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Esta manera de presentar las cosas, y una voluntad moralizadora evidente. Pues, ¿qué podía esperar un hombre, en semejantes circunstancias, si se h...

Esta manera de presentar las cosas, y una voluntad moralizadora evidente. Pues, ¿qué podía esperar un hombre, en semejantes circunstancias, si se hacía gladiador? Había una prima de contrato, pero no pasaba de 2.000 sestercios. Era una cantidad irrisoria cuando sabemos que una de aquellas golosinas fuera de serie por las que se había arruinado el individuo podía llegar a costar 400 sestercios. Por otra parte, tenía asegurados techo y cama, pero a un precio tal que cualquier otra solución hubiera sido preferible. En realidad, lo que determinaba semejante elección en unos hombres arruinados era, más que la servidumbre al vientre, la esperanza o la ilusión, de acuerdo con su temperamento, de poder reconstituir rápidamente la fortuna dilapidada gracias a las recompensas de una carrera excepcional. Dejando aparte estos casos, el auténtico motivo de la mayoría de los contratos de esta clase era la miseria pura y simple, que hizo que muchos desgraciados, en un momento de debilidad o de inconsciencia, aceptaran tal solución. Los futuros reclutas, para franquear el paso decisivo recibían, si era necesario, unos ánimos de una honradez más que dudosa. Naturalmente, los que los daban se interesaban de manera primordial por los jóvenes bien formados susceptibles de convertirse en gallardos gladiadores: a causa de su vida desordenada, aquellos muchachos eran una presa fácil. El oro ofrecido en el momento oportuno, las promesas, el apremio, eran empleados mediante un método que recuerda mucho el «reclutamiento» del Anden Régime; se llevaban a la práctica, no solamente en Roma, sino también en modestos municipios donde las mañas de los reclutadores surtían muy buenos efectos a expensas de los ingenuos. No obstante, la ley ofrecía al hombre libre unas garantías que, en principio, podían haber evitado las «cabezonadas» y las estafas: nadie podía quedar contratado si previamente no había hecho una declaración ante un tribuno de la plebe; sin este requisito, el contrato establecido con el propietario del ludus no habría tenido el menor efecto. Pero esta declaración, como consecuencia de la multiplicación de los contratos, perdió muy pronto el carácter solemne y protector que se le había querido dar y se convirtió en una simple formalidad. Cuando los reclutas, llegados de todos los países, desde las orillas del Nilo hasta las del Danubio, y de todos los ámbitos de la sociedad, habían prestado el acostumbrado juramento, el ludus los acogía: hileras de celdas, no siempre provistas de tragaluz, delimitando el patio rectangular donde tenían lugar los ejercicios. Era una cárcel o, por lo menos, una caserna de las más duras. En Pompeya, las celdas estaban alineadas en dos pisos, medían cuatro metros de ancho y no comunicaban entre sí. Una cocina inmensa, al fondo de la cual un horno ocupaba el muro de parte a parte, estaba situada en el centro de uno de los lados del rectángulo. Una cárcel, en el sentido concreto del término, una armería. El patio está bordeado de columnas dóricas cuyas estrías y dibujos rotos dan a este lugar siniestro una nota sorprendente de alegría. Es cierto que su lujo, si no su existencia, se explica por el hecho de que aquel lugar fue en otros tiempos el pórtico del Gran Teatro, transformado más tarde en ludus. Hubo casernas en distintos lugares: antiguamente, Capua poseía el monopolio de ellas: era una ciudad de gladiadores, como hoy en día hay ciudades de militares. Bajo el Imperio, las hallamos en Roma, pero también en las provincias más alejadas: en Pérgamo, en Alejandría. Sus propietarios también fueron cambiando: según las épocas, hallamos al comerciante profesional (lanista), al aristócrata o al Emperador. Ello no afecta en absoluto, según parece, a la organización material del ludus: en el que construyó Domiciano hallamos la misma disposición que en el de Pompeya. Las proporciones era lo único que cambiaba: en vez de 150 a 200 gladiadores, el ludus cuenta con un millar o más. El personal de los ludi recibía el nombre de familia gladiatoria. Este término, que en su primera acepción se refiere al personal esclavo de una casa, traiciona los orígenes artesanales de la institución. Pero no nos engañemos ante la resonancia que ha adquirido su equivalente en otros idiomas: desde que llegaba, el futuro gladiador se comprometía con el más terrible de los juramentos. En la cárcel del ludus de Pompeya se han hallado instrumentos que impedían la posición vertical al prisionero. Pero el tratamiento que implicaba esta clase de instrumento no era de los peores que tenía que soportar un gladiador. Juraba también que soportaría el látigo, el hierro candente, la muerte a espada. Lo inhumano de esta disciplina no se justificaba únicamente por la necesidad de dominar a los criminales reincidentes y a los «cabezas duras» que formaban parte de los reclutas; lo que se pretendía principalmente era destruir en embrión el sentimiento de revuelta que no podía dejar de manifestarse ante el descubrimiento de una vida cuya injusticia y dureza no había podido ser ni imaginada por aquellos hombres. Por ello, únicamente el temor a los castigos más terribles podía producir aquel condicionamiento moral cuyas manifestaciones hemos visto en la arena, inculcando a los gladiadores, como un reflejo, aquella decisión a toda prueba que era su única posibilidad de salvación. A este respecto, se cita como modelo a dos tracios que Calígula poseía en el ludus en miniatura que había hecho construir en Roma: se les podía amenazar con cualquier clase de ademán: ni tan siquiera pestañeaban. El condicionamiento de los futuros campeones Podemos imaginar qué entrenamiento metódico y riguroso hacía falta para conseguir aquello. En cierto sentido, los gladiadores, como los cocheros o los bestiarios, eran unos técnicos que, en aquel universo donde los hombres eran vendidos, podían, como cualquier esclavo «especializado», preceptor o médico, representar un auténtico capital; y hacía falta años para formar a un buen gladiador, pues el abuso de aquellos espectáculos había hecho exigente al público. Los primeros pasos se efectuaban bajo la dirección de doctores, maestros de esgrima especializados en las diferentes armas: había un doctor secutorum, un doctor throecum, etc. Incluso había uno para el arma tan especial de los sagittarius. César había tenido la idea, para mejorar la calidad de sus gladiadores, de confiar la instrucción a senadores y a caballeros importantes por su ciencia en cuestiones de esgrima. Pero, generalmente, los doctores eran antiguos gladiadores a quienes precisamente un perfecto conocimiento del oficio permitía llegar a viejos. En el patio rectangular de la escuela, sus órdenes breves (dictata) rimaban la complicada gimnasia de los hombres que luchaban con un adversario inmóvil: un palo clavado en el suelo (palus), de 2 metros de alto, lleno de señales y golpes. El juego, en lo esencial, consistía en lo mismo que hemos descrito para los combates: el movimiento de las piernas, el asalto con la espada y el escudo llevados alternativamente hacia delante. Estos ejercicios se efectuaban no con las armas de combate, sino con la rudis, la espada de madera reservada para el entrenamiento, y el escudo de mimbre. Naturalmente, el trabajo no era el mismo para todos: a los veteranos, el doctor les enseñaba las sutilezas que la reflexión de toda una vida sobre el oficio había puesto a su alcance. Parece ser, en efecto, según la tesis de Louis Robert, que la palabra palus, que se refiere originariamente al palo de los entrenamientos, terminó por aplicarse a las secciones entre las que, de acuerdo con su grado de perfeccionamiento en el arte de las armas, los gladiadores se hallaban repartidos; hubo cuatro, denominadas, respectivamente, primus palus, secundus palus, etc. Por otra parte, es cierto que el ejercicio con el palo, que constituía el ejercicio de base, no excluía otras formas de entrenamiento, como, por ejemplo, el duelo con arma blanca: sin ello no se comprendería que en el ludus de Roma se hubiera llevado la preocupación por el realismo hasta el extremo de contar con una elipse delimitada por un muro, lo cual reproducía fielmente la arena por la que debía evolucionar el gladiador el día del combate. Por otra

Esta pregunta también está en el material:

Crueldade e Civilização
128 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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