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TRATADO DE LAS LEYES Y DE DIOS LEGISLADOR POR FRANCISCO SUAREZ, S. I. IMPRIMÍ POTEST: LUIS GONZÁLEZ HERNÁNDEZ, S. I. Praepositus Prov. Tolet. Matriti, 3 Iulio 1967 NIHIL OBSTAT: DR. FRANCISCO LODOS VILLARINO, S. I. Matriti, 6 Iulio 1967 IMPRIMATUR: f ÁNGEL, Obispo Auxiliar y Vicario General Matriti, 6 Iulio 1967 INSTITUTO DE ESTUDIOS POLÍTICOS SECCIÓN DE TEÓLOGOS JURISTAS II TRATADO DE LAS LEYES Y DE DIOS LEGISLADOR EN DIEZ LIBROS POR FRANCISCO SUAREZ, S. I. Reproducción anastática de la edición príncipe de Coimbra 1612 Versión Española por JOSÉ RAMÓN EGUILLOR MUNIOZGUREN, S. 1. Volumen III (Libro V) M A D R I D 1968 455 ÍNDICE DE LOS CAPÍTULOS DEL LIBRO QUINTO Cap. I.—Distintas leyes humanas. Cap. II.—La ley odiosa y la favorable, y sus variedades. Cap. III.—¿Obligan en conciencia las leyes penales a los actos que mandan a las inmediatas? Cap. IV.—¿Se dan o pueden darse leyes penales que no obliguen en conciencia sino únicamente bajo pena sin lugar a culpa? Cap. V.—¿Puede la ley humana penal obligar en conciencia a pagar o ejecutar y cumplir la pena antes de que el juez dé sentencia y la ejecute? Cap. VI.—¿Cuándo las leyes penales contienen una sentencia por fulminar y no fulminada, y por tanto no obligan en conciencia a la pena antes de la sentencia del juez? Cap. VII.—¿Cuándo las leyes que imponen pena de sentencia fulminada obligan en conciencia a ejecutar an- tes de la sentencia del juez una pena que consiste en una acción? Cap. VIII.—Una ley que impone una pena privativa por el hecho mismo ¿cuándo obliga en conciencia a la ejecución antes de la sentencia? Cap. IX.—Cuando la ejecución de una pena privativa no requiere acción ¿qué obligación en conciencia surge de una ley que la impone por el hecho mismo? Cap. X.—¿Toda ley penal obliga al reo a la ejecución de la pena al menos después de la sentencia del juez? Cap. XI.—¿Obliga la ley penal al juez a imponer la pena que en ella se prescribe? Cap. XII.—La ignorancia de la pena de la ley ¿excusa de ella? Cap. XIII.—Las leyes tributarias ¿son puramente penales? Cap. XIV.—Poder necesario para que una ley tributaria sea justa. Cap. XV.—Razón y causa final necesaria para que el tributo sea justo. Cap. XVI.—Forma y materia de las leyes tributarias. Cap. XVII.—Para que el tributo sea justo ¿se requiere alguna otra condición y sobre todo el consentimiento de los subditos? Cap. XVIII.—Las leyes tributarias ¿obligan en conciencia a su pago aunque no se pidan? Cap. XIX.—Las leyes humanas que invalidan los contratos ¿son penales o gravosas? Cap. XX.—Las leyes invalidantes ¿prohiben esos actos en conciencia? Cap. XXI.—Maneras de quedar impedida la invalidación de un acto mandado por la ley. Cap. XXII.—¿Puede impedirse de alguna manera que las leyes que son invalidantes por derecho mismo anulen el acto? Cap. XXIII.—En las leyes que invalidan el acto por el hecho mismo y antes de toda sentencia ¿hay lugar a la epiqueya? Cap. XXIV.—La ley invalidante ¿se ve a veces privada de su efecto por estar basada en presunción? Cap. XXV.—¿Toda ley que pura y sencillamente prohibe un acto, por ello mismo lo invalida, de forma que todo acto contrario a la ley prohibitiva sea nulo? Cap. XXVI.—¿Cuáles son las palabras o maneras como una ley prohibitiva anula el acto? Cap. XXVII.—Sola la prohibición, por su propia virtud y naturaleza ¿invalida alguna vez el acto sin la ayuda de otra ley humana? Cap. XXVIII.—En virtud del derecho común civil ¿todo acto contrario a una ley prohibitiva es inválido por el derecho mismo? Cap. XXIX.—Los actos contrarios a las leyes canónicas puramente prohibitivas ¿son inválidos por el derecho mismo? Cap. XXX.—En los reinos no sujetos al imperio, los contratos humanos contrarios a leyes civiles puramente prohibitivas ¿son inválidos por el derecho mismo? Cap. XXXI.—Las leyes que dan forma a los actos humanos ¿anulan siempre los que se hacen sin tal forma aun- que la ley no añada cláusula invalidante? Cap. XXXII.—Manera como impiden la validez del acto las leyes que dan forma a los actos y que añaden cláusu- la invalidante. Cap. XXXIII.—¿Cuándo las leyes invalidantes comienzan a producir el efecto de la invalidación? Cap. XXXIV.—Las leyes punitivas ¿afectan también a os actos inválidos? LIBRO V DISTINTAS LEYES HUMANAS Y SOBRE TODO LAS ODIOSAS Hemos hablado hasta aquí de la ley humana en general, tanto de la civil como de la canónica. Pero como en ambos campos existen algunas le- yes que, por su concepto o propiedades pecu- liares, necesitan una explicación particular pojr- que tienen dificultades especiales, he creído que merecía la pena tratar de ellas en particular en este libro y en los dos siguientes. La doctrina de estos libros será común a las leyes civiles y canónicas porque en estos conceptos coinciden casi por igual; y si alguna vez se presenta algún punto particular que pertenezca al sector de al- guna de esas dos leyes, será fácil tratarlo cuan- do se presente la ocasión. Pero dado que tanto las leyes civiles como las canónicas suelen di- vidirse en varios apartados que en su mayor parte sólo se distinguen en el nombre o a lo más en alguna diferencia accidental y material que nada interesa desde el punto de vista de la doctrina moral, me he propuesto poner ante la vista ahora al principio esas divisiones y los dis- tintos nombres de las leyes de ambos campos y escoger de entre ellas aquellas de las cuales va- mos a hablar en este libro y en los dos si- guientes. CAPITULO PRIMERO DISTINTAS LEYES HUMANAS 1. DISTINTAS DIVISIONES Y DENOMINACIO- NES.—Los autores e intérpretes de ambos dere- chos traen distintas divisiones o, mejor dicho, denominaciones de las leyes humanas: por ejem- plo, en el derecho canónico GRACIANO siguien- do a SAN ISIDORO y a sus intérpretes; en el de- recho civil, PAPINIANO, POMPONIO, JULIANO, ULPIANO, el emperador JUSTINIANO y sus intér- pretes. De entre los teólogos trata largamente esta cuestión SAN ANTONINO y más brevemente SANTO TOMÁS. Siguiendo el método de éste, con solas algunas divisiones lo abarcaremos y expli- caremos todo con mayor claridad y rapidez. 2. PRIMERA DIVISIÓN DE LA LEY EN ESCRITA Y NO ESCRITA.—SANTO TOMÁS divide la ley hu- mana —en primer lugar— en derecho de gen- tes y civil o humano en su sentido más estricto. Por nuestra parte ya anteriormente hemos ha- blado del derecho de gentes, y así ahora deja- mos esa división y suponemos que se trata de la ley positiva humana propiamente dicha tal como suele ser distinta y propia de cada uno de los pueblos, regiones o estados, o comunidades. Pues bien, esta ley puede dividirse —en pri- mer lugar— en escrita y no escrita. A la prime- ra se la suele llamar ley, porque, aunque las dos son verdaderas leyes, sin embargo el nombre de ley humana, dicho sin más, suele tomarse como sinónimo de ley escrita. Por eso SAN ISIDORO dice: Ley es una constitución escrita. A la se- gunda se la llama costumbre, y en cuanto a su sustancia y obligación es verdadera ley; pero como en su —llamémosla así— generación o Cap. I. Algunas divisiones de las leyes humanas Í57 comienzo y en su fuerza reviste una modalidad especial, trataremos de ella en particular en el libro 7.° Ahora vamos a tratar de la ley escrita. Esta a veces recibe el nombre de la materia y de la manera como se escribió: así fueron fa- mosas entre los romanos las leyes de las doce tablas, que tuvieron su origen en las diez que había habido entre los griegos y a las cuales los romanos añadieron dos, como se lee en el D I - GESTO. También el Decálogo se escribió en dos tablas, aunque no recibió de ellas el nombre. Es esa una denominación accidental e interesa poco desde el punto de vista del concepto de ley. 3. SEGUNDA DIVISIÓN DE LA LEY CON RELA- CIÓN A LOS PRINCIPIOS, Y ESTO TANTO EN SEN- TIDO MATERIAL COMO FORMAL.—Lasleyes hu- manas pueden dividirse —en segundo lugar— con relación a los principios de que proceden, y así las leyes canónicas se distinguen de las ci- viles, y en ambas se da esa misma distinción o subdivisión, unas veces —digámolo así— sólo materialmente, otras formalmente. Llamo material a la diferencia de principio cuando en los autores de las leyes sólo se tiene en cuenta la diferencia personal; y formal cuan- do se atiende a los cargos, a las formas de go- bierno y de poder, por más que todo esto, en resumidas cuentas, casi resulta material en com- paración con la obligación de las leyes mismas. De la primera manera suelen distinguirse, en- tre las leyes civiles, las leyes de Trismegisto, de Licurgo, de Solón, de Radamanto, de Minos, de Ceres y de otros, como se lee en SAN ISIDO- RO, en PLATÓN, en PLINIO y en ARISTÓTELES. Más aún, a veces estas leyes reciben su nombre no sólo de los autores sino también de los com- piladores, como acerca del derecho papiniano y flaviano se dice en el DIGESTO. ASÍ también se llaman las leyes hortensia, papia o juliana, y en el DIGESTO hay distintos títulos para la ley falci- dia y otras. De la segunda manera se distinguen las leyes según las distintas formas de gobierno de los estados, sean simples o mixtas, y así en las le- yes de Roma se distinguen las dadas por el pue- blo, que se llaman plebiscitos, y las dadas por el senado, que se llaman senatusconsultos, y como el presidente del senado era un cónsul, a veces el nombre de éste se pone en el nombre mismo de la ley, como cuando se dice Según el senatusconsulto velleyano o macedoniano, etc. A esto puede también reducirse el derecho pre- torio, que hacía el pretor y que se llama tam- bién honorario en el DIGESTO. Asimismo el lla- mado derecho tribunicio, porque lo hacían los tribunos, y así otros según el poder que se le había concedido a cada magistrado. En esto en- tran también las respuestas de los prudentes, es decir, de los jurisconsultos, las cuales tenían fuerza de ley cuando se añadía la autoridad del emperador o de la república, fuera previamente dándosela, fuera posteriormente aceptándolas en general: este derecho a veces se llama derecho civil por antonomasia. Las leyes que daban los emperadores se llaman constituciones de los Príncipes y pueden llamarse derecho imperial. Ahora ambas clases de leyes entran en el dere- cho civil general, el cual, cuando se le llama así sin más, suele tomarse por sinónimo de derecho romano, según se dice en las INSTITUCIONES; a él corresponde en cada reino el derecho real. 4. Esta variedad de nombres, sin embargo, aunque sirve para el conocimiento del derecho civil, pero es poco necesaria para conocer la di- ferencia formal de las distintas leyes, por más que sea aplicable, en su tanto, a las distintas co- munidades según sus diversas formas de go- bierno. También es aplicable a las leyes canónicas, pues las leyes pontificias son constituciones de Príncipes y a veces reciben sus nombres de sus autores, como las clementinas, etc.; las leyes episcopales pueden pasar por una especie de de- recho pretorio u honorario; las leyes de los con- cilios por una especie de senatusconsultos. Pero las leyes canónicas no se puede decir que sean plebiscitos, porque el poder de dar leyes canó- nicas ni lo tiene el pueblo ni tuvo su origen en el pueblo. 5. DIVISIÓN DE LAS LEYES CON RELACIÓN A AQUELLOS PARA LOS CUALES SE DAN. Las le- yes pueden dividirse —en tercer lugar— por parte de aquellos para los cuales se dan; y esto de dos maneras: o porque se dan para comuni- dades completamente distintas, o para partes de una misma comunidad que tienen funciones diferentes y que a su manera constituyen distin- tas comunidades más particulares. De la primera manera se distinguen las leyes de los egipcios, de los lacedemonios, de los ate- nienses, o de los griegos, longobarnos y roma- nos, como se observa en las. INSTITUCIONES. También ahora las leyes de España se distin- guen de las de Francia, etc. De la segunda manera, dentro de un mismo reino o estado, las leyes se distinguen por ciu- dades, y dentro de una misma ciudad por co- munidades particulares: así se distinguen el de- Lib. V. Distintas leyes humanas 458 recho municipal y el general, y los derechos mu- nicipales se dividen por la manera de ser y los nombres de las ciudades o comunidades. De esta manera se dividen también los dere- chos o leyes según la diferencia de los cargos o personas que sirven al bien común del estado: así dentro de un mismo estado se distinguen el derecho militar, creado en particular para los militares, el de los patronos, el de los libertos y el de los siervos; asimismo el de los magistra- dos, que también se llamaba público. En Roma se llamaba también derecho públi- co el que versaba sobre la religión y los sacer- dotes, según el DECRETO, y por eso también se podía llamar sacerdotal; pero ahora este derecho en la Iglesia se ha separado del civil y temporal y, según vimos antes, se ha denominado canó- nico. 6. Dicho Derecho Canónico tiene de pecu- liar que sus leyes en su generalidad son más uni- versales que las leyes civiles por parte de aque- llos para quienes pueden darse, pues pueden darse para todo el mundo, ya que por todo él se halla difundida la Iglesia. De este modo la comunidad —llamémosla así— correspondiente a las leyes canónicas no es múltiple sino una sola; por tanto las leyes canónicas por esta par- te son universales y no reciben distintas deno- minaciones por parte de aquellos para quienes se dan, sino que sencillamente pueden llamarse cánones eclesiásticos o preceptos de la Iglesia. Dentro ya de la misma Iglesia, por parte de las personas o comunidades particulares, pue- den distinguirse distintas leyes o derechos: así puede hablarse en particular de derecho sacer- dotal o clerical, el cual no es sólo canónico sino que se da en particular para el estado sacerdotal o clerical; y lo mismo puede hablarse de dere- cho monacal o regular propio de los religiosos. De esta manera se distinguen también los de- rechos sinodales según los distintos obispados, diócesis o provincias, de los que también mu- chas veces reciben sus nombres, y se pueden lla- mar también derechos municipales canónicos. 7. DIFERENCIA ENTRE LEY Y ESTATUTO.— Según esto, algunos suelen distinguir entre ley y estatuto: ley se llama propiamente la que se refiere a toda una comunidad sujeta a un rey o soberano; y estatuto se dice propiamente de una ley municipal: así las leyes de las universidades, de los colegios, de los institutos religiosos, etc., suelen llamarse estatutos. Pero esto sólo es cuestión de términos, y por eso hay que atenerse al uso general, pues sin duda los estatutos municipales son verdaderas leyes, ya que también a ellos les cuadra lo que hasta ahora se ha dicho de la ley en general y de la ley humana, y con ese nombre se les llama muchas veces, de la misma manera que a las le- yes generales y universales se las puede llamar y frecuentemente se las llama estatutos, pues el sentido propio de la palabra no menos les cua- dra a ellas, como es evidente; así pues, esos tér- minos sólo suelen distinguirse por cierta adap- tación convencional —sobre todo en las exposi- ciones doctrinales— para tener términos con que poder expresarnos breve y claramente. Lo mismo se debe juzgar del término consti- tución: algunos creen que ley se dice sencilla- mente de la ley civil, no de la canónica, y cons- titución al revés. Pero tampoco esto tiene fun- damento objetivo, pues también las leyes civi- les se llaman en el DIGESTO constituciones de los Príncipes. SAN ISIDORO dice que constitu- ción es un edicto que establece el rey o el em- perador. Y al revés, las constituciones canónicas son leyes, y así se las llama con frecuencia. Sin embargo, por adaptación convencional, esa ma- nera de hablar parece bastante usualy conforme a la rúbrica de las constituciones en las Decre- tales; pueden en éstas verse los intérpretes. 8. Otros nombres hay más propios de las leyes eclesiásticas, pues se las llama cánones, de- cretos de los Padres, decretales —se entiende leyes o cartas decretales—, como consta por el título de las Decretales y por los capítulos pri- mero y quinto, y por el De Constitutione y por los capítulos primero y segundo, distinción ter- cera, en donde la Glosa en el resumen explica la razón de los nombres y añade otros más. No- sotros únicamente queremos advertir que esos tres nombres suelen aplicarse precisamente a las leyes de los Sumos Pontífices y de los Con- cilios: a las leyes episcopales no se las suele lla- mar cánones ni decretos; sobre esto puede ver- se FELINO. Por último, a estos nombres se han añadido otros más con que se designan las leyes eclesiás- ticas: Extravagantes, Motus Propios, Bulas, etc. Cap. II. La ley odiosa y la favorable 459 Pero estos términos y otros semejantes sólo sue- len aplicarse a determinadas leyes pontificias y tienen distintos orígenes y etimologías que aho- ra no nos interesan, pues la fuerza de las leyes que se expresan por estos términos parece ser la misma y lo propio de ellas que ocurra lo hare- mos notar en adelante. 9. En cuarto lugar, las leyes suelen distin- guirse por las cosas o materia que mandan. Esta denominación es muy usual en el derecho civil, y a veces se hace añadiendo el nombre del autor, como la ley Julia sobre los adulterios, la ley cor- nelia sobre los criminales, la ley Julia sobre el soborno, sobre lesa majestad, etc. Pero muchas veces la denominación se hace sencillamente por la materia, como la ley del trigo, la agraria, la del contrato comisorio, etc. Casi todos los tí- tulos de ambos derechos se distinguen de esta manera. Pero también esta división resulta material en comparación con el concepto formal de ley de que nosotros tratamos, y por eso, aunque para la práctica y para el conocimiento práctico de las leyes sea necesario saber qué manda cada una de ellas, pero a nosotros, para la exposición teórica doctrinal, eso no nos es necesario. Por tanto nada más es preciso decir acerca de todas estas divisiones o nombres de las leyes. Únicamente los hemos expuesto para que no se desconozca el sentido de esos términos, pues ello nos era necesario para nuestro propósito y para él basta lo que queda dicho. CAPITULO II LA LEY ODIOSA Y LA FAVORABLE, Y SUS VARIEDADES 1. A las divisiones de la ley expuestas en el capítulo anterior podemos añadir una quinta división —tomada de los efectos— que nos ser- virá muchísimo para nuestro intento. Así pues, la ley humana, tomada en general, se divide en odiosa o gravosa y favorable o beneficiosa. Esta división la traen muchos textos jurídicos, los cuales dicen a veces que los odios se deben res- tringir y los favores ampliar. Así el LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, y como él otros textos co- nocidos. Esta norma se entiende principalmente de los favores u odios contenidos en el derecho y por tanto de las leyes favorables y odiosas, y así esta división de las leyes la suponen en general los doctores, como aparecerá por los que citare- mos a lo largo del capítulo. Tres puntos puede ser necesario explicar para entender esta división: el primero, cuál es la base de la distinción entre esos dos grupos de leyes; el segundo, si esa distinción es suficiente y en esos dos grupos entran todas las leyes hu- manas; y el tercero, cuántas clases de leyes hu- manas entran en cada uno de esos grupos, para tratar de ellas en particular en adelante. 2. RAZÓN DEL PROBLEMA: TODA LEY PARE- CE FAVORABLE.—Acerca del primer punto, la razón del problema puede ser que no existe nin- guna ley que no sea sencillamente favorable; luego no hay base para esa división. El antece- dente es claro porque una ley, para que sea jus- ta y verdadera ley, debe ser útil y moralmente necesaria para el bien común; ahora bien, la utilidad del bien común es un favor grandísimo, porque el bien común se ha de anteponer a los demás bienes; luego toda ley sencillamente pro- duce un favor, y esto es ser favorable; luego no puede haber ninguna ley odiosa. Confirmación: si hubiese alguna ley odiosa, sobre todo lo sería la que impone una pena; ahora bien, tal ley no es odiosa; luego ninguna lo es. Prueba de la menor: Lo primero, porque en otro caso toda ley sería odiosa, ya que toda ley impone reato de pena a sus trasgresores; y el que esa pena se exprese o determine en la ley aumenta poco el gravamen u odiosidad, dado que para tal odiosidad basta solo el reato de pena eterna y la amenaza de tal reato va inclui- da en toda ley que sea grave y que merezca sen- cillamente el nombre de precepto. Lo segundo, porque el fin de la ley no es la pena sino que ésta se añade para evitarla y para que al menos por su temor se observe el pre- cepto; luego la añadidura de la pena no h?ct odiosa a la ley, porque la calidad de la ley de- pende del fin y del bien que de suyo pretende la ley. Finalmente, porque aunque la pena sea un mal, lo es sólo bajo un aspecto, y en cuanto que es medio para el cumplimiento de la ley, es un bien grandísimo; luego es más bien favorable que odiosa. Las mismas razones pueden aducirse acerca de cualquier aspecto odioso que pueda aparecer en la ley. 3. SEGUNDA RAZÓN DEL PROBLEMA: TODA LEY HUMANA PARECE ODIOSA.—En contra de eso parece estar que no existe ninguna ley hu- mana que no pueda y deba llamarse odiosa en el sentido en que tal palabra es aplicable a una verdadera ley. Expliquémoslo: Una ley no puede llamarse odiosa porque de suyo sea digna de odio ni porque de suyo produzca un efecto que haga al hombre digno de odio: en este sentido solo el Lib. V. Distintas leyes humanas 460 pecado es digno de odio y hace al pecador en cuanto tal digno de odio. Ahora bien, la ley ni es pecado ni induce al pecado; luego no puede llamarse odiosa en este sentido; luego única- mente puede llamarse odiosa en cuanto que im- pone una carga que con razón se tiene por dura y pesada. Pues bien, en este sentido toda ley humana debe parecer odiosa, puesto que añade un nuevo vínculo de conciencia a los otros vínculos de la ley divina: esta es, a juicio de todos, una carga pesada, sobre todo porque pue- de ser ocasión de culpa y de muerte eterna. Confirmación: Si existiese alguna ley favora- ble, ante todo lo sería la que concede un privi- legio, porque es la que más directamente y de propio intento concede un favor; ahora bien, el privilegio, en cuanto que es ley, es odioso, por- que es gravoso para aquellos a quienes obliga a manera de ley, y en cuanto que es privilegio, es mirado como odioso, porque deroga al dere- cho común e introduce en la comunidad una sin- gularidad, la cual suele ser odiosa, como vere- mos después en su propio lugar; luego no exis- te ninguna ley que en cuanto tal sea sencilla- mente favorable. Finalmente las razones que se han aducido en uno y otro sentido parecen probar que toda ley incluye una mezcla de favor y odiosidad: esto basta para que la citada división falle por su base, ya que toda ley entra en sus dos grupos. Y si acaso se dice que eri ésta mezcla puede ha- ber exceso por una de las dos partes y que los dos grupos se distinguen por el exceso de esa parte, en ese caso será dificilísimo apreciar y explicar tal exceso, y apenas podrán aplicarse las reglas que se dan en el derecho acerca de los favores y de otras cosas. 4. PRIMERA OPINIÓN: D E UNA LEY HAY QUE JUZGAR POR SU FIN.—EL FIN ESPECIFICA LOS ACTOS Y CONSIGUIENTEMENTE SUS PROPIE- DADES.—Para la explicación de la distinción de esos dos grupos pueden citarse diversas opinio- nes; sobre ellas puede verse SARMIENTO. La primera es que sobre si una ley es favora- ble u odiosa se ha de juzgar por el fin de la ley: si la ley pretende conceder un favor obien, es favorable sígase de ella lo que se siga; si lo que pretende es inferir un mal o imponer una carga, será odiosa aunque de ella se siga algún fa- vor. Esta regla la emplean muchos juristas. Se cita la GLOSA DEL LIBRO 6.° DE LAS DE- CRETALES en el capítulo Si propter, pero ella lo único que hace —en la palabra Intentionis—_ es observar que en las leyes se debe recurrir a la intención del legislador. También se cita la GLOSA DEL LIBRO 6.° en la palabra Altos del cap. Sciant cuncti en cuanto que dice que la ley de aquel texto es favorable; la siguen DOMINGO y otros en sus comentarios, y NICOLÁS DE TU- DESCHIS en un texto parecido, sobre el cual FELINO piensa lo mismo, porque en toda dis- posición, dice, se atiende a lo principal que se pretende, según el DIGESTO. Más claramente NICOLÁS DE TUDESCHIS. LO mismo AZPILCUE- TA, BARTOLO, BALDO, ALEJANDRO y otros que cita TIRAQUEAU, el cual aduce algunos otros tex- tos jurídicos de los cuales puede deducirse esto mismo. También es oportuno el cap. 2, párrafo I, De decim. en el LIBRO 6.° Lo mismo puede probarse por la razón: Lo primero, porque el fin es el que especifica los actos humanos y en consecuencia también sus propiedades; luego también en las leyes el fin es lo principal a que hay que atender para juz- gar si una ley es favorable u odiosa. Lo segun- do, porque lo sustancial es primero que lo ac- cidental; ahora bien, una ley que pretende un favor es sustancialmente favorable; luego es ab- solutamente tal por más que accidentalmente produzca un gravamen. 5. LA ODIOSIDAD O FAVORABILIDAD SE H A DE DEDUCIR DE LA MATERIA INTRÍNSECA.—Pero esta opinión, si no se la limita o explica de al- guna manera, no puede admitirse sin más. Lo primero, por la razón general de que la calidad de una ley más depende de su materia intrínseca y —como quien dice— de la natura- leza de tal ley que de la intención del que la da, ya que esta intención es extrínseca y no puede cambiar la calidad que intrínsecamente tiene la ley en virtud de su objeto o materia; luego si la materia de la ley contiene un favor, la ley será favorable por más que el legislador pretenda otra cosa, y al revés, pues la intención del legisla- dor no puede hacer que lo que por su naturaleza es odioso sea favorable, ni que lo que es favora- ble sea odioso, como muy bien dijo TIRAQUEAU. Lo segundo, porque o se trata de la intención del fin último y remoto, o del próximo; ahora bien, ninguna de ellas basta. Sobre la primera la cosa es clara por la ra- zón del problema que se ha expuesto, ya que en ese caso toda ley sería favorable, dado que lo que con toda ley se pretende es el bien común —de no ser así no sería justa— y el bien común es favorable. Además la ley no puede ser odio- sa de forma que pare en la odiosidad, a no ser que acaso se dé en odio de algún vicio que de suyo y absolutamente es digno de él, y por tan- to tal odio se ha de contar como un favor; cuán- to más que de suyo se reduce a amor de la vir- tud, y así por su fin remoto es favorable. Y por lo que toca a las personas, la ley nunca preten- de un mal, a no ser para conseguir un bien ma- Cap. 11. La ley odiosa y la favorable 461 yor. Luego si el fin remoto basta para que una ley sea favorable, toda ley, por gravosa que sea y aunque sea penal, será favorable si es justa; ahora bien esto es contrario a los principios del derecho. Y si se trata del fin próximo pretendido por el legislador, consta que ese fin no basta, no sólo cuando es extrínseco y accidental —como prueba la razón aducida— sino aun cuando pa- rezca intrínseco, pues puede quedar vencido y superado por otro camino. Esto aparece claro con comparaciones: El que concede una dispen- sa, lo que pretende a las inmediatas es conce- der un favor, y sin embargo nadie tiene a la dispensa por favorable sino por odiosa, como veremos después; luego lo mismo podrá suce- der con la ley. Y al revés, cuando un legislador impone una carga para evitar un perjuicio ma- yor, su disposición nadie la tiene por odiosa sino por favorable, conforme al LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES. Según este principio, muchos piensan que la disposición del cap. Si quis sua- dente es favorable por más que a las inmedia- tas se dio para imponer una censura grave. Lue- go solo el fin próximo del legislador no puede servir de norma segura en esta materia. 6. Por consiguiente, puede decirse que la ley favorable y la odiosa hay que distinguirlas por la materia, de suerte que ley favorable es la que concede un favor, y odiosa la que impo- ne una pena o un gravamen semejante. Esta re- gla será segurísima cuando la materia de la ley es tal que contiene o un puro favor o un puro gravamen, y eso no sólo directamente y de suyo sino también indirectamente o por cierta conse- cuencia: entonces la ley es tal por su fin intrín- seco y no existe ningún capítulo para que reci- ba la denominación contraria. Ni es imposible que se den tales leyes, por- que —en primer lugar— muchas veces puede concederse un favor o hacerse un beneficio a al- guien sin ningún gravamen suyo ni perjuicio ajeno, como diremos después sobre algunos pri- vilegios: entonces la ley o disposición será fa- vorable; y lo mismo sucederá con cualquier ley general que reúna las mismas condiciones. Así es de suyo muy probable que toda ley que pro- hiba algo sustancialmente malo o que mande algo bueno no demasiado duro o gravoso sino moderado y conforme a la manera general de vivir de los hombres, sea favorable, porque en realidad es muy beneficiosa para los hombres dirigiéndoles suave y eficazmente a obrar el bien y evitar el mal. Por tanto, ni sola la razón de la obligación o vínculo de la conciencia, ni el peligro de reato que parece acompañar al precepto basta para pensar que la ley no contiene un favor puro sino mixto. Lo primero, porque esto es común a toda ley y por consiguiente no cambia la na- turaleza de las leyes particulares. Lo segundo, porque la dificultad inherente a la virtud misma no impide que esa virtud sea un grandísimo fa- vor; luego por esa misma razón la ley —que es norma de la virtud en cuanto que impone un vínculo con la debida moderación—, si se la mira según la razón recta, es una gracia y un favor por más que a veces parezca suponer un gravamen para una minoría. Lo tercero y últi- mo, porque si existe algún peligro de algún mal por la trasgresión de la ley, ese mal no nace de la ley misma sino de la imperfección del hom- bre y por tanto no impide que tal ley contenga un puro favor. Mayor es el problema de cómo la ley odiosa puede contener pura odiosidad dado que siem- pre pretende el Wen. Hay que decir que por parte de la materia de la ley esto no es imposi- ble, por más que, por parte del fin, con toda ley se pretenda algo favorable, y así de la ley puramente penal o que únicamente se da para imponer una pena o aumentarla, se puede decir que es sencillamente odiosa, y a la misma clase de leyes pertenecerán las leyes tributarias y otras tales. 7. Una dificultad especial hay sobre lo que se debe juzgar de una ley cuando su materia bajo un aspecto parece favorable y bajo otro contiene un gravamen, como sucede muchas ve- ces. También sobre esto los pareceres de los autores son dispares. Unos dicen que toda ley que contiene un perjuicio o gravamen de alguien o que impone un mal, es sencillamente odiosa por más que por otra parte contenga un gran favor o un favor. Así piensa TIRAQUEAU con JUAN DE ANDRÉS y otros. Estos dicen que cuan- do coinciden favor y odiosidad, la disposición es odiosa. TIRAQUEAU pudo fundarse en otro principio, pues piensa que una misma disposición no pue- de ser a un mismo tiempo favorable y odiosa ni siquiera respecto de distintas personas o bajo distintos aspectos, y que un mismo estatuto no puede ser en parte favorable y en parte odioso: lo primero, porque una sola y misma cosa no puede estar sujeta a distintosderechos, según el DIGESTO; y lo segundo, porque un mismo es- tatuto no puede mostrarse favorable a uno sin convertirse en odioso para otro, y al revés. De este principio puede deducirse que a una Lib. V. Distintas leyes humanas 462 ley en la cual coinciden el favor y la odiosidad se la debe tener por odiosa, porque no puede ser a la vez favorable y odiosa y tampoco se la puede llamar favorable en absoluto, pues el bien lo es tal si lo es del todo; luego será odiosa, porque el mal lo es tal por cualquier elemento que falte, y la odiosidad es un mal. Además, el que una ley sea odiosa no incluye la falta de todo favor: lo único que hace es imponer una odiosidad o gravamen, el cual tiene lugar sen- cillamente por tal ley: luego es sencillamente odiosa. Finalmente, tal ley debe ser interpreta- da sencillamente en su sentido mínimo para que por ningún capítulo crezca su odiosidad; luego es solamente odiosa. 8. Otros piensan que cuando en una misma ley o estatuto coinciden favor y odiosidad, a tal disposición se la debe tener por favorable en absoluto. Esta opinión puede fundarse en que cuando coinciden favor y odiosidad, el favor prevalece y se antepone a la odiosidad; luego hará a la disposición sencillamente favorable. El antecedente está en el CÓDIGO, como observa NICOLÁS DE TUDESCHIS, el cual le sigue, lo mismo que PEDRO DE A N C H ARAÑO y otros que cita TIRAQUEAU. Confirmación: Cuando coinciden favor y odiosidad, el favor —en cuanto sea posible— se ha de interpretar con amplitud, y la odiosi- dad se ha de restringir cuanto sea necesario para que el favor aumente; luego a tal disposición se la ha de tener por sencillamente favorable. 9. NO ES IMPOSIBLE QUE UNA LEY BAJO DI- VERSOS ASPECTOS SEA FAVORABLE Y ODIOSA, PUES SE TRATA DE UNAS RELACIONES OPUESTAS LO MISMO QUE OTRAS.—Esto no obstante, digo —en primer lugar— que no es imposible que una misma ley, bajo distintos aspectos, sea fa- vorable y odiosa. Así piensan comúnmente los doctores y expresamente la GLOSA DEL CÓDIGO, a la cual siguen el PALUDANO, el CASTRENSE y otros. Lo mismo piensa INOCENCIO, NICOLÁS DE TUDESCHIS y comúnmente los autores 3e Sumas. Puede demostrarse por inducción en el privi- legio, en la dispensa, en la ley penal y otras se- mejantes, las cuales son favorables y odiosas respecto de diversas personas. Aparece también claro por la razón, porque en esto no puede demostrarse contradicción al- guna, ya que las relaciones que son —digámos- lo así— opuestas, pueden reunirse en una mis- ma cosa respecto de cosas distintas, como las de semejanza y desemejanza, de igualdad y des- igualdad, de mayor y menor. Ahora bien, en nuestro caso sucede lo mismo, pues el favor y el odio son relativos, ya que el favor es favor para alguien y lo mismo la odiosidad; luego no es nada imposible que una misma disposición, respecto de diversas personas, sea favorable para uno y odiosa para otro. 10. Se dirá que es verdad que esto no es im- posible, pero que sin embargo esas dos relacio- nes están tan unidas entre sí que la una se si- gue de la otra, y que por tanto una ley no pue- de ampliarse en la una sin ampliarse también en la otra, ni al revés restringirse en la una sin restringirse en la, otra; que por consiguiente es necesario juzgar a tal ley o como absolutamente favorable o como absolutamente odiosa, de for- ma que o no se tenga en cuenta la odiosidad por razón del favor, o no se tenga en cuenta el favor para eliminar o disminuir la odiosidad. Un ejemplo muy bueno de ello hay en la ley que impone un tributo: es odiosa para aquel a quien se impone el tributo y favorable para aquel en cuyo favor se impone o para la cosa por la cual se impone, ni puede crecer en uno de sus aspectos y disminuir en el otro, y por tanto es preciso que uno de sus aspectos preva- lezca de tal forma que por él a la ley se la juzgue sencillamente favorable o sencillamente odiosa. 11. Respondo concediendo que a veces esas dos relaciones están unidas entre sí de esa ma- nera y que el argumento fluye bien cuando el favor de uno no puede crecer sin daño de otro ni —al revés— el perjuicio de uno puede ami- norarse sin que desaparezca o disminuya el bien de otro, de la misma manera que en el movi- miento físico uno no puede acercarse más des- pacio o más aprisa a un término sin retirarse en la misma proporción del término opuesto, ni puede un hombre dar más de su dinero sin ha- cerse más pobre, etc. A pesar de todo, no siempre es necesaria esa relación entre el favor y la odiosidad, porque muchas veces puede hacerse o aumentarse el fa- vor de uno sin perjuicio de los otros, y al re- vés puede uno ser gravado o castigado por el bien común sin que se siga de ello un especial favor para los otros; y una misma ley o regla a veces se aplica con laxitud respecto de uno para favorecerle y con rigor en contra de otro por razón del bien común: muy buen ejemplo de ello hay en la ley Qui exceptionetn del Di- GESTO. En efecto, puede hacérsele a uno un be- neficio sin disminuir los bienes de otro, y al revés. Asimismo el favor puede consistir en el tiempo, en el modo, en el honor o en otras co- sas que no se quitan a uno para dárselas a otro. Por último, esto puede demostrarse por in- ducción en los privilegios, en las dispensas, en las penas y en otras cosas parecidas. Cap. II. La ley odiosa y la favorable 463 12 . S E H A DE ANTEPONER EL FAVOR O LA ODIOSIDAD TENIENDO EN CUENTA LAS CIRCUNS- TANCIAS DE LA MATERIA, DE LA INTENCIÓN Y SOBRE TODO DEL BIEN COMÚN. LA LEY QUE EXCLUYE A LAS MUJERES DE LA HERENCIA ES ODIOSA PORQUE EL FAVOR PARA CON LOS HOM- BRES ES PARTICULAR.—Añado —en segundo lu- gar— que cuando la ley es favorable y odiosa bajo diversos aspectos, no siempre se debe an- teponer el favor a la odiosidad ni la odiosidad al favor, sino que con prudencia se ha de consi- derar todo —a saber, la intención del legislador, la razón del bien común y las demás circunstan- cias de la materia y de las palabras— a fin de anteponer lo que parezca ser de más peso y más conforme al bien y a la justicia de la ley. Esta tesis, en cuanto que guarda un término medio entre las dos opiniones aducidas, puede persua- dirse con los motivos de ambas, y mirada en sí misma es muy probable. En efecto, el favor puede pretenderse más por sí mismo, en cambio la odiosidad o gravamen no así sino por una necesidad apremiante. Por eso, de suyo y en igualdad de circunstancias, se ha de anteponer el favor, pero sin embargo la necesidad de imponer un gravamen puede ser tan grande que haya que imponerlo o aumentar- lo para conseguir un bien mayor. Así piensan los que juzgan que el canon Si quis suadente es favorable y debe ser interpre- tado en un sentido amplio por más que en con- secuencia parezca que se amplía también la cen- sura, porque es un favor a la religión y exige ese rigor para conservarse establemente. Igual- mente, tratándose de las leyes que imponen tri- butos, puede la causa ser tan piadosa y necesa- ria que su aspecto odioso o gravoso no impida, el que la ley sea favorable y de interpretación amplia. Por el contrario, la ley que excluye a las mu- jeres de ser herederas, aunque pretenda un fa- vor de los varones es sencillamente odiosa y de interpretación estricta según la doctrina común de los juristas, como puede verse en TIRA- QUEAU, porque el favor es particular y no muy necesario ni muy útil para la paz y buenas cos- tumbres. Y con este criterio se ha de juzgar de otras leyes.. 13 . E N CASO D E DUDA S E H A D E A N T E P O - N E R EL FAVOR E INTERPRETAR LA LEY CON AM- PLITUD, PORQUE LO QUE DE SUYO PRETENDE LA LEY ES FAVORECER.—-Según esto, afirmo final- mente que cuando la cosa resulta dudosa por- que el favor y la odiosidad parecen equilibrarse o porque recíprocamente se hallan en relación de más o menos, se ha de anteponer el favor y, con miras a una interpretación amplia, seha de tener la ley por sencillamente favorable. Así la GLOSA DEL CÓDIGO, y BALDO y otros en sus comentarios; así también BALDO en la ley pen- última de Pacéis del CÓDIGO, y también en sus comentarios ROMANO y ALEJANDRO. La razón resulta fácil por lo dicho, y es que lo que la ley pretende de suyo y como por pro- pio impulso es un favor, en cambio la odiosi- dad como accidentalmente y a la fuerza cuando es necesaria; ahora bien, lo sustancial se ante- pone a lo accidental en igualdad de circunstan- cias y por consiguiente también en case de duda. Expliquémoslo más: La odiosidad no se bus- ca si no es para que en último término pare en alguna ventaja que o sea un favor o sea tenida por favor; en cambio el fin del favor no es una odiosidad, más aún, por su misma naturaleza lo que más se busca es el favor. En efecto, aquello por lo cual una cosa es lo que es, aquello es más; luego en caso de duda y en igualdad de circunstancias, se ha de anteponer el favor. De esta manera fácilmente se concilian las opiniones aducidas y quedan resueltas todas las razones del problema: esto fácilmente puede en- tenderlo el lector, y por eso no es preciso que nos detengamos en cada una de ellas.- 14. UNA LEY PUEDE A LA VEZ SER ODIOSA Y FAVORABLE.—Con esto se resuelve el segundo punto que propuse antes sobre si la dicha divi- sión es suficiente. En efecto, podría decirse fá- cilmente que no es preciso que toda ley sea fa- vorable u odiosa, pues puede una ley ser mezcla de ambas cosas bajo distintos aspectos, y tal vez alguna puede no ser ni una cosa ni otra sin contener odiosidad ni favor: tales parecen ser los preceptos morales, que generalmente se pro- ponen por razón del bien común. No obstante, mejor es decir, que esa división es completa, porque una ley que parece mixta toma su denominación del elemento que preva- lece en ella, o —si hay duda o equilibrio— a tal ley se la juzga sencillamente favorable, se- gún lo explicado. Y si la ley es tal que a nadie impone un especial gravamen ni es tan gravosa y pesada que por ello se la juzgue odiosa, por el mismo hecho de ser justa y propicia para el bien común, es tenida por favorable y de amplia interpretación dentro de los límites del favor. De esta forma la división resulta suficiente y completa. 15. CUATRO ESPECIES PRINCIPALES HAY DE LEYES ODIOSAS.—Finalmente, por lo que toca al último punto, varias modalidades o —di- gámoslo así— especies de leyes odiosas suelen enumerarse; pero las principales parecen ser tres o cuatro, a saber: la ley penal; la ley que impo- ne un tributo o carga; la ley que anula un he- cho prohibiéndolo directamente o indirectamen- te y como consecuencia; la ley que se aparta del derecho antiguo o del derecho común; o la que lo deroga, limita o corrige; y con más razón la Lib. V. Distintas leyes humanas 464 ley posterior que abroga una anterior. De todas estas hablaremos en el presente libro en cuanto que tienen peculiares propiedades y efectos, los cuales es preciso explicar. Todas las otras leyes que no son tales se cuen- tan entre las favorables. Sin embargo, sólo por no ser así no constituyen una especie distinta que merezca un estudio especial. Por eso única- mente las que constituyen un privilegio necesi- tan de un estudio particular, y así de ellas ha- blaremos en el libro siguiente. CAPITULO II I ¿OBLIGAN EN CONCIENCIA LAS LEYES PENALES A LOS ACTOS QUE MANDAN A LAS INMEDIATAS? 1. Dos elementos hay que distinguir en la ley penal: el uno se refiere al acto que preten- de que se realice u omita, el otro a la pena que impone contra los trasgresores de tal ley. Y aun- que pueda parecer que el primer elemento lo hemos explicado ya al tratar de la ley humana, civil y canónica, sin embargo puede tener algo especial en la ley penal, y por eso hablaremos primero del primer elemento y después del se- gundo. Acerca del primero pueden suscitarse muchas cuestiones: ¿Pueden las leyes penales obligar bajo culpa? ¿De hecho obligan? ¿Pueden no obligar bajo culpa sino sólo bajo pena? ¿De he- cho obligan así? Estos dos últimos puntos los examinaremos en el capítulo siguiente; ahora va- mos a examinar los restantes. La dificultad está en las leyes que imponen pena temporal, pues acerca de las penas espirituales —como son ks censuras y otras semejantes— no hay la menor duda de que ordinariamente suponen culpa, como consta por lo dicho en el libro 4.° y se- gún se explicará después más. 2. P U E D E H A B E R LEYES PENALES QUE OBLI- GUEN EN CONCIENCIA, PORQUE ASÍ SERÁN MÁS EFICACES.—Acerca de lo primero, tratándose del poder no existe ninguna controversia; por eso brevemente decimos que no es superior al poder humano el mandar algo obligando a la vez en conciencia e imponiendo una pena, y que en consecuencia el hombre puede crear una ley que obligue en conciencia y que imponga una pena determinada a los trasgresores. Esto no lo negó ningún jurista aun tratándose de los príncipes seculares, como confiesa AZPILCUETA. La prue- ba es fácil. En primer lugar, porque tal ley pue- de ser muy conveniente para el estado; más aún, la experiencia demuestra que muchas veces es muy necesaria; por otra parte no contiene nin- guna injusticia; luego no hay por qué conside- rarla superior al poder humano ni puede aducir- se razón alguna para ello. En segundo lugar, de las leyes que imponen penas espirituales —la excomunión, etc.—, na- die duda que obligan en conciencia a los actos que mandan o prohiben, según dijimos en el libro 4.°, porque la razón principal por que sue- le imponerse una pena espiritual es la contuma- cia, la cual no suele tener lugar sin desobedien- cia y culpa, y porque las penas espirituales son medicinales y lo que principalmente pretenden es la curación del alma y la corrección de la culpa. Luego hablando en general, no es superior al poder humano el obligar en conciencia incluso bajo una pena determinada impuesta por ley; luego tampoco es esto superior a la facultad le- gislativa o poder civil, y eso aun tratándose de penas solamente temporales. Prueba de la consecuencia: Ninguna razón suficiente de diferencia puede asignarse, por- que, de la misma manera que ambos poderes llevan consigo fuerza para obligar en concien- cia, así ambos llevan consigo fuerza para casti- gar con penas proporcionadas, y, de la misma manera que en las leyes eclesiásticas es moral- mente necesario el añadir penas espirituales, así en las leyes civiles —más aún, en ambas leyes— es moralmente necesario el añadir pe- nas temporales. En efecto, las dos obligaciones a la vez fuerzan más que una sola de ellas, y a las personas sensuales les impresiona más la amenaza de penas temporales, por más que las espirituales sean más graves. En tercer lugar, porque el legislador humano puede obligar en conciencia con sus leyes aun sin añadir penas temporales; luego también aña- diéndolas. Prueba de la consecuencia: El legislador hu- mano puede añadir una pena temporal a la obli- gación de la ley natural, por ejemplo, la pena de muerte por el homicidio o por un robo gra- vísimo; asimismo puede con una ley posterior añadir una pena a una ley humana anterior pu- ramente moral y que obliga en conciencia, y esto de forma que la ley posterior no suprima la obligación de la anterior. Esto lo prueba lar- gamente AZPILCUETA, antes citado, diciendo que nadie lo niega y que la cosa es tan clara que no necesita prueba. Luego lo mismo puede hacer a la vez con una sola ley, porque la uni- cidad o pluralidad de leyes es muy accidental y no puede cambiar la sustancia de la justicia ni del poder. Cap. III. Las leyes penales ¿obligan en conciencia? 465 3. OBJECIÓN.—RESPUESTA.—Suele objetar- se que parece ser superior a la equidad de la justicia el imponer reato de dos penas por una sola trasgresión, pues en el fuero de Dios por un mismo delito no surge una doble tribulación, como se dice enN A H U M , que los Setenta leen No tomará dos veces venganza de lo mismo en la tribulación; luego mucho menos puede hacer esto el legislador humano; luego una vez que impone una pena temporal no puede imponer pena eterna u otra pena de la otra vida; luego tampoco puede obligar en conciencia, porque consecuencia de esta obligación es el reato de pena en la otra vida. A esto se responde negando lo que se afirma.. La cosa es clara por inducción: Dios con el pre- cepto que impuso a Adán le obligó en concien- cia y bajo una culpa gravísima y con reato de pena eterna, y sin embargo añadió la pena de muerte temporal; lo mismo consta en muchos preceptos de la ley vieja que obligaban bajo pena de muerte, y la regla general sobre ellos es que obligaban en conciencia. Eso mismo re- sulta evidente por lo que se ha dicho acerca de las leyes que añaden pena de excomunión por más que supongan reato de pena eterna, y también acerca de las leyes que añaden pena temporal por faltas contra la ley natural o con- tra otra ley humana anterior, pues también en ellas coinciden dos penas sin injusticia. La razón es que, o el pecado —por su infi- nitud— es susceptible de ambas penas y de más, o la trasgresión de una ley humana no sólo es ofensa de Dios sino también del prín- cipe y del estado humano, y por tanto justamen- te ambos la castigan. Por consiguiente, aunque una ley no imponga pena especial sino que sea puramente moral, puede el príncipe castigar temporalmente al trasgresor de tal ley por más que en el fuero de Dios tenga el reato de su propia pena; luego es señal de que esas dos penas de distinta clase y de distinto fuero —el divino y el humano— no son superiores a lo que tal trasgresión merece. Ni hace al caso el pasaje de N A H U M : lo pri- mero, porque allí no se trata de una ley ni de su pena sino de una promesa de Dios para con el pueblo judío, al cual determinó no castigar entonces por segunda vez, no porque no pu- diese hacerlo justamente sino porque por su bondad no quiso; y lo segundo, porque allí se trata de una doble tribulación temporal, aun- que figuradamente con ello se dio a entender que quienes en esta vida son afligidos una vez de forma que hacen verdadera penitencia, no sufrirán una segunda aflicción en la vida fu- tura. 4. LAS LEYES HUMANAS QUE CONTIENEN PENAS TEMPORALES NO OBLIGAN EN CONCIENCIA SI EL LEGISLADOR NO MANIFIESTA EXPRESA- MENTE LO CONTRARIO, LO CUAL SUCEDE RARAS VECES.- ASÍ PIENSA AZPILCUETA FUNDADO EN QUE SON ODIOSAS.—Supuesto el poder, queda la cuestión del hecho o de la voluntad del legisla- dor. Sobre ella hay una primera opinión la cual afirma que las leyes humanas, desde el momen- to que son sancionadas con penas temporales, no obligan en conciencia de hecho y según la voluntad presunta del legislador, a no ser que éste manifieste otra cosa, lo cual raras veces o nunca sucede en las leyes civiles. Esta opinión la defiende sobre todo AZPIL- CUETA, y en favor de ella cita a MATUSILANO, al cual también cita y sigue DECIO, que cita al OSTIENSE y a JUAN DE ANDRÉS. Sin embargo éstos hablan en particular de determinados es- tatutos de religiosos, como de los dominicos, y no piensan que sea esa una norma general; por eso al citarles MATUSILANO parece que úni- camente pensó con ellos. Lo mismo pero más en general pensó IMOLA, al cual cita y sigue DECIO antes citado. Pero ellos hablan no sólo de las leyes penales sino en absoluto de las leyes humanas que prohiben o mandan cosas indiferentes o no necesarias por la ley natural para el bien moral: más arriba, en los libros 3.° y 4.°, se demostró que la opi- nión de éstos en esta parte es improbable; tam- bién AZPILCUETA disiente de ellos en esto, por más que en la cuestión presente se sirve de su autoridad cuando cita en favor de aquella opi- nión a otros que en realidad no la enseñan, co- mo FELINO y TOMÁS DE V I O ; de éste ya ha- blamos antes. Por lo que se refiere a la cues- tión presente, anteriormente enseñaron esa opi- nión JASÓN y Luis GÓMEZ. 5. Los argumentos de AZPILCUETA son los siguientes. El primero, que la ley penal es odio- sa y por tanto, en cuanto sea posible, se ha de interpretar con mayor benignidad; ahora bien, esta interpretación es más benigna y contribuye mucho a hacer desaparecer los lazos y peligros de las almas, y puede sostenerse sin inconve- niente alguno. El segundo, que el legislador, al añadir una pena temporal, se presume que excluye la pena eterna, porque, según la regla de las DECRETA- LES, quien de dos cosas expresa la una y calla la otra se juzga que la excluye. Lib. V. Distintas leyes humanas 466 En tercer lugar, que las leyes humanas ra- ras veces hablan explícitamente de obligación en conciencia y al menos las civiles nunca ex- presan esto; más aún, los príncipes infieles nun- ca pensaron en tal pena; luego no es verisímil que la pretendieran, sobre todo cuando hablan expresamente de pena temporal. En cuarto lugar AZPILCUETA aduce la cos- tumbre, y asegura que el consentimiento uni- versal ha admitido que estas leyes se entiendan en este sentido. Finalmente, como algunas leyes penales no obligan en conciencia, luego ninguna de ellas obliga, pues la razón es la misma para todas. 6. LA OPINIÓN CONTRARIA ES MÁS VERDA- DERA Y SEGURA.—Esto no obstante, la opinión contraria es más verdadera y segura. Hay que decir, pues, que una ley, que por sus fórmulas y por el modo como se da, contiene un pre- cepto, aunque añada una pena obliga en con- ciencia bajo culpa mortal o venial, según la ca- lidad de la materia y las otras señales que se dieron en los libros anteriores, a no ser que por otro lado conste de la intención expresa del le- gislador. De esta última limitación hablaré en el ca- pítulo siguiente. Prescindiendo de ella, la tesis es común entre los telólogos, y la defienden so- bre todo CASTRO y SOTO, el cual aduce a SAN- TO TOMÁS. La sostienen también DRIEDO y M E - DINA. Lo mismo piensa ENRIQUE, pues aunque hace diversas distinciones, por fin persiste en esta opinión. La sostienen también TOLEDO y BARTOLOMÉ DE MEDINA. ES también común entre los canonistas, la sostiene la GLOSA DEL LIBRO 6.° DE LAS DECRETALES, y en su comen- tario piensa lo mismo DOMINGO. LO mismo en- señan FELINO, SILVESTRE, ÁNGEL, ARMILLA y COVARRUBIAS. 7. Esta opinión suele basarse —en primer lugar— en que la ley penal es verdadera ley; luego obliga en conciencia. Prueba de la consecuencia: La fuerza para obligar en conciencia es esencial a la ley y sólo en esto se distingue del consejo, según se dijo anteriormente y según insinúa SANTO TOMÁS. Pero esta razón no convence, porque no es esen- cial a la ley el obligar en conciencia precisamen- te al acto que principalmente pretende, según explicaré en el capítulo siguiente. Suele basarse —en segundo lugar— en que la pena esencialmente dice relación a la culpa, y sólo así puede llamarse justa, pues, como se diGe en el DEUTERONOMIO, el número de gol- pes sera proporcional a la culpabilidad, y lo mismo se da a entender en las DECRETALES. Conforme a eso dijo SAN AGUSTÍN: Toda pena, si es justa, es pena del pecado y se llama su- plicio, y por eso dijo GERSÓN que culpa y pena son cosas correlativas, idea que insinúa tam- bién SANTO TOMÁS. Luego castigando la ley pe- nal justamente, supone culpa en su trasgresión. Pero tampoco esta razón tiene mucha fuerza, pues aunque la pena, en un sentido riguroso, diga relación a la culpa, sin embargo, en un sen- tido más amplio de cualquier suplicio, daño o perjuicio, puede aplicarse justamente por una causa justa aun sin culpa, cómo largamente de- muestra AZPILCUETA. También puede decirse que aunque toda pena es por una culpa, pero no siempre por una culpa contra Dios sino que a veces basta una culpa —como quien dice— civil y humana. Urgen algunos diciendo que si uno por igno- rancia invencible falta contra una ley penal, nose hace reo de la pena, según diremos después; ahora bien, esto parece ser así únicamente por- que la ignorancia excusa de la culpa; luego es señal de que tal pena supone obligación bajo culpa. Respondo, sin embargo, que tampoco este in- dicio es suficiente, porque si la ignorancia ex- cusa de la pena —según se supone y examina- remos después— no es sólo porque excusa de la culpa sino también porque hace involuntario al acto, el cual ni es culpa ni justa causa de pena, sobre todo cuando la pena no se pone más que para inducir —y como quien dice— coaccionar la voluntad a algo, coacción que no tiene lugar cuando se encuentra una razón in- voluntaria de la ignorancia. 8. LEY QUE CONTIENE UN PRECEPTO, OBLI- GA EN CONCIENCIA.—Así pues, la única razón de la tesis es que una ley que contiene un pre- cepto obliga en conciencia, según se demostró antes; ahora bien, tal ley contiene un precepto; luego obliga en conciencia. La consecuencia es clara porque la proposi- ción mayor es universal y porque la añadidura de la pena no se opone a la obligación en con- ciencia, según se ha demostrado suficiente- mente. Con la misma razón puede probarse la rde- Cap. III. Las leyes penales ¿obligan en conciencia? 467 ñor, porque esa ley contiene un precepto en fuerza de sus fórmulas teniendo en cuenta la calidad de la materia y los otros elementos ne- cesarios explicados anteriormente, de tal modo que, si no se añadiese la pena, aquella manera de mandar, expresada así y tratándose de tal materia, sería suficiente para crear un precep- to y para significar tal intención del legislador, que es la que ante todo se requiere. Ahora bien, la añadidura de la pena no anula esta fuer- za de la ley y de sus fórmulas, y tampoco es señal en el legislador de intención de no obli- gar ni mandar, pues los legisladores no suelen añadir la amenaza de una pena para destruir su precepto sino para fortalecer y de alguna mane- ra aumentar la obligación al menos en intensi- dad; esto se verá fácilmente al responder a los argumentos de AZPILCUETA. 9. En conformidad con esto, puede confir- marse la tesis con el ejemplo del precepto de rezar las horas canónicas: tiene aneja en los beneficiados la pena de restituir, y sin embargo obliga en conciencia. Responden algunos que la obligación en con- ciencia de rezar es anterior a la ley penal en virtud de un precepto moral o de una costum- bre previa que no quedaron suprimidos por la ley penal posterior, según la doctrina que se dio antes. Pero a esto se contesta con la razón aducida antes: Si esta doble obligación sobre una mis- ma cosa la imponen leyes distintas, ¿por qué no ha de poder imponerla también una misma ley? En efecto, así como la ley posterior, al añadir una pena a la anterior que obligaba en conciencia, no la revoca ni muestra que sea esa la intención del que impone la pena, así la aña- didura de una amenaza de pena que se hace al precepto no revoca la fuerza de éste ni indica que sea esa la intención del legislador: al con- trario, suele más bien indicar severidad del pre- cepto y una voluntad mayor de obligar. A esto se añade, en el ejemplo aducido, que la ley de rezar el oficio de la Virgen impuesto a los clérigos pensionados bajo la misma pena, obliga en conciencia, y sin embargo esa obli- gación no es más antigua sino que fue impues- ta por el mismo precepto. 10. LAS LEYES QUE TASAN LOS PRECIOS OBLIGAN EN CONCIENCIA.—Finalmente, las le- yes justas que tasan los precios de las cosas, aunque se den bajo amenaza de pena obligan en conciencia. Tal es en España la ley que tasa el precio del trigo. Luego lo mismo sucederá con cualquier otra ley penal. Oponen algunos que el caso no es el mismo, porque lo que hace la ley que tasa el precio es que la mercancía no valga más, y por tanto si se vende más cara, se obra contra la justicia, y eso es causa de culpa. Pero a eso se responde que si la ley que tasa el precio de una cosa hace que no valga más es porque señala el punto medio de la • justicia; pues bien, de la misma manera las otras leyes señalan el punto medio de la vir- tud, sea en materia de justicia, sea en materia de religión o de otras virtudes, porque esta es la eficacia de la ley humana, según se demostró anteriormente; por eso, en consecuencia, coloca al acto contrario en la especie del vicio contra- rio; luego obliga también en conciencia a ob- servar tal punto medio y a evitar tal vicio. Ni parece que se pueda señalar una razón suficiente para pensar que una ley que se da en materia de justicia determina el punto medio de la vir- tud aunque añada una pena, y para que no haya que pensar lo mismo de las leyes que man- dan bajo pena en otras materias. 11. LA INTERPRETACIÓN MÁS BENIGNA TIE- NE LUGAR CUANDO LA COSA ES MORALMENTE DUDOSA.—Ni tienen fuerza en contra de esto las razones de AZPILCUETA. A la primera res- pondo que la interpretación más benigna tiene lugar cuando la cosa es moralmente dudosa, y que debe ser tal que no falsee las palabras de la ley. Ahora bien, en nuestro caso, el sentido de la ley no es dudoso, ya que se supone que se trata de fórmulas que por sí mismas significan suficientemente un precepto, y no hay base para recurrir a la intención falseando el sentido de las palabras de la ley o quitándoles fuerza. A la segunda digo —en primer lugar— que el axioma aquel y el cap. Nonne que allí se adu- ce tienen lugar cuando o las dos cosas de que se trata son contradictorias, o cuando se pro- ponen disyuntivamente, pues entonces se pre- sume que tomar la una significa excluir la otra; pero si no son así, ese indicio no basta si no se añaden otros. Pues bien, en nuestro caso las obligaciones bajo culpa y bajo pena no son contradictorias entre sí; más aún, por sí mis- mas van de alguna manera unidas, y por tanto sola la añadidura de la pena no es ningún in- dicio de que la culpa quede eliminada. Digo —en segundo lugar— que, en la ley de que tratamos, la obligación bajo culpa va su- ficientemente incluida en las fórmulas precepti- vas, y que por tanto no puede decirse que esa ley amenace con la pena dejando la amenaza de culpa, porque la única manera como suele for- mularse el reato de culpa es mandando. 12. Según esto, respondiendo a la tercera razón niego la consecuencia. Si esa razón valiera algo, probaría también que las leyes humanas morales que no añaden pena no obligan en con- ciencia porque no lo manifiestan expresamente, Lib. V. Distintas leyes humanas 468 y que las leyes de los príncipes infieles no ligan las conciencias aunque no sean penales, porque tales príncipes para nada pensaron en las penas de la otra vida. Ambas cosas son absurdas, co- mo consta por el libro 3.° Por consiguiente, así como en las leyes mo- rales la fuerza natural del precepto basta para crear obligación de conciencia aunque el prín- cipe no la exprese y ni siquiera piense refleja- mente en ella sino únicamente en imponer un precepto, así también basta en las leyes penales. La cosa es clara, porque el precepto moral del rey infiel obliga bajo reato de pena en la vida futura aunque el legislador no lo conozca, pues basta la fuerza connatural del precepto; luego también basta en la ley penal, que al mismo tiempo es moral, ya que no puede darse ninguna razón de diferencia en estos casos. Sobre la cuarta razón, negamos que se dé tal costumbre, puesto que ni los doctores en gene- ral la reconocieron, ni se deduce de la práctica común ni del sentir de los fieles. Acerca de la quinta razón hablaremos en el capítulo siguiente. CAPITULO IV ¿SE DAN O PUEDEN DARSE LEYES PENALES QUE NO OBLIGUEN EN CONCIENCIA SINO ÚNICAMENTE BAJO PENA SIN LUGAR A CULPA? 1. Lo NIEGAN SILVESTRE, ARMILLA Y BE- LARMINO.—CUATRO PRUEBAS.—Sostiene la ne- gativa SILVESTRE, antes citado, y le sigue AR- MILLA, aunque no parece consecuente consigo mismo, según explicaré. Se cita en favorde esta opinión a SOTO, an- tes citado, pero si se le lee cqn atención, él no niega el poder ni disiente de la opinión general en la cosa, por más que en el uso de las pala- bras parece discrepar y discutir sin motivo. SIL- VESTRE cita también en favor de esta opinión a SANTO TOMÁS y a los autores que, sin hacer distinción alguna, dicen que las leyes o precep- tos de los superiores obligan en conciencia. La misma opinión parece seguir BELARMINO. Los argumentos de esta opinión se tocaron y casi se solucionaron al discutir el problema anterior. El resumen de ellos es el siguiente: En primer lugar, la obligación en conciencia es esencial a la ley; luego es imposible que una sea verdadera ley penal sin que obligue en con- ciencia. En segundo lugar, de no ser así sería injusta imponiendo pena sin haber culpa. En tercer lugar, de no ser así no habría ra- zón alguna para imponer por tales leyes una pena mayor o menor, porque la pena se im- pone mayor o menor en proporción a la culpa; ahora bien, cuando no hay ninguna culpa, no puede ser mayor ni menor; luego tampoco ma- yor o menor la pena. En cuarto lugar, ninguna razón puede darse de por qué unas leyes penales han de obligar en conciencia más bien que otras, ni puede fá- cilmente explicarse por qué señal o de qué ma- nera se han de distinguir tales leyes. 2. LA AFIRMATIVA ES MÁS VERDADERA.— Esto no obstante, hay que decir —en primer lu- gar— que pueden darse leyes que coaccionen u obliguen bajo amenaza de pena aunque no obli- guen en conciencia al acto por cuya trasgresión obligan a la pena. Este tesis la supone como clara AZPILCUETA, antes citado, y la sostiene VITORIA; la demuestra también largamente CAS- TRO, y la siguen otros antiguos ya citados. Estos distingue una doble ley penal, la pura y la mixta o compuesta, a las cuales se añade una tercera, la ley humana no penal sino pura- mente moral, que es la que obliga en conciencia y no añade pena. Y no importa lo que dice Az- PILCUETA, que también por no cumplir esta ley se incurre en reato de pena, porque esto es siem- pre en el fuero de Dios, pero no en el fuero humano, por lo cual ese reato no procede pro- piamente de la ley humana sino de la naturaleza de la cosa o de la ley divina, y por eso esa ley humana con razón se llama puramente moral, es decir, no penal, porque ella no señala pena ni la impone directamente. Mixta se llama la que es a la vez moral y pe- nal e incluye virtualmente dos preceptos, uno de practicar u omitir tal acto, y otro de sufrir tal pena en el caso de que no se haga eso. De ésta se entiende todo lo dicho en el capítulo precedente. Ley puramente penal se llama la que única- mente contiene un sólo precepto —como quien dice, hipotético— de sufrir tal pena o daño si se hace esto o aquello, aunque no se impone precepto acerca del acto sometido a tal condi- ción. Y aunque AZPILCUETA, antes citado, dice que esta división es nueva, y SILVESTRE y AR- MILLA la desprecian como pueril, verbal e inútil, con todo no es nueva ni pueril, pues la em- plean graves doctores no sólo modernos sino también antiguos, como ENRIQUE, ÁNGEL, CAS- TRO y algunos otros de los aducidos en el ca- pítulo precedente en favor de nuestra opinión. Cap. IV. ¿Son posibles leyes penales que obliguen sólo a la pena? 469 Tampoco puede llamarse inútil ni verbal, pues explica muy bien el punto que estudiamos, y puede basarse en una razón muy buena con la que al mismo tiempo se probará la tesis pro- puesta. 3. La razón es que el legislador puede a la vez obligar con su ley en conciencia imponien- do una pena a los trasgresores —según se ha demostrado en lo anterior—, y puede también obligar en conciencia sin añadir pena alguna; luego puede también imponer solamente obli- gación de pena. De esta forma resulta una di- visión trimembre respecto de la ley humana en general y bimembre respecto de la ley pe- nal. Sólo queda por probar la primera conse- cuencia. Esta podría negarse diciendo que la culpa es anterior a la pena, y que por tanto puede ha- llarse sola o juntarse con ella, y en cambio la pena, siendo como es posterior a la culpa, aun- que puede acompañar a la culpa, sin embargo no parece poder existir sin ella porque se fun- da en ella. Esto no obstante, pruebo la conse- cuencia: Esa manera de mandar no es contraria a la esencia de la ley ni a la esencia de la jus- ticia; luego puede el legislador, a su prudente arbitirio, querer sola esa manera y no otra; lue- go en el caso de que lo haga así, creará una ley puramente penal que obligue al acto man- dado no en conciencia sino solamente bajo pena. La primera consecuencia es clara, porque ca- yendo ambas obligaciones bajo el poder del le- gislador, éste puede hacer uso de su poder co- mo quiera dentro de lo que permite la justicia de la ley. También la segunda consecuencia es clara, porque la obligación de la ley depende de la intención del legislador y no puede sobrepasar- la, según la regla vulgar de que los actos de los agentes no sobrepasan la intención del agente. 4. LAS REGLAS DE LOS RELIGIOSOS, CUANDO NO OBLIGAN BAJO CULPA, MUCHAS VECES OBLIGAN A LA PENA.—La primera parte del an- tecedente se prueba con el ejemplo de las reglas de los religiosos, las cuales obligan de esta ma- nera. Responden algunos que esas no son leyes sino o consejos o ciertos convenios y —como quien dice— pactos. Pero esta es una afirmación gratuita, porque en la apreciación general son verdaderas cons- tituciones y estatutos, y así las llaman los Pon- tífices cuando dan poder para crearlas. Además son actos de jurisdicción y de un poder supe- rior que impone alguna necesidad de obrar así; luego sobrepasan el concepto de consejo y no son sólo convenios, pues aunque suponen el consejo en el sentido de que al principio fue ne- cesaria la profesión de tal estado, después la obligación nace de la jurisdicción. Por eso al- gunos creen que para el concepta de ley basta que imponga obligación, sea bajo culpa sea bajo pena. El antes citado CASTRO dijo que tal ley im- pone al juez la obligación en conciencia de cas- tigar al trasgresor, y así confiesa que es más ver- dadera ley respecto del juez que respecto del reo. Pero a esto puede replicarse, lo primero, que los preceptos religiosos no parecen obligar más al superior que al subdito; y lo segundo, que aquí tratamos de la ley respecto del sub- dito, y así —como él mismo reconoce— en el caso de que la ley penal imponga una pena que se ha de pagar por el hecho mismo de haber faltado, obliga en conciencia al subdito, una vez que ha quebrantado la ley, a pagar la pena. Por eso en general me agrada más la opinión de que esta ley siempre se reduce —digámoslo así— a una obligación de conciencia, según ex- pliqué en el cap. XVIII del libro 3.°, pues aun- que no obligue a aquello que manda a las inme- diatas, sin embargo, si no se la cumple en eso, obliga en conciencia o a pagar la pena, si es de cumplimiento automático, o a soportarla cuan- do se imponga, como pensó SANTO TOMÁS. Luego en tal estatuto se salva suficientemente el concepto de ley. 5. EN EL ENTREDICHO Y EN LA IRREGULA- RIDAD MUC H AS VECES SE INCURRE SIN CULPA. La segunda parte, a saber, que esta clase de ley no es contraria a la equidad o justicia, suele probarse por la regla jurídica que trae el LI- BRO 6.° DE LAS DECRETALES, que a veces se incurre en pena sin culpa aunque no sin causa. Esto lo dijo también SANTO TOMÁS, el cual trae el ejemplo de la irregularidad, en la cual se in- curre sin culpa; y lo mismo sucede con el en- tredicho. A esto podría responderse que la irregulari- dad no es pena, y que el entredicho nunca se impone sin culpa de alguno, por más que alcan- ce también a los inocentes por alguna unión suya con el delincuente, de la misma manera que la pena de un padre pecador suele redundar sobre hijos inocentes. Pero no hay por qué discutiren esto sobre el nombre. Reconocemos —como dije en el ca- pítulo precedente— que la pena en su sentido más propio reviste carácter de venganza y dice relación a una verdadera culpa. Sin embargo en el caso presente no es necesario tomarla en ese sentido, pues en un sentido más general todo daño de la naturaleza, de cualquier causa que Lib. V. Distintas leyes humanas 470 proceda, entra en el mal de pena, y en particu- lar y normalmente toda aflicción que tiene lu- gar en forma de coacción para que se cumpla una ley, se llama verdadera pena, y ésta puede imponerse sin que haya culpa contra Dios, aun- que no sin que haya algún defecto o imperfec- ción en la estimación de los hombres. Pues bien, que esta forma de pena pueda imponerse sin injusticia se prueba diciendo que el superior puede obligar a un acto de suyo bueno —aunque en la omisión de tal acto no haya culpa— porque ese acto puede ser conve- niente para el bien común y nada contiene con- trario a la razón ni a las atribuciones del supe- rior; luego por la misma razón puede el supe- rior imponer una carga o aflicción por la omi- sión de ese acto aunque no haya habido culpa contra Dios. Prueba de la consecuencia: Ese castigo en ese caso no es más que una coacción para que tal acto se haga o no se haga, coacción que es ne- cesaria para que su temor —incluso previamen- te— fuerce a evitar semejante trasgresión. Confirmación: A veces puede el estado im- poner otras cargas por justa causa y sin culpa, según prueban los ejemplos antes aducidos y otros que aduce la GLOSA DE LAS DECRETALES; y la razón es que muchas veces es necesario eso para el buen gobierno del estado; luego también puede hacerse así en el caso presente, pues —prescindiendo de la culpa— la causa es su- ficiente. 6. MUCHAS VECES, PARA EVITAR EL PELI- GRO DE LAS ALMAS, CONVIENE OBLIGAR BAJO PENA SIN OBLIGAR BAJO CULPA. ESTE ES EL CRITERIO QUE SE SIGUE EN LA LEY HUMANA, LA CUAL IMPONE PENA A QUIEN HUYE DE LA CÁRCEL Y A QUIEN CORTA LEÑA EN EL BOSQUE. Finalmente, muchas veces, para evitar los peli- gros de las almas, puede ser conveniente obli- gar sólo de esta manera a un acto que por lo demás sea conveniente para la comunidad. En efecto, alguna coacción es útil, y que no se emplee una mayor es también útil a las almas y más propio de una suave providencia que del rigor. Con esta prudente intención se hacen los es- tatutos en los institutos religiosos: en ellos se supone un pacto virtual —incluido en el voto de obediencia y en la profesión— de aceptar tal determinada pena si uno es sorprendido en tal o cual trasgresión de la regla, según observó SAN ANTONINO. Esto puede extenderse también a cualquier comunidad o estado, porque entre ella y cada uno de sus miembros media o al menos se supone tal convenio para la unión civil en un solo cuerpo;' pero, supuesto ese convenio, en virtud del poder de jurisdicción que tiene el superior puede seguirse tal forma de mandar y de imponer tal obligación, ya que de suyo es justa y útil a la comunidad, según se ha explicado. 7. SEGUNDA TESIS.—Digo —en segundo lu- gar— que existen algunas leyes puramente pe- nales y que no obligan en conciencia más que a la pena, las cuales se han de distinguir de las leyes penales mixtas por la materia, por las fórmulas y por otras circunstancias. La primera parte de la tesis es clara y pare- cen suponerla los autores aducidos en la tesis primera, y aunque CASTRO plantea el problema de si se dan tales leyes, sin embargo no parece caer en la duda. Lo primero, porque —siendo posibles y pu- diendo muchas veces ser más aptas para el go- bierno de los subditos con menor peligro y gravamen en algunas materias en las cuales no es necesaria mayor carga—, parece creíble de suyo que muchas veces las leyes penales se den de esta manera. Y lo segundo, porque entre los religiosos exis- ten claros ejemplos de estas leyes, según dije antes; en las leyes humanas se tiene por pura- mente penal a la que impone pena a quien huye de la cárcel y a quien corta leña en un bosque comunal, etc. 8. D E LA INTENCIÓN DEL LEGISLADOR DE- PENDE EL QUE UNA LEY SEA PURAMENTE PENAL O NO. LA COSTUMBRE ES INTÉRPRETE DE SI UNA LEY ES PURAMENTE PENAL. As í pues , toda la dificultad está en la explicación de la segunda parte de la tesis, a saber, cuándo se ha de tener a una ley por puramente penal. ' Sobre este punto suele decirse generalmente que la cosa depende de la intención del legis- lador. Esto lo creo verdaderísimo por la razón aducida. Ni depende ello del problema aquel de si la obligación en conciencia de un precep- to o ley puede ser mayor o menor según la intención del legislador. Sea de esto lo que sea una vez dado el precepto, es cierto que de la intención del superior depende el mandar e igualmente el imponer dos preceptos o uno solo hipotético, de la misma manera que de la in- tención de quien hace un voto bajo pena de- pende el hacer voto de ambas cosas por sí mis- mas y expresa o tácitamente emitir dos votos, o uno solo hipotético. Así pues, supuesta la necesidad de la inten- ción, preguntamos: ¿Cómo se conocerá y por qué señales constará que la intención del legis- lador fue imponer un solo precepto hipotético? Sobre esto es también claro que ello puede constar ante todo por expresa declaración del legislador mismo: ya se exprese en la misma ley particular; ya por medio de alguna norma ge- neral de algunas constituciones comprendida en ellas, la cual declare esto y fije las únicas fór- mulas que han de significar obligación en con- ciencia, como se hace en algunos institutos re- ligiosos; ya sea, finalmente, que conste de tal Cap. IV. ¿Son posibles leyes penales que obliguen sólo a la pena? 471 intención por tradición, costumbre o ley no es- crita, pues aunque tal costumbre no sea univer- sal para todas las leyes penales —como quería AZPILCUETA— pero puede introducirse en al- gún estado o congregación, y ella será la mejor intérprete de cualquier ley de tal comunidad, a no ser que sea revocada por la ley misma ex- presando que tal ley obligue o tenga fuerza de precepto no obstante la costumbre contraria. 9. REGLA GENERAL.—REGLA GENERAL DE CASTRO.—Además de estos casos, podemos es- tablecer una regla general negativa. Cuando las palabras de la ley penal no expresan suficiente- mente un verdadero precepto que obligue al acto o a su omisión, se ha de presumir que la ley es puramente penal, de tal manera que en este caso tiene valor la opinión de AZPILCUETA de que se trató en el capítulo anterior. Esto es así porque también tiene valor su ra- zón. En efecto, si la ley no expresa suficiente- mente una doble obligación o precepto, se ha de elegir la interpretación más benigna, ya que la cosa es dudosa y la ley no expresa rigor con suficiente claridad. Y habrá que creer que la ley no expresa suficientemente la primera obli- gación de conciencia, cuando ni se dio con fór- mula expresamente preceptiva que se refiera al acto prohibido o mandado, ni por las circuns: tancias, materia o pena de la ley se deduzca un precepto virtual o la intención suficiente dal legislador. En la primera parte de esta doctrina parece fundarse la regla —que CASTRO admite en ge- neral— de que cuando la ley no se da con pa- labras imperativas o prohibitivas sino con pa- labras que únicamente significan condición, la ley es puramente penal, por ejemplo cuando la ley dice que si uno es hallado sacando trigo del reino pierda ese trigo o el doble, o cuando dice que quien sea cogido cazando en determinado lugar, pague tal multa. En efecto, semejantes leyes en virtud de sus fórmulas no imponen obligación de realizar u omitir el acto, porque en rigor no mandan. 10. LIMITACIÓN DE LA REGLA DE CASTRO.— Pero esta regla necesita una limitación que ya se ha insinuado en la segunda parte de nuestra tesis. En efecto, si la pena de la ley supone in- trínsecamente