como
las tres últimas que contrataste —puntualizó con énfasis.
—Gracias por recordármelo, hasta ahora no me había dado cuenta —
mencionó con evidente tono de sorna.
Él mejor que nadie sabía cuanto necesitaban sus sobrinas una
institutriz decente, pero amenazándole con marcharse no iban a solucionar la
situación.
—Cuatro días, Edward. Te doy cuatro días para que encuentres a una
institutriz y después me ausentaré hasta que comience el verano para tomar
mi tratamiento —puntualizó antes de marcharse volviéndose a quejar de su
dolor de huesos y dejarle con una sensación de desolación, no sabiendo que
demonios iba a hacer si se marchaba.
Comenzó a escribir una misiva con desesperación. Necesitaba que la
señora Hawicks le encontrara una institutriz en menos de cuatro días. Estaba
dispuesto a aceptar cualquier propuesta por más inverosímil que esta fuera.
Incluso estaba dispuesto a pagar el doble de lo que ofrecía a las otras
candidatas con tal de que le encontrar a una mujer que accediera 
—¿Se puede? —La voz de su mejor amigo lord Mackenzie hizo que
dejara la pluma y sonriera.
Al menos una distracción para aquel día en el que aún no había salido
de su despacho y casi era la hora del almuerzo.
—Sabes que siempre eres bienvenido, Adam —contestó Edward
levantándose de su asiento y dándole un afectuoso abrazo.
No se veían desde el funeral de su difunto hermano, por lo que era un
alivio volver a encontrarlo, más aún cuando no había puesto un pie en
Edimburgo desde que se había hecho cargo del título. Su única escapada
fugaz fue a Londres únicamente para esclarecer los asuntos que conllevaban
la herencia del ducado y ni tan siquiera había podido cruzarse con algún
conocido.
—Me pasaba para ver que tal te va con tu nuevo cargo, Lord Leinster.
Ciertamente te sienta bien querido amigo —sonrió Adam tratando de ser
amigable.
—Aún no me acostumbro a el, sobre todo porque cada vez que
alguien lo menciona me viene a la mente el rostro de Charles —puntualizó
con cierta nostalgia en sus palabras.
Quizá era demasiado pronto para hacerse a la idea de que nunca
volvería a ver a su hermano.
—Ha pasado poco tiempo, es normal. En cuanto pasen unos años te
acostumbrarás —contestó Adam resuelto.
—Mejor no hablemos de cosas trágicas, bastantes preocupaciones
tengo ya para añadir una más, ¿Qué te trae por Livingston? —preguntó
cambiando de tema.
Hacía demasiado tiempo que Adam no se dejaba caer por Livingston,
menos aún por la casa familiar de los Leinster. Prácticamente toda la familia
Mackenzie se había trasladado a Edimburgo desde que los clanes de las
tierras altas fueron disueltos, era una de las pocas familias que permanecieron
en Escocia en lugar de marcharse a América. Le extrañaba que él estuviera
allí, pero tal vez se debía a algún asunto familiar puesto que conservaban
numerosas propiedades en la zona.
La disolución de los clanes había supuesto la pérdida de poder para
muchas familias, incluidos los Mackenzie, una gran parte de su clan había
emigrado lejos de Escocia estableciendo su hogar en la India. A pesar de ello,
su mejor amigo no conservaba un título de gran relevancia, pero los
Hannover habían sido considerados permitiéndoles mantener la mayor parte
de sus propiedades y riqueza cuando juraron fidelidad al monarca.
—Tengo que firmar unos acuerdos en nombre de mi padre sobre el
arrendamiento de unas tierras,algo trivial, así que estaré solo un par de días y
decidí visitar a mi mejor amigo para ver que tal le iba. ¿Qué es lo que sucede
para que estés tan preocupado?
Edward apartó la carta que estaba escribiendo a la señora Hawicks
para continuarla más tarde y comentó que había varios problemas que debía
tratar de forma urgente sobre algunos acuerdos comerciales, pagos y otros
menesteres fuera de la ciudad, pero que no podía dejar a sus sobrinas sin el
amparo de una institutriz ahora que su madre pretendía marcharse a Bath.
—Es curioso que me digas eso, puesto que mi hermana Beatrice hace
unos meses decidió pasar su tiempo libre dedicándose a encontrar
institutrices para la alta sociedad. Desde que le costó tanto trabajo encontrar a
una institutriz decente para mis sobrinas, comenzó a hacer algunos contactos
por todo el condado y lo cierto es que le va muy bien, tiene bastante demanda
—mencionó Adam tranquilamente—. Si estas tan desesperado puedo decirle
que te envíe a alguien de inmediato, aunque ella suele tomarse su tiempo para
estas cosas y le gusta conocer las necesidades de cada familia.
Edward vio un rayo de esperanza en aquellas palabras, recordaba que
Beatrice se había casado con un lord inglés hacía seis o siete años, aunque no
vivían en Londres, sí residía en Inglaterra llevando una vida tranquila un
poco alejada de la decadente ciudad.
Nunca le había atraído la caótica vida londinense, le gustaba la
sociedad, rodearse de los suyos, las fiestas y los eventos, pero prefería
Edimburgo y mantenerse así alejado de la corte.
—Aceptaré lo que sea siempre y cuando llegue en cuatro días —
contestó abruptamente. Si su madre se marchaba y aún no tenía una institutriz
en casa, sabía que las niñas lo volverían loco.
Adam comenzó a reír a carcajadas mientras pedía papel y pluma para
escribir una misiva urgente a su hermana.
Seis días. Ese era el tiempo que había pasado y la institutriz aún no
había llegado. ¿Tal vez la hermana de Adam no habría encontrado a ninguna
candidata?, ¿Sería posible que nadie en toda Gran Bretaña pudiera estar
disponible para cuidar a dos niñas pequeñas?
Su cabeza le martilleaba, llevaba dos noches sin dormir prácticamente
nada, el tiempo exacto desde que su madre se había marchado cumpliendo su
palabra. Si antes estaba desesperado, ahora comenzaba a estar increíblemente
agobiado ante la idea de no poder hacer frente con todas esas
responsabilidades.
Aquel día llovía de forma incesante, así que Edward permanecía
frente al gran ventanal del salón mientras escuchaba de fondo el sonido de
Charlotte y Amanda jugando con sus muñecas de trapo frente al fuego de la
chimenea. La taza de té estaba aún demasiado caliente y por eso se entretenía
en tener la vista fija en el porche delantero donde veía como el agua
encharcaba la tierra. De pronto, la figura de alguien menudo que portaba una
maleta más grande de lo que abultaba su cuerpo se presentó ante sus ojos.
Los cristales estaban parcialmente empañados así que no podía ver con
detenimiento de quien se trataba, pero era evidente que se dirigía hacia la
entrada de casa.
Con paso decidido atravesó el marco de la puerta del salón y cruzó la
entrada. Cuando abrió el gran portón vio como la pesada maleta de lo que
parecía ser una muchacha caía al suelo. Sus pies y más de la mitad de su
abrigo estaban literalmente embarrados, además de que aquel enorme
sombrero que ocultaba su rostro apenas la aliviaba de la lluvia.
¿Se habría extraviado en su camino?
—¿Se encuentra bien señorita?, ¿Se ha perdido quizá? —exclamó
acercándose a ella a pesar de que después tendría que cambiarse
completamente el atuendo, pero quizá la lluvia despejaría aquel dolor
punzante de cabeza por la falta de sueño.
—Espero que no —contestó la dulce voz de aquella muchacha—.
Según me han indicado esta debe ser Rotherick Lake, la casa familiar de los
Leinster—dijo sin apenas alzar la vista para no mojar su rostro.
—Así es. ¿Quién sois? —preguntó Edward ahora contrariado.
—Soy la nueva institutriz. La señorita Barston —pronuncio aquella
voz y Edward dedujo que era demasiado joven para ser una institutriz.
—La esperábamos hace dos días —rebatió algo hastiado.
¿Le habían enviado a una niña? Cuando dijo que estaba desesperado y
aceptaría cualquier opción, no se refería a una adolescente que apenas podía
hacerse cargo de sí misma.
—Lo lamento —contradijo Amelia—. El tiempo no permitió que
llegase el día previsto y retrasó el viaje desde Londres —dijo alzando su
sombrero para ver al que suponía sería el mayordomo de la casa, pero
descubrió el rostro de un hombre tan apuesto que provocó el silencio de sus
palabras.
Edward observó aquellos ojos azules y sintió que el tiempo se
paralizaba. No importaba la lluvia. No importaba que estuvieran en la puerta
de casa completamente empapados. No importaba absolutamente nada. Ella
no era una niña, sino la mujer más hermosa que sus ojos habían contemplado
jamás.
A
 
 
Capítulo 2
 
 
 
 
 
 
 
 
melia sentía como el
agua calaba su abrigo,
empapaba su corpiño
y llegaba a traspasar su camisa interior. Había sido un viaje angosto y largo,
mucho más de lo que imaginaba en un principio, sobre todo porque no había
podido realizarlo cómodamente teniendo en cuenta el temporal que azotaba y
la premura con la que le habían indicado que debía llegar a su destino.
Una mujer joven como lo era ella y sin experiencia alguna no tenía
grandes ventajas para ser llamada como institutriz en alguna casa pudiente o
con título nobiliario. Por norma general habría comenzado desde el nivel más
bajo, para alguna familia sin título que quisiera inculcar una buena educación
a sus hijas como lo hacía la nobleza inglesa, pero cuyos recursos serían algo
limitados o tendrían cierta reputación indiscreta.
Ella lo sabía, por eso le había sorprendido aquella misiva donde le
indicaban que existía un puesto vacante como institutriz para una familia
adinerada de Escocia, concretamente de un duque. En la carta no se
especificaban las condiciones, sino que el sueldo era aceptable para instruir a
dos niñas de corta edad, la única condición era acudir de inmediato a la
mayor brevedad. Le pareció increíble, casi un sueño y más teniendo en
cuenta su inexperiencia y el poco tiempo que llevaba buscando empleo como
institutriz. Había anhelado ser independiente, huir de su pasado comenzando
una nueva vida en la que por primera vez fuera responsable de sus actos sin
que otros decidieran por ella, pero sobre todo no deseaba ser dependiente de
su hermanastra lady Catherine.
Entre ella y Catherine no existía ningún tipo de parentesco, puesto
que la mujer que fingía ser su madre; lady Elisabeth, se había casado con el
padre de ésta, el vizconde de Grafton y esa había sido la única unión que
habían mantenido durante años, ya que desgraciadamente le habían prohibido
tener cualquier tipo de relación cercana con Catherine.
Tenían casi la misma edad y rasgos similares, podrían haber sido
verdaderamente hermanas si no fuera por el afán de ambición que tanto su
verdadera madre Hortensia, como lady Elisabeth tenían respecto a la herencia
del vizconde.
Amelia era la hija bastarda de una sirvienta con un lord cuya
identidad se negaron a revelarle. Su madre pactó con lady Elisabeth un
acuerdo en el que ambas saldrían ganando. Una obtendría un matrimonio por
conveniencia con un hombre de título nobiliario y la otra lograría que su hija
perteneciera a la nobleza inglesa.
Ahora que ninguna de las dos podía coaccionarla con amenazas o
chantajes, podría expresar libremente sus sentimientos hacia su querida
hermana Catherine. La apreciaba, aunque durante años sintió envidia por no
ser ella la que tuviera que vivir una gran mentira frente a todos, pero a su
manera Catherine también sufrió la ira de esas dos mujeres que tanto daño le
hicieron a ambas.
Toda su vida vivió en primera persona la codicia de su madre y Lady
Elisabeth por el poder y vio con sus propios ojos como ese afán de riqueza las
destruyó a ambas, quizá esa era la principal razón por la que deseabaalejarse
de todo cuanto la rodeaba y comenzar una nueva vida.
No podía permanecer en Londres a expensas de que la noticia sobre
ser una bastarda saliera a la luz en cualquier momento. Aunque solo lo sabía
su hermana Catherine y sus amigas, confiaba plenamente en ellas, pero no
podía decir lo mismo de la que todos creían ser su madre y que en cualquier
momento revelase su verdadera procedencia. No correría el riesgo de
quedarse al lado de Catherine y que su reputación afectara a los negocios que
poseía su hermana debido a su parentesco, sabía que alejarse de allí era lo
mejor para ambas.
Catherine tenía su vida junto a su esposo David y estaba segura de
que pronto llegarían muchos hijos a sus vidas, lo que menos deseaba era ser
un incordio para la feliz pareja ahora que sabía cuánto se amaban a pesar de
ser un matrimonio concertado. Ella por el contrario no disponía de nada, ni
dote ni riquezas y lo que menos necesitaba era un recordatorio de que tanto
su apellido como ella en sí misma suponían una autentica farsa. No quería
limosnas, ni un marido con título al que engañar fingiendo ser alguien que no
era, por eso tras recibir aquella misiva urgente, aceptó sin dudarlo.
Irse tan lejos supondría un gran alivio para su conciencia. Saber que
su nuevo destino estaría en Escocia solo la llenaba de una increíble sensación
de aventura. No le importaba alejarse de lo único que había conocido en la
vida, de la ciudad donde guardaba tantos recuerdos malos como buenos.
Sabía que algún día regresaría, quizá cuando hubiera conseguido hallar la paz
mental que anhelaba encontrar, pero hasta el momento debía alejarse,
reencontrarse a sí misma y sobre todo descubrir quien era realmente Amelia
Barston después de tantos años fingiendo ser alguien que no era.
La premura con la que debía partir la hizo despedirse a duras penas de
su hermana y sus amigas tras el bautizo de la segunda hija de Emily al que no
podía faltar. Aún no se había recuperado de sus lesiones en las manos por
quemaduras debido al incendio donde pereció su verdadera madre Hortensia,
a pesar de que jamás sintiera verdadero amor por ella y quizás no se merecía
siquiera que se refiriera a ella por dicho nombre. Hortensia y Lady Elisabeth
habían conspirado y asesinado al padre de Catherine y pretendían hacer lo
mismo con su propia hermana, incluso aún sentía el dolor de las marcas
causadas ante su negación a colaborar en aquella intriga, pero sus cicatrices
solo eran el recuerdo amargo de una vida pasada. No sabía que excusa
debería poner en el que sería su nuevo hogar para justificar aquellas
quemaduras en sus manos, pero tenía tiempo más que suficiente para
inventarse algo que decir a la nueva familia.
Familia. Se había preguntado como serían los Leinster, imaginaba que
el duque sería el padre de las niñas y, aunque desconocía como sería la
duquesa, esperaba poder llevarse bien con la madre de las niñas sin que la
juzgara previamente por su inexperiencia o temprana edad. La mayoría de
institutrices eran de mediana edad y tenían mucha experiencia, sobre todo si
servían en una familia acomodada y con un título tan elevado como el
ducado. Le extrañaba que la hubieran llamado a ella, pero no quiso pensar en
los motivos, sino en lo que le brindaba aquella oportunidad.
Aquel viaje le había servido como distracción a pesar de las malas
condiciones debido a la lluvia, que a su vez habían provocado que los
caminos estuvieran embarrados y retrasara el carruaje. Sus pensamientos no
querían centrarse en lo sucedido, sino en la nueva vida que le esperaba. Ni
tan siquiera el hecho del reciente fallecimiento de su madre iba a impedir que
gozara del momento, puesto que al fin y al cabo ella no había sentido jamás
el afecto de Hortensia como el de una madre, más que una hija, la
consideraba el puente hacia la vida que jamás obtuvo tras ser rechazada por el
hombre que la dejó embarazada.
En todos sus años de vida ni siquiera le había mencionado su nombre
una sola vez. Amelia sabía que lo odiaba, que lo repudiaba, probablemente le
prometió una vida llena de lujos que jamás obtuvo y de ahí su rechazo
insistente y su afán por que ella lograra lo que Hortensia jamás logró, aunque
nunca se preguntara si realmente era lo que su hija deseaba. Habría dado
cualquier cosa por un poco de cariño o comprensión, quizá el único ser que
fue capaz de darle algo similar fue el hombre que conoció como su padre e
incluso el propio padre de Catherine, pero ambos le fueron arrebatados por
aquellas manos manipuladoras que siempre dirigieron su vida.
Fueron muchas las ocasiones en las que se preguntó quien podría ser
su verdadero padre, ¿Tal vez un conde?, ¿Un barón? Sabía que era un
heredero con título nobiliario, de lo contrario Hortensia jamás albergaría
tanto odio hacia ese hombre si supiera que le había mentido, pero por más
que trato de averiguarlo nunca lo supo y dudaba que la propia lady Elisabeth
lo supiera. ¿Podría haberle conocido en alguna velada? Lo único que daba
por hecho es que ella había heredado sus rasgos, porque físicamente no se
parecía en nada a su verdadera madre, quizá por eso nunca habían dudado de
que no fuera la verdadera hija de lady Elisabeth ya que al menos a ésta podía
asemejarse.
Amelia no había estado nunca en Livingston, en realidad no había
salido jamás de Inglaterra y prácticamente de Londres, por lo que su viaje era
todo un reto y esperaba que pudiera gustarle su nuevo hogar. No sabía si la
familia aceptaría como institutriz a una joven inglesa, pero suponía que
habían sido informados de ello cuando recibió la propuesta, solo lamentaba
que el viaje le hubiera supuesto dos días de retraso y esperaba que eso no le
hiciera quedar mal con los Leinster cuando aún no la conocían.
El coche de alquiler compartido la había dejado en un camino angosto
con indicaciones de seguir la vereda hasta encontrar una gran casa de piedra
al final del mismo, sintió un vacío enorme cuando vio como la silueta del
carruaje se alejaba desdibujando su imagen, el sonido de la lluvia crepitando
disipaba el ruido de las ruedas haciéndolo desaparecer y el suelo se
transformaba en un completo barrizal por el que andar era un esfuerzo
sobrehumano . Por primera vez en su vida se sintió realmente sola, tenía
miedo pero esa había sido su elección y estaba allí por decisión propia, se
dijo que podía hacer frente a ello. Cogió la maleta de viaje con apenas tres
atuendos y sus enseres personales, a pesar del poco contenido en ella,
ciertamente pesaba mucho más debido a los libros que había sido incapaz de
dejar atrás. Básicamente arrastró los pies hasta que las líneas de una gran casa
se dibujaban al fondo a través de la lluvia. Solo esperaba que a pesar de su
retraso no hubieran decidido contratar a otra institutriz por no haber sido
capaz de ser puntual como se le había ordenado.
Un baño caliente y ropa seca se le hacía un sueño en aquellos
momentos, mucho más que un plato de comida decente, algo que no había
probado en días, al igual que un lecho confortable ya que sus únicas horas de
sueño habían sido las que fue capaz de realizar en el carruaje. Aún así, se
preparó mentalmente por si ninguna de esas opciones se le ofrecía, tal vez
podrían haberse acabado los días en los que podría gozar de los privilegios
propios de una dama, puesto que ahora su función era servir y no la de ser
servida.
Ella misma había gozado de institutriz toda su niñez, por eso estaba
bien instruida en varios idiomas, conocimientos de historia, cálculo,
geografía y biología así como en artes, música, baile y dibujo.
Hortensia había insistido en que también debía aprender a bordar,
pero no fue una cualidad en la que destacó con brillantez, por lo que
finalmente acabó empleando ese tiempo en clases de equitación para ejercitar
sus músculos y mantener una buena figura, aunque solo duró hasta que
debutó en su primera temporada de Londres, puesto que preveían que
encontraría marido fácilmente.
Podría haber sido así, buenas cualidades no le faltaban según lady
Elisabeth y su madre, pero ella sentíaque vivía una mentira y que cada vez
que asistía a una fiesta, debía disfrazarse de alguien que no existía. No tenía
voz ni voto en la elección de sus pretendientes, como tampoco lo tendría a la
hora de aceptar alguna propuesta que tuviera, por esa razón se encargó
personalmente de ahuyentar a cada uno de los caballeros que trataban de
proponerle matrimonio.
Tan solo faltaban unos pasos hasta llegar al portón principal de la
enorme mansión que asolaba el lugar cuando una figura salió de allí y Amelia
supuso que debía ser el mayordomo que vendría a recibirla o, al menos ver de
quien se trataba. Le extrañó que la servidumbre de la casa fuera tan servicial
para salir con el aguacero que estaba cayendo a expensas de saber que tendría
que cambiarse la indumentaria por completo.
¿Quizá daba un aspecto de lo más desaliñado y querrían asegurarse de
que no era una vagabunda buscando asilo?
Descartó por completo la idea al instante, seguramente en la casa eran
conscientes de que ella vendría y habrían previsto su retraso a expensas del
temporal que azotaba el norte.
La voz de aquel hombre irrumpió entre el sonido de la lluvia
golpeando la tierra, no quería alzar la vista porque estaba segura de que su
sombrero volaría, un sombrero de ala ancha que su hermana Catherine le
había prestado y que era ideal para días como ese donde la protegería de la
lluvia y el ligero viento, aunque también le serviría para días soleados en los
que protegerse de mejillas sonrosadas que provocarían más tarde la aparición
de numerosas pecas en su piel inmaculada. Quizá podría olvidarse de esas
viejas costumbres de dama ahora que dejaría de ser una de ellas. Era una
empleada. Ya no necesitaba tener la piel aterciopelada, ni someterse a
innumerables tratamientos de aceites o esencias para lucir perfecta.
No.
Ella no buscaba un marido, tampoco lo necesitaba, únicamente
deseaba ser dueña de sí misma y tener decisión propia.
Cuando aquel mayordomo le dijo que la esperaban desde hacía dos
días, no pudo demorar más tiempo en alzar la vista a pesar de que el agua
cayera en su rostro. No esperaba encontrarse con un hombre que tuviera
aquellos rasgos tan masculinos y atrayentes al mismo tiempo. Tanto fue así,
que se sintió incapaz de añadir algo más a su disculpa. Sus pensamientos se
disiparon dejando todo atrás salvo aquel rostro surcado por gotas de agua que
estaba frente a ella.
¿Había visto alguna vez un hombre tan apuesto a pesar de haberse
relacionado con decenas de ellos en las grandes fiestas londinenses?
No.
Desde luego que no.
—Por favor, entre —oyó Amelia conforme le señalaba el portón
principal y la invitaba a entrar en la casa.
No había esperado que su llegada implicara llenar de agua todo el hall
de entrada, probablemente esa situación acarrearía cierto resentimiento contra
la doncella que tuviera que limpiar aquel reguero. En aquel momento fue
consciente de que tendría que aprender a llevarse bien no solo con los
miembros de la familia de su nuevo hogar, sino también con los empleados
de la casa. Su rango suponía estar en el intermedio de ambos, donde no
ostentaba el rango ni de unos, ni de otros, sino que se encontraba a medio
camino en aquella jerarquía de clases sociales.
—Le agradecería que le comunicara mi llegada a los duques de
Leinster si es tan amable —dijo Amelia tratando de ser correcta.
No había vuelto a mirar a ese hombre, sino que se mantenía ocupada
en parecer lo más presentable posible, aunque debía importarle muy poco la
impresión que a él le hubiera causado, estaba segura de que distaba mucho de
ser buena teniendo en cuenta su aspecto desaliñado.
Había perdido dos días por el temporal, no estaba dispuesta a esperar
un solo minuto más sin que los dueños de la casa supieran de su existencia.
—¿Los duques? —exclamó Edward confuso.
La llegada de aquella mujer lo había contrariado, más aún su innata
belleza a pesar de sus ropas mojadas y aquel sombrero que trataba de ocultar
su rostro. ¿Lo llevaría por la lluvia o precisamente para camuflar su belleza
de un modo sutil y certero?
Era joven, demasiado joven para ser institutriz ahora que lo pensaba.
¿Podría tratarse de un error?, ¿Quizá se habían equivocado al enviarla a su
propia casa? Tuvo claro que no duraría ni dos días con las pequeñas,
probablemente tampoco tendría la experiencia necesaria para el puesto
requerido, pero tal vez fuera una solución momentánea para poder conciliar el
sueño antes de que abandonara la casa.
—Así es. Si me estaban esperando hace dos días no quisiera demorar
más mi tardanza debido al clima. Es mi deseo presentarme antes de causarles
una mala impresión por mi inesperado retraso.
—Creo que no lo hará —susurró Edward sin que la joven señorita
Barston pudiera oírle—. Será mejor que trate de secarse de inmediato, una de
las doncellas la acompañará a su habitación donde todo estará dispuesto, no
quisiéramos que se constipara y demorar sus obligaciones como institutriz
aún más tiempo.
Edward trató de ser conciso y amable al mismo tiempo. En realidad le
preocupaba más la salud de la joven mujer que los términos del contrato que
deberían esclarecer antes de presentarle a las pequeñas.
Por un momento creyó que se negaría, pero simplemente accedió a su
petición con un gesto de cabeza. Supuso que ella misma reconocería que si se
resfriaba podría perjudicar su comienzo en la casa y que peor acto de
presentación que estar encamada en una casa extraña.
Edward la vio perderse por las escaleras conforme seguía a la señora
Ponce, una mujer de mediana edad y regordeta que servía en aquella casa
desde que él tenía recuerdos de infancia.
Rhoterick Lake siempre había pertenecido a los Leinster, estaba
ligada al título y había ido pasando de padre a hijo durante generaciones,
aunque su bisabuelo hizo algunas reformas que posteriormente su hermano
Charles mejoró cuando decidió instalarse allí con su familia.
Antes de que su padre muriera, frecuentaban la mansión durante la
época de verano, como solían hacer la mayoría de nobles con casas en
Livingston, solo unos pocos decidían permanecer todo el año en aquel pueblo
apartado de la ciudad, puesto que el fulgor de la alta sociedad escocesa se
centraba en Edimburgo, aunque muchos de ellos decidían marcharse a
Londres para estar aún más cerca de la corte.
Era extraño que Charles tomara la decisión de alejarse de la capital
para instalarse en el campo, probablemente buscaba la tranquilidad de los
campos rurales para los pequeños, aunque esto le privaba a él y a su esposa
de las fiestas y celebraciones propias que cumplir con su título ya que la vida
social en Livingston era escasa.
Edward en cambio, no tenía ninguna intención de permanecer allí por
largo tiempo, se quedaría durante unos meses, los suficientes para que las
pequeñas pasaran el duelo y posteriormente regresaría a Edimburgo donde
harían vida social y tendrían las distracciones suficientes para superar la
pérdida de sus progenitores. La mayor parte de los negocios que pertenecían
a la familia se centraban en la ciudad y además era el lugar de residencia de
lady Cecilia, por tanto sería más cómodo para las niñas estar cerca del único
pariente aparte de él que aún seguía con vida.
Mientras Edward se desvestía deshaciéndose de sus ropas mojadas
conforme su ayudante de cámara le propiciaba prendas secas que se ajustaban
a su figura, recordó el joven rostro de la nueva institutriz que acababa de
llegar a su casa.
Había venido hasta allí desde Inglaterra y era evidente que decía la
verdad ya que su acento era inglés la delataba ¿Por qué habría decidido
alguien tan joven embarcarse en un viaje tan largo? Le resultaba extraño,
muy extraño. Dada su juventud podía entender porque no estaba trabajando
en alguna otra casa como institutriz, probablemente carecía de la educación
adecuada que se requería para desempeñar tales funciones, ¿Por qué la habían
enviado entonces?, ¿Quizá en su desesperación no habían encontrado alguien
mejor que ella? Pronto lo descubriría. Estaba enormemente interesado por
realizar un interrogatorioexhaustivo a la joven que ahora permanecía bajo su
techo.
A
 
 
Capítulo 3
 
 
 
 
 
 
melia observó su
rostro en el minúsculo
espejo de la
habitación. No podía quejarse por su tamaño, incluso debería estar agradecida
por el hecho de tener uno donde mirarse y comprobar su peinado, ahora
convertido en un auténtico desastre.
—¡Dios mío! Gracias al cielo que los duques no me han visto de esta
guisa o habría causado una bochornosa impresión —se dijo a sí misma en
cuanto la mujer que la había acompañado hasta la habitación la dejó a solas.
La señora Ponce parecía una buena mujer; afable y servidora. Le
comentó mientras subían las escaleras que había servido en aquella casa toda
su vida y que la familia siempre había sido muy generosa con ella. Eso le dio
a entender que los duques de Leinster no parecían ser el tipo de nobles altivos
y reticentes que correspondía a la mayoría de familias en Londres.
Se deshizo del abrigo que de no ser porque no había llevado otro
consigo habría barajado la opción de desecharlo por la cantidad de barro que
albergaba, pero tendría que dárselo a alguna de las criadas de la casa para que
obrase un milagro. Su vestido se había salvado, aunque también tenía barro
en el bajo y estaba tres cuartas partes empapado, al igual que sus enaguas, así
que retiró todas las prendas mientras se pasaba un paño para secar su rostro y
deshacía la trenza que ahora lucía demacrada y desaliñada.
No pretendía tardar más de lo debido en alistarse, pero hacerlo sin una
doncella era mucho más complicado de lo que había imaginado, ella siempre
había tenido a su verdadera madre o alguna de las criadas de la casa que la
asistían cada vez que lo necesitaba, sobre todo cuando acudía a alguna fiesta
o baile de gala y aunque sabía perfectamente como hacerlo, era mucho más
difícil lograrlo sin ayuda.
Finalmente volvió a trenzar su cabello minuciosamente y lo colocó
debidamente en un recogido bajo que le daba un aspecto más formal, a fin de
cuentas era lo que buscaba. Quizá no podía aparentar más edad de la que
tenía, pero al menos parecería una joven responsable que sabía lo que hacía.
Eligió una falda azul oscura junto a una blusa blanca que sería su
atuendo diario como institutriz, se había deshecho de la mayoría de sus
vestidos porque no le servirían en su nuevo empleo y aunque tuviera la
oportunidad de asistir a una fiesta, jamás podría ponérselos porque no sería 
apropiado para su nueva posición social, así que a cambio, tenía una pequeña
bolsa llena de monedas gracias a todas esas prendas de las que se había
desprendido.
Probablemente no regresaría al lujo de la nobleza inglesa, a los
elegantes bailes, suntuosas cenas y soberbias fiestas que daba la élite social
cuyo nombre siempre aparecía entre los asistentes gracias a la posición social
de su difunto padrastro, pero ahora que lady Elisabeth estaba en la cárcel
siendo a los ojos de todos su madre por más que en realidad no lo fuera,
dudaba ser bien recibida entre los grandes salones o al menos era lo que creía
por mucho que su hermana Catherine insistiera en lo contrario.
No quería dar lugar a rumores y teniendo en cuenta que sus
intenciones distaban mucho del matrimonio, era mejor para todos apartarse
de la nobleza llevándo una vida austera, ser dueña de sus propias decisiones
con un trabajo responsable y que le aportara calidez a sus días. Nada mejor
que educar a unas hermosas niñas en la plenitud de la vida.
Ser institutriz no era algo que hubiera contemplado jamás, a fin de
cuentas le habían instruido desde muy pequeña cuales eran las pretensiones
que su madre tenía para ella y no eran ni más ni menos que las de concertar
un matrimonio con un duque, lo más alto del escalafón social sin contar con
el rey y sus herederos a los que era improbable llegar.
Durante un tiempo compartió el mismo deseo que su progenitora,
creía que ser duquesa podría hacerla feliz al mismo tiempo que la contentaba
a ella, pero después descubrió que su madre solo trataba de vivir la vida que
no tuvo a través de ella. Pagaba sus frustraciones marcándola con cada
desobediencia y al final terminó comprendiendo que por más que intentara
obedecerla, hacerla feliz, ser lo que pretendía que fuera, nunca lograría
apaciguar el odio que ahondaba en su interior y que refulgía cada vez que la
contemplaba.
Quizá nunca le hubiera revelado quien era su verdadero padre aunque
supiera que pertenecía a la nobleza , pero sí le había quedado claro que poseía
sus rasgos y heredado sus ojos, unos ojos de color azul tan claro como el
cielo.
Lamentablemente existían muchos caballeros de cabello rubio, tez
clara y ojos azules, los suficientes para que ni siquiera elaborase una lista de
posibles candidatos, pero saber o no quien era su progenitor no cambiaría
nada, ella era frente a todos la hija del barón de Barston que a pesar de morir
arruinado, conservó el título hasta el último de sus días y la reconoció como
su propia hija pensando que verdaderamente lo era.
Apenas tenía recuerdos de aquel hombre que falleció cuando apenas
era una niña, inmediatamente después, lady Elisabeth contrajo matrimonio
con el vizconde de Grafton y su situación financiera cambió de la noche a la
mañana.
Amelia se pellizco las mejillas para que parecieran algo rosadas y
eliminar así la palidez de su rostro. En otras circunstancias habría usado
polvos de arroz con aroma a violeta, pero se había desecho de ellos sabiendo
que sería un artículo de lujo el cual no se podría permitir y tampoco usar en
su nuevo empleo.
Con paso decidido salió de la que sería su habitación durante el
tiempo que allí permaneciera y no supo muy bien hacia donde debía dirigirse,
pero decidió regresar por el mismo camino que la señora Ponce la había
conducido.
Bajó las escaleras y regresó al hall de entrada principal, desde el que
podía oír perfectamente los gritos infantiles de unas niñas que parecían jugar.
Le tentó la idea de acercarse para ver que estaban haciendo, pero antes de
poder dar un paso y asomarse a las puertas del gran salón, la voz masculina
de un hombre atrajo su atención. Por un momento pensó que podría tratarse
del mismo hombre que salió a recibirla, de ese joven apuesto que sería el
mayordomo de la casa, pero para su sorpresa fue un hombre de mediana edad
quien le indicaba que el duque de Leinster la esperaba en su despacho.
¿Solo el duque?, ¿No estaría la duquesa?
Quizá ella se encontraría con las pequeñas y se uniría más tarde a la
reunión.
No le dio importancia, sino que a pesar de la intriga que le generaban
las dos niñas que debía cuidar, supo que más tarde las conocería y se alejó de
allí siguiendo la sigilosa figura de aquel sirviente.
Guardó silencio, prestando atención al detalle de cada figura, cuadro y
filigrana que decoraban los pasillos de aquella mansión campestre.
Era hermosa, se apreciaba el gusto exquisito de quien había elegido
con sumo cuidado y elegancia cada detalle de aquella casa. Seguramente era
una mansión familiar que había sido heredada por varias generaciones,
podían apreciarse cuadros muy antiguos contrastados con algunos más
recientes. Las molduras junto al papel pintado floral. Si. Definitivamente la
duquesa de Leinster habría redecorado la casa no hace mucho.
—Adelante —indicó el mayordomo y dio por hecho que el duque
debía estar avisado de su llegada, probablemente había dejado dicho que la
hicieran pasar en cuanto se alistara.
¿Le habrían mencionado también el bochornoso estado en el que
había llegado? Esperaba que no. Nada le daría más vergüenza que admitir
que su retraso se debía a la deplorable situación de su atuendo, aunque
culpara al mal tiempo de ello y de no haber llegado cuando se requería.
Amelia entró con la mirada baja y pudo ver que la luz no llegaba muy
bien a aquella parte de la casa, probablemente se debía a que el sol estaba
cubierto y que en aquellos momentos daría a otra parte de la fachada.
Hizo una reverencia y se presentó formalmente al que suponía sería el
duque de Leinster y padre de las niñas a las que instruiría. Cuando alzóla
vista para ver el rostro del caballero al que ella habría imaginado con cierta
edad, su conmoción fue evidente al reconocer al mismo hombre que había
salido a su encuentro nada más llegar.
¿Qué hacía el mayordomo de la casa sentado en el despacho del
duque?, ¿Qué broma del destino era aquella?
—Bienvenida señorita Barston, puede tomar asiento si lo prefiere —le
indicó y Amelia permaneció de pie sin inmutarse.
¿Podría ser ese hombre el duque de Leinster?
No.
Era imposible.
Era muy joven para serlo.
Aunque ya debería saber de sobra que la edad no era una condición
para ello.
Le habían dicho que el duque la esperaba, allí no había otra persona
aparte de él y además permanecía sentado en la silla que había tras el
escritorio, algo que ningún empleado de la casa por más rango que tuviera se
atrevería a hacer. No existía el menor atisbo de duda de que era el duque de
Leinster y su bochorno hacía que fuera incapaz de alzar la vista por no
haberle tratado como tal y menos aún presentarse debidamente haciendo una
reverencia hacia su jerarquía.
La conmoción la hizo permanecer impertérrita hasta el punto de creer
que con toda probabilidad el duque pensaría que era una maleducada por no
aceptar su invitación para tomar asiento. No estaba teniendo un buen
comienzo, primero el retraso, después la confusión, incluso quiso hacer
memoria para saber si había mencionado algo inoportuno que le hubiera
hecho pensar que daba por sentado que era un simple mayordomo.
Aunque, ¿Cómo iba ella a saber que el propio duque saldría a recibirla
con el temporal que hacía?
Ningún hombre de la alta nobleza que ella conociera saldría a recibir a
una simple institutriz y menos aún si la lluvia podía arruinar sus ropajes.
¿Qué clase de caballero era ese?, ¿Tal vez la nobleza escocesa era
diferente? Muy pronto lo descubriría o eso esperaba si no la enviaba de
regreso a casa.
A pesar de su silencio él no parecía notarse incomodo sino que la
observaba con sumo interés y ella pudo atisbar que quizá lo hacía porque era
notoria su inexperiencia. Eso la hizo tomar el impulso suficiente para hablar a
pesar de que su mera presencia le hacía sentir un resquemor en su estómago.
—Disculpe —dijo Amelia tratando de que su voz no se quebrara. Ni
siquiera sabía como decir que estaba avergonzada por haberle confundido
con su mayordomo.
—Tal vez sea yo quien deba pedir disculpas por no haberme
presentado adecuadamente cuando llegó señorita Barston, pero dadas las
circunstancias creí que sería más oportuno hacer las presentaciones sin poner
en riesgo su salud. Soy Edward Leinster, octavo duque de Leinster.
Si existía alguna duda al respecto, esta se acababa de esfumar como el
viento.
Amelia hizo una reverencia como tantas veces había hecho en publico
cuando había sido presentada a un miembro de la nobleza y se mordió el
labio presa de la vergüenza por haber creído que se trataba de un simple
empleado de la casa. ¿Por qué no se había fijado en su vestimenta? Solo
tendría que haber prestado un poco de atención para haberse dado cuenta de
la diferencia de rango, pero había dado por sentado que un duque jamás
saldría a recibirla, eso y el temporal que azotaba con fuerza le habían jugado
una mala pasada, además del cansancio que acumulaba por el viaje tan
agotador que había tenido, pero lo cierto es que se había olvidado de todo
aquello cuando vislumbró aquel rostro de facciones masculinas perfectas.
—A su servicio mi lord. Le aseguro que estoy lista para cumplir con
mi deber desde este preciso instante si así lo requiere su señoría. —Se
adelantó Amelia esperando que la rojez de sus mejillas no la delatara o al
menos, que el duque pensara que se debía al frío que la hacía estar más pálida
de o debido y no por su más que evidente bochorno.
Y pensar que había fantaseado con él por un instante…
—No tengo la menor duda de que así será, pero antes de que le
presente a mis sobrinas, quería aclarar con usted algunos pequeños detalles.
¿Sobrinas?, ¿Las niñas que debía cuidar no eran sus hijas?
Inmediatamente Amelia alzó la vista y se perdió en aquellos ojos
azules, su respuesta en señal de sorpresa fue captada por el duque de
inmediato.
—Perdone la interrupción, pero ¿No son sus hijas? Me dijeron que
atendería a las hijas del duque de Leinster —afirmó sin comprender nada.
Si él era el duque y no eran sus hijas, ¿Cómo era posible?
—Mis sobrinas son las hijas del difunto duque de Leinster —aseguró
haciendo que Amelia comenzara a comprender la situación—. Mi hermano
mayor falleció junto a su esposa y su hijo menor hace pocos meses.
La sorpresa hizo que Amelia se llevara las manos enguantadas a su
pecho en señal de conmoción.
—Lo lamento, no fui informada de ello —susurró compungida.
Aunque de haberlo sabido tampoco habría cambiado su decisión, pero
al menos habría tenido unos días para concienciarse del dolor que deberían
estar pasando aquellas criaturas al perder no solo a su padre, sino también a
su madre y hermano pequeño al mismo tiempo.
Edward se incorporó algo nervioso, la simple presencia de aquella
institutriz le hacía sentir ligeros espasmos en su interior y no podía dejar de
estudiar minuciosamente su rostro. Sin aquel sombrero y sin aquel abrigo que
la cubría por completo había podido apreciar que era aún más hermosa de lo
que imaginaba. Ella era solo una joven institutriz que probablemente carecía
de experiencia alguna, era más que evidente su corta edad, si las otras
institutrices con mucha más experiencia apenas habían durado unas semanas,
estaba seguro de que aquella solo aguantaría un par de días y por alguna
razón, eso le molestaba.
—Mis sobrinas han sufrido una perdida muy grande y como
comprenderá no son muy dadas a los nuevos cambios. Ellas recibían una
instrucción apropiada ejercida por su propia madre y por decirlo
delicadamente, no aceptan de buen agrado que otra mujer la reemplace.
Amelia comprendió inmediatamente que no era la primera institutriz a
la que avisaban, ¿Cuántas habría habido antes de ella?, ¿Una?, ¿Quizá dos?
—Comprendo la situación, yo misma perdí a mi madre hace poco
tiempo —dijo de forma elocuente a pesar de que la muerte de Hortensia no
había creado heridas en ella, sino que las había abierto aun más por el dolor
que había causado en vida.
Sentía impotencia, pero eso sería algo que nadie sabría. Sus heridas
las curaría únicamente ella y cicatrizarían, tal vez tardarían años, quizá
décadas… pero sanarían.
—Ha realizado un viaje muy largo para venir aquí señorita Barston,
¿Era su madre su única familia? —preguntó Edward con cierto afán de
curiosidad. Aquella mujer le generaba intriga, tenía inquietud en saber más
sobre ella, sus rasgos eran tan finos y tan pulcros que aún no podía creer que
se tratara de una simple doncella.
Es cierto que el rango de institutriz estaba por encima de una
sirvienta, pero aquella mujer poseía belleza y por alguna razón inquietante,
pretendía esconderla en lugar de enriquecerla.
Edward la observó de nuevo reparando en sus largas pestañas, en
aquel meticuloso peinado que no acentuaba sus rasgos y en su vestuario
sencillo a la vez que sobrio.
¿Cómo sería aquella mujer si se vistiera con los ropajes de una dama?
Desechó la imagen de su mente, la señorita Barston no era una dama de la
alta sociedad, era su nueva empleada, la institutriz de sus sobrinas y nada
más.
—Perdí a mi padre cuando aún era muy pequeña —comentó Amelia
siendo un dato tan real como falso, puesto que el hombre que le dio su
apellido no era realmente su padre, pero a todos los efectos cumplió como tal
—, pero tengo una hermana a la que adoro —contestó con una sonrisa
recordando a Catherine. En realidad su madre no había fallecido, sino que
permanecía en la cárcel, pero ella jamás había considerado a lady Elisabeth
como su madre a pesar de que todos creyeran que lo era.
Desechó la imagen de aquella mujer que le había causado tanto daño
y en su lugar se quedó con la imagen de su hermana y sus amigas, habían
pasado solo unos días y ya las echaba de menos. Había prometido escribir a
Catherineen cuanto se instalara y esperaba poder hacerlo pronto o estaba
segura de que su hermana removería cielo y tierra para encontrarla, eso si no
se presentaba allí de inmediato.
Por suerte Catherine se encontraría de luna de miel en Florencia, toda
una sorpresa que desconocía pero que David le había revelado antes de su
partida, aquello la hizo sonreír sin ser consciente de ello.
Edward sintió una ligera opresión el su pecho al verla sonreír. Su
sonrisa era hermosa, a pesar de su rostro enmascarado en seriedad había algo
en ella peculiar y no sabía determinar la razón, pero hablar de esa hermana
parecía reconfortarla.
—¿Puedo saber que le decidió venir hasta aquí? No es que desconfíe
de usted, pero sus credenciales nunca llegaron, probablemente se extraviaron
por el temporal, así que realmente desconozco todo en cuanto a su instrucción
se refiere. Sin embargo, fue contratada a través de alguien muy querido para
mi, por eso confío en su criterio y sé que no habría enviado a nadie que no
estuviera cualificado para el puesto. —confesó esperando no incomodarla
demasiado.
Amelia comprendió entonces que el duque no sabía nada sobre ella y
de algún modo pensó que la persona querida para él sería con toda
probabilidad una mujer por el modo en que parecía hablar de ella.
¿Sería un hombre casado?, ¿Tal vez tendría una prometida? Ni
siquiera sabía porque se hacía aquellas preguntas cuando la respuesta no
cambiaría en absoluto su trabajo en aquella casa.
—He vivido toda mi vida en Londres y siempre he deseado visitar
otros lugares, cuando recibí la misiva para venir a trabajar a este lugar me
pareció una gran oportunidad, sobre todo para una familia como la suya.
Hablo con fluidez francés y latín pero fui instruida en alemán y castellano.
Poseo conocimientos de historia, calculo, geografía, biología y arte,
evidentemente instruiré a sus sobrinas en la música, danza y dibujo, imagino
que serán presentadas en sociedad cuando cumplan su mayoría de edad. —
Quizá estaba hablando a muy largo plazo, ni siquiera había comenzado y ya
estaba imaginando la presentación en sociedad de aquellas niñas a las que
aún no conocía, pero sí sabía que tenían corta edad.
Amelia había evitado decir la verdadera razón por la que deseaba
marcharse de Londres, alejarse de los rumores y de las caras de estupefacción
que la sociedad londinense le haría cada vez que tuviera ocasión.
Aunque la realidad es que estaba cansada de ser alguien que no era y
la asfixiante sensación de opresión la hacía querer huir de aquel lugar para no
regresar nunca más.
Tenía el apoyo de Catherine, Emily, su prima Julia y Susan, sabía que
con ellas de su lado nadie osaría decir algo en contra de ella ya que su
hermana y Emily eran duquesas, pero no quería esa vida, necesitaba ser
alguien por ella misma y ahora lo estaba consiguiendo. Estaba labrando su
propio camino por primera vez desde que tenía consciencia.
—Le seré sincero señorita Barston, esos asuntos suele gestionarlos mi
madre, pero lamentablemente no se encontraba bien y ha debido ausentarse
por un tiempo. Imagino que todo lo que ha mencionado es adecuado, pero por
el momento me conformaría con que lograra hacerlas dormir toda la noche.
Amelia se dio cuenta de que no había hecho mención alguna a su
esposa, la señora de la casa o la duquesa. ¿Podría asumir que el duque no
estaba casado?
—Lo entiendo, perdone mi atrevimiento pero, ¿Responderé hacia su
madre o hacia usted? —preguntó Amelia no sabiendo exactamente a quien
tendría que acudir en caso de tener alguna duda respecto a las niñas.
Tal vez no debería haber sido tan directa, quizá tendría que haber sido
cauta y ver desde su perspectiva la situación para darse cuenta, pero prefería
tener claro desde el principio si el duque no quería intervenir en la educación
de sus sobrinas y dejaba esos menesteres a las damas de la casa.
Y porque no decirlo, quería saber si existía alguna mujer en su vida a
la que tendría que rendirle cuentas.
—Tras el fallecimiento de mi hermano, asumí la responsabilidad de la
educación de mis sobrinas, aunque lady Cecilia visitará con frecuencia a sus
nietas, será a mi a quien tendrá que informar de los progresos y
requerimientos que realice con ellas —contestó Edward tratando de ser
conciso—. Tendré que viajar con asiduidad, por lo que tendrá que quedarse a
solas con las niñas en Rhoterick Lake. Ell servicio estará a su disposición
para lo que necesite y un carruaje podrá llevarla al pueblo cuando así lo
requiera. Mi hermano acudía todos los domingos a misa con su familia, me
gustaría que fuera una tradición que mis sobrinas no perdieran por recuerdo
hacia sus padres.
—Por supuesto —Se adelantó Amelia creyendo que ella debería
encargarse de llevarlas.
—Su labor requiere que permanezca siempre cerca de las niñas, se
encargará de su educación, vestuario y alimentación. No hay otras damas en
la casa, así que deberá acompañarlas en sus actividades, paseos y visitas
familiares.
La voz del duque de Leinster cesó y Amelia supuso que estaba
evaluando sus expresiones para determinar si su petición era excesiva o no.
La mayoría de institutrices no se inmiscuían en ciertas tareas como la
de elegir su vestuario, acompañarlas en todo momento o dormir junto a ellas,
para ello se requerían los servicios de una niñera, pero al parecer lo que el
duque de Leinster exigía de ella era que fuera ambas cosas al mismo tiempo.
Realmente no le importaba, tampoco sabría que hacer con el tiempo
libre si lo tuviera, así que prefería pasar todo el día con aquellas niñas y
lograr ganarse su confianza.
—No habrá ningún problema —contestó Amelia con una agradable
sonrisa.
Edward la miró sorprendido. Hasta ahora no había realizado ninguna
queja a sus exigencias, algo muy distinto a todas las otras institutrices con las
que había tenido que tratar previamente y que habían sido un reclamo
continuo. Las tres institutrices que habían pasado por allí reiteraron y
proclamaron su malestar al hecho de tener que atender a las pequeñas durante
la noche, así como el poco tiempo libre del que disponían si debían atender
todas las actividades fuera de su horario de lecciones, incluso había tenido
que involucrar al servicio para que atendiera a las pequeñas y aún así, habían
terminado marchándose ante los continuos despropósitos de sus sobrinas.
Ni siquiera el aumento de salario había sido suficiente para retenerlas.
¿Sería la señorita Barston diferente? Su inexperiencia y juventud
podría resultar beneficiosa por el ímpetu que parecía derrochar, quizá lograra
aguantar más de un par de días, pero dudaba que mucho más.
Sería una verdadera lástima perder de vista aquel rostro de facciones
hermosas.
—Acompáñeme, le presentaré a mis sobrinas —decretó Edward
incorporándose para salir de su despacho asegurándose de que la nueva
institutriz de sus sobrinas le siguiera.
Al pasar por al lado de ella, Edward comprobó el aroma sutil de su
perfume, olía a flores, concretamente a una flor en particular a la que no sabía
poner nombre, pero era verdaderamente embriagador. Contrajo los músculos
para que no pudiera percatarse de haber sentido ese aroma, ni del efecto que
este produjo en él al percibirlo.
Definitivamente la señorita Barston era toda una tentación y más aún
cuando había podido ver con sus propios ojos el cuerpo de proporciones
perfectas que parecía esconderse bajo aquellas sobrias prendas.
¿Estaba exagerando o era realmente tan hermosa? Tal vez llevaba
demasiado tiempo allí encerrado sin pisar la ciudad y sin relacionarse con
otras damas que pudieran tentarle como parecía hacer aquella mujer en
cuestión.
Otras damas y no tan damas dicho sea de paso. Si. Probablemente era
la ausencia de una amante lo que le hacía tener aquel tipo de pensamientos
hacia su nueva institutriz. Solo tendría que ausentarse unos días para darse
cuenta de que la señorita Barston no era tan hermosa como ahora parecía
creer.
Sin lugar a duda en cuanto su nueva institutriz se instalara en la casa
él se marcharía, no dejaría que la tentación pudiera jugar en su contray hacer
algo de lo que luego pudiera arrepentirse.
Echando la vista atrás se habría reído de tener un affair con la
institutriz, pero viendo a la señorita Barston la idea no le parecía en absoluto
descabellada y por esa misma razón sabía que la falta de una mujer en su
cama comenzaba a despertar sus instintos primarios.
Conforme se acercaban al salón, Amelia pudo comprobar los gritos
procedentes del lugar donde intuyó que debían estar las pequeñas. En cuanto
su vista recorrió el dulce hogar, encontró las dos melenas que correteaban
bajo la vigilancia de una de las empleadas de la casa que parecía desesperada
por tratar de hacer que se sentaran, incluso podía notar la fatiga y el
cansancio en su rostro, probablemente porque no estaba habituada a tener que
hacer aquella labor que se le había encomendado.
—Le presento a lady Charlotte y lady Amanda. —Amelia oyó la voz
del duque a su espalda y supuso que sería todo un desafío convencer a
aquellas dos jovencitas de que siguieran sus instrucciones.
Podía apreciar que una era más alta que la otra, por lo que debían de
tener una diferencia de dos o tres años de edad. La mayor debería ser Lady
Charlotte y la más pequeña de las dos que perseguía a su hermana tendría que
ser lady Amanda.
En cuanto pasaron por su lado el duque de Leinster se agachó para
atraparlas y ambas comenzaron a dar pequeños gritos ante el hecho de ser
privadas de su huida. Sin soltarlas hizo que no tuvieran más remedio que ver
a Amelia frente a ellas.
—Está es la señorita Barston, vuestra nueva institutriz —dijo
advirtiendo a las pequeñas que la miraron primero con desagrado y después
la sorpresa se reflejó en sus rostros.
—No es vieja —mencionó la mayor.
—No tiene verrugas —continuó la otra.
—En lugar de decir lo que no tiene, ¿Porque no le dais la bienvenida?
—replicó el duque haciendo amago de dejarlas en el suelo, pero vio las
intenciones de ambas de salir huyendo y se mantuvo inclinado para evitar que
corrieran.
—¡Porque no es bienvenida! —exclamó la mayor—. ¡Puede irse por
donde ha venido!, ¡No la queremos!
Amelia comprendió quien llevaba la voz cantante, estaba claro que
por ser la mayor sería la que tendría más conocimiento de lo sucedido y quien
más echaría de menos a su madre.
No era muy buena calculando edades, pero probablemente lady
Charlotte tuviera alrededor de los seis años y lady Amanda tres o cuatro. Eran
pequeñas, muy pequeñas para haber tenido que vivir la ausencia de ambos
progenitores al mismo tiempo.
Amelia comprendió el enfado de la pequeña, no quería extraños y
menos aún alguien que supliera a la figura de su madre, así que comprendía
perfectamente aquella rebeldía. Ella misma había osado ser rebelde en alguna
ocasión y tenía las pruebas en su piel que testimoniaban dicha rebeldía, pero
en su caso jamás habría osado someter a su voluntad a una inocente niña a
base de violencia, solo debía tener amor y paciencia.
—Charlotte…. Ya lo hemos hablado —atenazó el duque reprendiendo
a su sobrina.
—Está bien. Que se quede, veremos a ver cuanto dura esta —contestó
la pequeña con una sonrisa de picaresca que Amelia intuyó demasiado bien.
No le pondría las cosas fáciles, pero aquella niña no sabía a quien se
enfrentaba. Si había logrado soportar durante décadas a dos arpías
endemoniadas, las chiquilladas de unas inocentes niñas serían como un paseo
para Amelia.
Sonrió sorprendiendo a todos, probablemente otra en su lugar había
realizado un comentario reprendiendo la insolencia de las pequeñas y la falta
de educación que poseían para unas damas de su edad. Pero ella no era una
institutriz al uso, no era alguien normal y corriente de quien se esperaría todo
aquello, ella había crecido con una doctrina autoritaria y severa, sabía que
infundir el miedo solo provocaría el rechazo como había actuado en ella.
—¿Cuánto creéis que duraré? —preguntó colocándose a su altura y
sorprendiendo a la pequeña.
Estaba segura de que su sorpresa no solo era por la pregunta, sino por
no hacerle algún comentario irrespetuoso.
—La última duró tres semanas, así que tú durarás mucho menos que
las otras —respondió lady Charlotte altivamente y le sorprendió su temeridad
y sobre todo que se dirigiera a ella sin el respeto oportuno.
—¡Charlotte! —La reprendió el duque.
—No. Dejadla hablar libremente, quiero escuchar todo cuanto tenga
que decir —respondió Amelia calmada—. ¿Una semana entonces? —
preguntó a la pequeña.
—¡Si! —inquirió esta.
—¿Y lady Amanda está de acuerdo? —insistió Amelia dirigiéndose
hacia la más pequeña de las dos.
Esta buscó la aprobación de su hermana que asintió.
—Si —afirmó aquella voz infantil.
—Muy bien —dijo Amelia irguiéndose mientras se frotaba sus manos
enguantadas—. Entonces haremos un trato, ya que insistís en que solo
permaneceré una semana en esta casa, cada siete días que logre permanecer
aquí, aceptaréis una nueva norma.
—¡No! —negó la más mayor de las dos de nuevo.
—Habéis mencionado que solo estaré una semana, si tenéis razón no
deberéis cumplir con ninguna de las normas, pero si por el contrario vuestro
esfuerzo en que me marche fracasa, tendréis que aceptar una de mis normas y
poner más empeño en vuestros intentos para que me vaya.
Amelia se atrevió a mirar al duque, que parecía observarla
atentamente extrañado. Quizá se había excedido, tal vez a ese hombre no le
gustaba su forma de proceder y deseaba una institutriz más tradicional en sus
enseñanzas, pero por lo que podía apreciar había tenido varias de ese estilo y
ninguna había permanecido lo suficiente. ¿Y si ella tampoco lo hacía? Quizá
él buscaría a otra rápidamente en cuanto viera que no estaba cualificada para
el puesto, aunque lo estaba, a pesar de su inexperiencia ella había sido una
dama y sabía como preparar a aquellas niñas para que su familia se
enorgulleciera de ellas.
E
 
 
Capítulo 4
 
 
 
 
 
 
norgullecer a su familia.
Ella se había esforzado
tanto en querer
satisfacer los deseos de su madre y estar a la altura de lo que Lady Elisabeth
consideraba que debía estar su hija que se esforzó cada día de su vida
creyendo que de ese modo las haría felices a ambas, pero nada sería
suficiente para aquellas dos mujeres y se dio cuenta el día que debutó en
sociedad, cuando ningún candidato que se encandiló por ella les pareció
suficiente.
Un duque. Ella debía engatusar a un duque ni más ni menos.
Parecía realmente irónico que ahora estuviera trabajando
precisamente en la casa de un duque y que este estuviera aún soltero.
El duque de Leinster representaba aquello de lo que ella estaba
huyendo, ni de lejos habría pensado que sería un hombre sin esposa pero eso
no importaba, ya no era una dama porque así lo había decidido y tampoco
contraería matrimonio, por no hablar de que alguien como él jamás pondría
sus ojos en una simple institutriz como lo era ella.
Ya no tenía a las voces de Lady Elisabeth y sobre todo de Hortensia
reprendiéndola por sus actos, ya no debía actuar por obra de otros, sino que a
partir de ahora era consecuente de sus actos, tanto si estos eran buenos como
errados.
En aquella casa lo único que importarían serían sus dotes como
institutriz, las cualidades que poseía y le podía transmitir a las dos pupilas
que a partir de ese momento se habían convertido en sus alumnas con las que
pasaría largas horas y según le había dado a entender el duque, largas noches.
Muy pronto averiguaría si aquel comentario refiriéndose a lograr que
las pequeñas durmieran toda la noche era excesivo o que las niñas sufrían de
insomnio dadas las circunstancias de lo acontecido.
El plan de Amelia surtió efecto y la mayor de las pequeñas le hizo una
señal de asentimiento a su hermana pequeña.
—Está bien —indicó la joven Charlotte—, pero no nos castigarás por
nuestras acciones.
—Charlotte si crees que…
—No os castigaré —irrumpió Amelia la voz del duque reprendiendo a
su sobrina—. Y vuestro tío tampoco lo hará si dichas acciones son contra mi
—añadió mirando en este caso al duque con profunda intensidad.
Necesitaba ganarse el respeto de las pequeñas y tambiénsu afecto, de
nada serviría que alguien las castigara por sus acciones contra ella porque
relacionarían aquellos castigos con rechazo hacia su persona.
Si quería permanecer el tiempo suficiente en aquella casa para estar
alejada de Londres y no regresar, tenía que ganarse el cariño de aquellas dos
pequeñas. Después de todo las niñas la necesitaban casi tanto como Amelia a
ellas.
Ambas pequeñas miraron a su tío con incredulidad, algo que le hizo
pensar que habrían recibido algún castigo por parte de él con anterioridad a
causa de instigar a las otras institutrices.
—Si la señorita Barston insiste, no lo haré —secundó sus palabras y
ambas niñas sonrieron prediciendo una ristra de pequeñas travesuras que
pensaban realizar en contra de la nueva institutriz.
El duque de Leinster indicó a la joven doncella que preparase a las
pequeñas para el almuerzo mientras él mismo le mostraba la casa a la señorita
Barston y hablaban de algunos términos referentes a la educación de las
pequeñas.
Amelia intuyó que era un modo sutil para reprenderla por atreverse a
condicionarle de aquel modo hacia las niñas. En realidad había sido un
atrevimiento por su parte ahora que lo pensaba, él era un duque y ella
simplemente una sirvienta, quizá con algo más de rango que el resto de
empleados en la casa, pero sirvienta al fin y al cabo.
Tal vez eso era algo que debería grabarse a fuego a partir de ahora,
sus funciones de dama habían quedado relegadas y ya no podía considerar
tener tales confianzas o actuar de ese modo, puesto que había dejado de ser su
rango.
—Creo que debo pedir disculpas por mi atrevimiento —mencionó
Amelia en cuanto se alejaron lo suficiente del salón para que no pudieran
escucharles—. Quizá me excedí al tratar de condicionarle en mi petición —
añadió para dejar constancia de a qué se refería puesto que vio en sus ojos la
señal de confusión.
—No soy institutriz y no conozco los métodos de enseñanza, pero
castigar a mis sobrinas no es algo que me plazca, sinceramente me ha quitado
un peso de encima el hecho de no tener que hacerlo a pesar de lo que ellas
dos tramen contra usted y le puedo asegurar que no será nada liviano —
suspiró—. Es posible que se encuentre compañía reptil bajo la almohada o
arácnidos en el interior de alguno de sus vestidos, la propensión de mis
sobrinas hacia el reino animal es muy amplia.
Amelia sonrió.
Había pasado por cosas peores, unas arañas o unos cuantos sapos no
iban a atormentar su sueño.
—Sabré sobrellevarlo, no se preocupe —dijo realmente contenta.
Edward se quedó maravillado contemplando aquella sonrisa e incluso
se pudo imaginar a sí mismo tratando de besar aquellos labios solo para
averiguar que sabor tendrían.
Necesitaba salir de allí pronto y no solo para resolver los asuntos de
suma urgencia que requerían el ducado.
—Trataré de no hacerlo si permanece el tiempo suficiente. Tengo
varios asuntos que resolver de gran importancia en Edimburgo y que
requieren mi ausencia durante varios días, me quedaré un par de días para ver
como se adapta a las niñas y después me marcharé.
Saber aquello le hizo comprender que seguramente se ausentaría
bastante en la casa, de ahí la necesidad y urgencia de tener una institutriz,
apenas conocía al duque de Leinster pero se suponía que respondía ante él y
no sabía en su ausencia ante quien debería responder.
—¿A quien debo acudir en su ausencia? —preguntó inquieta.
—Usted solo responde ante mi —puntualizó observándola con
fiereza, mientras no esté aquí podrá pedirle lo que necesite al servicio,
tratarán de satisfacer sus necesidades, pero para todo lo demás me escribirá o
esperará mi regreso.
Amelia asintió. Le había quedado muy claro que respondería ante él y
solo a él.
Y eso la inquietaba, porque aquel hombre tenía un modo de mirarla
que le provocaba un cosquilleo en lo más profundo de su estómago. Y ningún
hombre, ni uno solo de todos lo que había conocido había logrado algo así.
Conocer la casa acompañada del propio duque era extraño, se suponía
que ella era solo una empleada y que él no debería tomarse la molestia de
acompañarla, podría hacerlo perfectamente cualquier miembro del servicio,
pero Amelia pensó que el duque de Leinster solo estaba siendo amable y
quizá era un modo sutil de ponerla a prueba si tenía presente que pensaba
abandonar la mansión en un par de días dejándola a solas con sus sobrinas.
La voz suave del que a partir de ahora sería su empleador y ante quien
respondería de forma permanente era inusualmente atractiva, ni siquiera
comprendía porque estaba más concentrada en la voz del duque que en
aprender la distribución de la casa, a la que debía añadir que era inmensa. Las
niñas no se lo pondrían nada fácil si alguna vez jugaban a esconderse para
que las encontrara.
—Esas escaleras suben al desván, la puerta siempre debe permanecer
cerrada por seguridad para las niñas —decretó con bastante firmeza, algo que
hasta el momento no había hecho.
—¿Es peligroso? —preguntó Amelia solo por curiosidad.
—Hay pertenencias antiguas de mis antepasados, pero también están
todas las posesiones de mi difunto hermano y su esposa —confesó Edward
apartando la mirada.
Aún le dolía hablar en pasado de su hermano, es cierto que habían
pasado cinco meses, pero era increíble que en tan solo unos pocos días todo
hubiera cambiado drásticamente tanto para sus sobrinas como para él mismo.
La idea de no volver a ver a su hermano mayor se le hacía impensable por
más que hubiera tratado de digerir que ahora era él quien se encargaría del
ducado familiar.
Amelia asintió, ella no era quien para dar su opinión sobre las
decisiones del duque respecto a sus sobrinas y menos aún en su primer día,
pero le parecía una completa atrocidad que las pequeñas no solo hubieran
perdido a su madre, sino que cualquier pertenencia de ella había sido también
arrebatada y con ello su recuerdo.
—Le agradezco enormemente su visita guiada por la casa, pero debe
ser un hombre ocupado y no me gustaría hacerle perder más el tiempo de lo
que he hecho —apremió Amelia frotándose las manos.
En realidad le agradaba la compañía del duque, de hecho no dejaba de
preguntarse cuáles serían sus aficiones, ¿Por qué le importaban aquellas
cosas? De ser un hombre casado seguramente no se estaría preguntando
aquello, ¿O sí? Tal vez no lo haría porque ni siquiera habría cruzado palabra
con él ya que trataría directamente con su esposa. Sin embargo no se había
preparado mentalmente para lidiar con un hombre soltero, al menos era lo
que deseaba creer para no tener que admitir que el duque era un hombre
verdaderamente apuesto, lo suficiente para sentirse enormemente atraída y al
mismo tiempo mal por ello.
Ella no debería pensar en esas cosas, no debería ni siquiera tener el
pensamiento de que le atraía. Entre ella y aquel hombre jamas podría suceder
nada, ni tan siquiera en su imaginación.
Trabajo. Se concentraría en el trabajo y aunque el duque viviera en la
misma casa estaba realmente segura de que apenas cruzarían una sola
palabra, por no decir que con toda probabilidad pasaría la mayor parte del
tiempo lejos de allí.
—No considero que evaluar a la institutriz que pasará día y noche con
mis sobrinas y que además será su referente a partir de ahora sea perder el
tiempo —respondió tratando de mantener un tono afable.
Amelia comprendió que no había sido amabilidad por parte del duque
ofrecerse a realizar el recorrido por la casa, sino una puesta a prueba de sus
cualidades mientras conversaban para evaluarla.
No le disgustaba, más bien admiraba que tuviera aquella
preocupación por sus sobrinas si era capaz de desperdiciar su tiempo con ella
solo para asegurarse de que las dejaba en buenas manos a pesar de haber
tenido varias institutrices precedentes que se habían marchado.
—Por supuesto —admitió finalmente sin saber que añadir.
Daba por hecho que si no le había pedido que se marchara
inmediatamente debía ser por dos razones: la primera y más sencilla, la
necesitaba desesperadamente, aunque también estaba la segunda opción, no
tenía objeción alguna

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