a en revestimientos suntuosos y en las extravagancias de una
ornamentación tortuosa —la simplicidad románica es una creación
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a en revestimientos suntuosos y en las extravagancias de una ornamentación tortuosa —la simplicidad románica es una creación encantadora, pero anacrónica, del siglo XX— el Cister adopta el gótico naciente más riguroso, más ordenado, desechando el detalle por lo esencial.
Pero, sobre todo, aparecen personajes marginales, anarquistas de la vida religiosa, que fomentan durante todo el período las aspiraciones de las masas hacia lo puro. Son los eremitas, poco conocidos aún, que surgen por toda la cristiandad, roturadores escondidos en los bosques donde se ven asaltados por los visitantes, situados en los lugares idóneos para ayudar a los viajeros a encontrar el camino, a atravesar un torrente o una pasarela, modelos no corrompidos por la política del clero organizado, directores de conciencia de ricos y de pobres, de almas en pena y de amantes. Con su cayado, símbolo de fuerza mágica y de transhumancia, con los pies descalzos y vestidos con pieles de animales salvajes, invaden el arte y la literatura. Son la encarnación de las inquietudes de una sociedad que, dentro del crecimiento económico y sus contradicciones, busca el refugio de una soledad presente incluso en el mundo y en sus problemas.
Pero el desarrollo y el éxito de las ciudades relegan a un segundo plano el antiguo y el nuevo anacronismo, las comunidades monásticas y a los solitarios vinculados a una sociedad rural y feudal. Adaptándose una vez más, la Iglesia permite que crezcan en su seno órdenes nuevas: los mendicantes. ¡Pero no sin dificultades, ni sin crisis! Hacia el 1170, Pedro Valdo, comerciante de Lyon, y sus discípulos, los Pobres de Lyon a quienes se llamará valdenses, llevan tan lejos su crítica a la Iglesia que acaban siendo expulsados de ella. En el 1206 el hijo de un rico comerciante de Asís, Francisco, da la impresión de aventurarse por el mismo camino. En torno suyo un grupo, al comienzo doce «pequeños hermanos», «hermanitos», «hermanos menores», tienen como único propósito, mediante la práctica de la humildad y de la pobreza absoluta acompañada de la mendicidad, ser un fermento de pureza en un mundo corrompido. La Iglesia se inquieta ante tanta intransigencia. Los papas y la curia romana, los obispos, quieren imponer a Francisco y a sus compañeros una regla, hacer de ellos una orden inserta en la gran orden que es la Iglesia. El desgarramiento de Francisco de Asís, atrapado entre su ideal desnaturalizado y su amor apasionado hacia la Iglesia y la ortodoxia, es dramático. Acepta, pero se retira. En la soledad de La Verna, poco antes de su muerte (1226), los estigmas son el desenlace, el precio y la recompensa de su angustia. A su muerte, su orden se halla durante mucho tiempo atenazada por la lucha entre los adeptos de la pobreza absoluta y los partidarios de una acomo-
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