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UN joven MÉDICO destinado en un puebleci- to de Aragón, en 1936, se ve sorprendido por el Alzamiento Nacional mientras remonta el Ebro en su piragua... Así empieza la guerra civil para Pablo Uriel. Memorias de guerra que son, a la vez, un lúcido análisis de ambos bandos combatien tes, una aguda caracterización de personajes y situaciones, un relato apasionante, de abru madora sencillez. Pablo Uriel Diez, médico, (Soria, 1914- Valencia, 1990). Cursó estudios en la Facul tad de Zaragoza. Tras el paréntesis de la guerra civil, se ra dicó en La Corana, donde contrajo matrimo nio. Trabajó primeo en el dispensario antitu berculoso, y luego instaló un consultorio radiológico por el que, a lo largo de cuarenta años de ejercicio, desfiló más de media ciudad. Miembro numerario de la Real Academia de Medicina de Galicia, fue elegido, en reco nocimiento a su amplia valía humana y cul tural, primer presidente del Ateno de La Coruña. Pablo Uriel NO SE FUSILA EN DOMINGO Prólogo de Ian Gibson Edición al cuidado de Elena Uriel PRE-TEXTOS NARRATIVA La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada Diseño gráfico: Pre-Textos (S.G.E.) y * Fotografía de cubierta: Pablo Uriel a orillas del Ebro en 1936 Ia edición: octubre, 2005 © Herederos de Pablo Uriel, 2005 © del prólogo: Ian Gibson, 1987 © de la edición: Elena Uriel, 2005 © de la presente edición: pre-textos, 2005 Luis Santángel, 10 46005 Valencia Impreso en españa/printed in spain isbn: 84-8191-703-6 deposito legal: V-3957-2005 GUADA IMPRESORES - TEL. 961 519 060 - MONTCABRER 26- 46960 ALDAIA (VALENCIA) Algunas guerras pueden ser justas, pero ningún ejército es inocente. André Malraux La guerra civil de Pablo Uriel A uno le llegan, de una forma u otra, muchos manuscri tos acerca de la fratricida contienda de 1936-1939 que, por amistad, deber u otras razones, se siente obligado a leer. Muchas veces la lectura es decepcionante. No así la del li bro de Pablo Uriel Diez. Puedo decir, con toda sinceridad, que, especialmente en su primera parte, se trata de un tex to que conmueve por su honda calidad humana, por su dra matismo y por la sobriedad de su narración. Pablo Uriel tenía veintidós años y la carrera de médico re cién acabada cuando, aquel aciago julio de 1936, se desen cadenó la guerra. Son inolvidables las páginas en las cuales narra, al principio del libro, su llegada, el 7 de aquel mes, al pueblo aragonés de Rincón de Soto, donde iba a sustituir a otro médico, y, a continuación, los primeros días de la su blevación. Nada más lejos de su imaginación, antes del 19 de julio, que los hechos que muy pronto iba a presenciar y a vivir; nada más lejos que la sospecha de que España se fuera a ver pronto envuelta en las llamas, los crímenes y los horrores de una atroz guerra civil. Pero así fue. He leído numerosos relatos acerca de la represión, tanto en la zona republicana como en la nacional, desde el de Arthur Koestler, quien en Testamento español da cumplida II cuenta de las siniestras cárceles de Queipo de Llano en Se villa, hasta los de mucha gente de derechas que pasaron la suya en las cárceles de Madrid durante los primeros meses de la lucha. Pues bien, ninguno supera lo que yo he leído en las páginas de Pablo Uriel acerca de la represión de Zara goza. Enjundia, ponderación, una falta absoluta de mani- queísmo (azote de la historiografía de la guerra), una honda desesperación ante la maldad y la estupidez de los hombres, en especial, una profunda desilusión al constatar los des manes cometidos por tantos sedicentes católicos; he aquí lo que he encontrado -y creo que encontrará cualquier lector honrado- en esta narración a veces espeluznante. He apun tado, y no olvidaré, la frase estampada en las páginas 143- 144: “Si veinte siglos de catolicismo en España no habían logrado que los católicos fuesen menos sanguinarios que los ateos, era evidente que los textos en los que se aprendía esa doctrina no eran muy convincentes”. Así es. Pero tal vez lo que más me ha llamado la atención de este libro ha sido la observación de Pablo Uriel según la cual, en situaciones límite, como la de estar cada noche pen diente de que a uno le fusilen, el hombre muchas veces acep ta el statu quo y renuncia a optar por la valentía, la protes ta, el morir gritando. En varios momentos del libro, el autor vuelve a indicar esta pasividad por él observada, y ello con cuerda con los relatos de otros varios supervivientes de aque llas circunstancias. El ánimo de Pablo Uriel se subleva an te lo que considera la cobardía del hombre y, leyéndole, se me ha ocurrido pensar que el lema de Descartes: “Pienso luego soy” habría que cambiarlo. ¿No sería más exacto: “Tengo miedo, luego soy”? Y el maniqueísmo. He dicho que es una enfermedad de la cual no sufre Pablo Uriel, y que quisiera él que no pade 12 cieran los demás. En efecto, nada hay que más separe a los hombres que la nefasta idea de que las personas se dividen en buenos y malos. Al leer este libro, he recordado el peli gro que constituye cada día para todos nosotros, por su puesto yo incluido, la tendencia de ver las cosas en blanco y negro, según los prejuicios y la pereza de cada uno. En este sentido no puedo dejar de mencionar una de las esce nas más inolvidables narradas en este libro. Se trata de la chica quien, en el Hospital Clínico de Zaragoza, dice de los más de doscientos “paseados” amontonados aquel día en el sótano, incluidos mujeres y niños: “¡Dios mío! ¡Cuánta gen te mala hay en el mundo!”. Libro admirable, en fin, con muchos momentos que se graban en la memoria, como si los hubiera vivido uno mis mo (¡milagro del lenguaje y de quien sabe manejarlo!). Y, sobre todo, un documento de una profunda humanidad. Después de leerlo, uno siente cierta desesperación, qué duda cabe. ¡Tanta crueldad! ¡Tanto sadismo! ¡Tanta igno rancia! ¡Tanta torpeza! Pero, con todo, el libro transmite cierta fe en las posibilidades del hombre y, rebasando es quemas maniqueos, no cierra la puerta a un futuro mejor, fundamentado en la caridad, la inteligencia y el trabajo. Ha hecho bien Pablo Uriel en dejarnos su testimonio, o parte de él, y espero que, una vez publicado, sea leído por muchos jóvenes que no conocieron aquellos terribles años pero que deberían saber cómo fue la España que pudo ser, pero que, aquella vez, no fue. Ian Gibson Madrid, 2 de diciembre de 1987 13 N O T A D E L A U T O R A L A P R I M E R A E D I C I Ó N Cuando la dictadura franquista celebró las bodas de pla ta de su victoria en la guerra civil, lo hizo con una orgía pro pagandística que agobió las conciencias de todos los espa ñoles durante un largo período. Los mensajes celebrando los “veinticinco años de paz” llegaban por todos los medios de información, incluidas las vallas publicitarias. En todos los centros de enseñanza se estableció la obligación de glo sar la “Paz de Franco”, y esta obligación fue cumplida con generosidad. Mis hijos eran los destinatarios preferidos de esta campaña que les llegaba a través de sus clases en el instituto, y que empleaba palabras hermosas. Nadie podía explicar a la juventud española que esa paz era la conse cuencia del miedo residual, la secuela de un terror siste mático. Me propuse contrarrestar esa campaña contándoles cómo vivió su padre la guerra civil. Los hechos estaban aún fres cos en mi memoria, y me ayudé de las notas que había to mado durante la contienda. Así surgió este manuscrito, que ahora es un libro. Al leerlo, comprendieron cuánta miseria, sufrimiento y terror se agazapaban detrás de esa paz tan her mosa. 17 El texto,por razones obvias, no podía ser editado en aque llos momentos (1964). Ahora, mi familia ha conspirado para lograr su difusión y me ha ofrecido como regalo el pró logo de Ian Gibson, que yo no me hubiera atrevido a pre tender. Mis hijos Patricia y Pablo han colaborado con la aportación fotográfica, composición y corrección. Mi hija Elena aportó su sensibilidad artística ilustrando algunos pa sajes del libro. El autor se siente orgulloso de formar parte de esta fa milia. 18 N O T A A L A P R E S E N T E E D I C I Ó N Recuerdo a mi padre en Coruña, sentado frente a la me sa del comedor leyendo, siempre leyendo, pero siempre aco gedor, apacible y atento, y eso a pesar de estar rodeado de una ruidosa y numerosa familia. ¡Su paciencia no tenía lí mite! Recuerdo también, que una vez al año se iba dos o tres días a un Parador que miraba al mar. Supe después que allí hilvanaba con una máquina de escribir sus recuerdos, ayu dado por las notas que había ido tomando a salto de mata, a medida que le sucedían las cosas o venían a su memoria. Mi padre no hablaba mucho. Se quedaba por las noches a oír una radio lejana, mientras leía, pensaba, escribía y fu maba. Un día, debía tener yo dieciséis años, me pidió que le yera unas hojas mecanografiadas. Lo hice de un tirón. Me parecía estar leyendo una apasionante novela, pero me cos taba imaginarle protagonista de esas aventuras y sufrimientos. Hacia 1975, y como regalo de cumpleaños, editamos un único ejemplar de su libro mecanografiado, ilustrado, pro logado y encuadernado por familiares y amigos. 21 En 1988 nos atrevimos a más y, dirigidos por mi madre, hicimos una edición familiar de unos mil ejemplares que titulamos “Mi guerra civil”. Fue prologada por Ian Gibson, que también acudió a Coruña a presentarla...¡Gracias Gibson! Mi padre estaba ya enfermo y murió poco después. Tras leer el libro muchas y diversas personas comenta ban que no habían podido interrumpir su lectura hasta ter minarlo. Uno de estos lectores, un poeta y escritor, un ami go, Paco Salinas, se movilizó y me movilizó, entusiasmado con la aventura de mi padre. Me instó a recopilar cartas, re cuerdos y documentos que él leyó y clasificó con cariño, le presentó el libro a su editor y entre los dos han hecho po sible que más personas puedan disfrutar de su lectura. Paco falleció en octubre de 2004, ahora se pasea apa ciblemente, junto a mi padre, en mis recuerdos. Elena Uriel 22 A Cecilia, mi mujer. Nuestra convivencia puso el bálsamo adecuado sobre las viejas heridas de la guerra. L A R E P R E S I Ó N I 7 D E JULIO DE 1936 Aquel tren se quejaba, y no le faltaban razones. Era un tren viejo, y nadie parecía comprender el drama de sus cru jidos, sus resoplidos, sus temblores. Sufría como tiene que sufrir un tren correo al que se hace correr por Aragón a la hora de la siesta de un mes de julio. Julio de 1936. Para mí era un año fronterizo; acababa de abandonar la confortable matriz universitaria y aquel tren me llevaba a mi primera responsabilidad, la de cuidar la sa lud de un pueblo cuyo médico se ausentaba durante tres se manas. Ese médico iba a contraer su primer matrimonio y yo me enfrentaba por primera vez con una profesión bella e inquietante. La estación de Rincón de Soto parecía desierta; nadie po día desafiar aquel sol que rebotaba en el suelo y en las pa redes. Al fin pude ver al médico, que me hacía señas des de la penumbra de la sala de espera. El pueblo parecía también abandonado, excepto por las moscas y las gallinas; pero en casa del médico el sol se man tenía a raya, y una fresca limonada se llevó el recuerdo de aquel tren infernal. Por la tarde acompañé a mi colega en su visita para que me presentara a sus pacientes. El único grave era la señora 27 Rosa, que vivía sus últimos días de lucha. Hinchada, ja deante, todo su organismo era una esponja de edemas que su corazón, ya claudicante, no podía movilizar. Al salir de su casa, mi compañero aseguró que no volvería a verla. La vida de la señora Rosa duraría menos que el viaje de no vios del médico. Éste me ofreció aquella noche una prueba de su vetera- nía. Le acompañé a un pueblo inmediato, donde vivía su no via. Al regresar, los faros del automóvil iluminaron una fu gaz sombra, un animalito que zigzagueó en un esfuerzo inútil por salir de aquella luz deslumbrante. El coche titubeó tam bién un momento, pero un fuerte golpe nos hizo compren der que el animal había sido atropellado. Nos apeamos pa ra recogerlo y vimos que se trataba de una liebre, que se debatía en convulsiones. Estaba preñada, y al llegar a casa, el médico tuvo un gesto de curiosidad profesional. Con un ademán experto, seccionó la distendida pared abdominal y extrajo tres criaturas de enormes orejas; dos de ellas vivían aún y alguien se propuso que sobreviviesen. La gata de la casa estaba por esos días amamantando a sus crías y colabo ró después de algunas vacilaciones. Su sorpresa y su repug nancia al ver cerca de ella aquellos cuerpecillos palpitantes de monstruosas orejas eran tan visibles en sus gestos, que todos nos reímos de su perplejidad; pero al fin su instinto fue vencido y permitió que los gazapillos mama-ran, ofre ciéndonos un ejemplo de tolerancia más que humana. Esa noche, en una cama extraña, recordé aquella jornada excitante. Al día siguiente se marcharía mi compañero y me quedaría yo solo frente a los acontecimientos. Las tres semanas que me esperaban serían sin duda un apasionante examen de reválida. 28 -Señor médico, que vaya usted a casa del cura. El cura del pueblo tenía una tuberculosis renal. Segura mente habría recibido ya los resultados de los análisis que yo le aconsejé. Él, como todos los enfermos crónicos, se había decidido a probar al nuevo médico, por si podía ser le más efectivo que el titular. Cuando entraba en la casa rectoral, salía de ella el herre ro del pueblo, que me saludó un poco cohibido; se había vestido de domingo para visitar al cura, y éste era un ho menaje que había que valorar; era socialista y anticlerical, y hombre de convicciones tan sólidas como su yunque. El cura me recibió enseguida. -Buenos días, padre. Acabo de cruzarme con el herrero. Supongo que le resultará difícil catequizarlo. El semblante pálido y ascético del sacerdote se dilató en una sonrisa. -No, no intento catequizarlo; se trata sólo de que este po bre hombre tiene una hija que va a casarse con un chico de derechas; naturalmente se casarán en la iglesia, y él ha ve nido a decirme que, como es librepensador, no se ha opues to a las relaciones de su hija ni a su matrimonio religioso. Asistirá a la ceremonia, pero me ha dicho que esto no re presenta ninguna claudicación en sus ideas. Ha sido una en trevista muy amistosa, y él ha salido de aquí tan socialista como entró. Luego hablamos de su riñón. Los análisis no dejaban lu gar a dudas. Le hablé de la conveniencia de operarse y de los cuidados que debía observar durante toda su vida. Por lo visto no le dije nada que no le hubiera ya dicho mi colega. Me retuvo con unas copas de vino dulce, y, de pronto, se encendió en sus ojos una chispa de malicia. 29 -Su colega no necesitó tantos análisis y tanto reconoci miento para llegar a la misma conclusión a que ha llegado usted. -Mi compañero es un buen médico. Yo no soy más que un principiante. Deben ustedes alegrarse de tenerlo aquí. El sacerdote sonrió. —Sí, es verdad, es bueno. Usted es más bien un médico para la ciudad. Es posible que nunca sea un buen médi co rural. Este comentario me preocupó durante algún tiempo. Es difícil saber si era, en labios del sacerdote, un elogio o una censura. Si yo no podía ser un buen médico rural es porque no era un buen médico. Mi luchade aquellos días me de sazonaba. En la facultad, un error en la exploración del en fermo no tenía más consecuencia que una mala calificación escolar. Aquí las consecuencias tenían un precio más alto, y a mí me pesaba esa responsabilidad. Hasta entonces no había tenido casos difíciles, pero podrían presentarse, y no tendría a mi lado la confortante ayuda del profesor, que no dejaba llegar nuestros errores hasta el punto donde pudie ran hacer daño. Por las tardes el río se llevaba mis preocupaciones. A unos dos kilómetros del pueblo estaba el Ebro, y bajo el puente que unía La Rioja con Navarra había una cabaña donde es peraba mi fiel piragua canadiense. Allí volvía a ser el estu diante sin cargas, tan identificado con mi pequeña embar cación, que era capaz de arrojarme al agua y reembarcar con rapidez casi circense. Aquel río era un parque de atracciones para un piragüis ta. Grandes remansos, en los que se reflejaban tan nítida mente los árboles de las riberas, que parecía uno navegar 30 por las copas de los chopos; escandalosos y sonoros rápi dos, en los que la piragua, rodeada de espuma, no tenía otro trabajo que mantener el rumbo y esquivar las invisibles pie dras; playas que yo embestía haciendo que la piragua res balase sobre la finísima arena. La orilla derecha pertenecía a La Rioja, la izquierda, a la tradicionalista Navarra. Y entre las dos provincias yo dis frutaba intensamente el atardecer. Pero el río me lanzaba un desafío que procuraba ignorar: en uno de sus tramos pró ximos al puente, desde la orilla derecha, arrancaba un di que de cemento, por el que se vertían las aguas remansadas más arriba por los regantes. ¡Si yo me atreviese a entrar en el río por ese escalón...! El agua resbalaba por un plano in clinado y caía entre espumas al gran cauce. Aquello era ten tador, pero no me decidía a intentarlo. La señora Rosa está consumiendo sus últimas etapas. Di fícilmente puedo soportar la contemplación de ese inmen so sufrimiento biológico. Todo su organismo lucha por se guir respirando; una respiración que se ha hecho consciente, que requiere para cada uno de sus actos la energía total de ese cuerpo y ese cerebro. Pero sus pulmones son charcos de fluidos desordenados, que no pueden utilizar esos cho rros de aire tan trabajosamente aportados. Y yo no puedo ser otra cosa que un testigo abrumado por su propio fracaso. La señora Rosa no tiene más familiar que un hijo de die ciocho años. Su muerte sería más fácil si no quedase detrás ese hijo que, para ella, es aún un niño incapaz de valerse. El muchacho, lleno de vida y de futuro, parece al margen de ese sufrimiento. Con la crueldad de los animales jóve nes, ha aceptado ya la ausencia de su madre, y hay en su actitud un poco de esa irritación de los niños ante las des 31 pedidas prolongadas. Cualquier médico ha conocido, con demasiada frecuencia, esta decepcionante actitud que ro dea y asfixia el ambiente de las enfermedades mortales. Uno de los gazapitos ha muerto. Se interpuso inespera damente en mi camino, y sucumbió bajo las suelas de mis zapatos. El otro sigue mamando, en buena armonía con su madre y sus hermanos de adopción. Ya no es la caricatura de enormes orejas que liberamos un día del vientre de su madre. 32 II Domingo, 1 9 de julio de 1936 Hoy acepté el desafío del río. Sin pensarlo mucho, he cru zado las aguas remansadas enfilando la embarcación hacia el provocativo escalón de la represa; la quilla ha rozado con aspereza el borde del cemento, se oyó un alarmante cruji do al bascular la piragua hacia la pendiente, y enseguida me encontré en el cauce del río, entre espumas, sin haber em barcado ni una gota de agua. Me volví para contemplar des de abajo aquella blanca cortina de agua. En ese momento, unas voces ásperas sacudieron el aire tranquilo del atardecer: -¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España! Volví la cabeza hacia el puente y los vi. Invadían La Rio- ja liberal desde la Navarra tradicionalista. Un camión, un autobús y un automóvil de turismo cruzaban el puente fron terizo. Los hombres eran jóvenes, con boinas rojas. Sobre la cabina del camión, una ametralladora ponía su amenaza sobre la carretera, y los fusiles asomaban su trazo rotundo por las ventanillas. Al campo volvió el estático silencio del crepúsculo, pero ya no era el mismo; aquellas feas manchas sobre el puente, aquellos gritos, que eran amenazas aunque estaban 33 hechos con palabras inocentes, traían una violencia que lo ensuciaba todo. Guardé la piragua en la cabaña y regresé al pueblo; había gente en la calle, mirando con recelo a los jóvenes reque- tés, que se mantenían correctos y agrupados. Nadie había pensado en oponerles resistencia. La radio había comuni cado al país que unos cuantos generales se habían sublevado contra la República, pero nadie parecía tomar aquello en se rio. Sin duda se resolvería como tantas otras sublevaciones, sin sangre, con un castigo simbólico, como el impuesto al general Sanjurjo cuatro años antes. Nadie dudaba de que las tropas del gobierno acabarían dominando la situación. Lo que no sabíamos es que el gobierno no tenía tropas; el ejército, al elegir el camino de la ilegalidad, lo había de jado sin instrumentos para imponer la ley. En Zaragoza, un general de venerables barbas, estas barbas eran lo único ve nerable en él, declaró el estado de guerra alegando que lo hacía para defender la República, y concluyó con vivas a la institución que estaba traicionando. Esta actitud descon certó a las autoridades civiles republicanas y a las organi zaciones políticas. Cuando éstas quisieron reaccionar, el ge neral ya se había desprendido de la máscara, y comenzaba el exterminio sistemático de los republicanos. Para nosotros la rebelión se reducía a cinco o seis camio nes de requetés que habían ocupado el pueblo. Pronto si guieron su marcha hacia Zaragoza, dejando en el pueblo un pequeño retén. Poco después regresaron porque en Alfaro, el pueblo inmediato, los habían recibido con fuego de fusil y decidieron volver y acampar a la espera de refuerzos. Al día siguiente, contando con una compañía de solda dos y dos piezas de artillería, emprendieron de nuevo la 34 marcha. Desde una terraza pude contemplar con unos pris máticos ese espectáculo, a la vez bello y repelente, de un bombardeo de artillería y un despliegue de la infantería. Al- faro, defendido sólo por unos pocos obreros mal armados, sucumbió enseguida. Pronto llegaron noticias de una re presión brutal. Entre los primeros habitantes fusilados por los requetés figuraba un médico y, por primera vez, el pre texto para esa muerte fue la acusación, que luego se hizo casi rutinaria, de que poseía una emisora clandestina. Desde aquel día, nuestro pueblo fue una etapa de paso de las tropas navarras en su marcha hacia Zaragoza. El retén que permanecía en Rincón de Soto se encargaba del aloja miento de dichas tropas. La vida rural pareció poco afectada al principio. Grandes crucifijos presidían cualquier local, incluso los cafés y las tabernas. Hubo un cambio de autoridades y constantemen te se oían vivas a Cristo Rey, un Cristo militante y provo cativo, y, desde luego, monárquico. 35 III LOS HOMBRES MUEREN EN EL CEMENTERIO -Señor médico, que vaya a casa del Anselmo. En la puerta de Anselmo encontré un corro de hombres taciturnos, que me abrieron paso con respeto. De arriba lle gaban unos gritos de mujer cuyo significado estaba claro: alguien había muerto en esa casa. Pero el muerto no estaba allí. El encargado del cemente rio lo había encontrado junto a las tapias, acribillado a ba lazos. Dejé la receta de un sedante y unas palabras de consue lo, y bajé al portal para hablar con los hombres. Anselmo había sido detenido el día anterior al regresardel trabajo. Con él detuvieron a otros dos hombres y los encerraron en la celda que hacía de cárcel en el ayuntamiento. Los tres aparecieron muertos junto al cementerio en la madrugada siguiente. Los hombres no sabían otra cosa que lo que me contaron, pero expresaron con dureza su esperanza de que los criminales serían castigados cuando el gobierno se hi ciera con la situación. Nadie lo dudaba, y la escucha de la radio adquirió ahora un significado más perentorio. Yo era un recién llegado. No conocía a nadie, y nadie me conocía a mí lo suficiente para confiarse. Tenía que limi tarme a ser un testigo pasivo. Uno de los hechos que más 37 me impresionaron fue ver, aquel mismo día, a los mucha chos del requeté sonreír y jugar al dominó en los cafés, con la misma expresión alegre y sana de los días anteriores. Si una noche de orgía deja en los rostros de los hombres sig nos delatores, ¿cómo era posible que una noche dedicada a cometer tres asesinatos fuera seguida de un día como los demás? Ésta fue mi primera sorpresa, y la primera de una larga serie de decepciones. Aquella madrugada fue sólo la primera de otras muchas. Cada día iban llegando a la celda municipal algunos dete nidos. Unos por denuncias, otros por razones tan simples como ser encontrados en la carretera al atardecer por algún suspicaz requeté. Al llegar la noche, aquellos jóvenes tra- dicionalistas, con el pecho salpicado de escapularios, que rían cumplir su parte de limpieza justiciera; vaciaban la celda sin molestarse en indagar, ni los nombres, ni las cir cunstancias de aquellos desgraciados, cuyos cuerpos en contraba al día siguiente el encargado del cementerio. De aquello no quedaban más testimonios que una celda vacía, algunas viudas ilegales y el irritante dolor de convivir con asesinos impunes. Ningún registro de ejecutados, ninguna sentencia, ninguna orden expresa, ningún gesto para poner coto a esa silenciosa matanza. El capitán de infantería que mandaba el retén llevaba con plena eficacia la rutina de su puesto: estadillos de material, de alojamientos, de tropas que pasaban hacia Aragón, de armas requisadas, de incautaciones de locales y muebles. En la penumbra de su despacho en el ayuntamiento, aquel hombre gris y eficiente se revelaba como un perfecto fun cionario. Pero el flujo y reflujo de esa celda que se abría junto a su oficina escapaba a sus cuadrículas; aquella mer 38 cancía humana, que vivía una angustia punzante y aguda, y que desaparecía a cualquier hora de la larga noche, no despertaba el interés de ese hombre, que no toleraba la de saparición de medio kilo de garbanzos. Si aparecían algu nos cadáveres junto al cementerio, aquello pertenecía al or den natural de las cosas. Si esos hombres habían sido rojos, la época de los rojos había terminado, y no había nada que lamentar en ello. Como todos los fenómenos naturales, también éste deja ba sentir sus efectos sin demasiada discriminación. Ése fue el caso de Agustín. Agustín era un mozo sin inquietudes políticas. Lo que es taba pasando en España no era de su incumbencia. A él sólo le interesaba su lucha diaria con la tierra de labor. Esa tarde volvía de la huerta con el azadón al hombro, dispuesto a pasarlo bien en la taberna. En la carretera se encontró con Miguel, un muchacho de las Juventudes Socialistas; tam bién Miguel regresaba del trabajo en la huerta, y juntos ca minaron hacia el pueblo. Sin saberlo, iban al encuentro de una de esas aventuras que sólo se viven una vez. En el ca mino se cruzaron con un requeté navarro que paseaba con uno de los nuevos concejales. El concejal pronunció unas palabras que, en sí mismas, eran inofensivas: -Mira, ahí tienes a uno de los más rojos del pueblo. El requeté no podía oír esto sin entrar en santa indigna ción. Se despidió de su acompañante y siguió a los mucha chos. -Venga, venios conmigo. -¿Adonde? -Al ayuntamiento. 39 -¡Si nosotros no hemos hecho nada! -Eso ya lo veremos allí. Y nadie se preocupó de averiguarlo. Entraron en la celda, donde había ya otras tres personas. El único que no tenía mucho miedo era Agustín, seguro de que podría aclarar las cosas antes de la noche. Ya oscurecido, al terminar su partida de dominó, los re- quetés salieron de la taberna y se enfrentaron con la exci tante noche veraniega. Alguien preguntó: -¿Hay algún rojo en el ayuntamiento? -Seguro que hay alguno. -Pues vamos a por ellos. Y así fue como los cinco hombres fueron conducidos a las tapias del cementerio y la noche se llenó de disparos. Miguel quedó vivo y consciente. Oyó marchar la camio neta y escuchó el silencio durante largo rato. Le parecía que cien ojos lo vigilaban. Al fin se incorporó, con algo de la alegría que debe de sentir el convaleciente en una epidemia. Las acequias estaban secas en esa época. Por el cauce de una de ellas se dirigió a su casa en el pueblo. Sólo allí se dio cuenta de que tenía sangre en la camisa y de que le do lía un hombro. Sus familiares lo miraban con un terror muy comprensible. ¿Qué pasaría ahora? Al día siguiente por la tarde se decidieron a llamarme. La herida del cuello seguía sangrando y Miguel se debilitaba. Cuando me di cuenta de que aquel hombre tenía una heri da de bala en el cuello, comprendí también la ansiosa ex pectación con que me miraban su madre y sus hermanas. La obligación de un médico es comunicar a las autoridades cualquier caso en el que observe lesiones de este tipo. Pero nuestras autoridades eran ilegales, y esto me eximía de 40 una obligación que hubiera tenido para Miguel consecuen cias inmediatas. Aseguré a la familia que no daría parte de la herida, pero les hice ver la absoluta necesidad de que aquello no trascendiera ni a los más íntimos de la familia. Yo me sentía inquieto por otras razones. La herida no pa recía ser grave, y me limité a aplicar un vendaje compresi vo, pero si esto no era suficiente, la situación adquiriría un carácter más inquietante. Yo no tenía experiencia quirúrgi ca, y, si la hemorragia no cesaba, tendría que pedir la cola boración de un cirujano, y no conocía a los compañeros de los pueblos vecinos lo suficiente como para pedirles seme jante favor. El vendaje cumplió su función y la hemorragia cesó, pero los días siguientes estuvieron preñados de ansiedad, para mí y para los familiares del herido. Parecía lógico pen sar que notarían la falta del cadáver, y entonces se impon dría una búsqueda que acabaría por descubrir lo sucedido. No sucedió nada. Es probable que los requetés recordasen que eran cinco los “paseados”. Es seguro que el enterrador no encontró más que cuatro cuerpos, pero sin duda no exis tía una relación entre los requetés y el enterrador, porque nadie advirtió esa disonancia. Y así fue como el socialista Miguel se salvó por la au sencia de formalismos que aligeraba la justicia del Movi miento. Y por esta misma razón, Agustín, que nunca había sido “rojo”, fue abatido por esta justicia informal. -Señor médico, que vaya usted a casa del herrero. Ya me había acostumbrado a esta clase de llamadas, pero esta vez no encontré gritos ni accesos nerviosos. La mujer me hizo pasar a la habitación de su hija, que yacía en la cama con un extraño turbante improvisado con un trapo. 41 Al verme se volvió de espaldas y me pidió que me mar chara. No quería ver a nadie, y su madre había desobede cido el deseo de la muchacha de pasarse sin mi ayuda. Al fin pude convencerla y se prestó a hablar conmigo. Tenía la cabeza completamente rapada, y le habían hecho beber un gran vaso lleno de aceite de ricino. Había sido llamada al ayuntamiento para responder de algunos comentarios que, al parecer, se le habían oído sobre los acontecimien tos de esos días. Allí, rodeada de hombres jóvenes, fue puesta en manos del barbero,que le rapó torpemente la ca beza, y le hicieron beber el ricino. El regreso a su casa por las calles con la cabeza rapada y el sabor del ricino en los labios es algo para lo que una chica de veinte años no está preparada. Su padre no fue fusilado. Creo que escapó del pueblo en los primeros días, aunque no puedo asegurarlo, porque en aquellos tiempos no se podían hacer preguntas, y por otra parte, a nadie le gustaba responder a cuestiones indiscretas. El rapado de cabezas femeninas y las grandes dosis de aceite de ricino, formaron parte enseguida del repertorio de atrocidades cometidas en defensa de Cristo Rey. Nadie pa recía comprender lo profundamente anticristiano de este Movimiento que satisfizo tantas aberraciones y perversio nes. Los que blasonaban de cristianos no alcanzaban a ver lo que había de sacrilegio en perpetrar tales atrocidades en un salón municipal presidido por un enorme crucifijo. Nin gún enemigo de Cristo hubiera podido imaginar nada que desprestigiara mejor al cristianismo. En todos los pueblos próximos sucedían las mismas co sas que en el nuestro: muertos en el cementerio, un núme ro sorprendente de turbantes en las cabezas femeninas y 42 un consumo de aceite de ricino que agotaba las existencias de las farmacias. Algunas mujeres prescindían de los tur bantes y paseaban desafiantes sus cabezas desnudas, expo niéndose así a nuevas dosis de purgante. Salvo la resistencia inicial de Alfaro, los demás pueblos habían sido ocupados por los rebeldes sin oposición, pero la represión era igualmente dura. Yo me preguntaba qué in jurias tendrían que vengar aquellos fuertes y alegres mu chachos de boinas rojas. No podía tratarse de rivalidades regionales puesto que en los pueblos navarros, de gran ma yoría tradicionalista, los pocos elementos liberales o iz quierdistas eran eliminados con la misma saña y ausencia de formalismos. Tenía que existir algún otro motivo. En una de mis visitas al párroco me decidí a preguntár selo. Admitió enseguida que se estaban cometiendo algu nos excesos, después oí con mucha frecuencia estas pala bras que se referían en realidad a fusilamientos ilegales, pero afirmó con seriedad que España tenía que pagar de al guna manera sus ultrajes al orden y a la religión. El bueno del sacerdote parecía olvidar que, en plena República, los piadosos propietarios de derechas saboteaban impunemen te cualquier avance social, dejando de cultivar sus tierras y reduciendo la producción en sus fábricas. De hecho seguían dominando la política, sobre todo en el medio rural. El pá rroco no parecía advertir que los fusilamientos nocturnos de aquellos días constituían un ultraje a la religión, puesto que se cometían en su nombre. Yo me preguntaba si en realidad se debía todo a que los hombres habían descubierto que matar, y sobre todo matar impunemente, hacía subir del fondo abisal de la naturaleza humana un placer agudo y refinado, un goce que podía le 43 gitimarse con facilidad en aquellas circunstancias, sin más que alegar razones políticas o religiosas. Otro hecho desconcertante es la facilidad, la pasividad con que los hombres se prestan al sacrificio. Cuando que dó bien claro que la detención de una persona entrañaba la casi seguridad de su muerte, sorprendía la absoluta falta de resistencia, la facilidad que encontraban los asesinos para su odioso trabajo. No tuve conocimiento de ningún caso de rebeldía, no sólo en nuestro pueblo, sino en ninguno de los inmediatos. La única decisión que tomaron los más auda ces entre los republicanos fue la huida a los montes cerca nos, que poco a poco fueron animándose de gentes escondi das y acosadas. Muchos de ellos sobrevivieron, al quedarse allí refugiados cinco o seis meses, hasta que la represión tomó un carácter más regulado. La gente mataba con facilidad, y moría también con fa cilidad. La docilidad para morir sin resistencia no era sim ple cobardía. Esos hombres eran de la misma clase que los que luchaban con heroísmo en los frentes. Pero cuando iban a la muerte en un camión, mezclados con sus asesinos, ha bía quizás en cada uno de ellos la convicción de que aque llo no podía sucederle a ellos, que ocurriría algo que impe diría una muerte tan estúpida. Y morían sumergidos en una especie de pasmada perplejidad que anulaba su capacidad de lucha. Algo así sentiría yo, más adelante, al verme en el lugar de las víctimas. Cuando estos crímenes se hicieron cotidianos y casi ru tinarios, dejaron de provocar en las gentes los comentarios de los primeros días. Si era llamado para consolar o asistir a los familiares de algún fusilado, ya no encontraba en la casa a los hombres del pueblo, ya nadie expresaba deseos 44 de venganza o castigo para los culpables. Los mismos fa miliares eran ya menos expresivos en sus desordenados gri tos, y las mujeres más accesibles al consuelo. Pesaba sobre todo el pueblo un ambiente fatalista y resignado. El río había dejado de atraerme. No había ya placer en la navegación por unas aguas que, de vez en cuando, arras traban cadáveres procedentes de otros pueblos en los que se había suprimido hasta el mínimo formulismo de enterrar a los muertos. Me preguntaba si estos cuerpos llegarían, río abajo, hasta la zona republicana, donde podrían encontrar por fin el descanso entre sus correligionarios políticos. 45 IV Mejoría y muerte de la señora Rosa Nadie podría encontrar la más pequeña semejanza entre la señora Rosa y un catedrático de medicina. Sin embargo, antes de morir me dio la más desconcertante lección de clínica. Su hijo fue detenido y recluido en la celda municipal. Su madre, aunque ya casi desconectada de los problemas lo cales, conocía algo de la historia de esa celda. Sabía que pocos de los que la conocieron en esos días sobrevivieron a la experiencia, y se propuso salvar a su hijo de la única forma en que podía hacerlo: yendo a visitar al alcalde para conmoverlo, haciéndole presenciar su propia agonía. Los vecinos pretendieron impedirlo, y yo llegué a tiempo para imponer mi criterio y permitirle ese último servicio a su hijo. Era posible que muriese en el camino, pero la muerte tendría para ella esa última felicidad que debe de procurar una muerte heroica. Era más cruel dejarla en su cama de batiéndose con una tortura añadida a sus tremendos sufri mientos físicos. Debió de ser patética su marcha por las calles hasta la casa del alcalde, ayudada por vecinos afanosos. Y consi guió rescatar a su hijo antes de que llegase la noche. 47 Pero la señora Rosa no se conformó con este resultado. No quería morir y dejar a su hijo en el pueblo, con la ame naza constante de una denuncia o una nueva detención; no había otra manera de lograrlo que enrolándolo como vo luntario en las milicias o en el ejército. Durante dos días hizo visitas, imploró papeles, buscó re comendaciones y, al fin, pudo despedir a su hijo con la do cumentación de voluntario en los requetés de Solchaga. Era más seguro lanzarlo a la guerra que dejarlo en la paz apa rente de la retaguardia. Cuando su hijo se marchó, la señora Rosa no parecía la misma. Gran parte de sus edemas había desaparecido, su respiración era menos jadeante. Ya no había en su rostro la ansiosa tensión de una respiración que requería de todos sus músculos. Murió dos días más tarde, otra vez hinchada y jadeante. Pudo luchar por la vida de su hijo pero no por la suya. Supo terminarla con un último sacrificio, de los muchos que el chico le impuso en su vida. Alguna fuerza magnífica y oscura debió de actuar desde su conciencia sobre su vida vegetativa. No podía morir an tes de prestar al hijo ese servicio, y esa fuerza acobardó a la muerte. Entre tanta estúpida crueldad de aquellos días, la lección de la señora Rosa persiste en mis recuerdos comouna pincelada de luz en aquella triste oscuridad. Desde mi posición profesional, me fue dado al fin poder intervenir en favor de un detenido. Fui llamado a una casa donde presencié los habituales torrentes de gritos. La mu jer gritaba porque su marido había sido detenido y llevado a la celda. Al darme cuenta de que estaba embarazada, de cidí hacer algo más útil que darle un calmante. Le di ins- 48 micciones para que permaneciese en cama y dijese, si al guien le preguntaba, que tenía dolores muy fuertes en el vientre. Me fui al ayuntamiento para hablar con el capitán. Me re cibió en el salón, donde llenaba estadillos sobre una mesa. -Capitán, vengo a comunicarle que una de mis pacientes presenta síntomas graves de aborto inminente. Usted pue de hacer más que yo para evitar ese aborto. Su marido está detenido y no lograremos nada, a menos que ese hom bre vuelva a su lado para tranquilizarla. El hombre me miró un poco desconcertado y pasó ense guida al ataque. -¿Es usted el médico del pueblo? ¿Y cómo no se ha pre sentado a mí al empezar el glorioso Movimiento? Le dije que yo no era el médico del pueblo sino un susti tuto y que, en realidad, tenía que marcharme enseguida por que me habían movilizado. Mi estancia en el pueblo era ac cidental y yo no era funcionario municipal. -Está bien. Pero si yo le entrego a ese detenido, ¿está dis puesto a responder por él?, ¿a garantizarnos que no esca pará? -Yo no puedo garantizarle nada. Simplemente vengo a decirle que está en sus manos ayudar a esa madre y a ese niño. Es usted quien tiene que decidir. Estuvo a la altura de las circunstancias. Me preguntó el nombre del detenido y llamó a un ordenanza. -Entrega al médico el detenido que busca. Cuando me despedía de él, su tono volvió a ser oficial. -Dígale a ese hombre que tiene que presentarse todos los días en esta comandancia hasta nueva orden. 49 También esa noche los ocupantes de la celda fueron sa crificados. El marido de mi paciente se presentó al día si guiente, y allí le ordenaron marchar y no volver a presen tarse. El hombre salvó su vida por una circunstancia tan simple como las que llevaban a otros a perderla. 50 V Adiós a Rincón de Soto El tren se alejaba de aquel pueblo, donde había vivido ex periencias amargas, y me llevaba hacia el interior de una España decepcionante. Había sido llamado para vestir el uniforme de un ejército sublevado, y a partir de ahora co laboraría para hacer triunfar una rebelión cuyos crímenes acababa de presenciar. Era el mismo tren que veinticinco días antes me había lle vado a mi primera aventura profesional. Ahora parecía otro; era un tren beligerante, con un trasiego de hombres jóve nes que pronto lucharían, como fieras armadas, por ideales que muchos de ellos no compartían. Tuve tiempo de hacer el balance de mi primera etapa como médico rural. Siem pre la había imaginado de otra forma, más laboriosa y sa tisfactoria. La verdad es que apenas había visto enfermos, pero al menos treinta personas habían fallecido en mi cor to período profesional. Sólo había firmado un certificado de defunción. Los demás eran muertos frívolos, ilegales, no registrados, pero bien enterrados.1 1 Al terminar la guerra visité el pueblo y allí me informaron de que la totali dad de fusilados era de sesentay cuatro personas. Rincón de Soto debía de tener en la época en que viví allí unos mil o mil quinientos habitantes. 51 Las viudas, los padres, los hermanos y los huérfanos que habían dejado llevaban un luto que no podían acreditar con documentos. En algún sitio de ese cementerio se encontra rán algún día los restos humanos, los proyectiles mortífe ros, y las ropas de aquellos desaparecidos, cuya última re sidencia había sido la celda municipal. 52 VI Las dos caras de una ciudad franquista Zaragoza no parecía una ciudad oprimida. Desde el tran vía que me llevaba a casa, las calles presentaban un aspec to radiante y colorido. Muchas banderas bicolores, ambiente de fiesta, uniformes azules, verdes, caquis. Yo buscaba en los rostros esa misma tristeza que me aplastaba y sólo veía una exaltación festiva, una actitud expectante, como de víspera de una gran corrida de toros. La guerra presta a las ciudades este maquillaje, al menos en sus comienzos, cuando la aventura se ofrece con ese matiz romántico que mienten los clichés de la mala literatura. Había muchas armas en los cinturones y esto daba a las calles el ambiente de una película del Oeste, y a las perso nas un aspecto nuevo, trascendente, cargado de sugerencias heroicas. Al llegar a casa se me ofreció de pronto el otro aspecto de la ciudad, el de los vencidos, el de los ocultos, el de los enterrados. En pocos días habían sucedido ya muchas co sas que nos afectaban. De mis dos hermanos, Constancio estaba en la prisión provincial de Zaragoza y el mayor, que también había sido detenido en Soria, había recobrado la libertad y se encontraba en casa, en busca de un refugio y un descanso. 53 Entre nuestras amistades se abrían ya las primeras bre chas. Larumbe, uno de los pocos comunistas que había en la ciudad, cayó en los primeros días. Era un maestro taci turno e introvertido, con una cojera permanente que quizás condicionara gran parte de su carácter. Muy tímido, tuvo la gallardía de morir bien, con uno de esos gestos que fueron muy escasos entre las víctimas del terror franquista. Cuan do lo llevaban en el camión al lugar del sacrificio, se abra zó de pronto a uno de los falangistas y se arrojó con él a la carretera. Cuando lo fusilaron estaba inconsciente y grave mente herido. Don Pablo Lasala también había sucumbido en alguna cantera de los alrededores de Zaragoza. Cualquiera de los que lo fusilaron tenía edad para ser nieto de este anciano que parecía haber regresado a la infancia, pero a una infancia llena de bondad, sin los egoísmos infantiles. Tenía esa bon dad que hacía reír a los jóvenes. Sus hijos me contaban que cuando oía el estampido de los cohetes en las fiestas del ba rrio, el buen hombre se tapaba la cabeza con las mantas por que esos ruidos le recordaban el horror de la guerra de Cu ba. Militar retirado, no se recataba en expresar su pacifismo en la tertulia del casino, a la que concurría en sus largos ra tos de ocio. Y quizás partió de su misma tertulia la denun cia que lo condujo a morir ante los fusiles de algunos jo venzuelos corrompidos por las emociones fuertes. En la Facultad de Medicina sólo estaba abierto el Hospi tal Clínico. Las vacaciones de verano habían salvado la vida a los mejores de sus catedráticos. Los sublevados no pudieron atrapar a Pi Suñer, Jiménez de Azúa o Sánchez Gui- sande, pero hicieron carne en los dos hermanos Mu- niesa, que fueron fusilados ilegalmente, sin proceso ni trá 54 mite legal alguno. Augusto era un hombre gris, que lleva ba con seriedad y eficacia todo el peso de la cátedra de his tología. Su hermano José María, secretario de la facultad y jefe del laboratorio del hospital, era un hombre dinámico, extravertido y eficaz. Su gestión en la secretaría transfor mó la facultad en un centro moderno, funcional, apto para la investigación. Como por arte de magia, los sótanos del hospital se convirtieron en una policlínica luminosa, ale gre, con servicios eficientes. Creó una sala de lectura de re vistas profesionales a la que fueron llegando publicaciones de todo el mundo. José María Muniesa, con su aspecto de ejecutivo norteamericano, supo infundir a la dormida uni versidad un estilo nuevo, una juventud vigorosa y fértil. En mangas de camisa, con el sombrero echado para atrás en equilibrio inestable, con su lápiz sobre la oreja, este hom bre estaba en todas partes, discutiendo con contratistas, ani mando a los estudiantes y escandalizando a losviejos pro fesores. Alguien decidió que la universidad tenía que volver a su estéril vejez y ordenó su fusilamiento. Después de su muer te, la facultad volvió a ser un alma arcaica en un cuerpo re juvenecido por este hombre extraordinario. 55 VII Soldado a la fuerza En la caja de reclutas me encontré con varios médicos jó venes, que también habían sido movilizados. Casi todos los médicos eran destinados al cuartel de Sanidad, donde se les organizaba por compañías. Una de estas compañías había sido enviada unos días antes a Zuera, para combatir a las tropas republicanas que atacaban este pueblo próximo a Za ragoza. ¡Una compañía de médicos para combatir a los anar quistas catalanes! De esta experiencia sólo podía surgir el desastre. Allí perdió la vida un compañero de mi curso por que un capitán incompetente le entregó un fusil sin ense ñarle a manejarlo, y le envió a una clase de trabajo que era la negación de todo aquello para lo que había sido prepa rado a tan alto precio. En esa caja de reclutas nos tomaban las medidas. Al su bir yo a la talla, el sargento se volvió a un capitán que ses teaba en su mesa: -Mi capitán, este médico mide un metro ochenta. El oficial me miró con indiferencia. -Está bien, mándalo a Pontoneros. Allí sólo quieren bue nos mozos. Y así fue como llegué al primer batallón de Pontoneros, sin pasar por el cuartel de Sanidad y sus capitanes de tropa. 57 Era un cuerpo distinguido y señorial. Todos sus hombres medían más de un metro setenta y cinco, y no tenían otro trabajo que cuidar sus grandes embarcaciones de hierro y mantener a punto sus enormes camiones de remolque. De vez en cuando efectuábamos maniobras en el río Ebro, que eran una especie de fiesta campestre y marinera en la que yo echaba de menos mi diminuta piragua. Compartía mi trabajo con otro soldado médico, más an tiguo en el batallón. Era más alto que yo, y con una pres tancia y corpulencia ante la que no había más remedio que subordinarse; llevaba una barba a lo Italo Balbo, que des tacaba aún más su personalidad, y además fumaba en pipa. Por todo esto, y no por su antigüedad, le cedí gustoso el mando de las cuestiones sanitarias del batallón. Aunque su barba fascista ya era un buen indicio para cual quiera más avisado que yo, un día me decidí a tantearle dis cretamente. Hice un comentario sobre el terror que pade cía una parte de la población. Su respuesta fue característica: —Mira, en el pueblo donde yo ejerzo, hemos encontrado unas listas de personas a quienes debían fusilar los rojos. El primero de esa lista era yo. ¡Pero esta vez hemos ma drugado más, muchacho! Y me dio una palmada en la espada que casi me llevó a la enfermería. 58 VIII El terror degrada a todos Es posible que los hombres influyan en los aconteci mientos, pero también los acontecimientos condicionan la conducta y las reacciones de los seres humanos. En este círcu lo quedó enmarcada esa experiencia de psicología colecti va que es el terror actuando sobre una comunidad. Es po sible que en las dictaduras científicas del futuro se valoren científicamente los acontecimientos de Zaragoza y de otras ciudades sojuzgadas; serán la demostración experimental de que el terror, siempre que se ejerza con frialdad, con la suficiente intensidad, con la máxima brutalidad, producirá en la colectividad castigada una abyecta conformidad, un sentimiento de gratitud degradante por parte de aquellos miembros de la comunidad que hayan conseguido escapar al castigo. Las orgías de sangre degradan a todos sus actores, a los verdugos y a las víctimas. Sólo así pueden explicarse mu chas de las cosas que sucedieron durante aquellos meses. El número de los “paseados” durante los cinco primeros meses de dominio franquista en la ciudad de Zaragoza es una cifra cualquiera entre las diez y las quince mil perso nas. Casi todas ellas se mostraron absolutamente pasivas y resignadas ante su indignante sacrificio. Muchas eran va- 59 lientes y hubiesen defendido caras sus vidas en otras cir cunstancias. Pero aquel terror oficial, sutil, penetrante, era un veneno que paralizaba todos los impulsos de útil rebel día. Es posible que, en la calle, viéramos acercarse a un ami go con la expresión de quien nos traía una noticia de las ya rutinarias en aquella época: -Oye, ¿sabes que anoche pasearon a Ortiz? -¿Y por qué? -Era masón. Y enseguida encontrábamos confortable no figurar entre los masones. Había penetrado en nosotros esa sutil toxina que llegaba a convencernos de que ser masón era una pro vocación suficiente para justificar el disparo de aquella te rrible justicia que defendía la verdad de los poderosos. -Oye, ayer fusilaron a don Juan. -¿Por qué? —Institución Libre de Enseñanza. Y de inmediato descendíamos un peldaño más en la va loración de la injusticia. Verdaderamente, pensábamos, aun que de un modo inconcreto, había que ser temerario para formarse en una institución que se llamaba libre y que es taba movida por un impulso europeo, civil. En otras ocasiones sentíamos un escalofrío al escuchar una marcha militar y presenciar un marcial desfile. Actua ban sobre nuestra voluntad esas oscuras fuerzas desenca denadas por los libros de texto, en los que habíamos bebi do una historia mitificada, llena de redobles de tambor y de batallas gloriosas. Había que neutralizar ese escalofrío y el impulso de marchar tras las tropas, pensando que, en este caso, nuestro ejército no luchaba contra extranjeros inva sores sino contra su propio pueblo. 60 También era significativo el escaso número de desercio nes. Era muy frecuente que quien se sentía amenazado se enrolase como voluntario en el ejército o las milicias. Las ocasiones para desertar eran muy numerosas; pero lo hi cieron muy pocos. La historia de una bandera del tercio, la “General Sanjurjo”, fue sin duda un buen ejemplo experi mental de ese estado de ánimo por parte de los vencidos. A su tiempo hablaremos de esta historia. Se puede afirmar que muy pocos dejaron de doblegarse al terror. Estos pocos fueron los depositarios de ese heroís mo que no tiene nada que ver con las batallas militares. En el otro extremo estaban los que se doblegaron dema siado. Los que no dudaron en denunciar, e incluso ejecutar, a sus antiguos correligionarios. Los que, para escapar del piquete de ejecución, se enrolaron en unidades combatien tes y se entregaron a la lucha en los frentes, con tal emula ción y fervor bélico que lograron ascensos por méritos de guerra. Y aquellos que, de pronto, se sintieron iluminados por un fervor religioso que les impulsaba a rezar el rosario en público, cuando las circunstancias y la actitud belige rante de la Iglesia no justificaban de ningún modo estas con versiones. Dos o tres barrios de Zaragoza fueron diezmados por las ejecuciones. El de Las Delicias, El Arrabal y aquel dédalo de calles estrechas que se mueven alrededor de la de Las Armas, donde existía el mayor foco anarcosindicalista de España. En esas calles era muy rara la vivienda que no ha bía sido tocada por los ejecutores falangistas. Los matri monios civiles fueron anulados, y los hijos de esos matrimo nios, despojados del apellido paterno. La Iglesia creía velar así por las puras esencias del cristianismo. 61 Cuando se anunció que una solemne procesión incluía esa zona en su itinerario, me acerqué por allí con la esperanza de ver como los vecinos repudiaban a los mercaderes de la Iglesia. Y allí sufrí una nueva decepción. Gran cantidad de mujeres enlutadas presenciaban el paso de la procesión bien sentadas en sus sillas, que habían llevado para sopor tar mejor la larga espera. Me preguntaba si aquellas gentes actuaban así para evitar mayores daños, o seducidas por la escenografía o por una fe paradójicamenteestimulada. Pro bablemente se reducía todo a pura inconsciencia. El frío terrorismo de las autoridades franquistas duró algo más de tres años, pero después persistió lo que Steim- berg llama atmósfera del terror, tan eficaz como el terror mismo. La frase de Steimberg será sin duda bien compren dida por el pueblo español: “El terror no existe solamente durante la aplicación de la violencia; existe también cuan do ya no se emplea la violencia y se cierne sólo como una amenaza constante sobre la cabeza de los hombres. La ame naza del terror es la atmósfera, el elemento del terror; en esta atmósfera, la vida está más envenenada que durante la acción efectiva del terror”. Esta frase ha tenido vigencia en España durante muchos años. 62 IX La técnica de la represión La degradación de los verdugos fue una consecuencia ine vitable de las directrices que los sublevados habían difun dido entre los iniciados. Las normas dictadas por el gene ral Mola antes de la rebelión establecían la necesidad de someter a las zonas dominadas mediante la aplicación me tódica del terror. Hasta el 18 de julio de 1936 las tendencias políticas es pañolas convivían con relativa tolerancia; a partir de esa fe cha la convivencia se consideró imposible. Se abandonó to do intento de captación o de convicción y se pasó a razonar en términos de exterminio. Los lazos de amistad que pu dieran existir entre personas de distintas tendencias políti cas se rompieron bruscamente. Los campos quedaron níti damente deslindados. El papel de verdugos y ejecutores se asignó en Zaragoza a los falangistas y a la Guardia Civil. En la ciudad existían pocos falangistas antes del 18 de julio, pero sus filas fue ron engrosadas rápidamente por miembros de otras orga nizaciones de derechas. Se podía seguir muy bien el pro ceso mental que les conducía a la pendiente de las ejecuciones. En la práctica, todo falangista intervino alguna vez en es tos asesinatos, considerados por sus jefes como actos de 63 servicio a la patria. Si el acto daba lugar a una conmoción psíquica de rechazo o repulsión, el hombre se enrolaba en seguida en alguna unidad combatiente y marchaba al fren te, ansiando una lucha más noble. Aquellos que descubrí an en disparar sobre un hombre indefenso una fuente de placer, quedaban adscritos de modo permanente a las es cuadras de verdugos. Poco a poco, por un mecanismo de se lección, fueron quedando en la retaguardia agrupaciones de jovenes sádicos a los que se dio amplios poderes para la limpieza. Ellos usaron y abusaron de estos poderes, entre la complacencia hipócrita de las personas de orden, que no mancharon sus manos de sangre pero señalaron a las víc timas, desentendiéndose luego de la suerte que pudieran correr. En sus cuartelillos, estos jóvenes degenerados elabora ban las listas de sus víctimas cada noche; a estas listas se anadian otras, facilitadas por la policía o el ejército. Al ano checer iniciaban sus correrías, recogiendo de las cárceles o de sus domicilios a las piezas sobre las que iban a disparar. volante de sus camiones o de grandes turismos Buick o Chrysler de los años treinta, disfrutaban en sus cortos via jes del contacto estremecedor con sus víctimas, en un pla cer anticipado del agudo y supremo goce de disparar sobre aquellos hombres, mujeres o niños que morían de una ma nera tan fácil. Al principio quedaban los cuerpos allí, en las canteras o en las cunetas de las carreteras, a la vista de todos. Luego intervino ya la máquina administrativa y esos cuerpos eran recogidos y enterrados en los cementerios próximos o lle vados a la fosa común del de Zaragoza. 64 Otros pasaron antes por la sala de anatomía de la Facul tad de Medicina de Zaragoza, donde sus datos fueron re gistrados, y de allí salieron en su último viaje al cemente rio o a la incineración. Los que dejaban su nombre en el registro necrológico de la facultad tenían siempre el mis mo diagnóstico: traumatismo craneal. Todos los vencedores colaboraron con los verdugos fa langistas con su conformidad. Los muertos no tenían un nombre, ni unas circunstancias personales; eran “rojos”. Las muertes no eran muertes, eran “paseos”. Y la fuerza de las palabras desempeñó un buen papel en aquella conformidad. Los hombres que no ejecutaban denunciaban, y, al ente rarse de que el denunciado había sido paseado, imaginaban enseguida que su denuncia habría servido para descubrir en la víctima otros horrendos delitos. Aquel denunciado había resultado ser un rojo perdido, y la hora de la justicia había so nado en España. La aquiescencia de la Iglesia costó miles de vidas. Co nocía mejor que nadie la cuantía de las víctimas cada no che, puesto que los sacerdotes asistían a las ejecuciones. Ja más se preguntó si aquellas muertes ilegales eran o no lícitas. No se habló de ello en los púlpitos, y si algún sacerdote lo hizo fue pronto llamado al orden por sus superiores. Si rein cidió fue detenido. Algunos religiosos de un convento pró ximo a la cárcel ingresaron en las celdas porque se habían permitido pedir clemencia desde sus púlpitos y porque sus palabras llenaron el templo de fieles que buscaban un con suelo. Aunque es muy triste decirlo, muchos de estos sacerdo tes encontraban en las ejecuciones un placer inconfesable. Algunos por curiosidad, otros por deleite y unos pocos por 65 cumplir allí una misión trascendente, acudían de buena gana a presenciar los asesinatos. Esta colaboración gustosa sólo se vio enfriada por algún incidente peligroso, como el ocurrido durante unas ejecuciones en las canteras de Casa- blanca. Uno de aquellos rojos, en el momento crítico, pasó sus manos esposadas por encima de la cabeza del sacerdo te y pretendió arrastrarlo fuera del haz de los faros del co che que iluminaban la escena. Fue una maniobra desespe rada que no podía prosperar. Los verdugos, ya nerviosos por la ceremonia, se asustaron ante aquel revuelo inespe rado, y dispararon generosamente sus fusiles. Aquel sacer dote murió abrazado a su rojo. Algunos de estos falangistas, al regreso de sus orgías, acu dían a un confesor ya designado para ellos. Allí vertían la confidencia de sus pecados de esa noche y recibían la ab solución. No eran confesiones muy ortodoxas, puesto que no se les exigía la contrición indispensable, pero la con ciencia quedaba así adormecida y las orgías podían conti nuar en noches sucesivas. El confesor solía preguntar a su confidente si había sentido odio hacia aquellos hombres que se había visto obligado a matar en cumplimiento de su de ber patriótico. La respuesta era siempre negativa; ¿por qué razón iba a sentir odio por aquel desconocido? El ejército, salvo en los pocos casos de consejos de gue rra, no intervino directamente en las ejecuciones, al menos en Zaragoza. Pero cuando deseaba deshacerse de algún sol dado políticamente desafecto, no vacilaba en entregárselo a la Falange para que lo castigase de la única forma como sabía. El ejército sí es culplable del asesinato de prisione ros de guerra, sobre todo si éstos pertenecían a las Briga das Internacionales. En este caso el fusilamiento era inme diato y automático. Sólo tengo constancia de un caso en 66 que no se cumplió este automatismo, y las circunstancias fueron muy significativas. En agosto-septiembre de 1937, mi batallón se vio envuelto en la batalla de Belchite, en la que nos atacaron varias Bri gadas Internacionales. Durante el segundo día de los com bates, un soldado enemigo cruzó por error las líneas con duciendo un camión cargado de pan. Fue hecho prisionero y fusilado inmediatamente. Diez días después, nuestra si tuación era desesperada. Los doce días de lucha habían diez mado los efectivos humanos y agotado el material sanita rio y el de combate. La contienda eraferoz, pero no teníamos ninguna posibilidad de escapar ni de recibir refuerzos, y nuestra caída era cuestión de horas o días. En estas condi ciones, capturamos otro prisionero, también brigadista y gravemente herido. Se nos dio la orden a los sanitarios de curarlo y cuidarlo de la mejor forma posible, y todo el mun do se interesaba por su bienestar. Fue, sin duda alguna, me jor atendido que nuestros propios heridos, ya que no dis poníamos de material sanitario suficiente. De este episodio no debe obtenerse la impresión de que nuestros jefes militares racionalizaron su conducta en es pera de obtener un trato mejor al caer prisioneros. No creo que fuera ése el mecanismo de aquella súbita piedad por un enemigo. Lo que en realidad sucedía es que, en esos doce días de combates terribles, nuestros mandos trocaron su psi cología de vencedores por la de vencidos, y los vencidos han sido siempre más sensibles ante el dolor que los ven cedores. Volviendo a 1936, aquella máquina de represión fue per feccionándose y haciéndose cada vez más implacable. Con frecuencia, y a intervalos regulares, podía yo comprobar 67 que en la sala de anatomía de la facultad había siempre un numero de cadáveres con traumatismo de cráneo que osci laba entre treinta y doscientos. No todos los fusilados iban a este depósito, pero aunque sólo se tengan en cuenta los que yacieron en esa sala, puede calcularse que, en los cin co primeros meses de la guerra, entre diez y quince mil per sonas de la población civil fueron fusiladas. No todos los muertos eran de la ciudad de Zaragoza, pues a sus cárceles egaban también personas de la provincia, pero hay que te ner en cuenta que en los pueblos también tenían lugar sa crificios de rojos en una proporción similar. 68 X Segunda detención de mi hermano Antonio A finales de agosto, al volver a casa por la tarde, encon tré a mis hermanas llorando. Una pareja de la Guardia Civil se había presentado en casa y se había llevado a mi hermano. Antonio era un republicano moderado, admirador de don Manuel Azaña, presidente de la República y del partido Iz quierda Republicana. Era uno de esos pocos hombres que parecen hechos de seriedad, capacidad de trabajo y generosidad. Desde muy joven había tenido que ganarse la vida, y llegó, a fuerza de trabajo y estudio, a obtener por oposición una plaza de in terventor de fondos en el Ayuntamiento de Soria. Aunque era muy joven, tenía aspecto de hombre reflexivo, al que contribuían su corpulencia y el hecho de tener que valerse de un bastón por padecer una artritis permanente de rodi lla. Sus hermanos le admirábamos, y hubiéramos querido parecemos a él si ello fuera posible. Poco antes del Movimiento, tuvo un gesto característico en él. Le correspondió un aumento de sueldo, pero renun ció a percibirlo e hizo ingresar su importe en una cuenta destinada a remediar, en parte, los bajos sueldos del perso nal obrero del ayuntamiento. No lo hizo por demagogia, 69 sino por la sencilla razón de que estaba soltero y no tenía grandes necesidades. Éstos eran sus argumentos, pero en realidad, el impulso que le movía era el de una generosidad que le hacía irritarse ante las desigualdades sociales, inclu so cuando éstas le favorecían. Al triunfar en Soria la rebelión franquista, las autorida des militares nombraron gobernador de la provincia a En rique Casado, un jurídico militar. Enrique Casado conocía bien a mi familia, pues había sido vecino nuestro en Zaragoza. Nos conocía demasiado bien, teniendo en cuenta su concepto de la justicia. Una de sus primeras medidas había sido la detención de mi her mano, que fue poco después liberado por la gestión de un inspector militar que revisó los expedientes de los deteni dos. Pero Enrique Casado no podía conformarse con esta solución. No podía permitir que mi hermano escapase de sus proyectos. Cuando salió en libertad, Antonio se vino a nuestra casa en Zaragoza. Conociendo a Casado, debíamos haber pre visto una nueva detención, y esconderlo en casa de algún amigo. Pero en aquellos días resultaba difícil exigir de las amistades el favor de ocultar en sus casas a un sospechoso. Eran favores que podían pagarse con la vida, y no nos de cidimos a poner en riesgo a ninguno de nuestros amigos. Yo llegué a pensar en ocultarlo en el piso inferior al nues tro, que estaba deshabitado, pero abandonamos esa idea por parecemos descabellada y porque pensábamos que pronto se olvidarían de él. Pero no fue así. Supimos que lo habían recluido en la cár cel del Burgo de Osma, una villa episcopal de la provincia de Soria. Una de mis hermanas viajó a Soria para entrevis- 70 tarse con el gobernador, y la entrevista fue borrascosa, como un presagio de lo que iba a suceder. Mi hermana le rogó por el detenido, invocando los años de buena amistad que habíamos tenido con él. Se negó en redondo a ningu na concesión y, al insistir mi hermana, le contestó a gritos, amenazándola con echarla por la escalera si no se marchaba. Después de esta entrevista nos quedaron ya pocas dudas. 71 XI El Burgo de Osma. i de septiembre (Un servicio de la Guardia Civil) Dieciséis hombres cruzaron la puerta de la cárcel del Bur go, esposados y conducidos por guardias civiles, y subie ron a la caja de un camión que les esperaba junto a la puer ta. Algunos hombres del pueblo contemplaban la escena, ya rutinaria para ellos. La nota discordante la daba la negra silueta de un sacerdote que se movía afanoso entre los hom bres y los guardias. ¿Qué tendría que hacer un cura en lo que, oficialmente, era un traslado normal de presos hasta Almazán para prestar declaración ante el juez? Para los vecinos de la cárcel, ésta era una escena ya habitual, incluida la presencia del sacerdote, que siempre acompañaba a los presos en estos traslados. Uno de esos dieciséis hombres era mi hermano Antonio. Otro se llamaba Saturnino Castiella, pariente del Castiella que luego fue ministro de Exteriores de Franco. Al llegar al lugar de Bayubas de Abajo, el camión aban donó la carretera general y se adentró por una pista fores tal que cruzaba un monte lleno de pinos. No los mataron a todos juntos. Por alguna razón que sólo el jefe de la Guardia Civil podría explicar, hicieron una parada, y allí abatieron a cuatro de los detenidos. El camión reanudó su marcha para detenerse poco después, y enton 73 1 ces fue cuando terminaron su labor, matando a los otros doce, entre ellos a mi hermano. El sacerdote realizó allí su grotesca parodia, y los cuerpos quedaron bajo los pinos. Al volver se pararon en la plaza de Bayubas. El camión se detuvo ante un campesino que tomaba el sol en la puer ta de su casa. El jefe asomó la cabeza por la ventanilla: —¡Eh, tú! Dile al alcalde que hemos dejado la carroña en el monte. El campesino ya sabía lo que quería decir el jefe. Con un gesto resignado se dispuso a recoger sus herramientas y sa lir, con un grupo de vecinos, a la búsqueda de los cadáve res para darles tierra allí mismo. El camión regresó al Burgo de Osma sin su carga huma na. El cura no se hacía preguntas ni se planteaba problemas de conciencia. ¿Por qué asistía a esos asesinatos? ¿Por qué permitía que aquellos cuerpos de personas bautizadas fue sen enterrados en el pinar y no en un cementerio católico? No sabemos lo que iría pensando el sargento de la Guar dia Civil. Pero conociendo la rigidez ordenancista de estos funcionarios, es fácil suponer que, al llegar a la cárcel del Burgo, se presentaría ante su superior para cuadrarse ante él con la frase de rigor: -A sus órdenes. Sin novedad en el servicio. 74 XII El segundo de mis hermanos, Constancio, seguía reclui do en la prisión provincial de Torrero, en Zaragoza. Per maneció durante cinco meses, y al finfue puesto en liber tad. Aunque no se muestra muy dispuesto a referir lo que allí presenció, sus relatos son impresionantes. Los veteranos de la prisión presenciaban, día tras día, el trasiego de gentes que entraban, buscaban un sitio para co locar su colchoneta, pegada a otros miles de colchonetas, y salían poco después, el mismo día, la misma semana o el mismo mes, para montarse en un camión y desaparecer. Los oficiales de prisiones recogían después las cosas que ha bían dejado, libros, cartas, maletas, y las llevaban a un al macén hasta que eran reclamadas por los familiares del des aparecido. Muy pocos recobraban la libertad. Muchos salían en los camiones nocturnos, flanqueados por los falangistas, pero otros tantos entraban cada día, manteniendo la cárcel lite ralmente llena de cuerpos sudorosos, siempre distintos y siempre parecidos. Hasta en el modo de morir se parecían. Cuando la puer ta de la celda se abría y los hombres tenían que oír la leta nía de nombres seleccionados para esa noche, la angustia La prisión provincial de Zaragoza 75 alcanzaba una intensidad alucinante, pero nada se traslucía en gestos, ademanes o ruidos. Los llamados se dirigían silenciosamente hacia la puerta y formaban en la fila que esperaba en el pasillo, a la vista ya de los falangistas homicidas. Sólo una vez se rompió esta rutina. Uno de los llamados entró de pronto en una dramática crisis, real o simulada, de epilepsia. Ante aquel espectáculo, los oficiales de prisio neros se impresionaron y aquel hombre se salvó. Fue lle vado a un hospital y allí le retuvieron los médicos el tiem po suficiente para que la represión perdiera su virulencia. El preso más importante, por su cargo y por lo extraña que había sido su larga supervivencia, fue el señor Vera Co ronel, que había sido gobernador de Zaragoza hasta el día del alzamiento militar. Este gobernador, engañado quizás por la duplicidad del general Cabanellas, o para evitar de rramamiento de sangre, se había negado a atender a los obre ros, que pedían armas para combatir a los sublevados. Po siblemente hubo algún pacto entre él y Cabanellas, el cual, al parecer, le prometió salvar su vida si entregaba sin lucha la provincia. Este pacto sólo se mantuvo tres o cuatro me ses. Al cabo de este tiempo, Cabanellas recibió órdenes su periores (su único superior era Franco) y Vera Coronel fue fusilado. 76 XIII Maricarmen En la cárcel de mujeres parecían trastocados los estratos sociales. Las prostitutas tenían el privilegio, por una vez, de compadecer a “las otras”, a las presas políticas, cuya si tuación era, esta vez, peor que la suya. Todas estaban mez cladas, pero algo impalpable las separaba, y las prostitutas respetaban y se condolían de aquellas mujeres, muchas de ellas enlutadas, que esperaban allí el castigo personal des pués de haber conocido el castigo de sus maridos. Algunas de estas mujeres, aquellas que no se habían li mitado a casarse con un rojo, sino que eran rojas ellas mis mas, salían también hacia los sacrificios nocturnos. Nadie sabía si este castigo le estaba destinado hasta que llegaba el momento mismo de cumplirlo. Todas ellas lloraban tam bién la suerte de sus hijos, abandonados en un hogar de sierto o recogidos en casas amigas. Muchos de estos niños se habían visto desposeídos del apellido paterno porque las nuevas autoridades de la muy católica España habían decidido que los hijos de matrimonios civiles eran hijos de solteras. Maricarmen era una nota extraña en aquel caos. Había llegado al anarquismo por su capacidad para el amor sin restricciones. Representaba, en cierto modo, el enlace en 77 tre las dos clases de mujeres que llenaban la cárcel, y las observaba con curiosidad, un poco enturbiada por la casi total seguridad de que, algún día, sería llamada para morir con alguna de aquellas mujeres tristes y enlutadas. Decidió explotar la única riqueza de que estaba bien do tada: su inquietante belleza rubia. Cuando los falangistas acudían a la prisión para sus investigaciones, intentó ten der sus redes, pero aquellos jóvenes no parecían muy sen sibles a su belleza. Conocían sin duda emociones más fuer tes que habían quizás entibiado su capacidad para gustar de la mujer. Y Maricarmen se veía ignorada por ellos, y esto la entristecía más, porque no estaba preparada para esta cla se de fracasos. Al fin, su cerebro elaboró un plan más complicado. Las mujeres eran visitadas y consoladas con frecuencia por un sacerdote que acudía regularmente a la cárcel. Era uno de esos que no presenciaban ejecuciones y que no escatimaba su consuelo y su ayuda a aquellas mujeres que sufrían. Ma ricarmen pidió una entrevista con él y le pidió su protec ción contra algunos falangistas que le habían propuesto ser benévolos con ella si accedía a sus pretensiones. Dio en el blanco. El sacerdote fue a quejarse al director de la prisión y le rogó que le permitiese llevar con él a Maricarmen, en calidad de depósito, hasta que su suerte fuese decidida; él se haría cargo de la detenida y de la responsabilidad que ello significaba. El director accedió, y Maricarmen pasó a llevar una vida de reclusa en la casa del cura. La madre de éste se mostró comprensiva y cariñosa, y Maricarmen conoció una vida metódica, tranquila y segura. Demasiado segura y metódica era quizás esa vida para Maricarmen. Un día en que el sacerdote y ella estaban so- los en la casa, puso en juego su mejor estrategia de seduc ción. El sacerdote comprendió enseguida. -Perdone usted, señorita. Le ruego que no lo tome como una ofensa personal; es usted atractiva e inteligente, pero no pierda el tiempo conmigo. Yo tengo una misión que cum plir, y creo en ella. Esta misión está por encima de usted y de mí. Es tan grande que no deja sitio a otras emociones. Diariamente pido a Dios que la ilumine en el camino de la verdad. Y luego añadió para quitar solemnidad a sus palabras: -Y a propósito de oraciones, tengo que ir a mi parroquia. Se marchó dejando en Maricarmen un sentimiento extra ño, de gozosa humillación. Comprendió que no podría ya soportar la presencia del cura y de su madre, y decidió es capar. Dejó pasar los meses de terror en casa de unas amigas y después volvió a su vida normal. Cuando me contaba esto, sentados en un café, después de la guerra, concluyó con su voz grave y cálida: -Créeme, ese fracaso con el sacerdote me humilló bas tante. ¿Sería un hombre normal? Yo no me pude contener. -Maricarmen, ese fracaso te proporcionó un privilegio excepcional; has conocido a un sacerdote español que con serva su fe. ¡Has conocido a un verdadero sacerdote! 79 XIV En mi cuartel de Pontoneros se celebraba un consejo de guerra sumarísimo. Yo no podía presenciarlo, pero vi en trar en la sala a los dos acusados, un chico y una muchacha muy jóvenes. En los primeros días de la rebelión militar fueron capturados en un tejado, desde donde hostilizaban a la fuerza pública con sus armas cortas. Con dos pistolas habían pretendido salvar la República frente a todo un ejér cito sublevado. Y este ejército triunfante los juzgaba aho ra. Juzgaba quizás a los únicos que habían hecho armas con tra la nueva legalidad. El tribunal se mostró compasivo, y fueron condenados a veinte años de cárcel. Al conocer la sentencia, corrí a la Facultad de Medicina. En su gran sala de anatomía había un centenar de cadáve res de hombres y mujeres que no habían hecho armas con tra el ejército, no habían delinquido contra la nueva legali dad. No pudieron ser sometidos a cualquier tribunal porque su único delito era formar en las filas de algún partido po lítico. Murieron víctimas de un “traumatismo craneal” por que no tuvieron la gallardía de oponerse a sus asesinos con las armas en la mano. Eran
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