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Psicopatologia e Ansiedade

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La psicopatología y la ansiedad. Giampiero Arciero. 2003 www.ipra.it .
LA PSICOPATOLOGIA Y LA ANSIEDAD
Giampiero Arciero.
 
La Psicopatología
 
Quisiera abordar el tema propuesto reexaminando en primer lugar la relación entre epistemología 
y psicopatología. Enseguida nos encontramos frente a una discusión de la visión de la 
psicopatología y la definición que de ella dio Vittorio Guidano, que había sugerido una 
diferenciación entre psicopatología explicativa y psicopatología descriptiva. Tal distinción 
parece inoportuna desde el punto de vista epistemológico, mostrando limites que no son 
puramente terminológicos sino que generan sobretodo confusión metodológica.
La distinción que Vittorio trazó entre una psicopatología descriptiva que caracterizaría la 
implantación del DSM IV, por la cual las definiciones coinciden con los aspectos clínicos 
de los trastornos, y una psicopatología explicativa, propia del enfoque post-racionalista, que, 
en cambio, centrada sobre la reconstrucción de las experiencias transformacionales que han 
generado el trastorno, no está fundamentada.
En efecto, la descripción y la explicación son siempre dos momentos inseparables del proceso de 
adquisición del conocimiento científico.
La comunidad científica conviene sobre la legitimidad científica de un conocimiento cuando éste 
es adquirido a través de un método que se declina en cuatro movimientos:
 
1. Distinción del fenómeno: descripción y manera de distinguir el fenómeno observado 
(por ejemplo, el estado psicótico es distinguido a través del reconocimiento del delirio y/o 
de las alucinaciones);
2. Generación del mecanismo explicativo capaz de producir el fenómeno distinguido 
(por ejemplo, amplificación de temas emocionales, o bien, alteración del metabolismo de 
la dopamina);
3. deducción de otros fenómenos no explícitamente considerados en los dos puntos 
anteriores (por ejemplo, transformación de las relaciones interpersonales);
4. experiencia actual de otros fenómenos (alteraciones emocionales, sociales, 
lingüísticas, del sentido de sí mismo, etc.).
 
¡La descripción del fenómeno observado es siempre el presupuesto del mecanismo explicativo!
La distinción entre psicopatología explicativa y psicopatología descriptiva parece pues 
epistemológicamente infundada.
Indudablemente la actitud clasificadora que anima la arquitectura de los distintos DSM (y de 
los que vendrán) no facilita la comprensión de una actitud científica que, incluso, debería ser el 
fundamento de aquellas catalogaciones. Más bien, concretamente, se asiste a un hiato entre el 
clínico que, mientras clasifica los síntomas según aquel sistema de referencia, invoca la genética 
o la bioquímica como sostén de cientificidad del diagnóstico, y los investigadores que, mientras 
construyen mecanismos genéticos, bioquímicos o neurales con talento indudablemente científico, 
tienen conocimientos fragmentarios y a menudo confusos del trastorno real del fenómeno 
observado que deberían explicar. Así, hace ya algunos años y con inquietante claridad en las 
Universidades, se va afirmando en psicopatología una tendencia clasificadora que nos conduce 
hacía atrás un par de siglos.
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Antes de que el estudio de las ciencias de la naturaleza fuera revolucionado por la adquisición 
del método empírico y por consiguiente por la delimitación de los campos de la experiencia 
como para hacerlos controlables, la Historia Natural era concebida como un listado y una 
descripción de los elementos pertenecientes al reino de la naturaleza. Linneo, que fue profesor 
de medicina teorética y práctica, recomendaba ordenar los síntomas y las enfermedades sobre 
la base del modelo de la botánica; así escribió a de Sauvages: “Los síntomas son para las 
enfermedades lo que las hojas y las ramas son para las plantas”. ¡No es inútil recordar que la 
transformación de la Historia Natural en ciencia de la naturaleza (el concepto de “biología” 
aparece por primera vez entre 1800 y 1802) se acompaña de un cambio de actitud por el cual el 
estudioso de medicina deja de interesarse en la patología como un botánico y pone en el centro 
de su reflexión la génesis y la historicidad de las enfermedades! (Lepenies, 1991).
El problema no tiene que ver, por tanto, con la diferencia entre lo descriptivo y lo explicativo, 
que hemos visto corresponder a dos fases de un mismo proceso, sino mas bien con los límites 
de la metodología científica tal como la hemos delineado con respecto a la comprensión de la 
experiencia subjetiva. Dicho en otras palabras, la aporía parece emerger cuando procuramos 
comprender la experiencia personal (1ª persona) a través de una metodología que tiene como 
presupuesto, y como límite, el hecho de ser impersonal (3ª persona). Es este el problema 
planteado por Thomas Nagel en un artículo del 74 (Nagel, 1986), con el sugestivo título: “¿Qué 
se siente ser un murciélago?”. Nagel inicia su disertación afirmando que el fenómeno de la 
conciencia hace que ninguna metáfora reduccionista pueda ser aplicada a la comprensión de 
la relación mente-cerebro; justo porque allí está la conciencia. El hecho que cierto organismo 
tenga una experiencia consciente significa que produce un cierto efecto sentirse ser justo 
aquel organismo; es esta la experiencia subjetiva, que está necesariamente ligada al punto de 
vista de aquel organismo. Ahora bien, cualquier tipo de explicación impersonal (bioquímica, 
neurológica, conductual, motivacional, etc.) inevitablemente excluye del propio análisis la 
fenomenología subjetiva. Toda teoría objetivista dirigida a la explicación de la experiencia de 
un organismo consciente deja algo fuera: precisamente la comprensión de la experiencia de ser 
aquel organismo. Es el caso del murciélago; podemos analizar cómo un murciélago construye 
su percepción del mundo; podemos decir que utiliza un tipo de ecogoniómetro que recoge los 
reflejos de los chillidos que lanza y que rebotan sobre los objetos en su campo de acción, etc.; 
pero, aunque podamos explicar, en general, algunos modos de la experiencia perceptiva del 
murciélago, el carácter del efecto que produce percibir el mundo de aquel modo nos permanecerá 
para siempre inaccesible.
Las cosas cambian en el caso en que seamos suficientemente parecidos a otro organismo, 
tan similar como para poder atribuir una cierta cualidad de la experiencia en cuanto somos 
capaces de coger su punto de vista y por lo tanto de adherirnos al mismo. Podemos en este 
caso contemplar la experiencia adoptando tanto el punto de vista del otro (1ª persona) como 
observándolo desde una perspectiva objetivante (3ª persona). Pero como Nagel comenta, “es 
difícil comprender qué puede significar el carácter objetivo de una experiencia, aparte del punto 
de vista particular desde el cual su sujeto la comprende. Después de todo, ¿qué quedaría de 
lo que se siente ser un murciélago si eliminamos el punto de vista del murciélago?” (Nagel, 
1986). ¡Pero es exactamente como procede el método científico! Cuanto más reducimos, en 
los procesos de observación, la dependencia del fenómeno observado de nuestro punto de vista 
individual y de especie, tanto más objetividad adquiere la observación. Es el famoso punto 
de vista según el ojo de Dios. Por ejemplo, si estudiamos el sonido y descubrimos que es un 
fenómeno ondulatorio, dejamos el punto de vista individual, auditivo real y propio, y asumimos 
por ello otro que anula la impresión que el sonido produce sobre nuestros sentidos. ¡Parece por 
tanto que nos acercamos a la objetividad cuanto más os alejamos de una condivisión de realidad 
específicamente humana! Si eso es posible –continua Nagel- para buscar una comprensión más 
plena de los fenómenos del mundo externo, cuando estudiamos la experiencia humana “no 
podemos pasar por alto la experiencia subjetiva, porque es la esencia del mundo interno y no 
simplemente un punto de vista sobre éste”. En cambio las CienciasCognitivas han descuidado 
de manera sistemática la experiencia subjetiva, tanto en el ámbito del acercamiento simbólico-
representacional como en el conexionista. ¡Estas ciencias que han construido espléndidas teorías 
de la “mentation[1]”, omitiendo la subjetividad, han creado mentes que no son de nadie!
Las reflexiones de Nagel nos inducen a considera dos perspectivas y una divergencia.
1. La experiencia en primera persona. Es la experiencia irreducible de ser sí mismo 
que es relevante para el sujeto que vive, el cual puede ser más o menos capaz de rendir 
cuenta. Es evidente que el efecto que produce ser aquel sí mismo es accesible sólo desde 
aquel cierto punto de vista; el efecto que produce mi sentirme vivo, mi mirar el mundo, 
mi alegrarme o mi sufrir, el ser siempre “mía” de la experiencia no puede ser derivado de 
un acercamiento en tercera persona.
2. La experiencia en tercera persona. Es la descripción-explicación de la experiencia en 
términos naturales, por la cual la experiencia distinguida es generada como producto del 
funcionamiento de un mecanismo. Es evidente que los contenidos de esta explicación no 
están conectados a una manifestación directa en la esfera mental de la persona. Así, por 
ejemplo, puedo rendir cuenta del trastorno obsesivo invocando una alteración del sistema 
serotoninérgico o bien una hiperactividad del lóbulo frontal; estos datos, sin embargo, no 
aparecen en la esfera mental de la persona; no son parte de su experiencia. El obsesivo 
no siente el hiperfrontalismo o la modificación del funcionamiento del sistema de la 
serotonina cuando tiene el impulso de realizar un ritual.
La divergencia entre las dos perspectivas es evidente, y este descarte es un “claro” dónde 
emergen preguntas, dudas y problemas; uno sobre todo: ¿es posible armonizar estas dos 
perspectivas? Es decir ¿es posible asegurar un estatuto científico al estudio de la experiencia en 
primera persona como para poder construir un tipo de fenomenología objetiva capaz de dialogar 
con las neurociencias, con las ciencias cognitivas y con las ciencias médicas, en el objetivo 
común de coger las conexiones entre invariantes experienciales (1ª persona) y operacionales 
(3ª persona)? Y luego, ¿es posible abrir la investigación al estudio de las propiedades, de las 
constantes y de las alteraciones del cuerpo y el SNC a través de la guía provista por los datos 
fenomenológicos? Yo diría que sí y que no.
¿Por qué sí?
Volvamos a la actitud del psiquiatra y/o psicoterapeuta que observa la experiencia del otro, 
escucha las narraciones, y valora su condición. La matriz en que la relación con el paciente 
toma forma tiene como estructura fundamental Yo – Tú – eso; en la comunicación lingüística 
esto se traduce en los términos: Yo paciente, cuento a Ti psicoterapeuta esta cosa o aquella 
otra (Patocka, 1998). Del punto de vista del psicoterapeuta, que está en una posición de 
segunda persona, la postura que puede asumir con respecto al paciente es doble, y en relación 
a la actitud diferente se perfilan dos modalidades distintas de comprensión de los fenómenos 
psicopatológicos.
Una es aquella que observa la experiencia desde el exterior manteniendo una posición neutral, 
infiriendo cierta coherencia global según un sistema de referencia objetivo; el psicoterapeuta que 
se mueve en esta trayectoria, incluso no entrando en el horizonte de significados del paciente y 
aunque valore la experiencia del otro desde el exterior, a menudo bajo forma de síntoma, no por 
ello borra la unicidad. En todo caso, cuanto más se considera la experiencia como el resultado 
del funcionamiento de un mecanismo (por ejemplo, bioquímico, neurológico, etc.), tanto más se 
desviste de intencionalidad, eliminando al mismo tiempo la subjetividad. (Este mismo punto de 
vista está a la base de la actitud clasificadora y fundamenta la psicopatología objetivista).
Otra es aquella que busca la comprensión de la experiencia del paciente y su coherencia; un 
encuentro de este género sólo puede ser posible a condición de sumergirse en la experiencia 
que el otro tiene de sí (primera persona) manteniendo una distancia crítica y evaluativa, pero 
con la intención firme de encontrar el ser del otro en el dominio de su propia experiencia 
considerada irreducible (Arciero y Mahoney, 1989). En la práctica esta visión es traducida 
por el terapeuta en la producción de una continua oscilación entre la condivisión y la distancia 
analítica de la experiencia del paciente. (A menudo este punto de vista está a la base de la actitud 
psicoterapéutica y sustenta la psicopatología que llamaremos constructivista).
Sobre todo en este segundo caso, el psicoterapeuta aparece como un mediador que toma partido 
con respecto a la experiencia del otro, que reconstruye imaginativamente, comparte y examina. 
Para que este proceso no dependa de la empatía o de la imaginación, hace falta delinear un 
método que implique la posición de mediación y que nos permita tratar científicamente la 
experiencia subjetiva a fin de poderla validar.
Dos situaciones podrán ayudarnos a coger la posición de la segunda persona que parece ocupar 
el hueco entre las dos perspectivas, como el espacio blanco entre dos palabras.
 
a) Cientificidad y experiencia subjetiva: la primera persona y la mediación de la segunda 
persona.
Un maestro de tenis, de 40 años, solicita atención especializada porque desde el momento en 
que la mujer le comunica –hace 6 años- que está embarazada, padece de ataques de pánico. Sin 
pormenorizar en la historia de este paciente, el primer paso de una terapia constructivista es 
reorientar la atención del paciente en el curso de alguna situación problemática para generar una 
nueva toma de conciencia de la propia experiencia crítica. Efectivamente la renovación de la 
perspectiva es el objetivo que implica el proceso terapéutico completo.
Para que se realice este redireccionamiento de la atención y por lo tanto del sentido (que en 
todo caso no siempre es posible) es necesario que el paciente se familiarice con un particular 
método de exploración de la experiencia que pasa inevitablemente por la mediación de parte 
del terapeuta (análisis); en el caso específico, el enfoque de parte del paciente –inducida por 
el terapeuta con distintas técnicas de auto-observación- del emerger “automático” del miedo, 
amplificado por escenarios catastróficos cada vez que entra en espacios percibidos como 
estrechos. A su vez, la habilidad del terapeuta consiste en sumergirse en la experiencia del 
paciente tanto como para contemplar el mundo desde su horizonte de significados, con la 
particular actitud de rediseñar los procedimientos de investigación en relación a los modos y 
los tiempos de la experiencia compartida (condivisión). La experiencia subjetiva como objeto de 
investigación científica, así como la experiencia de la curación, parecen tomar forma dentro del 
punto de vista de la persona que la vive a través de la mediación participativa del otro.
 
El método es la introspección, el procedimiento es la focalización, la validación es la 
negociación recíproca del sentido con respecto a las experiencias en examen; es la búsqueda 
de un con-senso entre la narración de la experiencia de parte del terapeuta y la reconfiguración 
de aquellas experiencias de parte del terapeuta al paciente, para que recomprenda los 
acontecimientos problemáticos.
A la focalización guiada de la experiencia personal sigue, en efecto, la reflexión y la búsqueda 
del sentido de la experiencia distinguida, según las invariancias que son confirmadas 
paulatinamente por los datos experienciales observados.
En relación a nuestro paciente, la distinción del miedo con respecto de la situación en examen se 
convierte en un caso específico de una sensibilidad más general a las situaciones constrictivas, 
experimentadas en términos de limitación del control. Esta reflexión guiada permite al 
paciente una primera reordenación global de su experiencia según los elementos invariantes,que corresponden también a los temas de base de la Identidad Personal. Estos temas ideo-
afectivos, en nuestra tradición, han sido distinguidos como Significados Personales (Guidano, 
1988, 1992). Es interesante subrayar cómo este método de proceder, que caracteriza nuestra 
práctica terapéutica, se parece a la famosa Reducción, llave de bóveda metodológica de la 
Fenomenología Husserliana. A través de un acto “de fuerza” sobre la propia absorción en el 
mundo el hombre suspende la evidencia natural de los objetos y se detiene sobre el sentido a 
través del cual ellos han sido constituidos, sobre aquel sentido que sustenta su origen. Un tipo 
de conocimiento, pues, dirigido a aclarar la construcción del sentido antes que explicar los 
fenómenos a través de la aplicación y la confirmación de leyes generales.
 
b) Cientificidad y objetividad de la experiencia: la tercera persona y la mediación de la segunda 
persona.
Quizás ninguna ciencia se presta con tanta claridad a coger enseguida esta conexión como la 
Anatomía Patológica que, por lo demás, ya desde Bichat es la disciplina de referencia de todas 
las ramas médicas. En el curso de la autopsia, la primera valoración de un cierto órgano es 
realizada en relación a parámetros “sensibles”. El hígado, por ejemplo, es examinado por el 
volumen, por la superficie, por el espesor de los márgenes, por la consistencia del parénquima y 
por el color. Ahora bien, como cada estudiante que frecuenta cotidianamente la mesa anatómica 
sabe, en el curso de la formación en aquella materia el profesor induce una “reeducación” 
perceptiva en el alumno. Todavía recuerdo la sorpresa que me produjo cuando el gran profesor 
Ascenzi, en una de las primeras autopsias a la que asistí, mostrando una sección de hígado 
esteatósico dijo que era gris pálido. ¡Él veía gris pálido donde yo veía rojo ladrillo! Después de 
un año de autopsias y estudio de los procesos anatomopatológicos también para mí el hígado 
esteatósico tenía gradaciones que iban del amarillo al gris. ¿Qué sucedió? ¿Cómo y por qué se 
modificó mi percepción de los colores?
Para aclarar este punto quisiera retomar brevemente el itinerario trazado por Paul Feyeraben en 
los capítulos centrales del un texto, “Contra el Método” (1979), que aprecié mucho en el curso de 
mis años formativos.
Feyeraben muestra, con gran eficacia y agudeza argumentativa, cómo Galileo, cambiando un 
modo de interpretar el movimiento de la tierra, subvierte un modo de percibir la realidad. La 
demostración toca 3 puntos:
1) La discusión del argumento de la torre, usada por los aristotélicos para demostrar la 
inmovilidad de la tierra, según el cual, si la tierra estuviera en movimiento, una piedra lanzada 
desde lo alto de una torre no debería caer perpendicularmente, sino que “la piedra debería chocar 
con la Tierra en un punto que estuviese a esa distancia del pie de la torre.
Galileo no discute la exactitud de la observación pero distingue, a continuación, la apariencia 
de eso que es afirmado con ella, desconectando así la observación del prejuicio que la sustenta. 
Desenmascara en el corazón de la observación la pre-comprensión que la orienta. “Por tanto, es 
mejor prescindir de la apariencia, en la que todos estamos de acuerdo, y hacer uso del poder de la 
razón para confirmar su realidad o para patentizar su falacia” (pág. 61)[2]
2) La inversión interpretativa de parte de Galileo que demuestra el movimiento de la tierra 
conjugando la apariencia con nuevas afirmaciones. En tal modo el argumento de la torre es usado 
en apoyo de la teoría. Galileo emplea pruebas muy convincentes para demostrar el “principio 
de relatividad”, según el cual nosotros sólo percibimos movimientos relativos, mientras que 
somos completamente insensibles al movimiento común. Es el ejemplo del enfoque de parte 
del observador de la antena de un barco que también queda constante cuando el barco se 
mueve velozmente, porque el movimiento que el barco otorga a la antena es también otorgado 
al observador y a su ojo. Del mismo modo, el movimiento de la tierra es común a la piedra, 
a la torre y al observador. La caída perpendicular de la piedra confirma el hecho que tierra, 
observador y piedra tienen un movimiento común. Galileo dice: “... El mismo experimento que 
a primera vista parecía mostrar una cosa, al ser examinado con más cuidado, nos asegura de lo 
contrario” (pág. 71)[3].
3) El cambio de las interpretaciones que implican las apariencias modifica las percepciones y las 
sensaciones mismas, generando experiencias completamente nuevas. Feyeraben ofrece un apoyo 
de esta tesis en el empleo que Galileo hace del telescopio y del nuevo lenguaje observacional que 
inventa, y el impacto que la práctica de la observación telescópica tuvo tanto sobre lo que se veía 
al telescopio como sobre lo que se veía a ojo desnudo (pág. 110). A tal propósito Feyerabend nos 
cuenta del encuentro que se tuvo el 24 y 25 de mayo de 1610 en Bolonia en casa de Giovanni 
Antonio Magini, opositor de Galileo, en presencia de 24 ilustres profesores, para probar el 
instrumento que Galileo llevó. Mientras todos admitieron la eficacia para los objetos terrenales, 
nadie logró apreciar la eficacia para la observación de los cuerpos celestes. Kepler, a quien fue 
comunicado el fracaso, interrogó a Galileo por las pruebas de sus observaciones telescópicas, 
pero en la misma carta le dijo: “...si considero lo que a veces me ocurre a mí, entonces no creo 
imposible que una sola persona vea lo que miles de ellas son incapaces de ver...” (pág. 103)[4] 
Galileo en su carta de respuesta indicó como prueba a sí mismo, al Duque de Toscana, Giuliano 
de Medicis y otros de Pisa, de Venecia, de Florencia, de Bolonia, de Padua, “así como muchos 
otros... guardan silencio y tienen dudas. La mayor parte de ellos son completamente incapaces de 
distinguir Júpiter o Marte o incluso la Luna, como un planeta” (pág. 104)[5]. Indudablemente, 
los opositores de Galileo no pudieron ver aquello que él vio. De seguro es muy simple distinguir 
formas que nos son familiares y separarlas de un fondo, mientras es muy difícil discernirla si no 
tenemos conocimiento alguno de ello. Es ésta una experiencia que se manifiesta en toda su 
evidencia la primera vez que observamos una platina al microscopio. Como dice Feyerabend: “... 
los sentidos en condiciones anormales están sometidos a dar una respuesta anormal”. Por lo 
tanto, también en la empresa científica que tiene a menudo la arrogancia de hablar en nombre de 
la realidad, los procesos de enseñanza plasman la conexión entre el fenómeno y las palabras, 
entre la apariencia y la afirmación. Aunque la evidencia fenoménica parece imponer un sentido 
intrínseco, ella es lo que las aserciones unidas a ella dicen qué es; como aquel hígado que yo no 
he vuelto a “ver” más como rojo ladrillo ni siquiera el del carnicero. Y en aquellas afirmaciones 
están silenciosamente presentes generaciones pasadas, compañeros de trabajo, los propios 
maestros, las reglas de aquel lenguaje y una multiplicidad de otras mediaciones. Además, aunque 
parte del aprendizaje científico consista precisamente en la “educación” de la observación y/o de 
la construcción del experimento, el contagio de la pasión por el conocimiento no se agota en la 
transmisión de una práctica. Cada investigador funda su actividad científica sobre una 
condivisión de sentimientos y sobre una historia personal que se disuelve y se oscurecen tras los 
mecanismos que dibujan los perfiles de la objetividad a la cual deben tender. Es como si aquel 
ímpetu de conocer que se desvela o se consolida en los años de aprendizaje, se tradujera en la 
capacidad validada intersubjetivamente de suspender cualquier dependencia de los fenómenos de 
quién los distingue y los explica. La vehemencia del deseo se disuelve en el eclipse del científico 
a través de la potencia persuasoria de su ciencia; en su sitio, aquel convidado de piedra que 
llamamos tercera persona y al mismo tiempo la referencia a una muchedumbrede modelos 
silenciosos que sustentan la validez.
 
En este punto, las dos perspectivas que parecían excluirse recíprocamente parecen en cambio 
participar en un “claro” que une.
Por un lado, las consideraciones de Nagel que han encontrado apoyo en las reflexiones sobre 
nuestra práctica terapéutica, nos han indicado cómo la mente para constituirse como ente 
investigable tiene que hacerlo desde una perspectiva personalistica; es el sujeto que sólo, a través 
de la mediación de los Otros, puede darse cuenta de sí. Pero para que la experiencia subjetiva se 
constituya como objeto científicamente investigable eso no basta; es necesario que los procesos 
experienciales sean distinguidos según las constantes de construcción de sentido sometidos a la 
validación intersubjetiva. La distinción y la validación de los invariantes experienciales generan 
la posibilidad de objetivar los subjetivo, permitiendo la creación de aquella fenomenología 
objetiva que según Nagel, “Además de su interés intrínseco, ... en este sentido podría permitir 
que las preguntas acerca de la base física de la experiencia adoptaran una forma más inteligible. 
Los aspectos de la experiencia subjetiva que pudiera adoptar este tipo de descripción objetiva 
podrían ser mejores candidatos para explicaciones objetivas de tipo más común” (pág. 175).[6]
Por otro lado, la distinción de parte de una comunidad de observadores del fenómeno a 
explicar es el primer movimiento del método de las ciencias naturales. Es la estabilidad de 
esta distinción que vuelve un fenómeno científicamente digno de ser indagado y es así que la 
experiencia subjetiva se expone a una explicación naturalística (Varela, 1999). Esta ciencia 
de la subjetividad, a la cual el paradigma Constructivista trata de dar voz, podría orientar 
las neurociencias, las ciencias médicas y las ciencias cognitivas a la búsqueda de aquellas 
características y de aquellos invariantes operacionales del organismo y de su S.N. relativo a 
los datos recurrentes de la experiencia subjetiva. En esta dirección van nuestra profundización 
y nuestros esfuerzos junto con los investigadores que indagan los procesos cerebrales con las 
técnicas del brain imaging.
¿Pero en qué sentido aquel espacio blanco que produce una unión, al mismo tiempo separa? 
¿Qué umbral no puede forzar tal encuentro de perspectivas?
Klaus Conrad, hace unos cuarenta años, en el planteamiento teórico de su obra “La esquizofrenia 
incipiente” (1958) describió las problemáticas que pesaban entonces sobre la psiquiatría. 
Mientras aquella ciencia inició su desarrollo como ciencia natural (aunque con retraso con 
respecto de las demás ciencias médicas) a principios del siglo pasado se abrió una crisis en 
su interior, todavía hoy no solucionada, que Conrad sintetizó con estas palabras: “ Si nuestro 
interés concierne al hombre enfermo mental en general, ¿por qué habría de pretender la ciencia 
estudiarlo sólo en su ser-objeto y no en su ser-sujeto?” (pág. 22). Crisis advertida en la práctica 
cotidiana, donde tomar partido significaba y significa no sólo tratar de explicar la enfermedad 
desde el punto de vista de mecanismos bioquímicos de base genética en lugar de comprenderla 
según la biografía del enfermo, sino programar una actividad terapéutica distinta según la 
posición elegida.
Conrad desarrolló su análisis y dirigió su crítica sobre todo al acercamiento subjetivista y a sus 
desarrollos, tratando de dar nuevo vigor a la tradición de la psicopatología iniciada por Jaspers. 
Hablar de esquizofrenia no como enfermedad, sino como una de las numerosas posibilidades de 
quiebra de la existencia entendida como tarea, investigar la génesis del delirio en un proyecto de 
mundo condenado al naufragio que se fue estructurando, lentamente, ya desde la infancia, y otras 
interpretaciones analítico-existenciales similares llevaron a la psicopatología al terreno de la 
antropología fenomenológica. Justamente Conrad dirigiéndose a Biswanger subrayó 
polémicamente cómo el considerar muchos proyectos de mundo único e irrepetible como son los 
enfermos esquizofrénicos no nos permite encontrar nunca eso que es específicamente 
esquizofrénico. No habría, por tanto, diferencia si en lugar de enfermos esquizofrénicos 
tuviéramos a enfermos paralíticos. ¡La individualidad del enfermo no puede fundar la 
psicopatología! Por otro lado, sobre el lado de la psicopatología clínica Conrad vio un punto 
muerto caracterizado por una tendencia a la subdivisión de los fenómenos, a la búsqueda 
concienzuda de funciones constitutivas elementales de los fenómenos, tanto que aquella ciencia 
ya no logra ningún avance desde los tiempos de su fundación. Por esto se transformó en 
fenomenología antropológica. Y entonces, ¿qué alternativa se planteaba a la psicopatología 
constricta entre Scilla de la explicación neurofisiológica y Cariddi de la interpretación analítico-
existencial? Ya que la psicopatología es ante todo psicología aplicada, según Conrad la respuesta 
sólo puede venir del análisis psicológico. “Someter a un análisis los hechos fenoménicos 
puramente como tales, sin tomar en consideración la existencia, el proyecto de mundo o el “ser 
ahí”, es decir, sin la más mínima pretensión antropológica” (pág. 31). ¡Se deja de estudiar al 
enfermo en nombre de las investigaciones sobre la enfermedad!
¿Pero la respuesta a la cuestión de Conrad no consiste más bien en el estudio tanto del 
enfermo como de la enfermedad? ¿Y no comporta esta investigación quizás una pluralidad de 
metodologías respetuosas de los objetos mismos de análisis? ¿No se impone, pues, junto a la 
búsqueda de las invarianzas el estudio de la unicidad del itinerario individual? Y eso significa 
que la singularidad de un itinerario de vida sólo podrá ser indagado con metodologías que 
estén orientadas a la comprensión de los motivos, de los contextos, de los pensamientos y 
de la afectividad que implican la historia y el actuar individual. ¡Cada método que busque la 
generalización chocará para siempre contra este umbral! He aquí entonces la exigencia de una 
psicología y una psicopatología que a la construcción de categorías que conjugan la experiencia 
subjetiva, la fenomenología objetiva y los invariantes operacionales relativa a ella, haga coexistir 
una metodología dirigida a la comprensión de la unicidad de la experiencia personal y su 
historia. Una psicología y una psicopatología constructivista que hagan propio aquel eslogan de 
Ricoeur: explicar más para comprender mejor.
 
 
 
 
La ansiedad
 
La palabra que designa esta emoción tan polimorfa encuentra las raíces en una variedad 
etimológica que va desde el término acádico “hanaqu”, que significa oprimir, constreñir, a la 
forma adverbial griega “agki”, que significa próximo, a la forma verbal “agko”, que significa 
apretar, ahogar, hasta el término acádico “anhu”, que significa exhausto, agotado, que tiene 
necesidad. Etimológicamente la palabra remite a una multiplicidad de manifestaciones corpóreas 
que oscilan entre el estado de constricción y el agotamiento, entre la demasiada proximidad y la 
necesidad de ayuda. Indudablemente a aquellas manifestaciones está ligada la forma de ansiedad 
más visceral; es decir, aquella ansiedad que empieza a estar entrelazada ya desde las primeras 
fases del desarrollo en la organización del actuar y del sentir recíproco. No al azar es 
experimentalmente posible distinguir la organización de apego ansioso antes de los dos años. 
Bowlby lo explica así: “Todo apego regido por la ansiedad se desarrolla no sólo porque el niño 
ha sido excesivamente gratificado, como suele sostenerse a veces... sino porque sus experiencias 
lo han llevado a elaborar un modelo de figura afectiva que suele mostrarse inaccesible o no 
responder a sus necesidades cuando aquél lo desea. Cuanto más estable y previsible sea el 
régimen en el que se cría, más firmes son los vínculos de afecto del pequeño; cuanto más 
imprevisible y sujeto a interrupciones sea ese régimen, más caracterizado por laansiedad se 
hallará ese vínculo” (1975, pág. 287).[7] Esto significa que la inconstancia de la respuesta 
parental a las peticiones de cuidado se traduce para un niño en una imprevisibilidad más o menos 
alta con respecto a la protección: y eso limita la exploración. Por otro lado, el cuidado y la 
atención parental, incluso activando la exploración, la obstaculizan justo por lo inadmisible del 
vínculo. Resulta ya desde las primeras fases del desarrollo aquella oscilación visceral, 
establecida por las palabras antiguas, entre constricción y necesidad. Para los niños con esa 
organización central de apego, la ansiedad señala visceralmente un peligro posible (Arciero, 
2002), que no puede a esta edad sino ser confinado a la dimensión concreta. Ciertamente, a una 
mayor constancia del vínculo corresponderá una menor intensidad de la sensación de amenaza y 
viceversa; en la adultez, la riqueza del lenguaje traduce la gama de las variaciones posibles que 
van desde la preocupación, a la aprensión, a la inquietud, hasta la angustia, el tormento y el 
terror.
La ansiedad, pues, es una emoción que tiene que ver con el tiempo, es decir, con la anticipación 
del futuro, situándose sobre la vertiente opuesta de las emociones relativas a la espera confiada; 
el hecho que la amenaza se coloque en el futuro la hace inevitablemente irreal; es esta la 
diferencia con el miedo provocado por la inmediatez del peligro y por esto la ansiedad incluso 
colocándose en la esfera del miedo no puede juzgarse como una emoción básica. Ya que la 
ansiedad es una emoción que se estructura con la organización de la temporalidad, se manifestará 
con significados y con intensidades diferentes según cómo la personalidad, constituyéndose, 
dará forma narrativamente a la propia dimensión temporal. Por tanto, a distintos estilos de 
personalidad corresponderán modos diferentes de sentir la ansiedad.
La variable fundamental que parece regular la construcción de la identidad personal es realmente 
la previsibilidad, por parte del niño, de la respuesta parental a la petición de proximidad. ¡El 
apego tiene una fuerza ontológica! Una reciprocidad que se ha ido formando sobre la vertiente 
de la previsibilidad, permitirá al niño una diferenciación más neta, marcada y precoz de la 
interioridad; la construcción de la identidad estará magnetizada por esta fuente interna y dará el 
colorido visceral a las emociones (Inward).
Al contrario, una mutualidad que se ha ido organizando sobre la vertiente de la inconsistencia 
o la ambigüedad o de la extrema variabilidad de la respuesta parental, producirá una 
discriminación más difícil de los estados emotivos y una demarcación más ardua del mundo 
interior; la construcción de la identidad estará vinculada por el externo y la referencia a lo 
externo definirá la reflexión introspectiva (Outward).
Estas dos modalidades de construcción de la identidad personal darán forma de manera diferente 
al dominio emotivo. Las identidades referibles a la polaridad Inward, como en el ejemplo del 
apego ansioso, desarrollarán una centralidad más precoz y profunda de aquellas emociones 
básicas inscritas en el tejido mismo de la vida. Las identidades remitidas al polo outward, que 
se han ido organizando sobre la primacía de lo externo desde las primeras fases del desarrollo, 
sufrirán una indiferenciación más o menos acentuada de los estados emocionales.
Para aclarar mejor la diferencia entre estas posibilidades de emocionarse, y por tanto entre 
aquel tipo de ansiedad que hemos definido visceral, y aquella caracterizada por una génesis 
cognitiva despojada de visceralidad propia de los outward, quisiera detenerme brevemente sobre 
las reflexiones de Heidegger del 27, que parecen estigmatizar una de las formas de “angustia 
cognitiva” que ha contagiado a occidente hasta nuestros días.
Heidegger asigna a la angustia (cf. nota 1) un papel excepcional, revelando el espíritu del 
fenomenólogo que coge este sentimiento oscuro como una modalidad de ser, en lugar de una 
deficiencia de un orden positivo. Mientras que en el curso de la vida, según Heidegger, el ser-
ahí se comprende “inauténticamente” a partir de las actividades cotidianas, de las relaciones con 
los otros y, más en general, de las determinaciones de sí del exterior, en la condición angustiada 
–entendida ontológicamente- todos los objetos habitualmente manipulados pierden sentido; el 
ser-ahí es expuesto a la insignificatividad, a la nada (cf. nota 2). Esta así constricto a asumir-
se; la angustia, que en su emerger revela la insignificatividad del mundo, arrancia al ser-ahí de 
su absorción mundana y lo expone a la desnudez de su existencia; y entonces, confrontados 
a la nada, se siente “desterrado” y en “ningún lugar”; angustiados por el vacío, como si fuese 
desfondada la bóveda celeste (Minkoswki, 1945). Así comienza en el escenario del 900 la 
reflexión sobre la que un sociólogo contemporáneo definirá como la era del vacío. A partir de 
los años 50, el desarrollo progresivo del mundo de la técnica y los medios de comunicación de 
masa, generando nuevas fuentes de determinaciones externas (que cambian a una velocidad 
extremadamente rápida) sobre la que moldear la interioridad, expondrá al hombre crónicamente 
a la ansiedad de la vacuidad. A ella y a sus alteraciones se orientará nuevos capítulos de la 
psicopatología: desde los trastornos alimentarios hasta los trastornos disociativos.
Es evidente que las modalidades inward y outward de dar forma a la identidad personal implican 
muchos accesos y diferentes posibilidades reguladoras de la esfera emocional. De acuerdo con 
Michael Lewis (1993) identificamos tres formas distintivas del dominio emocional:
1) Los estados emocionales que se refieren a recurrentes configuraciones somáticas y/o 
neurofisiológicas; estas pueden corresponder a emociones específicas (emociones básicas) a 
las que se acompañan estados internos específicos, como en el caso de los Inword; o bien, es la 
actividad cognitiva y evaluativa que determina emociones distintas en respuesta a una activación 
autónoma indiferenciada, como en el caso de los Outward.
2) Las experiencias emocionales que para los Inward corresponden al enfoque de estados 
internos según grados diferentes de conciencia y articulación; en ausencia de focalización, la 
experiencia emocional puede no tomar forma también en presencia del estado emotivo; para los 
Outward, la experiencia emocional no tiene que corresponder a ningún estado interno, y también 
puede emerger en ausencia de la activación autonómica. Ellas dependen de la cognición.
3) Las expresiones emocionales que se refieren a los cambios de la cara, posturales, vocales y 
locomotores y que no son distintivos de ninguna de las modalidades consideradas.
Además resulta patente que la regulación de la ansiedad advertida como fenómeno visceral 
es diferente de aquella percibida mentalmente. En el primer caso, la activación ansiosa, según 
la intensidad, es amplificada por afectos, recuerdos, pensamiento, imágenes, correlacionados 
semánticamente con el acontecimiento activador (semantic priming). Eso, por un lado, limita 
la gama de los aspectos consonantes de la situación en curso, por otro facilita la articulación 
consciente de la experiencia en curso permitiendo por ello la reducción de la intensidad (feeling 
articulation). En el otro caso, ya que la ansiedad depende de determinaciones o de códigos 
interpretativos externos de naturaleza cognitiva, su “creación” y su amplificación depende de la 
esfera intelectual (conceptual priming). Por tanto, la regulación puede realizarse, además de por 
una articulación conceptual más concienzuda, por el cambio de los parámetros interpretativos 
que cambiará cualitativamente la experiencia emocional (Arciero, 2002).
Finalmente, una última reflexión que nos conduce hacia los “temas fuertes” de nuestra escuela; 
por un lado, la fenomenología objetiva de la experiencia ansiosa que nos permite analizar la 
ansiedad con relación a los diferentes significadosque caracterizan los distintos estilos de 
personalidad. Por otro lado, una consideración de Gendlin que casi nos recuerda la centralidad 
irreducible de la experiencia personal, resume con sencillez nuestras páginas:
“Los símbolos tienen significados en el sentido de que son capaces de generar en nosotros un 
significado sentido. Nuestro sentir significado está ligado a ser evocado por un símbolo. Su 
función es la de construir nuestra posesión del significado. Sin estos los símbolos serían meros 
sonidos u objetos y nosotros no tendríamos sentido” (1997, pág. 101).
 
Nota 1. Heidegger usa la palabra Angst que en alemán indica de modo indiferenciado el miedo, 
la angustia y la ansiedad. Usando el término angustia he elegido seguir la traducción italiana de 
Ser y Tiempo de Pietro Chiodi; la traducción inglesa clásica de MacQuarrie y Robinson prefiere 
traducir el vocablo por ansiedad.[8]
 
Nota 2. La angustia, que como toda tonalidad emotiva es comprensión, es la comprensión 
de la nada que obliga al Ser-ahí a existir sólo en vista de sí. No seguiremos las meditaciones 
Heideggeriana sobre la angustia y su relación con el Cuidado por lo que remitimos al capítulo VI 
de Ser y Tiempo, y al ensayo, “Que es la metafísica”.
 
 
Bibliografía:
 
Arciero, G. (2002) “Studi e dialoghi sull’identita’”. Bollati Boringhieri. Torino. Existe en prensa 
una edición castellana realizada por E. Cabrera y D. Trujillo.
Arciero, G., Mahoney, M. J. (1989) “Understanding and psychotherapy”. Unplubished 
manuscript. University of California, Santa Barbara.
Bowlby, J. (1975) “Attaccamento e perdita”. Vol. 2. Bollati Boringhieri. Torino. Edición 
española “La separación afectiva”. Editorial Paidós.1993. Barcelona
Conrad, K. (1958) “La esquizofrenia incipiente” (edición española 1997). Fundación Archivos 
de Neurobiología. Madrid.
Feyerabend, P. K. (1979) “Contro il metodo”. Feltrinelli. Milano. Traducción española “Tratado 
contra el método” Ed. Tecnos. 1997 Madrid
Gendlin, E. (1997) “Experiencing and the creation of meaning”. Northwestern University Press.
Guidano, V. F. (1988) “La complessita’ del Se’”. Bollati Boringhieri. Torino.
Guidano, V. F. (1992) “Il Se’ nel suo divenire”. Bollati Boringhieri. Torino. Edición 
española “El sí mismo en proceso”. Editorial Paidós. 1994. Barcelona
Lepenies, W. (1991) “La fine della storia naturale”. Il Mulino. Bologna.
Lewis, M. (199) “The emergence of human emotions”. In M. Lewis, J.M. Haviland (Eds), 
Handbook of Emotions. Guilford Press.
Minkowski, E. (1945) “Cosmologia e follia”. (2000) (a cura di) F. Leoni. Alfredo Guida Editore.
Nagel, T. (1986) “Questioni mortali”. Il Saggiatore. Milano. Edición española “Ensayos sobre la 
vida humana” Fondo de cultura económica. 2000. México.
Patocka, J. (1998) “Body, community, language, world”. (trad. E. Kohak). Chicago& La Salle, 
Il: Open Court Publishing.
Varela, F. J. (1999) “Present-Time Counsciousness”. In F. Varela, J. Shear (Eds), The view from 
within. Imprint Academic.
 
 
11
Traducción de Eduardo Cabrera Casimiro. Asociación Canaria de Psicoterapia Post-racionalista
[1] Teoría de la mente o mentalismo
[2] Pág. 55 edición castellana “Tratado contra el método”. Ed. Tecnos. 1997 Madrid
[3] Pág. 70 ídem
[4] Pág. 112 ídem
[5] Pág. 112 ídem
[6] Pág. 296 versión castellana ¿qué se siente ser murciélago? Cap. XII (pp 274-296) en “Ensayos sobre la vida 
humana” Fondo de Cultura Económica. México
[7] Pág. 249-250 edición castellana “La separación afectiva”. Editorial Paidós. Barcelona. 1993
[8] La traducción española realizada por José Gaos (El ser y el tiempo. Ed. Fondo de cultura económica. 1991 
Mexico) traduce el término por angustia.

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