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Rahner-Karl-Escritos-de-Teologia-05

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ESCRITOS 
DE 
TEOLOGÍA 
V 
NUEVOS ESCRITOS 
TAURUS EDICIONES 
E S C R I T O S D E T E O L O G Í A 
e s l a v e r s i ó n e s p a ñ o l a d e 
S C H R I F T E N ' Z U R T H E O L O G I E , 
s e g ú n l a e d i c i ó n a l e m a n a 
p u b l i c a d a e n S u i z a p o r l a 
BENZIGER V E R L A G , E I N S I E D E L N . 
H i z o l a v e r s i ó n e s p a ñ o l a e l 
I ' . . J E S Ú S A G U I R R E 
Director de publicaciones religiosas de Taurus 
KARL RAHNER 
E S C R I T O S 
DE T E O L O G Í A 
TOMO V 
V 
TAURUS EDICIONES - MADRID 
Licencias eclesiásticas 
NIHIL OBSTAT 
Madrid, 15 de octubre de 1964 
DR. ALFONSO DE LA FUENTE 
IMPRIMASE 
Madrid, 17 de octubre de 1964 
JUAN, Obispo, Vicario General 
© 1964 by TAURUS EDICIONES, S. A. 
Claudio Coello, 69 - B, MADRID - 1 
N ú m e r o de R e g i s t r o : 3104/63. 
Depósito legal. M. 7638.—1963 (V). 
C O N T E N I D O 
LO FUNDAMENTAL-TEOLÓGICO Y TEORÉTICO 
DE CIENCIA 
Sobre la posibilidad de la fe hoy 11 
Teología del Nuevo Testamento 33 
¿Qué es un enunciado dogmático? 55 
Exégesis y dogmática 83 
LO TEOLOCICO DE LA HISTORIA 
Historia del mundo e historia de la salvación 115 
El cristianismo y las religiones no cristianas 135 
El cristianismo y el «hombre nuevo» 157 
CRISTOLOGÍA 
La cristología dentro de una concepción evolutiva 
del mundo 181 
Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo 
y su consciencia de sí mismo 221 
V 
LO ECLESIOLÓCICO 
Sobre el concepto de «ius divinum» en su compren­
sión católica 247 
Para una teología del Concilio 275 
La teología de la renovación del diaconado 301 
Advertencia sobre la cuestión de las conversiones ... 351 
Advertencias dogmáticas marginales sobre la «pie­
dad eclesial» 373 
Sobre el latín como lengua de la Iglesia 403 
VIDA CRISTIANA 
Tesis sobre la oración «en nombre de la Iglesia» ... 459 
El «mandamiento» del amor entre los otros manda­
mientos 481 
Poder de salvación y fuerza de curación de la fe ... 503 
¿Qué es herejía? 513 
NOTA BIBLIOGRÁFICA 561 
LO FUNDAMENTAL-TEOLOGICO 
Y TEORÉTICO DE LA CIENCIA 
SOBRE LA POSIBILIDAD DE LA FE HOY 
Quisiera intentar decir algunas palabras sobre la posibili­
dad de la fe hoy. De la fe en el misterio infinito, indecible, que 
llamamos Dios; de la fe en que ese misterio infinito se nos ha 
acercado infinitamente, en cuanto nuestro misterio, en auto-
comunicación absoluta en Jesucristo y su gracia, incluso allí 
donde nada se sabe y uno piensa que se precipita en el tene­
broso abismo del vacío y de la nulidad; de la fe en que la 
comunidad legítima de aquellos, que para la salvación del mundo 
entero confiesan en Cristo esa cercanía de Dios según gracia, 
es la Iglesia católica, apostólica y romana. De tal posibilidad 
de esa fe hoy habría mucho que decir. Yo puedo decir sola­
mente un poco. Y lo hago siempre con el miedo de no decir 
precisamente eso que sería decisivo para el coraje de la fe de 
cada uno que me escucha. Tengo la buena voluntad de hablar 
honradamente, y la buena voluntad también de no confundir 
esa sobria honradez, que es deber, con una amargura cínica 
que (como atestigua la conciencia) es un peligro del corazón, 
el peligro precisamente de que no se reconozca la verdad entera, 
esa que otorga acceso únicamente al corazón modesto y so­
segado. 
Puesto que la fe de la que quiero hablar es la fe en el sentido 
real de esta palabra, la fe, por tanto, de la decisión personal, 
de la transformadora fuerza del corazón y no de una convención 
burguesa y de supuestos sociales, por eso mismo la pregunta por 
la perspectiva que esta fe tenga en el futuro solamente puede ser 
contestada con autencidad, si se pregunta por la posibilidad 
que tenga hoy en la propia existencia. El futuro por el que 
aquí se pregunta crece en nosotros de las decisiones solitarias, 
en las que tenemos hoy que responsabilizarnos de nuestra exis­
tencia. 
Que esto que quiero decir haya de ser también una lección 
académica de profesor invitado, me pone en un cierto apuro. 
Porque no quiero mantener ninguna lección erudita, sino inten­
tar decir algo más sencillo y, según pienso, más importante. 
11 
Ya que si en algún, sitio es la erudición cosa de segundo orden, 
es allí en donde ha de hablarse de Dios, balbuceando. Y por lo 
mismo espero que se me perdone, si a la lección académica no 
se le nota mucho estas palabras. 
¿Por dónde habrá que empezar, si se quiere decir y atesti­
guar, que se puede tener el coraje de la fe? Hay que escoger, 
si no se puede decir todo, y hay que determinar algo arbitraria­
mente el punto de partida de la reflexión. 
Comienzo con que yo me he encontrado ya de antemano 
como creyente y no me ha ocurrido razón alguna que me for­
zase o me diese motivos para no creer. He nacido católico, por­
que nací y fui bautizado en un medio creyente. Espero en Dios, 
que esta fe recibida por tradición se haya transformado en una 
decisión mía propia, en una fe auténtica; también que yo sea 
en el centro de mi esencia cristiano católico, lo cual permanece 
en último término como un misterio de Dios y de mi profun­
didad irreflectible, que no puedo enunciarme ni a mí mismo. 
Yo digo: a mí, a este creyente, no le ha ocurrido, por de pronto, 
razón alguna, que pudiese motivar que dejara de ser el que soy. 
Comprendo que habría que tener razones para cambiar de 
manera que se fuese contra la ley según la cual se ha comen­
zado. Porque quien cambia sin tales razones, quien de entrada 
no estuviese bien dispuesto a permanecer fiel a la situación reci­
bida de su existencia, a lo una vez realizado de su persona 
espiritual, ése sería un hombre que cae en el vacío, que por 
dentro no podría ser sino más y más desmoronamiento. Lo dado 
ya de antemano ha de ser estimado fundamentalmente, hasta 
la prueba de lo contrario, como lo que hay que adoptar y que 
guardar, si es que el hombre no quiere ponerse a merced de 
sí mismo. Vivir y crecer se puede solamente desde la raíz, que 
vive ya y está ahí, desde el principio, al que se ha otorgado 
la confianza original de la existencia. Si lo transmitido nos ha 
regalado lo elevado y lo santo, si ha abierto lejanías infinitas 
y nos ha alcanzado con una llamada absoluta y eterna, todo 
ello, sin embargo, en cuanto experiencia irrefleja y ejecución 
simple sin duda ni malicia, puede no significar todavía fun-
damentación alguna refleja y enunciable de eso transmitido 
en cuanto sin más verdadero ante la conciencia crítica y la 
razón que pregunta. Después de todas las impugnaciones de la 
12 
fe, que creo haber también experimentado, una cosa me ha 
quedado siempre clara, me ha mantenido, en tanto yo la man­
tuve: la convicción de que lo heredado y recibido no puede ser 
devorado sin más por el vacío de la cotidianeidad, del em­
botamiento espiritual, del escepticismo romo y sin luz, sino 
a lo sumo por lo que es más poderoso y por lo que llama a una 
libertad mayor y a una luz más despiadada. La fe heredada es 
siempre la fe impugnada e impugnable. Pero también fue siem­
pre experimentada como un alguien que me preguntaba: «¿Tam­
bién vosotros os queréis marchar?», al cual se podía decir siem­
pre: «¡A dónde iré, Señor!»; como la fe que era buena y 
poderosa, y que yo hubiese podido entregar a lo sumo, si estu­
viese demostrado lo contrario. Por lo tanto, no hasta la prueba 
de lo contrario. Ahora bien: esta, prueba nadie me la ha apor­
tado, ni tampoco la experiencia de mi vida. Entiendo bien: 
que tal prueba debería prender hondo, debería ser envolvente. 
Naturalmente, hay muchas dificultades y muchas amargu­
ras en el espíritu y en la vida. Pero está, desde luego, claro: 
la dificultad, que ha de entrar en cuestión como razón contra mi 
fe, debe corresponder a la dignidad y radicalidad de lo que 
quiere amenazar y modificar. Sin, duda habrá muchas dificulta­
des intelectuales en la región de cada una de las ciencias, de 
la historia de las religiones, de la crítica bíblica, de la historia 
del cristianismo primitivo, para las cuales no tenga yo ninguna 
solución directay que resuelva tersamente en cada aspecto. 
Pero tales dificultades son demasiado particulares y—compara­
das con el peso de la existencia—-de peso objetivamente dema­
siado ligero, para que pudiera permitírseles determinar la vida 
entera indeciblemente, profunda. Mi fe no depende de que exe-
gética y eclesiásticamente haya sido ya encontrada o no la inter­
pretación recta de los primeros capítulos del Génesis, de si una 
decisión de la Comisión Bíblica o del Santo Oficio es o no es 
conclusión última de sabiduría. Tales argumentos, por tanto, 
están de antemano fuera de cuestión. Naturalmente, hay otras 
impugnaciones, tales que llegan a lo hondo. Pero ésas precisa­
mente resaltan el verdadero cristianismo, si uno se coloca frente 
a ellas honrada a la par que humildemente. Alcanzan el cora­
zón, el centro más íntimo de la existencia, lo amenazan, lo colo­
can en la cuestionabilidad última del hombre en cuanto tal. 
13 
Pero es así como pueden ser el dolor del verdadero parto de la 
existencia cristiana. La argumentación de la existencia misma 
deja al hombre que se haga solitario, como colocado en el vacío, 
como apresado en una pendiente infinita, entregado a su libertad 
y, sin embargo, no seguro de ella, como rodeado por un mar 
infinito de tinieblas y por una noche desmesurada, inexplorada, 
salvándose siempre de una interinidad a otra, quebradizo, pobre, 
agitado de través por el dolor de su contingencia, convicto 
siempre nuevamente de su dependencia de lo meramente bioló­
gico, de lo estúpidamente social, de lo convencional (incluso 
cuando se opone a ello). Rastrea, cómo la muerte se asienta 
en él, en, medio de su vida, cómo es la frontera en absoluto, la 
que no puede traspasar por sí mismo, cómo los ideales de la 
existencia se fatigan y pierden su brillo de juventud, cómo se 
cansa uno del hábil palabreo en el mercado de la vida y de la 
ciencia, de la ciencia también. El argumento propio contra el 
cristianismo es la experiencia de la vida, esa experiencia de 
la tiniebla. Y yo he hecho siempre la experiencia de que detrás 
de los argumentos profesionales de los científicos contra el cris­
tianismo estaban siempre, como fuerza última y como decisión 
previa apriorística, de las que esos reparos viven, las experien­
cias últimas de la existencia, que hacen al espíritu y al corazón 
oscuros, cansados y desesperados. Estas experiencias buscan 
objetivarse, hacerse enunciables en los reparos de los científicos 
y de las ciencias, por muy importantes que puedan ser en sí 
éstos y por muy seriamente que haya que ponderarlos. 
Pero es que esta experiencia es también el argumento del 
cristianismo. Porque ¿qué dice el cristianismo? ¿Qué anuncia? 
Dice, y nada más, a pesar de la apariencia de una moral y una 
dogmática complicadas, algo muy sencillo; algo sencillo, como 
articulación de lo cual aparecen todos y cada uno de los dog­
mas del cristianismo (también quizá sólo entonces cuando éstos 
estén dados). Porque ¿qué dice propiamente el cristianismo? 
Desde luego, no otra cosa que: el misterio permanece misterio 
eternamente; este misterio quiere, en cuanto lo infinito, incom­
prensible, en cuanto lo indecible, llamado Dios, en, cuanto cer­
canía que se dona a sí misma en autocomunicación absoluta, 
comunicarse el espíritu humano en medio de la experiencia 
do su finita vacuidad; esa cercanía ha acontecido no sólo en lo 
14 
que llamamos gracia, sino también, en perceptibilidad histó­
rica, en aquel a quien llamamos el Dios-hombre; en esas dos 
maneras de la autocomunicación divina—por medio de su radi­
cal índole absoluta y sobre el fondo de la identidad del «en-sí» 
de Dios y su «para-nosotros»—está también comunicada, y re­
velada por tanto, la duplicidad de una relación divina interna, 
es decir, eso que confesamos como la tripersonalidad del 
Dios uno. 
Estos tres misterios de índole absoluta del cristianisnío (Tri­
nidad, Encarnación, Gracia) son experimentados, en cuanto que 
el hombre se experimenta a sí mismo ineludiblemente como 
fundado en el abismo del misterio no suprimible, y experimen­
tando este misterio lo acepta (es lo que se llama fe) en la pro­
fundidad de su conciencia y en la concreción de su historia 
(ambas son constitutivas para su existencia) como cercanía que 
calma y no como juicio abrasador. Que este misterio radical 
es cercanía y no lejanía, amor que se entrega a sí mismo y no 
juicio que empuja al hombre al infierno de su futilidad, le re­
sulta a éste difícil de creer y de aceptar, tanto que esta luz puede 
que se nos aparezca más tenebrosa casi que nuestra propia 
tiniebla, tanto que aceptarla reclama y consume en cierta manera 
la fuerza entera de nuestro espíritu y nuestro corazón, de nues­
tra libertad y nuestra total existencia. Pero cómo: ¿es que no 
hay tanta luz, tanta alegría, tanto amor, tanta magnificencia por 
fuera y por dentro en el mundo y en el hombre, para que se 
pueda decir: todo esto se esclarece desde una luz absoluta, desde 
una absoluta alegría, desde un amor y magnificencia absolutos, 
desde un ser absoluto, pero no desde una futilidad vacía que no 
esclarece nada, si tampoco comprendemos cómo puede haber 
esa nuestra tiniebla y esa nuestra futilidad mortales, existiendo 
la infinitud de la llenumbre, aunque sea como misterio? ¿No 
puedo decir que me atengo a la luz, a la venturanza, y no al tor­
mento infernal de mi existencia? 
Si aceptase los argumentos de la existencia contra el cristia­
nismo, ¿qué me ofrecerían para existir? ¿La valentía de la hon­
radez y la magnificencia de la tenacidad para oponerme a lo 
absurdo de la existencia? Pero ¿se puede aceptar esto como 
grande,.como algo que obliga, como magnífico, sin haber dicho 
ya, se sepa reflejamente o no, se quiera o no, que existe lo mag-
15 
nífico y lo digno? ¿Y cómo es que ha de existir en el abismo 
del vacío y del absurdo? Y quien valerosamente acepta la vida, 
aunque sea un positivista miope y primitivo, que aparentemente 
se queda con paciencia en la pobretería de lo superficial, ha 
aceptado ya a un Dios, tal y como es en sí, tal y como quiere 
ser frente a nosotros en amor y libertad, como el Dios, por 
tanto, de la eterna vida de la divina autocomunicación, en la 
cual el centro del hombre es Dios mismo y su forma la del Dios 
hecho hombre. Porque quien se acepta realmente a sí misma, 
acepta el misterio en cuanto ese vacío infinito, que es el hombre, 
se acepta en la imprevisibilidad de su incontrolable determina­
ción, y por lo mismo acepta tácitamente y sin cálculo de ante­
mano a aquél, que ha resuelto colmar esa infinitud de vacío en 
cuanto (misterio, que es el hombre, con la infinitud de su llenum-
bre, que es el misterio que se llama Dios. Y si el cristianismo 
no es ninguna otra cosa que el enunciado claro de lo que el 
hombre experimenta oscuramente en la existencia concreta, la 
cual realmente es siempre en el orden concreto más que mera 
naturaleza espiritual, a saber espíritu, que está iluminado desde 
dentro por la luz de la gracia indebida de Dios, y de esta ma­
nera, si se acepta a sí mismo de verdad y por entero, acepta, 
aunque irrefleja e indeclaradamente, esa luz, y cree por tanto; 
si el cristianismo es la puesta en posesión, que sucede con ab­
soluto optimismo, del misterio por el hombre, ¿qué razón debe­
ría tener yo entonces para no ser cristiano? Conozco sólo una 
razón que me acosa: la desesperación, el desmenuzamiento de 
la existencia en el gris escepticismo cotidiano, que ni siquiera 
llega a una protesta contra la existencia, el barato dejar-reposar-
sobre-sí de esa pregunta calladamente infinita que nosotros 
somos, lo cual no sostiene y acepta esa pregunta, sino que la 
desvía hacia la miseria de la cotidianeidad; aunque con todo 
esto no ha de negarse, que la callada probidad de la paciencia 
en el deber de cada día, puede ser también forma de un cristia­
nismo anónimo, en la que más de uno puede tácticamente (si 
es que no hace de ello con escepticismo o por capricho sistema 
absoluto) asir lo cristiano con másautenticidad que en sus for­
mas más explícitas, las cuales pueden ser frecuentemente tan 
vacías y hasta como un medio de evasión ante el misterio en lugar 
de la explicitud del colocarse a sí mismo frente a él. Este abis-
16 
mo pudiera paralizar el optimismo infinito, que cree que el 
hombre es la finitud dotada de la infinitud de Dios. Pero si 
yo cedo a este argumento, ¿qué tomaría a cambio por el cris­
tianismo? Vacío, desesperación, noche y muerte. ¿Y qué razón 
podría tener, para considerar este abismo como ¡más verdadero 
y real que el abismo de Dios? Es más fácil dejarse caer en el 
propio vacío, que en el abismo del misterio venturoso. Pero 
no es más valiente ni más verdadero. Esta verdad, es cierto, 
alumbra sólo, si es aceptada y amada, porque es la verdad que 
hace libre, y que por eso da su lumbre solo en la libertad, que 
lo osa todo hacia arriba. Pero está ahí. Yo la he llamado. Y 
ella da testimonio de sí. Y me da a mí, lo que yo debo darla, 
para que sea y permanezca en mí como la ventura y la fuerza 
de la existencia, me da el ánimo de creer en ella y de invocarla, 
cuando las noches y desesperaciones todas y todos los vacíos 
muertos quieren, devorarme. 
Veo miles y miles de hombres a mi alrededor, veo culturas 
enteras, épocas de la historia en torno a mí, antes y después de 
mí, que son explícitamente no cristianas. Veo que se ciernen 
tiempos, en los que el cristianismo ya no es lo sobreentendido 
en Europa y en el mundo. Lo sé. Pero a fin de cuentas no puede 
afectarme. ¿Por qué no? Porque veo por doquier un cristianis­
mo anónimo, porque en mi propio cristianismo expreso no 
reconozco una opinión junto a otra, que la contradiga, sino 
que no advierto en él otra cosa que un haber-Ilegado-a-sí-mismo 
de lo que en cuanto verdad y amor pudo vivir también, y vive, 
en todas partes. No tengo a los no cristianos ni por más tontos, 
ni por gentes con menos buena voluntad que la que yo tengo. 
Pero si por causa de, la multiplicidad de las concepciones del 
mundo cayese en un escepticismo cobarde y vacío, ¿tendría 
entonces una mayor probabilidad de alcanzar la verdad, que 
si permanezco cristiano? No, porque también el escepticismo 
y el agnosticismo son sólo unas opiniones junto a otras, y pre­
cisamente las opiniones más vacías y cobardes. No es de esta 
manera como se puede eludir en este mundo la multiplicidad 
de sus concepciones. La abstinencia de una decisión! concep­
tiva del mundo es también una decisión. Y la peor. 
Y además: yo no tengo razón alguna, para considerar el 
cristianismo como una concepción del mundo junto a otra. 
17 
2 
Entended el cristianismo con exactitud. Comparadle. Escuchad 
exactamente, lo que de veras dice el cristianismo. Escuchad con 
toda exactitud, pero también con toda la anchura del espíritu 
y del corazón. Entonces no oiréis en ninguna otra parte, algo 
que sea bueno, verdadero, que redima y esclarezca la existencia, 
la haga patente a la infinitud del misterio divino, algo que en­
contraseis en, otra concepción del mundo y en el cristianismo 
no. Quizás oigáis en alguna parte, algo que os llama, que os 
aguijonea, que ensancha el horizonte de vuestro espíritu, que 
os hace más ricos y más claros. Pero todo esto es: o algo pro­
visional, que no resuelve y no quiere responder la última pre­
gunta de la existencia frente a la muerte, y que tiene tranquila­
mente sitio en la anchura de la existencia cristiana, aunque tal 
vez no haya sido cultivado por los cristianos de hecho, o es algo, 
que reconocéis como momento de un cristianismo auténtico, 
solo con explorar éste más exactamente, más valerosamente, 
más penetrantemente. Advertiréis quizás, que con vuestro cris­
tianismo conceptuahnente reflejo no lográis una síntesis com­
pleta y acabada de esos conocimientos, experiencias vitales, rea­
lidades del arte, de la filosofía, de la poesía. Pero tampoco des­
cubriréis nunca una contradicción definitiva e insuperable entre 
experiencias, conocimientos legítimos, realidades que hacen 
feliz de una parte y un cristianismo auténtico de otra. 
Porque es lícito ser, en este sentido, cristiano y «pagano» 
a la vez, ya que no sería católico afirmar sólo unu fuente de 
experiencia y de saber, mientras que el cristianismo católico 
enseña un pluralismo auténtico en último término no adminís­
trame absolutamente por el hombre (está entregado a Dios), 
quedando por lo mismo siempre su síntesis de lo plural, de la 
humana existencia, como una tarea inacabada en la brevedad 
de ésta. Tenéis por tanto, el derecho y el deber, de escuchar al 
cristianismo en cuanto el mensaje universal, por nada limitable, 
de la verdad, el cual solamente dice no a las negaciones de otras 
concepciones del mundo, y no a su sí auténtico. Escuchad al 
cristianismo como el mensaje universal que «suspende» todo 
y por eso lo conserva todo, como el que no prohibe nada más 
que la autoclausura del hombre en su finitud, como el que sólo 
prohibe que el hombre no crea que está dotado de la radical 
infinitud del Dios absoluto, que es el «finitum capax infiniti». 
18 
Ya sé, que ese mensaje de la infinitud, de la verdad y libertad 
absolutas del cristianismo, será frecuentemente interpretado 
con corazón mezquino por sus rabinos y sus escribas, como 
una teoría, que disputando y con esfuerzo, se afirma junto a 
otras, que se pierde en un litigio verbal sin fin, y que es sólo 
la contraposición dialéctica de otras opiniones o experiencias. 
¡Pero no os dejéis afectar por la mezquindad de la teología! 
El cristianismo es una anchura infinita. Puesto que entre todas 
las religiones el cristianismo dice la que menos en particulari­
dades, ya que dice una cosa, pero ésta con toda la magnificencia 
radiante de la verdad y con el coraje último de la existencia, 
que sólo Dios mismo puede dar: la llenumbre absoluta, incom­
prensible e innominada, infinita e indecible, se ha convertido, 
en cuanto sí misma y sin reducción alguna, en magnificencia in­
ferior de la creatura, sólo con que ésta quiera aceptarla. Y por 
eso no vemos nosotros los cristianos a los no cristianos como 
a los que, siendo más tontos o de voluntad malvada o simplemente 
más desgraciados, han tomado el error por la verdad, sino (y esto 
se da en el mundo de la historia y del devenir, en el que lo defini­
tivo está aún de camino hacia la consumación) como a quienes 
en el fondo de su esencia ya dotados de gracia, o pueden estarlo, 
por la infinita gracia de Dios en virtud de su voluntad general 
de salvación, los que han sido ya preguntados por la eterna 
gracia de Dios, si es que quieren aceptarlo a El, los que todavía 
no han llegado a la conciencia refleja de lo que ya son: lla­
mados por Dios, por el Dios de la eterna j i d a trinitaria. Si nos­
otros sabemos ya, si también hemos oído ya la noticia, que llega 
en la palabra humana de la revelación jerárquica, de lo que 
somos nosotros y ellos, entonces esto es gracia, que todavía no 
podemos decir de los otros, esto es entonces responsabilidad te­
rrible para nosotros, que tenemos que ser ya libremente, lo 
que somos por necesidad: los buscados por Dios. Pero tampoco 
es razón alguna para no ser cristiano ya explícitamente oficia], 
que otros lo sean sólo anónimamente, tal vez primero en cuanto 
preguntados y no hechos aún, en ámbito reflejo de conceptos, 
cristianos de confesión explícita. 
Ciertamente: el radical comprometerse de Dios con el mun­
do, la idea del Dios-hombre, que se deja comprender como el 
alargamiento, por lo menos hipotético, de la esencia del hombre 
19 
en tanto apertura vacía frente a la infinitud de Dios, el que 
esto acontezca exactamente en Jesús de Nazaret bajo el empe­
rador César y bajo Poncio Pilato, todo esto no es derivable a 
priori, esta, casi podría decirse, concreción una y aposteriori-
dad histórica son propias del cristianismo. Pero incluso de 
antemano, antes de todas las pruebas a posteriori de la auto-
declaración de Jesús de Nazaret y del testimonio milagroso de 
esta autodeclaración, me es fácil (si es que lodesmesurado pue­
de nombrarse con facilidad, ya que si es el amor, aparece fácil­
mente como lo más difícil) creer en Jesús como en el hijo de 
Dios. ¿Por qué? Esta doctrina de la unión hipostática, enten­
dida de manera realmente católica, es decir calcedonianamente, 
no tiene en sí absolutamente nada de mitología. Tan poco como 
es mitología si digo: la infinitud de Dios me está dada en la 
absoluta trascendencia del espíritu, y su estar presente es más 
verdadero, más real que toda realidad cósica-finita, porque algo 
es real en la medida en que está cabe sí y cabe la infinitud 
absoluta del ser; tan poco como es mitología, si digo: en un 
hombre determinado, que es hombre absolutamente real, con 
todo lo que dice esta palabra, con conciencia humana, con liber­
tad, historicidad, veneración, obediencia y tormento de la muer­
te, ha alcanzado un punto álgido, absoluto e insuperable, la 
autotrascendencia que está siempre en nosotros fundamental­
mente en devenir y en comienzo, y ha sucedido la autocomu-
nicación de Dios a la espiritualidad creada de una manera in­
superable también e irrepetible. No es ninguna mitología, si 
digo: he ahí un hombre, desde cuya existencia puedo atreverme 
a creer que Dios me ha dicho sí irrevocable y definitivamente, 
en el que ese absoluto decir sí de Dios a toda creatura espiri­
tual y la aceptación de ese sí por la creatura, están atestigua­
dos unívoca, irrevocable y comunicativamente, haciéndose en­
tonces para mí creíbles. Pero si puede entenderse realmente esta 
frase en su peso ontológico, entonces se ha enunciado la unión 
hipostática y se la ha comprendido como una realización irre­
petible, la cual no acontece en ninguna otra parte y es proeza 
de Dios, de eso que ser hombre significa en general. Con lo 
cual el misterio y la libertad divina no decrecen cuando efec­
túan la unión hipostática, y ésta pierde todo regusto de mito-
logema y de la penosa impresión de que se trata de un analogon 
20 
de las fábulas griegas o de otras, de antropomorfismo, según 
los cuales Dios, lo infinito, incomprensible, se ha servido de la 
librea de una figura humana, para conseguir aún en cierto 
modo en un segundo arranque, lo que se le malogró en cuanto 
regente del mundo en la creación del mismo. 
Y además: hay que considerar siempre, que para una doc­
trina realmente cristiana acerca de la relación del mundo y 
Dios, la propia consistencia de la creatura no crece en una 
proporción inversa sino directa para con la magnitud de su 
dependencia y pertenencia a Dios; que Jesús por tanto, porque 
su realidad humana es adoptada y pertenece al logos eterno 
de la manera más radical, es el hombre más verdadero, más 
autónomo, es quien ha descendido más hondo dentro de los 
abismos de lo humano, quien ha muerto más realmente y el 
que permanece hombre de manera más definitiva. 
Ahora bien: si lo que ha podido ahora ser insinuado sola­
mente, es verdad, si con la esencia del hombre y su autotras­
cendencia hay dada una idea de la humanidad divina (aunque 
tal vez de hecho llegue a sí misma temporalmente sólo después 
de la experiencia de la encarnación), si cuando el hombre se 
entiende mejor a sí mismo, es cuando se comprende como la 
posible autodeclaración de Dios, que se ha hecho realidad en 
ese hombre que es Jesús, entonces no es ya tan difícil recono­
cer en Jesús precisamente la realidad de esa posibilidad. Porque 
¿dónde está si no un hombre de la historia claramente percep­
tible, que haya tenido pretensión sobre ese acontecimiento como 
sucedido en él? ¿Dónde está alguien, fuera precisamente del 
Jesús bíblico, cuya vida humana, cuya muerte—-y digamos 
además resurrección—, a quien ser amado por hombres innu­
merables pudiera dar el coraje y la legitimación espiritual, para 
mantener semejante pretensión? Si yo me sé a mí mismo como 
el compañero de un comprometerse uno para con otro absolu­
tamente recíproco entre Dios y la creatura espiritual, si todo 
habla a favor y nada propiamente en contra, ¿por qué no 
debía reconocer que ese consorcio de compromiso recíproco de 
uno para con otro es en Jesús tan radical desde el comienzo, 
que perteneciendo el lado divino a Dios no sólo como al crea­
dor en distancia, sino también a Dios como a aquél que se 
declara, la respuesta en él del hombre a Dios es otra vez la 
21 
palabra de Dios mismo y exactamente por eso la respuesta 
más autónoma del hombre én cuanto criatura? ¿Dónde podría 
yo tener, fuera de Jesús, el coraje para tal fe, que quiero o que 
me es lícito poseer porque resulta de la profundidad de la 
experiencia de la trascendencia llena de la gracia de Dios? 
Si ha de haber un punto omega, al que converge toda la his­
toria del mundo, si puedo esperar de la experiencia según 
gracia de la propia cercanía a Dios, que haya ese punto 
omega (para hablar en la terminología de Teilhard de Chardin), 
o que por lo menos no es loco atrevimiento el preguntar, el 
buscar, si ha penetrado ya en la historia, ¿ha de parecerme 
entonces absurdo encontrarle en Jesús de Nazaret? En aquel 
que todavía en la muerte ponía su alma en las manos del 
Padre, en aquel que convencía, precisamente ¡porque no tenía 
necesidad de discutir avisados problemas de concepción del 
mundo, en aquel que sabía radicalmente del misterio en cuanto 
misterio, del juicio devorador, de la muerte del hombre, de su 
culpa abisal, y llamaba, sin embargo, a ese misterio Padre 
y a nosotros sus hermanos. Y que se sabía simple y llanamente 
como hijo, y sabía su muerte como la reconciliación del mundo. 
Nadie puede ser forzado, por medio de discusiones, a creer 
en Jesús de Nazaret como en la absoluta presencia de Dios. 
Esta fe es libre porque cree en algo histórico, en algo contingente. 
Pero quien tiene las ideas por seria y existencialmente verda­
deras, sólo cuando poseen carne y sangre, ese puede creer 
más fácilmente en la idea de la humanidad divina, si cree 
en Jesús de Nazaret, si encuentra en carne, lo que es el proyecto 
venturoso de la más alta posibilidad del hombre, desde la cual 
por primera vez se sabe qué significa hombre propia y últi­
mamente. 
Una cosa todavía por decir acerca de esta idea del Dios-
hombre y acerca de la facticidad de Jesús como Dios-hombre 
real: él es ciertamente, puesto que es el sí de Dios al mundo 
y la adopción del mundo en Dios en persona y en cuanto 
persona, el acontecimiento inalcanzable, definitivo, escatológico. 
Después de él, si no no sería el Dios-hombre, no puede venir 
experiencia religiosa alguna, ningún profeta más que pudiera 
adelantarle, algo por medio de lo cual apareciese en el lugar 
de lo de hasta ahora, relevando lo antiguo, algo nuevo y mejor-
22 
¿Cómo podría ser posible? Hay dos palabras y dos realidades 
inalcanzables y con ellas su convergencia: el hombre como 
la infinita pregunta y el misterio infinito como respuesta 
absoluta e infinita en tanto permanece como misterio: hombre 
y Dios. Y por eso el Dios-hombre es inalcanzable; un profeta 
nuevo no puede llegar a más, puede quedarse atrás, detrás de 
la respuesta que es el Dios-hombre o a lo más copiarla. Pero 
por medio de esta fórmula real, inalcanzable del mundo, de su 
sentido y de su tarea, el mundo y la historia han llegado a su 
propio sentido (también en perceptibilidad conceptual e histó­
rica), no así a su fin, como si no pudiese haber propiamente 
ya ninguna historia en lo que vale la pena de ser pensado y 
hecho. Todo lo contrario: la historia (que ha de suceder en 
saber y libertad) ha entrado ahora en posesión de su auténtico 
principio, ha experimentado el centro de lo porvenir, recono­
cido su determinación infinita como dada a ella interiormente 
en propiedad. Y por eso comienza ahora propiamente la historia, 
inabarcable, aventurera, incontrolable (naturalmente incontrola­
ble también respecto a su fin), una historia, sin embargo, que 
se sabe albergada en el amor de Dios, el cual les ha tomado ya 
la delantera a todos sus juicios, que puede entenderse a sí misma 
magnífica y victoriosamente a pesar de todoslos terrores que 
han sucedido ya en ella y que sucederán todavía acrecentándose 
tal vez apocalípticamente. Y el desenlace de esta historia sus­
tentada por el Dios-hombre, anudada en él, el absoluto media­
dor, es la cercanía absoluta para con Dios de todos los espíritus 
salvados, la última inmediateidad radical para con El, tal y como 
la constituye, según la esencia, la deificación interior del Dios-
hombre en su realidad humana. Así se pone de manifiesto, que la 
meta y el sentido de la unidad humano-divina es la inmediateidad 
de la criatura espiritual en general para con Dios, que nosotros 
por tanto estamos en toda verdad concebidos de antemano como 
los hermanos del Dios-hombre, y que en él la cercanía irrepe­
tible de Dios y del hombre no hay que interpretarla en el primer 
arranque como un no o una cercanía del restante espíritu creado 
para con el misterio absoluto, sino como su fundamentación 
y como sí radical ya realizado. Por lo tanto, se puede hablar 
de una verdadera humanidad-divina de la humanidad entera. 
Pero todavía hay otro impedimento y peligro de la fe junto 
23 
a la abisal amargura de la existencia y la multiplicidad de las 
concepciones del mundo: la comunidad de la fe misma, la 
Iglesia. Es cierto que para la mirada sin prejuicios del medi-
tador de la historia es también la Iglesia santa, el signo, que 
elevado sobre las naciones por su fertilidad inagotable en todo 
sentido, da un testimonio por medio de sí mismo de su ser 
efectuado por Dios. Pero es también la Iglesia pecadora de los 
pecadores, la Iglesia pecadora, porque nosotros, miembros de 
la Iglesia, somos pecadores. Y esta pecaminosidad de la Iglesia 
no quiere decir solamente la suma de las insuficiencias, que, 
por así decirlo, permanecen privadas, de sus miembros, hasta de 
los portadores de los más altos y santos ministerios. La pecamino­
sidad e insuficiencia de los miembros de la Iglesia opera tam­
bién en el obrar y omitir que, estando en el ámbito de la expe­
riencia humana, ha de ser designado como obrar y omitir de 
la Iglesia misma. La humanidad pecadora y su insuficienia, la 
miopía, el quedarse detrás de las exigencias de cada hora, la 
falta de comprensión para las indigencias del tiempo, para sus 
tareas y sus tendencias de futuro, todas esas peculiaridades tan 
humanas son también peculiaridades de los portadores del 
mnisterio y de todos los miembros de la Iglesia, y repercuten por 
permisión de Dios en lo que la Iglesia hace y es. Sería obce­
cación alocada y orgullo clerical, egoísmo de grupo y culto de 
persona propio de un sistema totalitario, todo lo cual no con­
viene a la Iglesia en cuanto comunidad de Jesús, humilde y 
manso de corazón, si se quisiera negar esto o paliarlo o mini­
mizarlo, o ser de la opinión de que esta carga es sólo la carga 
de la Iglesia de tiempos anteriores, que hoy le ha sido retirada. 
No, la Iglesia es la Iglesia de los pobres pecadores, es la Igle­
sia que no tiene frecuentemente el coraje de meditar el futuro 
como el futuro de Dios, igual que ha experimentado el pasa­
do como de Dios también. Es con frecuencia la que glorifica su 
pasado, y mira el presente, allí donde no le ha hecho ella misma, 
con ojos torcidos, condenándole demasiado fácilmente. Es con 
frecuencia la que en cuestiones de ciencia no sólo avanza lenta 
y circunspectamente con mucho cuidado por la pureza de la 
fe y su integridad, sino que espera además demasiado, habiendo 
dicho en el siglo XIX y en el XX con demasiada rapidez que no, 
cuando hubiese podido decir ya antes un sí, desde luego mati-
24 
zado y distintivo. Ha estado con más frecuencia por los podero­
sos y se ha hecho demasiado poco abogada de los pobres, ha 
dicho su crítica a los poderosos de esta tierra demasiado sua­
vemente, de tal manera que más bien parecía como si quisie­
ra procurarse un alibi sin entrar de veras en conflicto con los 
grandes de este mundo. Se mantiene muchas veces más con el 
aparato de su burocracia que con el entusiasmo de su espíritu, 
ama a veces más la calma que el temporal, lo acreditado ya de 
antiguo más que lo audazmente nuevo. En sus portadores del 
ministerio ha cometido frecuentemente injusticias contra santos, 
pensadores, contra los que preguntan dolorosamente, contra sus 
teólogos, que querían sólo servirla incondicionalmente. Ha re­
primido y no raras veces la opinión pública en la Iglesia, aun­
que según Pío XII sea ésta indispensable para el bien de la 
Iglesia misma, ha confundido reiteradamente la ilustración de 
una buena tradición de escuela con la árida mediocridad de una 
teología y una filosofía de medias tintas. Frente a los que están 
fuera, los ortodoxos y los protestantes, se ha mostrado mucho 
más a menudo en el papel de un juez que anatematiza que en el 
de una madre que ama y que, humildemente y sin ergotismos, 
hale al encuentro de su hijo hasta la frontera de lo posible. Al 
espíritu, que en el fondo es el suyo, más de una vez no le ha 
reconocido como tal, si sopla, como precisamente hace, donde 
quiere, por entre las callejuelas de la historia universal y no 
por la galerías de la Iglesia misma. Frecuentemente, «n contra 
de su auténtica esencia y de la plenitud de su verdad (sin, dene­
garla, desde luego), se ha dejado maniobrar por herejías y otras 
tentativas rebajándose al nivel de unilateralidad de sus adversa­
rios, y ha expuesto su doctrina no como un sí de mayor ampli­
tud a lo pensado «propiamente» y de manera escondida en la 
herejía, sino como un no al parecer meramente dialéctico. Según 
toda medida humana ha desperdiciado con frecuencia horas 
estelares decisivas para su propia tarea o ha querido percibirlas, 
cuando el kairós para ello había pasado ya. Cuando pensaba 
representar la señorial inexorabilidad de la ley divina (lo cual 
es ciertamente su santo deber), ha jugado, y no en contados 
casos, el papel de una gobernanta pequeño-burguesa y refun­
fuñona, ha intentado, con corazón estrecho y entendimiento de­
masiado mediocre de la existencia, reglamentar la vida con el 
25 
espejo de confesonario, que está bien para la famosa Lieschen 
Müller 1 en la ciudad pequeña y bien temperada del siglo XIX. 
Ha preguntado con demasía por la decencia bien ordenada, 
que no deja que llegue hasta ella culpa alguna, y no por el 
espíritu ufano, por el corazón amante y por la vida esforzada. 
Son demasiados los espíritus ante los que no ha sido capaz 
de acreditarse fidedignamente, para que tenga derecho a ver la 
culpa y la catástrofe solamente del otro lado. 
Todo esto es verdad. Todo esto es una impugnación de la fe, 
una carga que puede posarse sobre cada uno casi asfixiante-
mente. Pero por de pronto: ¿no pertenecemos nosotros mismos 
a esa carga, que se posa sobre nosotros y amenaza nuestra fe? 
¿No somos también nosotros mismos pecadores? ¿No pertene­
cemos nosotros también a la cansada, gris multitud de los que 
en la Iglesia, por medio de su mediocridad, de su cobardía, de 
su egoísmo, entenebrecen la luz del Evangelio? ¿Tenemos real­
mente el derecho de arrojar la primera piedra sobre esa peca­
dora, que está ahí, acusada ante el Señor y que se llama Iglesia? 
¿No estamos nosotros mismos acusados también en ella y con 
ella y entregados a la misericordia, a las duras y a las maduras? 
Y además: si sabemos que la verdad y la realidad pueden ser 
realizadas solamente sobre la tierra, en la historia y en la carne, 
y no en un idealismo vacío, si sabemos hoy más que nunca 
que el hombre se encuentra a sí mismo únicamente en una co­
munidad que exige dura y unívocamente, y que todo solipsisrno 
de cualquier especie, cualquier resguardo del individuo precio­
sista y al cuidado de sí mismo es un ideal pasado (y siempre 
falso), entonces para el hombre actual puede haber sólo un 
camino: soportar la carga de la comunidad como camino ver­
dadero de la libertad real de la persona y de la verdad; enton­
ces la Iglesia de los pecadores puede seguir siendo desde luego 
una pesada carga para nosotros, pero no significar ya un escán­
dalo, que destruyeel coraje de la fe. Y finalmente: buscamos a 
Dios en la carne de nuestra existencia, hemos de recibir el cuer­
po del Señor, queremos estar bautizados en su muerte, queremos 
estar incluidos en la historia de los santos y de los grandes 
espíritus que amaron a la Iglesia y la guardaron fidelidad. 
1 Más que personaje una locución casi, en la que se resume el 
amortiguamiento vital del pequeño-burgués. (N. del T.) 
26 
Esto se puede nada más que viviendo en. la Iglesia y portando 
conjuntamente su carga, carga que es la nuestra propia. En 
tanto se consume en ella el sacramento del espíritu y del cuerpo 
del Señor, toda insuficiencia humana es, a fin de cuentas, la 
sombra que cede y que sí puede asustar, pero que no mata. 
Nuestro amor, nuestra obediencia, nuestro silencio y el coraje, 
donde sea necesario, tal Pablo frente a Pedro, de confesar ante 
los representantes de la Iglesia oficial la verdadera Iglesia y 
su espíritu del amor y de la libertad, estas son las realidades 
más santas en la Iglesia y por eso siempre también las más 
poderosas, más que toda la mediocridad y todo el tradicionalismo 
pasmado, que no quiere creer, que nuestro Dios es el Dios 
eterno de todo futuro. Nuestra fe puede ser impugnada en lo 
concreto de la Iglesia, en ello puede madurar pero no morir, 
si es que nosotros no la hemos dejado morir de antemano en 
nuestro corazón. 
Es difícil enjuiciar el tiempo propio. Pero yo soy de la 
opinión de que los espíritus jóvenes no tienen en el nuestro 
ninguna clase de facilidades. Puesto que para ellos hay algo 
especialmente difícil y, sin embargo, necesario: distinguir el 
cristianismo auténtico, la fe auténtica en Jesucristo, su reino 
y su gracia redentora, de todo aquello sobre lo cual se puede 
ser de muchas opiniones y en torno a lo cual hay tal \ez que 
luchar duros combates, trágicos, amargos: las cosas de la cien­
cia, de la cultura, la nueva configuración de la existencia terre­
na, la política, las realidades sociales, la libertad en esta tierra, 
la misión europea, el sitio de Alemania en la historia universal 
que comienza ahora en cuanto una. No como si estas dos cosas 
no tuviesen que ver nada la una con la otra. Tienen mucho que 
ver. Por de pronto, porque cada hombre será preguntado en 
el juicio de la eternidad por cómo haya también cumplido su 
misión y tarea muy terrenas, y porque el laico sobre todo es un 
buen cristiano solamente si ama la tierra, los hombres y su 
historia, si en la llamada de ésta escucha el clamor de su Dios, 
que ha creado el cielo y la tierra. Pero por mucho que la doc­
trina del cristianismo incluya también una ordenación de la 
tierra, del pueblo, del orden social, de la historia, no puede, 
sin embargo, de su mensaje sólo ser derivado sistemáticamente un 
imperativo unívoco para la configuración del futuro en el ám-
27 
bito terrenal. Lo cual condiciona que sobre las cosas de esta 
tierra, de la configuración de las circunstancias políticas, esta­
tales, oficiales, sobre la dosificación de libertad y orden, sobre 
las formas concretas de la tolerancia, sobre la dirección de 
marcha para la historia de un pueblo, sobre el análisis de la 
situación actual y de las consecuencias que de ella resultan, 
también los cristianos pueden estar desunidos, terriblemente des­
unidos, y que tal vez no les quede otro remedio que luchar unos 
contra otros con las armas que Dios ha dado como legítimas 
al espíritu del hombre. Simplemente no es verdad que cristia­
nos, que católicos, tengamos o podamos estar unidos siempre 
en todo, que la Iglesia oficial pueda imponer en todo y a cada 
uno una norma obligativa. Es verdad que, en sus representan­
tes concretos, la Iglesia puede ser miope y cometer transgre­
siones de frontera, que ni ante las auténticas normas del cris­
tianismo ni ante la historia pueden estar justificadas. 
Porque siempre puede ocurrir algo así, porque algo así pue­
de y debe esperarse, en todo tiempo y en cada situación, de la 
finitud y pecaminosidad de los miembros de la Iglesia, por eso 
soy de la opinión de que la juventud actual no podrá ser preser­
vada en el tiempo presente de tales situaciones. Por lo cual 
tiene precisamente la tarea de llevar semejantes posibles con­
flictos con paciencia, con finura, con amor a la Iglesia, amor 
a los hombres de la Iglesia, aun cuando estén en muchas cosas 
desavenidos con nosotros, con sobriedad; de no perder de vista 
el reino de Dios en el cuidado por las tareas terrenas; de saber 
que no se gana el verdadero futuro, negando el auténtico pasa­
do, de comprender que hoy todavía Occidente tiene en el mundo-
una misión terrena y una misión cristiana: tomar lo verdadero-
de lo antiguo para el camino hacia la región de un futuro mejor, 
más libre, más grande; de entender, que solo se es fiel al pasa­
do, cuando se busca conquistarle un futuro, que el verdadero 
conservador es el que camina resueltamente al encuentro de un 
futuro nuevo, de no dejarse amargar y desanimar en el esfuer­
zo de coordinar la libertad de los hijos de Dios, la responsabili­
dad de la propia conciencia y la misión y tarea propias con 
obediencia eclesiástica y con la paciencia, que puede esperar, 
hasta que el tiempo nuevo dé también en la Iglesia frutos madu­
ros; de realizar aquello, de que el grano de siembra ha de 
28 
morir para que dé fruto, de tener el coraje de vencer la injus­
ticia por medio del amor. Quien en la Iglesia viva así su come­
tido frente al futuro, sobrellevará la figura histórica de aquella, 
sin que se convierta en una impugnación de la fe, que fuese 
insuperable. Puede ser que la Iglesia oficial coloque a alguno 
entre el dilema de caer en el descreimiento o de crecer por en­
cima de sí mismo y ejercitar en silencio y paciencia una humil­
dad más grande, una justicia más santa y un amor más fuerte 
que los que viven para darnos ejemplo los representantes ecle­
siásticos oficiales. ¿Por qué no ha de ser posible una situación 
semejante? ¿Y por qué nosotros no habíamos de salir airosos 
de ella? Si nos atrevemos a crecer así por encima de nosotros 
mismos y a morir como grano de siembra en el campo de la­
branza de la Iglesia, y no a sus puertas como revolucionarios, 
entonces advertiremos que sólo tal proeza nos libera en verdad 
hasta dentro de la infinitud de Dios. Puesto que la fe que en esta 
Iglesia se nos exige es la proeza, que donada por Dios, acepta 
el misterio infinito como cercanía del amor que perdona. Lo 
cual no puede suceder sin una muerte que nos hace vivos. En 
esta aceptación está contenido el cristianismo entero como su 
propia y venturosa esencia. Atreverse a tal fe, es hoy posible. 
Hoy más que nunca. 
Este mensaje de la posibilidad de la fe cristiana hoy y ma­
ñana, le entenderá al fin y al cabo únicamente aquél, que no 
sólo le oye, sino que le ejecuta, se compromete por él en su 
existencia en cuanto que reza, es decir, en cuanto que tiene 
el coraje de hablar dentro de esa inefabilidad callada y que 
nos rodea amorosamente, y esto con la voluntad de confiarse a 
ella y con la fe de ser aceptado por el misterio santo, que llama­
mos Dios; en cuanto que se esfuerza en ser fiel a la voz exi­
gente de su conciencia; en cuanto que plantea a las cuestiones 
de la vida la pregunta una, callada, que lo abarca todo, de su 
existencia; porque no se escapa de ella, porque la llama y la 
interpreta, se abre a ella y la acepta como un misterio de infi­
nito amor. Que no se diga que no puede vivirse la doctrina del 
cristianismo, si no se está ya convencido de ella. Que no se 
puede, por tanto, comprobar así la verdad. Porque nosotros 
somos los ya dispuestos, y no hay hombre alguno, que en esa 
realidad, que precede a su libertad y que nunca será alcanzada 
29 
por completo por dicha libertad finita, n i amortizada tampoco 
por entero, no sea ya cristiano de alguna manera: hombre del 
anhelo, hombre del amor que ha quedado todavía, hombre 
del cual lo más íntimo se alegra más en la verdad que en la menti­
ra, que aún ve diferencias, porque ni siquierael peor positivista y 
el materialista más escéptico consiguen llevar a cabo, no ver 
ya ni percibir en su existencia ninguna exigencia y ninguna 
llamada. Puede que uno, que no ha aceptado ya con plena con­
secuencia y en libertad refleja su cristianismo dado de ante­
mano, no sea todavía un cristiano pleno, crecido del todo, que 
ha llegado a sí mismo reflejamente; pero no podrá conseguir, 
desde luego, que la dinámica de su ser hombre y de la gracia de 
Dios no le oriente a la existencia cristiana. Por tanto, cuando se 
dice que se debe experimentar desde la experiencia de la propia 
existencia, si el cristianismo es la verdad de la vida, no se enuncia 
ninguna pretensión exagerada. Se dice sólo: únete con lo auténti­
co, con lo exigente, con lo que reclama todo, con el coraje para 
con el misterio en t i ; se dice sólo: sigue adelante, en dondequie­
ra que ahora estés, sigue la luz, aunque ahora sea todavía peque­
ña, aunque ahora arda todavía humildemente, llama al misterio, 
precisamente porque es inapresable. Sigue adelante y encontra­
rás, espera e interiormente tu esperanza tendrá ya la gracia 
del cumplimiento. Quien se abre así, podrá estar muy alejado del 
cristianismo constituido institucionalmente, podrá aparecerse a 
sí mismo como un ateo, podrá pensar apenado, que no cree en 
Dios, podrá parecerle lo concreto de la doctrina y del compor­
tamiento vital cristiano raro y aplastante casi. Pero debe se­
guir adelante, seguir su luz en el fondo más íntimo del cora­
zón. Este camino está ya en medio de la meta. 
Y el cristiano no teme no llegar, aunque no logre ya en este 
tiempo quien así pregunta y busca, explicitar e integrar consu­
madamente su cristianismo anónimo en el cristianismo expreso 
de la Iglesia. No es ninguna verdad filosófica, sino una verdad 
cristiana, que el que busca, ha sido ya encontrado por aquél, 
a quien busca tal vez innominadamente, pero con valentía y leal­
tad. ¡ Qué ventura! : no se puede pasar de largo ante el misterio 
infinito, que nos rodea con amor callado, tan fácilmente como 
piensan igual los escépticos y ateos que los cristianos estrechos, 
los cuales piensan en Dios según su corazón demasiado pequeño. 
30 
Y precisamente porque lo rodea todo silenciosamente, porque 
todos los caminos van a dar a él, en quien vivimos, nos move­
mos y somos, que no está lejos de ninguno de nosotros, que lo 
sustenta y lo abarca todo, sin ser abarcado ni alcanzado por 
nadie, por eso mismo el cristianismo y su fe son por de pronto 
lo más simple y sobreentendido, porque solamente dice que 
nosotros estamos llamados a la inmediateidad del misterio de 
Dios mismo, que éste se nos da en cercanía indecible, que esta 
cercanía se ha revelado, y definitivamente, en el hijo del hombre, 
que es entre nosotros la presencia de la eterna palabra de Dios, 
y que en esta definitividad hecha carne e historia del sí divino 
de sí mismo, todos los que han escuchado este sí en la dimen­
sión de la historia y de la comunidad, están llamados a la comu­
nidad, llamada Iglesia, de los que en unidad, verdad y amor, 
y en la celebración de la muerte de su Señor, esperan que se 
revele lo que ya es: Dios todo y en todo. 
31 
TEOLOGÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO 
Preguntémonos: ¿hay ya teología en el Nuevo Testamento?, 
y si la pregunta ha de ser contestada con un sí, ¿qué significa 
esto para la tarea de la teología actual? 
Si de verdad la pregunta propuesta ha de ser contestada rec­
tamente, primero ha de quedar claro lo que se entiende en tal 
pregunta por «teología». Desde luego que no puede aquí tratar­
se de una determinación conceptual exhaustiva de este término, 
como tampoco de la cuestión acerca de si no se pudiese tal vez 
hablar de teología en varios sentidos diferentes, sustentables por 
separado, incluso después de haber prescindido del concepto 
de una «teología natural» y pensando de antemano en la teo­
logía solamente, que se refiere a la revelación cristiana y quiere 
ser «eclesiástica». Digamos por tanto ahora muy simplemente: 
por teología entendemos, al menos aquí, un conocimiento, cuyo 
contenido y seguridad no resultan del proceso original de la re­
velación, que en su evidencia y en su contenido descansa sobre 
sí mismo, sino que resulta, aunque viniendo últimamente de tal 
proceso, mediado de alguna manera por él, derivado de él, de 
un esfuerzo caviloso y de una experiencia religiosa, que no son 
sin más idénticos con el simple escuchar la revelación sola en 
cuanto tal. Cierto que tal determinación conceptual (de la que 
no afirmamos, que sea completa, pero sí que nos basta pro­
visionalmente) supone que tenemos o tendríamos comprensión 
suficiente de lo que aquí se llama proceso inmediato de revela­
ción de índole original. No podemos ahora adentrarnos en esta 
cuestión. Para nuestros fines puede muy bien bastar si decimos: 
el proceso de revelación de índole original mentado aquí, con­
siste en que Dios efectúa inmediatamente un conocimiento : de 
determinado contenido y de tal modo, que el contenido de ese 
conocimiento es aprehendido con claridad y experimentado uní­
voca e indudablemente como comunicado por Dios, sabiéndose 
además ese determinado contenido solamente porque a su res­
pecto y de manera inmediata es efectuado por Dios el proceso 
de revelación. Cómo sucede este proceso, hasta qué punto es 
33 
.3 
un esclarecimiento intelectual interior e inmediato, hasta qué 
punto puede suceder en la forma de experiencia de la revela­
ción de un hecho divino, hasta qué punto se consigue la evi­
dencia de la autodeclaración divina por medio de procesos 
espirituales interiores, o se necesita, incluso tratándose de un 
portador original de la revelación, de testificación exterior por 
medio de milagros, cómo hay que considerar esos milagros res­
pecto a su función en cuanto criterio del estar-efectuada-por-Dios 
de una revelación, todo esto no debe ocuparnos ahora. Nos basta 
con distinguir esa revelación original de los conocimientos, que 
so derivan de la experiencia, original también, del propio pro­
ceso de revelación, que están edificados sobre él, pero no iden­
tificados con él. 
Si bajo determinadas condiciones—y por qué y en qué sen­
tido—tales conocimientos mediados pueden ser aún llamados 
revelación en un sentido auténtico, es cosa que sólo debe ocu­
parnos más tarde. Por de pronto no es posible duda alguna 
sobre que hay tal distinción y que se mantiene con derecho. 
Cada contenido de una reflexión teológica, que sucedió o su­
cede donde quiera en la historia de la teología, tiene por una 
parte la intención de edificar sobre los datos de la revelación, 
de partir de ellos y de regresar a ellos, de aclararlos, de desarro­
llarlos, de ponerlos en relación con el conjunto de la consciencia 
y del sistema del saber humanos, etc, y, por otra parte, no 
presenta desde luego la exigencia de haber sido aceptado como 
viniendo de Dios mismo, en un proceso inmediato de revela­
ción en cuanto tal, de modo que en su contenido y en su recti­
tud fuese sin más el resultado inmediato del operar divino. Si 
a la reflexión teológica entendida así la llamamos simplemente 
teología para distinguirla de la revelación original, que no edi­
fica ya sobre otra cosa, entonces surge la pregunta: ¿hay ya 
en los escritos del Nuevo Testamento teología, o es ésta sola­
mente en todas sus declaraciones nada más que la objetivación 
de un proceso original de revelación? 
Por lo pronto, pudiera pensarse que la cuestión hay que 
decidirla negativamente y sin ambages. La Escritura está inspi­
rada en todas sus partes, y todo lo que declare realmente es 
objeto de la fe, y norma de esa fe en todas sus proposiciones. 
Por tanto revelación y no teología. 
34 
Pero miremos las cosas más exactamente, antes de que esta 
información sea captada como definitiva. Ningún teólogo católico 
discutiría, que hay dogmas en la Iglesia, que son en cuanto tales 
declaraciones verdaderas de la revelación, esto es que pueden y 
deben ser creídos de fe divina y no de fe eclesiástica mera­mente y que, sin embargo, no resultan de un proceso inmediato 
de revelación, sino que están derivados, hechos explícitos, de 
una o varias proposiciones de revelación original o más origi­
nal. Bajo qué condiciones, presupuestos y restricciones tienen 
aún dichas proposiciones derivadas la cualidad de «reveladas 
por Dios», en qué casos no es esto ya posible (aunque tal vez 
sean absolutamente seguras y pueda la Iglesia definirlas), todo 
esto no lo traemos ahora a debate. Nos basta, que la pro­
clamación del ministerio docente de la Iglesia, haya tales pro­
posiciones de fe de índole derivada, proposiciones de las cua­
les no puede decirse: en cuanto tales proposiciones determina­
da» tienen su origen inmediatamente en una revelación de Dios; 
o también que son conocimientos comunicados, que consisten 
Hit HÍ mismos. Hay verdades de fe, que son reconocidas por la 
lfi¡li'NÍii como laleH, porque y en cuanto que están referidas a 
olían verdades de la revelación, porque y en cuanto que están 
coulonidiiM en rilan «implícitamente». Si no no sería posible una 
evolución de los ilogmnH, que es más que una historia de la 
teología. Porque historia de los dogmas no indica ni la historia 
do un esfuerzo de comprensión meramentee humano en torno 
a un contenido de fe que permanece siempre igual, ni la mera 
historia de diferentes formulaciones de una verdad, que por así 
decirlo estuviese ahí desnuda e independiente de las formulacio­
nes, en las que nos viene dada, ofreciéndosenos solo por razones 
de capricho o de circunstancias externas de historia del espíri­
tu, en un diverso, cambiante ropaje de palabras. 
La historia de los dogmas es realmente historia de la fe. 
De la misma fe que permanece siempre, que no experimenta 
ya de veras incremento alguno de afuera. Pero una historia de la 
fe misma, en la que acontece algo, que hasta ahora no estaba 
dado «así». Lo nuevo se legitima siempre y solamente por su 
procedencia de lo antiguo, la verdad nueva es la antigua, no es 
ninguna verdad nueva, en cuanto que nos sea dada una propo­
sición, que como proposición de la fe misma sólo ahora nos es 
35 
dada y antes no. Y, desde luego, esa novedad del ser dada ahora 
solamente, puede referirse tanto al contenido como también 
a la aprehensión refleja del haber sido ciertamente revelada. 
Pero precisamente en cuanto que la verdad nueva de una pro­
posición revelada se acredita como verdad antigua por medio 
de su regreso a la verdad de fe conocida y captada ya de 
siempre, antigua, por eso mismo indica que no resulta de una 
revelación de Dios, que consista en sí misma, sino que su hora 
de nacimiento, su instante de revelación es el de la otra verdad, 
que es ya ella misma original, revelación de Dios que no descansa 
en ningún otro proceso de revelación, o dicho otra vez, que en 
su propia procedencia tienen su origen en una revelación ori­
ginal de Dios. Brevemente: si de verdad hay historia de los 
dogmas, entonces hay revelación, que no es simplemente en 
sí misma original, pero que es desde luego revelación: palabra 
de Dios infalible y que en sentido propio exige fe. 
Una vez más aún: no es este el lugar de contestar la pre­
gunta, cómo sea esto posible, con otras palabras cómo una 
palabra deducida de una palabra de Dios pueda guardar toda­
vía la cualidad de palabra de Dios. Es esta una cuestión difí­
cil, que ciertamente no puede sin más ser contestada con 
la información de la antiguamente usual teología de escuela 
sobre la evolución y progreso de los dogmas: que un nuevo 
dogma dice, nada más que con otras palabras, exactamente lo 
mismo, que el contenido comunicado es plenamente, y a secas, 
sin modificación alguna, idéntico al contenido antiguo y preci­
samente por eso palabra de Dios. No; en la doctrina por ejem­
plo del número siete de los sacramentos, de la sacramentalidad 
del matrimonio, de la manera de ser meramente relativa de las 
personas divinas, etc, etc, están declarados como dogma cono­
cimientos que en tiempos anteriores no «estaban ahí» sin más 
en cuanto tales, que han llegado a ser y que no han sido dados, 
sin embargo, en revelación nueva. Están dados como el resul­
tado de la historia real de la verdad antigua y por eso mismo 
y en ese sentido idénticos con ella y compartiendo su propiedad 
en cuanto de una palabra de Dios, teniendo por tanto su pro­
cedencia en el origen antiguo, y no en uno nuevo, de una co­
municación divina. Y esa verdad comunicada ha de tener una 
historia semejante, porque en tanto verdad escuchada y creída 
36 
humanamente (y sólo como tal es la verdad dicha por Dios) ha 
de tener una historia, y porque en tanto historia en el espacio 
del espíritu y de la persona es siempre una historia de verda­
dero llegar a ser en la mismidad permanente de la verdad una 
y la misma existente históricamente. Según dijimos, las formas 
exactas, las condiciones, las causas de ese llegar a ser, y de la 
historia del mismo respecto a una verdad en general y respecto de 
una verdad revelada, de una palabra de Dios, no pueden ocu­
parnos aquí. 
Todas las teorías de la historia y evolución de los dogmas 
no son otra cosa que los intentos de una respuesta más exacta 
a la pregunta: ¿cómo la verdad realmente nueva puede ser la 
antigua? La multiplicidad de esas teorías, que ni con mucho se 
han encontrado juntas todavía en una sententia communis en la 
teología, muestran precisamente con su multiplicidad que esto 
es verdad: el dogma puede en cuanto tal tener una historia, 
y no sólo en la manera, como tácitamente se piensa según cos­
tumbre de «historia de la revelación divina», a través del Anti­
cuo Téslnmento hasta dentro del Nuevo, a saber que en diversos 
«MlmliiiM del tiempo se promulgan nuevas iniciativas divinas, 
(|ii(! ('(iniiinican, respectivamente, nuevas proposiciones de la ver­
dad, do las cuales cada una tiene su hora de nacimiento, sino 
(|iu) el dogma tiene además una historia en el sentido de que 
la verdad misma una vez comunicada tiene otra vez su historia 
propia que no la conduce necesariamente fuera del ámbito de 
la revelación divina, sino que es ella misma su desarrollo. 
Si esta historicidad de la verdad revelada no puede en gene­
ral ser discutida, si esa verdad sigue siendo la misma incluso 
en sus figuras históricas nuevas, entonces puede plantearse la 
cuestión de si dentro del Nuevo Testamento hay también tal 
historia de la verdad de revelación original, de si en esa verdad 
surgen nuevos desarrollos, que reclaman, desde luego, la cuali­
dad de palabra de Dios, sin exigir para sí por eso un origen de 
revelación propia. «Dentro del Nuevo Testamento», ha de decir 
tanto como dentro del tiempo del Nuevo Testamento, en tiempo 
de la Iglesia apostólica, en cuyo tiempo según toda convicción 
teología sucedía todavía revelación, ya que ésta se declara como 
concluida sólo con la «muerte del último apóstol»; de modo 
que dicha revelación derivada, pero propia, surgió (tampoco 
37 
solamente) en tiempo de la Iglesia originaria y fue proclamada 
por los apóstoles y por otros anunciadores del mensaje cristia­
no legitimados por ellos. «Dentro del Nuevo Testamento» debe 
significar también: dentro del surgir de los escritos del Nuevo 
Testamento, de modo que acontezcan en ellos y se hagan per­
ceptibles tales procesos de evolución histórico-dogmática. 
A la pregunta se puede y se tiene que responder afirmativa­
mente y sin ambages. Por de pronto se puede preguntar: si en 
la Iglesia de más tarde hay ese proceso, ¿por qué no ha de haber 
acontecido también en la Iglesia originaria? La fuerza interior 
de desarrollo, la dinámica, la autointerpretación que contiene in­
teriormente la verdad, y sobre todo la verdad divina, puede no 
haber sido menor en tiempo de la Iglesia originaria que más 
tarde. Dios no necesitaba en este tiempo hacer por medio de 
nueva iniciativa propia algo, que la misma verdad, por él reve­
lada, podía ejecutar (naturalmente siempre, igual que en tiem­
pos posteriores, bajo su continua providencia de salvación, bajola asistencia del Espíritu Santo y correspondientemente a una 
situación espiritual, que está rodeada a su vez por su volun­
tad y su sabiduría, de tal manera que no es que Dios obre 
propiamente «menos», sino de otro modo al decir su verdad así, 
por medio del desarrollo inmanente de lo comunicado ya, y no 
comunicándola nuevamente). Además, hay que considerar que 
no se puede oír una verdad entendiéndola, sin que se la acepte, se 
la asimile, se la confronte, etc., con el restante contenido del 
espíritu y de la consciencia. Con otras palabras: el acto del 
simple escuchar y aceptar, y el acto de la reflexión, no son ni 
mucho menos actos y fases de un proceso espiritual de enten­
dimiento, que se puedan distinguir adecuadamente y disponer 
por completo en el tiempo uno detrás de otro. La teología co­
mienza por tanto como condición del simple oír en el primer 
instante del oír mismo. Y no puede entonces hacer otra cosa 
que seguir adelante y desarrollarse. 
De hecho, en una lectura atenta del Nuevo Testamento ve­
mos, si leemos sin prejuicios, que se ejerce en él teología. Sería 
absurdo, si se quisiera retrotraer adecuadamente la diferencia 
entera por ejemplo de la teología sinóptica y de los Hechos de 
los Apóstoles, o de un Pablo, a la intervención de una reve­
lación de Dios nueva, inderivable. No; los hombres del Nuevo 
38 
Testamento cavilan, reflexionan sobre los datos de su fe, que ya 
conocen, tienen «problemas» que contestan, y que impulsan en 
ellos conocimientos nuevos; tienen una procedencia espiritual 
y teológica diversa, y ésta se hace vigente en la perspectiva de 
sus declaraciones, en la elección de los conceptos, en los acen­
tos que dan a sus exposiciones. Tienen experiencias personales 
de la vida, que adquieren ellos mismos, que no siempre fueron 
mandamiento para ellos, y que fluyen ahora en su pensamiento 
teológico, exigiendo respuestas nuevas sobre el cimiento de su 
.'intigua fe. Su doctrina es distinta, lo cual no quiere decir con­
tradictoria. Ni se podría hablar tampoco de una teología de 
Pablo, de los escritos de Juan, si no estuviese bien metido en 
ellos eso que es la teología, el esfuerzo humano, reflexión humana, 
fermentación a través da una individualidad determinada y una 
.situación histórica (del mundo judío en torno, de la operativi-
dad continuada del movimiento bautista, del helenismo, del 
gnosticismo precristiano judío y pagano). A todas estas cues­
tionen ION hombres del Nuevo Testamento es manifiesto que no 
ifldliim nwpuestii simplemente por medio de revelaciones de 
f>í<m MÍcitipiT nuevas e independientes («así habla Jahwe»), sino 
que esa respuesta OH el resultado de su teología, de su propia 
reflexión soluo el fondo de los últimos datos de revelación ori­
ginal y de los conocimientos de fe más originales. Esta reflexión 
«w (cuando se expresa en el Nuevo Testamento como Escritura) 
directa o indirectamente la de los mensajeros de Cristo, dotados 
de autoridad, la de los que tienen una verdadera potestad do­
cente, es una reflexión que posee la asistencia del Espíritu Santo; 
esta reflexión está legitimada en su resultado puramente objetivo 
y en su método y peculiaridad formal por lo que llamamos ins­
piración (la cual no es necesariamente comunicación al autor 
inspirado de un contenido de conocimiento nuevo, no presente 
hasta ahora); el resultado de esta reflexión sigue siendo, por la 
autoridad de los autores y por la inspiración, auténtica palabra 
de Dios. Y esta reflexión de la teología es la que hay en el 
Nuevo Testamento, sin que suprima en sus declaraciones la cua­
lidad de palabra de Dios. Pero eso sí, indica que no todo lo 
que se dice en el Nuevo Testamento posee como fundamento 
un proceso de revelación propio, nuevo y autónomo. 
Se debe tener el temor, de que con frases semejantes se 
39 
derriban solo puertas abiertas y se proclama enfáticamente lo 
que siempre es de sobra comprensible. Pero si se considera el 
ejercicio escolar concreto en la teología católica, en la del tiem­
po actual también, y se advierte o se cree advertir que de hecho 
tan simple o no se sacan las consecuencias en absoluto o no se 
sacan clara e inequívocamente, le asalta a uno entonces la duda, 
de si realmente para la teología media escolar es tan evidente, 
como pudiera y debiera serlo, el simple principio de que haya 
teología ya en el Nuevo Testamento. Por eso preguntamos: ¿qué 
conclusiones resultan de este principio? No es que haya que 
desarrollar éstas por entero, sino que nombraremos brevemente 
algunas de entre ellas. 
En primer lugar, ya que podemos observar a posteriori 
teología en el Nuevo Testamento, no estando para tal constata­
ción referidos a los otros conocimientos a los que también 
hemos dado aquí vigencia, podemos decir en primer lugar: 
puesto que hay ya teología en el Nuevo Testamento, la cual 
es dogma sin embargo, puede haber también tal teología en 
la Iglesia de más tarde. La teología protestante procede en 
buena parte del axioma (tácita o expresamente) de que después 
del Nuevo Testamento hay historia de la teología, y ciertamente 
importante, pero ninguna historia real del dogma, en el sentido 
de que surgen en ella dogmas de obligatividad de fe absoluta, 
y tan definitivos, que sólo podrían ser revisados «hacia adelan­
te» según una declaración aún mejor y más adecuada, pero no 
en el sentido de una puesta en duda de su verdad «hacia atrás», 
exponiéndola una y otra vez a un dicho quizás reprobatorio del 
Nuevo Testamento. 
Por el contrario, nosotros podemos decir realmente: si den­
tro del Nuevo Testamento hay una teología que crea dogmas 
con obligatividad de fe, y no sólo teologúmenos, entonces tam­
bién la hay fuera del Nuevo Testamento en el tiempo posterior 
de la Iglesia; puesto que las razones y las necesidades son en 
ambos casos las mismas. Naturalmente que el Nuevo Testamen­
to configura, en cuanto tiempo y en cuanto Escritura sobre 
todo, una magnitud normativa para todos los tiempos posterio­
res, en cuanto que en él está dado ese comienzo, que al represen­
tar no una suma caprichosa de verdades aisladas, sino un acon­
tecimiento histórico de salvación (al cual pertenece también la 
40 
configuración de la Iglesia misma), es la norma permanente 
y el fundamento que ha de sustentarlo todo, para la Iglesia toda 
de más tarde, para toda fe y toda teología posteriores. Lo cual 
no excluye que en la historia posterior de la fe, pueda darse 
el proceso del hacerse un nuevo dogma sobre ese cimienta 
del Nuevo Testamento. Si la misma apropiación de la fe es 
histórica—'¡y cómo podría ser de otra manera!—y no es sola­
mente reflexión teológica sobre una consciencia de fe, entonces 
tiene que haber una historia de los dogmas, ya que ésta no es 
otra cosa que la historia respectiva de cada figura del absoluto 
asentimiento de fe sobre el cimiento de la revelación divina, 
que permanece una, tal y como de una vez para todas fue pro­
mulgada en Jesucristo, y tal y como debe seguir siendo en cada 
situación de la historia, acontecimiento actual en el asentimien 
to de fe y no sólo de la nueva teología. 
Si en el Nuevo Testamento hay ya teología, que aunque de­
claración obligativa de la revelación como palabra de Dios, no 
es por eso proceso original de revelación, en ese caso ha de ser 
fundamentalmente posible hacerse una idea aproximada sobre 
dónde discurre aproximadamente la línea fronteriza entre el 
caudal de contenido de la declaración original de revelación y 
la teología a medida de ésta en el Nuevo Testamento. El 
que dentro de la teología católica apenas se haya planteado 
esta cuestión explícitamente, muestra que la simple tesis que se 
expresa aquí, a pesar de ser como sobreentendida, no nos viene 
dada manifiestamente con claridad suficiente. Naturalmente que 
no se puede tratar más que de un trazado de frontera aproxi­
mado. Obligando el Nuevo Testamento entero por igual, con 
todas BU partes y declaraciones, a la teología posterior (aunque 
desde luego en el sentido de obligatividad, quepueden recla­
mar para sí cada una de las declaraciones del Nuevo Testamen­
to), no se puede tratar en tal trazado de frontera de un criterio-
sobre cuáles declaraciones del Nuevo Testamento sean obliga­
tivas, «impulsen a Cristo», correspondan al canon interno de 
la Escritura, y cuáles no. Y ya que el trazado de frontera entre 
una declaración «con otras palabras» y una declaración que 
en proporción con la original es nueva y dice algo nuevo, es 
fundamentalmente muy difícil, y así lo muestran todas las di­
versas teorías sobre la evolución del dogma con sus distinciones-
41 
entre el estar contenida virtual o formalmente de una declara­
ción en otra etc, la exigencia de tal trazado de frontera no puede 
tener la intención de ofrecer una delimitación completamente 
inequívoca. E incluso porque la formulación de lo que es de­
claración original y declaración derivada de revelación indica 
necesariamente en ambos casos una interpretación comprensiva 
de los dos grupos de declaración a cargo del mismo que traza 
la frontera, indicará a su vez también teología. 
Pero con todo se puede plantear la cuestión: ¿qué aspecto 
aproximado tiene lo que en cuanto contenido propiamente fun­
damental del cristianismo puede ser captado como verdadero, 
si—y en cuanto que—significa una notificación de Dios, tras la 
cual no se puede retroceder ya de ninguna manera, y qué se 
puede concebir en la palabra de revelación de la Escritura como 
desarrollo, como interpretación teológica de esos primeros da­
tos originales ayudada por conceptos, representaciones, puntos 
de mira, que no crecen de la problemática de los datos origi­
nales mismos, ni estaban ya dados como medio de expresión 
y como aliciente para la reflexión teológica en el mundo religio­
so en torno al Nuevo Testamento? 
Si aceptamos por ejemplo (lo cual no es ciertamente ningún 
riguroso principio hermenéutico, sino sólo una hipótesis de 
trabajo, eso sí llena de sentido), que las declaraciones cristoló-
gicas y soteriológicas del Nuevo Testamento se reducen todas 
sin excepción a las declaraciones de Jesús sobre sí y su persona 
(vista ésta por supuesto a la luz de la experiencia pascual), 
y no contienen por encima de esto ningún elemento, que se re­
trotraiga, necesaria y aditivamente respecto a la autodeclara­
ción de Jesús, a una revelación de contenido nuevo de índole 
propia, entonces podemos preguntar: ¿cuál es la autodeclara­
ción histórica, que Jesús hace de sí mismo, de tal modo que 
se basen en ella toda la cristología y soteriología de los restan­
tes escritos del Nuevo Testamento? Según una comprensión ca­
tólica de la teología fundamental, no es lícito decir que sea im­
posible, incontestable o prohibida tal pregunta, porque no se 
pueda llegar hasta por detrás de la fe cristológica y soterioló-
gica de los apóstoles y de los escritos del Nuevo Testamento. Si 
hay una teología fundamental en el sentido católico, por tanto 
que procede últimamente y de veras de una autodeclaración 
42 
histórica de Jesús o que vuelve a ella (lo que es lo mismo), 
nuestra pregunta es por completo justificada y necesaria. Pero 
las más de las veces se plantea sólo marginalmente. 
Esta exigencia no es solamente una exigencia de la curiosi­
dad histórica, para saber cómo algo ha llegado a ser. Tal delimi­
tación, una conscieneia lo más explícita y clara que sea posible 
de la relación de dependencia y consecuencia de origen en las 
proposiciones aisladas del Nuevo Testamento, posee una fun­
ción mucho más esencial. El saber acerca de estas dependencias 
conjuntas puede servir para determinar mejor y más inequí­
vocamente el sentido de una proposición determinada, su ver­
dadera intención, declarativa y las fronteras de ésta. Si se puede 
decir, de dónde sabe propiamente un escritor neotestamentario 
lo que dice, se podrá expresar mucho mejor lo que quiere decir. 
En caso de duda por ejemplo se puede afirmar, que no quiere 
decir más de lo que el lugar original de su declaración da real­
mente de sí. No es que pensemos en este método como en un 
principio crítico, que pudiera aplicarse, para rechazar una pro­
posición del Nuevo Testamento en cuanto no obligativa, pro­
posición cuyo sentido es ya firme por otro lado o simple­
mente tal y como suena. Si ese sentido es inequívoco, el teólogo 
dogmático no podrá sino dar razón al sentido del Nuevo Tes­
tamento, aunque incluso no vea cómo los datos que se suponen 
originales de la revelación dan realmente de sí en ese caso ese 
sentido, aunque no sepa indicar, de dónde sabe propiamente 
el escritor neotestamentario lo que dice. 
Sin duda alguna hay casos, en los que el sentido de una 
proposición, su alcance y sus fronteras no están claros. En tal 
caso metódicamente está por completo justificado hacer el in­
tento, de determinar el sentido exacto de la proposición cues­
tionable (o de un complejo de pensamientos a interpretar), 
preguntándose «de dónde» desarrolla el «teólogo del Nuevo 
Testamento» sus pensamientos, qué premisas y qué sobreenten­
didos supuestos estuvieron a la base de su reflexión teológica, 
y preguntándose además, lo que dé ello resulta y también lo 
que no resulta. Y si ese sentido de una proposición, determi­
nado desde su origen, no queda desautorizado por otro sentido 
que está ya firme por otro lado, será entonces completamente 
justificado, decir que el sentido determinado desde el origen 
43 
es también el verdadero, y que no va, en caso de duda, más allá 
del que estaba ya firmemente constatado. 
No es posible presentar aquí ejemplos manifiestos. Pero 
eurísticamente, aplicando prudentemente «el principio del aho­
rro», está permitido suponer, por ejemplo, que Pablo para su 
doctrina del pecado original no tenía a su disposición como 
datos primarios conformes a la revelación más que lo suficiente­
mente perceptible del Antiguo Testamento y de la restante sote-
riología de] Nuevo. Y entonces podemos muy bien preguntar: 
¿qué resulta de éstos datos primarios? Naturalmente que se 
puede y se debe contestar esta pregunta (como es frecuente en 
cuestiones profundas de la filosofía), casi como en una realiza­
ción segunda de la teología de Pablo. Se entiende de sobra que 
esta derivación consigue una seguridad mayor, al haberla pen­
sado Pablo antes que nosotros obligativamente, que si la hubié­
semos pensado por primera vez nosotros mismos. Pero si rea­
lizamos así genéricamente el pensamiento paulino, vendríamos 
entonces (me parece a mí, sin que pueda ahora fundarlo más de 
cerca) a una doctrina paulina del pecado original, que enlaza 
el primer pecado y el pecado personal más claramente que lo 
hizo Agustín; resultaría una interpretación de la doctrina del 
pecado original, que de antemano ve muchas cosas de manera 
distinta que Agustín; se harían vigentes en ella, también de 
antemano, no pocos momentos entroncados demasiado suplemen­
tariamente en la doctrina tradicional, tan determinada por Agus­
tín todavía. Pero no podemos ahora dar más que una mera 
insinuación de lo fértil que este método puede ser. 
Hay un punto en el que la exégesis moderna y teología bíbli­
ca católicas manejan, si bien con otra terminología, el método 
propuesto. Pero la dogmática católica apenas les ha seguido en 
su ejercicio dogmático interno. La exégesis y la teología bíblica 
católicas de hoy se preguntan frente a las palabras de Jesús, 
y muy reflejamente, lo que en su formulación puede valer como 
palabra original del Jesús histórico, y lo que en tales formula­
ciones (en su tendencia, en la explicitación de su alcance, en 
su perfilamiento, en el material de conceptos usado, eíc.) es ya 
conformación de la «teología de la comunidad» (entendida esta 
naturalmente de manera correctamente católica: la teología del 
ministerio eclesiástico docente de la primitiva Iglesia, susten-
44 
tada por los apóstoles en cuanto maestros de la comunidad 
autorizados por Jesús, capaces de exigir fe, bajo la asistencia 
del Espíritu Santo, y no una especulación teológica en último 
término anónima, no