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El diablo es el de una joven de gran belleza, pero la Leyenda áurea es prolija en relatos de peregrinos ingenuos o desfallecidos que sucumben al di...

El diablo es el de una joven de gran belleza, pero la Leyenda áurea es prolija en relatos de peregrinos ingenuos o desfallecidos que sucumben al diablo aparecido también bajo la figura del apóstol Santiago. El diablo perseguidor, por lo general, desdeña disfrazarse. Se aparece a sus víctimas bajo un aspecto repugnante. El monje Raoul Glaber le vio «una noche antes del oficio de maitines» en el monasterio de Saint-Léger de Champeaux, a comienzos del siglo XI. «Vi salir del pie de mi cama una especie de hombrecillo horrible. Era, por lo que pude ver, de estatura mediocre, con el cuello delgado, un rostro macilento, ojos muy negros, la frente arrugada y crispada, las narices respingonas, la boca prominente, los labios gruesos, el mentón hundido y muy estrecho, una barba de chivo, las orejas peludas y puntiagudas, los cabellos erizados e hirsutos, dientes de perro, el cráneo puntiagudo, el pecho hinchado, una joroba a la espalda, las nalgas fofas y el vestido sórdido.» Las desventuradas víctimas femeninas y masculinas de Satanás son a veces el objeto del desenfreno sexual de los demonios: demonios íncubos y súcubos. Las víctimas especiales tienen que soportar los continuos asaltos de Satanás que utiliza toda clase de engaños, de disfraces, de tentaciones y de torturas. La más célebre de esas heroicas víctimas del diablo es san Antonio. El hombre, disputado aquí abajo entre Dios y el diablo, a su muerte se convierte en el objeto de una última y decisiva disputa. El arte medieval representó hasta la saciedad la escena final de la existencia terrestre en la que el alma del difunto se ve casi descuartizada entre Satanás y san Miguel antes de verse conducida por el vencedor al paraíso o al infierno. Advirtamos que para evitar caer nuevamente en el maniqueísmo, el adversario del diablo no es el mismo Dios sino su lugarteniente. Pero señalemos sobre todo que esta imagen en la que se encierra la vida del hombre medieval pone de relieve la pasividad de su existencia. Es la mayor y más ostensible muestra de su alienación. Los poderes sobrenaturales de los que gozan Dios y Satanás no son su exclusivo patrimonio. Hay hombres que también los poseen en cierto modo. Una capa superior de la humanidad medieval está formada por individuos dotados de poderes sobrenaturales. Lo trágico de la existencia de la masa común es lo difícil que resulta distinguir entre buenos y malos, ser constantemente engañado, participar en este espectáculo de ilusiones y de equívocos que es la escena medieval. Jacobo de Vorágine recuerda en su Leyenda áurea las palabras de Gregorio Magno: «Los milagros no hacen al santo, sino que son sólo su señal», y precisa: «Se pueden hacer milagros sin tener el Espíritu Santo, puesto que los mismos malvados han podido vanagloriarse de haber hecho milagros». De lo que no les cabe ninguna duda a los hombres de la Edad Media es de que no sólo el diablo puede hacer milagros como Dios —con su permiso, sin lugar a dudas, pero eso poco importa respecto del efecto que produce en el hombre—, sino que esa facultad aparece también a ciertos mortales para bien o para mal. Es la dualidad equívoca de la magia negra y de la magia blanca cuyos productos no son por lo general perceptibles por el vulgo. Es la pareja antitética de Simón el Mago y de Salomón el Sabio. De una parte el grupo maléfico de los brujos y de otra la multitud bienaventurada de los santos. Lo malo es que los primeros se presentan en general como santos disfrazados, que pertenecen a la enorme y mendaz familia de los pseudoprofetas. Es cierto que, una vez desenmascarados, se les puede hacer huir mediante el signo de la cruz, uno invocación oportuna o una oración adecuada. Pero, ¿cómo desenmascararlos? Precisamente una de las tareas esenciales de los verdaderos santos es reconocerlos y arrojar a los obradores de falsedades o más bien de falsos milagros, los demonios y sus satélites terrestres, los brujos. A san Martín se le tenía por un maestro en este arte. «Brillaba por su habilidad en reconocer los demonios, dice la Leyenda áurea, y los descubría bajo cualquiera de sus disfraces.» La humanidad medieval está llena de posesos, desventuradas víctimas de Satanás, oculto en su cuerpo, o de los maleficios de los brujos. Sólo los santos pueden salvarlos y obligar a sus perseguidores a abandonarlos. El exorcismo es la función esencial de los santos. La humanidad medieval comporta una masa de posesos de hecho o en potencia, desgarrados entre una minoría de malos y una élite de buenos hechiceros. Observemos una vez más que si los buenos hechiceros se recluían esencialmente en el grupo clerical, no faltan laicos eminentes que se pueden deslizar en él. Ése es el caso, que volveremos a ver, de los reyes obradores de milagros, de los reyes taumaturgos. os celestes, o más bien por una triple población, porque a la pareja del hombre y del ángel hay que añadir el mundo de los demonios siempre al acecho. Ésta es la alucinante compañía que nos presenta el Elucidarium de Honorio de Autún: — ¿Tienen los hombres ángeles guardianes? — Cada alma, en el momento de ser infundida en un cuerpo, queda confiada a un ángel que debe incitarla siempre al bien y dar cuenta de todas sus acciones a Dios y a los ángeles en el cielo. — ¿Están los ángeles constantemente en la tierra junto a aquellos a quienes guardan? —Si es preciso acuden en su ayuda, sobre todo si se les ha invitado por medio de oraciones. Su venida es inmediata, ya que en un instante pueden venir del cielo a la tierra y volver a él de nuevo. — ¿Bajo qué forma se aparecen a los hombres? — Bajo la forma de un hombre; el hombre, por ser corporal, no puede ver a los espíritus. Así pues, adoptan un cuerpo aéreo que los hombres pueden ver u oír. — ¿Existen demonios que acechan a los hombres? — En cada vicio mandan unos demonios que tienen a sus órdenes muchísimos otros, innumerables, y que incitan constantemente a las almas al vicio y dan cuenta de las malas acciones de los hombres a su príncipe... De este modo, los hombres de la Edad Media viven bajo ese doble espionaje permanente. Jamás están solos. Nadie es independiente. Todos se hallan atrapados en una red de dependencias terrestres y celestes. Por lo demás, la sociedad celeste de los ángeles no es sino la imagen de la sociedad terrestre, o más bien, como piensan los hombres de la Edad Media, ésta no es sino la imagen de aquélla. Gerardo de Cambrai y de Arras afirmaba en el 1025: «El rey de reyes organiza en órdenes distintos lo mismo a la sociedad celeste y espiritual que a la sociedad terrestre y temporal. Reparte según un orden maravilloso las funciones de los ángeles y las de los hombres. Fue Dios quien estableció órdenes sagrados en el cielo y en la tierra». Esta jerarquía angélica cuyo origen puede hallarse en san Pablo fue elaborada por el pseudoDionisio Areopagita, cuyo tratado De la jerarquía celeste, tradujo Escoto Erígena al latín en el siglo IX, pero no caló en la teología y en la espiritualidad occidentales hasta la segunda mitad del siglo XII. Su éxito iba a ser inmenso; se imp

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LA_CIVILIZACION_DEL_OCCIDENTE_MEDIEVAL_4
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