¿Alguna vez la historia ha sido cambiada por una función corporal inadvertida?

La pregunta me sorprende, pero la respuesta es sí.

No es que Adolf Hitler no hubiera estado loco, pero la flatulencia que padecía seguro que no le ayudó mucho. Según algunos informes médicos, se envenenó a si mismo al tomar medicaciones para la flatulencia que contenían estricnina y atropina.

Hitler padecía ventosidades incontrolables. En 1936, sus retortijones eran tan dolorosos que se ponía a gritar. Así que concertó una consulta con el médico berlinés Theodor Morell, quien le recetó las pastillas del Dr. Koester para los gases, y que contenían esos venenos, pero en cantidades muy pequeñas que no hubieran sido inmediatamente letales. A principios de 1941, cuando Hitler ya había empezado la invasión de la Unión Soviética, tomaba entre 120 y 150 pastillas a la semana.

La estricnina y la atropina hacen que la gente se ponga muy nerviosa, y afectan al sueño y a la salud mental. Nunca sabremos el rol que esta medicación tuvo en Hitler y sus acciones durante la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Cuando los efectos de las pastillas fueron evidentes, tan solo seis meses antes de que Hitler quedara tocado psicológicamente y se suicidara en su bunker, el doctor Morell fue despedido y salvó su vida por los pelos.

Irónicamente, según su biógrafo John Toland, la causa de la flatulencia de Hitler fue la más evidente: su vegetarianismo.