Logo Studenta

el arte de lo obvio

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

El arte de lo obvio
Drakontos
Dircciorcs:
Joscp Fontana y Gon/.aio Pontón
El arte de lo obvio
El aprendizaje de la práctica
de la psicoterapia
Bruno Bettelheim
y
Alvin A Rosenfeld
Quedan ngurosainenle piohihái.'i.s, sin la aulori/.acíón cserila de los lilnlarcs del C(i/nrií;lii,
bajo las sanciones csíablecklas por las leyes, la reproducción lolal o parcial ile eslii obra
por cn¡ilt|iiicr medio o procedimiento, coniprcmlidos la reprogralía y el Iralaniienlo
¡nlonnalico, y la disii'ihiición de ejemplares tic ella ineilianle :il(|iiilüro prcslamo públicos.
Tílulo original:
'Mil: ART()l'"Ml"í¡ OHVIOll.S.
DliVIil.OI'INC! INSKillT I'OK l'.SYCIKrrilliRAI'Y AND ItVIiKYDAY l.lh'l:
All'rcd A. Knopl, NUOVÜ York
l'radiicción caslellana de MARTA I. (¡HASTAVINO
Diseño tic la colección y cubierla: HNRIC SATUf:
(!) 1993: Hric Bellelheim y Alvin A Rosenlekl
'!"' IW4 de la Irailucciói) caslellana pura lispaña y América:
CRÍTICA (drijalbo Comerciül, S.A.), Anigó, .185, 0X013 Barcelona
ISBN: X4-7423-636-3
Depósilo legal: I!. I I.I8I-IW4
Impreso en ¡ispaña
IW4. ¡IIIROI'H, S.A., Recaredo, 2, 08005 Barcelona
A nuestras amadas esposas,
en memoria de Trude Weinfeld Bettelheim,
en honor de Dorothy Levine Rosenfeld,
y con gratitud a nuestros estudiantes
V a nuestros mejores maestros, nuestros pacientes
Prefacio
JT! ste libro presenta un enfoque del aprendizaje de la práctica de
JCJ la psicoterapia, pero refleja también una colaboración que se
inició después de incorporarme a la División de Psiquiatría infan-
til de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford, y
trasladarme, en 1977, al área de la bahía de San Francisco, don-
de Bruno Bettelheim se había retirado al jubilarse. Tuve el privile-
gio de trabajar en estrecha relación con él y de llegar a ser su ami-
go a pesar de nuestra diferencia de edad: cuando nos conocimos,
él tenía setenta y cuatro años, y yo treinta y dos.
Poco después de haber llegado a Stanford, invité a Bettelheim a
que impartiéramos juntos un seminario semanal de psicoterapia
para terapeutas en formación o en período de prácticas. Pasamos
mucho tiempo juntos, analizando en privado lo que había sucedido
en la sesión de la semana, y hablando de mis pacientes y de nues-
tras preocupaciones. Cuando me fui de Stanford, nuestra colabo-
ración continuó y se profundizó nuestra amistad. Durante toda mi
vida no podré olvidar el tiempo que pasamos juntos.
A lo largo de toda su carrera, Bruno Bettelheim dirigió cente-
nares de sesiones de enseñanza individual centradas en la psicote-
rapia. En los seis años que pasamos juntos en Stanford, dirigimos
bastante más de un centenar de sesiones en un seminario semanal
abierto a los estudiantes de psiquiatría de niños y de adultos, de
psicología y de trabajo social. También asistieron, de cuando en
cuando, otros médicos residentes en la comunidad. Las sesiones
eran movidas, estimulaban a pensar, no faltaba en ellas el sentido
10 El arte de lo obvio
del humor, y en ocasiones se daba un intercambio de ideas tenso,
incluso crispado, y sin embargo vital, centrado en los problemas
que para Bellelheim eran motivo de honda preocupación.
Desde el comienzo, estimulamos a los participantes a que tra-
jeran al seminario casos particularmente difíciles, para los cuales
necesitaran una ayuda que no pudieran conseguir en otra parte.
Para, mí estuvo claro desde nuestro primerísimo seminario que. Bet-
telheim era un maestro brillante y un virtuoso de la psicoterapia.
Cuando ensayé con mis pacientes algunas de sus ideas y de sus
técnicas, comprobé que eran mucho más eficaces que mis cuidado-
samente pensados métodos propios. Pero la coherencia de su enfo-
que no se ponía inmediatamente de manifiesto, y me llevó cierto
tiempo captar cuáles eran la actitud, y la forma de pensamiento
subyacentes en él. Cuando entendí con más claridad su enfoque,
me di cuenta de su singularidad y, después de un par de años, me
encontré con que estaba incorporándolo al mío propio.
Aunque Bettelheim escribió muchos libros extraordinarios,
siento que ninguno de ellos está cerca de presentar el tipo de libre
intercambio de ideas sobre la forma de tratar con un paciente psi-
coterapéutico de la cual pude tener experiencia en. aquellos semi-
narios. Durante el tiempo que traté a Bettelheim, llegué a pensar
que su manera de enseñar psicoterapia a los estudiantes debía ser
compartida con otros, en forma de libro. El propósito de éste sería
presentar las ideas de Bettelheim y las mías como un instrumento
útil para psicoterapeutas y estudiantes de psicoterapia. Como las
intuiciones de Bettelheim eran de carácter tan universal, tuve ade-
más la. sensación de que interesarían a un público más amplio.
Aunque el propio Bettelheim se mostró dispuesto a dejarme
intentar el proyecto, lo hizo con sumo escepticismo. Se había de-
cepcionado con el fracaso de su libro de 1962, Dialogues with
Mothers, que no había interesado a un espectro de gente tan am-
plio como él había esperado, y atribuía el fracaso, en gran parte,
a su forma. Si no recuerdo mal, dijo que el último libro de diálo-
gos que se había ganado a los lectores había sido el de Platón. Y
él sentía que ningún libro podía, ni remotamente, captar el espíri-
tu de un seminario ni enseñar como podía hacerlo un seminario.
Había que reducir a lo esencial aquello que afloraba en las se-
siones: aclararlo, reelaborarlo, completarlo, hacerlo más conciso.
Prefacio 11
Yo quería transformar el. material en algo que tuviera tanta vida
sobre el papel como la había tenido en la realidad; quería dar una
impresión exacta de lo que era acudir durante varios años a los se-
minarios de Bruno Bettelheim.
Desde el comienzo me di cuenta de que a la mayoría de los lec-
tores se les haría tedioso abrirse paso entre transcripciones litera-
les de los seminarios, y decidí que el libro no debería, en modo al-
guno, proponerse la presentación de un registro factualmente exac-
to de las sesiones que habían tenido lugar. Por lo tanto, seleccioné
parles tomadas de muchas sesiones diferentes que trataban del
mismo tema, o de temas ajines, y luego fui uniéndolas con un en-
tramado narrativo que le diera, unidad a la obra.
Por aquel entonces yo me había trasladado a la ciudad de Nue-
va York, y Bettelheim y yo vivíamos a. un. continente de distancia.
Cuando le envié el resultado de mis primeros esfuerzos, para su
propia sorpresa y deleite, empezó a ver que el proyecto podría fun-
cionar. Con el generoso apoyo de la Fundación Rockefeller, Bettel-
heim y yo trabajamos juntos, en agosto de 1985, en. Villa Serballo-
ni, el centro de estudios de la fundación, en Bellagio, en el lago de
Como, en Italia. Ensayamos diversas maneras de presentar este
material, pero finalmente nos conformamos con que los seminarios
reconstituidos hicieran que algunas ideas complejas, y en ocasio-
nes sutiles, fueran mucho más accesibles para el lector. Durante
ese mes, en nuestros esfuerzos de colaboración, reflexionamos más
en profundidad sobre aquellas ideas, y como resultado de ello el
material se amplió y adquirió unas resonancias y una profundidad
nuevas, que no siempre se habrían puesto de manifiesto en los se-
minarios, con el ritmo rápido y con frecuencia rico en digresiones
que de hecho los había caracterizado.
En la presentación del trabajo psicoterapéutico, la protección
de la confidencialidad del paciente es una necesidad obvia. Y pues-
to que, como era característico en el enfoque de Bettelheim, aque-
llas sesiones se centraban con frecuencia no solamente en las difi-
cultades emocionales del paciente, sino también en las limitaciones
del terapeuta teníamos que respetar el derecho a la privacidad, de
los estudiantes de psicoterapia, que habían sido abiertos y sinceros
al hablar de sí. mismos y de los límites de su conocimiento y de su
experiencia en conversaciones que, en ocasiones, resultaronincó-
12 El arte de lo obvio
modas. Por esta razón, las personas que en el libro hemos sentado
alrededor de la mesa del seminario son personajes creados a par-
tir de más de cuarenta profesionales que concurrieron a los semi-
narios durante esos seis años, y de estudiantes que hemos conoci-
do en otros lugares. Saúl Wasserman es la única excepción; él tra-
bajó conmigo en algunos aspectos del capítulo titulado «Sacos de
arena y salvavidas», releyó y revisó múltiples borradores, y figura
en el texto con su nombre real.
Al hablar de determinados pacientes, sintetizamos materiales
extraídos de varios casos con dificultades similares y a partir de
ellos creamos casos de estudio. Muchos de los detalles que inclui-
mos provienen de casos reales del seminario, aunque algunos fue-
ron tomados de casos que hemos visto en otras partes. Cualquier
material que hubiera permitido la identificación ha sido alterado
para garantizar el anonimato. Lo que se mantiene es una descrip-
ción de un problema clínico que padecen numerosas personas,
como podría ser un niño demasiado agresivo para que los padres
puedan con él, una muchacha que se ha vuelto anoréxica, o un an-
ciano que está deprimido, ansioso y asustado.
También nos hemos apartado de los seminarios tal como fue-
ron en otro sentido importante. En las sesiones, Bettelheim era la
voz predominante, y mi participación se subordinaba a la suya.
Pero al escribir y reescribir, fui yo quien hizo la mayor parte del
trabajo. Como resultado, nuestros debates sobre la mejor forma
de organizar y presentar este material terminaron por llevarnos a
la decisión de escindir el papel de líder del seminario de forma
más equitativa entre Bettelheim y yo, dado que esto nos pareció
que mantenía con más vivacidad el fluir de las ideas y reflejaba
con más precisión las aportaciones que cada uno de nosotros ha-
bíamos hecho a la forma final del libro. Como son tantas las ideas
que compartíamos, en algunas ocasiones pusimos en mi boca pa-
labras que él había dicho, en tanto que otras que yo pronuncié o
escribí se oyen de labios de él.
Aparte de algunas correcciones finales, Bettelheim leyó y apro-
bó como suyas la mayor parte de las afirmaciones que se le atri-
buyen en el libro. Cuando ya estaba demasiado débil para escribir,
dictaba los cambios. Analizamos el penúltimo borrador tres sema-
nas antes de su muerte, y nos pusimos de acuerdo sobre la orien-
P refací o 13
tac ion que debería seguir cualquier revisión posterior. Después de
su muerte, introduje cambios de acuerdo con las líneas que había-
mos convenido, con la ayuda —que él había dispuesto— de quien
durante toda su vida fue su editora personal, Joyce Jack, quien ya
había revisado sus últimos siete libros.
Sin embargo, en la versión final me encontré con que en oca-
siones yo deseaba introducir material nuevo o modificar sustan-
cialmente el existente. Como, naturalmente, Bettelheim no tendría
oportunidad de revisar esos últimos cambios, al hacerlos le atribuí
únicamente afirmaciones que eran citas literales de él, y me adju-
diqué todo el resto del material nuevo. Esto vale particularmente
para el capítulo 4, que necesitó una importante corrección final.
En general, a mi juicio, el punto de vista expresado en este libro
representa con precisión la posición final de Bruno Bettelheim y
sus puntos de vista en lo referente a psicoterapia, y también los
míos, sobre los que él influyó tan profundamente.
Al impartir otros seminarios desde que terminó mi colabora-
ción con Bettelheim, me ha sorprendido la frecuencia con que des-
cubro cómo surgen espontáneamente puntos idénticos a los que
tratamos en uno u otro capítulo de este libro. Eso me ha estimula-
do a pensar que los seminarios expuestos en este libro tienen cier-
to valor «prototípico» y, por consiguiente, que son útiles como ins-
trumento didáctico. Los problemas que aquí se analizan aparecen
reiteradamente en psicoterapia, y creo que el enfoque que defendi-
mos es, hoy por hoy, tan novedoso y útil como lo era cuando se ce-
lebraron los seminarios.
La psicoterapia es un campo donde predomina el individualis-
mo, sean cuales fueren las creencias teóricas del terapeuta. Cada
terapeuta ensaya, adapta y modifica las ideas o posturas de otras
personas y las entreteje con sus propios puntos fuertes y débiles
para, de tal manera, hacer suya esta «profesión imposible». Y hoy
se practican muchas psicoterapias diferentes con técnicas y objeti-
vos diferentes. Este libro no pretende, en modo alguno, presentar
un enfoque amplio y completo de la psicoterapia. En conjunto, sus
capítulos intentan que el lector capte la forma en que Bruno Bet-
telheim abordaba al paciente y la actitud que él sugería para un
psicoterapeuta, si el objetivo de éste era ayudar al paciente a «re-
estructurar su personalidad de modo que pudiera vivir más cómo-
14 El arle de. lo obvio
clámente consigo misino». Espero que el libro transmita al lector
una apreciación del trabajo que puede hacer un psicoterapeuta,
desde esta perspectiva psicoanalílica.
Varios participantes en el seminario han observado que sólo
mucho después de haberlo oído reflexionaron sobre algún comen-
tario formulado por el doctor Beltelheim. Espero que también el
lector compruebe que sus comentarios le estimulan a pensar críti-
camente. En ocasiones, hizo afirmaciones que, sólo tiempo después
de su muerte, entendí que habría sido muy beneficioso elaborarlas.
He dejado algunos de aquellos comentarios en el texto para que el
lector pueda reflexionar por sí mismo y preguntarse qué más ha-
bría dicho Bruno Bettelheim si la conversación hubiera continuado.
Me gustaría agradecer a la Fundación Spencer la concesión de
una subvención que nos permitió cubrir las primeras etapas del
proyecto. La Fundación Rockefeller, la señora Susan Garfield, ad-
ministradora de su Bellagio Cenler Office, y Jo Ardovino, anfllrio-
na del Bellagio Cenler durante nuestra estancia allí, merecen nues-
tro agradecimiento por su cálida hospitalidad. Y también quiero
agradecer a. la Jewish Child Care Association de Nueva York, que
me haya dado la oportunidad de seguir trabajando en este libro
mientras atendía a las necesidades de la institución y de sus niños.
Varias personas nos ayudaron a preparar este material hasta
darle su forma final. Agradezco a Joyce Jack tanto su amistad y su
devoción a Bettelheim como la fundamental ayuda que me prestó
para, dejar este manuscrito en condiciones de ser publicado. Du-
rante el tiempo que colaboramos, ¡legué a valorar no menos su
persona que sus habilidades. El agente de Bruno Bettelheim, The-
ron Raines, y mi agente, Jane Dystel, nos ayudaron a conseguir la
atención de Knopf para el manuscrito. Y allí me encontré en las
manos, extraordinariamente hábiles, de Bobine Bristol y Joan Kee-
ner, cuya sinceridad, encanto, habilidad y franqueza contribuyeron
a trabar una segunda relación laboral, igualmente grata y fecunda.
Me considero afortunado al haber recibido de Bettelheim el don de
trabajar con tres editores de tanto talento.
A lo largo de los años, y en todas las etapas de este proceso,
mi querido amigo Peler Winn me ayudó con sus sugerencias y su
apoyo constante. También otro amigo querido, Robert Kavet —éste
Prefacio 15
desde ¡a infancia—, aportó muchos comentarios útiles. Alice Coo-
pei; Claire Levine y Karen Roekard colaboraron en los primeros
borradores. Saúl Wassernuin nos ayudó a preparar el capítulo que
se refiere, en parle, a su presentación. Como yo difería de Beltel-
heim en cuanto a la etiología del autismo, quise consultar a un ex-
perto a quien conocía bien, a quien respetaba y en cuya franqueza
podía confiar. Quisiera agradecer a la doctora Bryna Siegel, del
Centro Médico de la Universidad de. California en San Francisco,
el. haberse encargado de esa misión, ayudándome a entender las
divergencias entre los puntos de vista de Bettelheim y del doctorDaniel Berenson (seudónimo) en lo tocante al autismo y a la dife-
rencia, entre los niños aulislas a quienes Bettelheim trataba en la
Escuela Orlogénica* y aquellos a quienes actualmente se diagnos-
tica como autistas. Mis colegas y amigos, los doctores John Back-
inan, David Port, John Sladler y C. Barr Taylor, hicieron muchas
sugerencias útiles sobre el texto del manuscrito final. He leu Abra-
hamson fue una dedicada y estupenda secretaria en las etapas ini-
ciales de este proyecto, lo mismo que Margare! Forman, mucho
más adelante.
Muchos de los estudiantes que participaron en el seminario se
sintieron profundamente influidos por él. Como me dijo por teléfo-
no, muy recientemente, uno de ellos: «No pasa un día en mi vida
sin que me acuerde de Bruno Beltelheim en mi trabajo clínico».
Quisiera agradecer, nombrándolos, a varios estudiantes que fueron
especialmente cordiales con Bettelheim o conmigo: Karen Axels-
son, Neil Brast, Tintinen Cermak, Mairin Doherty, Graehem Ems-
lie, Peler Finkelstein, Miriam (Micki) Friedland, Peler Keefe, Kim
Norman, Healher Ogílvie y Alan Rapaporl, y agradezco a los mu-
chos otros que asistieron a estas sesiones el haber hecho tan esti-
mulante el seminario y su participación en la elaboración de este
libro.
Finalmente, me gustaría dar las gracias a mi pacienlísima fa-
milia. Mi mujer, Dorothy, me ha ayudado a lo largo de los muchos
años que fueron necesarios para completar este proyecto. Y a mis
maravillosos hijos Lisa. Claire y Samuel Aaron, que han tenido con
* Inslilución, con sede en Chicago, dedicada al iniUimienlo-dc niños con trastornos psi-
cológicos graves. (W. de la I.)
16 El arle ele lo obvio
demasiada frecuencia un padre que estaba más pendiente del pro-
cesador de textos que de ellos.
Antes de la muerte de Bettelheim, él y yo bosquejamos una in-
troducción, en la que precisábamos cuáles eran nuestros propósi-
tos con este libro: «Hemos intentado hacer una selección sensata
con la enorme cantidad de material que afloró en estas sesiones.
Naturalmente, lo que ... presenta este volumen no es en modo al-
guno un curso completo sobre la enseñanza de la psicoterapia psi-
coanalítica. Pero abrigamos la esperanza de que esta pequeña se-
lección transmita el espíritu de lo que intentamos lograr y de lo
que es un determinado enfoque del paciente en psicoterapia».
ALVIN A ROSENFELD, doctor en medicina
Introducción
Mi trabajo con Bruno Bettelheim:
una visión personal
E n 1977 me convertí en el nuevo director de Formación en Psi-quiatría Infantil en la Facultad de Medicina de la Universidad
de Stanford, con el cometido de organizar un buen programa para
la preparación de futuros profesionales capaces de diagnosticar y
tratar niños perturbados. La posibilidad que yo contemplaba era un
programa capaz de integrar la riqueza de la investigación psiquiá-
trica en Stanford con los enfoques psicodinámicos que tan impor-
tantes me habían parecido durante mi formación y después siendo
profesor de psiquiatría infantil en la Facultad de Medicina de la
Universidad de Harvard.
Para mí estaba claro que, en una psicoterapia de orientación psi-
coanalítica, para los psiquiatras en formación sería beneficioso
contar con un maestro avanzado en años, rico en la sabiduría y la
experiencia acumuladas que sólo pueden proporcionar una vida en-
tera de práctica, y de reflexión sobre esa práctica. Entonces, me pa-
reció obvio que Bruno Bettelheim, que en 1973, jubilado, se había
retirado a Portóla Valley, no muy lejos de Stanford, sería una elec-
ción excelente para colaborar en la enseñanza del enfoque psicodi-
námico. Sus numerosos artículos y libros eran bien conocidos; sus
logros intelectuales, legendarios, e inequívoco su compromiso con
una perspectiva psicoanalítica.
- Ührnil.HHiM
18 El arte de lo obvio
Cuando el doctor B. (como le llamaban generalmente tanto sus
colegas como los estudiantes) y yo nos conocimos en 1977, habla-
mos de mis antecedentes y de mis planes para el programa, y de su
deseo de participar más en la enseñanza. Me di cuenta de que en
los temas clínicos y en las cuestiones referidas a la formación,
nuestros intereses coincidían. Él aceptó de buena gana mi invita-
ción a impartir un seminario, por más que yo no dispusiera de di-
nero para pagarle. Por las tres horas semanales que le dedicaba, su
recompensa era una taza de café recién hecho.
Pero mi elección de Bettelheim estaba llena de riesgos. Tenía
la reputación de ser un hombre difícil, e incluso fastidioso. Ade-
más, los dos defendíamos puntos de vista diferentes sobre el pa-
pel de Estados Unidos en Vietnam, un asunto que tenía, para am-
bos, verdadera importancia personal. Desde 1965 yo había estado
enérgicamente en contra de nuestra participación, en tanto que la
prensa había citado sin reticencias a Bettelheim y sus acusaciones
de «neonazis» a los antibelicistas; además, culpaba a los padres
de éstos de no haberles enseñado «a temer». Fue aquella una gue-
rra dolorosa, que enfrentó a padres e hijos, y parecía como si
cualquiera que adoptase un punto de vista opuesto al propio, es-
pecialmente si proclamaba con tanta fuerza su opinión, fuese un
enemigo natural.
El doctor Bettelheim era una opción arriesgada por otra razón.
Su cqnocJiTÜe^^
señados.»._sino en muchos años.de experiencia acumu_lada_y_ en su
capacidad subjetiva de entender la vida interior de niños y adultos.
Aunque algunos profesores muy mayores de la universidad y del
Instituto Hoover (un think tank* situado en el campus de Stanford)
respetaban profundamente a Bettelheim, el profesorado psiquiátri-
co lo consideraba «poco científico». Lo habían aceptado como
profesor visitante, pero le daban poco para hacer. Muchos miem-
bros del cuerpo de profesores, de orientación psiquiátrica, no se
mostraban benévolos con su orientación psicoanalítica; a otros no
les gustaban sus modales autoritarios ni su tendencia a expresarse
enérgicamente, en particular cuando proclamaba sus profundas du-
* Un insticulo de investigación u otra organización de eruditos y científicos, especial-
mente si el gobierno la emplea para resolver problemas o predecir acontecimientos en las
áreas militar y social. (N. de la I.)
Introducción ¡9
das sobre métodos que, como el estadístico y el bioquímico, ya ha-
bían aportado al departamento tanto renombre y tantos fondos para
investigación.
En nuestras conversaciones iniciales, sin embargo, descubrí que
Bettelheim tenía una visión útil de mis intereses académicos e in-
telectuales. A comienzos de los años setenta, cuando yo pertenecía
a la Facultad de Medicina de Harvard, me contaba entre el grupo
de investigadores y médicos que por primera vez identificaron y
dieron a conocer el hecho de que los abusos sexuales padecidos en
la niñez eran un importante factor que predisponía a los problemas
psiquiátricos. Con otros colegas, realicé estudios y publiqué artícu-
los que describían maneras de abordar a los pacientes que habían
sido objeto de incesto y de abuso sexual. Describí el contexto fa-
miliar en el cual se da el incesto y redacté un documento sobre el
abuso sexual para la American Academy of Child Psychiatry, que
fue al Congreso y que la American Medical Association publicó en
el Journal ofthe American Medical Association {JAMA), su princi-
pal publicación.
Mi investigación continuó después de mi llegada a Stanford. Pu-
bliqué artículos que analizaban la relación entre el desarrollo sexual
normal y la sobreestimulación y el incesto en publicaciones tales
como The Journal of the American Academy of Child Psychiatry,
The American Journal of Psychiatry y el JAMA. Bettelheim me ins-
tó a que pensara más en profundidad en los descubrimientos que ha-
bía hecho mi grupo de investigación en un gran estudio, dirigido por
mí, sobre la evolución sexual en familias típicas acomodadas y su
relación con una evolución sexual aberrante.
Bettelheim me ayudó a pesarde su oposición al enfoque esta-
dístico que yo usaba en esos estudios. Aunque admiraba la ciencia,
dudaba de que los métodos útiles para las ciencias físicas pudieran
medir y elucidar lo interior del hombre: sus impulsos, necesidades
y pasiones. «Todos esos estudios cientíj|lcos_son..ijoytSlilQSJ .^,c£ea.r
certidumbre allí donde Freud creía que no lajiabía —decía—. Creo
que esta contradicción básica es insalvable.»
Hablaba despectivamente de los que confían solamente en los
datos objetivos: «Este recelo hacia los enfoques subjetivos, incluso
hacia la introspección, explica la orientación fisiológica de buena
parte de la psicología académica norteamericana. La fisiología es
20 El arte de lo obvio
mensurable y cuantificable, mientras.que. la manera adecuada de
amar a otra perso.na..es muy difícil, de. encontrar».
En una ocasión presenté a Bettelheim al hoy difunto Roben
Sears, un notable exponente de la psicología evolutiva, aproxima-
damente de la edad de Bettelheim. Sears había sido de los prime-
ros en usar los métodos estadísticos en el estudio de la evolución
infantil. En su conversación, Sears dijo que el problema de la apli-
cación de la estadística al estudio de la vida emocional de los niños
era que los investigadores no sabían cómo «puntuar el afecto», es
decir, asignar un valor numérico a lo que estaba sintiendo una per-
sona. Bettelheim se mostró en desacuerdo. Ninguna persona puede
mjedirjos_senümiento.s.de.otra, dijo. Es simplemente imposible sa-
ber, y no hablemos de medir, qué es lo que sucede dentro de otra
persona. No es así, insistió Sears. Como otros fenómenos, las emo-
ciones se pueden medir, pero es un trabajo que hay que hacer con
sumo cuidado. Y allí quedó trazado el límite de la cortesía entre
aquellos dos hombres sinceros, aquellos pensadores brillantes.
Bettelheim me atraía por otra razón que hacía que algunos
miembros del profesorado desconfiaran de él. Yo consideraba sig-
nificativa la perspectiva del psicoanálisis porque es una ciencia v
adémáV un arte, que posee la belleza intrínseca y la utilidad de
ambos. Ninguno de los dos es una manera de conocer evidente-
mente superior. ¿Acaso la manera que tenía Monet de entender el
color era menos válida que la de las gentes que pueden decimos
cuál es el contenido espectral de un matiz?
Yo quería, además, que él me ayudara a pulir y afinar mejor mis
propias habilidades psicoterapéuticas. Tenía ciertas reservas sobre
la forma en que me comunicaba con un niño a quien estaba tratan-
do, y sentía que me faltaba establecer con él alguna conexión, de-
cisiva pero muy sutil. Le dije que deseaba que me ayudara con los
problemas que tenía con ese niño.
—Intentémoslo durante algunas semanas para ver qué pasa —me
respondió.
¡Era un maestro excelente! En nuestras conversaciones consi-
guió poner el dedo exactamente en la llaga. Me señaló maneras de
entender al niño y de profundizar en esa conversación continuada
que es una terapia de plazos prolongados. Bettelheim era capaz de
seleccionar un detalle minúsculo y aparentemente sin importancia
Introducción 21
que yo había mencionado por casualidad, y me ayudaba a ver que
si lo recordaba era porque en ese detalle el niño me estaba dicien-
do algo importantísimo. Bettelheim tenía un agudo sentido de lo
que necesitaba un paciente concreto en un momento determinado.
En nuestro trabajo durante el primer año que nos vimos me sugirió
ocasionalmente una intervención que me pareció temeraria. La pri-
mera vez que lo hizo, le dije:
—Si yo fuera Bruno Bettelheim, eso podría funcionar, pero no
lo soy.
—Inténtelo —me respondió con tranquila convicción.
Hice lo que me sugirió, y funcionó. Mi relación con el niño se
profundizó y mejoró.
Bettelheim me enseñó a escuchar con más cuidado a los niños,
a oír lo que dicen, a conjeturar lo que se oculta detrás y a comuni-
car con más precisión sobre la base conjunta de lo que se entiende
y lo que se conjetura. Me ayudó a ser menos intelectual y más ju-
guetón en la terapia. Años después, me dijo:
—Para los adultos es difícil aprender a hablar con" los niños.
¿Por qué? La única manera de hablar con ellos es sumergirse en su
posición. Pero, como nuestra condición de adultos es una adquisi-
ción tan reciente, tenemos que protegerla a toda costa.
Y en otra ocasión en que alguien le preguntó por qué hacemos
de la niñez el mito de la despreocupación y vemos a los niños
corno exponentes de bondad y dulzura, respondió:
• —Tenemos esa imagen de la infancia porque todos queremos
íhaber pasado por una época en que lo teníamos todo tan bien. Pero
es una ilusión, un engaño. Para empezar, nunca lo tuvimos tan
bien. ... Pero hay otra razón para que el mito [que tiene el adulto] de
la inocencia de la niñez muera tan lentamente. Es por nuestra pro-
.pia hostilidad en la infancia, que estamos tratando de negar. En rea-
lidad, tiene que ver con nuestra incapacidad para aceptar todos los
pensamientos hostiles y agresivos que nosotros mismos teníamos
en la infancia, que nos impide ver todo eso en los niños y, por así
decirlo, protege nuestra amnesia...
" Aunque yo llegué a apreciarlo y a considerar nuestra amistad
como un tesoro, el doctor B. no era un hombre abiertamente cálido
y afectuoso, sino más bien reservado en sus relaciones. General-
mente, llamaba a las personas por su nombre profesional, y en pú-
22 El arle de lo obvio
blico mantenía siempre un porte formal y pulcro. Excepto en sus
dos últimos años, después de dos ataques, siempre fue muy celoso
de su vida privada. En ocasiones podía «vanagloriarse», pero en su
hogar trataba a todo el mundo como a un huésped de honor, con
una cortesía y una hospitalidad impecables. Bajo la superficie, per-
cibía yo un calor tímido y travieso, que se reflejaba en el fugaz res-
plandor que a veces aparecía en sus ojos y en el brillo provocativo
de sus comentarios ocasionales.
Tenía un estupendo sentido del humor y en ocasiones, en forma
impredecible, compartía alguna anécdota de su niñez. Un amigo
mío deseaba que su mujer dejara de amamantar a su hijo de seis
meses. Para reforzar su posición pidió a Bettelheim que le ayudara
a resolver la situación, con la esperanza de que el doctor B. fuera
un apóstol de una crianza infantil estricta y le proporcionara serias
admoniciones psicoanalíticas para transmitir a su desorientada es-
posa. Bettelheim sonrió y le dijo que, cuando él nació, sus padres
fueron a las provincias austríacas a contratar a una chica de dieci-
séis años para que fuera su nodriza. Todos pasaron por alto el he-
cho de que a esa edad ella ya había cometido «delitos sexuales» y
de que necesariamente estaba abandonando a su propio hijo. La
buena chica, continuó con una mirada de picardía, lo había ama-
mantado hasta que tuvo cuatro años, de modo que él no veía cuál
era exactamente el problema. Mi amigo optó por no compartir
aquella conversación con su mujer.
La brillantez_de_BeUeIheim era un don, extraño y difícij ,de des-
cribir. "Y_ de lo que se trataba "era de deslac^^'rLHP-C^lTyBS. Ú9,S^e
nq.h.a-y~u.a_§ís|ernaJe coordenadas aceptadas.poi"eonsenso,.uriiyer-
saJ, como la tabla de los elementos en química. Es un campo en
donde las discrepancias surgen fácilmente, incluso en relación con
los supuestos básicos. Cuando Bettelheim hablaba de un problema
clínico, planteaba con frecuencia cuestiones difíciles de responder.
Muchas veces, para quienes ya estaban establecidos en el campo,
la confrontación con su ignorancia personal era inquietante. Por
ejemplo, Saúl Wasserman, que dirigía una importante unidad de
pacientes internos de psiquiatría infantil en el tiempo en que se
abordó el caso que se estudia en el capítulo 2, al releerlo comentó:
«Qué difícil es creer lo tontos que éramos. Hoy llevaría ese caso de
forma tan diferente...».
Introducción 23
Era fácil sentir las preguntas de Bettelheim como un acoso o
una humillación; después de todo, él sabíacon qué propósito las
hacía, pero quería que uno se diera cuenta por sí solo. Por ejem-
plo, podía observar en ti una actitud de la que no eras conscien-
te, pero que impedía establecer una relación de empatia con el
niño a quien tratabas. Lo más frecuente era que estuvieras con-
duciéndote de una manera que reflejaba alguna actitud de tus pa-
dres que te había dolido de niño, pero a la que habías tenido que
adaptarte, interiorizándola. Entonces, cuando él hacía hincapié
en eso, tu reacción era de enojo o de ponerte a la defensiva. Mu-
chos participantes en el seminario usaban de manera constructi-
va esa dolorosa confrontación consigo mismos y con sus respec-
tivas infancias. Más de uno comentó que lo que había sacado de
ese seminario y aprendido de Bettelheim había cambiado la
orientación de su vida o había influido profundamente en su ca-
rrera profesional.
Pero no todos los que asistieron al seminario sentían lo mismo.
Yo, debido a mis antecedentes y a mi formación, tiendo a tener un
estilo didáctico mucho menos centrado en la confrontación, y a
brindar en cambio más apoyo del que ofrecía Bettelheim. Él, por el
contrario, era el producto de una rigurosa educación clásica euro-
pea, y había enseñado durante muchos años en la Universidad de
Chicago, que era igualmente famosa por el rigor de sus métodos de
enseñanza. Podía ser muy áspero cuando despojaba a un_estu¿¡,an-
te,.de.lQ,que,,étJÜaraaba «falsos supuestos^reíerentes al psicoanáli-
sis. (Puede ser que en los seminarios que aquí presentamos aparez-
ca en menor medida esa brusquedad, ya que nuestro propósito no
es efectuar un retrato biográfico, sino presentar nuestras ideas con
la mayor claridad posible.) A varios estudiantes les molestaba su ri-
gor y su estilo agresivo, y dejaron de acudir a los seminarios. Des-
de entonces, algunos de ellos han llegado a ser excelentes psicote-
rapeutas. Estoy convencido de que si se hubieran quedado, o si el
estilo didáctico de Bettelheim hubiera sido diferente, ellos habrían
ganado muchísimo y el seminario se habría enriquecido con su par-
ticipación.
Hubo una occisión en que, después de que a un estudiante le hu-
biera parecido especialmente difícil de aceptar la crítica de Bettel-
heim, algunos de los concurrentes le reprocharon su insensibilidad.
24 El arte de lo obvio
En respuesta, y fue la primera y única vez que le oí hacer aquello,
Bettelheim explicó sus razones:
/ —Cuando enseño el pensamiento psicoanalítico, y especial-
í mente en psicoterapia, me esfuerzo por ser duro durante ías prime-
! ras sesiones, para que un promedio del quince al veinte por ciento
1 de los estudiantes dejen la clase. Estoy convencido de que es me-
jor para ellos, y para mí también. Llegar a ser psicoanalista impo-
ne considerables esfuerzos personales, y si uno no puede afrontar-
los, es mejor que no entre en ese campo... La primera exigencia
para convertirse en psicoanalista es someterse a un análisis perso-
. nal. Al hacerlo, uno experimenta muchas veces lo doloroso y per-
! turbador que es el proceso: una experiencia personal absolutamen-
[ te necesaria para que, más adelante, uno sea capaz de sentir empa-
/ tía con el sufrimiento que experimenta el o la paciente cuando está
¡sometido al proceso del psicoanálisis.
»Pero como la mayoría de mis alumnos no se han psicoanaliza-
do, tienen que aprender hasta qué punto la adquisición de diversos
insights* psicoanalíticos puede ser perturbadora para el individuo.
Cuanto antes aprendan que pueden tropezar en su camino con vi-
vencias que los perturben, mejor, de manera que, si esas primeras
pruebas son demasiado para ellos, puedan abandonar el trabajo an-
tes de haber sufrido demasiado daño. Esta es también la razón de
que yo nunca haya enseñado asignaturas obligatorias: quería facili-
tar a mis estudiantes la posibilidad de dejar la clase o el seminario
en el momento que quisieran.
»Y por eso también, antes de acceder a la petición del doctor
Rosenfeld de que diéramos este seminario, insistí en que la asis-
tencia fuera completamente voluntaria, y en que no hubiera ni la
menor consecuencia adversa para ningún estudiante que optara por
no acudir a él, o que después de algunas sesiones decidiera aban-
donarlo.
»Es que, simplemente, el psicoanálisis no es fácil. No fue hecho
para que lo fuera. Freud no esperaba que el psicoanálisis fuera para
todo el mundo. Es algo que sólo sirve para los que quieren hacerlo
y pueden asumir todo lo que el proceso y los insights del psico-
* Término utilizado en psicoanálisis para referirse a la intuición que tiene el paciente
de algunos aspectos de su personalidad. (N. del e.)
Introducción 25
análisis exigen de un individuo. La aceptación del psicoanálisis a
partir de supuestos falsos no es buena ni para el psicoanálisis ni
para la persona. Si alguien no quiere hacerlo, nada lo beneficiará
más que abandonarlo, con la oportunidad simultánea de poder eno-
jarse con alguien, en este caso conmigo. Después de una experien-
cia tal, un estudiante así sostendrá la tesis de que fue mi «mez-
quindad» y no su propia angustia lo que le movió a abandonarlo.
Es mucho mejor que esas personas piensen que tienen razón para
estar enojadas conmigo y no que piensen que no fueron capaces de
asumir el dolor inherente en el psicoanálisis o que consideren que
es un proceso fácil para todo el mundo. Así, en un sentido más pro-
fundo, lo que en la vivencia de ellos es mi «mezquindad» es algo
destinado a protegerlos. Y funciona: ellos se enfadan conmigo, y
yo puedo asumir su enojo sin pensar de ellos nada negativo.
La experiencia en el seminario era muy diferente si compren-
días que, cuando te presentabas, las preguntas de Bettelheim, esta-
ban destinadas; a. hacerte.pensar en ajgo, i i ^
pudieras ..descubrirlo por ti .oiismo, tomando conciencia de una ac-
titud que te restaba eficacia como terapeuta. Entonces tu experien-
cia te provocaba ansiedad y además era productiva. Si te esforza-
bas por comprender lo que él te estaba mostrando de ti mismo, te
dabas cuenta de que la intensidad de tu reacción confirmaba que él
había tocado algo importante, y entonces te esforzabas más. Re-
cuerdo haberle oído decir: «Yo no puedo enseñaros a hacer psico-
terapia. Eso, sólo vosotros podéis hacerlo. Yo sólo puedo -enseña-
ros la,manera.de,pensar ejiJapsicQtejrapia».
<<E]j5SÍ.coanálisis..,es,,e].,.artewde lo obvio», solía decir el doctor B.,
y a medida que te abrías paso entre los problemas de un caso de-
terminado, cuando te despojabas de las anteojeras que habías usa-
do desde niño, y que te impedían ver lo que habría sido claro para
ti de niño, llegabas a captar lo que él estaba diciendo. Y pronto ol-
vidabas que hubiera una época en que no lo veías. El insighi pare-
cía tan claro, tan tuyo, como algo que hubieras visto y sabido des-
de siempre, ¿verdad?
Como el buen psicoanalista que te ayuda a hacer descubrimien-
tos por tu cuenta, Bettelheim conseguía que los insights fueran tuyos.
—El.autodescubnmiento,es tremendamente valioso para la.per-
sona que se descubre a sí misma —dijo en un seminario—. Que al-
26 El arle de lo obvio
guien lo descubra a uno jamás le ha servido de nada a nadie. Ya sa-
bréis que exisle el dicho de que cuando Colón descubrió América,
los indios dijeron: «^UjjTToj^^iüSjjiojjlesciihrj,^^"»- Y vaya si lo
estaban. Por eso Ja ^ situación psicoanalítica ,tue,..ai:eada-,parcupjx3jpo-
ver_e]__dssiaj£nm|enl o_ (Je_s_hmsmp.
Con el tiempo, se nos hizo difícil saber dónde se acababan las
ideas de Bettelheim y dónde empezaban las de cada uno. De hecho,
inleractuar con Bettelheim cambiaba tu manera de ver el mundo y
de pensar en la gente. Para algunos, su profunda influencia fue una
fuente de resentimiento, que hacía que resultara más fácil centrar-
se en los puntos difíciles de su personalidad que admitir una deuda
que parecía humillante. Cuando escribí algunos artículos en los que
usaba ideassuyas que yo había incorporado a mi manera de enten-
, der y de ver las cosas, le pregunté si quería que las reconociera
como tales. Su respuesta fue que él no había hecho más que com-
i partir ideas conmigo, y que las ideas pertenecían a todos. Jamás le
vi adoptar ninguna otra posición.
Era un experto que hablaba desde el sentido común y desde el
no común, y cuyos insights e ideas fueron de utilidad en mi traba-
jo clínico y en mi vida personal. Con él podía hablar de un proble-
ma teórico, de cómo elegir una niñera o de por qué mi hija había
andado antes de hablar. A veces, con sólo hacerme desplazar mi vi-
sión de alguna paradoja aparentemente insoluble en apenas uno o
dos grados del punto donde yo tenía puesto el foco, me mostraba
un estrecho corredor a través del cual se podía ver claramente el
otro lado. Muchos de los que trabajamos con él a lo largo de los
años tuvimos esa experiencia, que denominábamos su «genio».
Pero a esta especie de alabanza, él respondía con algo así como:
I —Tú me diste toda la información. Tú también lo sabías, pero
/hablabas con tanta rapidez que no te escuchaste a ti mismo.
Aunque había trabajado mucho y estaba orgulloso de haber al-
canzado la fama, se daba cuenta de que aquello tenía una impor-
tancia relativa, especialmente mientras su esposa aún vivía.
f~ —Seguro que es agradable que reconozcan tu trabajo y que te
/citen. Pero, en otro sentido, eso no significa nada. A la gente que
I realmente le interesa y a la que tienes la esperanza de interesarle no
1 le importa un rábano lo que escribes. Se forman sus opiniones por
] la manera en que los tratas. Y andar dando charlas por ahí aleja a
Introducción 27
yo de mi casa y de mi mujer. De modo que es una
, ya lo ves. Mjjiejii.rxi£S4Ke.d«¿;o^^^^
on viejo como y
mezcla de lodo, ya
me queda,..
La vida de Bruno Bettelheim había pasado por muchas peripe-
cias antes de su llegada a California. Nacido en Viena en 1903, era
hijo de una familia judía pudiente y asimilada. Esludió historia del
arte y estética en la Universidad de Viena, y a los veintitrés años,
cuando murió su padre, se hizo cargo del aserradero de su familia.
Pero nunca se sintió hombre de negocios, y soñaba con una vida de-
dicada al estudio. Se vinculó al movimiento psicoanalílico cuando
éste era aún una especie de actividad de vanguardia y, aunque si-
guió siendo hombre de negocios en Viena, inició su análisis personal
con Richard Sterba. Gina Weinmann, su primera mujer, participó en
los primeros intentos experimentales de análisis de niños de Anna
Freud, aceptando a un niño profundamente perturbado que ésta ha-
bía enviado al hogar de los Bettelheim para que conviviera con ellos.
Aquella Cue la primera experiencia de Bettelheim con un niño autis-
ta, aunque al síndrome no se le había designado aún nombre.
El propio Bettelheim se consideraba miembro de la «tercera ge-
neración» de psicoanalistas. Era ocho años menor que Anna Freud,
con quien contactó a través de su mujer, y conoció a muchos otros
relacionados directamente con la evolución más o menos temprana
del psicoanálisis, y especialmente con el psicoanálisis de niños.
En uno de los seminarios de Stanford, un participante cuestionó
a Bettelheim la gran importancia que éste asignaba a las enseñan-
zas de Freud:
—Los investigadores a quienes usted critica por descuidar la
vivencia subjetiva y el significado del comportamiento tienen, por
lo menos, datos válidos que yo puedo evaluar y reproducir experi-
mentalmente. Ese es el problema del psicoanálisis: parece que se
haya convertido en una rama de la religión que depende de las per-
cepciones de sus auténticos creyentes.
—El hecho de que el psicoanálisis no haya sido validado empí-
ricamente no lo convierte en una religión —respondió Beltel-
heim—. Fíjese que yo no tengo nada en contra de la religión como
tal. Siempre pregunto cuál es el precio de esa religión, y cuáles sus
beneficios. Si tengo que pasarme una eternidad en el infierno, el
2H El arte de lo obvio
precio de creer en la salvación parece demasiado alto, por no ha-
blar de que debo sacrificar la única vida que tengo por la esperan-
za de la salvación.
»He pasado por demasiadas religiones que resultaron falsas.
Cuando era niño e iba a la escuela, la indivisibilidad del átomo era
la religión predominante en la ciencia, un absoluto con el cual se
podía contar. Ahora, los físicos han descubierto más partículas sub-
atómicas de las que nadie pueda imaginarse —hizo una pausa y se
quedó pensativo—. Quizás estábamos mejor cuando el átomo era
indivisible...
»Persona!mente, mi compromiso con el psicoanálisis se debe a
que me ofrece la imagen del hombre más aceptable y más útil y,
además, métodos para ayudar a la gente. Pero al hablar de «méto-
dos para ayudar a la gente» no me refiero necesariamente al análi-
sis. Ciertamente no se puede analizar a los niños pequeños, porque
a esa edad tienen poca capacidad de introspección.
yo^
qiie_yjve. Y, por Dios, qj¿e^a,,jp.^ mñjpi>_y.aJes_cjLjesta_bas.tant.eüJegar
a tener un yo. Esperar que ademásJe> escindan es unajidiculez En-
tonces, [o quejiacemos es piopoicionailes vivencias que esperamos
sean consüuctivas, y que se basan en nuestio entendí mienlQ-psico-
»Si el análisis de niños no hubiera sido un invento de su hija,
Sigmund Freud jamás lo habría aceptado. Exige demasiados pará-
metros. La propia Anna Freud decía que jamás trataría a un niño
cuyos padres, o por lo menos cuya madre, no estuvieran analiza-
dos. Esto es exactamente contrario al método desarrollado por su
padre. En el psicoanálisis de adultos, el resto de la familia queda
totalmente fuera de la experiencia. Pero eji_ejl_análisis_d,e_ninos, uno
Ü£ne-.que-4rianipular--©l---a.mbient.eTp9r..lo.-menos..en.parte. Proporcio-
namos a los niños escuelas especiales..., intentamos conseguir me-
jores condiciones de vida, y por cierto que esto no es introspección.
Pero son cosas que se basan en una comprensión psicoanalítica del
hombre y de sus necesidades.
Pese a su compromiso con el psicoanálisis, Bettelheim conside-
raba positivo que el pensamiento del propio Freud hubiera evolu-
cionado y cambiado en el curso de su larga trayectoria:
Introducción 29
—Uno no puede escribir más de veinte volúmenes y seguir
siendo la misma persona a pesar del tiempo y de esa experiencia.
Si leen ustedes la última obra acabada de Freud, Moisés y la reli-
gión monoteísta, que es una fantasía... una fantasía gloriosa, pero
una fantasía, se encontrarán con un Freud totalmente diferente del
autor del séptimo capítulo de La interpretación de los sueños.
Bettelheim anticipó también que el psicoanálisis cambiaría des-
pués de la muerte de Anna Freud, en 1982.
—Por más que el tratamiento psicoanalfrico haya sufrido, y creo
que seguirá sufriendo, un cambio continuo, lo que se mantendrá
pese a todos los cambios es una imagen del hombre, particular-
mente de la importancia de lo inconsciente y de algunos hechos ta-
les como la represión y los demás mecanismos de defensa. Todo
esto añade a nuestra imagen del hombre una dimensión a la que no
teníamos acceso antes de Freud, una imagen basada estrictamente
en la introspección.
Bettelheim tenía sus propias ideas sobre el contraste entre el
psicoanálisis y los métodos que apuntaban a cambiar el comporta-
miento de la gente sin entender su vida interior.
—El conductismo sostiene que lo esencial del hombre es fácil
de cambiar, que se puede hacer funcionar al hombre con tanta efi-
ciencia como a una máquina bien engrasada —decía—-. En con-
traste, aunque Freud creía que algunos aspectos del hombre se po-
dían cambiar un poco, otros eran intratables porque se generaban
en la propia naturaleza humana...
»E1 psicoanálisis se centra_enja_vida intenor__de_ujia_p.ensj3naJLj;n
los...deseos, las,,fan,tasias, CQnüi.cLQ>^y~cx)BlradKc.ianesj_nherentes a
la personalidad. Elpsi.coanálisis-procura distinguir..en.tre loque^son
consecuencias jde.núes tr.a&.exp£ri^ ncias....vi.ta!6.s..y.,I.Q..que.,SQ.a.,aspec-
tos inevilables,.,d.e...nuestra,nat.ur.alez.a. Pero p_ara j;ntende.rja_v.i.daj.n-
tejJD]Lde_¿in_nidL^ los
sentimientos,humanos,Jinal-uso-del-«amor».
»Lo que estoy diciendo es algo inquietante para los que creen
en la infinita perfectibilidad del hombre. ELamQLJn.Qluye-nuestras
tendencias destructivas,. que,están,»ü:abadas. en una batalla constan-
te con nuestros impulsos, vitales...[o .constructivos!. Freud concep-
tual izó esta tensión presentándola como el conflicto entre Tánatos
y Eros.
M) El arle de lo alivia
De 1938 a 1939, Beítelheim esluvo prisionero en dos campos
de concentración, Dachau y Buchenwald. Los recuerdos de aquel
año lo acosaron durante el resto de su vida. Me conló que con fre-
cuencia lenía pesadillas referenles a aquello. Sin embargo, incor-
poró sus observaciones y vivencias de entonces a su comprensión
de las personas. A partir de todo ello, organizó una práctica y una
carrera notables.
Una vez. estábamos hablando de cómo sobrevive uno a los ri-
gurosos malos tratos. Yo estaba indagando ese fenómeno psicoló-
gico en una novela sobre el dolor y la recuperación que por enton-
ces estaba escribiendo. Bettelheim comentó:
—Hasta cierto punto se puede resistir. Pero si uno se deja aba-
tir psicológica, económica y moral mente, ya no puede creer en su
propia capacidad de resistir o de escapar... Incluso una prisión es un
lugar diferente si uno se dice: «Aquí estoy y no puedo salir» o si
se pasa el día en prisión planeando la forma de escaparse... Es una
actitud jj^lgriox Cada ocasión en que podrías hacer algo y no lo ha-
ces* es para ti una demostración de que no puedes hacerlo. Cada
oportunidad que usas, aunque no tengas éxito, podría darte la es-
peranza de que la próxima vez lo tendrás.
La familia neoyorquina cuyo hijo autista había vivido en el ho-
gar de los Bettelheim en Viena tenía buenas conexiones políticas.
En 1939 fueron ellos quienes persuadieron al gobernador Lehman
de Nueva York y a Eleanor Roosevelt de que intercedieran ante los
nazis por la liberación de Bruno Bettelheim.
Finalmente, Bettelheim llegó a los Estados Unidos casi en la
indigencia. Tal como me contó, él y su primera mujer se habían di-
vorciado poco después. Escribió a Trude Weinfeld, que tras haber
trabajado en la escuela de Anna Freud había escapado a Australia,
y ella se reunió con él en Chicago, donde se casaron. Bettelheim
enseñaba en un college para niñas en Rockford, Illinois. Además,
participó durante 8 años en un estudio de evaluación de la educa-
ción artística financiado por la Fundación Rockefeller en la Uni-
versidad de Chicago. En 1944 los administradores de la Univer-
sidad le ofrecieron hacerse cargo de la dirección de la Escuela
Ortogénica Sonia Shankman, una escuela para niños gravemente
perturbados y psicóticos. Allí enseñó psicoterapia psicoanalítica al
personal de la escuela y, al principio en colaboración con Emmy
Introducción Jl
Sylvesler, introdujo y reelaboró la <,ite.rapiiu.imbie,ntal>>, el método
que consideraba más productivo para el tratamiento de los niños,
sumamente perturbados, de aquella escuela. Esta forma de terapia
exige que se considere que todas las facetas de la vida del niño
ym^
j^ i ,gne¿ j^ — son aspectos del proceso
de curación. Así fue como Bettelheim colaboró con amas de casa,
asesores y maestros, y se ocupó personalmente hasta de los últi-
mos detalles del funcionamiento diario de la escuela, de su dise-
ño y de sus instalaciones. Habitualmente, se pasaba entre dieci-
séis y dieciocho horas diarias en la escuela, asegurándose de que
todo funcionara como era debido.
La Escuela Ortogénica se hizo famosa por su labor terapéutica
con el reducido porcentaje de estudiantes que eran auristas; pero la
mayoría de los niños tenían otros tipos de perturbaciones graves,
y muchos también se beneficiaron del tratamiento recibido. La ex-
periencia de Bettelheim provenía del tratamiento de muchos tipos
diferentes de niños, pero sus escritos más conocidos se referían ai
tratamiento de niños psicóticos, sumamente perturbados. Sin em-
bargo, sus ideas son directamente aplicables a la comprensión y el
tratamiento de niños gravemente maltratados y desatendidos, que
en la actualidad interesan a muchos médicos, entre los que me in-
cluyo.
En los años que siguieron a su llegada a los Estados Unidos,
Bettelheim trabajó como educador y como terapeuta. Por medio de
conferencias, libros y artículos se dio a conocer internacionalmen-
te por sus aportaciones a nuestra comprensión psicoanalítica de ni-
ños con perturbaciones graves, de la experiencia de los campos de
concentración y del Holocausto, y también de la creatividad artís-
tica. Sus publicaciones se dirigieron tanto a un público de profe-
sionales como de legos; su sabiduría y su humanidad le ganaron un
amplio aprecio. A través de sus enseñanzas y de sus escritos, el
doctor B. conmovió e inspiró a muchos estudiantes, colegas y lec-
tores. Sus puntos de vista tenían fuerza por su claridad, su.carácter
generalmente inequívoco y con frecuencia estimulante. No era aje-
no a la crítica y a menudo se enzarzaba en acaloradas controversias
sobre la causa del autismo, sobre si la familia de Anna Frank no
podría haber pasado más constructivamente el tiempo que estuvie-
32 El arle de lo obvio
ron escondidos si se hubieran dedicado a planear una fuga, o sobre
el movimiento de oposición a la guerra de Vietnam. Incluso cuan-
do alguien discrepaba vehementemente de él, como le sucedía a
mucha gente, su punto de vista estaba tan bien meditado y era tan
convincente que lo llevaba a uno a reflexionar con más profundi-
dad. AI discutir con él, se llegaba a entender más cabalmente la
propia posición.
Cuando el doctor Bettelheim se retiró finalmente a los setenta
años, lenía el corazón debilitado y sufría problemas circulatorios.
Necesitaba vivir en un lugar con un clima más benigno que Chi-
cago, y con menos peligros de los que presentan en invierno sus
calles heladas. Algunos amigos vieneses de los Bettelheim se ha-
bían retirado al área de la bahía de San Francisco, donde los Bet-
telheim habían pasado un año fructífero a comienzos de la década
de los setenta, cuando él era profesor invitado en el Centro de Es-
tudios Avanzados de las Ciencias de la Conducta, en Stanford. Así
fue como en 1973 se trasladaron a California, donde Bettelheim
llegó a ser profesor visitante en la Universidad de Stanford, con la
esperanza de enseñar allí de la manera que él acostumbraba ha-
cerlo.
En los diecisiete años que siguieron a su retiro publicó nume-
rosos ensayos y libros, entre ellos Psicoanálisis de los cuentos de
hadas, que ganó el National Book Award, Aprender a leer, en co-
laboración con Karen Zelan, Freud y el alma humana, No hay pa-
dres perfectos y El peso de una vida. La Viena de Freud y otros
ensayos*
En una ocasión en que estaba hablando de un paciente en psi-
coanálisis, Bettelheim dijo:
—Después de todo, para_eso_se_necesita un analista, paralarle
aJ^2-?i-..9J?rai?_ <?.£ M££Ll9,,9.ysJJ£R.?JJlíSd2..d.Lhacer solo.
Cuando le dije que el analista que estaba describiendo se pare-
cía al Mago de Oz, se mostró de acuerdo:
—En todo ese cuento, mi personaje favorito es el León Cobar-
de. Y fíjese que yo también soy cobarde, y eso siempre me ha ser-
vido de mucho.
* La edición castellana de lodos ellos ha sido publicada por Crítica en 1990", 1989,
1983, 1989' y 1991, respectivamente. (N. del e.)
Introducción 33
Le señalé que su reputación era muy diferente.
—Bueno —replicó francamente Belleiheim—, si eres un león
cobarde, tienes que rugir con fuerza.
En su vida, me confió, era Trude, su mujer, a quien era profun-
damente leal, quien le había dado el valor necesario para el inten-
to de triunfar en Estados Unidos.
Desde la cincuentena, Bettelheim no gozaba de buena salud;Trude era unos nueve años menor que él, de modo que siempre ha-
bían esperado que él muriese primero y de acuerdo con ello habían
hecho sus planes. Él no volvió a ser el mismo después de que su
mujer muriera, en octubre de 1984, tras una prolongada lucha con-
tra el cáncer. No mucho después, Bettelheim se trasladó a Santa
Mónica, en California.
A pesar de su profunda depresión, y del sentimiento de soledad
que lo invadió al estar sin ella, Bettelheim se comportó con entere-
za, viviendo y trabajando con ánimo creativo. Después, en 1988,
sufrió el primero de los dos ataques que hicieron que le resultara
difícil escribir, y más difíciles aún las minucias de la vida cotidia-
na. Durante los dos últimos años de su vida, desde 1988 hasta
1990, todos los que le conocieron bien pueden dar testimonio de
que Bruno Bettelheim era un hombre profundamente deprimido y
exhausto. Tenía un problema de esófago a causa del cual le costa-
ba mucho tragar, de modo que no podía comer más que purés. Tras
haber adelgazado considerablemente, y pese a su avanzada edad,
accedió a someterse a una intervención quirúrgica, cuyo resultado
fue satisfactorio y gracias a la cual se sintió mejor al poder disfru-
tar de nuevo de una dieta más variada. Pero le acosaba el miedo,
que persigue a muchas personas mayores que han sido fuertes e in-
dependientes, de que un nuevo ataque lo dejara inválido.
Cada vez que yo volaba a California a visitarlo lo encontraba
más debilitado. Tenía la sensación de que el cuerpo lo había aban-
donado por completo, pero añadía que «desdichadamente, la men-
te se ha quedado atrás». Había adelgazado y necesitaba un bastón
para caminar. Cada vez que lo visitaba, nuestros paseos eran más
cortos y más lentos, por más que él hiciera un gran esfuerzo. Pró-
ximo ya al fin, no podía conducir. Sólo podía escribir con gran es-
fuerzo, y su letra, antes suelta y fluida, con amplias curvas, se vol-
vió pequeña y tensa. Necesitaba constantemente alguien que le
34 til arle de lo obvio
ayudara, incluso para bañarse, una situación difícil para aquel hom-
bre orgulloso, formal, tímido y muy celoso de su intimidad. La sen-
sación de desvalimiento era una aírenla muy especial para el senti-
mienlo de dignidad, integridad, autonomía e independencia que él
lanío valoraba. Ya próximo al fin, me dijo en una ocasión: «Táña-
los me ha ganado. Ya no lengo interés en la vida».
Mucha genle ha dicho que leer lo que escribió Bellelheim sobre
la supervivencia en condiciones extremas fue para ellos un apoyo
emocional en sus momentos más sombríos. Quizá por eso muchos,
entre ellos algunos pacientes a quienes él había tratado de animar
para que sobrevivieran, se sintieron traicionados cuando se quitó la
vida en marzo de 1990.
Pero renunciar no fue para él rápido ni fácil. Beílelheim perdió
el deseo de vivir cuando murió su mujer, y ese sentimiento se fue
intensificando y haciéndose más insistente a partir de marzo de
1988, cuando luvo el primer ataque. Sin embargo, en los dos años
siguientes probó todos los remedios que le recomendaron los neu-
rólogos y los psiquíatras, entre ellos la rehabililación física, la rea-
nudación del psicoanálisis, y recurrió también a anlidepresivos, es-
timulantes, medicación para combatir el pánico y otros fármacos
diversos. Trató de incrementar su actividad didáctica. Sus amigos,
antiguos y nuevos, jamás lo abandonaron. Cuando yo lo visité en
Washington, algunas semanas antes de su mueríe, el teléfono sona-
ba por lo menos cada media hora. Pero en su desolación, él insis-
tía en que nunca lo llamaba nadie. Cuando le señalé la contradic-
ción, admitió que yo estaba en lo cierto, pero insistió en que él se
sentía abandonado. No puedo menos que preguntarme si los ata-
ques no habrían causado también algún deterioro neurológico peri-
férico que le afectaba el recuerdo de las cosas recientes.
A los ochenta y seis años, Betteiheim sabía que no le quedaban
otros diez años por delante para vivirlos bien. Sus únicos interro-
gantes eran cuánto le quedaba de vida, si antes tendría que padecer
más debilidades humillantes y si debía tomar él mismo las riendas
de las cosas. Su modelo fue Sigmund Freud, cuando con óchenla y
tres años, y sufriendo inlolerablemente a causa de una batalla con-
Ira el cáncer que se remontaba ya a dieciséis años, hizo que su mé-
dico, Max Schur, le diera una sobredosis de morfina. Pero los vie-
neses de la época de Freud veían el suicidio de manera muy dis-
tntroclucción .í5
tinta a la de los contemporáneos de Betlelheim. (De hecho, uno o
dos años antes de que Betteiheim pusiera término a su vida, su úni-
ca hermana se suicidó en Nueva York.) En sus dos últimos años,
Betlelheim pidió en repetidas ocasiones a sus amigos médicos que
le asegurasen que si se encontraba totalmente incapacitado incluso
para suicidarse, le ayudarían a terminar con sus sufrimientos con
una inyección de morfina. Si alguien se lo prometía, solía decir, se
dejaría de hablar de suicidio. Pero, lamentablemente, nadie podía
asumir el riesgo de ayudarle. Cuando decidió que el suicidio era su
única solución, quiso que su acto fuera privado e intentó disponer
un viaje a Holanda, donde, según me dijo, el suicidio se tolera aun-
que no sea legal. No quería ninguna clase de espectáculo público;
sabía que aunque algunos pudieran verlo como un símbolo, él era
una persona real que estaba viviendo una agonía cotidiana.
Supongo que cada uno tiene que decidir por sí solo si tiene de-
recho a escoger una opción como ésta. Betteiheim consultó a la
Hemlock Society [Asociación Cicuta] y siguió al pie de la letra sus
consejos. Bruno Betteiheim siempre tuvo gran respeto por el con-
sejo de los expertos.
Durante la elaboración de este libro se ha publicado cierta canti-
dad de material, sumamente crítico, centrado en la personalidad,
compleja, perfeccionista y exigente, de Bruno Betteiheim. Bettei-
heim tuvo una carrera larga y distinguida, nunca temió pronunciarse
sobre muchos temas controvertidos, y se ganó una merecida reputa-
ción de agudeza mental y de disposición a participar en el combate
intelectual. Su objetivo era entender con claridad y en profundidad,
no ser el más apreciado.
Como ya hemos señalado, Betteiheim podía ser cáustico; esto
todos los que le conocieron pudieron sentirlo personalmente en un
momento u otro. Además, era un hombre que provocaba reacciones
contradictorias en quienes lo conocían, de modo que no hay que
sorprenderse de que de él se hayan dicho cosas de intenso tono crí-
tico, tanto cuando vivía como después de su muerte. Lo sorpren-
dente es que los artículos difamatorios que se escribieron sobre él,
fueran ciertos o no, sólo aparecieran y alcanzaran amplia difusión
después de su muerte. Mi amistad con él se inició después de su re-
tiro, de manera que nada puedo decir de lo que se cuenta sobre lo
El arle de lo obvio
que Betlelheim hizo o dejó de hacer en la Escuela Ortogénica. En
agosto de 1990, cuatro meses después de su muerte, me llamó una
reportera de una impórtame revista estadounidense para pedirme
información sobre las acusaciones contra el doctor Bettelheim. Le
pregunté por qué esos ataques sólo empezaban a aparecer cuando
él ya no podía defenderse ni explicarse y, con cierta renuencia, me
contestó: «Porque un heredero no puede demandar por calumnias».
Muchos estudiantes a quienes llamé para decirles que este li-
bro estaba casi terminado me expresaron su profunda gratitud ha-
cia el doctor B. Uno dijo que se había hecho psicoanalista porque
sus experiencias en el seminario le habían abierto los ojos a la
vida interior del hombre. «No se olvide de decir lo ciego que yo
estaba —me dijo otro—. Fue necesario que el doctor B. me lo de-
mostrara.»
El doctor Bettelheim era una llama que durante su vida encen-
dió muchas otras; a algunas las conocía, otras lo conocieron a él al
leer sus escritos. Estas vidas cambiaron, permanentemente y parabien, porque tuvieron la buena suerte de entrar en contacto con
Bruno Bettelheim y con su mentalidad, asombrosamente clara y
perceptiva. En cuanto a mí, con toda la tristeza que lleva decir por
última vez adiós a un amigo, colega y mentor muy querido, quisie-
ra rendirle tributo con estas palabras, atribuidas a Sigmund Freud:
«La voz de la razón es suave, pero insistente».
ALVIN A ROSENFELD, doctor en medicina
El primer encuentro
e podría pensar que iniciar la primera sesión de psicoterapia
v3 con un paciente nuevo debería ser algo simple. Uno dice hola
y ya está. Pero la primera sesión es mucho más: es un momento crí-
tico que puede determinar el curso de años de terapia. Por eso, en
nuestra serie de seminarios, Bruno Bettelheim y yo dedicamos por
lo menos una sesión por año a estudiar cómo saludar a un pacien-
te nuevo. <<HJinaJ^stáje_njJ_ci3jaieiiZQ>>, solía decir el doctor Bet-
telheim, aludiendo a que la manera en que uno entra en relación
con un paciente dispone el escenario para mucho de lo que le se-
guirá, quizás incluso para el resultado final.
Bettelheim comparaba la forma en que Sigmund Freud estable-
cía una atmósfera adecuada para las sesiones psicoanalíticas con el
diseño, brillantemente realizado, del montaje escenográfico de una
obra, hecho de tal modo que transmita un vivido sentimiento de lo
que es el drama que se está a punto de representar. En el escenario
psicoanalítico de Freud, el accesorio más importante es un diván.
Éste, antes de que se pronuncie siquiera una palabra, transmite im-
portantes mensajes subliminales al paciente. El diván indica que
paciente y analista están al comienzo de una relación que difiere de
todas las demás. Al.pedir...al.paciente.que se recostara, Freud le,es-
taba sugiriendo que la relajación,era deseable, y, le daba a entender,
que la regresión, tan mal vista en otros.ámbitosdeja vida,,.era bus-...
cada y aceptada. Además, como generalmente cuando soñamos es-
Támos acostados en la cama, la presencia del diván indica la im-
portancia de los sueños en el marco del análisis.
38 El arle de lo obvio
AI poner al analista en una silla detrás del paciente, Freud si-
tuaba a este último en e! centro del escenario. El analista, sentado
detrás de él, se concentrará en lo que le digan las palabras del pa-
ciente y en lo que sus acciones revelen.
La puesta en escena de nuestro seminario no estaba en modo al-
guno tan cuidadosamente orquestada. Todos los martes a las 13.30
nos reuníamos en torno a la pulida mesa de la sala de conferencias
del Hospital de Niños, en el departamento de pacientes psiquiátri-
cos externos de Stanford. El doctor Bettelheim ocupaba la cabece-
ra de la mesa y yo me sentaba a su izquierda. Uno de esos martes,
en el verano de 1983, Bettelheim se presentó a sí mismo a dos es-
tudiantes que venían por primera vez al seminario, Renee Kurtz,
estudiante adelantada de asistencia social, y Jason Winn, un nuevo
residente en psiquiatría infantil. Los demás eran los miembros «ha-
bituales» del seminario. Michael Simpson era un psiquiatra de ni-
ños que había terminado su formación y se dedicaba ahora a la
práctica privada no lejos de allí, en Menlo Park. Hacía años que ve-
nía al seminario con toda la frecuencia que le permitía la densidad
de su horario profesional. Gina Andretti, psicóloga de niños, de
Milán, estaba haciendo dos años de formación especializada en
Stanford, y Bill Sanberg, un psicólogo clínico que trabajaba gene-
ralmente con adultos, hacía algo más de un año que acudía al se-
minario. Había crecido en un suburbio de Washington, se había
doctorado en una famosa universidad del Sur y había tenido una
beca de posgraduado en uno de los programas de Stanford. Sandy
Salauri, asistente social en el departamento de psiquiatría de la clí-
nica de pacientes externos de la Universidad de Stanford, asistía al
seminario desde hacía algo más de seis meses.
A Bettelheim se lo conocía como maestro exigente y estimu-
lante. Cuando recorría la mesa con los ojos, había veces en que los
estudiantes desviaban la vista para que no los llamara y les pre-
guntara si no tenían algún caso para presentar. Ese día, sin embar-
go, me sorprendió ver que, en su primera sesión del seminario, Re-
nee parecía ansiosa de que Bettelheim se fijara en ella.
Renee había crecido en Los Ángeles y luego se había mudado
al norte para ir a la universidad y a la escuela de asistentes socia-
les en Berkeley. Aunque exteriormente respetuosa, tenía chispa, es-
El primer encuentro 39
píritu inquisitivo y agudeza intelectual. Esperó un poco antes de
hablar.
—Realmente, necesito ayuda. Mañana he de enfrentarme a mi
primer caso infantil. Quiero entenderlo mejor antes de verlo, pero
no tengo más que unos pocos datos en su ficha. Tiene siete años,
se llama Simeón y le da por encender fuegos.
—Estoy pensando si ya no sabe demasiado —intervino el doc-
tor Bettelheim—. Habj^jjsted com^si la ticha del niño contuviera
«hechos», pero tendría que considerar todas esas anotaciones como
rumores. ---.-..-»,,,-,«.,-,-
—Pero es que no son rumores —protestó Renee—. La ficha la
prepararon médicos con experiencia.
—Y estoy seguro de que prepararon lo que para ellos era una
información precisa —dijo Bettelheim—. Sin embargo, lo único
que eso le dice es cómo interpretaron ellos las palabras y las ac-
ciones del niño, lo que destacaron y lo que omitieron. Pero para us-
ted esas observaciones son un estorbo.
Como Renee parecía insegura, me extendí sobre lo que señala-
ba Bettelheim:
—La ficha muestra los detalles sobre los cuales otras personas
querían llamar su atención. Y como ellos son gente inteligente y
experimentada, y usted quiere aprender, en última instancia se be-
neficiará de lo que ellos vieron. Pero no es este el mejor momen-
to. En su. primer encuentro con el paciente, usted percibirá mucho
más de loque puede registrar conscientemente. ¿Qué. aspecto tie-
ne el niño? ¿Cómo va vestido? ¿Parece que él mismo hubiera ele-
gido la ropa? ¿Cómo camina? ¿Ha. lleyado^consigo algún-juguete?
En caso afirmativo,, ¿qué. es? ¿De qué manera lo sostiene o cómo
juega con él? ¿Juega con los.j.ugueles que usted tiene en el área de
jjaego o se limita a mirarlos? ¿Está interactuando con los padres, |
que están en la sala de espera, o juega él solo en un rincón? ¿La i
mira cuando usted se presenta? ¿Qué da la impresión de interesar- j
le, en usted o en la sala de juegos? Después de todo, la gente pue- I
de guardar silencio de tantas maneras como puede hablar abierta- \
mente. A partir de todos esos primeros contactos iniciales y ob- ¡
servaciones subliminales, con su propio sentido de lo que es la si- |
tuación, usted escogerá en qué ha de concentrarse en su primer en- J
cuentro con él.
40 El arte de lo obvio
»Lo que sepa anticipadamente de una persona influye sobre las
cosas que usted observa y ante las cuales reacciona. Cuando uno es
un terapeuta principiante y está nervioso por su primera entrevista,
es probable que, de entre todas sus percepciones, escoja aquellas
que ya han impresionado a sus maestros. Pero como estará buscan-
do confirmar lo que ya observaron sus modelos de rol, es probable
que pase por alto detalles muy importantes en los que nadie se ha
fijado aún.
Renee parecía perpleja.
—¿Por qué no puedo estar atenta a mis percepciones, pero tam-
bién leer la ficha para que me ayude a ver más?
—Sí que puede —respondí—, pero todavía no. Los_detalles_gue
ver4.mañaiia_son_ úmcos, porque resultan de lo que usted provoca
,en el paciente, en parte de la forma en que él decide presentarse
Uinte esa terapeuta que es usted, ese día, y en parte de la reacción
de él ante usted, como persona y como terapeuta. Si lee la ficha,
puede caer en la tentación de buscar lo que observaron los demás.
Entonces, el nuevo paciente no se encontrará con una Renee Kurtz
¿njcjL^iiuténtica, que reacciona espontáneamente ante lo que le
in]presiona,._sinoque verá a una mujer que trata,de ser una buena
estudiante.a los ojosde sus maestros. Desde el principio, usted ha-
brá introducido uademento artificial en lo que tiene que ser una
relación, intensamente personal... y eso crea un estrés que"'los; dos
percibirán.
»Además, como la mayoría de. .las.ni ños de su edad,..es..proba-
ble que él crea.que..todos los adultos están..confabulados,. Y sabe
que si lo llevan al hospital es porque, supuestamente, le dio por en-
cender un fuego. Entonces, en la primera sesión con usted, lo que
espera en el mejor de los casos es que lo juzgue. Y en el peor, es
probable que vea su primera sesión como parte del castigo con que
lo han amenazado sus padres y la escuela.
»Pero si siente que usted no tiene ningún conocimiento previo
de él, hay~üñ"á"~remota piobabihdad de que ciea que ambos están
iniciando un viaje de descubrimieiito^reQÍproco. Y por ¡o menos'en
lo que se" refiere á quién es él y por qué hace lo que hace, él es una
autoridad en no menor medida que usted, y cuenta con muchos más
hechos pertinentes. Percibjrág£e usted estájilerta, pej^cgjLcurio-
s j d a ¿ ^ h j J [ d d d á ^é^circunstancias, frecuente-
El primer encuentro 41
mentede manera positiva. Y eso dará a la psicoterapia la probabi-
lidad de un comienzo más fructífero.
—Cuando yo estaba en la Escuela Ortogénica —dijo el doctor
Bettelheim— era frecuente que nos describieran a un paciente en
potencia como «un monstruo, incontrolable y peligroso». En cam-
bio, cuando finalmente me encontraba frente al «monstruo», resul-
taba ser un niño aterrorizado. Pero, a pesar de haberlo experimen-
tado con tanta frecuencia, cada vez que aquello sucedía no podía
dejar por completo de preguntarme cuándo y cómo estallaría aquel
niño. Y estoy seguro de que, de alguna manera, él lo percibía. Y si
eso era válido para mí, que había realizado centenares de entrevis-
tas así, debe serlo incluso más para un principiante.
»Y también hay otro factor en juego. Yo me doy buena cuenta
de que todos sentimos ansiedad cuando empezamos.con un pacien-
te nuevo. Pero, debido a la información que tenemos, nuestra an-
siedad está mucho más controlada que...¡a del paciente, y éste no es
insensible a ese desequilibrio. Y no sólo eso, sino que nosotros sa-
bemos, y él sabe que sabemos algo de él, pero él no sabe qué es ese
algo. Y, personalmente, él no sabe_nad^,demnpsgti;os..Ese desequili-
brio deforma la relación,,
«Incluso el más experimentado de los psicoanalistas tiene un
problema con esta cuestión de la superioridad —prosiguió el doc-
tor Bettelheim—. Aunque no puedo demostrarlo, sospecho que par-
te de la regla tradicional del silencio, o del relativo silencio, se ori-
ginó realmente en el hecho de que algunos dejos primeros analis-
tas se dieron cuenta de lojüfíaL£iue_.es_uQ»actim
cuando nuestra formación y nuestros conocimientos nos tientan a
sentirnos superiores. Pero esta actitud es lo más destructivo que
hay para el paciente.
—Bueno, pero mi problema no es la superioridad, sino la inex-
periencia —replicó Renee—. Estoy segura de que, por el hecho de
ser principiante, me perderé totalmente la importancia de mucho
de lo que pase en cada sesión, y no me parece justo para el niño
ni para sus padres que yo necesite meses para enterarme de cosas
que simplemente podría haber leído en la ficha antes de empezar.
—Permítame que le cuente una anécdota de Freud —sugirió
Bettelheim—. Poco después de que Rorschach terminara su test de
las manchas de tinta como medio de explorar la imaginación de los
42 El arle de lo obvio
pacientes, un psicólogo llegó a Viena con la noticia. Algunos ana-
listas más jóvenes, que tal vez como usted deseaban trabajar con
más rapidez, se quedaron fascinados con el test y convencieron a
Freud de que se prestara a que le hicieran una demostración.
»Freud se quedó debidamente impresionado con lo que se po-
día descubrir a partir de las asociaciones de un individuo con las
manchas de tinta. Naturalmente, algunos de los presentes esperaban
que el test le pareciera útil para su trabajo, pero cuando le pregun-
taron si creía que pudiera ser útil en la práctica del psicoanálisis, su
respuesta fue un «no» tajante. Expjjccxc]ue si el supiera lo que po-
día revelar el Rprschach,,antes de llegar a conocci a un pacientej'ya
no podría analizarlo, bien, S_u__conocím'iento se conveituía en una
interferencia con la curiosidad que. [o movía a sabei más defpa-
cien.te.
»Freud consideraba que la cujj£sidad del analista eia la fuente
actLvadoi:a,,deL,psJ£oatóHsjs, lo que impedía que el proceso se an-
quilosara o se echara a perder. Su deseo de descubrir cosas que des-
conocía sobre .el paciente¡era tan importante en este laigo proceso
como, el deseo deLpacieBttgJeKacerse^jenjendci
»Por ejemplo, piensen en lo que sucedería en su propia relación
con un paciente que los conoce desde hace mucho tiempo y final-
mente se siente lo bastante seguro y confiado como para compartir
en la sesión un profundo secreto. Confiar ese secreto es un don o
un signo de confianza creciente. Si, cuando él lo cuenta, la reacción
interior de ustedes es «Vaya novedad. ¿Por qué habrá tardado tan-
to en decírmelo?» —algo, dicho sea de paso, que pueden sentir
pero que jamás dirán—, ¿no es probable que el paciente tuviera una
fuerte reacción ante esa falta de interés? Quizá se preguntaría por
qué ha de tomarse la molestia de seguir con su introspección y su
explicación de sí mismo con alguien que parece que ya lo sabe
todo. I^erQjjie^
tampoco se explicará consigo mismo. Y explicarsexQnsigQ mismo
es fundamental para la eficacia de la psicoterapia.
»Cuando una persona descubre cosas de sí misma que antes no
sabía, es probaBle que también descubra J3or^üe*nó"ías"satííá7'pj5r'
qué las ha reprimido y de qué manera diferente desea actuar en el
futuro. " '• • > • • * - • " " " " " "••"•"•"•• •"•••"•—"•-"•"•
»Si no tenemos información anticipada sobre nuestro paciente,
El primer encuentro 43
en vez de reaccionar sintiendo «Vaya novedad» ante su descubri-
miento, que es un «don» que él nos hace, nos sentiremos interesa-
dos, entusiasmados por dentro.
j5aaejite_p_ercjbe nuestra reacció
él- SjLjd.SJAllJiegatLva_de,,suniisnic)-~será..x.uesti.onada. Empezaráu,a
verse a.s
ia_p.^
ig.nos-;-de...ateiición. Y_ejTtonces que-
.rrá._QÍxecer.Ie_más. Empieza,a...sentirse,.ansioso_,de,xon.tinuar,,con,.la
terapia, y nosotros, J_Qs-iejapeuMs»..di^ nutax]io.s...c.an«.n.ueslrQ...neclén
adquirido., conocíniie.DÍo_y..,eQn_ji,ues.tra,<.cap.aci.dad,..,d.e»,entejader. Es
decir, que nos quedamos esperando la sesión siguiente con una ex-
pectativa casi equivalente a la suya.
En este punto intervine yo:
—En su lugar, Renee, yo miraría la ficha después de tener la
primera, o mejor la segunda, sesión con el paciente, porque siento
que en este momento de su formación tiene algo que aprender de
lo que han dicho personas de más experiencia. Al esperar hasta en-
tonces, tendrá sus propias percepciones para compararlas con lo
que encuentre en la ficha. Quj;ajit£,K,el^
sjjljainociiiiiei^ ficha, antes de
qü£,,sLpr-Opio paciente se los comunique a su manera y desde su
rjrfl.pig^ pjLintp^ dee.vista, usted y él estaián cieando una relación de
Qj,UJt.WO,i}R£S£J,ft- Cuando finalmente se entere de la LnJi)rjnac,i,óii,Ja,
de esa i elación En es_e. contenta, personal, y
' S8..1tt9,ba,bJe que tienda menos a engiii>e.en juez que el tex-
to de la ficha o que cualquier evaluación formulada por alguien que
no ha visto al paciente más que una o dos veces.
—Por eso la educación clínica tiene una laiga tradición de en-
trenamiento de las capacidades de observación —terció eí doctor
BettelHelín—. Si uno culjiva.ju.p:opia,,capacJ,dad,de~.Qb.sej;vacÍQ,n y
aprenderá dejai que los pacientes hablen de sí^mismos, puede
apjejnder muchísimo sin hacei más que escuchai y obsei vai El pro-
fesor Wolf, un psicólogo de la Gestalt, hacía que la gente entrara

Otros materiales