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familia campesina — unidad socioeconómica— en una porción-tipo de tierra, aquella que permite la vida de una familia: el manse, térra unius familia...

familia campesina — unidad socioeconómica— en una porción-tipo de tierra, aquella que permite la vida de una familia: el manse, térra unius familiae, como dice Beda el Venerable. Para las clases sociales superiores, la subsistencia lleva consigo la satisfacción de necesidades mayores y debe permitirles mantener su rango, no perder categoría. Una pequeña parte de su subsistencia la proporcionan las importaciones extranjeras y el resto el trabajo de la masa. Ese trabajo no tiene por objeto el progreso económico, ni individual ni colectivo. Al margen de intereses religiosos y morales —evitar la ociosidad que es la puerta abierta al diablo, hacer penitencia trabajando, humillar el cuerpo—, comporta asimismo ciertos fines económicos: garantizar su subsistencia y la de aquellos pobres incapaces de procurarse la suya. Santo Tomás de Aquino lo expresa en su Summa teológica: «El trabajo tiene cuatro fines. Primero, y ante todo, debe proporcionar el vivir; segundo, debe hacer desaparecer la ociosidad fuente de numerosos males; tercero, debe refrenar la concupiscencia mortificando el cuerpo y cuarto, permite hacer limosnas...». El fin económico del Occidente medieval consiste en satisfacer la necessitas. Esta necesidad legitima la actividad y permite incluso la derogación de ciertas normas religiosas. El trabajo dominical, prohibido por regla general, estará permitido en caso de necessitas; el sacerdote, al cual le están prohibidos numerosos oficios, podrá a veces quedar autorizado a trabajar para asegurar su subsistencia; los ladrones por necesidad llegarán a ser incluso «excusados» por ciertos canonistas. Raimundo de Peñafort escribe en su Summa, hacia el primer tercio del siglo XIII: «Si alguien roba alimentos, bebidas o vestidos a causa del hambre, de la sed o del frío, ¿comete realmente un robo? No comete ni un robo, ni un pecado si la única causa de su acto es su necesidad». Pero intentar procurarse más de lo necesario es pecado, es la forma económica (una de las más graves) de la superbia, del orgullo. Todo cálculo económico que vaya más allá de la previsión de lo necesario queda severamente condenado. No cabe duda de que los señores territoriales, particularmente los de carácter eclesiástico, en especial los abades, que disponen de un personal mejor equipado desde el punto de vista intelectual, han tratado de estudiar, de prevenir, de mejorar la productividad de sus tierras. Desde la época carolingia, una serie de capitulares, polípticos e inventarios imperiales o eclesiásticos —uno de los más célebres es el políptico que hizo redactar a comienzos del siglo IX el abad de Saint-Germain-des-Prés, Irminón— ponen de manifiesto ese interés económico. A partir de finales del siglo XII, cuando la obra escrita por Suger sobre la gestión de su abadía de Saint-Denis a mediados de siglo traicionaba el carácter siempre empírico de su administración, los especialistas se hacen cargo de la administración de los grandes señoríos, sobre todo los eclesiásticos, tales como las granjas de las más importantes abadías inglesas, donde el reeve, el villano o villicus encargado de la dirección de la explotación, debía presentar sus cuentas a los escribanos que venían a anotarlas el día de san Miguel, antes de someterlas a la verificación de los auditores. Sin embargo, se trata más bien, frente a una crisis que se vislumbra, de continuar produciendo lo necesario, administrando y calculando mejor y de hacer frente también al progreso de la economía monetaria. La desconfianza hacia el cálculo continuará reinando aún durante mucho tiempo y habrá que esperar al siglo XIV, como sabemos, para que se observe una verdadera atención hacia el aspecto cuantitativo de las cuentas —por ejemplo, en las estadísticas todavía groseras de Giovanni Villani en relación con la economía florentina —, atención también nacida, en definitiva, más bien de la crisis económica que amenaza a las ciudades y obliga a contar, que de un deseo de crecimiento económico calculado. En pleno siglo XIII, la célebre colección italiana de novelas el Novellino constituye un testimonio de este estado de espíritu hostil al censo, a la cifra. «David rey, siendo rey por la gracia de Dios, que de pastor de ganados le había convertido en señor, sintió un día la preocupación de saber, a fin de cuentas, cuál era el número de sus subditos. Esto fue un acto de presunción que desagradó mucho a Dios, el cual envió su ángel, haciéndole decir estas palabras: "David, has pecado. He aquí lo que envía a decirte tu señor: ¿prefieres permanecer tres años en el infierno, tres meses en manos de tus enemigos o someterte a juicio en manos de tu Señor?" David respondió: "Prefiero ponerme en manos de mi Señor. Que haga de mí lo que le plazca". ¿Qué hizo Dios? Lo castigó por su pecado. Por haberse enorgullecido de poseer un gran número... un día ocurrió que, mientras cabalgaba, David vio al ángel de Dios con una espada desnuda en la mano entregado a la matanza... David descabalgó inmediatamente y dijo: " ¡Señor, perdón por Dios! No matéis a los inocentes, sino matadme más bien a mí que soy el culpable!" Entonces, por la bondad de estas palabras, Dios perdonó al pueblo y detuvo la matanza.» Cuando se produjo un crecimiento económico en el Occidente medieval —como sucedió del siglo XI al XIII— este crecimiento fue la consecuencia de un crecimiento demográfico. Se trataba de hacer frente a un número mayor de gente que había que alimentar, vestir y albergar. Las roturaciones y la extensión de los cultivos fueron los primeros remedios que se buscaron a este excedente de población. El incremento de la productividad por procedimientos intensivos (barbecho trienal, abonado, mejoras en el instrumental) no fue, en lo que respecta a la intención, más que un aspecto secundario. Era normal que esta indiferencia, incluso esta hostilidad hacia el crecimiento económico se reflejaran en el sector de la economía monetaria y opusieran fuertes resistencias al desarrollo de un espíritu de lucro de tipo preca-pitalista. La Edad Media, lo mismo que la Antigüedad, se sirvió durante largo tiempo del préstamo de consumo como principal, si no como única forma de préstamo, mientras que el préstamo de producción era casi desconocido. El interés impuesto sobre el préstamo de consumo estaba prohibido entre cristianos y se consideraba pura y simplemente como una usura, rechazada por la Iglesia. Tres textos bíblicos (Éxodo, 22,25; Levítico, 25,35-37 y Deuteronomio, 23,19-20) condenan el préstamo con interés entre judíos, como reacción contra las influencias de Asiría y de Babilonia, donde el préstamo de cereales estaba muy extendido. Esas prescripciones, aunque poco respetadas por los antiguos judíos, fueron adoptadas por la Iglesia apoyándose en las palabras de Cristo: «Prestad sin esperar nada a cambio y vuestra recompensa será grande» (Lucas, 6,34-35). De este modo se dejaron de lado todos los pasajes donde Cristo, que no indica en esta frase más que un ideal propuesto a los más perfectos de sus seguidores, había hecho alusión, sin condenarlas, a prácticas financieras condenadas por la Iglesia medieval como usureras

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LA_CIVILIZACION_DEL_OCCIDENTE_MEDIEVAL_4
342 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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