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Hacia mediados del siglo XVIII fue cobrando importancia un movimiento que no se conformaba con los argumentos esbozados por la teología natural a l...

Hacia mediados del siglo XVIII fue cobrando importancia un movimiento que no se conformaba con los argumentos esbozados por la teología natural a la hora de dar cuenta de la diversidad de seres vivos y sus adaptaciones. Las motivaciones que condujeron a muchos naturalistas a cuestionar al creacionismo no eran solo intelectuales sino también ideológicas y políticas. En gran medida la filosofía de la Ilustración, que proponía al poder de la razón como principal fuente de conocimiento, cuestionó la autoridad de la Iglesia a la hora de dar explicaciones satisfactorias respecto de los principales fenómenos del mundo natural, y con ello, a los resabios de pensamiento antiguo adoptados por las concepciones monoteístas. De este modo, este movimiento comenzó a formular explicaciones que no involucraban entidades divinas de estos fenómenos, muchas de las cuales, como veremos, apelan a un proceso de transformación de organismos más simples a organismos cada vez más complejos (una forma de evolucionismo) que entra en franco conflicto con la cosmovisión imperante en el creacionismo de la época. Este conflicto se genera dado que ni las formas platónicas, ni las esencias aristotélicas en su reinterpretación teológica como ideas en la mente de Dios, se diferencian entre sí en términos graduales. Pues, como veíamos, si bien las diferentes formas pueden cambiar en sus propiedades accidentales, el cambio de forma, al cambiar alguna propiedad esencial, no es gradual. Dado que no hay gradación entre las formas o esencias, la evolución gradualista constituye una imposibilidad lógica en la concepción platónico-aristotélica (Mayr, 1959). En el próximo apartado nos detendremos a revisar algunas discusiones previas a las ideas de Darwin, que influyeron fuertemente sobre su pensamiento. El resultado de estos debates condujo al debilitamiento del esencialismo y del idealismo creacionistas, hecho que dio lugar a la aceptación de que las especies eran producto de un proceso histórico y de que la creación de Dios podía ser comprendida de mejor manera por medio de leyes naturales que dieran cuenta de su accionar. Como veremos en el apartado 2.3, estos debates hicieron efecto en el pensamiento de Darwin. El debate entre evolucionistas y creacionistas antes de Darwin Si bien muchas de las posiciones que se propusieron para enfrentar al creacionismo, antes del enfoque darwiniano, podrían denominarse “evolucionistas”, no todas ellas fueron capaces de ofrecer una descripción detallada de este proceso clave, y las que lo hicieron, brindaron una concepción acerca de la evolución bastante diferente de la que luego propuso Darwin. Por ejemplo, Denis Diderot (1713-1784) cuestionó la creencia de que las especies fueran constantes, al mismo tiempo que defendió la idea de que el mundo natural consistía en una secuencia de transformaciones que continuamente alteraban las estructuras físicas sin ningún tipo de plan o propósito prefijado, conjeturando que la naturaleza engendraba monstruosidades, seres con nuevos rasgos, que lograban sobrevivir, dando lugar a una nueva especie. De la misma manera, Georges Louis Leclerc (1707-1788), conde de Buffon, ridiculizaba la búsqueda del plan divino de la creación por parte de Linneo y sostenía que las especies debían ser lo suficientemente flexibles como para poder adaptarse a las nuevas condiciones que imponía un mundo en constante cambio. Según Buffon, las especies que podían ser agrupadas bajo un género moderno descendían de un antepasado único, de forma tal que el león y la pantera no eran consideradas como dos especies distintas sino más bien variedades de una misma especie. Sin embargo, ni Buffon ni Diderot se encargaron de elaborar una teoría detallada acerca de cómo ciertas especies se transformaban para dar lugar a otras especies, en parte quizás porque ambos pensaban que la materia orgánica podía producir seres vivos complejos mediante generación espontánea, es decir, que la materia inerte podía producir de manera directa organismos complejos (Bowler y Morus, 2005). Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829), en cambio, ofreció una descripción específica de cómo ocurría la evolución adaptativa, es decir, de cómo los rasgos de ciertas especies se transformaban para dar lugar a otras variedades más adaptadas al ambiente. Lamarck explicaba las adaptaciones a través de dos leyes (Lamarck, 1809, cap. VII): - Primera ley: durante la vida de los animales, estos ejercitan ciertos órganos mientras que otros entran en desuso. Los más utilizados se ven fortalecidos y desarrollados mientras que los menos usados se van debilitando (comúnmente se la conoce como “ley del uso y desuso de los órganos”). - Segunda ley: los cambios pequeños y graduales que experimentan en vida los individuos de una especie son transmitidos a sus descendientes (conocida como la “ley de la herencia de los caracteres adquiridos”). De acuerdo con este enfoque, los rasgos adquiridos por el uso o desuso, durante la vida de un individuo, podrían ser transmitidos a la descendencia, de manera tal que, como resultado de este proceso, se produciría la adaptación de la especie al cambio en el entorno. En el célebre ejemplo de la jirafa, el cuello largo de este animal es el resultado de que sucesivas generaciones de jirafas lo fueron estirando para alcanzar las hojas de los árboles cada vez más escasas a bajas alturas. A estas dos leyes, Lamarck agregaba la existencia de una tendencia a la complejidad inherente a la forma en que los organismos evolucionaban. La noción de evolución lamarckiana tenía, en consecuencia, una tendencia progresiva y dirigida, que, como veremos, será discutida por Darwin. Al apelar a estos tres factores, era posible explicar la evolución de los organismos vivos. Según Bowler y Morus, Lamarck: Aceptaba la generación espontánea, recurriendo a la electricidad como fuerza capaz de dar vida a la materia inerte, pero presuponía que sólo podían producirse de ese modo las formas de vida más simples. Los animales superiores habían evolucionado a lo largo del tiempo gracias a una tendencia progresiva que volvía cada generación ligeramente más compleja que la de sus padres. Lamarck creía que, en teoría, esa progresión generaría una escala lineal de organización animal –de hecho, una cadena del ser con los humanos como productos finales superiores–. Obsérvese, no obstante, que este modelo de “escalera” de la evolución no incluía ramificación, pues había muchas líneas paralelas que ascendían partiendo de distintos episodios de generación espontánea. Lamarck negaba la posibilidad de extinción y la realidad de las especies. En su opinión, la escala era absolutamente continua, sin huecos que separaran las diferentes especies (los huecos que vemos se debe a que no se disponía de información; los eslabones que faltan están ahí, en alguna parte). (Bowler y Morus 2005, 170) A esta “avanzada” de enfoques que se proponían explicar la diversidad de la vida y las adaptaciones de los seres vivos al entorno en el que se desarrollan sin apelar a explicaciones sobrenaturales de ningún tipo, le siguieron una serie de réplicas creacionistas. Sin embargo, el análisis cada vez más detallado del registro fósil llevó a que, aún, los naturalistas más conservadores de la época se vieran impulsados a considerar a las especies actuales como la última etapa de un proceso histórico y, además, a que tuvieran que incorporar un elemento de cambio sin respaldar a la evolución como proceso que engendraba nuevas especies. Por ejemplo, Georges Cuvier (1769-1832) estableció que el orden de la naturaleza de su época era tan solo el último de una larga secuencia, defendiendo la idea de que la Tierra había pasado por diversas eras geológicas con sus respectivas poblaciones de animales y plantas. Por otro lado, se opuso fuertemente a la teoría de Lamarck, sosteniendo que las catástrofes geológicas habían exterminado totalmente las poblaciones de los continentes, posibilitando que una población totalmente nueva emergiera luego del desastre (Bowler y Morus, 2005). Si bien las brillantes

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Teorías de la ciencia - Ginnobili
321 pag.

Pensamento Científico Universidad de Buenos AiresUniversidad de Buenos Aires

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