Preguntarse ¿para qué? es hacer teleología. A veces es lícito hacerlo, pero otras veces no lo es. Por ejemplo: ¿para qué tiene ese árbol de levas mi coche en su interior? es una pregunta con sentido. ¿Para qué has venido tan pronto?, tambien. Son preguntas lícitas porque hay por detrás un agente consciente responsable de la acción de venir pronto en un caso y de diseñar un vehículo en el otro, y presuntamente esas acciones están guiadas por propósitos. Preguntar el para qué es preguntar por el propósito que guió la acción.
En ciencias naturales las preguntas teleológicas no suelen tener sentido: ¿Para qué existe ahí esa montaña? es una pregunta sin sentido. La excepción está en biología, donde, siguiendo la nomenclatura de Jacques Monod, podemos hablar de teleonomía. Si un zoólogo está haciendo una disección y encuentra un tubito que conecta la vesícula biliar de un animal con su hígado, está legitimado para preguntar ¿para qué está aquí este conducto?. El hecho que justifica la teleonomía no es ahora el propósito consciente de un diseñador, sino la selección natural, que ha ido seleccionando aquellos rasgos buenos para la supervivencia: preguntarse el ¿para qué? del conducto colédoco (que así se llama el tubito que une la vesícula biliar al hígado) es preguntarse por la función que desempeña y el modo en el que ayuda a que el organismo entero sobreviva. Pero fuera de la biología, en la que funciona la selección natural, y del mundo de las acciones humanas con sentido, no tiene ningún sentido preguntarse ¿para qué?, porque es una pregunta que da, de partida, demasiadas cosas por supuestas, es decir: que hay un diseñador del universo que ha realizado la acción intencional de creación.
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Ciências Sociais / Ciências Econômicas
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