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Juan Carlos Pueo Domínguez 1 
 
2. LITERATURA UNIVERSAL Y LITERATURA COMPARADA 
 
2. 1. Hacia la universalidad de la literatura 
El primer obstáculo con el que tropieza el comparatista al abordar la investigación 
de la literatura universal es el de la delimitación de su objeto de estudio. Concretamente, 
se trata de saber si la literatura universal puede considerarse como un conjunto 
homogéneo de hechos que se producen a lo largo de la historia, o si, por el contrario, la 
propia historia de la literatura se resiste a abandonar las categorías nacionalistas o 
lingüísticas que han sostenido a lo largo de los dos últimos siglos su estudio. 
 
La idea de «literatura universal» se plantea definitivamente el 31 de enero de 1827 
en el transcurso de una de las conversaciones de Johan Peter Eckermann con Johan 
Wolfgang von Goethe, quien le dice: «La literatura nacional ya no significa gran cosa 
hoy; ha llegado el momento de la literatura universal; cada quien se ha de consagrar a 
apresurar la llegada de este momento». El concepto de literatura universal, sin embargo, 
surge al calor del concepto idealista de historia universal, tal como lo planteó Friedrich 
Schiller en 1789. En este sentido, la literatura universal se definiría no como el conjunto 
de todos los textos literarios en todas las lenguas del mundo y a lo largo de toda la historia 
de la humanidad, sino como un resurgimiento del concepto general de literatura anterior 
a los estudios de las literaturas nacionales y la Literatura Comparada. 
 
Históricamente, por tanto, la idea de «literatura universal» no aparece hasta la 
Modernidad, como reacción al momento en que el estudio de la literatura se va dividiendo 
en parcelas específicas que responden a la necesidad de modificar la consideración de 
dicha literatura a partir de los sentimientos nacionalistas que se van adueñando del espíritu 
de la época. Al mismo tiempo que surgen las voces a favor de los estudios parcelados 
según el Volksgeist, se alzan algunas para señalar la conveniencia de un estudio 
comprehensivo que abarque todas esas literaturas. Los primeros intentos por establecer la 
ciencia de la Literatura Comparada surgen precisamente al calor de esta idea, si bien la 
perspectiva comparatista de un Ampère o un Villemain no son sino uno de los síntomas 
de dicha aspiración, en este caso más atenta a señalar relaciones de facto entre las distintas 
literaturas que a aportar visiones sintéticas de todo el conjunto. 
 
Si hay que atribuir a alguien el mérito de haber atendido por primera vez a la 
literatura universal, éste no es otro que Friedrich von Schlegel, que en 1803 imparte en 
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París un curso sobre la materia, que será la base para su Historia de la literatura antigua 
y moderna, curso impartido en Viena en 1812. La empresa de Schlegel no sólo se funda 
en la necesidad de una visión de conjunto de las distintas literaturas europeas, sino que se 
forma también a partir de la necesidad de oponer la literatura europea ―entendida como 
un todo― a la literatura asiática. Evidentemente, hablar de «literatura asiática» en los 
mismos términos en que hablaba de «literatura europea» hubiera sido en la época de 
Schlegel un despropósito, puesto que el siglo XVIII había sido el siglo de la apertura hacia 
nuevos horizontes geográficos y culturales, apertura lo suficientemente grande para poder 
distinguir grandes conjuntos como la literatura árabe, la hindú o la china. Sin embargo, el 
conjunto de todas estas literaturas ―y alguna más― podía verse con la coherencia 
suficiente para oponerlas a la literatura europea, considerada en su totalidad como una 
literatura con características específicas como su diversidad, su plasticidad o su 
artificialidad. Estos rasgos responden a lo que serían las cualidades del espíritu europeo, 
formado a partir de los diversos espíritus nacionales que vertebrarían la civilización 
europea, desde sus «orígenes» en la cultura griega hasta la dispersión en la Modernidad, 
pasando por la aglutinación cultural del imperio romano. 
 
La idea de una literatura universal tropieza en primer lugar con un problema 
epistemológico que alude a la consideración de la literatura como objeto de estudio 
predominantemente histórico: la historiografía positivista, cuyo objeto lo constituyen los 
nombres y las obras literarias, ha sido sustituida por una historia de la literatura 
considerada desde su propia evolución estética, lo cual ha dado lugar en el siglo XX a una 
consideración preferente de los movimientos y las escuelas literarios. Sin embargo, la 
división de las literaturas en diferentes conjuntos lingüísticos tiende a plantear la historia 
de la literatura universal en términos eurocéntricos, tomando como base consideraciones 
de orden político que mantienen el peso de la colonización de territorios americanos, 
africanos, asiáticos y oceánicos entre los siglos XVI y XX. Los efectos de la globalización 
contemporánea privilegian además una historia de la literatura universal atenta a los 
movimientos y escuelas literarios de raíz europea ―en especial, anglosajona―. No 
obstante, esta pretensión de hacer girar el concepto de literatura universal alrededor de la 
literatura europea fracasa desde el momento en que la historia de la literatura nos obliga 
a poner la mirada en las literaturas en lenguas no europeas ―hebreo, árabe― que han 
estado presentes en Europa, e incluso en las literaturas en lenguas europeas ―griego, 
castellano, inglés, francés― que han extendido su área de influencia a territorios no 
europeos. 
 
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Si la historia de la literatura es la de los proyectos y transformaciones producidos a 
partir del modelo europeo, ¿qué lugar ocupa la literatura bizantina, que parte de la misma 
tradición que la literatura medieval de Occidente?; ¿y cómo oponer la literatura europea 
a la americana, puesto que la evolución estética de ambas es la misma? En este sentido, 
la historia de la literatura europea tendería muchas veces a ser considerada como parte de 
un conjunto mayor que sería la historia de la literatura occidental, del que se desgaja por 
razones que no afectan a su evolución estética, sino por motivos de orden político y 
cultural. La idea de «literatura europea» ―por extensión, toda la idea de «Europa»― 
surge en el momento en que la posición única de esta literatura se ve amenazada por 
tradiciones culturales que dejan de ocupar un puesto secundario para alcanzar una 
posición más aventajada frente a la tradición europea. Hasta el siglo XVIII, no se concibe 
la posibilidad de que otras tradiciones puedan no ya competir, sino siquiera situarse en 
igualdad de condiciones respecto a la tradición europea. En el momento en que las 
literaturas asiáticas empiezan a ser tenidas en cuenta en el panorama cultural es cuando 
se empieza a oponerlas a la literatura europea. 
 
Sin embargo, la emersión en el siglo XIX de las literaturas de Europa oriental y las 
literaturas americanas hacen que el concepto de literatura europea se tambalee y sea 
finalmente sustituido por un concepto mucho más amplio, que no sería otro que el de 
«literatura occidental». En este momento, intervienen los factores de orden político, ya 
que, de la misma manera que en el siglo XIX los nacionalismos habían acudido a la 
literatura como justificación de las diferencias culturales entre las naciones europeas, en 
el siglo XX la única justificación para distinguir la literatura europea dentro de la literatura 
occidental será la de establecer una serie de diferencias respecto de otras manifestaciones 
culturales no sólo de Oriente, sino también de Occidente, en especial aquellas que 
provienen de la cada vez más influyente cultura norteamericana. 
 
El caso de la literatura española ofrece un ejemplo muy revelador. Desde un punto 
de vista estrictamente lingüístico, literatura española incluiría todas las produccionesliterarias en lengua española, incluyendo las que proceden de América y otros territorios 
como Guinea Ecuatorial, etc. Desde un punto de vista político, literatura española sería 
aquella que se produce en los territorios españoles, lo que obligaría a incluir las 
literaturas catalana, vasca y gallega ―teniendo en cuenta, además, que en siglos 
pasados hubo escritores en latín, en hebreo y en árabe―. 
 
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Han sido varias las propuestas de historia de la literatura universal que han intentado 
durante los siglos XX y XXI sintetizar este conjunto a partir de los vínculos entre las 
diversas literaturas nacionales, sin la pretensión de partir de la literatura occidental como 
el centro del que irradiarían las demás literaturas. Sin embargo, el principal problema de 
una historia de la literatura universal radicaría en destacar cuál es, o debería ser, el 
elemento aglutinador de todas las literaturas nacionales: en este sentido, la teoría literaria 
del siglo XX ha proporcionado, mediante la definición de la literatura desde el punto de 
vista lingüístico, una perspectiva que tiende a hacer de la historia de la literatura una 
disciplina en la que las fronteras se establecen a partir de las lenguas. Cada literatura 
tendría así su propio valor, sin necesidad de determinar la mayor o menor importancia de 
unas sobre otras. 
 
Este proyecto de literatura universal adolece, sin embargo, de una limitación común 
a todos los estudios sobre el tema: la discriminación de las literaturas que no se adaptan 
a la idea de lo que sería una «gran literatura». La perspectiva común en este tipo de 
estudios suele privilegiar el estudio de: 1) las grandes tradiciones literarias europeas: 
alemana, inglesa, francesa, italiana, española y rusa; 2) en menor medida, las grandes 
tradiciones asiáticas que ya hemos tenido ocasión de citar: hebrea, árabe ―extendida al 
norte de África―, hindú, china y japonesa. Esto implica que se preste una atención menor 
a literaturas más pequeñas como la holandesa, la portuguesa o la húngara, en el caso de 
las europeas. Las literaturas pequeñas en otros territorios tienen el plus de luchar además 
con la preeminencia de las lenguas procedentes de los países que colonizaron su territorio: 
así la literatura vietnamita ha tenido que sobrevivir en competencia con lenguas como el 
chino, el francés o el inglés; la literatura quechua tiene una presencia minoritaria frente a 
la literatura en castellano, igual que ocurre con la literatura en aragonés. 
 
El gran problema que plantea una consideración estrictamente lingüística de la 
literatura universal se halla en la metodología propuesta, ya que si de lo que se trata es de 
proponer bajo el marbete de «literatura universal» una síntesis de conjunto, la mayoría de 
las historias de esta literatura se limitan a hilvanar capítulos diferenciados sobre cada una 
de las literaturas que conforman el panorama mundial. Conviene, por tanto, no olvidar 
que estamos ante un intento de trazar una historia comparada de la literatura universal, es 
decir, una historia que presta mayor atención a las relaciones que mantienen las literaturas 
nacionales que a la idiosincrasia de cada una de ellas. 
 
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Cabe preguntarse si la influencia de la literatura occidental en las restantes 
literaturas tiene la suficiente importancia para establecer una historia de la literatura que 
tenga su centro de irradiación en Occidente, o si bien habría que abandonar el concepto 
de literatura occidental para centrarnos en el estudio de la literatura universal atendiendo 
únicamente a las diferencias de orden lingüístico. La literatura occidental tiene la virtud 
de constituirse como un bloque multilingüístico, bien que homogéneo al tener sus raíces 
en la cultura grecolatina y en el cristianismo. Frente a él, las restantes literaturas del 
mundo ―la hebrea, la árabe, la hindú, la china, la japonesa, por citar únicamente las más 
grandes― se conforman como bloques separados, con algunos contactos ―el budismo, 
por ejemplo―, pero excluyentes en definitiva. Si nos enfrentamos a una historia de la 
literatura desde un punto de vista estrictamente cultural, no nos queda más remedio que 
aceptar el hecho de que Occidente se caracteriza por ser un escenario que, además de las 
condiciones estéticas, aúna factores de orden ideológico, religioso, moral, social, etc. En 
este sentido, es evidente que la literatura occidental en bloque puede ser objeto de una 
consideración comparatista cuando se la enfrenta a tradiciones más o menos alejadas 
como las asiáticas. 
 
Es evidente, no obstante, que dichas relaciones se establecen sobre todo a partir de 
situaciones de hegemonía cultural en las que una literatura irradia modelos e influencias 
de todo tipo hacia los restantes países. En este sentido, no podemos olvidar el papel que 
juegan la literatura árabe en la Edad Media, la española en el XVII o la francesa en el XVIII, 
de la misma manera que hemos de tener en cuenta la fuerza que a partir del siglo XIX tiene 
la literatura occidental en bloque como modelo en las literaturas americanas, africanas, 
asiáticas y oceánicas. Pero, por otra parte, tampoco podemos ceñirnos únicamente a 
centros de irradiación, ya que las relaciones entre las diferentes literaturas se revelan 
siempre mucho más sutiles: la circulación de obras y escuelas literarias ha de entenderse 
como parte de los procesos de recepción, diferentes para cada literatura ―recuérdese, por 
ejemplo, el distinto peso que tiene el Quijote para la literatura inglesa y para la literatura 
alemana―. Por eso no podemos centrar el estudio de la literatura universal en las 
relaciones que mantiene una nación con las demás, ya que la imagen que tiene una puede 
diferir en más de un aspecto con las que tienen las otras. Mucho menos podemos partir 
de la imagen que tiene de sí misma cada tradición literaria, ya que es aquí donde 
encontramos las mayores divergencias, hasta el punto de que lo que una nación considera 
uno de sus puntales dentro de su literatura puede ser ignorado o menospreciado por las 
otras. El diálogo entre las literaturas nacionales se hace más complejo todavía si tenemos 
en cuenta el papel que ejercen las traducciones ―que en muchos casos van más lejos del 
sentido original y procuran adaptar las obras extranjeras a las condiciones del nuevo 
sistema literario en que se insertan―, o si consideramos el peso que puede tener una 
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lengua extranjera cuando se la considera lengua de cultura frente a la lengua vernácula, 
cuyos textos no pueden ser considerados literarios. 
 
Por todas estas razones conviene ser cautos a la hora de establecer los hechos que 
constituyen la historia de la literatura universal. Aun cuando cada literatura nacional tiene 
su propia historia, la trascendencia que tiene ésta dentro del superconjunto mundial puede 
variar considerablemente. Conviene diferenciar entre el valor intrínseco y el valor 
nacional de cada hecho, tener presentes las condiciones histórico-culturales de cada 
nación y las relaciones que todas ellas establecen entre sí en los planos político y 
económico. Por otro lado, una historia de estas características no puede eludir en ningún 
momento el papel que juegan los creadores literarios, sea cual sea el valor que se otorga 
a cada uno de ellos en la actualidad, aun cuando sepamos que la historia de la literatura 
no se compone únicamente de nombres insignes. No podemos negar la importancia que 
tuvieron en las literaturas extranjeras los nombres de Petrarca, Goethe o Ibsen, cuya obra, 
por sí sola, determinó buena parte de los cambios históricos en otras literaturas. Esto nos 
lleva de nuevo al terreno de la recepción literaria, ya que cada literatura puede adoptar 
una postura distinta respecto a los autores y las obras procedentes de otras tradiciones: la 
influencia de aquéllosno es siempre la misma, ni tiene la misma intensidad. Ocurre a 
menudo que, a pesar del éxito que tienen las obras de un autor extranjero, la literatura 
receptora no se ve influida por ellas de manera determinante. Por otra parte, la influencia 
puede limitarse a un aspecto particular de la poética de ese autor: es frecuente que los 
escritos de tipo teórico de un autor tengan trascendencia en su país, mientras que los otros 
países se sientan atraídos por sus creaciones estrictamente literarias. 
 
Las conclusiones de una historia de la literatura universal han de conducir al 
establecimiento de los repertorios que constituyen el canon literario de cada época. El 
canon de la literatura universal sólo puede fundarse en las obras que tienen alguna 
trascendencia más allá de las fronteras de su propia tradición. Desde la perspectiva de la 
creación literaria, son estos cánones el objeto preferente de la literatura universal 
comparada ―aunque esto no quiere decir que sean la única posibilidad que contempla 
esta disciplina; ya hemos señalado que existen condicionamientos ideológicos, sociales, 
etc., que juegan un papel decisivo en la literatura universal, aunque no se relacionen 
directamente con el canon―. El canon literario supone un corte sincrónico que permite 
establecer relaciones literarias entre autores y obras coetáneos al mismo tiempo que se 
tienen en cuenta también los valores asignados por ese mismo canon a los autores y las 
obras precedentes. La persistencia del carácter canónico de ciertas obras, o la resistencia 
del propio canon a acoger otras producciones, son factores determinantes en la 
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constitución de los cortes sincrónicos que nos permiten considerar a la literatura como un 
conjunto homogéneo en el que se establecen relaciones directas entre las literaturas 
nacionales, tanto desde el punto de vista de la creación como del efecto que las obras 
ejercen sobre los lectores. 
 
2. 2. El problema de la periodización literaria 
La periodización es la perspectiva más habitual en los estudios de historia de la 
literatura, ya que permite la articulación de grupos homogéneos con unas características 
definidas que se pueden observar en todas las obras pertenecientes a cada uno de ellos. 
No obstante, si existe un consenso en cuanto a la necesidad de dividir la historia en 
bloques proporcionales, no ocurre lo mismo en lo que se refiere a los criterios con los que 
se ha de realizar esta división. En primer lugar, es necesario tener presente que los 
períodos han de ser planteados de forma inductiva, esto es, a partir de las características 
observadas en ellos. Aun cuando existan divisiones estrictamente cronológicas ―según 
años, décadas o siglos―, no podemos intentar adaptar a ellas la historia literaria, de 
manera que las obras de 1799 formen parte de un conjunto diferente a aquél en que se 
ubican las obras de 1800; por el contrario, son las divisiones cronológicas las que tendrían 
que adaptarse a la historia literaria permitiendo al investigador encontrar elementos de 
cohesión entre las obras incluidas en ese período ―un interesante ejemplo sería L’année 
1913. Les formes esthétiques de l’oeuvre d’art à la veille de la première guerre mondiale, 
volumen colectivo dedicado exclusivamente a ese año―. 
 
Ahora bien, no es habitual que las divisiones en años, décadas o siglos sean lo 
suficientemente uniformes para definir por sí mismas un período literario. Es por esta 
razón por la que las clasificaciones históricas suelen partir de factores un poco más 
complejos que tienen en cuenta otros elementos que no tienen por qué ser necesariamente 
los estrictamente cronológicos. Durante mucho tiempo se ha tendido a unificar los hechos 
literarios según nociones procedentes de otros campos de estudio que se consideran nexos 
lo suficientemente válidos para acoger todos estos hechos. La literatura inglesa, por 
ejemplo, ha considerado los reinados de sus sucesivos monarcas como factor aglutinante 
que le lleva a hablar de literatura «isabelina», «jacobina», «de la Restauración», 
«victoriana» o «eduardiana». La literatura francesa, en cambio, prefiere acotar los 
períodos según fechas históricas trascendentes: muerte de Luis XIV (1715), comienzo de 
la Revolución Francesa (1789), instauración de la Tercera República (1870), comienzo 
de la Primera Guerra Mundial (1914), etc. Sin embargo, no siempre podemos estar 
seguros de que la división sea adecuada ―a pesar de que ambas fechas se incluyen en la 
época victoriana, la literatura de 1840 y la de 1900 presentan diferencias sustanciales; en 
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cambio, las diferencias entre la literatura escrita en los últimos años de época victoriana 
y la literatura escrita en la época de Eduardo VII no son tan evidentes para justificar el 
cambio en el esquema periodizador―, por lo que a menudo se producen desniveles entre 
los bloques que presentan estos esquemas periodizadores. 
 
Se ha llegado incluso a plantear épocas autónomas, independizadas de la evolución 
histórica, que aluden a hechos específicos: acontecimientos históricos como en el caso de 
la «literatura de la Guerra Civil» o la «literatura de Entreguerras»; a veces, los bloques 
analizados responden a situaciones concretas que sólo afectan a un grupo determinado de 
escritores ―«literatura del exilio», «literatura de la resistencia»―. Estos bloques pueden 
referirse también a estratos sociales ―«literatura del proletariado», «poesía cortesana»―, 
o a sistemas económicos ―«literatura del capitalismo»― insertos en un determinado 
momento histórico. Sin embargo, la inestabilidad de estas periodizaciones es evidente, ya 
que los conjuntos no suelen estar en igualdad de condiciones. Lo mismo ocurre cuando 
se intentan plantear períodos que aludan directamente a la literatura, pero a través de los 
nombres más conocidos, los clásicos mas importantes. De ahí vienen denominaciones 
como «la época de Dante» o «la época de Shakespeare», etc. Sin embargo, se constata el 
mismo problema de insatisfacción cuando no hay en una época determinada un autor que 
destaque sobre los demás, o cuando en una época hay varios autores que podrían dar 
nombre por sí solos a esa época. Por lo demás, pretender que hay autores que se sitúan en 
el centro de una época puede estar demasiado alejado de la realidad histórica: es cierto 
que escritores como Erasmo o Goethe jugaron un papel determinante en la vida intelectual 
europea, pero no puede decirse lo mismo de otros escritores como Cervantes y 
Shakespeare, que se situaron en el centro del canon en épocas mucho más tardías. 
 
Es lógico, por tanto, que tanto desde la historia como la teoría literaria y la Literatura 
Comparada se recomiende proceder según puntos de vista estrictamente intraliterarios, 
rechazando los puntos de vista políticos, sociológicos, etc. A pesar de ello, la mayoría de 
los autores han seguido empleando estas denominaciones, ratificadas a menudo por el 
uso. Sin embargo, la práctica más habitual para referirse a los distintos períodos de la 
literatura ―aplicable no sólo a las literaturas nacionales, sino también a la literatura 
europea― es la división en períodos definidos según características de estilo que se ciñen 
únicamente a la historia de la literatura y se extienden, por afinidad, a la historia del arte. 
La historia de la literatura se acerca así a la arquitectura, la escultura, la pintura y la música 
para ofrecer una serie de características comunes, constantes y fundamentales que definen 
cada período. Las relaciones entre elementos singulares en cada sistema, o las relaciones 
entre los elementos de distintos sistemas, literarios y extraliterarios, dan lugar a la fijación 
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de términos como Renacimiento, Romanticismo o Vanguardias que tienen un lugar ya 
fijo dentro de la historia literaria. 
 
Pero a pesar de que existe un consensogeneralizado en esta división, lo cierto es 
que ha generado varios problemas. En primer lugar, un problema terminológico: para 
referirnos a los períodos literarios podemos hablar de épocas ―aquí entrarían los bloques 
cronológicos, propuestos a menudo a partir de aquellos elementos aglutinadores que 
permiten situar en un mismo conjunto obras dispares―, movimientos ―en cuyo caso nos 
referimos ya a prácticas literarias comunes dentro de un grupo de escritores, aunque éstos 
no sean necesariamente conscientes de estar llevándolas a la práctica― y escuelas ―en 
las que los escritores son plenamente conscientes de estar desarrollando unas prácticas 
literarias muy específicas―. La distinción entre estas tres nociones ―a las que pueden 
añadirse otras como «corriente», «tendencia», «estilo» o «grupo»― no siempre está clara, 
y es habitual que convivan a veces con el mismo sentido, incluso cuando unos conceptos 
no sólo aluden a la literatura, sino que son aplicables a la historia de la cultura y de las 
ideologías: no es extraño comprobar que un investigador que se refiere continuamente al 
Neoclasicismo, aluda también a la «Ilustración» o al «Siglo de las Luces», sin precisar 
demasiado las diferencias que pueden existir entre las tres denominaciones. En resumen, 
las designaciones que proceden de la historia, de los movimientos culturales, etc., 
conviven con las propiamente literarias y es difícil delimitar el uso de unas en contra de 
las otras. 
 
Mucho más problemático es el hecho de que en la periodización según los estilos 
literarios sigue sin haber un acuerdo unánime entre todos los estudiosos de la literatura 
respecto a su ubicación en la historia de la literatura: en líneas generales se sabe lo que es 
el Barroco, pero, a pesar de que se tiene en cuenta que comienza con el fin del 
Renacimiento, no está tan claro cuándo sucede esto, y mientras que unos proponen el 
último cuarto del siglo XVI, otros lo marcan en el primer cuarto del XVII, y otros, 
finalmente, apuntan la necesidad de establecer un período intermedio denominado 
Manierismo. Una de las formas de superar estas dificultades consiste en la utilizacion de 
prefijos como pre- o post- ―lo que da lugar a nociones como «Prerromanticismo» o 
«Postromanticismo»― o los adjetivos «temprano» o «tardío» ―«Romanticismo 
temprano», «Romanticismo tardío»―, que marcan subdivisiones dentro de las 
delimitaciones de cada época y que se presentan como conjuntos que pueden coexistir, 
de modo que el Renacimiento tardío coincidiría con el Barroco temprano. Pero son 
muchos los estudiosos que advierten contra los peligros de tales clasificaciones, que no 
suelen coincidir con la realidad: el paso del Neoclasicismo al Romanticismo es mucho 
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más agresivo, y no permite hablar de una época de transición similar a la que se da entre 
el Renacimiento y el Barroco. 
 
Históricamente, resultan interesantes las periodizaciones que dejan lo estrictamente 
histórico en favor de juicios de valor que determinan si una literatura concreta es buena o 
es mala: para Petrarca, la edad de oro de la cultura era la Antigüedad, mientras que 
consideraba a la Edad Media como un período de oscuridad; al proponer la Edad Moderna 
un retorno a los orígenes de la Edad Antigua, el nuevo período alcanzaba el estatuto de 
una nueva edad de oro o, cuando menos, de plata. Las comparaciones con metales siempre 
tienen una intención valorativa, lo que nos lleva a otra forma de entender la periodización 
que tiene en cuenta estas valoraciones y que da a determinadas épocas de la historia 
literaria mayor valor que el que pueden tener otras: es lo que ocurre con el Siglo de Oro 
español, denominación que ha tenido fortuna a pesar de que abarca la mejor parte de dos 
períodos suficientemente complejos por sí solos, el Renacimiento y el Barroco. Lo mismo 
ocurre con otras denominaciones que aluden a nociones cíclicas de la historia, como es el 
caso de las comparaciones con las estaciones ―«el otoño de la Edad Media»― o con el 
crecimiento de las plantas ―concretamente, cuando se habla de «florecimiento»―, si 
bien es cierto que todas estas denominaciones dan una idea valorativa que permite la 
caracterización de procesos de degeneración o evolución dentro de la historia literaria. 
 
Una de las categorías que pueden ser tenidas en cuenta a la hora de dividir la 
literatura según su historia es la de «generación». Esta noción coexiste unas veces con las 
subdivisiones según los períodos, otras veces se adapta a ellas, y otras veces las sustituye. 
No obstante, tampoco hay un consenso respecto a cómo hay que utilizar este concepto: el 
lapso de tiempo que marca el paso de una generación a otra es una cuestión que todavía 
se debate sin que se llegue a un resultado unánime. Por lo demás, hablar de generaciones 
supone frecuentemente incluir a unos cuantos autores en un conjunto y dejar a los demás 
fuera ―recuérdese, por ejemplo, el caso de la generación del 27, compuesta únicamente 
por los autores que se dedican a la poesía―. Otro concepto, tomado de las tesis de 
Thomas Kuhn sobre los paradigmas científicos, es el de «cambio de paradigma»: se 
entiende por paradigma el conjunto de normas y nociones que influyen en todos los 
escritores de una época determinada según intervalos periódicos en la historia de la 
literatura. El valor de este concepto reside en que permite explicar los cambios que se dan 
en la evolución literaria, sin necesidad de acudir a esquemas fijos como los períodos 
consagrados por el uso. También es verdad, sin embargo, que los paradigmas resultan 
más fácilmente reconocibles cuanto más nos acercamos a nuestra propia época, mientras 
que los que se hallan más alejados son más difíciles de distinguir: podemos determinar 
Juan Carlos Pueo Domínguez 11 
 
con cierta facilidad cómo ha cambiado el paradigma literario de la primera mitad del XX 
para dar lugar al paradigma de la segunda mitad; sin embargo, nos resulta más complicado 
reconocer los paradigmas que se suceden en la Edad Media. 
 
La periodización que atiende a épocas, movimientos y escuelas es la que sigue 
manteniéndose como la más útil: sobre todo, porque da a la historia de la literatura un 
carácter escalonado que permite verla como un proceso en el que cada período no se 
interrumpe por circunstancias ajenas a la propia historia de la literatura. El paso de un 
período a otro se va haciendo lentamente, a partir de hechos concretos e individuales cuya 
suma permite ese paso de una época a otra. El cambio no se hace de la noche a la mañana, 
ni se da simultáneamente en todas las literaturas. Por el contrario, el paso de una época a 
otra puede llevar más o menos tiempo y puede ser además anterior en determinadas 
literaturas y posterior en otras. De esta manera, las relaciones entre las características de 
un período y otro son siempre de cambio. Cada período es dinámico y está cambiando los 
elementos del período anterior, o está viendo cómo sus elementos son sustituidos por los 
que caracterizan al período posterior. Como dicen René Wellek y Austin Warren (1974: 
319), «la historia de un período consistirá en exponer los cambios de un sistema de 
normas a otro». Esto no quiere decir que las relaciones entre los elementos de un período 
y otro sean siempre de afirmación y negación. El Renacimiento parte de una actitud de 
respeto hacia los clásicos grecolatinos que le lleva a imitarlos, pero el Barroco también 
mantiene ese respeto, aunque veamos ejemplos de obras en las que el respeto es menor. 
 
Sin embargo, el sistema exige que se actúe siempre con cautela: en la configuración 
de determinadas épocas hay que tener en cuenta elementos que entran en el campo de lo 
extraliterario. Sabemos que la obra literaria depende muchas veces de la personalidad o 
la situación del autor, del lector al que va destinada o de las circunstancias que acompañan 
a su realización. Y delmismo modo, la literatura puede influir en la realidad, por encima 
del período al que pertenece, cuando la interpretación que se da de la obra literaria supera 
las exigencias del período en que está escrita y se puede aplicar a otras épocas. Así pues, 
el establecimiento de movimientos estéticos para la división en períodos de la historia 
literaria no lo explica todo satisfactoriamente, por lo que hay que relacionarlo a veces con 
categorías históricas ajenas a las características de estos períodos, las cuales ayudan a 
aclarar determinadas cuestiones de la obra literaria. La historicidad de la literatura es una 
cuestión que no debe ser olvidada nunca, ya que su comprensión depende en buena parte 
de que sepamos comprender el proceso histórico en que se inserta. La perspectiva 
comparatista se halla muy bien ayudada por estas categorías, de forma que, tanto para la 
comparación entre literaturas como para la comparación entre la literatura y las demás 
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artes conviene contar con una buena base en la que se comprenda cuál es la evolución de 
la literatura y cómo se deben encuadrar las otras dentro de cada período. 
 
Es evidente que la literatura universal no acepta una única periodización válida para 
todas las literaturas que la integran, principalmente porque durante mucho tiempo estas 
literaturas se mantuvieron aisladas unas de otras. A pesar de que mantuvieron contactos 
fructíferos entre sí, las literaturas grandes y pequeñas han seguido su propio camino, y 
sólo el bloque de la literatura occidental acepta un esquema colectivo que empieza en la 
Edad Media para presentar una sucesión de épocas más o menos comunes: Renacimiento, 
Barroco, Neoclasicismo, Romanticismo, Simbolismo, Vanguardias, Postmodernidad. 
Aun así, este esquema de periodización presenta problemas que no pueden solucionarse 
mediante los esquemas aplicables a las literaturas nacionales que componen el bloque 
occidental. Existen determinadas denominaciones que sólo tienen vigor en un país 
concreto: el movimiento Sturm und Drang solamente tiene su sitio dentro de la historia 
del Romanticismo alemán, por más que queramos asimilarlo al Prerromanticismo en otras 
literaturas; la Generación del 27 solamente tiene representantes en España, y sólo se 
asimila a los movimientos de vanguardia en casos muy concretos. Otras veces sucede que 
un mismo nombre se utiliza para referirse a períodos distintos según los países: el 
Modernismo hispano no tiene nada que ver con el Modernismo anglosajón, ambos son 
períodos completamente distintos, con características y cronologías distintas. Por último, 
existen denominaciones específicas que sustituyen a las habituales, a pesar de que sus 
rasgos son similares: en literatura inglesa se emplea la noción de «poesía metafísica», 
mientras que en literatura española se emplea la de «poesía conceptista» ―en otros países 
se habla, sencillamente, de «poesía barroca»―. Añadamos a esta situación el diferente 
valor que se adjudica a la misma época en distintos países: sólo hace falta recordar el 
alcance que tienen en Francia y en España los períodos Barroco y Neoclásico, 
respectivamente. 
 
Todas estas cuestiones plantean un dilema significativo a la hora de establecer la 
periodización de la literatura occidental: los movimientos en los que dividimos la historia 
de la literatura, ¿son movimientos panoccidentales, es decir, se dan en toda Europa y 
América, o son movimientos diferentes según su nacionalidad? ¿Podemos hablar de un 
Romanticismo común, o es necesario referirnos a Romanticismos nacionales? La 
perspectiva comparatista tiene en cuenta estas cuestiones sobre todo para señalar los 
elementos comunes a las manifestaciones de cada país. Pero hemos de tener en cuenta 
que cuanto más ampliamente se concibe un período determinado, más inconsistentes nos 
parecerán sus características, porque tenderemos a generalizar más ―y esto es lo que 
Juan Carlos Pueo Domínguez 13 
 
ocurre con la Edad Media, que no se presenta como una época en la que la literatura se 
pueda conocer por unos rasgos de escuela como los del Barroco o el Romanticismo―, 
mientras que los períodos más cortos dan lugar a apreciaciones mucho más concretas que, 
por eso mismo, no pueden ser traspasadas a otros países. Así pues, hablar de movimientos 
occidentales o universales nos resultará mucho más difícil si nos centramos únicamente 
en rasgos concretos de escuela: la literatura universal debe tender, por tanto, a la 
generalización, aunque posteriormente tengamos en cuenta las diferencias que se 
establecen en las prácticas literarias de cada país: así, habremos de tener en cuenta en 
primer lugar la existencia de un movimiento al que llamamos Vanguardismo para poder 
distinguir luego entre el ultraísmo y el creacionismo españoles, el surrealismo francés, el 
expresionismo alemán, el modernismo inglés, el futurismo italiano, el ruso, además de 
las propuestas que se hacen desde la literatura no occidental ―por ejemplo, Yi Sang en 
Corea―. 
 
Estas diferencias espacio-temporales deciden sobre la significación histórico-
literaria de los grandes movimientos o corrientes, las escuelas o las simples tendencias o 
modas. Aunque se logre un consenso sobre la validez de la designación de una época, el 
fenómeno de la emergencia temporalmente diferente de estilos y tendencias literarios 
comparables sigue estando presente. La aparición de desfases nos impide fiarnos siempre 
de los modelos mecánicos o estáticos de subdivisión y exige en vez de eso teorías 
dinámicas de un movimiento que discurra diversamente en las coordenadas de espacio y 
tiempo. Recordemos además que en la periodización de la historia de la literatura ha de 
tenerse en cuenta la noción de influencia, que en el caso de los movimientos, escuelas y 
corrientes funciona según procesos de difusión que no son siempre iguales: cada nación 
recibe las influencias de movimientos estéticos según orientaciones concretas que 
responden siempre a la configuración de su tradición distintiva; es decir, frente a la idea 
de que la literatura se puede historiar a partir del esquema que proporcionan ciertos 
movimientos internacionales, tenemos el hecho de que cada uno de ellos toma una forma 
diferente en cada país: el Neoclasicismo inglés surge no tanto del Neoclasicismo francés 
y su idea particular de la imitación de los clásicos griegos y latinos ―Boileau― como de 
la especial configuración de una de las corrientes del Barroco inglés ―Milton―. 
 
 
 
 
Bibliografía recomendada 
Juan Carlos Pueo Domínguez 14 
 
BLOOM, Harold (1994): El canon occidental. Trad. Damián Alou. Barcelona, Anagrama, 
1995. 
BRUNKHORST, Martin (1981): «La periodización en la historiografía literaria», en 
Manfred SCHMELING, ed., Teoría y praxis de la Literatura Comparada. Trad. 
Ignacio Torres Corredor. Barcelona-Caracas, Alfa, 1984, pp. 39-68. 
CASANOVA, Pascale (1999): La República mundial de las Letras. Trad. Jaime Zulaika. 
Barcelona, Anagrama, 2001. 
CHEVREL, Yves (1989): «Problemas de una historiografía literaria comparatista: ¿es 
posible una “historia comparada de las literaturas en lenguas europeas”?», en Pierre 
BRUNEL e Yves CHEVREL, dirs., Compendio de Literatura Comparada. Trad. Isabel 
Vericat Núñez. México - Madrid, Siglo XXI, 1994, pp. 347-373. 
DOMÍNGUEZ, César – VILLANUEVA, Darío, eds. (2012): «Literatura mundial: una mirada 
panhispánica», Ínsula, 787-788 (número monográfico). 
GUILLÉN, Claudio (1989): Teorías de la historia literaria. Madrid, Espasa-Calpe. 
MARTÍ MONTERDE, Antoni (2005): «Literatura comparada», en Jordi LLOVET, et al., 
Teoría literaria y Literatura Comparada. Barcelona, Ariel, pp. 333-406. 
SAUSSY, Haun (2015): «La literatura mundial como práctica comparativa», en César 
DOMÍNGUEZ, Haun SAUSSY y Darío VILLANUEVA, Lo que Borges enseñó a 
Cervantes. Introducción a la Literatura Comparada. Trad. David Mejía. Madrid,Taurus, 2016, pp. 103-118. 
WELLEK, René (1983): Historia literaria. Problemas y conceptos. Trad. Luis López 
Oliver. Barcelona, Laia. 
WELLEK, René – WARREN, Austin (1949): Teoría literaria. Trad. Dámaso Alonso. 
Madrid, Gredos, 4ª ed., 1974.

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