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ESCRITOS DE TEOLOGÍA V NUEVOS ESCRITOS TAURUS EDICIONES E S C R I T O S D E T E O L O G Í A e s l a v e r s i ó n e s p a ñ o l a d e S C H R I F T E N ' Z U R T H E O L O G I E , s e g ú n l a e d i c i ó n a l e m a n a p u b l i c a d a e n S u i z a p o r l a BENZIGER V E R L A G , E I N S I E D E L N . H i z o l a v e r s i ó n e s p a ñ o l a e l I ' . . J E S Ú S A G U I R R E Director de publicaciones religiosas de Taurus KARL RAHNER E S C R I T O S DE T E O L O G Í A TOMO V V TAURUS EDICIONES - MADRID Licencias eclesiásticas NIHIL OBSTAT Madrid, 15 de octubre de 1964 DR. ALFONSO DE LA FUENTE IMPRIMASE Madrid, 17 de octubre de 1964 JUAN, Obispo, Vicario General © 1964 by TAURUS EDICIONES, S. A. Claudio Coello, 69 - B, MADRID - 1 N ú m e r o de R e g i s t r o : 3104/63. Depósito legal. M. 7638.—1963 (V). C O N T E N I D O LO FUNDAMENTAL-TEOLÓGICO Y TEORÉTICO DE CIENCIA Sobre la posibilidad de la fe hoy 11 Teología del Nuevo Testamento 33 ¿Qué es un enunciado dogmático? 55 Exégesis y dogmática 83 LO TEOLOCICO DE LA HISTORIA Historia del mundo e historia de la salvación 115 El cristianismo y las religiones no cristianas 135 El cristianismo y el «hombre nuevo» 157 CRISTOLOGÍA La cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo 181 Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo y su consciencia de sí mismo 221 V LO ECLESIOLÓCICO Sobre el concepto de «ius divinum» en su compren sión católica 247 Para una teología del Concilio 275 La teología de la renovación del diaconado 301 Advertencia sobre la cuestión de las conversiones ... 351 Advertencias dogmáticas marginales sobre la «pie dad eclesial» 373 Sobre el latín como lengua de la Iglesia 403 VIDA CRISTIANA Tesis sobre la oración «en nombre de la Iglesia» ... 459 El «mandamiento» del amor entre los otros manda mientos 481 Poder de salvación y fuerza de curación de la fe ... 503 ¿Qué es herejía? 513 NOTA BIBLIOGRÁFICA 561 LO FUNDAMENTAL-TEOLOGICO Y TEORÉTICO DE LA CIENCIA SOBRE LA POSIBILIDAD DE LA FE HOY Quisiera intentar decir algunas palabras sobre la posibili dad de la fe hoy. De la fe en el misterio infinito, indecible, que llamamos Dios; de la fe en que ese misterio infinito se nos ha acercado infinitamente, en cuanto nuestro misterio, en auto- comunicación absoluta en Jesucristo y su gracia, incluso allí donde nada se sabe y uno piensa que se precipita en el tene broso abismo del vacío y de la nulidad; de la fe en que la comunidad legítima de aquellos, que para la salvación del mundo entero confiesan en Cristo esa cercanía de Dios según gracia, es la Iglesia católica, apostólica y romana. De tal posibilidad de esa fe hoy habría mucho que decir. Yo puedo decir sola mente un poco. Y lo hago siempre con el miedo de no decir precisamente eso que sería decisivo para el coraje de la fe de cada uno que me escucha. Tengo la buena voluntad de hablar honradamente, y la buena voluntad también de no confundir esa sobria honradez, que es deber, con una amargura cínica que (como atestigua la conciencia) es un peligro del corazón, el peligro precisamente de que no se reconozca la verdad entera, esa que otorga acceso únicamente al corazón modesto y so segado. Puesto que la fe de la que quiero hablar es la fe en el sentido real de esta palabra, la fe, por tanto, de la decisión personal, de la transformadora fuerza del corazón y no de una convención burguesa y de supuestos sociales, por eso mismo la pregunta por la perspectiva que esta fe tenga en el futuro solamente puede ser contestada con autencidad, si se pregunta por la posibilidad que tenga hoy en la propia existencia. El futuro por el que aquí se pregunta crece en nosotros de las decisiones solitarias, en las que tenemos hoy que responsabilizarnos de nuestra exis tencia. Que esto que quiero decir haya de ser también una lección académica de profesor invitado, me pone en un cierto apuro. Porque no quiero mantener ninguna lección erudita, sino inten tar decir algo más sencillo y, según pienso, más importante. 11 Ya que si en algún, sitio es la erudición cosa de segundo orden, es allí en donde ha de hablarse de Dios, balbuceando. Y por lo mismo espero que se me perdone, si a la lección académica no se le nota mucho estas palabras. ¿Por dónde habrá que empezar, si se quiere decir y atesti guar, que se puede tener el coraje de la fe? Hay que escoger, si no se puede decir todo, y hay que determinar algo arbitraria mente el punto de partida de la reflexión. Comienzo con que yo me he encontrado ya de antemano como creyente y no me ha ocurrido razón alguna que me for zase o me diese motivos para no creer. He nacido católico, por que nací y fui bautizado en un medio creyente. Espero en Dios, que esta fe recibida por tradición se haya transformado en una decisión mía propia, en una fe auténtica; también que yo sea en el centro de mi esencia cristiano católico, lo cual permanece en último término como un misterio de Dios y de mi profun didad irreflectible, que no puedo enunciarme ni a mí mismo. Yo digo: a mí, a este creyente, no le ha ocurrido, por de pronto, razón alguna, que pudiese motivar que dejara de ser el que soy. Comprendo que habría que tener razones para cambiar de manera que se fuese contra la ley según la cual se ha comen zado. Porque quien cambia sin tales razones, quien de entrada no estuviese bien dispuesto a permanecer fiel a la situación reci bida de su existencia, a lo una vez realizado de su persona espiritual, ése sería un hombre que cae en el vacío, que por dentro no podría ser sino más y más desmoronamiento. Lo dado ya de antemano ha de ser estimado fundamentalmente, hasta la prueba de lo contrario, como lo que hay que adoptar y que guardar, si es que el hombre no quiere ponerse a merced de sí mismo. Vivir y crecer se puede solamente desde la raíz, que vive ya y está ahí, desde el principio, al que se ha otorgado la confianza original de la existencia. Si lo transmitido nos ha regalado lo elevado y lo santo, si ha abierto lejanías infinitas y nos ha alcanzado con una llamada absoluta y eterna, todo ello, sin embargo, en cuanto experiencia irrefleja y ejecución simple sin duda ni malicia, puede no significar todavía fun- damentación alguna refleja y enunciable de eso transmitido en cuanto sin más verdadero ante la conciencia crítica y la razón que pregunta. Después de todas las impugnaciones de la 12 fe, que creo haber también experimentado, una cosa me ha quedado siempre clara, me ha mantenido, en tanto yo la man tuve: la convicción de que lo heredado y recibido no puede ser devorado sin más por el vacío de la cotidianeidad, del em botamiento espiritual, del escepticismo romo y sin luz, sino a lo sumo por lo que es más poderoso y por lo que llama a una libertad mayor y a una luz más despiadada. La fe heredada es siempre la fe impugnada e impugnable. Pero también fue siem pre experimentada como un alguien que me preguntaba: «¿Tam bién vosotros os queréis marchar?», al cual se podía decir siem pre: «¡A dónde iré, Señor!»; como la fe que era buena y poderosa, y que yo hubiese podido entregar a lo sumo, si estu viese demostrado lo contrario. Por lo tanto, no hasta la prueba de lo contrario. Ahora bien: esta, prueba nadie me la ha apor tado, ni tampoco la experiencia de mi vida. Entiendo bien: que tal prueba debería prender hondo, debería ser envolvente. Naturalmente, hay muchas dificultades y muchas amargu ras en el espíritu y en la vida. Pero está, desde luego, claro: la dificultad, que ha de entrar en cuestión como razón contra mi fe, debe corresponder a la dignidad y radicalidad de lo que quiere amenazar y modificar. Sin, duda habrá muchas dificulta des intelectuales en la región de cada una de las ciencias, de la historia de las religiones, de la crítica bíblica, de la historia del cristianismo primitivo, para las cuales no tenga yo ninguna solución directay que resuelva tersamente en cada aspecto. Pero tales dificultades son demasiado particulares y—compara das con el peso de la existencia—-de peso objetivamente dema siado ligero, para que pudiera permitírseles determinar la vida entera indeciblemente, profunda. Mi fe no depende de que exe- gética y eclesiásticamente haya sido ya encontrada o no la inter pretación recta de los primeros capítulos del Génesis, de si una decisión de la Comisión Bíblica o del Santo Oficio es o no es conclusión última de sabiduría. Tales argumentos, por tanto, están de antemano fuera de cuestión. Naturalmente, hay otras impugnaciones, tales que llegan a lo hondo. Pero ésas precisa mente resaltan el verdadero cristianismo, si uno se coloca frente a ellas honrada a la par que humildemente. Alcanzan el cora zón, el centro más íntimo de la existencia, lo amenazan, lo colo can en la cuestionabilidad última del hombre en cuanto tal. 13 Pero es así como pueden ser el dolor del verdadero parto de la existencia cristiana. La argumentación de la existencia misma deja al hombre que se haga solitario, como colocado en el vacío, como apresado en una pendiente infinita, entregado a su libertad y, sin embargo, no seguro de ella, como rodeado por un mar infinito de tinieblas y por una noche desmesurada, inexplorada, salvándose siempre de una interinidad a otra, quebradizo, pobre, agitado de través por el dolor de su contingencia, convicto siempre nuevamente de su dependencia de lo meramente bioló gico, de lo estúpidamente social, de lo convencional (incluso cuando se opone a ello). Rastrea, cómo la muerte se asienta en él, en, medio de su vida, cómo es la frontera en absoluto, la que no puede traspasar por sí mismo, cómo los ideales de la existencia se fatigan y pierden su brillo de juventud, cómo se cansa uno del hábil palabreo en el mercado de la vida y de la ciencia, de la ciencia también. El argumento propio contra el cristianismo es la experiencia de la vida, esa experiencia de la tiniebla. Y yo he hecho siempre la experiencia de que detrás de los argumentos profesionales de los científicos contra el cris tianismo estaban siempre, como fuerza última y como decisión previa apriorística, de las que esos reparos viven, las experien cias últimas de la existencia, que hacen al espíritu y al corazón oscuros, cansados y desesperados. Estas experiencias buscan objetivarse, hacerse enunciables en los reparos de los científicos y de las ciencias, por muy importantes que puedan ser en sí éstos y por muy seriamente que haya que ponderarlos. Pero es que esta experiencia es también el argumento del cristianismo. Porque ¿qué dice el cristianismo? ¿Qué anuncia? Dice, y nada más, a pesar de la apariencia de una moral y una dogmática complicadas, algo muy sencillo; algo sencillo, como articulación de lo cual aparecen todos y cada uno de los dog mas del cristianismo (también quizá sólo entonces cuando éstos estén dados). Porque ¿qué dice propiamente el cristianismo? Desde luego, no otra cosa que: el misterio permanece misterio eternamente; este misterio quiere, en cuanto lo infinito, incom prensible, en cuanto lo indecible, llamado Dios, en, cuanto cer canía que se dona a sí misma en autocomunicación absoluta, comunicarse el espíritu humano en medio de la experiencia do su finita vacuidad; esa cercanía ha acontecido no sólo en lo 14 que llamamos gracia, sino también, en perceptibilidad histó rica, en aquel a quien llamamos el Dios-hombre; en esas dos maneras de la autocomunicación divina—por medio de su radi cal índole absoluta y sobre el fondo de la identidad del «en-sí» de Dios y su «para-nosotros»—está también comunicada, y re velada por tanto, la duplicidad de una relación divina interna, es decir, eso que confesamos como la tripersonalidad del Dios uno. Estos tres misterios de índole absoluta del cristianisnío (Tri nidad, Encarnación, Gracia) son experimentados, en cuanto que el hombre se experimenta a sí mismo ineludiblemente como fundado en el abismo del misterio no suprimible, y experimen tando este misterio lo acepta (es lo que se llama fe) en la pro fundidad de su conciencia y en la concreción de su historia (ambas son constitutivas para su existencia) como cercanía que calma y no como juicio abrasador. Que este misterio radical es cercanía y no lejanía, amor que se entrega a sí mismo y no juicio que empuja al hombre al infierno de su futilidad, le re sulta a éste difícil de creer y de aceptar, tanto que esta luz puede que se nos aparezca más tenebrosa casi que nuestra propia tiniebla, tanto que aceptarla reclama y consume en cierta manera la fuerza entera de nuestro espíritu y nuestro corazón, de nues tra libertad y nuestra total existencia. Pero cómo: ¿es que no hay tanta luz, tanta alegría, tanto amor, tanta magnificencia por fuera y por dentro en el mundo y en el hombre, para que se pueda decir: todo esto se esclarece desde una luz absoluta, desde una absoluta alegría, desde un amor y magnificencia absolutos, desde un ser absoluto, pero no desde una futilidad vacía que no esclarece nada, si tampoco comprendemos cómo puede haber esa nuestra tiniebla y esa nuestra futilidad mortales, existiendo la infinitud de la llenumbre, aunque sea como misterio? ¿No puedo decir que me atengo a la luz, a la venturanza, y no al tor mento infernal de mi existencia? Si aceptase los argumentos de la existencia contra el cristia nismo, ¿qué me ofrecerían para existir? ¿La valentía de la hon radez y la magnificencia de la tenacidad para oponerme a lo absurdo de la existencia? Pero ¿se puede aceptar esto como grande,.como algo que obliga, como magnífico, sin haber dicho ya, se sepa reflejamente o no, se quiera o no, que existe lo mag- 15 nífico y lo digno? ¿Y cómo es que ha de existir en el abismo del vacío y del absurdo? Y quien valerosamente acepta la vida, aunque sea un positivista miope y primitivo, que aparentemente se queda con paciencia en la pobretería de lo superficial, ha aceptado ya a un Dios, tal y como es en sí, tal y como quiere ser frente a nosotros en amor y libertad, como el Dios, por tanto, de la eterna vida de la divina autocomunicación, en la cual el centro del hombre es Dios mismo y su forma la del Dios hecho hombre. Porque quien se acepta realmente a sí misma, acepta el misterio en cuanto ese vacío infinito, que es el hombre, se acepta en la imprevisibilidad de su incontrolable determina ción, y por lo mismo acepta tácitamente y sin cálculo de ante mano a aquél, que ha resuelto colmar esa infinitud de vacío en cuanto (misterio, que es el hombre, con la infinitud de su llenum- bre, que es el misterio que se llama Dios. Y si el cristianismo no es ninguna otra cosa que el enunciado claro de lo que el hombre experimenta oscuramente en la existencia concreta, la cual realmente es siempre en el orden concreto más que mera naturaleza espiritual, a saber espíritu, que está iluminado desde dentro por la luz de la gracia indebida de Dios, y de esta ma nera, si se acepta a sí mismo de verdad y por entero, acepta, aunque irrefleja e indeclaradamente, esa luz, y cree por tanto; si el cristianismo es la puesta en posesión, que sucede con ab soluto optimismo, del misterio por el hombre, ¿qué razón debe ría tener yo entonces para no ser cristiano? Conozco sólo una razón que me acosa: la desesperación, el desmenuzamiento de la existencia en el gris escepticismo cotidiano, que ni siquiera llega a una protesta contra la existencia, el barato dejar-reposar- sobre-sí de esa pregunta calladamente infinita que nosotros somos, lo cual no sostiene y acepta esa pregunta, sino que la desvía hacia la miseria de la cotidianeidad; aunque con todo esto no ha de negarse, que la callada probidad de la paciencia en el deber de cada día, puede ser también forma de un cristia nismo anónimo, en la que más de uno puede tácticamente (si es que no hace de ello con escepticismo o por capricho sistema absoluto) asir lo cristiano con másautenticidad que en sus for mas más explícitas, las cuales pueden ser frecuentemente tan vacías y hasta como un medio de evasión ante el misterio en lugar de la explicitud del colocarse a sí mismo frente a él. Este abis- 16 mo pudiera paralizar el optimismo infinito, que cree que el hombre es la finitud dotada de la infinitud de Dios. Pero si yo cedo a este argumento, ¿qué tomaría a cambio por el cris tianismo? Vacío, desesperación, noche y muerte. ¿Y qué razón podría tener, para considerar este abismo como ¡más verdadero y real que el abismo de Dios? Es más fácil dejarse caer en el propio vacío, que en el abismo del misterio venturoso. Pero no es más valiente ni más verdadero. Esta verdad, es cierto, alumbra sólo, si es aceptada y amada, porque es la verdad que hace libre, y que por eso da su lumbre solo en la libertad, que lo osa todo hacia arriba. Pero está ahí. Yo la he llamado. Y ella da testimonio de sí. Y me da a mí, lo que yo debo darla, para que sea y permanezca en mí como la ventura y la fuerza de la existencia, me da el ánimo de creer en ella y de invocarla, cuando las noches y desesperaciones todas y todos los vacíos muertos quieren, devorarme. Veo miles y miles de hombres a mi alrededor, veo culturas enteras, épocas de la historia en torno a mí, antes y después de mí, que son explícitamente no cristianas. Veo que se ciernen tiempos, en los que el cristianismo ya no es lo sobreentendido en Europa y en el mundo. Lo sé. Pero a fin de cuentas no puede afectarme. ¿Por qué no? Porque veo por doquier un cristianis mo anónimo, porque en mi propio cristianismo expreso no reconozco una opinión junto a otra, que la contradiga, sino que no advierto en él otra cosa que un haber-Ilegado-a-sí-mismo de lo que en cuanto verdad y amor pudo vivir también, y vive, en todas partes. No tengo a los no cristianos ni por más tontos, ni por gentes con menos buena voluntad que la que yo tengo. Pero si por causa de, la multiplicidad de las concepciones del mundo cayese en un escepticismo cobarde y vacío, ¿tendría entonces una mayor probabilidad de alcanzar la verdad, que si permanezco cristiano? No, porque también el escepticismo y el agnosticismo son sólo unas opiniones junto a otras, y pre cisamente las opiniones más vacías y cobardes. No es de esta manera como se puede eludir en este mundo la multiplicidad de sus concepciones. La abstinencia de una decisión! concep tiva del mundo es también una decisión. Y la peor. Y además: yo no tengo razón alguna, para considerar el cristianismo como una concepción del mundo junto a otra. 17 2 Entended el cristianismo con exactitud. Comparadle. Escuchad exactamente, lo que de veras dice el cristianismo. Escuchad con toda exactitud, pero también con toda la anchura del espíritu y del corazón. Entonces no oiréis en ninguna otra parte, algo que sea bueno, verdadero, que redima y esclarezca la existencia, la haga patente a la infinitud del misterio divino, algo que en contraseis en, otra concepción del mundo y en el cristianismo no. Quizás oigáis en alguna parte, algo que os llama, que os aguijonea, que ensancha el horizonte de vuestro espíritu, que os hace más ricos y más claros. Pero todo esto es: o algo pro visional, que no resuelve y no quiere responder la última pre gunta de la existencia frente a la muerte, y que tiene tranquila mente sitio en la anchura de la existencia cristiana, aunque tal vez no haya sido cultivado por los cristianos de hecho, o es algo, que reconocéis como momento de un cristianismo auténtico, solo con explorar éste más exactamente, más valerosamente, más penetrantemente. Advertiréis quizás, que con vuestro cris tianismo conceptuahnente reflejo no lográis una síntesis com pleta y acabada de esos conocimientos, experiencias vitales, rea lidades del arte, de la filosofía, de la poesía. Pero tampoco des cubriréis nunca una contradicción definitiva e insuperable entre experiencias, conocimientos legítimos, realidades que hacen feliz de una parte y un cristianismo auténtico de otra. Porque es lícito ser, en este sentido, cristiano y «pagano» a la vez, ya que no sería católico afirmar sólo unu fuente de experiencia y de saber, mientras que el cristianismo católico enseña un pluralismo auténtico en último término no adminís trame absolutamente por el hombre (está entregado a Dios), quedando por lo mismo siempre su síntesis de lo plural, de la humana existencia, como una tarea inacabada en la brevedad de ésta. Tenéis por tanto, el derecho y el deber, de escuchar al cristianismo en cuanto el mensaje universal, por nada limitable, de la verdad, el cual solamente dice no a las negaciones de otras concepciones del mundo, y no a su sí auténtico. Escuchad al cristianismo como el mensaje universal que «suspende» todo y por eso lo conserva todo, como el que no prohibe nada más que la autoclausura del hombre en su finitud, como el que sólo prohibe que el hombre no crea que está dotado de la radical infinitud del Dios absoluto, que es el «finitum capax infiniti». 18 Ya sé, que ese mensaje de la infinitud, de la verdad y libertad absolutas del cristianismo, será frecuentemente interpretado con corazón mezquino por sus rabinos y sus escribas, como una teoría, que disputando y con esfuerzo, se afirma junto a otras, que se pierde en un litigio verbal sin fin, y que es sólo la contraposición dialéctica de otras opiniones o experiencias. ¡Pero no os dejéis afectar por la mezquindad de la teología! El cristianismo es una anchura infinita. Puesto que entre todas las religiones el cristianismo dice la que menos en particulari dades, ya que dice una cosa, pero ésta con toda la magnificencia radiante de la verdad y con el coraje último de la existencia, que sólo Dios mismo puede dar: la llenumbre absoluta, incom prensible e innominada, infinita e indecible, se ha convertido, en cuanto sí misma y sin reducción alguna, en magnificencia in ferior de la creatura, sólo con que ésta quiera aceptarla. Y por eso no vemos nosotros los cristianos a los no cristianos como a los que, siendo más tontos o de voluntad malvada o simplemente más desgraciados, han tomado el error por la verdad, sino (y esto se da en el mundo de la historia y del devenir, en el que lo defini tivo está aún de camino hacia la consumación) como a quienes en el fondo de su esencia ya dotados de gracia, o pueden estarlo, por la infinita gracia de Dios en virtud de su voluntad general de salvación, los que han sido ya preguntados por la eterna gracia de Dios, si es que quieren aceptarlo a El, los que todavía no han llegado a la conciencia refleja de lo que ya son: lla mados por Dios, por el Dios de la eterna j i d a trinitaria. Si nos otros sabemos ya, si también hemos oído ya la noticia, que llega en la palabra humana de la revelación jerárquica, de lo que somos nosotros y ellos, entonces esto es gracia, que todavía no podemos decir de los otros, esto es entonces responsabilidad te rrible para nosotros, que tenemos que ser ya libremente, lo que somos por necesidad: los buscados por Dios. Pero tampoco es razón alguna para no ser cristiano ya explícitamente oficia], que otros lo sean sólo anónimamente, tal vez primero en cuanto preguntados y no hechos aún, en ámbito reflejo de conceptos, cristianos de confesión explícita. Ciertamente: el radical comprometerse de Dios con el mun do, la idea del Dios-hombre, que se deja comprender como el alargamiento, por lo menos hipotético, de la esencia del hombre 19 en tanto apertura vacía frente a la infinitud de Dios, el que esto acontezca exactamente en Jesús de Nazaret bajo el empe rador César y bajo Poncio Pilato, todo esto no es derivable a priori, esta, casi podría decirse, concreción una y aposteriori- dad histórica son propias del cristianismo. Pero incluso de antemano, antes de todas las pruebas a posteriori de la auto- declaración de Jesús de Nazaret y del testimonio milagroso de esta autodeclaración, me es fácil (si es que lodesmesurado pue de nombrarse con facilidad, ya que si es el amor, aparece fácil mente como lo más difícil) creer en Jesús como en el hijo de Dios. ¿Por qué? Esta doctrina de la unión hipostática, enten dida de manera realmente católica, es decir calcedonianamente, no tiene en sí absolutamente nada de mitología. Tan poco como es mitología si digo: la infinitud de Dios me está dada en la absoluta trascendencia del espíritu, y su estar presente es más verdadero, más real que toda realidad cósica-finita, porque algo es real en la medida en que está cabe sí y cabe la infinitud absoluta del ser; tan poco como es mitología, si digo: en un hombre determinado, que es hombre absolutamente real, con todo lo que dice esta palabra, con conciencia humana, con liber tad, historicidad, veneración, obediencia y tormento de la muer te, ha alcanzado un punto álgido, absoluto e insuperable, la autotrascendencia que está siempre en nosotros fundamental mente en devenir y en comienzo, y ha sucedido la autocomu- nicación de Dios a la espiritualidad creada de una manera in superable también e irrepetible. No es ninguna mitología, si digo: he ahí un hombre, desde cuya existencia puedo atreverme a creer que Dios me ha dicho sí irrevocable y definitivamente, en el que ese absoluto decir sí de Dios a toda creatura espiri tual y la aceptación de ese sí por la creatura, están atestigua dos unívoca, irrevocable y comunicativamente, haciéndose en tonces para mí creíbles. Pero si puede entenderse realmente esta frase en su peso ontológico, entonces se ha enunciado la unión hipostática y se la ha comprendido como una realización irre petible, la cual no acontece en ninguna otra parte y es proeza de Dios, de eso que ser hombre significa en general. Con lo cual el misterio y la libertad divina no decrecen cuando efec túan la unión hipostática, y ésta pierde todo regusto de mito- logema y de la penosa impresión de que se trata de un analogon 20 de las fábulas griegas o de otras, de antropomorfismo, según los cuales Dios, lo infinito, incomprensible, se ha servido de la librea de una figura humana, para conseguir aún en cierto modo en un segundo arranque, lo que se le malogró en cuanto regente del mundo en la creación del mismo. Y además: hay que considerar siempre, que para una doc trina realmente cristiana acerca de la relación del mundo y Dios, la propia consistencia de la creatura no crece en una proporción inversa sino directa para con la magnitud de su dependencia y pertenencia a Dios; que Jesús por tanto, porque su realidad humana es adoptada y pertenece al logos eterno de la manera más radical, es el hombre más verdadero, más autónomo, es quien ha descendido más hondo dentro de los abismos de lo humano, quien ha muerto más realmente y el que permanece hombre de manera más definitiva. Ahora bien: si lo que ha podido ahora ser insinuado sola mente, es verdad, si con la esencia del hombre y su autotras cendencia hay dada una idea de la humanidad divina (aunque tal vez de hecho llegue a sí misma temporalmente sólo después de la experiencia de la encarnación), si cuando el hombre se entiende mejor a sí mismo, es cuando se comprende como la posible autodeclaración de Dios, que se ha hecho realidad en ese hombre que es Jesús, entonces no es ya tan difícil recono cer en Jesús precisamente la realidad de esa posibilidad. Porque ¿dónde está si no un hombre de la historia claramente percep tible, que haya tenido pretensión sobre ese acontecimiento como sucedido en él? ¿Dónde está alguien, fuera precisamente del Jesús bíblico, cuya vida humana, cuya muerte—-y digamos además resurrección—, a quien ser amado por hombres innu merables pudiera dar el coraje y la legitimación espiritual, para mantener semejante pretensión? Si yo me sé a mí mismo como el compañero de un comprometerse uno para con otro absolu tamente recíproco entre Dios y la creatura espiritual, si todo habla a favor y nada propiamente en contra, ¿por qué no debía reconocer que ese consorcio de compromiso recíproco de uno para con otro es en Jesús tan radical desde el comienzo, que perteneciendo el lado divino a Dios no sólo como al crea dor en distancia, sino también a Dios como a aquél que se declara, la respuesta en él del hombre a Dios es otra vez la 21 palabra de Dios mismo y exactamente por eso la respuesta más autónoma del hombre én cuanto criatura? ¿Dónde podría yo tener, fuera de Jesús, el coraje para tal fe, que quiero o que me es lícito poseer porque resulta de la profundidad de la experiencia de la trascendencia llena de la gracia de Dios? Si ha de haber un punto omega, al que converge toda la his toria del mundo, si puedo esperar de la experiencia según gracia de la propia cercanía a Dios, que haya ese punto omega (para hablar en la terminología de Teilhard de Chardin), o que por lo menos no es loco atrevimiento el preguntar, el buscar, si ha penetrado ya en la historia, ¿ha de parecerme entonces absurdo encontrarle en Jesús de Nazaret? En aquel que todavía en la muerte ponía su alma en las manos del Padre, en aquel que convencía, precisamente ¡porque no tenía necesidad de discutir avisados problemas de concepción del mundo, en aquel que sabía radicalmente del misterio en cuanto misterio, del juicio devorador, de la muerte del hombre, de su culpa abisal, y llamaba, sin embargo, a ese misterio Padre y a nosotros sus hermanos. Y que se sabía simple y llanamente como hijo, y sabía su muerte como la reconciliación del mundo. Nadie puede ser forzado, por medio de discusiones, a creer en Jesús de Nazaret como en la absoluta presencia de Dios. Esta fe es libre porque cree en algo histórico, en algo contingente. Pero quien tiene las ideas por seria y existencialmente verda deras, sólo cuando poseen carne y sangre, ese puede creer más fácilmente en la idea de la humanidad divina, si cree en Jesús de Nazaret, si encuentra en carne, lo que es el proyecto venturoso de la más alta posibilidad del hombre, desde la cual por primera vez se sabe qué significa hombre propia y últi mamente. Una cosa todavía por decir acerca de esta idea del Dios- hombre y acerca de la facticidad de Jesús como Dios-hombre real: él es ciertamente, puesto que es el sí de Dios al mundo y la adopción del mundo en Dios en persona y en cuanto persona, el acontecimiento inalcanzable, definitivo, escatológico. Después de él, si no no sería el Dios-hombre, no puede venir experiencia religiosa alguna, ningún profeta más que pudiera adelantarle, algo por medio de lo cual apareciese en el lugar de lo de hasta ahora, relevando lo antiguo, algo nuevo y mejor- 22 ¿Cómo podría ser posible? Hay dos palabras y dos realidades inalcanzables y con ellas su convergencia: el hombre como la infinita pregunta y el misterio infinito como respuesta absoluta e infinita en tanto permanece como misterio: hombre y Dios. Y por eso el Dios-hombre es inalcanzable; un profeta nuevo no puede llegar a más, puede quedarse atrás, detrás de la respuesta que es el Dios-hombre o a lo más copiarla. Pero por medio de esta fórmula real, inalcanzable del mundo, de su sentido y de su tarea, el mundo y la historia han llegado a su propio sentido (también en perceptibilidad conceptual e histó rica), no así a su fin, como si no pudiese haber propiamente ya ninguna historia en lo que vale la pena de ser pensado y hecho. Todo lo contrario: la historia (que ha de suceder en saber y libertad) ha entrado ahora en posesión de su auténtico principio, ha experimentado el centro de lo porvenir, recono cido su determinación infinita como dada a ella interiormente en propiedad. Y por eso comienza ahora propiamente la historia, inabarcable, aventurera, incontrolable (naturalmente incontrola ble también respecto a su fin), una historia, sin embargo, que se sabe albergada en el amor de Dios, el cual les ha tomado ya la delantera a todos sus juicios, que puede entenderse a sí misma magnífica y victoriosamente a pesar de todoslos terrores que han sucedido ya en ella y que sucederán todavía acrecentándose tal vez apocalípticamente. Y el desenlace de esta historia sus tentada por el Dios-hombre, anudada en él, el absoluto media dor, es la cercanía absoluta para con Dios de todos los espíritus salvados, la última inmediateidad radical para con El, tal y como la constituye, según la esencia, la deificación interior del Dios- hombre en su realidad humana. Así se pone de manifiesto, que la meta y el sentido de la unidad humano-divina es la inmediateidad de la criatura espiritual en general para con Dios, que nosotros por tanto estamos en toda verdad concebidos de antemano como los hermanos del Dios-hombre, y que en él la cercanía irrepe tible de Dios y del hombre no hay que interpretarla en el primer arranque como un no o una cercanía del restante espíritu creado para con el misterio absoluto, sino como su fundamentación y como sí radical ya realizado. Por lo tanto, se puede hablar de una verdadera humanidad-divina de la humanidad entera. Pero todavía hay otro impedimento y peligro de la fe junto 23 a la abisal amargura de la existencia y la multiplicidad de las concepciones del mundo: la comunidad de la fe misma, la Iglesia. Es cierto que para la mirada sin prejuicios del medi- tador de la historia es también la Iglesia santa, el signo, que elevado sobre las naciones por su fertilidad inagotable en todo sentido, da un testimonio por medio de sí mismo de su ser efectuado por Dios. Pero es también la Iglesia pecadora de los pecadores, la Iglesia pecadora, porque nosotros, miembros de la Iglesia, somos pecadores. Y esta pecaminosidad de la Iglesia no quiere decir solamente la suma de las insuficiencias, que, por así decirlo, permanecen privadas, de sus miembros, hasta de los portadores de los más altos y santos ministerios. La pecamino sidad e insuficiencia de los miembros de la Iglesia opera tam bién en el obrar y omitir que, estando en el ámbito de la expe riencia humana, ha de ser designado como obrar y omitir de la Iglesia misma. La humanidad pecadora y su insuficienia, la miopía, el quedarse detrás de las exigencias de cada hora, la falta de comprensión para las indigencias del tiempo, para sus tareas y sus tendencias de futuro, todas esas peculiaridades tan humanas son también peculiaridades de los portadores del mnisterio y de todos los miembros de la Iglesia, y repercuten por permisión de Dios en lo que la Iglesia hace y es. Sería obce cación alocada y orgullo clerical, egoísmo de grupo y culto de persona propio de un sistema totalitario, todo lo cual no con viene a la Iglesia en cuanto comunidad de Jesús, humilde y manso de corazón, si se quisiera negar esto o paliarlo o mini mizarlo, o ser de la opinión de que esta carga es sólo la carga de la Iglesia de tiempos anteriores, que hoy le ha sido retirada. No, la Iglesia es la Iglesia de los pobres pecadores, es la Igle sia que no tiene frecuentemente el coraje de meditar el futuro como el futuro de Dios, igual que ha experimentado el pasa do como de Dios también. Es con frecuencia la que glorifica su pasado, y mira el presente, allí donde no le ha hecho ella misma, con ojos torcidos, condenándole demasiado fácilmente. Es con frecuencia la que en cuestiones de ciencia no sólo avanza lenta y circunspectamente con mucho cuidado por la pureza de la fe y su integridad, sino que espera además demasiado, habiendo dicho en el siglo XIX y en el XX con demasiada rapidez que no, cuando hubiese podido decir ya antes un sí, desde luego mati- 24 zado y distintivo. Ha estado con más frecuencia por los podero sos y se ha hecho demasiado poco abogada de los pobres, ha dicho su crítica a los poderosos de esta tierra demasiado sua vemente, de tal manera que más bien parecía como si quisie ra procurarse un alibi sin entrar de veras en conflicto con los grandes de este mundo. Se mantiene muchas veces más con el aparato de su burocracia que con el entusiasmo de su espíritu, ama a veces más la calma que el temporal, lo acreditado ya de antiguo más que lo audazmente nuevo. En sus portadores del ministerio ha cometido frecuentemente injusticias contra santos, pensadores, contra los que preguntan dolorosamente, contra sus teólogos, que querían sólo servirla incondicionalmente. Ha re primido y no raras veces la opinión pública en la Iglesia, aun que según Pío XII sea ésta indispensable para el bien de la Iglesia misma, ha confundido reiteradamente la ilustración de una buena tradición de escuela con la árida mediocridad de una teología y una filosofía de medias tintas. Frente a los que están fuera, los ortodoxos y los protestantes, se ha mostrado mucho más a menudo en el papel de un juez que anatematiza que en el de una madre que ama y que, humildemente y sin ergotismos, hale al encuentro de su hijo hasta la frontera de lo posible. Al espíritu, que en el fondo es el suyo, más de una vez no le ha reconocido como tal, si sopla, como precisamente hace, donde quiere, por entre las callejuelas de la historia universal y no por la galerías de la Iglesia misma. Frecuentemente, «n contra de su auténtica esencia y de la plenitud de su verdad (sin, dene garla, desde luego), se ha dejado maniobrar por herejías y otras tentativas rebajándose al nivel de unilateralidad de sus adversa rios, y ha expuesto su doctrina no como un sí de mayor ampli tud a lo pensado «propiamente» y de manera escondida en la herejía, sino como un no al parecer meramente dialéctico. Según toda medida humana ha desperdiciado con frecuencia horas estelares decisivas para su propia tarea o ha querido percibirlas, cuando el kairós para ello había pasado ya. Cuando pensaba representar la señorial inexorabilidad de la ley divina (lo cual es ciertamente su santo deber), ha jugado, y no en contados casos, el papel de una gobernanta pequeño-burguesa y refun fuñona, ha intentado, con corazón estrecho y entendimiento de masiado mediocre de la existencia, reglamentar la vida con el 25 espejo de confesonario, que está bien para la famosa Lieschen Müller 1 en la ciudad pequeña y bien temperada del siglo XIX. Ha preguntado con demasía por la decencia bien ordenada, que no deja que llegue hasta ella culpa alguna, y no por el espíritu ufano, por el corazón amante y por la vida esforzada. Son demasiados los espíritus ante los que no ha sido capaz de acreditarse fidedignamente, para que tenga derecho a ver la culpa y la catástrofe solamente del otro lado. Todo esto es verdad. Todo esto es una impugnación de la fe, una carga que puede posarse sobre cada uno casi asfixiante- mente. Pero por de pronto: ¿no pertenecemos nosotros mismos a esa carga, que se posa sobre nosotros y amenaza nuestra fe? ¿No somos también nosotros mismos pecadores? ¿No pertene cemos nosotros también a la cansada, gris multitud de los que en la Iglesia, por medio de su mediocridad, de su cobardía, de su egoísmo, entenebrecen la luz del Evangelio? ¿Tenemos real mente el derecho de arrojar la primera piedra sobre esa peca dora, que está ahí, acusada ante el Señor y que se llama Iglesia? ¿No estamos nosotros mismos acusados también en ella y con ella y entregados a la misericordia, a las duras y a las maduras? Y además: si sabemos que la verdad y la realidad pueden ser realizadas solamente sobre la tierra, en la historia y en la carne, y no en un idealismo vacío, si sabemos hoy más que nunca que el hombre se encuentra a sí mismo únicamente en una co munidad que exige dura y unívocamente, y que todo solipsisrno de cualquier especie, cualquier resguardo del individuo precio sista y al cuidado de sí mismo es un ideal pasado (y siempre falso), entonces para el hombre actual puede haber sólo un camino: soportar la carga de la comunidad como camino ver dadero de la libertad real de la persona y de la verdad; enton ces la Iglesia de los pecadores puede seguir siendo desde luego una pesada carga para nosotros, pero no significar ya un escán dalo, que destruyeel coraje de la fe. Y finalmente: buscamos a Dios en la carne de nuestra existencia, hemos de recibir el cuer po del Señor, queremos estar bautizados en su muerte, queremos estar incluidos en la historia de los santos y de los grandes espíritus que amaron a la Iglesia y la guardaron fidelidad. 1 Más que personaje una locución casi, en la que se resume el amortiguamiento vital del pequeño-burgués. (N. del T.) 26 Esto se puede nada más que viviendo en. la Iglesia y portando conjuntamente su carga, carga que es la nuestra propia. En tanto se consume en ella el sacramento del espíritu y del cuerpo del Señor, toda insuficiencia humana es, a fin de cuentas, la sombra que cede y que sí puede asustar, pero que no mata. Nuestro amor, nuestra obediencia, nuestro silencio y el coraje, donde sea necesario, tal Pablo frente a Pedro, de confesar ante los representantes de la Iglesia oficial la verdadera Iglesia y su espíritu del amor y de la libertad, estas son las realidades más santas en la Iglesia y por eso siempre también las más poderosas, más que toda la mediocridad y todo el tradicionalismo pasmado, que no quiere creer, que nuestro Dios es el Dios eterno de todo futuro. Nuestra fe puede ser impugnada en lo concreto de la Iglesia, en ello puede madurar pero no morir, si es que nosotros no la hemos dejado morir de antemano en nuestro corazón. Es difícil enjuiciar el tiempo propio. Pero yo soy de la opinión de que los espíritus jóvenes no tienen en el nuestro ninguna clase de facilidades. Puesto que para ellos hay algo especialmente difícil y, sin embargo, necesario: distinguir el cristianismo auténtico, la fe auténtica en Jesucristo, su reino y su gracia redentora, de todo aquello sobre lo cual se puede ser de muchas opiniones y en torno a lo cual hay tal \ez que luchar duros combates, trágicos, amargos: las cosas de la cien cia, de la cultura, la nueva configuración de la existencia terre na, la política, las realidades sociales, la libertad en esta tierra, la misión europea, el sitio de Alemania en la historia universal que comienza ahora en cuanto una. No como si estas dos cosas no tuviesen que ver nada la una con la otra. Tienen mucho que ver. Por de pronto, porque cada hombre será preguntado en el juicio de la eternidad por cómo haya también cumplido su misión y tarea muy terrenas, y porque el laico sobre todo es un buen cristiano solamente si ama la tierra, los hombres y su historia, si en la llamada de ésta escucha el clamor de su Dios, que ha creado el cielo y la tierra. Pero por mucho que la doc trina del cristianismo incluya también una ordenación de la tierra, del pueblo, del orden social, de la historia, no puede, sin embargo, de su mensaje sólo ser derivado sistemáticamente un imperativo unívoco para la configuración del futuro en el ám- 27 bito terrenal. Lo cual condiciona que sobre las cosas de esta tierra, de la configuración de las circunstancias políticas, esta tales, oficiales, sobre la dosificación de libertad y orden, sobre las formas concretas de la tolerancia, sobre la dirección de marcha para la historia de un pueblo, sobre el análisis de la situación actual y de las consecuencias que de ella resultan, también los cristianos pueden estar desunidos, terriblemente des unidos, y que tal vez no les quede otro remedio que luchar unos contra otros con las armas que Dios ha dado como legítimas al espíritu del hombre. Simplemente no es verdad que cristia nos, que católicos, tengamos o podamos estar unidos siempre en todo, que la Iglesia oficial pueda imponer en todo y a cada uno una norma obligativa. Es verdad que, en sus representan tes concretos, la Iglesia puede ser miope y cometer transgre siones de frontera, que ni ante las auténticas normas del cris tianismo ni ante la historia pueden estar justificadas. Porque siempre puede ocurrir algo así, porque algo así pue de y debe esperarse, en todo tiempo y en cada situación, de la finitud y pecaminosidad de los miembros de la Iglesia, por eso soy de la opinión de que la juventud actual no podrá ser preser vada en el tiempo presente de tales situaciones. Por lo cual tiene precisamente la tarea de llevar semejantes posibles con flictos con paciencia, con finura, con amor a la Iglesia, amor a los hombres de la Iglesia, aun cuando estén en muchas cosas desavenidos con nosotros, con sobriedad; de no perder de vista el reino de Dios en el cuidado por las tareas terrenas; de saber que no se gana el verdadero futuro, negando el auténtico pasa do, de comprender que hoy todavía Occidente tiene en el mundo- una misión terrena y una misión cristiana: tomar lo verdadero- de lo antiguo para el camino hacia la región de un futuro mejor, más libre, más grande; de entender, que solo se es fiel al pasa do, cuando se busca conquistarle un futuro, que el verdadero conservador es el que camina resueltamente al encuentro de un futuro nuevo, de no dejarse amargar y desanimar en el esfuer zo de coordinar la libertad de los hijos de Dios, la responsabili dad de la propia conciencia y la misión y tarea propias con obediencia eclesiástica y con la paciencia, que puede esperar, hasta que el tiempo nuevo dé también en la Iglesia frutos madu ros; de realizar aquello, de que el grano de siembra ha de 28 morir para que dé fruto, de tener el coraje de vencer la injus ticia por medio del amor. Quien en la Iglesia viva así su come tido frente al futuro, sobrellevará la figura histórica de aquella, sin que se convierta en una impugnación de la fe, que fuese insuperable. Puede ser que la Iglesia oficial coloque a alguno entre el dilema de caer en el descreimiento o de crecer por en cima de sí mismo y ejercitar en silencio y paciencia una humil dad más grande, una justicia más santa y un amor más fuerte que los que viven para darnos ejemplo los representantes ecle siásticos oficiales. ¿Por qué no ha de ser posible una situación semejante? ¿Y por qué nosotros no habíamos de salir airosos de ella? Si nos atrevemos a crecer así por encima de nosotros mismos y a morir como grano de siembra en el campo de la branza de la Iglesia, y no a sus puertas como revolucionarios, entonces advertiremos que sólo tal proeza nos libera en verdad hasta dentro de la infinitud de Dios. Puesto que la fe que en esta Iglesia se nos exige es la proeza, que donada por Dios, acepta el misterio infinito como cercanía del amor que perdona. Lo cual no puede suceder sin una muerte que nos hace vivos. En esta aceptación está contenido el cristianismo entero como su propia y venturosa esencia. Atreverse a tal fe, es hoy posible. Hoy más que nunca. Este mensaje de la posibilidad de la fe cristiana hoy y ma ñana, le entenderá al fin y al cabo únicamente aquél, que no sólo le oye, sino que le ejecuta, se compromete por él en su existencia en cuanto que reza, es decir, en cuanto que tiene el coraje de hablar dentro de esa inefabilidad callada y que nos rodea amorosamente, y esto con la voluntad de confiarse a ella y con la fe de ser aceptado por el misterio santo, que llama mos Dios; en cuanto que se esfuerza en ser fiel a la voz exi gente de su conciencia; en cuanto que plantea a las cuestiones de la vida la pregunta una, callada, que lo abarca todo, de su existencia; porque no se escapa de ella, porque la llama y la interpreta, se abre a ella y la acepta como un misterio de infi nito amor. Que no se diga que no puede vivirse la doctrina del cristianismo, si no se está ya convencido de ella. Que no se puede, por tanto, comprobar así la verdad. Porque nosotros somos los ya dispuestos, y no hay hombre alguno, que en esa realidad, que precede a su libertad y que nunca será alcanzada 29 por completo por dicha libertad finita, n i amortizada tampoco por entero, no sea ya cristiano de alguna manera: hombre del anhelo, hombre del amor que ha quedado todavía, hombre del cual lo más íntimo se alegra más en la verdad que en la menti ra, que aún ve diferencias, porque ni siquierael peor positivista y el materialista más escéptico consiguen llevar a cabo, no ver ya ni percibir en su existencia ninguna exigencia y ninguna llamada. Puede que uno, que no ha aceptado ya con plena con secuencia y en libertad refleja su cristianismo dado de ante mano, no sea todavía un cristiano pleno, crecido del todo, que ha llegado a sí mismo reflejamente; pero no podrá conseguir, desde luego, que la dinámica de su ser hombre y de la gracia de Dios no le oriente a la existencia cristiana. Por tanto, cuando se dice que se debe experimentar desde la experiencia de la propia existencia, si el cristianismo es la verdad de la vida, no se enuncia ninguna pretensión exagerada. Se dice sólo: únete con lo auténti co, con lo exigente, con lo que reclama todo, con el coraje para con el misterio en t i ; se dice sólo: sigue adelante, en dondequie ra que ahora estés, sigue la luz, aunque ahora sea todavía peque ña, aunque ahora arda todavía humildemente, llama al misterio, precisamente porque es inapresable. Sigue adelante y encontra rás, espera e interiormente tu esperanza tendrá ya la gracia del cumplimiento. Quien se abre así, podrá estar muy alejado del cristianismo constituido institucionalmente, podrá aparecerse a sí mismo como un ateo, podrá pensar apenado, que no cree en Dios, podrá parecerle lo concreto de la doctrina y del compor tamiento vital cristiano raro y aplastante casi. Pero debe se guir adelante, seguir su luz en el fondo más íntimo del cora zón. Este camino está ya en medio de la meta. Y el cristiano no teme no llegar, aunque no logre ya en este tiempo quien así pregunta y busca, explicitar e integrar consu madamente su cristianismo anónimo en el cristianismo expreso de la Iglesia. No es ninguna verdad filosófica, sino una verdad cristiana, que el que busca, ha sido ya encontrado por aquél, a quien busca tal vez innominadamente, pero con valentía y leal tad. ¡ Qué ventura! : no se puede pasar de largo ante el misterio infinito, que nos rodea con amor callado, tan fácilmente como piensan igual los escépticos y ateos que los cristianos estrechos, los cuales piensan en Dios según su corazón demasiado pequeño. 30 Y precisamente porque lo rodea todo silenciosamente, porque todos los caminos van a dar a él, en quien vivimos, nos move mos y somos, que no está lejos de ninguno de nosotros, que lo sustenta y lo abarca todo, sin ser abarcado ni alcanzado por nadie, por eso mismo el cristianismo y su fe son por de pronto lo más simple y sobreentendido, porque solamente dice que nosotros estamos llamados a la inmediateidad del misterio de Dios mismo, que éste se nos da en cercanía indecible, que esta cercanía se ha revelado, y definitivamente, en el hijo del hombre, que es entre nosotros la presencia de la eterna palabra de Dios, y que en esta definitividad hecha carne e historia del sí divino de sí mismo, todos los que han escuchado este sí en la dimen sión de la historia y de la comunidad, están llamados a la comu nidad, llamada Iglesia, de los que en unidad, verdad y amor, y en la celebración de la muerte de su Señor, esperan que se revele lo que ya es: Dios todo y en todo. 31 TEOLOGÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO Preguntémonos: ¿hay ya teología en el Nuevo Testamento?, y si la pregunta ha de ser contestada con un sí, ¿qué significa esto para la tarea de la teología actual? Si de verdad la pregunta propuesta ha de ser contestada rec tamente, primero ha de quedar claro lo que se entiende en tal pregunta por «teología». Desde luego que no puede aquí tratar se de una determinación conceptual exhaustiva de este término, como tampoco de la cuestión acerca de si no se pudiese tal vez hablar de teología en varios sentidos diferentes, sustentables por separado, incluso después de haber prescindido del concepto de una «teología natural» y pensando de antemano en la teo logía solamente, que se refiere a la revelación cristiana y quiere ser «eclesiástica». Digamos por tanto ahora muy simplemente: por teología entendemos, al menos aquí, un conocimiento, cuyo contenido y seguridad no resultan del proceso original de la re velación, que en su evidencia y en su contenido descansa sobre sí mismo, sino que resulta, aunque viniendo últimamente de tal proceso, mediado de alguna manera por él, derivado de él, de un esfuerzo caviloso y de una experiencia religiosa, que no son sin más idénticos con el simple escuchar la revelación sola en cuanto tal. Cierto que tal determinación conceptual (de la que no afirmamos, que sea completa, pero sí que nos basta pro visionalmente) supone que tenemos o tendríamos comprensión suficiente de lo que aquí se llama proceso inmediato de revela ción de índole original. No podemos ahora adentrarnos en esta cuestión. Para nuestros fines puede muy bien bastar si decimos: el proceso de revelación de índole original mentado aquí, con siste en que Dios efectúa inmediatamente un conocimiento : de determinado contenido y de tal modo, que el contenido de ese conocimiento es aprehendido con claridad y experimentado uní voca e indudablemente como comunicado por Dios, sabiéndose además ese determinado contenido solamente porque a su res pecto y de manera inmediata es efectuado por Dios el proceso de revelación. Cómo sucede este proceso, hasta qué punto es 33 .3 un esclarecimiento intelectual interior e inmediato, hasta qué punto puede suceder en la forma de experiencia de la revela ción de un hecho divino, hasta qué punto se consigue la evi dencia de la autodeclaración divina por medio de procesos espirituales interiores, o se necesita, incluso tratándose de un portador original de la revelación, de testificación exterior por medio de milagros, cómo hay que considerar esos milagros res pecto a su función en cuanto criterio del estar-efectuada-por-Dios de una revelación, todo esto no debe ocuparnos ahora. Nos basta con distinguir esa revelación original de los conocimientos, que so derivan de la experiencia, original también, del propio pro ceso de revelación, que están edificados sobre él, pero no iden tificados con él. Si bajo determinadas condiciones—y por qué y en qué sen tido—tales conocimientos mediados pueden ser aún llamados revelación en un sentido auténtico, es cosa que sólo debe ocu parnos más tarde. Por de pronto no es posible duda alguna sobre que hay tal distinción y que se mantiene con derecho. Cada contenido de una reflexión teológica, que sucedió o su cede donde quiera en la historia de la teología, tiene por una parte la intención de edificar sobre los datos de la revelación, de partir de ellos y de regresar a ellos, de aclararlos, de desarro llarlos, de ponerlos en relación con el conjunto de la consciencia y del sistema del saber humanos, etc, y, por otra parte, no presenta desde luego la exigencia de haber sido aceptado como viniendo de Dios mismo, en un proceso inmediato de revela ción en cuanto tal, de modo que en su contenido y en su recti tud fuese sin más el resultado inmediato del operar divino. Si a la reflexión teológica entendida así la llamamos simplemente teología para distinguirla de la revelación original, que no edi fica ya sobre otra cosa, entonces surge la pregunta: ¿hay ya en los escritos del Nuevo Testamento teología, o es ésta sola mente en todas sus declaraciones nada más que la objetivación de un proceso original de revelación? Por lo pronto, pudiera pensarse que la cuestión hay que decidirla negativamente y sin ambages. La Escritura está inspi rada en todas sus partes, y todo lo que declare realmente es objeto de la fe, y norma de esa fe en todas sus proposiciones. Por tanto revelación y no teología. 34 Pero miremos las cosas más exactamente, antes de que esta información sea captada como definitiva. Ningún teólogo católico discutiría, que hay dogmas en la Iglesia, que son en cuanto tales declaraciones verdaderas de la revelación, esto es que pueden y deben ser creídos de fe divina y no de fe eclesiástica meramente y que, sin embargo, no resultan de un proceso inmediato de revelación, sino que están derivados, hechos explícitos, de una o varias proposiciones de revelación original o más origi nal. Bajo qué condiciones, presupuestos y restricciones tienen aún dichas proposiciones derivadas la cualidad de «reveladas por Dios», en qué casos no es esto ya posible (aunque tal vez sean absolutamente seguras y pueda la Iglesia definirlas), todo esto no lo traemos ahora a debate. Nos basta, que la pro clamación del ministerio docente de la Iglesia, haya tales pro posiciones de fe de índole derivada, proposiciones de las cua les no puede decirse: en cuanto tales proposiciones determina da» tienen su origen inmediatamente en una revelación de Dios; o también que son conocimientos comunicados, que consisten Hit HÍ mismos. Hay verdades de fe, que son reconocidas por la lfi¡li'NÍii como laleH, porque y en cuanto que están referidas a olían verdades de la revelación, porque y en cuanto que están coulonidiiM en rilan «implícitamente». Si no no sería posible una evolución de los ilogmnH, que es más que una historia de la teología. Porque historia de los dogmas no indica ni la historia do un esfuerzo de comprensión meramentee humano en torno a un contenido de fe que permanece siempre igual, ni la mera historia de diferentes formulaciones de una verdad, que por así decirlo estuviese ahí desnuda e independiente de las formulacio nes, en las que nos viene dada, ofreciéndosenos solo por razones de capricho o de circunstancias externas de historia del espíri tu, en un diverso, cambiante ropaje de palabras. La historia de los dogmas es realmente historia de la fe. De la misma fe que permanece siempre, que no experimenta ya de veras incremento alguno de afuera. Pero una historia de la fe misma, en la que acontece algo, que hasta ahora no estaba dado «así». Lo nuevo se legitima siempre y solamente por su procedencia de lo antiguo, la verdad nueva es la antigua, no es ninguna verdad nueva, en cuanto que nos sea dada una propo sición, que como proposición de la fe misma sólo ahora nos es 35 dada y antes no. Y, desde luego, esa novedad del ser dada ahora solamente, puede referirse tanto al contenido como también a la aprehensión refleja del haber sido ciertamente revelada. Pero precisamente en cuanto que la verdad nueva de una pro posición revelada se acredita como verdad antigua por medio de su regreso a la verdad de fe conocida y captada ya de siempre, antigua, por eso mismo indica que no resulta de una revelación de Dios, que consista en sí misma, sino que su hora de nacimiento, su instante de revelación es el de la otra verdad, que es ya ella misma original, revelación de Dios que no descansa en ningún otro proceso de revelación, o dicho otra vez, que en su propia procedencia tienen su origen en una revelación ori ginal de Dios. Brevemente: si de verdad hay historia de los dogmas, entonces hay revelación, que no es simplemente en sí misma original, pero que es desde luego revelación: palabra de Dios infalible y que en sentido propio exige fe. Una vez más aún: no es este el lugar de contestar la pre gunta, cómo sea esto posible, con otras palabras cómo una palabra deducida de una palabra de Dios pueda guardar toda vía la cualidad de palabra de Dios. Es esta una cuestión difí cil, que ciertamente no puede sin más ser contestada con la información de la antiguamente usual teología de escuela sobre la evolución y progreso de los dogmas: que un nuevo dogma dice, nada más que con otras palabras, exactamente lo mismo, que el contenido comunicado es plenamente, y a secas, sin modificación alguna, idéntico al contenido antiguo y preci samente por eso palabra de Dios. No; en la doctrina por ejem plo del número siete de los sacramentos, de la sacramentalidad del matrimonio, de la manera de ser meramente relativa de las personas divinas, etc, etc, están declarados como dogma cono cimientos que en tiempos anteriores no «estaban ahí» sin más en cuanto tales, que han llegado a ser y que no han sido dados, sin embargo, en revelación nueva. Están dados como el resul tado de la historia real de la verdad antigua y por eso mismo y en ese sentido idénticos con ella y compartiendo su propiedad en cuanto de una palabra de Dios, teniendo por tanto su pro cedencia en el origen antiguo, y no en uno nuevo, de una co municación divina. Y esa verdad comunicada ha de tener una historia semejante, porque en tanto verdad escuchada y creída 36 humanamente (y sólo como tal es la verdad dicha por Dios) ha de tener una historia, y porque en tanto historia en el espacio del espíritu y de la persona es siempre una historia de verda dero llegar a ser en la mismidad permanente de la verdad una y la misma existente históricamente. Según dijimos, las formas exactas, las condiciones, las causas de ese llegar a ser, y de la historia del mismo respecto a una verdad en general y respecto de una verdad revelada, de una palabra de Dios, no pueden ocu parnos aquí. Todas las teorías de la historia y evolución de los dogmas no son otra cosa que los intentos de una respuesta más exacta a la pregunta: ¿cómo la verdad realmente nueva puede ser la antigua? La multiplicidad de esas teorías, que ni con mucho se han encontrado juntas todavía en una sententia communis en la teología, muestran precisamente con su multiplicidad que esto es verdad: el dogma puede en cuanto tal tener una historia, y no sólo en la manera, como tácitamente se piensa según cos tumbre de «historia de la revelación divina», a través del Anti cuo Téslnmento hasta dentro del Nuevo, a saber que en diversos «MlmliiiM del tiempo se promulgan nuevas iniciativas divinas, (|ii(! ('(iniiinican, respectivamente, nuevas proposiciones de la ver dad, do las cuales cada una tiene su hora de nacimiento, sino (|iu) el dogma tiene además una historia en el sentido de que la verdad misma una vez comunicada tiene otra vez su historia propia que no la conduce necesariamente fuera del ámbito de la revelación divina, sino que es ella misma su desarrollo. Si esta historicidad de la verdad revelada no puede en gene ral ser discutida, si esa verdad sigue siendo la misma incluso en sus figuras históricas nuevas, entonces puede plantearse la cuestión de si dentro del Nuevo Testamento hay también tal historia de la verdad de revelación original, de si en esa verdad surgen nuevos desarrollos, que reclaman, desde luego, la cuali dad de palabra de Dios, sin exigir para sí por eso un origen de revelación propia. «Dentro del Nuevo Testamento», ha de decir tanto como dentro del tiempo del Nuevo Testamento, en tiempo de la Iglesia apostólica, en cuyo tiempo según toda convicción teología sucedía todavía revelación, ya que ésta se declara como concluida sólo con la «muerte del último apóstol»; de modo que dicha revelación derivada, pero propia, surgió (tampoco 37 solamente) en tiempo de la Iglesia originaria y fue proclamada por los apóstoles y por otros anunciadores del mensaje cristia no legitimados por ellos. «Dentro del Nuevo Testamento» debe significar también: dentro del surgir de los escritos del Nuevo Testamento, de modo que acontezcan en ellos y se hagan per ceptibles tales procesos de evolución histórico-dogmática. A la pregunta se puede y se tiene que responder afirmativa mente y sin ambages. Por de pronto se puede preguntar: si en la Iglesia de más tarde hay ese proceso, ¿por qué no ha de haber acontecido también en la Iglesia originaria? La fuerza interior de desarrollo, la dinámica, la autointerpretación que contiene in teriormente la verdad, y sobre todo la verdad divina, puede no haber sido menor en tiempo de la Iglesia originaria que más tarde. Dios no necesitaba en este tiempo hacer por medio de nueva iniciativa propia algo, que la misma verdad, por él reve lada, podía ejecutar (naturalmente siempre, igual que en tiem pos posteriores, bajo su continua providencia de salvación, bajola asistencia del Espíritu Santo y correspondientemente a una situación espiritual, que está rodeada a su vez por su volun tad y su sabiduría, de tal manera que no es que Dios obre propiamente «menos», sino de otro modo al decir su verdad así, por medio del desarrollo inmanente de lo comunicado ya, y no comunicándola nuevamente). Además, hay que considerar que no se puede oír una verdad entendiéndola, sin que se la acepte, se la asimile, se la confronte, etc., con el restante contenido del espíritu y de la consciencia. Con otras palabras: el acto del simple escuchar y aceptar, y el acto de la reflexión, no son ni mucho menos actos y fases de un proceso espiritual de enten dimiento, que se puedan distinguir adecuadamente y disponer por completo en el tiempo uno detrás de otro. La teología co mienza por tanto como condición del simple oír en el primer instante del oír mismo. Y no puede entonces hacer otra cosa que seguir adelante y desarrollarse. De hecho, en una lectura atenta del Nuevo Testamento ve mos, si leemos sin prejuicios, que se ejerce en él teología. Sería absurdo, si se quisiera retrotraer adecuadamente la diferencia entera por ejemplo de la teología sinóptica y de los Hechos de los Apóstoles, o de un Pablo, a la intervención de una reve lación de Dios nueva, inderivable. No; los hombres del Nuevo 38 Testamento cavilan, reflexionan sobre los datos de su fe, que ya conocen, tienen «problemas» que contestan, y que impulsan en ellos conocimientos nuevos; tienen una procedencia espiritual y teológica diversa, y ésta se hace vigente en la perspectiva de sus declaraciones, en la elección de los conceptos, en los acen tos que dan a sus exposiciones. Tienen experiencias personales de la vida, que adquieren ellos mismos, que no siempre fueron mandamiento para ellos, y que fluyen ahora en su pensamiento teológico, exigiendo respuestas nuevas sobre el cimiento de su .'intigua fe. Su doctrina es distinta, lo cual no quiere decir con tradictoria. Ni se podría hablar tampoco de una teología de Pablo, de los escritos de Juan, si no estuviese bien metido en ellos eso que es la teología, el esfuerzo humano, reflexión humana, fermentación a través da una individualidad determinada y una .situación histórica (del mundo judío en torno, de la operativi- dad continuada del movimiento bautista, del helenismo, del gnosticismo precristiano judío y pagano). A todas estas cues tionen ION hombres del Nuevo Testamento es manifiesto que no ifldliim nwpuestii simplemente por medio de revelaciones de f>í<m MÍcitipiT nuevas e independientes («así habla Jahwe»), sino que esa respuesta OH el resultado de su teología, de su propia reflexión soluo el fondo de los últimos datos de revelación ori ginal y de los conocimientos de fe más originales. Esta reflexión «w (cuando se expresa en el Nuevo Testamento como Escritura) directa o indirectamente la de los mensajeros de Cristo, dotados de autoridad, la de los que tienen una verdadera potestad do cente, es una reflexión que posee la asistencia del Espíritu Santo; esta reflexión está legitimada en su resultado puramente objetivo y en su método y peculiaridad formal por lo que llamamos ins piración (la cual no es necesariamente comunicación al autor inspirado de un contenido de conocimiento nuevo, no presente hasta ahora); el resultado de esta reflexión sigue siendo, por la autoridad de los autores y por la inspiración, auténtica palabra de Dios. Y esta reflexión de la teología es la que hay en el Nuevo Testamento, sin que suprima en sus declaraciones la cua lidad de palabra de Dios. Pero eso sí, indica que no todo lo que se dice en el Nuevo Testamento posee como fundamento un proceso de revelación propio, nuevo y autónomo. Se debe tener el temor, de que con frases semejantes se 39 derriban solo puertas abiertas y se proclama enfáticamente lo que siempre es de sobra comprensible. Pero si se considera el ejercicio escolar concreto en la teología católica, en la del tiem po actual también, y se advierte o se cree advertir que de hecho tan simple o no se sacan las consecuencias en absoluto o no se sacan clara e inequívocamente, le asalta a uno entonces la duda, de si realmente para la teología media escolar es tan evidente, como pudiera y debiera serlo, el simple principio de que haya teología ya en el Nuevo Testamento. Por eso preguntamos: ¿qué conclusiones resultan de este principio? No es que haya que desarrollar éstas por entero, sino que nombraremos brevemente algunas de entre ellas. En primer lugar, ya que podemos observar a posteriori teología en el Nuevo Testamento, no estando para tal constata ción referidos a los otros conocimientos a los que también hemos dado aquí vigencia, podemos decir en primer lugar: puesto que hay ya teología en el Nuevo Testamento, la cual es dogma sin embargo, puede haber también tal teología en la Iglesia de más tarde. La teología protestante procede en buena parte del axioma (tácita o expresamente) de que después del Nuevo Testamento hay historia de la teología, y ciertamente importante, pero ninguna historia real del dogma, en el sentido de que surgen en ella dogmas de obligatividad de fe absoluta, y tan definitivos, que sólo podrían ser revisados «hacia adelan te» según una declaración aún mejor y más adecuada, pero no en el sentido de una puesta en duda de su verdad «hacia atrás», exponiéndola una y otra vez a un dicho quizás reprobatorio del Nuevo Testamento. Por el contrario, nosotros podemos decir realmente: si den tro del Nuevo Testamento hay una teología que crea dogmas con obligatividad de fe, y no sólo teologúmenos, entonces tam bién la hay fuera del Nuevo Testamento en el tiempo posterior de la Iglesia; puesto que las razones y las necesidades son en ambos casos las mismas. Naturalmente que el Nuevo Testamen to configura, en cuanto tiempo y en cuanto Escritura sobre todo, una magnitud normativa para todos los tiempos posterio res, en cuanto que en él está dado ese comienzo, que al represen tar no una suma caprichosa de verdades aisladas, sino un acon tecimiento histórico de salvación (al cual pertenece también la 40 configuración de la Iglesia misma), es la norma permanente y el fundamento que ha de sustentarlo todo, para la Iglesia toda de más tarde, para toda fe y toda teología posteriores. Lo cual no excluye que en la historia posterior de la fe, pueda darse el proceso del hacerse un nuevo dogma sobre ese cimienta del Nuevo Testamento. Si la misma apropiación de la fe es histórica—'¡y cómo podría ser de otra manera!—y no es sola mente reflexión teológica sobre una consciencia de fe, entonces tiene que haber una historia de los dogmas, ya que ésta no es otra cosa que la historia respectiva de cada figura del absoluto asentimiento de fe sobre el cimiento de la revelación divina, que permanece una, tal y como de una vez para todas fue pro mulgada en Jesucristo, y tal y como debe seguir siendo en cada situación de la historia, acontecimiento actual en el asentimien to de fe y no sólo de la nueva teología. Si en el Nuevo Testamento hay ya teología, que aunque de claración obligativa de la revelación como palabra de Dios, no es por eso proceso original de revelación, en ese caso ha de ser fundamentalmente posible hacerse una idea aproximada sobre dónde discurre aproximadamente la línea fronteriza entre el caudal de contenido de la declaración original de revelación y la teología a medida de ésta en el Nuevo Testamento. El que dentro de la teología católica apenas se haya planteado esta cuestión explícitamente, muestra que la simple tesis que se expresa aquí, a pesar de ser como sobreentendida, no nos viene dada manifiestamente con claridad suficiente. Naturalmente que no se puede tratar más que de un trazado de frontera aproxi mado. Obligando el Nuevo Testamento entero por igual, con todas BU partes y declaraciones, a la teología posterior (aunque desde luego en el sentido de obligatividad, quepueden recla mar para sí cada una de las declaraciones del Nuevo Testamen to), no se puede tratar en tal trazado de frontera de un criterio- sobre cuáles declaraciones del Nuevo Testamento sean obliga tivas, «impulsen a Cristo», correspondan al canon interno de la Escritura, y cuáles no. Y ya que el trazado de frontera entre una declaración «con otras palabras» y una declaración que en proporción con la original es nueva y dice algo nuevo, es fundamentalmente muy difícil, y así lo muestran todas las di versas teorías sobre la evolución del dogma con sus distinciones- 41 entre el estar contenida virtual o formalmente de una declara ción en otra etc, la exigencia de tal trazado de frontera no puede tener la intención de ofrecer una delimitación completamente inequívoca. E incluso porque la formulación de lo que es de claración original y declaración derivada de revelación indica necesariamente en ambos casos una interpretación comprensiva de los dos grupos de declaración a cargo del mismo que traza la frontera, indicará a su vez también teología. Pero con todo se puede plantear la cuestión: ¿qué aspecto aproximado tiene lo que en cuanto contenido propiamente fun damental del cristianismo puede ser captado como verdadero, si—y en cuanto que—significa una notificación de Dios, tras la cual no se puede retroceder ya de ninguna manera, y qué se puede concebir en la palabra de revelación de la Escritura como desarrollo, como interpretación teológica de esos primeros da tos originales ayudada por conceptos, representaciones, puntos de mira, que no crecen de la problemática de los datos origi nales mismos, ni estaban ya dados como medio de expresión y como aliciente para la reflexión teológica en el mundo religio so en torno al Nuevo Testamento? Si aceptamos por ejemplo (lo cual no es ciertamente ningún riguroso principio hermenéutico, sino sólo una hipótesis de trabajo, eso sí llena de sentido), que las declaraciones cristoló- gicas y soteriológicas del Nuevo Testamento se reducen todas sin excepción a las declaraciones de Jesús sobre sí y su persona (vista ésta por supuesto a la luz de la experiencia pascual), y no contienen por encima de esto ningún elemento, que se re trotraiga, necesaria y aditivamente respecto a la autodeclara ción de Jesús, a una revelación de contenido nuevo de índole propia, entonces podemos preguntar: ¿cuál es la autodeclara ción histórica, que Jesús hace de sí mismo, de tal modo que se basen en ella toda la cristología y soteriología de los restan tes escritos del Nuevo Testamento? Según una comprensión ca tólica de la teología fundamental, no es lícito decir que sea im posible, incontestable o prohibida tal pregunta, porque no se pueda llegar hasta por detrás de la fe cristológica y soterioló- gica de los apóstoles y de los escritos del Nuevo Testamento. Si hay una teología fundamental en el sentido católico, por tanto que procede últimamente y de veras de una autodeclaración 42 histórica de Jesús o que vuelve a ella (lo que es lo mismo), nuestra pregunta es por completo justificada y necesaria. Pero las más de las veces se plantea sólo marginalmente. Esta exigencia no es solamente una exigencia de la curiosi dad histórica, para saber cómo algo ha llegado a ser. Tal delimi tación, una conscieneia lo más explícita y clara que sea posible de la relación de dependencia y consecuencia de origen en las proposiciones aisladas del Nuevo Testamento, posee una fun ción mucho más esencial. El saber acerca de estas dependencias conjuntas puede servir para determinar mejor y más inequí vocamente el sentido de una proposición determinada, su ver dadera intención, declarativa y las fronteras de ésta. Si se puede decir, de dónde sabe propiamente un escritor neotestamentario lo que dice, se podrá expresar mucho mejor lo que quiere decir. En caso de duda por ejemplo se puede afirmar, que no quiere decir más de lo que el lugar original de su declaración da real mente de sí. No es que pensemos en este método como en un principio crítico, que pudiera aplicarse, para rechazar una pro posición del Nuevo Testamento en cuanto no obligativa, pro posición cuyo sentido es ya firme por otro lado o simple mente tal y como suena. Si ese sentido es inequívoco, el teólogo dogmático no podrá sino dar razón al sentido del Nuevo Tes tamento, aunque incluso no vea cómo los datos que se suponen originales de la revelación dan realmente de sí en ese caso ese sentido, aunque no sepa indicar, de dónde sabe propiamente el escritor neotestamentario lo que dice. Sin duda alguna hay casos, en los que el sentido de una proposición, su alcance y sus fronteras no están claros. En tal caso metódicamente está por completo justificado hacer el in tento, de determinar el sentido exacto de la proposición cues tionable (o de un complejo de pensamientos a interpretar), preguntándose «de dónde» desarrolla el «teólogo del Nuevo Testamento» sus pensamientos, qué premisas y qué sobreenten didos supuestos estuvieron a la base de su reflexión teológica, y preguntándose además, lo que dé ello resulta y también lo que no resulta. Y si ese sentido de una proposición, determi nado desde su origen, no queda desautorizado por otro sentido que está ya firme por otro lado, será entonces completamente justificado, decir que el sentido determinado desde el origen 43 es también el verdadero, y que no va, en caso de duda, más allá del que estaba ya firmemente constatado. No es posible presentar aquí ejemplos manifiestos. Pero eurísticamente, aplicando prudentemente «el principio del aho rro», está permitido suponer, por ejemplo, que Pablo para su doctrina del pecado original no tenía a su disposición como datos primarios conformes a la revelación más que lo suficiente mente perceptible del Antiguo Testamento y de la restante sote- riología de] Nuevo. Y entonces podemos muy bien preguntar: ¿qué resulta de éstos datos primarios? Naturalmente que se puede y se debe contestar esta pregunta (como es frecuente en cuestiones profundas de la filosofía), casi como en una realiza ción segunda de la teología de Pablo. Se entiende de sobra que esta derivación consigue una seguridad mayor, al haberla pen sado Pablo antes que nosotros obligativamente, que si la hubié semos pensado por primera vez nosotros mismos. Pero si rea lizamos así genéricamente el pensamiento paulino, vendríamos entonces (me parece a mí, sin que pueda ahora fundarlo más de cerca) a una doctrina paulina del pecado original, que enlaza el primer pecado y el pecado personal más claramente que lo hizo Agustín; resultaría una interpretación de la doctrina del pecado original, que de antemano ve muchas cosas de manera distinta que Agustín; se harían vigentes en ella, también de antemano, no pocos momentos entroncados demasiado suplemen tariamente en la doctrina tradicional, tan determinada por Agus tín todavía. Pero no podemos ahora dar más que una mera insinuación de lo fértil que este método puede ser. Hay un punto en el que la exégesis moderna y teología bíbli ca católicas manejan, si bien con otra terminología, el método propuesto. Pero la dogmática católica apenas les ha seguido en su ejercicio dogmático interno. La exégesis y la teología bíblica católicas de hoy se preguntan frente a las palabras de Jesús, y muy reflejamente, lo que en su formulación puede valer como palabra original del Jesús histórico, y lo que en tales formula ciones (en su tendencia, en la explicitación de su alcance, en su perfilamiento, en el material de conceptos usado, eíc.) es ya conformación de la «teología de la comunidad» (entendida esta naturalmente de manera correctamente católica: la teología del ministerio eclesiástico docente de la primitiva Iglesia, susten- 44 tada por los apóstoles en cuanto maestros de la comunidad autorizados por Jesús, capaces de exigir fe, bajo la asistencia del Espíritu Santo, y no una especulación teológica en último término anónima, no