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Teorías e historia de la ciudad contemporánea - Carlos García Vázquez - (2016, Editorial Gustavo Gili)

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La ciudad contemporánea es una criatura incierta. Su condi-
ción de amalgama de variables sociales y económicas, cultu- 
rales y políticas, temporales y espaciales, la convierte en un 
hojaldre múltiple difícil de aprehender. Infinidad de teorías e 
historias llevan décadas intentándolo, de lo que ha derivado 
un corpus doctrinario igualmente vasto y complejo. El obje- 
tivo de este libro es descifrar dicho corpus. 
Como la ciudad no puede abarcarse desde una única área 
de conocimiento, Carlos García Vázquez intenta detectar sus 
regularidades, relacionarlas entre sí y trazar trayectorias que 
dibujen una topografía legible. De esta forma, el libro revisa 
tres paradigmas de pensamiento en torno a la ciudad que 
han afectado a tres disciplinas: la ciudad de los sociólogos, 
la ciudad de los historiadores y la ciudad de los arquitectos. 
Tres miradas que, en cierto modo, vendrían a ser la ciudad 
del presente, la ciudad del pasado y la ciudad del futuro.
CARLOS GARCÍA VÁZQUEZ (Sevilla, 1961) es arqui-
tecto y catedrático de Composición Arquitectónica en la 
Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla. Profesor 
invitado en la Scuola Architettura e Società del Politecnico 
di Milán (sede de Piacenza), es autor de Antípolis. El desva-
necimiento de lo urbano en el Cinturón del Sol (2011) y 
Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo xxi (2004), ambos 
libros publicados por la Editorial Gustavo Gili.
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GARCIA VAZQUEZ Teoría e historia copia 4.indd 1 03/02/16 11:39
Editorial Gustavo Gili, SL
Via Laietana 47, 2º, 08003 Barcelona, España. Tel. (+34) 93 322 81 61
Valle de Bravo 21, 53050 Naucalpan, México. Tel. (+52) 55 55 60 60 11
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TEORÍAS E HISTORIA DE LA CIUDAD CONTEMPORÁNEA
Diseño gráfico: Toni Cabré/Editorial Gustavo Gili, SL
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de 
esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista 
por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) 
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. 
La Editorial no se pronuncia ni expresa ni implícitamente respecto a la exactitud de la infor-
mación contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsab-
ilidad en caso de error u omisión. 
© Carlos García Vázquez
© Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2016
ISBN: 978-84-252-2876-6 (PDF digital)
www.ggili.com
http://www.cedro.org
Índice
007 Introducción 
011 METRÓPOLIS: 1882-1939 
016 Epistemología de la metrópolis
020 La metrópolis de los sociólogos: Escuela de Chicago, 
 Georg Simmel, Max Weber
034 La metrópolis de los historiadores: Marcel Poëte, 
 Pierre Lavedan, Lewis Mumford 
043 La metrópolis de los arquitectos: Camillo Sitte, 
 Raymond Unwin, Le Corbusier 
071 MEGALÓPOLIS: 1939-1979
078 Epistemología de la megalópolis
081 La megalópolis de los sociólogos: Herbert Gans, 
 Jane Jacobs, Henri Lefebvre
096 La megalópolis de los historiadores: Harold J. Dyos, 
 Colin Rowe, Manfredo Tafuri
105 La megalópolis de los arquitectos: Josep Lluís Sert, 
 Kevin Lynch, Aldo Rossi
137 METÁPOLIS: 1979-2007 
143 Epistemología de la metápolis
147 La metápolis de los sociólogos: Manuel Castells, 
 Saskia Sassen, Mike Davis
163 La metápolis de los historiadores: Dolores Hayden, 
 Anthony Sutcliffe, Anthony D. King
170 La metápolis de los arquitectos: Robert Venturi, 
 Rem Koolhaas, Bernardo Secchi
199 Epílogo
200 Bibliografía básica
202 Índice de nombres
Introducción
La ciudad contemporánea es una criatura incierta. Su condición de 
sumatorio de variables sociales y económicas, culturales y políticas, 
temporales y espaciales la convierte en un hojaldre múltiple difícil 
de aprehender. Infinidad de teorías e historias llevan décadas inten-
tándolo, de lo que ha derivado un corpus doctrinario igualmente 
vasto y complejo. El objetivo de este libro es descifrar dicho corpus. 
Las dificultades que se afrontan al asumir una tarea así son nume-
rosas. La ciudad no es abarcable desde una única área de conocimien-
to, por lo que el enfoque interdisciplinar es ineludible. El hecho de 
que las disciplinas científicas y humanísticas suelan fragmentarse en 
subdisciplinas multiplica los escollos, ya que, como indicara Henri 
Lefebvre, cada una de estas subdisciplinas selecciona los contenidos 
que le interesan y los enfoca con metodologías propias. Si además 
tenemos en cuenta que esas aproximaciones se influyen mutuamente, 
entenderemos el grado de contaminación que impregna el territorio 
que hemos de desbrozar. Este libro lo ha rastrillado, ha detectado las 
regularidades, las ha relacionado y ha trazado trayectorias que dibujan 
una topografía legible. 
Para llevar a cabo esta operación hemos tenido que pagar un triple 
peaje: el de la simplificación, la esquematización y la categorización. 
El primero deriva de la conjunción de lo inconmensurable del 
campo que nos ocupa con las restricciones dimensionales de esta 
obra. Ante la imposibilidad tanto de profundizar como de abarcarlo 
todo, hemos seleccionado las áreas de conocimiento que se han 
ocupado de la espacialidad de la ciudad, tanto física como social. 
En primer lugar, las ciencias sociales, dentro de las cuales hemos 
destacado la sociología urbana, que ha interpretado la ciudad como 
una proyección de sus habitantes; la geografía urbana, que ha inter-
pretado a los habitantes como una proyección de la ciudad; y la 
8
antropología urbana, que se ha especializado en el estudio de comu-
nidades concretas. En segundo lugar, la historia, y en concreto la 
historia urbana, que ha seguido la evolución de la morfología y del 
proceso de urbanización, y la historia del urbanismo, orientada hacia 
la planificación de ambos. Por último, la arquitectura, en la que 
hemos diferenciado entre urbanismo, diseño urbano, teoría urbana y 
análisis urbano. Los dos primeros se han ocupado de la materialización 
de la ciudad: el urbanismo de lo procedimental (la organización téc-
nica) y el diseño urbano de lo sustancial (la forma espacial); por su 
parte, la teoría urbana, que puede ser descriptiva o normativa, ha 
sido la encargada de determinar los valores que deben guiar a 
ambos (éticos, ideológicos o políticos); y el análisis urbano se ha 
ocupado del estudio e interpretación de lo existente. 
En cuanto a la esquematización, Teorías e historia de la ciudad contem-
poránea —título que se hace eco del libro de uno de mis principales 
referentes, Manfredo Tafuri y su Teorías e historia de la arquitectura— 
se estructura en tres etapas que abarcan 125 años de estudios urbanos, 
de 1882 a 2007. El punto de partida, en el último cuarto del siglo xix, 
viene determinado por el nacimiento de la mayoría de las disciplinas 
anteriormente mencionadas: el urbanismo en 1875, la sociología en 
1890, la geografía en 1900, etc. A partir de ese momento el estudio 
de la ciudad adquirió un estatuto de cientificidad que lo liberó de 
simbolismos y personalismos. En su evolución posterior se distin-
guieron tres fases relacionadas con sendos cambios del paradigma 
intelectual motivados por transformaciones del sistema económico.1 
La primera comenzó en torno a 1880, cuando irrumpió el capitalis-
mo monopolista; su consecuencia fue la metrópolis, cuyo paradigma 
de pensamiento era el racionalismo. La segunda se identifica con el 
estado del bienestar, que imperó entre 1945 y 1979, si bien aquí ade-
lantamos el inicio de esta fase a 1939, con el comienzo de la II Guerra 
Mundial. Su derivado urbano fue la megalópolis, éticamente inspi-
rada por el existencialismo. La tercera despuntó con la crisis del 
petróleo de 1973, que dio paso al tardocapitalismo, de la que resultó 
la metápolis, donde se impuso el relativismo. 
9 INTRODUCCIÓN
Y por último, la categorización. Para llevarla a cabo nos hemos 
apoyadoen un hecho que evidencia que la objetividad a la que 
aspira toda disciplina científica suele acabar siendo víctima de la 
propia lógica del pensamiento humano: los autores de las teorías e 
historias que aquí se narran no pudieron evitar pasarlos por el tamiz 
de ideologías, doctrinas o credos personales. Las categorías que hemos 
utilizado se sustentan sobre una dualidad habitualmente utilizada en 
los estudios urbanos para detectar este fenómeno: sensibilidad román-
tica, con sus modulaciones como culturalismo, pintoresquismo, etc., 
versus sensibilidad iluminista, también referenciada como progresismo, 
racionalismo, etc. Ambas nos han servido para trazar las trayectorias 
de esta topografía de 125 años de estudios urbanos. Además, en 
las notas al pie se ha querido dejar rastro, mediante una referencia 
bibliográfica completa, de todos aquellos libros por los que este 
estudio ha transitado, con el fin de facilitar al lector el material para 
poder ampliar cada uno de los temas.
En definitiva, en las páginas que siguen pasaremos revista a tres 
paradigmas de pensamiento que han afectado a tres disciplinas y se 
han filtrado por dos sensibilidades. La ciudad de los sociólogos, la 
ciudad de los historiadores y la ciudad de los arquitectos; en cierto 
modo, la ciudad del presente, la ciudad del pasado y la ciudad del 
futuro.
10
1 Según Thomas Kuhn, el avance de la 
ciencia está supeditado a revoluciones 
que imponen cambios de paradigma, 
entendiendo por paradigma un cúmulo 
de conocimientos normalmente vincu-
lado a valores éticos. Ello explica que 
dichas reformulaciones provoquen no 
solo una ruptura en el saber científico, 
sino también un giro en la forma de 
ver el mundo.
12
13 METRÓPOLIS: 1882-1939
Este libro comienza, simbólicamente, en 1882, año en que Thomas 
Edison inauguró en Londres la primera estación generadora de elec-
tricidad. También podría haberlo hecho cuatro años más tarde, cuando 
Gottlieb Daimler instaló un motor de combustión interna en un 
carruaje de cuatro ruedas. Ambos acontecimientos se significan como 
piedras miliarias de la denominada II Revolución Tecnológica, en la 
que la electricidad y el petróleo suplieron al carbón como fuentes 
energéticas de la industria. A partir de entonces el mundo comenzaría 
a moverse de otra manera. 
Debido a las enormes inversiones que exigían su instalación y 
su puesta en marcha, los sectores productivos derivados de dicha 
revolución —automovilístico, naval, ferroviario, eléctrico y de 
radiodifusión— estaban fuera del alcance de las empresas familiares 
propias del capitalismo del laissez-faire, la anterior fase del sistema 
económico, que fueron arrasadas por los grandes consorcios indus-
triales al tiempo que el capitalismo monopolista se imponía. 
Para competir en los mercados internacionales, empresas como 
Siemens, AEG o Krupp se fijaron una prioridad: optimizar los 
procesos de producción. Esto explica la meteórica expansión del 
taylorismo y el fordismo, dos doctrinas de sistematización empresa-
rial provenientes de Estados Unidos. La primera apareció en 1911, 
cuando el ingeniero Frederick Wislow Taylor publicó Principios de 
la administración científica,1 un ensayo donde describía un método 
de organización científica del trabajo basado en la estructuración del 
ciclo laboral en tareas estandarizadas y repetitivas (y cuyo lema era 
“un hombre, un trabajo”). Por lo que respecta al fordismo, el libro 
encargado de su difusión fue Mi vida y mi obra,2 en el que Henry 
Ford explicaba la cadena de montaje y la seriación a gran escala resul-
tantes de la aplicación de la propuesta taylorista a su factoría de auto-
móviles de Detroit. 
14
Las ambiciones racionalizadoras de los dictados fordistas y tayloristas 
trascendían el ámbito del trabajo industrial y de oficina para implicar 
a toda la sociedad, que fue apremiada a alinearse con los objetivos 
del capitalismo monopolista. También se “invitó” a la ciudad a unirse 
a esta “unidad de destino”. La herencia recibida del capitalismo 
del laissez-faire era nefasta. Entre 1800 y 1880 los movimientos migra-
torios provocados por la Revolución Industrial dispararon el creci-
miento demográfico: la población de Londres creció un 380 % 
(de 1 a 3,8 millones de habitantes), la de Berlín un 765 % (de 170.000 
a 1.300.000) y la de Nueva York un 2.000 % (de 60.000 a 1.200.000). 
Los cientos de miles de campesinos que llegaron a esas ciudades 
colapsaron sus estructuras: los viejos edificios escalaron en altura, 
las huertas de los interiores de manzana se colmataron, las parcelas 
y viviendas se subdividieron y la densidad se hizo insoportable.3 
La situación no era mucho mejor en la periferia, donde el prole-
tariado se hacinaba en lúgubres habitaciones mal iluminadas y peor 
ventiladas. Las estadísticas demuestran que la infamia humana campaba 
por doquier: la media de vida de un obrero no superaba los 29 años 
(55 en el caso de un burgués), los jóvenes de ciudad padecían muchas 
más enfermedades que los de origen rural,4 el suicidio, el alcoholismo, 
la tuberculosis y la locura eran monedas de uso común... En pocas 
etapas de la historia la sociedad urbana había sufrido tanto. Única-
mente la burguesía, al timón del sistema político y económico, 
disfrutaba de un envidiable nivel de vida en flamantes ensanches 
inspirados por la operación que el barón Haussmann acababa de 
llevar a cabo en París. Pero los bulevares, las residencias burguesas 
y los teatros de ópera eran excepciones que no podían ocultar la 
regla: la de los millones de personas que “morían de ciudad”. 
A finales del siglo xix, los gobiernos y el gran capital eran cons-
cientes de que esta situación era incompatible con los objetivos del 
capitalismo monopolista. Por un lado, la ciudad era un caos funcional, 
y, por otro, un perfecto caldo de cultivo para el comunismo,5 lo que 
explica que su racionalización se planteara como una cuestión de 
Estado. Se trataba de reorganizar la ciudad para hacerla más productiva, 
15 METRÓPOLIS: 1882-1939
al tiempo que más vivible. Con ese fin nació el urbanismo, una nueva 
disciplina que puso las ciudades patas arriba. Gracias a las estipula-
ciones prescritas por planes y ordenanzas, las urbes dejaron de crecer 
como manchas de aceite. Las decenas de miles de campesinos que 
seguían llegando a ellas comenzaron a ser absorbidas por las pobla-
ciones de los extrarradios. Lo mismo ocurrió con las industrias, 
cuyo gigantismo exigía extensiones de terreno que tan solo se 
encontraban a las afueras. La galaxia de asentamientos resultante de 
esta novedosa dinámica se articuló mediante una avanzada red de 
transportes colectivos, el último grito de la sofisticada tecnología 
monopolista: ferrocarriles suburbanos, tranvías electrificados, trenes 
elevados y metros subterráneos. Estas comodidades animaron también 
a la burguesía a contemplar la posibilidad de habitar en contacto 
con la naturaleza, y la expulsión residencial hacia las áreas suburbanas 
permitió descongestionar los centros históricos: se demolieron edifi-
cios, se abrieron calles y plazas y se erigieron instituciones públicas 
y privadas que atrajeron actividades terciarias. Eso sí, Europa pagó 
un elevado precio por esta profunda renovación: la devastación de 
sus valiosísimos núcleos medievales. 
Muchos de estos fenómenos eran desconocidos en la ciudad del 
capitalismo laissez-faire, pero no así el hacinamiento, la infravivienda 
y la pobreza, que persistían en infinidad de zonas intermedias en las 
que vivían los menos afortunados, y donde el marxismo seguía reclu-
tando adeptos. En resumidas cuentas, así era la ciudad del monopo-
lismo: una galaxia de enclaves donde convivían colosales complejos 
industriales, elegantes urbanizaciones suburbiales, avanzados medios 
de transporte, terciarizados cascos históricos y la misma miseria de 
siempre. En 1910 la Oficina del Censo de Estados Unidos adoptó un 
término para nombrar esta desigual nebulosa: ‘metrópolis’ (“ciudadmadre”).6 
16
EPISTEMOLOGÍA DE LA METRÓPOLIS
En las postrimerías del siglo xix el pensamiento occidental se alimen-
taba de dos fuentes: la iluminista y la romántica. Aunque brotaron 
con anterioridad, eclosionaron en los siglos xvii y xviii, y aunque 
inicialmente eran contrapuestas, acabaron confluyendo.7 
La meta del iluminismo era la Aufklärung: liberar al pueblo de la 
ignorancia y la servidumbre a través de la ciencia. Para alcanzarla, el 
mundo del conocimiento debía dejar de lado el pensamiento simbólico 
y ser reformulado desde cero y a partir de los dictados de la razón. 
A esta tarea dedicaron su empeño las numerosas disciplinas que 
aparecieron a finales del siglo xix, que colonizaron territorios hasta 
entonces indefinidos y transitados por todo tipo de especulaciones. 
En el iluminismo se distinguían dos tendencias metodológicas: 
la racionalista y la empirista. La primera, fundada por René Descartes, 
defendía la autonomía de la razón con respecto a la realidad. La mente 
humana y el universo se regían por las mismas leyes basadas en la 
geometría euclídea, por lo que los datos podían filtrarse por teorías 
generales desgranadas de ellas. Para el empirismo, en cambio, cuyo 
principio fundamental fue enunciado por John Locke, la razón no 
podía desligarse de la realidad. La mente elaboraba el conocimiento 
a partir de la experiencia sensorial del cuerpo, por lo que cada dato 
debía ser comprobado según su propia lógica. David Hume desarrolló 
este postulado estableciendo que la base de la ciencia debía ser 
inductiva, es decir, debía partir de evidencias concretas y reales para, 
posteriormente, formular leyes y teorías generales.
En el último cuarto del siglo xix la sensibilidad iluminista había 
evolucionado hacia dos posicionamientos ideológicos enfrentados 
entre sí: el positivismo y el marxismo. El padre del primero fue 
Auguste Comte, autor del Curso de filosofía positiva,8 en el que defendía 
la necesidad de aplicar la metodología científica a todos los campos 
del saber. Como filosofía de la ciencia, el positivismo renegaba de las 
ideologías y las dimensiones metafísicas para ceñirse a los hechos. 
17 METRÓPOLIS: 1882-1939
No le interesaban ni las esencias, ni los principios superiores, ni los 
mitos ni los símbolos, tan solo la realidad (“lo positivo”) y las leyes 
que la regían, leyes que pretendía desentrañar con métodos univer-
sales, aplicables tanto a la ciencia como a la sociedad o la naturaleza. 
Como filosofía política, el objetivo del positivismo era implantar 
un orden social dominado por técnicos, fiel reflejo del pensamiento 
burgués, que asociaba progreso y liberalismo económico. En Sobre el 
principio del arte y sobre su destinación social,9 el político y pensador 
Pierre-Joseph Proudhon expuso lo que esto significaba para la 
metrópolis: desvincular sus problemas del capitalismo y ponerla en 
manos de científicos e ingenieros. 
El marxismo discrepaba de este planteamiento al entender que 
la gran crisis urbana del siglo xix no se podía desligar del sistema 
económico. Según Karl Marx, la burguesía utilizaba la supuesta 
“objetividad” positivista para difundir entre la clase obrera una falsa 
conciencia: que sus valores morales, políticos y culturales eran de 
sentido común; que, a pesar de la pobreza y la segregación, el capi-
talismo trabajaba por el bien de todos. A partir de este presupuesto, 
Marx distinguía dos niveles: el de la “estructura” —el conjunto de 
relaciones productivas que conformaban la base real del sistema— 
y el de la “superestructura”, la patraña ideológica ideada para justificar 
su orden social y ocultar las injusticias. Como respuesta a esta tergi-
versación, el marxismo defendía el ejercicio del “pensamiento crítico”, 
una crítica social que desenmascarase la superestructura.
Del iluminismo se derivó un mito: el mecanicista o funcionalista, 
que definía la sociedad como un sistema integrado por partes inte-
rrelacionadas y funcionalmente interdependientes. De su aplicación 
a la metrópolis surgió la metáfora de la máquina, de la ciudad enten-
dida como un artefacto productivo impulsado por la tecnología y, 
en la versión marxista, manejado por el poder. 
La otra fuente del pensamiento occidental era la romántica, cuyos 
precursores se separaron de los ideales de René Descartes para 
abrazar los de Jean-Jacques Rousseau. Aunque el movimiento surgió 
en Alemania en torno a 1800, se consolidó a finales del siglo xix 
18
coincidiendo con la expansión del capitalismo monopolista. En 
el romanticismo confluyeron las voces que acusaban al proyecto 
racionalizador de situar al ser humano en un contexto ultramateria-
lista que le era ajeno y las que ponían en cuestión la presuposición 
de que la única razón posible era la científica, aludiendo a la exis-
tencia de lógicas de otro tipo (culturales, psicológicas, intuitivas, 
etc.). De ahí su reclamo de una aproximación más compleja a la 
realidad que tuviera en cuenta los sentimientos, las tradiciones, 
la historia, etc. Una serie de descubrimientos dotaron a esta demanda 
de argumentos de base científica, lo que permitió al romanticismo 
enfrentarse al iluminismo con sus mismas armas. En el campo de 
la física, Max Planck hizo pública la teoría cuántica (1900), Albert 
Einstein la teoría de la relatividad (1905) y Werner Heisenberg 
el principio de incertidumbre (1927). Todos ellos coincidían en 
rechazar la idea de que el mundo fuera previsible a partir de teorías 
universales. Por otro lado, el psicoanálisis (1896) de Sigmund Freud 
vino a demostrar la principal hipótesis romántica: que en la mente 
actuaban poderosos componentes irracionales y que el papel de las 
ficciones y los símbolos era esencial en el reconocimiento humano 
del mundo.
Como ocurrió con el iluminismo, también del romanticismo 
se derivó un mito: el organicista o biológico, que, apelando al evolu-
cionismo darwinista, sostenía que cada parte de un ente estaba inte-
grada en una actividad coordinada. Este presupuesto iba contra los 
intereses del marxismo, pues anulaba el conflicto en favor de la 
síntesis, de un orden general y solidario, y, trasladado a la ciudad, 
permitía establecer analogías entre las áreas funcionales de la metrópo-
lis y los órganos de un ser vivo: al igual que este, la ciudad organismo 
nacía, maduraba, envejecía y moría, lo que permitía estudiarla 
aplicando las leyes de la biología. 
Como decíamos, aunque inicialmente eran contradictorios, las 
metodologías, las ideologías y los mitos desarrollados por iluministas 
y románticos acabaron convergiendo en el racionalismo empírico 
(desde la observación empírica se llegaron a construir teorías 
19 METRÓPOLIS: 1882-1939
universales), el positivismo marxista (donde convivía el pensamiento 
de raíz cristiana de Saint-Simon con el de inspiración socialista de 
Proudhon) y el mecanicismo organicista (ambas metáforas fueron 
utilizadas indistintamente por el movimiento moderno). En las 
décadas a caballo entre los siglos xix y xx, las disciplinas que se 
interesaron por la metrópolis hicieron un uso bastante ecléctico de 
estos postulados. A pesar de ello, ambas sensibilidades se proyectaron 
de manera diferenciada sobre los estudios urbanos. Si los iluministas 
se interesaron por la funcionalidad y el utilitarismo, los románticos 
lo hicieron por la espiritualidad y la ética; si los iluministas aposta-
ron por la razón, los románticos por la cultura; si a los iluministas 
les fascinaron lo maquínico y lo artificial, a los románticos la natura-
leza y lo agrario; si los iluministas cayeron rendidos ante la gran 
ciudad, los románticos añoraron la aldea; si los iluministas dieron 
por hecho que el hombre era un individuo tipo, para los románticos 
era un ser único y complejo; si los iluministas tendieron a la ruptura 
histórica, los románticos velaron por la salvaguardia de la tradición… 
En definitiva, iluminismo y romanticismo fueron los dos velos 
epistemológicos que sirvieron de filtro a unamisma realidad: la 
metrópolis.
20
LA METRÓPOLIS DE LOS SOCIÓLOGOS: 
ESCUELA DE CHICAGO, GEORG SIMMEL, 
MAX WEBER
Auguste Comte, padre del positivismo, fue el primer pensador que 
manifestó la necesidad de fundar una disciplina que ampliara el 
conocimiento científico a los fenómenos sociales (él mismo acuñó 
el término ‘sociología’ en 1824). Sin embargo, los pioneros franceses 
(Auguste Comte, Frédéric Le Play, Émile Durkheim, etc.) no conce-
dieron especial importancia a la ciudad. El nacimiento de la sociología 
urbana se retrasó siete décadas más, coincidiendo con la imposición 
del designio racionalista a la sociedad. Los sociólogos, que denomi-
naron “modernización” al proceso que se iniciaba, dirigieron entonces 
su mirada hacia el epicentro del mismo, la metrópolis. 
Para estudiarla, abrazaron las dos versiones ideológicas del iluminis-
mo: positivismo y marxismo. Quienes optaron por la primera pensaban 
que la modernización traería progreso para todos, confiando en que 
las problemáticas sociales se solventarían con programas de reforma 
gestionados por el Estado; quienes se decantaron por la segunda habían 
asimilado que la sociedad de masas era un modelo irreversible, pero 
estaban convencidos de que la modernización tan solo beneficiaba al 
gran capital y sostenían que la ruptura con el sistema era la única salida.
La intelectualización y la consolidación de estos argumentos se 
tradujeron en la creación de escuelas nacionales de pensamiento. 
En el Reino Unido, donde la Revolución Industrial llevaba décadas 
de rodaje, se impuso la senda positivista, interesada en analizar la 
damnificada sociedad urbana derivada de aquella. Sus temas fueron 
la pobreza, la violencia, la inmigración, etc. En Alemania, donde el 
káiser Guillermo II había puesto en marcha el proyecto de raciona-
lización más exhaustivamente articulado de la etapa monopolista, 
acabó triunfando la corriente marxista, que se centró en destacar sus 
consecuencias socioculturales. 
21 METRÓPOLIS: 1882-1939
El reformismo positivista: 
la ecología como referente 
Las primeras reflexiones sobre la ciudad desde un punto de vista 
sociológico se produjeron entre 1820 y 1880. Sus autores no eran 
académicos, sino reformadores sociales cuya concienciación procedía 
del contacto directo con la cara más amarga de la metrópolis: la de 
la pobreza, la delincuencia y el vicio. A unos les movían creencias 
religiosas, a otros ideologías políticas de signo progresista, y, en todos 
los casos, la gran esperanza positivista: que arrojar luz sobre la mise-
ria humana animara al Estado a activar un programa de reformas 
sociales. 
Así ocurrió en el Reino Unido. En 1883 apareció The Bitter Cry 
of Outcast London,10 un opúsculo donde el reverendo Andrew Mearns 
denunciaba las abyectas condiciones de vida de los barrios obreros.11 
Su publicación contribuyó a la creación de la Comisión Real para 
la Vivienda de las Clases Trabajadoras (1884), una delegación parla-
mentaria encargada de dar a conocer aquella infame realidad a la 
tan acomodada como ensimismada burguesía victoriana. Las admi-
nistraciones públicas respondieron con una batería de leyes sanitarias. 
Era lo habitual.12 La mayoría de los reformadores sociales provenía 
de élites profesionales cercanas al movimiento higienista. Inspirados 
por investigadores como Robert Koch o Louis Pasteur, quienes apela-
ban a la prevención para evitar epidemias, se aplicaron a estudiar la 
realidad proletaria en un notable esfuerzo por fundamentar su trabajo 
sobre bases científicas. Desde un punto de vista metodológico apos-
taron por las metáforas organicistas. Estaban convencidos de que la 
sociedad metropolitana era una fauna enferma a la que se le podían 
aplicar los sistemas de análisis propios de las ciencias naturales. También 
se decantaron por un positivismo empirista, asumiendo un punto 
de vista más cuantitativo que cualitativo: se trataba de “medir” el 
fenómeno de la pobreza y todo lo relacionado con ella (enfermedades, 
mortalidad, condiciones habitacionales, etc.) para poder localizar sus 
causas. 
22
El trípode metodológico de positivismo, empirismo y organicismo 
permanecería como seña de identidad de la sociología urbana anglo-
sajona, pero no así la confianza en las políticas higienistas. Entre 
1880 y 1920 el denominado Social Survey Movement ampliaría su 
radio de acción prescriptivo en otras direcciones. La obra pionera 
de este movimiento fue Life and Labour of the People in London,13 de 
Charles Booth; nunca antes se había llevado a cabo una investiga-
ción tan ingente y exhaustiva. Este armador de Liverpool y sus 
colaboradores recorrieron, calle a calle, el East End londinense, una 
de las zonas proletarias por excelencia de la urbe, y recopilaron infi-
nidad de datos cuantitativos (número de habitaciones por vivienda, 
miembros de cada familia, salarios, etc.), pero también cualitativos 
(filiación religiosa, ocupaciones de padres e hijos, etc.). Después 
plasmaron toda la información recogida en un mapa que identificaba 
con colores los lugares de residencia de las distintas clases sociales. 
Este fue el primer paso hacia la representación espacial de la sociedad 
metropolitana. 
Como era habitual en la Inglaterra victoriana, Booth pensaba 
que la historia y el carácter de los lugares propiciaban patrones de 
comportamiento singulares que se transmitían durante generaciones; 
es decir, que al igual que la sabana africana determinaba la conducta 
de las jirafas, un mal barrio predisponía a sus vecinos hacia la vileza 
(como veremos más adelante, este determinismo físico perduraría 
durante décadas en los estudios urbanos). Este autor clasificó la 
“fauna” londinense en ocho clases: A, una minoría marginal y 
delictiva “capaz de degradar todo lo que toca”; B, haraganes que 
inmediatamente se gastaban lo poco que percibían (mayoritaria-
mente en la economía informal); C, personas pobres debido a la 
intermitencia de sus ocupaciones; D, trabajadores regulares pero que 
ganaban sueldos miserables; E y F, obreros y artesanos con salarios 
dignos; y G y H, los más afortunados de la escala social. Booth 
culpaba al liberalismo económico de la pobreza urbana, que afectaba 
a las clases A, B, C y D; es decir, a un millón de personas, el 35 % 
de la población de Londres. Sin embargo, no creía que el remedio 
23 METRÓPOLIS: 1882-1939
fuese ni el marxismo ni el higienismo, sino una reforma de la geo-
grafía social de la metrópolis. Su propuesta era desconcertante: evitar 
que la clase A se reprodujera, destruyendo para ello las barriadas donde 
vivía,14 expulsar a la clase B de la metrópolis confinándola en colonias 
rurales y trasladar a las clases E y F a áreas residenciales suburbanas 
para alejarlas de las semimarginales C y D. Esta idea ponía de mani-
fiesto la escasa conciencia social de la burguesía decimonónica, que 
necesitaría varias revoluciones y dos guerras mundiales para darse 
cuenta de lo que el poder monopolista ya intuía. 
En paralelo a los reformadores sociales comenzaron a abrirse 
paso los geógrafos, cuya línea de trabajo invertía la secuencia de la 
investigación: si los primeros estudiaban las condiciones de vida de 
los ciudadanos para después localizarlas físicamente, los segundos 
analizaban los factores espaciales para indagar cómo estos determi-
naban las actividades metropolitanas. Con esta estrategia empezó 
a gestarse la geografía urbana. Nacida al amparo de la geografía 
humana, su hipótesis de partida era que las sociedades se adaptaban 
al ambiente natural de las regiones donde se asentaban. El determi-
nismo espacial que subyacía bajo esta presunción escoró la naciente 
disciplina hacia las ciencias naturales, más concretamente hacia la 
ecología. Esta rama del conocimiento había sido enunciada en 1866 
por el biólogo Ernst Heinrich Haeckel, que la definió como “la 
ciencia de las relaciones del organismo con el medio ambiente”. 
Sin embargo, no se concretaría como disciplina hasta 1935, cuando 
elbotánico Arthur G. Tansley acuñó el término ‘ecosistema’ para 
referirse al entorno donde los seres vivos interactúan con el medio 
natural. Paul Vidal de la Blache trasladó este paradigma a la geografía, 
declarando que su fin último era la construcción de una “ecología 
humana”. El discurso positivista se orientaba así hacia uno de los 
grandes mitos románticos: la naturaleza, a la que Jean-Jacques 
Rousseau había elevado a categoría moral.
También la teoría evolucionista (1859) de Charles Darwin 
influyó en los geógrafos, un encuentro del que se derivó una nueva 
alianza disciplinar, en este caso con la historia urbana. En 1911 
24
Raoul Blanchard, uno de los primeros geógrafos urbanos, publicó 
Grenoble: étude de géographie urbaine,15 en el que describió la evolu-
ción “orgánica” de esa ciudad. Asoció su origen a su emplazamiento 
en la confluencia de varios ríos y valles y analizó su posterior deve-
nir como una secuencia de reacciones a diferentes acontecimientos 
históricos: guerras, revueltas, cambios tecnológicos, etc. Blanchard 
quería poner en evidencia que la “ecología de Grenoble”, su mor-
fología, era el resultado de un proceso evolutivo en el que el entorno 
natural interactuaba con el contexto económico, social y político. 
La historia era esencial para reconstruir dicho devenir.
La geografía urbana se consolidó como disciplina entre 1910 y 
1920. A Vidal de la Blache, cuyas ideas fueron difundidas a través de 
la revista Annales de Géographie, se debió la concepción de la ciudad 
como un nodo económico y de servicios de ámbito regional, lo 
que definía una escala territorial que la geografía urbana asumía 
como propia. Bien es cierto que los geógrafos franceses concentra-
ron su atención en las zonas rurales y su red de pueblos y aldeas, 
dejando de lado las emergentes áreas metropolitanas. Esta miopía 
se explica por su elección metodológica, la ecología: la continuidad, 
la jerarquía y el equilibrio que se le presuponía a todo ecosistema 
eran difícilmente observables en la conflictiva, discontinua y frag-
mentada metrópolis. 
Habría que esperar más de una década para corregir esta anomalía. 
En 1933 el geógrafo alemán Walter Christaller publicó Die zentralen 
Orte in Süddeutschland,16 donde expuso su “teoría de los lugares 
centrales”. Partiendo de la hipótesis de que los sistemas metropolitanos 
eran organismos urbano territoriales que tendían de manera natural 
hacia el equilibrio, analizó las leyes que determinaban el número, 
el tamaño y la distribución de sus nodos funcionales, especificando, 
para cada uno de ellos y según su posición en un orden jerárquico, 
una “región complementaria”. Aunque hundía sus raíces en las ideas 
de Vidal de la Blache, la teoría de Christaller privilegiaba la aproxi-
mación economicista, relegando a un segundo plano la ecológica. 
Se cerraba así el círculo de esta primera fase de la geografía urbana: 
25 METRÓPOLIS: 1882-1939
del evolucionismo darwiniano a la ecología humana para acabar 
entregándose a la economía. 
La aproximación sociológica del Social Survey Movement y el 
enfoque ecológico de la geografía urbana fueron sintetizados por 
Patrick Geddes. La obra más emblemática de este biólogo escocés, 
que acabó su vida trabajando como urbanista en la India, fue Ciudades 
en evolución,17 un libro que influiría enormemente en la historia y 
la teoría urbanas. Según su diagnóstico, los problemas sociales de la 
metrópolis se debían a una crisis ecológica derivada de la ruptura 
del equilibrio preexistente entre recursos naturales y actividades 
humanas. Para restablecerlo proponía tres instrumentos: la ecología 
urbana, el evolucionismo y el regional survey, o estudio regional.
El primero de ellos partía del presupuesto de Vidal de la Blache 
de que la metrópolis y su medio territorial conformaban una unidad. 
Geddes describió la primigenia relación entre la localización geográ-
fica, las actividades económicas y los modos de vida en su famosa 
“sección del valle”: el minero, el leñador y el cazador ocupaban las 
alturas; el pastor, los barrancos, el campesino la llanura y el pescador 
la ribera. Para que también la metrópolis interactuara con su entorno 
de manera natural, debía dejar de crecer como una mancha de aceite 
y hacerlo de manera arborescente; es decir, de ella debían brotar 
“hojas” que se esparcieran por el territorio hasta conformar “conur-
baciones” (ciudades región). El segundo instrumento, el evolucio-
nismo cultural ambiental, derivaba del convencimiento de que la 
ciudad era un organismo vivo que se desarrollaba en el tiempo. 
En Ciudades en evolución, Geddes consolidó la alianza entre geografía 
e historia urbanas inaugurada por Blanchard. Periodizó el proceso 
de urbanización del planeta en dos fases: la paleolítica, la de la metró-
polis, vinculada a la minería y la industria; y la “neotécnica”, la de 
las conurbaciones, alentada por la expansión de la energía hidroeléc-
trica. Este nuevo estadio se caracterizaría por el empleo racional de 
los recursos, las energías renovables, la promoción de la agricultura, 
etc., un acertado vaticinio del contemporáneo concepto de “desa-
rrollo sostenible”. El estudio regional, por último, suele considerarse 
26
como el germen primigenio del análisis urbano: una investigación de 
carácter regional y contenido casi enciclopédico que habría de ante-
ceder a la planificación urbanística. Geddes lo entendía como una 
herramienta para allanar el camino hacia la fase neotécnica. 
La síntesis del Social Survey Movement con la geografía a través 
de Geddes fue el preámbulo del nacimiento de la sociología urbana 
como disciplina, un hecho que tendría como escenario la ciudad de 
Chicago. A finales del siglo xix, Chicago era probablemente la metró-
polis más moderna del planeta. Superaba el millón y medio de habi-
tantes, gran parte de los cuales eran inmigrantes, y se extendía a lo 
largo de más de cien kilómetros a orillas del lago Michigan. La ciu-
dad albergaba numerosos guetos étnicos y era una auténtica olla a pre-
sión que estallaba periódicamente en forma de guerras entre bandas. 
En este ambiente se forjó la figura de Jane Addams, reformadora 
social como Charles Booth, pero de sesgo progresista. Durante su 
estancia en Londres fundó la Hull-House, una institución que promo-
vía la vida en comunidad. Posteriormente la trasladó a Chicago, a una 
zona en la que confluían los barrios italiano, alemán y judío. Addams y 
su grupo de voluntarios pretendían “salvar a estos inmigrantes de sus 
vicios” e iniciarlos en la forma de vida estadounidense. Resultado de 
esta experiencia fue Hull-House Maps and Papers,18 un libro que 
difundió en Estados Unidos lo que Addams había aprendido en Ingla-
terra: el estudio sistemático y en clave empírica de la metrópolis.19 
Esta semilla fue minuciosamente regada por un grupo de investiga-
dores del Departamento de Ciencias Sociales y Antropología de la 
University of Chicago, inaugurado en 1892, entre los que se contaban 
Robert E. Park, Ernest W. Burgess, Roderick D. McKenzie y Louis 
Wirth, fundadores de la denominada Escuela de Chicago. Sus nexos 
con los predecesores europeos eran tan evidentes como complejos. 
Heredaron del Social Survey Movement la tríada metodológica de 
positivismo, empirismo y organicismo, pero en lo referente a los conte-
nidos fueron mucho más allá y no se limitaron a los distritos obreros, 
sino que se adentraron también en los barrios de inmigrantes, los guetos 
étnicos y los antros frecuentados por bandas, vagabundos o prostitutas. 
27 METRÓPOLIS: 1882-1939
En 1925 Park, Burgess y McKenzie publicaron The City,20 manifiesto 
programático de la Escuela de Chicago, que incluía una tipificación 
espacial de las dinámicas sociogeográficas, una teoría sobre la ocupa-
ción y uso del suelo y una teoría del control social. La primera ponía 
de manifiesto la importancia que estos autores concedían a la espa-
cialidad, motivo por el que se los considera fundadores de la sociologíaurbana. El modelo que construyeron en The City se basaba en los 
postulados de Charles Darwin. Los barrios, cuyos habitantes com-
partían religión (como el judío), etnia (como el afroamericano), 
nacionalidad (como Little Italy), estatus social (como los suburbios 
de clase alta) o funcionalidad (como el distrito financiero), fueron 
considerados “áreas naturales”. Al estar sometidas a las leyes de la 
evolución de las especies, estas áreas eran susceptibles de ser invadidas 
por clases rivales más poderosas. Era la “competición biótica”, la 
lucha por unos recursos espaciales limitados, todo un presagio del 
fenómeno de la gentrificación. Burgess plasmó esta dinámica en un 
diagrama en forma de corte de tronco de árbol que constaba de 
cinco anillos: el del centro financiero (el Loop), el de la periferia del 
casco histórico, una degradada “zona de transición” donde convivían 
viviendas y talleres,21 el de los barrios obreros e industrias ligeras, 
el de las áreas residenciales de clase media y el de los suburbios de 
clase alta. El carácter conceptual de este esquema tipo divergía radi-
calmente de los mapas de Booth, que se limitaban a cartografiar la 
realidad social, y por ello se lo considera la primera representación 
abstracta del uso social del espacio metropolitano.
La teoría sobre la ocupación y el uso del suelo se basaba en la 
“ecología humana”, una nueva disciplina científica orientada al 
estudio de los procesos de formación y transformación de las áreas 
naturales. Para complementar su argumentación ecológica natural 
con otras de orden cultural y ético, Park, Burgess y McKenzie idearon 
el concepto de “región moral”, distritos cuyos habitantes compartían 
gustos, costumbres y temperamentos. Este interés por la cuestión 
identitaria, novedoso en el discurso positivista y de clara filiación 
romántica, surgió del convencimiento de que la “desorganización 
28
ecológica” de la metrópolis tenía su origen en una mutación cultural 
inducida por los inmigrantes, “hombres marginales” condenados a 
vivir en un estado de inestabilidad permanente debido a sus costum-
bres diferentes. 
La problemática de la inmigración dividía a los sociólogos de la 
época. Aunque la mayoría coincidía en que los barrios étnicos eran 
guetos temporales que irían desapareciendo a medida que sus habi-
tantes fueran asimilados por la cultura anglosajona, discrepaban en 
las estrategias que había que seguir para lograr dicha integración. 
Unos, en la línea de Jane Addams, la cifraban en la cercanía espacial. 
Fue el caso de Clarence Perry, quien en Housing for the Machine Age 22 
propuso que las comunidades metropolitanas se articularan en “unida-
des vecinales” concebidas como aldeas pero dotadas de todo tipo de 
equipamientos. En su centro se ubicaría una escuela elemental, factor 
aglutinador de la vida comunitaria, y a su lado se dispondría un área 
para desfiles y celebraciones donde se instalarían monumentos conme-
morativos y un mástil con la bandera de Estados Unidos, estrategias 
destinadas a fomentar la conciencia nacional entre los inmigrantes. 
Por su parte, Park discrepaba de estas medidas basadas en el 
acercamiento espacial. Según él, las relaciones de vecindad habían 
sido aniquiladas en la metrópolis. En un entorno de acusada movili-
dad social, tan solo los creadores de opinión pública —la moda, 
la publicidad, la prensa, etc.— podían promover la asimilación de 
los inmigrantes. Con esta idea comulgaba Louis Wirth, el cuarto 
gran referente de la Escuela de Chicago, de la que acabó distancián-
dose por su interés por la historia como forma de conocimiento, 
es decir, por el tiempo en vez del espacio. En su tesis doctoral, 
The Ghetto,23 estudió una zona situada al oeste del río Chicago, 
lugar de concentración de la mayor colonia de inmigrantes de la 
ciudad. Allí descubrió que lo que la caracterizaba no era su espacia-
lidad física, muy heterogénea, sino su cultura. En 1938 Wirth publicó 
el famosísimo artículo “Urbanism as a Way of Life”, 24 donde defi-
nió el urbanismo como un modo de vida, un conjunto de comporta-
mientos sociales propios de la metrópolis. 
29 METRÓPOLIS: 1882-1939
El aparato intelectual desplegado por la Escuela de Chicago encum-
bró la sociología urbana a la categoría de disciplina científica. Para 
algunos autores, además, fue el punto de partida hacia la antropología 
urbana, cuyo reconocimiento como disciplina no se produciría 
hasta 1960. Hasta entonces, la antropología se había ocupado de 
grupos humanos pequeños, tradicionales y no occidentalizados. 
En The City, Park, Burgess y McKenzie la animaron a implicarse 
en el estudio de la metrópolis, defendiendo que sus métodos podían 
utilizarse en el análisis de las comunidades urbanas. La Escuela de 
Chicago nunca tomó en consideración este apelo, pero sí aplicó 
técnicas antropológicas en sus estudios, como la capacidad descripti-
va, el método participativo, etc. De estos balbuceos derivaron los 
community studies. Admitiendo preceptos marxistas, sus precursores 
defendían que era más fácil desvelar la superestructura del sistema 
cuando la investigación se efectuaba sobre localidades pequeñas, 
fácilmente abordables, que sobre metrópolis, cuantitativa y cualitati-
vamente inabarcables. Los community studies rescataron de la antro-
pología métodos de análisis etnográficos que aplicaron a grupos 
locales y entornos microurbanos. 
Siguiendo este procedimiento, los sociólogos Helen y Robert 
Lynd abordaron el estudio de Muncie (Indiana), un típico asenta-
miento del Medio Oeste estadounidense. Para describir su cultura 
utilizaron categorías etnográficas (instituciones, costumbres, creencias, 
rituales, estatus y prácticas religiosas) y eligieron dos períodos clave 
en la historia de Estados Unidos: la década de 1920, cuando se 
difundió el fordismo, y la de 1930, la de la Gran Depresión. Del pri-
mero resultó Middletown. A Study of Contemporary American Culture,25 
donde clasificaron la sociedad industrial en clase trabajadora y clase 
de negocios. Del segundo surgió Middletown in Transition,26 un análisis 
del impacto de la crisis económica en la vida cotidiana de los habi-
tantes de Muncie. En este segundo libro, los Lynd constataron que 
una institución había enturbiado su bipolar modelo clasista: la familia, 
que articulaba las relaciones existentes no solo dentro, sino también 
entre las clases trabajadora y de negocios.
30
La ruptura marxista: 
modernidad y “pensamiento negativo”
En Alemania, la sociología urbana brotó impregnada de sensibilidad 
romántica y al cobijo de los intereses monopolistas, para finalmente 
acabar en manos del iluminismo marxista.27 Este vuelco conceptual 
denota que, a diferencia de lo ocurrido en el entorno anglosajón, 
primaron en ella los intereses ideológicos sobre los científicos. 
La otra gran diferencia entre ambas escuelas era de orden metodo-
lógico. Los sociólogos alemanes eludieron la biología y optaron por 
el análisis histórico, convencidos de que la modernización era un 
proceso temporal que iba del feudalismo al capitalismo. 
En su fase romántica, la escuela alemana intentó conjurar el 
amargo destino que el proyecto racionalizador puesto en marcha 
por el káiser Guillermo II deparaba a la sociedad. Su estrategia consis-
tió en analizar el alienante presente urbano, reordenarlo y recons-
truirlo tomando como referencia un bucólico pasado. En Comunidad 
y asociación,28 el sociólogo Ferdinand Tönnies rescató el concepto de 
Gemeinschaft, la mítica comunidad medieval que el monopolismo 
habría suplantado por la Gesellschaft, la sociedad industrial. Mientras 
que la primera era una realidad orgánica modulada por la familia, la 
segunda estaba dominada por la abstracción, la ciencia y la cultura. 
Para recuperar la estabilidad de la comunidad, la metrópolis debía 
renunciar a la razón científica como forma de pensamiento y retornar 
al simbolismo; es decir, al arte y a la religión. Tönnies esbozaba así la 
versión más reaccionaria del mito organicista.Pronto, en cambio, los sociólogos alemanes decidieron alinearse 
con los intereses del gran capital. Podía dejarse atrás la nostalgia por 
la Gemeinshaft gracias a una nueva síntesis, en este caso entre Zivilisation, 
el proyecto racionalizador, y Kultur, una expresión artística que lo 
legitimara. El crítico de arte August Endell intuyó ese encuentro en 
el impresionismo pictórico. En su libro Die Schönheit der Großstadt 29 
confesó su fascinación por el tumultuoso Berlín de comienzos de 
siglo, haciendo emerger de su desorden multitudinario una cascada 
31 METRÓPOLIS: 1882-1939
de imágenes sugerentes. Endell descubría en la gran urbe una “nueva 
belleza” que hasta entonces había pasado inadvertida, una atmósfera 
eléctrica, superficial y vibrante que incitaba al disfrute hedonista de 
la metrópolis. Según Massimo Cacciari, le guiaba una clara intencio-
nalidad ideológica: maquillar la conflictiva “cultura del trabajo” del 
proyecto racionalizador con una especie de “cultura del disfrute”. 
También Karl Scheffler, otro crítico de arte, indagó en la posible 
síntesis entre Zivilisation y Kultur. Aunque partía del discurso de 
Tönnies, concentró sus esfuerzos en conciliar la nostalgia medieva-
lista con los intereses monopolistas, objetivo que coincidía con el 
ideario del Deutscher Werkbund. Para él, la problematicidad urbana 
se circunscribía a una fase histórica y era reversible. La ciudad del 
laissez-faire era fruto de un crecimiento abandonado a los intereses 
de los especuladores, pero la degeneración hipertrófica resultante podía 
solventarse tendiendo un puente entre Gemeinschaft y Gesellschaft. 
Nada más adecuado para este propósito que echar mano del mito 
organicista, lo que obligó a Scheffler a lidiar con la cuestión de la 
espacialidad, algo poco habitual en la escuela alemana. En Architektur 
der Großstadt,30 Scheffler dio forma a la “metrópolis orgánica”. En su 
centro funcional, la city, tan solo se admitirían construcciones repre-
sentativas de “las más bellas expresiones de la antigüedad”: museos, 
teatros, iglesias, etc. Como contrapunto residencial, se proyectaría 
una secuencia de enclaves unidos entre sí y con la city por ferroca-
rriles suburbanos. Primaría en ellos una impronta rural: tanto bur-
gueses como obreros vivirían en casas unifamiliares con huerto, lo 
que les permitiría cultivar la tierra al regreso del trabajo, amén de 
suscitar sentimientos comunitarios. La estructura espacial resultante, 
una galaxia de suburbios residenciales que gravitarían en torno a la 
city, se conocería como “principio satelital”. La metáfora organicista, 
que la Escuela de Chicago utilizó como un instrumento analítico, se 
había transformado en un fin en sí mismo.
Pero ni la cultura del disfrute de Endell ni el principio satelital 
de Scheffler lograron exorcizar el implacable porvenir que el capita-
lismo monopolista tenía reservado a la metrópolis. A comienzos del 
32
siglo xx muchos sociólogos recelaban de estas promesas redentoras 
a las que consideraban ensoñaciones románticas. La sospecha de que 
no había bálsamo posible les llevó a abandonar el empeño de sinte-
tizar Zivilization y Kultur para entregarse a un realismo ciertamente 
descarnado. Los nuevos objetivos eran, en primer lugar, comprender 
la lógica y el alcance del proceso de racionalización, para más tarde 
asimilarlo. Arrancaba así la fase iluminista de la escuela alemana.
El autor que por fin dejó atrás la nostalgia medievalista fue Georg 
Simmel, considerado “el primer sociólogo de la modernidad”.31 
Theodor Adorno afirmaba que lo que le permitió acceder a las claves 
de lo que significaba ser moderno fue su pensamiento sin fundamen-
to científico. Se trataba de un investigador ciertamente peculiar. 
Su ensayo cumbre, “Las grandes ciudades y la vida del espíritu”,32 
fue el resultado de una singularísima perspicacia. Simmel definió la 
base psicológica del individuo metropolitano, la Nervenleben, como 
una intensificación nerviosa provocada por la cascada de estímulos 
a los que se veía sometido a diario. Para adaptarse a ella había desarro-
llado el intelecto; es decir, la capacidad de responder al entorno con 
la razón y no con el corazón. De ahí su actitud blasée, un estado de 
embotamiento que dificultaba la discriminación entre objetos cuyas 
diferencias eran consideradas insustanciales. 
El blasée de Simmel no rechazaba la gran ciudad ni aspiraba a 
transformarla, sino que aceptaba resignadamente su impotencia para 
superarla, negaba diligentemente su individualidad e interiorizaba 
desencantadamente su carácter irreversible. Tal como puso de mani-
fiesto Massimo Cacciari,33 esta fue la intuición excepcional de Simmel: 
la comprensión de la base puramente productiva de la ciudad 
monopolista, de una esencia conflictiva y desarraigada que condenaba 
a los ciudadanos a una angustia crónica, y la presunción, en definitiva, 
de que la ideología de la metrópolis era una determinada forma de 
“pensamiento negativo”. Simmel abortaba así la trayectoria romántica 
de la sociología alemana. También exhortaba a facilitar la compren-
sión de esta revolucionaria realidad urbana expresándola artística-
mente, un reto que atañía a los arquitectos. En este sentido coincidía 
33 METRÓPOLIS: 1882-1939
con Charles Baudelaire: la estética de la modernidad debía captar el 
frenético fluir de los fragmentos metropolitanos, algo tan solo al 
alcance del arte de vanguardia.
Tras la I Guerra Mundial, en una Alemania vencida, humillada 
y arruinada, el pensamiento negativo se abrió paso de la mano del 
marxismo, que encontró en él un instrumento crítico que contra-
poner al discurso de la Escuela de Chicago, a la que acusaba de 
desinterés a la hora de identificar las causas de la injusticia social 
capitalista. El economista, sociólogo e historiador Max Weber reco-
noció en la metrópolis una pieza esencial de la estructura, es decir, 
del engranaje del proceso de racionalización de la economía y la 
sociedad puesto en marcha por el gran capital y dirigido por el Estado. 
En su texto La ciudad,34 Weber vinculó el espíritu del capitalismo 
con la ética protestante, que proclamaba que el trabajo sistemático y 
riguroso era voluntad de Dios. El ascetismo calvinista sublimaba así 
el proyecto monopolista. En La ciudad, Weber utilizó el análisis his-
tórico para demostrar que el conflicto —las luchas de clase— era 
inherente a la metrópolis; es más, era su fundamento. No había con-
suelo posible; al ciudadano no le quedaba otra alternativa que “la 
viril aceptación del espíritu del capitalismo”. 
El sociólogo y economista Werner Sombart complementó este 
razonamiento negativo en Lujo y capitalismo,35 donde también utili-
zó el análisis histórico. La vocación terciaria de la metrópolis, centro 
y destino de la industria del lujo, donde el consumo se había con-
vertido en motor productivo, emanaba de su necesidad de organizar 
y socializar el desarrollo capitalista. En ella confluían los equipamien-
tos científico e industrial, la estructura financiera, el poder político, 
la fuerza de trabajo y el mercado. La metrópolis tan solo era eso, 
mera articulación del proyecto monopolista. Con esta conclusión 
radicalmente nihilista, el pensamiento negativo sacrificaba en el altar 
de la racionalización la dimensión estética, el único estímulo que 
Simmel había consentido al sujeto moderno. 
34
LA METRÓPOLIS DE LOS HISTORIADORES: 
MARCEL POËTE, PIERRE LAVEDAN, 
LEWIS MUMFORD 
La sensibilidad romántica, y más concretamente el idealismo, la 
opción metafísica con la que Hegel se enfrentó al materialismo, 
difundió el interés por la historia como campo de conocimiento. 
El filósofo alemán defendía que la realidad estaba envuelta en 
un proceso evolutivo donde cada cosa producía su contrario, 
generando fases de integración que avanzaban hacia una verdad 
absoluta. Su afán por descubrir el significado y la finalidad de esa 
evolución le llevó a escribir la Enciclopedia de las ciencias filosóficas,36 
un gigantescometarrelato que enlazaba linealmente todos los 
conocimientos existentes, hasta entonces desperdigados. 
El cientifismo positivista y marxista hundiría la metafísica en 
el descrédito, lo que explica que la profusión de estudios históricos 
inspirados por el idealismo hegeliano no se orientara hacia el 
rastreo de esa “verdad”, sino hacia la investigación especializada. 
Ese fue el camino que emprendió la historia urbana a comienzos 
del siglo xx, después de décadas en manos de eruditos carentes de 
metodología y que a menudo la trataban de manera anecdótica. 
En la etapa que ahora se abría, la de su definición como disciplina 
científica, se perfilaron dos tendencias que perdurarían en el futu-
ro. Unos, normalmente sociólogos, utilizaron la historia urbana 
para rastrear las claves del cambio socioeconómico que había 
desembocado en la formación de las metrópolis, lo que les llevó 
a contemplarla como un apéndice de la historia económica y 
social. A otros, generalmente historiadores del arte, les movían 
inquietudes patrimoniales, por lo que la utilizaron para estudiar 
la morfología urbana. 
35 METRÓPOLIS: 1882-1939
La historia urbana como historia 
económica y social
Que la historia urbana comenzara su andadura de la mano de un 
híbrido denominado “historia económica y social” es algo que no 
debe extrañarnos. En el siglo xix la historia general y las ciencias 
sociales conformaban una misma área de conocimiento. De ahí que 
el objetivo de la obra pionera de la deriva hacia la historia urbana, 
La ciudad antigua,37 no fuese el estudio de la evolución de la ciudad, 
sino de instituciones como el Estado, la familia o la religión. Lo que 
hizo de ella una obra de carácter excepcional fue el hecho de que 
su autor, el historiador N. D. Fustel de Coulanges, tomara como 
ejemplo la polis griega. 
El marxismo tuvo mucho que ver en el posterior desarrollo y 
consolidación de esta estrategia. Ni Marx ni Engels pensaban que 
la metrópolis fuera responsable de la miseria en la que vivía sumida la 
clase obrera, sino que era tan solo el escenario donde se representaba 
el conflicto desatado por el verdadero culpable: el modo de produc-
ción capitalista. Sin embargo, su convencimiento de que el ser 
humano podía alterar el curso de los tiempos les llevó a interesarse 
por la historia urbana, en la que descubrieron un eficaz instrumento 
para desvelar el uso que el capital había hecho de la ciudad. De ahí 
que, como hemos visto en el apartado anterior, la sociología marxista 
se apoyara en el análisis histórico. 
En el campo de la historia urbana, las cuestiones metodológicas 
comenzaron a plantearse en los años previos a la I Guerra Mundial. 
Una de las primeras fue: ¿cómo se transforman las ciudades? Las 
opciones eran “evolucionismo” o “análisis comparativo”. Basándose 
en las tesis de Patrick Geddes y del filósofo Henri Bergson,38 los 
defensores del primero entendían que lo hacían de manera lineal e 
ininterrumpida, siguiendo un proceso conducido por leyes generales 
de carácter biológico. De acuerdo con esta idea, el papel de la histo-
ria sería el estudio de la evolución de ese “ser urbano” que nacía, 
maduraba y moría. 
36
Como ya hemos visto en “La metrópolis de los sociólogos”, esa 
fue la estrategia utilizada por Raoul Blanchard en su estudio sobre 
Grenoble, considerada por algunos como una de las primeras 
monografías de historia urbana. Algo similar hicieron los también 
geógrafos Otto Schlüter, quien investigó la implantación territorial 
de los centros rurales medievales, y August Meitzen, quien se centró 
en el período comprendido entre celtas y eslavos. Ambos inauguraron 
la tradición historicista de la geografía urbana, que no se pondría en 
cuestión hasta mediados del siglo xx. Su interés por la historia urbana 
se explica porque estaban convencidos de que la evolución econó-
mica y social se proyectaba sobre el espacio urbano, lo que les acer-
caba a la senda abierta por Fustel de Coulanges. 
En el ambiente de zozobra psicológica sobrevenido tras la con-
solidación de las metrópolis, no es de extrañar que la secuencia 
evolucionista de nacimiento, crecimiento, decadencia y muerte diera 
pábulo a elucubraciones de tono mesiánico. Un claro ejemplo de 
ello fue La decadencia de Occidente,39 donde el historiador y filósofo 
Oswald Spengler afirmaba que las culturas atravesaban ciclos vitales. 
La primera fase era heroica, rebosante de vigor, y se expresaba 
mediante mitos religiosos y obras épicas (en Occidente coincidió 
con la Edad Media); le seguía un estío cultural iluminado por genios 
individuales (Miguel Ángel, William Shakespeare y Galileo Galilei) 
y tras él llegaba el otoño, la dorada madurez de la cultura (represen-
tada por Johan Wolfgang von Goethe y Wolfgang Amadeus Mozart). 
En esa última fase, que coincidió con el advenimiento de la Ilustra-
ción, la filosofía comenzó a amenazar a la religión, primer síntoma 
de una decadencia que desembocaría en el surgimiento de la 
metrópolis, el “invierno de la cultura”. Convencido de que la historia 
era pronosticable, Spengler aventuraba que de la malsana forma de 
vida urbana se derivaría la esterilidad de la mujer, abocada a trabajar 
y, por ende, a abandonar su papel de madre. Se pondría así en marcha 
un proceso de despoblación que acabaría con la civilización occi-
dental, evidencia de la propensión metafísica de las ciudades hacia 
la muerte.
37 METRÓPOLIS: 1882-1939
El marxismo, en cambio, apostó por el análisis comparativo, la meto-
dología apuntada por Fustel de Coulanges. En La ciudad, que, como 
hemos visto, era una obra de sociología histórica más que de historia 
urbana, Max Weber negó que las ciudades respondieran a leyes 
generales, y mucho menos de carácter biológico. Las situaciones 
históricas eran siempre individuales y producto de constelaciones 
de fuerzas dispares. Por eso el análisis comparativo las clasificaba 
en tipologías que se correspondían con épocas. Las desarrolladas en 
La ciudad obedecían a los papeles políticos desempeñados por tres 
actores sociales: la familia, el Estado y el individuo. Weber distinguía 
así la “ciudad principesca o de consumidores”, cuyos habitantes 
dependían del poder adquisitivo de terratenientes, aristócratas, etc.; 
la “ciudad industrial o de productores”, sustentada por los industria-
les; y la “ciudad mercantil”, respaldada por los comerciantes. 
También los geógrafos acabaron abrazando el análisis comparativo. 
Su alianza con el evolucionismo entró en crisis en el período de entre-
guerras, cuando se puso de moda agrupar los planos según las formas 
de organización funcional. El británico Robert E. Dickinson, por 
ejemplo, clasificó las tramas norteamericanas en irregulares y regulares, 
y estas últimas en ortogonales, lineales y radiocéntricas. A menudo, de 
estas clasificaciones resultaron atlas de edificación, como el que ela-
boró Hugo Hassinger en 1916 sobre Viena, donde catalogó los edi-
ficios según épocas de construcción; o el de Walter Geisler en 1918 
sobre Danzig, según alturas y funciones. Bien es cierto que estos atlas 
no podían considerarse como historias urbanas propiamente dichas, 
ya que se limitaban a analizar los planos y ordenarlos por tipos. 
La segunda cuestión planteada en los albores de la definición dis-
ciplinar de la historia urbana aludía a los contenidos. En este caso, la 
disyuntiva era entre una aproximación individualizante o generali-
zante. La primera suponía estudiar ciudades concretas en contextos 
temporales específicos.40 Esta opción fue la que predominó hasta la 
I Guerra Mundial, avalada por la Escuela de Chicago, que la aplicó a 
sus estudios comunitarios, y por el nacionalismo decimonónico, que 
afianzó sus historias patrias con historias locales. En la época de 
38
entreguerras, en cambio, se impuso la aproximación generalizante, 
que animaba a investigar procesos que afectaran a numerosas ciudades 
y durante dilatados períodos de tiempo. El objetivo era superar uno 
de los principalesretos a los que se enfrentaba la historia urbana: 
trascender los particularismos regionales y afrontar las grandes trans-
formaciones sociales de las que se ocupaba la historia general.
Esta fue la elección de Henri Pirenne, uno de los pocos historia-
dores del arte que abordó la historia urbana como una historia eco-
nómica y social, con el comercio y la burguesía como protagonistas. 
En Las ciudades de la Edad Media,41 Pirenne utilizó el método com-
parativo para estudiar la funcionalidad económica de la ciudad 
histórica, estableciendo los tipos “ciudad fortaleza” y “ciudad epis-
copal”. Sin embargo, la importancia de esta obra radicaba en su 
perfil generalizante. Aunque se centró en el período comprendido 
entre finales de la Antigüedad y mediados del siglo xii,42 no se limitó 
a analizar casos concretos, sino que esbozó un panorama holístico 
poco habitual en aquel entonces. 
La orientación hacia la morfología: 
el papel de los historiadores del arte
Como decimos, Pirenne fue una excepción. La mayoría de los his-
toriadores del arte lucharon porque la historia urbana dejara de ser 
vicaria de la historia económica y social. Su interpretación de la 
ciudad como obra de arte les llevó a centrarse en la morfología,43 
en la que intuyeron una base sobre la que construir esa autonomía. 
Tras esta elección se escondían inquietudes típicamente románticas: 
la consolidación de la metrópolis —que despertó en los historiado-
res la nostalgia por la ciudad medieval y, por ende, el deseo de cono-
cerla— y la dilapidación del patrimonio arquitectónico. No es de 
extrañar que esta tendencia despuntara en París, una ciudad que 
acababa de ser eviscerada por el plan Haussmann. 
El encargado de inaugurarla fue Marcel Poëte, amigo personal 
de Patrick Geddes, del que heredó la admiración por los geógrafos,44 
39 METRÓPOLIS: 1882-1939
la apuesta por el evolucionismo y el interés por el urbanismo. 
De hecho, tan solo la segunda parte de su obra más insigne, Introducción 
al urbanismo,45 era una historia urbana propiamente dicha (desde 
Egipto hasta la etapa helenístico romana). La primera, a la que se 
debió la gran trascendencia del libro, estaba enfocada a definir las 
bases de la propia disciplina. No era casualidad. Francia acababa de 
aprobar sus primeras leyes urbanísticas (en 1919 y 1924), que pres-
cribían la obligatoriedad de que las corporaciones municipales ela-
boraran planes reguladores. En esta encrucijada, Poëte tuvo el valor 
de posicionarse en contra del todopoderoso arte urbano francés, 
rigurosamente formalista, y en favor de un urbanismo concebido 
como una “ciencia de la observación” de la evolución de ese “ser 
viviente” que era la ciudad. En este sentido, y para informar al plan 
regulador, Poëte postuló lo que puede considerarse como la segunda 
prefiguración del análisis urbano en su etapa predisciplinar (la pri-
mera fue el “estudio regional” de Geddes), que consistía en servirse 
de catas arqueológicas para reconocer las trazas originarias de la 
morfología urbana y reconstruir su posterior evolución, dependiente 
de los accidentes geográficos. El tercer capítulo de Introducción al 
urbanismo estaba dedicado al estudio de los caminos de acceso como 
elementos determinantes de la forma urbana, y el cuarto al de los 
rasgos topográficos y geológicos como condicionantes de sus marcas 
fundacionales.
Poëte había ensayado este bosquejo de análisis urbano en Une Vie 
de cité. Paris de sa naissance à nos jours.46 Los cuatro volúmenes que com-
ponían esta recopilación de textos han sido reconocidos como una de 
las primeras obras maduras de historia urbana. La abundancia de mate-
rial iconográfico y la relativa presencia de planimetría evidenciaban 
que los intereses de Poëte iban más allá de la morfología, aspirando 
a conformar una visión global de un “organismo urbano” concreto: 
París. Ello le obligó a recurrir a fuentes tan numerosas como variadas: 
la arqueología, la filología, la arquitectura, la literatura, la pintura, la 
estadística, etc., fuentes en cuyo manejo le había adiestrado su activi-
dad como archivista y director de la Biblioteca Histórica Municipal.
40
Une Vie de cité animó a los arquitectos europeos a leer sus ciudades tal 
como Poëte había leído París, es decir, poniendo en valor sus parti-
cularidades, y con similar objetivo, extraer directrices que poder 
aplicar al planeamiento urbano. Resultaron de ello lecturas históricas 
orientadas por preferencias arquitectónicas y urbanísticas. El libro de 
Werner Hegemann Das steinerne Berlin47 se insertaba en el agrio deba-
te berlinés del período de entreguerras, donde el dilema era: París o 
Londres; es decir, concentración o dispersión. Según este arquitecto, 
el káiser Federico II había apostado por París, un error histórico, ya 
que la capital prusiana tenía mucho más en común con Londres, 
como, por ejemplo, el hecho de estar rodeada por una amplia llanura 
o haberse liberado de las murallas medievales. Por ello le parecía 
injustificable que se hubiera optado por el modelo de ciudad com-
pacta en vez del suburbano. Hegemann animó a su amigo Steen E. 
Rasmussen a investigar la ciudad que él tanto admiraba. En Londres, 
ciudad única,48 el arquitecto danés intentó desvelar las particularidades 
que hacían de la capital británica una metrópolis diferente al resto 
de las europeas: la baja densidad, la gran dimensión, la abundancia 
del verde, los trazados pintorescos, la ausencia de ejes monumentales 
y, muy especialmente, la condición policéntrica. Este cúmulo de 
singularidades había resultado de la interacción del medio físico 
londinense con las prácticas políticas e institucionales británicas.
Como vemos, Poëte sedujo a los arquitectos, logrando que la 
historia urbana se colara en la planificación urbanística. No menos 
importante fue su influencia para los historiadores. Sus alumnos de 
la École des Hautes Études Urbains, fundada por él y Henri Sellier 
en 1919 y reconvertida en el Institut d’Urbanisme en 1924, siguieron 
su estela. El uso articulado de fuentes multidisciplinares, el evolucio-
nismo y la morfogenética,49 permitió que estos jóvenes historiadores 
superaran las fases literaria y retórica, sentando las bases de una 
potente escuela francesa de historia urbana que se nutría del positi-
vismo organicista y evolucionista de Geddes.
Uno de los grandes maestros de esta escuela fue Pierre Lavedan. 
En Géographie des villes,50 una obra igualmente influenciada por los 
41 METRÓPOLIS: 1882-1939
geógrafos, reafirmó la idea de que las ciudades eran organismos 
naturales que evolucionaban desde la infancia a la senectud. Lavedan 
también consideraba que las ciudades eran obras de arte, por lo que 
intentó aplicar las técnicas de la historia del arte a la historia urbana. 
Esta visión, propia del arte urbano, le alejó del enfoque urbanístico 
de Poëte y su “ciencia de la observación”. 
Lavedan fue el autor de la primera historia totalmente generali-
zante desde el punto de vista espacial y temporal. Su gigantesca 
Histoire de l’urbanisme 51 comprendía todo el planeta y todo el arco 
histórico, “de la prehistoria a la era atómica”. Para explicar y clasifi-
car las ciudades, Lavedan indagó en los principios morfogenéticos, 
pero también en los fundamentos intelectuales propios de cada civi-
lización: religiosos en la Antigüedad, estéticos en la Edad Moderna 
y funcionalistas en la Edad Contemporánea. Fiel a la sensibilidad 
romántica, contrapuso el carácter supuestamente saludable de la ciu-
dad histórica a la naturaleza enfermiza de la metrópolis, “víctima de 
una patología degenerativa”. 
El tercer protagonista de la etapa fundacional de la historia urbana 
fue Lewis Mumford, a quien se ha definido como sociólogo, urba-
nista o periodista. En realidad, era cualquier cosa menos un historiador 
positivista (él mismo se consideraba un generalista que sentía aversión 
por los especialistas). En 1938 escribió La cultura de las ciudades,52 
una obra de vocación generalista queabarcaba desde la Europa 
medieval hasta la América contemporánea. También él traspasó los 
confines de la morfología urbana, en este caso para indagar en cues-
tiones tan diversas como la tecnología, la economía, la geografía, la 
funcionalidad, la legislación, las infraestructuras y, muy especialmen-
te, en lo cotidiano, las utopías, lo simbólico y lo ideológico, con 
atención preferente al hecho religioso. Podríamos aseverar que en 
este libro confluyeron las dos orientaciones propias de esta primera 
fase de la historia urbana: la socioeconómica de Weber y Pirenne y 
la morfológico geográfica de Poëte y Lavedan. 
Eso sí, la sensibilidad de Mumford era claramente romántica. 
Siguiendo las tesis de Geddes, del que también era un acérrimo 
42
discípulo, consideraba que la civilización seguía una evolución 
lineal, debido al progreso tecnológico, y cíclica, estructurada en 
períodos de crecimiento, expansión y desintegración. Con un tono 
mesiánico que recordaba a Spengler, concluía presagiando que el 
gigantismo de la megalópolis industrial formaba parte del último 
de esos estadios, el previo a la necrópolis, el fin de la civilización. 
Esta inflexión apocalíptica hubiera sido inconcebible en Lavedan. 
Mientras que su Histoire de l’urbanisme era académicamente rigurosa 
y fue calificada como ideológicamente neutra, La cultura de las 
ciudades estaba claramente dirigida por los intereses personales de 
alguien que había dejado de lado la devoción tecnológica para 
pasar a denunciar sus riesgos. En este sentido, más que la historia 
propiamente dicha, lo que interesaba a Mumford era el espíritu de 
la historia, del que esperaba extraer lecciones aplicables a la metró-
polis. Por eso su libro no era tanto una historia urbana como un 
ensayo sobre los valores que debían guiar el urbanismo, lo que lo 
acercaba a la teoría urbana. 
43 METRÓPOLIS: 1882-1939
LA METRÓPOLIS DE LOS ARQUITECTOS: 
CAMILLO SITTE, RAYMOND UNWIN, 
LE CORBUSIER
El nacimiento del urbanismo se produjo durante el apogeo del 
arte urbano. Este último, también denominado art urbain, civic art o 
Städtebau, se englobaba en una tradición que identificaba ciudad y 
arquitectura y que tenía su origen en el Renacimiento. La proyecta-
ción urbana tenía que ver con la forma, por lo que se la consideraba 
como una extensión natural de la edificación. Este interés por la 
fisicidad derivó en determinismo espacial: los “arquitectos planifica-
dores” estaban convencidos de que un orden urbano armonioso 
traería aparejado un orden social ético y cívico. Su misión en el 
proceso de racionalización monopolista sería hacer de puente entre 
arquitectura e ingeniería, Kultur y Zivilisation, de ahí que se decanta-
ran por un arte aplicado que asumía los requisitos técnicos de la 
metrópolis pero cuyo principal objetivo era estético: el embelleci-
miento. Para definirlo, siguieron los dictados compositivos de la 
École des Beaux-Arts: jerarquía de espacios, simetrías y culto al eje, 
preceptos que la exitosa operación de Haussmann había extendido 
por Europa y que el movimiento City Beautiful había transferido 
a Estados Unidos. 
El principal rival del arte urbano apareció en 1875, cuando el 
Gobierno de la Alemania guillermina aprobó una ley que otorgaba 
a las administraciones públicas poderes para promover, redactar e 
implementar planes reguladores, reconociendo así que la racionali-
zación de la metrópolis no podía seguir confiándose a leyes higie-
nistas. Muchos autores coinciden en señalar dicha fecha como la del 
nacimiento del urbanismo como disciplina.53 Sin embargo, no fue 
bautizada como tal hasta la Town Planning Conference de Londres 
(1910), cuando Patrick Geddes la animó a adoptar la secuencia del 
44
“estudio regional” —investigación, análisis y planeamiento—, base 
mucho más ambiciosa sobre la que inició su proceso de institucio-
nalización. Un año antes, en 1909, se había aprobado la primera 
ley específicamente urbanística de la historia (Housing and Town 
Planning Act), ese mismo año comenzó a impartirse un curso de 
urbanismo en el Departamento de Arquitectura del Paisaje de la 
Harvard University, y en 1914 se creó un Departamento de Urba-
nismo en la Escuela de Arquitectura Bartlett del University 
College de Londres.54
El urbanismo se gestó y se conformó en el ámbito del iluminis-
mo, que lo orientó hacia la ciencia y el positivismo, lo que suponía 
una aceptación acrítica de los intereses del capitalismo. Tal como 
denunció Werner Sombart, la “cultura del plan regulador” era 
meramente racional y se limitaba a colaborar en el ajuste productivo 
monopolista. Así lo consideraba el marxismo, que mostró por el 
urbanismo la misma indiferencia que antes había sentido por el arte 
urbano. Lo acusaba de ser un instrumento ideado por el Estado 
para llevar a cabo las tareas que le habían encomendado las élites 
económicas: implicar a la metrópolis en su proyecto racionalizador, 
construir infraestructuras y equipamientos que no eran rentables, 
separar espacialmente las áreas residenciales burguesas de las proleta-
rias y establecer unas mínimas reglas de juego que evitaran que los 
especuladores se depredaran entre sí. Por lo que respecta al arte 
urbano, y tal como comentaba François Choay,55 el desdén del mar-
xismo procedía de su desinterés por el espacio. Los modelos urbanos 
ideados por el socialismo utópico como alternativa a la ciudad del 
laissez-faire, el familisterio de Jean-Baptiste André Godin, el falansterio 
de Charles Fourier y la New Harmony de Robert Owen, fueron 
considerados paternalistas y antirrevolucionarios. La única salida a 
la gran crisis urbana del siglo xix era la abolición del capitalismo 
y la implantación de una sociedad sin clases. Al margen de eso, 
cualquier otra cuestión, incluida la espacial, era accesoria. 
Aunque desahuciados por el marxismo, el urbanismo y el arte 
urbano fueron filtrados según las referencias e intereses de las dos 
45 METRÓPOLIS: 1882-1939
sensibilidades que habían impregnado el pensamiento occidental desde 
el siglo xvii. En el debate urbanístico, los arquitectos románticos 
insistieron en el tema del crecimiento urbano, asociándolo al mito 
del paisaje, mientras que los iluministas concentraron sus esfuerzos 
en la racionalización, vinculándola al mito de la industria. Por lo 
que respecta al arte urbano, discreparon en sus opciones estéticas: 
los románticos se inclinaron por el medievalismo y los iluministas 
por el arte de vanguardia. 
El descontento romántico: 
ciudad histórica y paisaje
La sensibilidad romántica irrumpió en el arte urbano alentada por 
un malestar estético: la “fealdad” de la metrópolis. En 1889 Camillo 
Sitte publicó Construcción de ciudades según principios artísticos,56 donde 
se rebelaba contra el pragmatismo del urbanismo iluminista. Aunque 
compartía sus reivindicaciones tecnicistas, aceptaba la sociedad 
industrial y rechazaba refugiarse en utopías nostálgicas, defendía que 
los aspectos artísticos eran tan importantes como los funcionales e 
infraestructurales, y exigía que la metrópolis, además de racional, 
fuese hermosa. Influenciado por la crítica del arte, de la que adoptó 
el concepto de Kunstwollen (“voluntad artística”) enunciado por 
Alois Riegl,57 estaba convencido de que el ciudadano tenía un senti-
do estético natural que era el que había utilizado durante siglos para 
concebir bellos espacios urbanos. La ciudad del laissez-faire, cons-
truida por especuladores, quebró esa tradición y, con ella, la capacidad 
creadora de sus habitantes. Para recuperarla era necesario intelectua-
lizar el Kunstwollen en manuales de diseño como el citado Construc-
ción de ciudades según principios artísticos. Por un lado, y para dotar de 
una base científica a su apuesta estética, Sitte recurrió a la naciente 
psicología del espacio, que le permitió describir cómo este era per-
cibido a través de la visión. Por otro, y para distinguir y separar las 
leyes que habían regido la construcción de la belleza

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