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La ciudad contemporánea es una criatura incierta. Su condi- ción de amalgama de variables sociales y económicas, cultu- rales y políticas, temporales y espaciales, la convierte en un hojaldre múltiple difícil de aprehender. Infinidad de teorías e historias llevan décadas intentándolo, de lo que ha derivado un corpus doctrinario igualmente vasto y complejo. El obje- tivo de este libro es descifrar dicho corpus. Como la ciudad no puede abarcarse desde una única área de conocimiento, Carlos García Vázquez intenta detectar sus regularidades, relacionarlas entre sí y trazar trayectorias que dibujen una topografía legible. De esta forma, el libro revisa tres paradigmas de pensamiento en torno a la ciudad que han afectado a tres disciplinas: la ciudad de los sociólogos, la ciudad de los historiadores y la ciudad de los arquitectos. Tres miradas que, en cierto modo, vendrían a ser la ciudad del presente, la ciudad del pasado y la ciudad del futuro. CARLOS GARCÍA VÁZQUEZ (Sevilla, 1961) es arqui- tecto y catedrático de Composición Arquitectónica en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla. Profesor invitado en la Scuola Architettura e Società del Politecnico di Milán (sede de Piacenza), es autor de Antípolis. El desva- necimiento de lo urbano en el Cinturón del Sol (2011) y Ciudad hojaldre. Visiones urbanas del siglo xxi (2004), ambos libros publicados por la Editorial Gustavo Gili. TE OR ÍA S E HI ST OR IA DE LA CI UD AD CO NT EM PO RÁ NE A CA RL OS GA RC ÍA VÁ ZQ UE Z GGwww.ggili.com GARCIA VAZQUEZ Teoría e historia copia 4.indd 1 03/02/16 11:39 Editorial Gustavo Gili, SL Via Laietana 47, 2º, 08003 Barcelona, España. Tel. (+34) 93 322 81 61 Valle de Bravo 21, 53050 Naucalpan, México. Tel. (+52) 55 55 60 60 11 GG® TEORÍAS E HISTORIA DE LA CIUDAD CONTEMPORÁNEA Diseño gráfico: Toni Cabré/Editorial Gustavo Gili, SL Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. La Editorial no se pronuncia ni expresa ni implícitamente respecto a la exactitud de la infor- mación contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsab- ilidad en caso de error u omisión. © Carlos García Vázquez © Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2016 ISBN: 978-84-252-2876-6 (PDF digital) www.ggili.com http://www.cedro.org Índice 007 Introducción 011 METRÓPOLIS: 1882-1939 016 Epistemología de la metrópolis 020 La metrópolis de los sociólogos: Escuela de Chicago, Georg Simmel, Max Weber 034 La metrópolis de los historiadores: Marcel Poëte, Pierre Lavedan, Lewis Mumford 043 La metrópolis de los arquitectos: Camillo Sitte, Raymond Unwin, Le Corbusier 071 MEGALÓPOLIS: 1939-1979 078 Epistemología de la megalópolis 081 La megalópolis de los sociólogos: Herbert Gans, Jane Jacobs, Henri Lefebvre 096 La megalópolis de los historiadores: Harold J. Dyos, Colin Rowe, Manfredo Tafuri 105 La megalópolis de los arquitectos: Josep Lluís Sert, Kevin Lynch, Aldo Rossi 137 METÁPOLIS: 1979-2007 143 Epistemología de la metápolis 147 La metápolis de los sociólogos: Manuel Castells, Saskia Sassen, Mike Davis 163 La metápolis de los historiadores: Dolores Hayden, Anthony Sutcliffe, Anthony D. King 170 La metápolis de los arquitectos: Robert Venturi, Rem Koolhaas, Bernardo Secchi 199 Epílogo 200 Bibliografía básica 202 Índice de nombres Introducción La ciudad contemporánea es una criatura incierta. Su condición de sumatorio de variables sociales y económicas, culturales y políticas, temporales y espaciales la convierte en un hojaldre múltiple difícil de aprehender. Infinidad de teorías e historias llevan décadas inten- tándolo, de lo que ha derivado un corpus doctrinario igualmente vasto y complejo. El objetivo de este libro es descifrar dicho corpus. Las dificultades que se afrontan al asumir una tarea así son nume- rosas. La ciudad no es abarcable desde una única área de conocimien- to, por lo que el enfoque interdisciplinar es ineludible. El hecho de que las disciplinas científicas y humanísticas suelan fragmentarse en subdisciplinas multiplica los escollos, ya que, como indicara Henri Lefebvre, cada una de estas subdisciplinas selecciona los contenidos que le interesan y los enfoca con metodologías propias. Si además tenemos en cuenta que esas aproximaciones se influyen mutuamente, entenderemos el grado de contaminación que impregna el territorio que hemos de desbrozar. Este libro lo ha rastrillado, ha detectado las regularidades, las ha relacionado y ha trazado trayectorias que dibujan una topografía legible. Para llevar a cabo esta operación hemos tenido que pagar un triple peaje: el de la simplificación, la esquematización y la categorización. El primero deriva de la conjunción de lo inconmensurable del campo que nos ocupa con las restricciones dimensionales de esta obra. Ante la imposibilidad tanto de profundizar como de abarcarlo todo, hemos seleccionado las áreas de conocimiento que se han ocupado de la espacialidad de la ciudad, tanto física como social. En primer lugar, las ciencias sociales, dentro de las cuales hemos destacado la sociología urbana, que ha interpretado la ciudad como una proyección de sus habitantes; la geografía urbana, que ha inter- pretado a los habitantes como una proyección de la ciudad; y la 8 antropología urbana, que se ha especializado en el estudio de comu- nidades concretas. En segundo lugar, la historia, y en concreto la historia urbana, que ha seguido la evolución de la morfología y del proceso de urbanización, y la historia del urbanismo, orientada hacia la planificación de ambos. Por último, la arquitectura, en la que hemos diferenciado entre urbanismo, diseño urbano, teoría urbana y análisis urbano. Los dos primeros se han ocupado de la materialización de la ciudad: el urbanismo de lo procedimental (la organización téc- nica) y el diseño urbano de lo sustancial (la forma espacial); por su parte, la teoría urbana, que puede ser descriptiva o normativa, ha sido la encargada de determinar los valores que deben guiar a ambos (éticos, ideológicos o políticos); y el análisis urbano se ha ocupado del estudio e interpretación de lo existente. En cuanto a la esquematización, Teorías e historia de la ciudad contem- poránea —título que se hace eco del libro de uno de mis principales referentes, Manfredo Tafuri y su Teorías e historia de la arquitectura— se estructura en tres etapas que abarcan 125 años de estudios urbanos, de 1882 a 2007. El punto de partida, en el último cuarto del siglo xix, viene determinado por el nacimiento de la mayoría de las disciplinas anteriormente mencionadas: el urbanismo en 1875, la sociología en 1890, la geografía en 1900, etc. A partir de ese momento el estudio de la ciudad adquirió un estatuto de cientificidad que lo liberó de simbolismos y personalismos. En su evolución posterior se distin- guieron tres fases relacionadas con sendos cambios del paradigma intelectual motivados por transformaciones del sistema económico.1 La primera comenzó en torno a 1880, cuando irrumpió el capitalis- mo monopolista; su consecuencia fue la metrópolis, cuyo paradigma de pensamiento era el racionalismo. La segunda se identifica con el estado del bienestar, que imperó entre 1945 y 1979, si bien aquí ade- lantamos el inicio de esta fase a 1939, con el comienzo de la II Guerra Mundial. Su derivado urbano fue la megalópolis, éticamente inspi- rada por el existencialismo. La tercera despuntó con la crisis del petróleo de 1973, que dio paso al tardocapitalismo, de la que resultó la metápolis, donde se impuso el relativismo. 9 INTRODUCCIÓN Y por último, la categorización. Para llevarla a cabo nos hemos apoyadoen un hecho que evidencia que la objetividad a la que aspira toda disciplina científica suele acabar siendo víctima de la propia lógica del pensamiento humano: los autores de las teorías e historias que aquí se narran no pudieron evitar pasarlos por el tamiz de ideologías, doctrinas o credos personales. Las categorías que hemos utilizado se sustentan sobre una dualidad habitualmente utilizada en los estudios urbanos para detectar este fenómeno: sensibilidad román- tica, con sus modulaciones como culturalismo, pintoresquismo, etc., versus sensibilidad iluminista, también referenciada como progresismo, racionalismo, etc. Ambas nos han servido para trazar las trayectorias de esta topografía de 125 años de estudios urbanos. Además, en las notas al pie se ha querido dejar rastro, mediante una referencia bibliográfica completa, de todos aquellos libros por los que este estudio ha transitado, con el fin de facilitar al lector el material para poder ampliar cada uno de los temas. En definitiva, en las páginas que siguen pasaremos revista a tres paradigmas de pensamiento que han afectado a tres disciplinas y se han filtrado por dos sensibilidades. La ciudad de los sociólogos, la ciudad de los historiadores y la ciudad de los arquitectos; en cierto modo, la ciudad del presente, la ciudad del pasado y la ciudad del futuro. 10 1 Según Thomas Kuhn, el avance de la ciencia está supeditado a revoluciones que imponen cambios de paradigma, entendiendo por paradigma un cúmulo de conocimientos normalmente vincu- lado a valores éticos. Ello explica que dichas reformulaciones provoquen no solo una ruptura en el saber científico, sino también un giro en la forma de ver el mundo. 12 13 METRÓPOLIS: 1882-1939 Este libro comienza, simbólicamente, en 1882, año en que Thomas Edison inauguró en Londres la primera estación generadora de elec- tricidad. También podría haberlo hecho cuatro años más tarde, cuando Gottlieb Daimler instaló un motor de combustión interna en un carruaje de cuatro ruedas. Ambos acontecimientos se significan como piedras miliarias de la denominada II Revolución Tecnológica, en la que la electricidad y el petróleo suplieron al carbón como fuentes energéticas de la industria. A partir de entonces el mundo comenzaría a moverse de otra manera. Debido a las enormes inversiones que exigían su instalación y su puesta en marcha, los sectores productivos derivados de dicha revolución —automovilístico, naval, ferroviario, eléctrico y de radiodifusión— estaban fuera del alcance de las empresas familiares propias del capitalismo del laissez-faire, la anterior fase del sistema económico, que fueron arrasadas por los grandes consorcios indus- triales al tiempo que el capitalismo monopolista se imponía. Para competir en los mercados internacionales, empresas como Siemens, AEG o Krupp se fijaron una prioridad: optimizar los procesos de producción. Esto explica la meteórica expansión del taylorismo y el fordismo, dos doctrinas de sistematización empresa- rial provenientes de Estados Unidos. La primera apareció en 1911, cuando el ingeniero Frederick Wislow Taylor publicó Principios de la administración científica,1 un ensayo donde describía un método de organización científica del trabajo basado en la estructuración del ciclo laboral en tareas estandarizadas y repetitivas (y cuyo lema era “un hombre, un trabajo”). Por lo que respecta al fordismo, el libro encargado de su difusión fue Mi vida y mi obra,2 en el que Henry Ford explicaba la cadena de montaje y la seriación a gran escala resul- tantes de la aplicación de la propuesta taylorista a su factoría de auto- móviles de Detroit. 14 Las ambiciones racionalizadoras de los dictados fordistas y tayloristas trascendían el ámbito del trabajo industrial y de oficina para implicar a toda la sociedad, que fue apremiada a alinearse con los objetivos del capitalismo monopolista. También se “invitó” a la ciudad a unirse a esta “unidad de destino”. La herencia recibida del capitalismo del laissez-faire era nefasta. Entre 1800 y 1880 los movimientos migra- torios provocados por la Revolución Industrial dispararon el creci- miento demográfico: la población de Londres creció un 380 % (de 1 a 3,8 millones de habitantes), la de Berlín un 765 % (de 170.000 a 1.300.000) y la de Nueva York un 2.000 % (de 60.000 a 1.200.000). Los cientos de miles de campesinos que llegaron a esas ciudades colapsaron sus estructuras: los viejos edificios escalaron en altura, las huertas de los interiores de manzana se colmataron, las parcelas y viviendas se subdividieron y la densidad se hizo insoportable.3 La situación no era mucho mejor en la periferia, donde el prole- tariado se hacinaba en lúgubres habitaciones mal iluminadas y peor ventiladas. Las estadísticas demuestran que la infamia humana campaba por doquier: la media de vida de un obrero no superaba los 29 años (55 en el caso de un burgués), los jóvenes de ciudad padecían muchas más enfermedades que los de origen rural,4 el suicidio, el alcoholismo, la tuberculosis y la locura eran monedas de uso común... En pocas etapas de la historia la sociedad urbana había sufrido tanto. Única- mente la burguesía, al timón del sistema político y económico, disfrutaba de un envidiable nivel de vida en flamantes ensanches inspirados por la operación que el barón Haussmann acababa de llevar a cabo en París. Pero los bulevares, las residencias burguesas y los teatros de ópera eran excepciones que no podían ocultar la regla: la de los millones de personas que “morían de ciudad”. A finales del siglo xix, los gobiernos y el gran capital eran cons- cientes de que esta situación era incompatible con los objetivos del capitalismo monopolista. Por un lado, la ciudad era un caos funcional, y, por otro, un perfecto caldo de cultivo para el comunismo,5 lo que explica que su racionalización se planteara como una cuestión de Estado. Se trataba de reorganizar la ciudad para hacerla más productiva, 15 METRÓPOLIS: 1882-1939 al tiempo que más vivible. Con ese fin nació el urbanismo, una nueva disciplina que puso las ciudades patas arriba. Gracias a las estipula- ciones prescritas por planes y ordenanzas, las urbes dejaron de crecer como manchas de aceite. Las decenas de miles de campesinos que seguían llegando a ellas comenzaron a ser absorbidas por las pobla- ciones de los extrarradios. Lo mismo ocurrió con las industrias, cuyo gigantismo exigía extensiones de terreno que tan solo se encontraban a las afueras. La galaxia de asentamientos resultante de esta novedosa dinámica se articuló mediante una avanzada red de transportes colectivos, el último grito de la sofisticada tecnología monopolista: ferrocarriles suburbanos, tranvías electrificados, trenes elevados y metros subterráneos. Estas comodidades animaron también a la burguesía a contemplar la posibilidad de habitar en contacto con la naturaleza, y la expulsión residencial hacia las áreas suburbanas permitió descongestionar los centros históricos: se demolieron edifi- cios, se abrieron calles y plazas y se erigieron instituciones públicas y privadas que atrajeron actividades terciarias. Eso sí, Europa pagó un elevado precio por esta profunda renovación: la devastación de sus valiosísimos núcleos medievales. Muchos de estos fenómenos eran desconocidos en la ciudad del capitalismo laissez-faire, pero no así el hacinamiento, la infravivienda y la pobreza, que persistían en infinidad de zonas intermedias en las que vivían los menos afortunados, y donde el marxismo seguía reclu- tando adeptos. En resumidas cuentas, así era la ciudad del monopo- lismo: una galaxia de enclaves donde convivían colosales complejos industriales, elegantes urbanizaciones suburbiales, avanzados medios de transporte, terciarizados cascos históricos y la misma miseria de siempre. En 1910 la Oficina del Censo de Estados Unidos adoptó un término para nombrar esta desigual nebulosa: ‘metrópolis’ (“ciudadmadre”).6 16 EPISTEMOLOGÍA DE LA METRÓPOLIS En las postrimerías del siglo xix el pensamiento occidental se alimen- taba de dos fuentes: la iluminista y la romántica. Aunque brotaron con anterioridad, eclosionaron en los siglos xvii y xviii, y aunque inicialmente eran contrapuestas, acabaron confluyendo.7 La meta del iluminismo era la Aufklärung: liberar al pueblo de la ignorancia y la servidumbre a través de la ciencia. Para alcanzarla, el mundo del conocimiento debía dejar de lado el pensamiento simbólico y ser reformulado desde cero y a partir de los dictados de la razón. A esta tarea dedicaron su empeño las numerosas disciplinas que aparecieron a finales del siglo xix, que colonizaron territorios hasta entonces indefinidos y transitados por todo tipo de especulaciones. En el iluminismo se distinguían dos tendencias metodológicas: la racionalista y la empirista. La primera, fundada por René Descartes, defendía la autonomía de la razón con respecto a la realidad. La mente humana y el universo se regían por las mismas leyes basadas en la geometría euclídea, por lo que los datos podían filtrarse por teorías generales desgranadas de ellas. Para el empirismo, en cambio, cuyo principio fundamental fue enunciado por John Locke, la razón no podía desligarse de la realidad. La mente elaboraba el conocimiento a partir de la experiencia sensorial del cuerpo, por lo que cada dato debía ser comprobado según su propia lógica. David Hume desarrolló este postulado estableciendo que la base de la ciencia debía ser inductiva, es decir, debía partir de evidencias concretas y reales para, posteriormente, formular leyes y teorías generales. En el último cuarto del siglo xix la sensibilidad iluminista había evolucionado hacia dos posicionamientos ideológicos enfrentados entre sí: el positivismo y el marxismo. El padre del primero fue Auguste Comte, autor del Curso de filosofía positiva,8 en el que defendía la necesidad de aplicar la metodología científica a todos los campos del saber. Como filosofía de la ciencia, el positivismo renegaba de las ideologías y las dimensiones metafísicas para ceñirse a los hechos. 17 METRÓPOLIS: 1882-1939 No le interesaban ni las esencias, ni los principios superiores, ni los mitos ni los símbolos, tan solo la realidad (“lo positivo”) y las leyes que la regían, leyes que pretendía desentrañar con métodos univer- sales, aplicables tanto a la ciencia como a la sociedad o la naturaleza. Como filosofía política, el objetivo del positivismo era implantar un orden social dominado por técnicos, fiel reflejo del pensamiento burgués, que asociaba progreso y liberalismo económico. En Sobre el principio del arte y sobre su destinación social,9 el político y pensador Pierre-Joseph Proudhon expuso lo que esto significaba para la metrópolis: desvincular sus problemas del capitalismo y ponerla en manos de científicos e ingenieros. El marxismo discrepaba de este planteamiento al entender que la gran crisis urbana del siglo xix no se podía desligar del sistema económico. Según Karl Marx, la burguesía utilizaba la supuesta “objetividad” positivista para difundir entre la clase obrera una falsa conciencia: que sus valores morales, políticos y culturales eran de sentido común; que, a pesar de la pobreza y la segregación, el capi- talismo trabajaba por el bien de todos. A partir de este presupuesto, Marx distinguía dos niveles: el de la “estructura” —el conjunto de relaciones productivas que conformaban la base real del sistema— y el de la “superestructura”, la patraña ideológica ideada para justificar su orden social y ocultar las injusticias. Como respuesta a esta tergi- versación, el marxismo defendía el ejercicio del “pensamiento crítico”, una crítica social que desenmascarase la superestructura. Del iluminismo se derivó un mito: el mecanicista o funcionalista, que definía la sociedad como un sistema integrado por partes inte- rrelacionadas y funcionalmente interdependientes. De su aplicación a la metrópolis surgió la metáfora de la máquina, de la ciudad enten- dida como un artefacto productivo impulsado por la tecnología y, en la versión marxista, manejado por el poder. La otra fuente del pensamiento occidental era la romántica, cuyos precursores se separaron de los ideales de René Descartes para abrazar los de Jean-Jacques Rousseau. Aunque el movimiento surgió en Alemania en torno a 1800, se consolidó a finales del siglo xix 18 coincidiendo con la expansión del capitalismo monopolista. En el romanticismo confluyeron las voces que acusaban al proyecto racionalizador de situar al ser humano en un contexto ultramateria- lista que le era ajeno y las que ponían en cuestión la presuposición de que la única razón posible era la científica, aludiendo a la exis- tencia de lógicas de otro tipo (culturales, psicológicas, intuitivas, etc.). De ahí su reclamo de una aproximación más compleja a la realidad que tuviera en cuenta los sentimientos, las tradiciones, la historia, etc. Una serie de descubrimientos dotaron a esta demanda de argumentos de base científica, lo que permitió al romanticismo enfrentarse al iluminismo con sus mismas armas. En el campo de la física, Max Planck hizo pública la teoría cuántica (1900), Albert Einstein la teoría de la relatividad (1905) y Werner Heisenberg el principio de incertidumbre (1927). Todos ellos coincidían en rechazar la idea de que el mundo fuera previsible a partir de teorías universales. Por otro lado, el psicoanálisis (1896) de Sigmund Freud vino a demostrar la principal hipótesis romántica: que en la mente actuaban poderosos componentes irracionales y que el papel de las ficciones y los símbolos era esencial en el reconocimiento humano del mundo. Como ocurrió con el iluminismo, también del romanticismo se derivó un mito: el organicista o biológico, que, apelando al evolu- cionismo darwinista, sostenía que cada parte de un ente estaba inte- grada en una actividad coordinada. Este presupuesto iba contra los intereses del marxismo, pues anulaba el conflicto en favor de la síntesis, de un orden general y solidario, y, trasladado a la ciudad, permitía establecer analogías entre las áreas funcionales de la metrópo- lis y los órganos de un ser vivo: al igual que este, la ciudad organismo nacía, maduraba, envejecía y moría, lo que permitía estudiarla aplicando las leyes de la biología. Como decíamos, aunque inicialmente eran contradictorios, las metodologías, las ideologías y los mitos desarrollados por iluministas y románticos acabaron convergiendo en el racionalismo empírico (desde la observación empírica se llegaron a construir teorías 19 METRÓPOLIS: 1882-1939 universales), el positivismo marxista (donde convivía el pensamiento de raíz cristiana de Saint-Simon con el de inspiración socialista de Proudhon) y el mecanicismo organicista (ambas metáforas fueron utilizadas indistintamente por el movimiento moderno). En las décadas a caballo entre los siglos xix y xx, las disciplinas que se interesaron por la metrópolis hicieron un uso bastante ecléctico de estos postulados. A pesar de ello, ambas sensibilidades se proyectaron de manera diferenciada sobre los estudios urbanos. Si los iluministas se interesaron por la funcionalidad y el utilitarismo, los románticos lo hicieron por la espiritualidad y la ética; si los iluministas aposta- ron por la razón, los románticos por la cultura; si a los iluministas les fascinaron lo maquínico y lo artificial, a los románticos la natura- leza y lo agrario; si los iluministas cayeron rendidos ante la gran ciudad, los románticos añoraron la aldea; si los iluministas dieron por hecho que el hombre era un individuo tipo, para los románticos era un ser único y complejo; si los iluministas tendieron a la ruptura histórica, los románticos velaron por la salvaguardia de la tradición… En definitiva, iluminismo y romanticismo fueron los dos velos epistemológicos que sirvieron de filtro a unamisma realidad: la metrópolis. 20 LA METRÓPOLIS DE LOS SOCIÓLOGOS: ESCUELA DE CHICAGO, GEORG SIMMEL, MAX WEBER Auguste Comte, padre del positivismo, fue el primer pensador que manifestó la necesidad de fundar una disciplina que ampliara el conocimiento científico a los fenómenos sociales (él mismo acuñó el término ‘sociología’ en 1824). Sin embargo, los pioneros franceses (Auguste Comte, Frédéric Le Play, Émile Durkheim, etc.) no conce- dieron especial importancia a la ciudad. El nacimiento de la sociología urbana se retrasó siete décadas más, coincidiendo con la imposición del designio racionalista a la sociedad. Los sociólogos, que denomi- naron “modernización” al proceso que se iniciaba, dirigieron entonces su mirada hacia el epicentro del mismo, la metrópolis. Para estudiarla, abrazaron las dos versiones ideológicas del iluminis- mo: positivismo y marxismo. Quienes optaron por la primera pensaban que la modernización traería progreso para todos, confiando en que las problemáticas sociales se solventarían con programas de reforma gestionados por el Estado; quienes se decantaron por la segunda habían asimilado que la sociedad de masas era un modelo irreversible, pero estaban convencidos de que la modernización tan solo beneficiaba al gran capital y sostenían que la ruptura con el sistema era la única salida. La intelectualización y la consolidación de estos argumentos se tradujeron en la creación de escuelas nacionales de pensamiento. En el Reino Unido, donde la Revolución Industrial llevaba décadas de rodaje, se impuso la senda positivista, interesada en analizar la damnificada sociedad urbana derivada de aquella. Sus temas fueron la pobreza, la violencia, la inmigración, etc. En Alemania, donde el káiser Guillermo II había puesto en marcha el proyecto de raciona- lización más exhaustivamente articulado de la etapa monopolista, acabó triunfando la corriente marxista, que se centró en destacar sus consecuencias socioculturales. 21 METRÓPOLIS: 1882-1939 El reformismo positivista: la ecología como referente Las primeras reflexiones sobre la ciudad desde un punto de vista sociológico se produjeron entre 1820 y 1880. Sus autores no eran académicos, sino reformadores sociales cuya concienciación procedía del contacto directo con la cara más amarga de la metrópolis: la de la pobreza, la delincuencia y el vicio. A unos les movían creencias religiosas, a otros ideologías políticas de signo progresista, y, en todos los casos, la gran esperanza positivista: que arrojar luz sobre la mise- ria humana animara al Estado a activar un programa de reformas sociales. Así ocurrió en el Reino Unido. En 1883 apareció The Bitter Cry of Outcast London,10 un opúsculo donde el reverendo Andrew Mearns denunciaba las abyectas condiciones de vida de los barrios obreros.11 Su publicación contribuyó a la creación de la Comisión Real para la Vivienda de las Clases Trabajadoras (1884), una delegación parla- mentaria encargada de dar a conocer aquella infame realidad a la tan acomodada como ensimismada burguesía victoriana. Las admi- nistraciones públicas respondieron con una batería de leyes sanitarias. Era lo habitual.12 La mayoría de los reformadores sociales provenía de élites profesionales cercanas al movimiento higienista. Inspirados por investigadores como Robert Koch o Louis Pasteur, quienes apela- ban a la prevención para evitar epidemias, se aplicaron a estudiar la realidad proletaria en un notable esfuerzo por fundamentar su trabajo sobre bases científicas. Desde un punto de vista metodológico apos- taron por las metáforas organicistas. Estaban convencidos de que la sociedad metropolitana era una fauna enferma a la que se le podían aplicar los sistemas de análisis propios de las ciencias naturales. También se decantaron por un positivismo empirista, asumiendo un punto de vista más cuantitativo que cualitativo: se trataba de “medir” el fenómeno de la pobreza y todo lo relacionado con ella (enfermedades, mortalidad, condiciones habitacionales, etc.) para poder localizar sus causas. 22 El trípode metodológico de positivismo, empirismo y organicismo permanecería como seña de identidad de la sociología urbana anglo- sajona, pero no así la confianza en las políticas higienistas. Entre 1880 y 1920 el denominado Social Survey Movement ampliaría su radio de acción prescriptivo en otras direcciones. La obra pionera de este movimiento fue Life and Labour of the People in London,13 de Charles Booth; nunca antes se había llevado a cabo una investiga- ción tan ingente y exhaustiva. Este armador de Liverpool y sus colaboradores recorrieron, calle a calle, el East End londinense, una de las zonas proletarias por excelencia de la urbe, y recopilaron infi- nidad de datos cuantitativos (número de habitaciones por vivienda, miembros de cada familia, salarios, etc.), pero también cualitativos (filiación religiosa, ocupaciones de padres e hijos, etc.). Después plasmaron toda la información recogida en un mapa que identificaba con colores los lugares de residencia de las distintas clases sociales. Este fue el primer paso hacia la representación espacial de la sociedad metropolitana. Como era habitual en la Inglaterra victoriana, Booth pensaba que la historia y el carácter de los lugares propiciaban patrones de comportamiento singulares que se transmitían durante generaciones; es decir, que al igual que la sabana africana determinaba la conducta de las jirafas, un mal barrio predisponía a sus vecinos hacia la vileza (como veremos más adelante, este determinismo físico perduraría durante décadas en los estudios urbanos). Este autor clasificó la “fauna” londinense en ocho clases: A, una minoría marginal y delictiva “capaz de degradar todo lo que toca”; B, haraganes que inmediatamente se gastaban lo poco que percibían (mayoritaria- mente en la economía informal); C, personas pobres debido a la intermitencia de sus ocupaciones; D, trabajadores regulares pero que ganaban sueldos miserables; E y F, obreros y artesanos con salarios dignos; y G y H, los más afortunados de la escala social. Booth culpaba al liberalismo económico de la pobreza urbana, que afectaba a las clases A, B, C y D; es decir, a un millón de personas, el 35 % de la población de Londres. Sin embargo, no creía que el remedio 23 METRÓPOLIS: 1882-1939 fuese ni el marxismo ni el higienismo, sino una reforma de la geo- grafía social de la metrópolis. Su propuesta era desconcertante: evitar que la clase A se reprodujera, destruyendo para ello las barriadas donde vivía,14 expulsar a la clase B de la metrópolis confinándola en colonias rurales y trasladar a las clases E y F a áreas residenciales suburbanas para alejarlas de las semimarginales C y D. Esta idea ponía de mani- fiesto la escasa conciencia social de la burguesía decimonónica, que necesitaría varias revoluciones y dos guerras mundiales para darse cuenta de lo que el poder monopolista ya intuía. En paralelo a los reformadores sociales comenzaron a abrirse paso los geógrafos, cuya línea de trabajo invertía la secuencia de la investigación: si los primeros estudiaban las condiciones de vida de los ciudadanos para después localizarlas físicamente, los segundos analizaban los factores espaciales para indagar cómo estos determi- naban las actividades metropolitanas. Con esta estrategia empezó a gestarse la geografía urbana. Nacida al amparo de la geografía humana, su hipótesis de partida era que las sociedades se adaptaban al ambiente natural de las regiones donde se asentaban. El determi- nismo espacial que subyacía bajo esta presunción escoró la naciente disciplina hacia las ciencias naturales, más concretamente hacia la ecología. Esta rama del conocimiento había sido enunciada en 1866 por el biólogo Ernst Heinrich Haeckel, que la definió como “la ciencia de las relaciones del organismo con el medio ambiente”. Sin embargo, no se concretaría como disciplina hasta 1935, cuando elbotánico Arthur G. Tansley acuñó el término ‘ecosistema’ para referirse al entorno donde los seres vivos interactúan con el medio natural. Paul Vidal de la Blache trasladó este paradigma a la geografía, declarando que su fin último era la construcción de una “ecología humana”. El discurso positivista se orientaba así hacia uno de los grandes mitos románticos: la naturaleza, a la que Jean-Jacques Rousseau había elevado a categoría moral. También la teoría evolucionista (1859) de Charles Darwin influyó en los geógrafos, un encuentro del que se derivó una nueva alianza disciplinar, en este caso con la historia urbana. En 1911 24 Raoul Blanchard, uno de los primeros geógrafos urbanos, publicó Grenoble: étude de géographie urbaine,15 en el que describió la evolu- ción “orgánica” de esa ciudad. Asoció su origen a su emplazamiento en la confluencia de varios ríos y valles y analizó su posterior deve- nir como una secuencia de reacciones a diferentes acontecimientos históricos: guerras, revueltas, cambios tecnológicos, etc. Blanchard quería poner en evidencia que la “ecología de Grenoble”, su mor- fología, era el resultado de un proceso evolutivo en el que el entorno natural interactuaba con el contexto económico, social y político. La historia era esencial para reconstruir dicho devenir. La geografía urbana se consolidó como disciplina entre 1910 y 1920. A Vidal de la Blache, cuyas ideas fueron difundidas a través de la revista Annales de Géographie, se debió la concepción de la ciudad como un nodo económico y de servicios de ámbito regional, lo que definía una escala territorial que la geografía urbana asumía como propia. Bien es cierto que los geógrafos franceses concentra- ron su atención en las zonas rurales y su red de pueblos y aldeas, dejando de lado las emergentes áreas metropolitanas. Esta miopía se explica por su elección metodológica, la ecología: la continuidad, la jerarquía y el equilibrio que se le presuponía a todo ecosistema eran difícilmente observables en la conflictiva, discontinua y frag- mentada metrópolis. Habría que esperar más de una década para corregir esta anomalía. En 1933 el geógrafo alemán Walter Christaller publicó Die zentralen Orte in Süddeutschland,16 donde expuso su “teoría de los lugares centrales”. Partiendo de la hipótesis de que los sistemas metropolitanos eran organismos urbano territoriales que tendían de manera natural hacia el equilibrio, analizó las leyes que determinaban el número, el tamaño y la distribución de sus nodos funcionales, especificando, para cada uno de ellos y según su posición en un orden jerárquico, una “región complementaria”. Aunque hundía sus raíces en las ideas de Vidal de la Blache, la teoría de Christaller privilegiaba la aproxi- mación economicista, relegando a un segundo plano la ecológica. Se cerraba así el círculo de esta primera fase de la geografía urbana: 25 METRÓPOLIS: 1882-1939 del evolucionismo darwiniano a la ecología humana para acabar entregándose a la economía. La aproximación sociológica del Social Survey Movement y el enfoque ecológico de la geografía urbana fueron sintetizados por Patrick Geddes. La obra más emblemática de este biólogo escocés, que acabó su vida trabajando como urbanista en la India, fue Ciudades en evolución,17 un libro que influiría enormemente en la historia y la teoría urbanas. Según su diagnóstico, los problemas sociales de la metrópolis se debían a una crisis ecológica derivada de la ruptura del equilibrio preexistente entre recursos naturales y actividades humanas. Para restablecerlo proponía tres instrumentos: la ecología urbana, el evolucionismo y el regional survey, o estudio regional. El primero de ellos partía del presupuesto de Vidal de la Blache de que la metrópolis y su medio territorial conformaban una unidad. Geddes describió la primigenia relación entre la localización geográ- fica, las actividades económicas y los modos de vida en su famosa “sección del valle”: el minero, el leñador y el cazador ocupaban las alturas; el pastor, los barrancos, el campesino la llanura y el pescador la ribera. Para que también la metrópolis interactuara con su entorno de manera natural, debía dejar de crecer como una mancha de aceite y hacerlo de manera arborescente; es decir, de ella debían brotar “hojas” que se esparcieran por el territorio hasta conformar “conur- baciones” (ciudades región). El segundo instrumento, el evolucio- nismo cultural ambiental, derivaba del convencimiento de que la ciudad era un organismo vivo que se desarrollaba en el tiempo. En Ciudades en evolución, Geddes consolidó la alianza entre geografía e historia urbanas inaugurada por Blanchard. Periodizó el proceso de urbanización del planeta en dos fases: la paleolítica, la de la metró- polis, vinculada a la minería y la industria; y la “neotécnica”, la de las conurbaciones, alentada por la expansión de la energía hidroeléc- trica. Este nuevo estadio se caracterizaría por el empleo racional de los recursos, las energías renovables, la promoción de la agricultura, etc., un acertado vaticinio del contemporáneo concepto de “desa- rrollo sostenible”. El estudio regional, por último, suele considerarse 26 como el germen primigenio del análisis urbano: una investigación de carácter regional y contenido casi enciclopédico que habría de ante- ceder a la planificación urbanística. Geddes lo entendía como una herramienta para allanar el camino hacia la fase neotécnica. La síntesis del Social Survey Movement con la geografía a través de Geddes fue el preámbulo del nacimiento de la sociología urbana como disciplina, un hecho que tendría como escenario la ciudad de Chicago. A finales del siglo xix, Chicago era probablemente la metró- polis más moderna del planeta. Superaba el millón y medio de habi- tantes, gran parte de los cuales eran inmigrantes, y se extendía a lo largo de más de cien kilómetros a orillas del lago Michigan. La ciu- dad albergaba numerosos guetos étnicos y era una auténtica olla a pre- sión que estallaba periódicamente en forma de guerras entre bandas. En este ambiente se forjó la figura de Jane Addams, reformadora social como Charles Booth, pero de sesgo progresista. Durante su estancia en Londres fundó la Hull-House, una institución que promo- vía la vida en comunidad. Posteriormente la trasladó a Chicago, a una zona en la que confluían los barrios italiano, alemán y judío. Addams y su grupo de voluntarios pretendían “salvar a estos inmigrantes de sus vicios” e iniciarlos en la forma de vida estadounidense. Resultado de esta experiencia fue Hull-House Maps and Papers,18 un libro que difundió en Estados Unidos lo que Addams había aprendido en Ingla- terra: el estudio sistemático y en clave empírica de la metrópolis.19 Esta semilla fue minuciosamente regada por un grupo de investiga- dores del Departamento de Ciencias Sociales y Antropología de la University of Chicago, inaugurado en 1892, entre los que se contaban Robert E. Park, Ernest W. Burgess, Roderick D. McKenzie y Louis Wirth, fundadores de la denominada Escuela de Chicago. Sus nexos con los predecesores europeos eran tan evidentes como complejos. Heredaron del Social Survey Movement la tríada metodológica de positivismo, empirismo y organicismo, pero en lo referente a los conte- nidos fueron mucho más allá y no se limitaron a los distritos obreros, sino que se adentraron también en los barrios de inmigrantes, los guetos étnicos y los antros frecuentados por bandas, vagabundos o prostitutas. 27 METRÓPOLIS: 1882-1939 En 1925 Park, Burgess y McKenzie publicaron The City,20 manifiesto programático de la Escuela de Chicago, que incluía una tipificación espacial de las dinámicas sociogeográficas, una teoría sobre la ocupa- ción y uso del suelo y una teoría del control social. La primera ponía de manifiesto la importancia que estos autores concedían a la espa- cialidad, motivo por el que se los considera fundadores de la sociologíaurbana. El modelo que construyeron en The City se basaba en los postulados de Charles Darwin. Los barrios, cuyos habitantes com- partían religión (como el judío), etnia (como el afroamericano), nacionalidad (como Little Italy), estatus social (como los suburbios de clase alta) o funcionalidad (como el distrito financiero), fueron considerados “áreas naturales”. Al estar sometidas a las leyes de la evolución de las especies, estas áreas eran susceptibles de ser invadidas por clases rivales más poderosas. Era la “competición biótica”, la lucha por unos recursos espaciales limitados, todo un presagio del fenómeno de la gentrificación. Burgess plasmó esta dinámica en un diagrama en forma de corte de tronco de árbol que constaba de cinco anillos: el del centro financiero (el Loop), el de la periferia del casco histórico, una degradada “zona de transición” donde convivían viviendas y talleres,21 el de los barrios obreros e industrias ligeras, el de las áreas residenciales de clase media y el de los suburbios de clase alta. El carácter conceptual de este esquema tipo divergía radi- calmente de los mapas de Booth, que se limitaban a cartografiar la realidad social, y por ello se lo considera la primera representación abstracta del uso social del espacio metropolitano. La teoría sobre la ocupación y el uso del suelo se basaba en la “ecología humana”, una nueva disciplina científica orientada al estudio de los procesos de formación y transformación de las áreas naturales. Para complementar su argumentación ecológica natural con otras de orden cultural y ético, Park, Burgess y McKenzie idearon el concepto de “región moral”, distritos cuyos habitantes compartían gustos, costumbres y temperamentos. Este interés por la cuestión identitaria, novedoso en el discurso positivista y de clara filiación romántica, surgió del convencimiento de que la “desorganización 28 ecológica” de la metrópolis tenía su origen en una mutación cultural inducida por los inmigrantes, “hombres marginales” condenados a vivir en un estado de inestabilidad permanente debido a sus costum- bres diferentes. La problemática de la inmigración dividía a los sociólogos de la época. Aunque la mayoría coincidía en que los barrios étnicos eran guetos temporales que irían desapareciendo a medida que sus habi- tantes fueran asimilados por la cultura anglosajona, discrepaban en las estrategias que había que seguir para lograr dicha integración. Unos, en la línea de Jane Addams, la cifraban en la cercanía espacial. Fue el caso de Clarence Perry, quien en Housing for the Machine Age 22 propuso que las comunidades metropolitanas se articularan en “unida- des vecinales” concebidas como aldeas pero dotadas de todo tipo de equipamientos. En su centro se ubicaría una escuela elemental, factor aglutinador de la vida comunitaria, y a su lado se dispondría un área para desfiles y celebraciones donde se instalarían monumentos conme- morativos y un mástil con la bandera de Estados Unidos, estrategias destinadas a fomentar la conciencia nacional entre los inmigrantes. Por su parte, Park discrepaba de estas medidas basadas en el acercamiento espacial. Según él, las relaciones de vecindad habían sido aniquiladas en la metrópolis. En un entorno de acusada movili- dad social, tan solo los creadores de opinión pública —la moda, la publicidad, la prensa, etc.— podían promover la asimilación de los inmigrantes. Con esta idea comulgaba Louis Wirth, el cuarto gran referente de la Escuela de Chicago, de la que acabó distancián- dose por su interés por la historia como forma de conocimiento, es decir, por el tiempo en vez del espacio. En su tesis doctoral, The Ghetto,23 estudió una zona situada al oeste del río Chicago, lugar de concentración de la mayor colonia de inmigrantes de la ciudad. Allí descubrió que lo que la caracterizaba no era su espacia- lidad física, muy heterogénea, sino su cultura. En 1938 Wirth publicó el famosísimo artículo “Urbanism as a Way of Life”, 24 donde defi- nió el urbanismo como un modo de vida, un conjunto de comporta- mientos sociales propios de la metrópolis. 29 METRÓPOLIS: 1882-1939 El aparato intelectual desplegado por la Escuela de Chicago encum- bró la sociología urbana a la categoría de disciplina científica. Para algunos autores, además, fue el punto de partida hacia la antropología urbana, cuyo reconocimiento como disciplina no se produciría hasta 1960. Hasta entonces, la antropología se había ocupado de grupos humanos pequeños, tradicionales y no occidentalizados. En The City, Park, Burgess y McKenzie la animaron a implicarse en el estudio de la metrópolis, defendiendo que sus métodos podían utilizarse en el análisis de las comunidades urbanas. La Escuela de Chicago nunca tomó en consideración este apelo, pero sí aplicó técnicas antropológicas en sus estudios, como la capacidad descripti- va, el método participativo, etc. De estos balbuceos derivaron los community studies. Admitiendo preceptos marxistas, sus precursores defendían que era más fácil desvelar la superestructura del sistema cuando la investigación se efectuaba sobre localidades pequeñas, fácilmente abordables, que sobre metrópolis, cuantitativa y cualitati- vamente inabarcables. Los community studies rescataron de la antro- pología métodos de análisis etnográficos que aplicaron a grupos locales y entornos microurbanos. Siguiendo este procedimiento, los sociólogos Helen y Robert Lynd abordaron el estudio de Muncie (Indiana), un típico asenta- miento del Medio Oeste estadounidense. Para describir su cultura utilizaron categorías etnográficas (instituciones, costumbres, creencias, rituales, estatus y prácticas religiosas) y eligieron dos períodos clave en la historia de Estados Unidos: la década de 1920, cuando se difundió el fordismo, y la de 1930, la de la Gran Depresión. Del pri- mero resultó Middletown. A Study of Contemporary American Culture,25 donde clasificaron la sociedad industrial en clase trabajadora y clase de negocios. Del segundo surgió Middletown in Transition,26 un análisis del impacto de la crisis económica en la vida cotidiana de los habi- tantes de Muncie. En este segundo libro, los Lynd constataron que una institución había enturbiado su bipolar modelo clasista: la familia, que articulaba las relaciones existentes no solo dentro, sino también entre las clases trabajadora y de negocios. 30 La ruptura marxista: modernidad y “pensamiento negativo” En Alemania, la sociología urbana brotó impregnada de sensibilidad romántica y al cobijo de los intereses monopolistas, para finalmente acabar en manos del iluminismo marxista.27 Este vuelco conceptual denota que, a diferencia de lo ocurrido en el entorno anglosajón, primaron en ella los intereses ideológicos sobre los científicos. La otra gran diferencia entre ambas escuelas era de orden metodo- lógico. Los sociólogos alemanes eludieron la biología y optaron por el análisis histórico, convencidos de que la modernización era un proceso temporal que iba del feudalismo al capitalismo. En su fase romántica, la escuela alemana intentó conjurar el amargo destino que el proyecto racionalizador puesto en marcha por el káiser Guillermo II deparaba a la sociedad. Su estrategia consis- tió en analizar el alienante presente urbano, reordenarlo y recons- truirlo tomando como referencia un bucólico pasado. En Comunidad y asociación,28 el sociólogo Ferdinand Tönnies rescató el concepto de Gemeinschaft, la mítica comunidad medieval que el monopolismo habría suplantado por la Gesellschaft, la sociedad industrial. Mientras que la primera era una realidad orgánica modulada por la familia, la segunda estaba dominada por la abstracción, la ciencia y la cultura. Para recuperar la estabilidad de la comunidad, la metrópolis debía renunciar a la razón científica como forma de pensamiento y retornar al simbolismo; es decir, al arte y a la religión. Tönnies esbozaba así la versión más reaccionaria del mito organicista.Pronto, en cambio, los sociólogos alemanes decidieron alinearse con los intereses del gran capital. Podía dejarse atrás la nostalgia por la Gemeinshaft gracias a una nueva síntesis, en este caso entre Zivilisation, el proyecto racionalizador, y Kultur, una expresión artística que lo legitimara. El crítico de arte August Endell intuyó ese encuentro en el impresionismo pictórico. En su libro Die Schönheit der Großstadt 29 confesó su fascinación por el tumultuoso Berlín de comienzos de siglo, haciendo emerger de su desorden multitudinario una cascada 31 METRÓPOLIS: 1882-1939 de imágenes sugerentes. Endell descubría en la gran urbe una “nueva belleza” que hasta entonces había pasado inadvertida, una atmósfera eléctrica, superficial y vibrante que incitaba al disfrute hedonista de la metrópolis. Según Massimo Cacciari, le guiaba una clara intencio- nalidad ideológica: maquillar la conflictiva “cultura del trabajo” del proyecto racionalizador con una especie de “cultura del disfrute”. También Karl Scheffler, otro crítico de arte, indagó en la posible síntesis entre Zivilisation y Kultur. Aunque partía del discurso de Tönnies, concentró sus esfuerzos en conciliar la nostalgia medieva- lista con los intereses monopolistas, objetivo que coincidía con el ideario del Deutscher Werkbund. Para él, la problematicidad urbana se circunscribía a una fase histórica y era reversible. La ciudad del laissez-faire era fruto de un crecimiento abandonado a los intereses de los especuladores, pero la degeneración hipertrófica resultante podía solventarse tendiendo un puente entre Gemeinschaft y Gesellschaft. Nada más adecuado para este propósito que echar mano del mito organicista, lo que obligó a Scheffler a lidiar con la cuestión de la espacialidad, algo poco habitual en la escuela alemana. En Architektur der Großstadt,30 Scheffler dio forma a la “metrópolis orgánica”. En su centro funcional, la city, tan solo se admitirían construcciones repre- sentativas de “las más bellas expresiones de la antigüedad”: museos, teatros, iglesias, etc. Como contrapunto residencial, se proyectaría una secuencia de enclaves unidos entre sí y con la city por ferroca- rriles suburbanos. Primaría en ellos una impronta rural: tanto bur- gueses como obreros vivirían en casas unifamiliares con huerto, lo que les permitiría cultivar la tierra al regreso del trabajo, amén de suscitar sentimientos comunitarios. La estructura espacial resultante, una galaxia de suburbios residenciales que gravitarían en torno a la city, se conocería como “principio satelital”. La metáfora organicista, que la Escuela de Chicago utilizó como un instrumento analítico, se había transformado en un fin en sí mismo. Pero ni la cultura del disfrute de Endell ni el principio satelital de Scheffler lograron exorcizar el implacable porvenir que el capita- lismo monopolista tenía reservado a la metrópolis. A comienzos del 32 siglo xx muchos sociólogos recelaban de estas promesas redentoras a las que consideraban ensoñaciones románticas. La sospecha de que no había bálsamo posible les llevó a abandonar el empeño de sinte- tizar Zivilization y Kultur para entregarse a un realismo ciertamente descarnado. Los nuevos objetivos eran, en primer lugar, comprender la lógica y el alcance del proceso de racionalización, para más tarde asimilarlo. Arrancaba así la fase iluminista de la escuela alemana. El autor que por fin dejó atrás la nostalgia medievalista fue Georg Simmel, considerado “el primer sociólogo de la modernidad”.31 Theodor Adorno afirmaba que lo que le permitió acceder a las claves de lo que significaba ser moderno fue su pensamiento sin fundamen- to científico. Se trataba de un investigador ciertamente peculiar. Su ensayo cumbre, “Las grandes ciudades y la vida del espíritu”,32 fue el resultado de una singularísima perspicacia. Simmel definió la base psicológica del individuo metropolitano, la Nervenleben, como una intensificación nerviosa provocada por la cascada de estímulos a los que se veía sometido a diario. Para adaptarse a ella había desarro- llado el intelecto; es decir, la capacidad de responder al entorno con la razón y no con el corazón. De ahí su actitud blasée, un estado de embotamiento que dificultaba la discriminación entre objetos cuyas diferencias eran consideradas insustanciales. El blasée de Simmel no rechazaba la gran ciudad ni aspiraba a transformarla, sino que aceptaba resignadamente su impotencia para superarla, negaba diligentemente su individualidad e interiorizaba desencantadamente su carácter irreversible. Tal como puso de mani- fiesto Massimo Cacciari,33 esta fue la intuición excepcional de Simmel: la comprensión de la base puramente productiva de la ciudad monopolista, de una esencia conflictiva y desarraigada que condenaba a los ciudadanos a una angustia crónica, y la presunción, en definitiva, de que la ideología de la metrópolis era una determinada forma de “pensamiento negativo”. Simmel abortaba así la trayectoria romántica de la sociología alemana. También exhortaba a facilitar la compren- sión de esta revolucionaria realidad urbana expresándola artística- mente, un reto que atañía a los arquitectos. En este sentido coincidía 33 METRÓPOLIS: 1882-1939 con Charles Baudelaire: la estética de la modernidad debía captar el frenético fluir de los fragmentos metropolitanos, algo tan solo al alcance del arte de vanguardia. Tras la I Guerra Mundial, en una Alemania vencida, humillada y arruinada, el pensamiento negativo se abrió paso de la mano del marxismo, que encontró en él un instrumento crítico que contra- poner al discurso de la Escuela de Chicago, a la que acusaba de desinterés a la hora de identificar las causas de la injusticia social capitalista. El economista, sociólogo e historiador Max Weber reco- noció en la metrópolis una pieza esencial de la estructura, es decir, del engranaje del proceso de racionalización de la economía y la sociedad puesto en marcha por el gran capital y dirigido por el Estado. En su texto La ciudad,34 Weber vinculó el espíritu del capitalismo con la ética protestante, que proclamaba que el trabajo sistemático y riguroso era voluntad de Dios. El ascetismo calvinista sublimaba así el proyecto monopolista. En La ciudad, Weber utilizó el análisis his- tórico para demostrar que el conflicto —las luchas de clase— era inherente a la metrópolis; es más, era su fundamento. No había con- suelo posible; al ciudadano no le quedaba otra alternativa que “la viril aceptación del espíritu del capitalismo”. El sociólogo y economista Werner Sombart complementó este razonamiento negativo en Lujo y capitalismo,35 donde también utili- zó el análisis histórico. La vocación terciaria de la metrópolis, centro y destino de la industria del lujo, donde el consumo se había con- vertido en motor productivo, emanaba de su necesidad de organizar y socializar el desarrollo capitalista. En ella confluían los equipamien- tos científico e industrial, la estructura financiera, el poder político, la fuerza de trabajo y el mercado. La metrópolis tan solo era eso, mera articulación del proyecto monopolista. Con esta conclusión radicalmente nihilista, el pensamiento negativo sacrificaba en el altar de la racionalización la dimensión estética, el único estímulo que Simmel había consentido al sujeto moderno. 34 LA METRÓPOLIS DE LOS HISTORIADORES: MARCEL POËTE, PIERRE LAVEDAN, LEWIS MUMFORD La sensibilidad romántica, y más concretamente el idealismo, la opción metafísica con la que Hegel se enfrentó al materialismo, difundió el interés por la historia como campo de conocimiento. El filósofo alemán defendía que la realidad estaba envuelta en un proceso evolutivo donde cada cosa producía su contrario, generando fases de integración que avanzaban hacia una verdad absoluta. Su afán por descubrir el significado y la finalidad de esa evolución le llevó a escribir la Enciclopedia de las ciencias filosóficas,36 un gigantescometarrelato que enlazaba linealmente todos los conocimientos existentes, hasta entonces desperdigados. El cientifismo positivista y marxista hundiría la metafísica en el descrédito, lo que explica que la profusión de estudios históricos inspirados por el idealismo hegeliano no se orientara hacia el rastreo de esa “verdad”, sino hacia la investigación especializada. Ese fue el camino que emprendió la historia urbana a comienzos del siglo xx, después de décadas en manos de eruditos carentes de metodología y que a menudo la trataban de manera anecdótica. En la etapa que ahora se abría, la de su definición como disciplina científica, se perfilaron dos tendencias que perdurarían en el futu- ro. Unos, normalmente sociólogos, utilizaron la historia urbana para rastrear las claves del cambio socioeconómico que había desembocado en la formación de las metrópolis, lo que les llevó a contemplarla como un apéndice de la historia económica y social. A otros, generalmente historiadores del arte, les movían inquietudes patrimoniales, por lo que la utilizaron para estudiar la morfología urbana. 35 METRÓPOLIS: 1882-1939 La historia urbana como historia económica y social Que la historia urbana comenzara su andadura de la mano de un híbrido denominado “historia económica y social” es algo que no debe extrañarnos. En el siglo xix la historia general y las ciencias sociales conformaban una misma área de conocimiento. De ahí que el objetivo de la obra pionera de la deriva hacia la historia urbana, La ciudad antigua,37 no fuese el estudio de la evolución de la ciudad, sino de instituciones como el Estado, la familia o la religión. Lo que hizo de ella una obra de carácter excepcional fue el hecho de que su autor, el historiador N. D. Fustel de Coulanges, tomara como ejemplo la polis griega. El marxismo tuvo mucho que ver en el posterior desarrollo y consolidación de esta estrategia. Ni Marx ni Engels pensaban que la metrópolis fuera responsable de la miseria en la que vivía sumida la clase obrera, sino que era tan solo el escenario donde se representaba el conflicto desatado por el verdadero culpable: el modo de produc- ción capitalista. Sin embargo, su convencimiento de que el ser humano podía alterar el curso de los tiempos les llevó a interesarse por la historia urbana, en la que descubrieron un eficaz instrumento para desvelar el uso que el capital había hecho de la ciudad. De ahí que, como hemos visto en el apartado anterior, la sociología marxista se apoyara en el análisis histórico. En el campo de la historia urbana, las cuestiones metodológicas comenzaron a plantearse en los años previos a la I Guerra Mundial. Una de las primeras fue: ¿cómo se transforman las ciudades? Las opciones eran “evolucionismo” o “análisis comparativo”. Basándose en las tesis de Patrick Geddes y del filósofo Henri Bergson,38 los defensores del primero entendían que lo hacían de manera lineal e ininterrumpida, siguiendo un proceso conducido por leyes generales de carácter biológico. De acuerdo con esta idea, el papel de la histo- ria sería el estudio de la evolución de ese “ser urbano” que nacía, maduraba y moría. 36 Como ya hemos visto en “La metrópolis de los sociólogos”, esa fue la estrategia utilizada por Raoul Blanchard en su estudio sobre Grenoble, considerada por algunos como una de las primeras monografías de historia urbana. Algo similar hicieron los también geógrafos Otto Schlüter, quien investigó la implantación territorial de los centros rurales medievales, y August Meitzen, quien se centró en el período comprendido entre celtas y eslavos. Ambos inauguraron la tradición historicista de la geografía urbana, que no se pondría en cuestión hasta mediados del siglo xx. Su interés por la historia urbana se explica porque estaban convencidos de que la evolución econó- mica y social se proyectaba sobre el espacio urbano, lo que les acer- caba a la senda abierta por Fustel de Coulanges. En el ambiente de zozobra psicológica sobrevenido tras la con- solidación de las metrópolis, no es de extrañar que la secuencia evolucionista de nacimiento, crecimiento, decadencia y muerte diera pábulo a elucubraciones de tono mesiánico. Un claro ejemplo de ello fue La decadencia de Occidente,39 donde el historiador y filósofo Oswald Spengler afirmaba que las culturas atravesaban ciclos vitales. La primera fase era heroica, rebosante de vigor, y se expresaba mediante mitos religiosos y obras épicas (en Occidente coincidió con la Edad Media); le seguía un estío cultural iluminado por genios individuales (Miguel Ángel, William Shakespeare y Galileo Galilei) y tras él llegaba el otoño, la dorada madurez de la cultura (represen- tada por Johan Wolfgang von Goethe y Wolfgang Amadeus Mozart). En esa última fase, que coincidió con el advenimiento de la Ilustra- ción, la filosofía comenzó a amenazar a la religión, primer síntoma de una decadencia que desembocaría en el surgimiento de la metrópolis, el “invierno de la cultura”. Convencido de que la historia era pronosticable, Spengler aventuraba que de la malsana forma de vida urbana se derivaría la esterilidad de la mujer, abocada a trabajar y, por ende, a abandonar su papel de madre. Se pondría así en marcha un proceso de despoblación que acabaría con la civilización occi- dental, evidencia de la propensión metafísica de las ciudades hacia la muerte. 37 METRÓPOLIS: 1882-1939 El marxismo, en cambio, apostó por el análisis comparativo, la meto- dología apuntada por Fustel de Coulanges. En La ciudad, que, como hemos visto, era una obra de sociología histórica más que de historia urbana, Max Weber negó que las ciudades respondieran a leyes generales, y mucho menos de carácter biológico. Las situaciones históricas eran siempre individuales y producto de constelaciones de fuerzas dispares. Por eso el análisis comparativo las clasificaba en tipologías que se correspondían con épocas. Las desarrolladas en La ciudad obedecían a los papeles políticos desempeñados por tres actores sociales: la familia, el Estado y el individuo. Weber distinguía así la “ciudad principesca o de consumidores”, cuyos habitantes dependían del poder adquisitivo de terratenientes, aristócratas, etc.; la “ciudad industrial o de productores”, sustentada por los industria- les; y la “ciudad mercantil”, respaldada por los comerciantes. También los geógrafos acabaron abrazando el análisis comparativo. Su alianza con el evolucionismo entró en crisis en el período de entre- guerras, cuando se puso de moda agrupar los planos según las formas de organización funcional. El británico Robert E. Dickinson, por ejemplo, clasificó las tramas norteamericanas en irregulares y regulares, y estas últimas en ortogonales, lineales y radiocéntricas. A menudo, de estas clasificaciones resultaron atlas de edificación, como el que ela- boró Hugo Hassinger en 1916 sobre Viena, donde catalogó los edi- ficios según épocas de construcción; o el de Walter Geisler en 1918 sobre Danzig, según alturas y funciones. Bien es cierto que estos atlas no podían considerarse como historias urbanas propiamente dichas, ya que se limitaban a analizar los planos y ordenarlos por tipos. La segunda cuestión planteada en los albores de la definición dis- ciplinar de la historia urbana aludía a los contenidos. En este caso, la disyuntiva era entre una aproximación individualizante o generali- zante. La primera suponía estudiar ciudades concretas en contextos temporales específicos.40 Esta opción fue la que predominó hasta la I Guerra Mundial, avalada por la Escuela de Chicago, que la aplicó a sus estudios comunitarios, y por el nacionalismo decimonónico, que afianzó sus historias patrias con historias locales. En la época de 38 entreguerras, en cambio, se impuso la aproximación generalizante, que animaba a investigar procesos que afectaran a numerosas ciudades y durante dilatados períodos de tiempo. El objetivo era superar uno de los principalesretos a los que se enfrentaba la historia urbana: trascender los particularismos regionales y afrontar las grandes trans- formaciones sociales de las que se ocupaba la historia general. Esta fue la elección de Henri Pirenne, uno de los pocos historia- dores del arte que abordó la historia urbana como una historia eco- nómica y social, con el comercio y la burguesía como protagonistas. En Las ciudades de la Edad Media,41 Pirenne utilizó el método com- parativo para estudiar la funcionalidad económica de la ciudad histórica, estableciendo los tipos “ciudad fortaleza” y “ciudad epis- copal”. Sin embargo, la importancia de esta obra radicaba en su perfil generalizante. Aunque se centró en el período comprendido entre finales de la Antigüedad y mediados del siglo xii,42 no se limitó a analizar casos concretos, sino que esbozó un panorama holístico poco habitual en aquel entonces. La orientación hacia la morfología: el papel de los historiadores del arte Como decimos, Pirenne fue una excepción. La mayoría de los his- toriadores del arte lucharon porque la historia urbana dejara de ser vicaria de la historia económica y social. Su interpretación de la ciudad como obra de arte les llevó a centrarse en la morfología,43 en la que intuyeron una base sobre la que construir esa autonomía. Tras esta elección se escondían inquietudes típicamente románticas: la consolidación de la metrópolis —que despertó en los historiado- res la nostalgia por la ciudad medieval y, por ende, el deseo de cono- cerla— y la dilapidación del patrimonio arquitectónico. No es de extrañar que esta tendencia despuntara en París, una ciudad que acababa de ser eviscerada por el plan Haussmann. El encargado de inaugurarla fue Marcel Poëte, amigo personal de Patrick Geddes, del que heredó la admiración por los geógrafos,44 39 METRÓPOLIS: 1882-1939 la apuesta por el evolucionismo y el interés por el urbanismo. De hecho, tan solo la segunda parte de su obra más insigne, Introducción al urbanismo,45 era una historia urbana propiamente dicha (desde Egipto hasta la etapa helenístico romana). La primera, a la que se debió la gran trascendencia del libro, estaba enfocada a definir las bases de la propia disciplina. No era casualidad. Francia acababa de aprobar sus primeras leyes urbanísticas (en 1919 y 1924), que pres- cribían la obligatoriedad de que las corporaciones municipales ela- boraran planes reguladores. En esta encrucijada, Poëte tuvo el valor de posicionarse en contra del todopoderoso arte urbano francés, rigurosamente formalista, y en favor de un urbanismo concebido como una “ciencia de la observación” de la evolución de ese “ser viviente” que era la ciudad. En este sentido, y para informar al plan regulador, Poëte postuló lo que puede considerarse como la segunda prefiguración del análisis urbano en su etapa predisciplinar (la pri- mera fue el “estudio regional” de Geddes), que consistía en servirse de catas arqueológicas para reconocer las trazas originarias de la morfología urbana y reconstruir su posterior evolución, dependiente de los accidentes geográficos. El tercer capítulo de Introducción al urbanismo estaba dedicado al estudio de los caminos de acceso como elementos determinantes de la forma urbana, y el cuarto al de los rasgos topográficos y geológicos como condicionantes de sus marcas fundacionales. Poëte había ensayado este bosquejo de análisis urbano en Une Vie de cité. Paris de sa naissance à nos jours.46 Los cuatro volúmenes que com- ponían esta recopilación de textos han sido reconocidos como una de las primeras obras maduras de historia urbana. La abundancia de mate- rial iconográfico y la relativa presencia de planimetría evidenciaban que los intereses de Poëte iban más allá de la morfología, aspirando a conformar una visión global de un “organismo urbano” concreto: París. Ello le obligó a recurrir a fuentes tan numerosas como variadas: la arqueología, la filología, la arquitectura, la literatura, la pintura, la estadística, etc., fuentes en cuyo manejo le había adiestrado su activi- dad como archivista y director de la Biblioteca Histórica Municipal. 40 Une Vie de cité animó a los arquitectos europeos a leer sus ciudades tal como Poëte había leído París, es decir, poniendo en valor sus parti- cularidades, y con similar objetivo, extraer directrices que poder aplicar al planeamiento urbano. Resultaron de ello lecturas históricas orientadas por preferencias arquitectónicas y urbanísticas. El libro de Werner Hegemann Das steinerne Berlin47 se insertaba en el agrio deba- te berlinés del período de entreguerras, donde el dilema era: París o Londres; es decir, concentración o dispersión. Según este arquitecto, el káiser Federico II había apostado por París, un error histórico, ya que la capital prusiana tenía mucho más en común con Londres, como, por ejemplo, el hecho de estar rodeada por una amplia llanura o haberse liberado de las murallas medievales. Por ello le parecía injustificable que se hubiera optado por el modelo de ciudad com- pacta en vez del suburbano. Hegemann animó a su amigo Steen E. Rasmussen a investigar la ciudad que él tanto admiraba. En Londres, ciudad única,48 el arquitecto danés intentó desvelar las particularidades que hacían de la capital británica una metrópolis diferente al resto de las europeas: la baja densidad, la gran dimensión, la abundancia del verde, los trazados pintorescos, la ausencia de ejes monumentales y, muy especialmente, la condición policéntrica. Este cúmulo de singularidades había resultado de la interacción del medio físico londinense con las prácticas políticas e institucionales británicas. Como vemos, Poëte sedujo a los arquitectos, logrando que la historia urbana se colara en la planificación urbanística. No menos importante fue su influencia para los historiadores. Sus alumnos de la École des Hautes Études Urbains, fundada por él y Henri Sellier en 1919 y reconvertida en el Institut d’Urbanisme en 1924, siguieron su estela. El uso articulado de fuentes multidisciplinares, el evolucio- nismo y la morfogenética,49 permitió que estos jóvenes historiadores superaran las fases literaria y retórica, sentando las bases de una potente escuela francesa de historia urbana que se nutría del positi- vismo organicista y evolucionista de Geddes. Uno de los grandes maestros de esta escuela fue Pierre Lavedan. En Géographie des villes,50 una obra igualmente influenciada por los 41 METRÓPOLIS: 1882-1939 geógrafos, reafirmó la idea de que las ciudades eran organismos naturales que evolucionaban desde la infancia a la senectud. Lavedan también consideraba que las ciudades eran obras de arte, por lo que intentó aplicar las técnicas de la historia del arte a la historia urbana. Esta visión, propia del arte urbano, le alejó del enfoque urbanístico de Poëte y su “ciencia de la observación”. Lavedan fue el autor de la primera historia totalmente generali- zante desde el punto de vista espacial y temporal. Su gigantesca Histoire de l’urbanisme 51 comprendía todo el planeta y todo el arco histórico, “de la prehistoria a la era atómica”. Para explicar y clasifi- car las ciudades, Lavedan indagó en los principios morfogenéticos, pero también en los fundamentos intelectuales propios de cada civi- lización: religiosos en la Antigüedad, estéticos en la Edad Moderna y funcionalistas en la Edad Contemporánea. Fiel a la sensibilidad romántica, contrapuso el carácter supuestamente saludable de la ciu- dad histórica a la naturaleza enfermiza de la metrópolis, “víctima de una patología degenerativa”. El tercer protagonista de la etapa fundacional de la historia urbana fue Lewis Mumford, a quien se ha definido como sociólogo, urba- nista o periodista. En realidad, era cualquier cosa menos un historiador positivista (él mismo se consideraba un generalista que sentía aversión por los especialistas). En 1938 escribió La cultura de las ciudades,52 una obra de vocación generalista queabarcaba desde la Europa medieval hasta la América contemporánea. También él traspasó los confines de la morfología urbana, en este caso para indagar en cues- tiones tan diversas como la tecnología, la economía, la geografía, la funcionalidad, la legislación, las infraestructuras y, muy especialmen- te, en lo cotidiano, las utopías, lo simbólico y lo ideológico, con atención preferente al hecho religioso. Podríamos aseverar que en este libro confluyeron las dos orientaciones propias de esta primera fase de la historia urbana: la socioeconómica de Weber y Pirenne y la morfológico geográfica de Poëte y Lavedan. Eso sí, la sensibilidad de Mumford era claramente romántica. Siguiendo las tesis de Geddes, del que también era un acérrimo 42 discípulo, consideraba que la civilización seguía una evolución lineal, debido al progreso tecnológico, y cíclica, estructurada en períodos de crecimiento, expansión y desintegración. Con un tono mesiánico que recordaba a Spengler, concluía presagiando que el gigantismo de la megalópolis industrial formaba parte del último de esos estadios, el previo a la necrópolis, el fin de la civilización. Esta inflexión apocalíptica hubiera sido inconcebible en Lavedan. Mientras que su Histoire de l’urbanisme era académicamente rigurosa y fue calificada como ideológicamente neutra, La cultura de las ciudades estaba claramente dirigida por los intereses personales de alguien que había dejado de lado la devoción tecnológica para pasar a denunciar sus riesgos. En este sentido, más que la historia propiamente dicha, lo que interesaba a Mumford era el espíritu de la historia, del que esperaba extraer lecciones aplicables a la metró- polis. Por eso su libro no era tanto una historia urbana como un ensayo sobre los valores que debían guiar el urbanismo, lo que lo acercaba a la teoría urbana. 43 METRÓPOLIS: 1882-1939 LA METRÓPOLIS DE LOS ARQUITECTOS: CAMILLO SITTE, RAYMOND UNWIN, LE CORBUSIER El nacimiento del urbanismo se produjo durante el apogeo del arte urbano. Este último, también denominado art urbain, civic art o Städtebau, se englobaba en una tradición que identificaba ciudad y arquitectura y que tenía su origen en el Renacimiento. La proyecta- ción urbana tenía que ver con la forma, por lo que se la consideraba como una extensión natural de la edificación. Este interés por la fisicidad derivó en determinismo espacial: los “arquitectos planifica- dores” estaban convencidos de que un orden urbano armonioso traería aparejado un orden social ético y cívico. Su misión en el proceso de racionalización monopolista sería hacer de puente entre arquitectura e ingeniería, Kultur y Zivilisation, de ahí que se decanta- ran por un arte aplicado que asumía los requisitos técnicos de la metrópolis pero cuyo principal objetivo era estético: el embelleci- miento. Para definirlo, siguieron los dictados compositivos de la École des Beaux-Arts: jerarquía de espacios, simetrías y culto al eje, preceptos que la exitosa operación de Haussmann había extendido por Europa y que el movimiento City Beautiful había transferido a Estados Unidos. El principal rival del arte urbano apareció en 1875, cuando el Gobierno de la Alemania guillermina aprobó una ley que otorgaba a las administraciones públicas poderes para promover, redactar e implementar planes reguladores, reconociendo así que la racionali- zación de la metrópolis no podía seguir confiándose a leyes higie- nistas. Muchos autores coinciden en señalar dicha fecha como la del nacimiento del urbanismo como disciplina.53 Sin embargo, no fue bautizada como tal hasta la Town Planning Conference de Londres (1910), cuando Patrick Geddes la animó a adoptar la secuencia del 44 “estudio regional” —investigación, análisis y planeamiento—, base mucho más ambiciosa sobre la que inició su proceso de institucio- nalización. Un año antes, en 1909, se había aprobado la primera ley específicamente urbanística de la historia (Housing and Town Planning Act), ese mismo año comenzó a impartirse un curso de urbanismo en el Departamento de Arquitectura del Paisaje de la Harvard University, y en 1914 se creó un Departamento de Urba- nismo en la Escuela de Arquitectura Bartlett del University College de Londres.54 El urbanismo se gestó y se conformó en el ámbito del iluminis- mo, que lo orientó hacia la ciencia y el positivismo, lo que suponía una aceptación acrítica de los intereses del capitalismo. Tal como denunció Werner Sombart, la “cultura del plan regulador” era meramente racional y se limitaba a colaborar en el ajuste productivo monopolista. Así lo consideraba el marxismo, que mostró por el urbanismo la misma indiferencia que antes había sentido por el arte urbano. Lo acusaba de ser un instrumento ideado por el Estado para llevar a cabo las tareas que le habían encomendado las élites económicas: implicar a la metrópolis en su proyecto racionalizador, construir infraestructuras y equipamientos que no eran rentables, separar espacialmente las áreas residenciales burguesas de las proleta- rias y establecer unas mínimas reglas de juego que evitaran que los especuladores se depredaran entre sí. Por lo que respecta al arte urbano, y tal como comentaba François Choay,55 el desdén del mar- xismo procedía de su desinterés por el espacio. Los modelos urbanos ideados por el socialismo utópico como alternativa a la ciudad del laissez-faire, el familisterio de Jean-Baptiste André Godin, el falansterio de Charles Fourier y la New Harmony de Robert Owen, fueron considerados paternalistas y antirrevolucionarios. La única salida a la gran crisis urbana del siglo xix era la abolición del capitalismo y la implantación de una sociedad sin clases. Al margen de eso, cualquier otra cuestión, incluida la espacial, era accesoria. Aunque desahuciados por el marxismo, el urbanismo y el arte urbano fueron filtrados según las referencias e intereses de las dos 45 METRÓPOLIS: 1882-1939 sensibilidades que habían impregnado el pensamiento occidental desde el siglo xvii. En el debate urbanístico, los arquitectos románticos insistieron en el tema del crecimiento urbano, asociándolo al mito del paisaje, mientras que los iluministas concentraron sus esfuerzos en la racionalización, vinculándola al mito de la industria. Por lo que respecta al arte urbano, discreparon en sus opciones estéticas: los románticos se inclinaron por el medievalismo y los iluministas por el arte de vanguardia. El descontento romántico: ciudad histórica y paisaje La sensibilidad romántica irrumpió en el arte urbano alentada por un malestar estético: la “fealdad” de la metrópolis. En 1889 Camillo Sitte publicó Construcción de ciudades según principios artísticos,56 donde se rebelaba contra el pragmatismo del urbanismo iluminista. Aunque compartía sus reivindicaciones tecnicistas, aceptaba la sociedad industrial y rechazaba refugiarse en utopías nostálgicas, defendía que los aspectos artísticos eran tan importantes como los funcionales e infraestructurales, y exigía que la metrópolis, además de racional, fuese hermosa. Influenciado por la crítica del arte, de la que adoptó el concepto de Kunstwollen (“voluntad artística”) enunciado por Alois Riegl,57 estaba convencido de que el ciudadano tenía un senti- do estético natural que era el que había utilizado durante siglos para concebir bellos espacios urbanos. La ciudad del laissez-faire, cons- truida por especuladores, quebró esa tradición y, con ella, la capacidad creadora de sus habitantes. Para recuperarla era necesario intelectua- lizar el Kunstwollen en manuales de diseño como el citado Construc- ción de ciudades según principios artísticos. Por un lado, y para dotar de una base científica a su apuesta estética, Sitte recurrió a la naciente psicología del espacio, que le permitió describir cómo este era per- cibido a través de la visión. Por otro, y para distinguir y separar las leyes que habían regido la construcción de la belleza
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