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ador, deshonrosas y bárbaras, que habían usado hasta entonces, y los esclavos que, de todas partes, iban a engrosar el pequeño grupo del vencedor e...

ador, deshonrosas y bárbaras, que habían usado hasta entonces, y los esclavos que, de todas partes, iban a engrosar el pequeño grupo del vencedor eran, a su vez, armados con espadas. Salieron de Roma, primero bajo el mando de protectores, luego de cónsules, las cohortes encargadas de liquidar la revuelta. Espartaco estaba seguro del estado de espíritu que les animaba: los romanos, tanto los jefes como los soldados, a pesar de los mentís que daban los hechos, no llegaban a considerar como una guerra aquella expedición de castigo, ni como enemigos a aquellos a quienes sus prejuicios asimilaban sin distinción a una chusma incapaz. El resultado de ello fueron derrotas tristísimas: aplicando al vencedor sus propias costumbres, Espartaco obligó a los prisioneros romanos a luchar como gladiadores sobre la tumba de sus oficiales. Tenía en cuenta la energía desesperada que podían desplegar durante el combate aquellos hombres a los que la derrota no ofrecía otra perspectiva que un suplicio indigno. Pero tenía la inseguridad, tan bien descrita por Flaubert refiriéndose a los mercenarios de Cartago, que se manifiesta inevitablemente en esa clase de ejército tan pronto como la necesidad imperiosa de una acción determinada no le asegura la cohesión, y que está determinada por su propia situación: la tirantez entre el deseo de una venganza inmediata facilitada por la ocasión y el proyecto más juicioso de volver a la patria, la exaltación de las victorias, pero también la conciencia confusa de la debilidad que implica, en la lucha contra un Estado, la ausencia de un cuadro definido, engendran el exceso de confianza, la incertidumbre y las disensiones. La aventura, después de unos prodigios de ingeniosidad y de coraje en cuyo detalle no entraremos, terminó en un fracaso. Pero fue necesario mandar a Craso, después de haber mandado a pretores y a cónsules, contra «un desertor, un gladiador, un bandido», e incluso llamar al Gran Pompeyo de España. Semejante destino, en la época en que los espectáculos llegaban al grado de organización que hemos descrito, era inconcebible. El personaje de Espartaco se inscribe en unos límites históricos concretos. Bajo el Imperio, hubo algunas tentativas de rebelión en las escuelas de gladiadores, principalmente en Preneste; pero a los romanos no les costó más que un susto que Tácito relata en términos de menosprecio: abortaron al nacer. La experiencia había aconsejado prevenirse contra esta clase de tentativas mediante unas medidas draconianas que las condenaban sin esfuerzo al fracaso. La vigilancia estaba tan bien organizada en las escuelas, que no se dudó en instalar algunas de ellas en pleno centro de Roma: el control de las armas de entrenamiento era riguroso, y había una guardia especial dispuesta a intervenir al menor incidente. Por otra parte, en aquella época no habría sido tan fácil transformar en guerra civil generalizada una revuelta de esta clase. Ya no era posible escapar a aquel universo forzando los muros, sino por el éxito. Éste podía tomar la apariencia de una casi-divinización, o la forma más cruda del favor de un príncipe. En el registro más trivial de la promoción social, confiere, o parece conferir, a la vida de esos hombres, cocheros, gladiadores, venatores, casi exclusivamente de baja extracción, un esplendor y un carácter agitado capaces de satisfacer un sentimiento rudimentario de lo maravilloso. De hecho, lo impensable no existía en aquel campo. Un día, la madre de Hierocles, que trabajaba como esclavo en la Caria, vio a unos soldados que se dirigían hacia ella; la escoltaron hasta Roma con gran pompa, y fue elevada al rango de las esposas de ex cónsules: su hijo, cochero, había atraído la atención del Emperador, y, prácticamente, gobernaba en su lugar. Asiático era un liberto: Vitelio, que «gobernaba la mayor parte del tiempo —dice Suetonio— de acuerdo con los consejos y la voluntad de los más viles histriones o conductores de carros», había hecho de él su doncel. Pero el joven no podía soportar aquella vida y prefirió ir a ganársela al aire libre en una ciudad de provincias vendiendo aguapié; fue capturado, torturado... y pronto perdonado por Vitelio. Pero éste no tardó en lamentar su debilidad: exasperado por la independencia y por la inclinación al robo de Asiático, lo vendió a un lanista ambulante. El ex favorito volvió a hallarse con el casco en la cabeza. Pero como la suerte, o la circunspección del lanista, lo había reservado para el último combate, Vitelio ordenó fuese sacado de la arena. Y demos ya por terminado este relato, puesto que trataremos en otra parte del papel exacto que representaron esa clase de hombres en la sociedad. Un detalle tomado de Dion Casio bastará para precisar la atmósfera de este tipo de biografías: dice, hablando de Hierocles, «que habiendo sido visto por el príncipe, fue inmediatamente sacado del circo y llevado a palacio». Estos cambios de fortuna, muy parecidos a los que conocen los héroes de Petronio, adquirieron un carácter mucho más corriente, por cuanto que hombres de condición libre se dedicaron a buscar en dichos oficios un remedio a sus sinsabores. Paradójicamente, el oficio más terrible de todos, la gladiatura, acabó por tener el aspecto de «facilidad», de posibilidad ofrecida al desposeído. Una anécdota fantasiosa ilustra perfectamente este grado de ánimo: dos amigos llegados de Grecia para estudiar, Toxaris y Sisinés, son robados en una posada y se quedan sin recursos de ninguna clase. Encuentran a unos gladiadores camino, del anfiteatro, quienes les dicen que a ellos «no les falta nada». Sisinés decide sacar de apuros a su amigo, e incluso hacerle rico. Durante el espectáculo, cuando el heraldo, mediante un procedimiento que evocaba las subastas —concebible tal vez en una pequeña ciudad de provincias, o simplemente inventado por Luciano—, presentó a un hombre joven muy apuesto y preguntó quién estaba dispuesto a enfrentarse con él, Sisinés saltó a la arena, recibió los diez mil dracmas de recompensa y se los entregó a su amigo. Una historia parecida, que evoca por su sentimentalismo y sus inverosimilitudes nuestros «dramas burgueses» del siglo XVIII, sirve de cañamazo a un informe de Quintiliano. A través de estos temas moralizadores vemos un mito compensatorio en el que se complacía una sociedad que había institucionalizado el menosprecio hacia la vida humana. Al principio, el actor era tratado como un objeto. Bajo el Imperio, la evolución de las costumbres había alterado profundamente el rigor de esta antigua mentalidad y, aunque subsistiera algo de ello, quedó modificada la condición material de los «actores» y su estatuto social, ambiguo a partir de este momento, puesto que participaba a la vez de la antigua tradición y de una nueva psicología, muy a menudo contradictorias entre sí. Pero veamos, en primer lugar, de dónde procedían aquellos hombres. El camino de la caserna Por la simple razón de que siempre había ido unido a esta clase de profesiones un signo de infamia, los hombres que las practicaban procedían, con muy pocas excepciones, de las clases más desheredadas de la sociedad. No obstante, había matices en el menosprecio de que eran objeto. Los cocheros se distinguían de los gladiadores y de los

Esta pregunta también está en el material:

Crueldade e Civilização
128 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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