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Amadeo de Soulas en los primeros días del mes de mayo. —Os doy las gracias, madre, y a vos, padre, por haber pensado en mi porvenir; pero no quiero...

Amadeo de Soulas en los primeros días del mes de mayo. —Os doy las gracias, madre, y a vos, padre, por haber pensado en mi porvenir; pero no quiero casarme, me siento muy dichosa viviendo con vosotros... —¡Puras frases! —Dijo la baronesa—. Es que no amáis al señor conde de Soulas, eso es todo. —Si queréis que os diga la verdad, jamás me casaré con el señor de Soulas... —¡Oh! ¡El jamás de una niña de diecinueve años! —repuso la baronesa sonriendo con amargura. —¡El jamás de una señorita de Watteville! —Dijo picada Rosalía—. ¡Creo que mi padre no tendría la intención de casarme sin mi consentimiento —¡Oh, por supuesto que no! —dijo el pobre barón, mirando a su hija con ternura. —Bien —contestó secamente la baronesa, conteniendo un furor de devota sorpresa al verse desafiada de improviso—, ¡Encargaos vos mismo, señor de Watteville, de colocar a vuestra hija! Pensadlo bien, Rosalía: sino os casáis a gusto mío, no recibiréis nada de mí. La disputa iniciada de este modo entre la señora de Watteville y el barón, el cual apoyaba a su hija, fue tan lejos, que Rosalía y su padre viéronse obligados a pasar la bella estación del año en los Rouxey, ya que la vida en el hotel de Rupt se les había hecho insoportable. En Besanzón se enteraron entonces que la señorita de Watteville había rechazado categóricamente al señor conde de Soulas. Después de su boda, Jerónimo y Marieta fueron a los Rouxey, para suceder algún día a Modinier. El barón restauró la casa de campo a gusto de su hija. Al enterarse que esta restauración costaba unos 60 000 francos, que Rosalía y su padre mandaban construir un invernadero, la baronesa reconoció cierto fermento de maldad en el carácter de su hija. El barón compró varios enclaves y una pequeña finca por valor de 30 000 francos. Le dijeron a la señora de Watteville que lejos de ella Rosalía se mostraba excelente hija; estudiaba los medios de sacar partido de los Rouxey, habíase comprado un vestido de amazona y montaba a caballo; su padre, a quien hacía feliz, ya no se quejaba de su salud, había engordado y la acompañaba en sus excursiones. Al acercarse el día del santo de la baronesa, que se llamaba Luisa, el vicario general fue entonces a los Rouxey, sin duda enviado por la señora de Watteville y por el señor de Soulas para negociar la paz entre la madre y la hija. —Esa pequeña Rosalía es inteligente —decían en Besanzón. Después de haber pagado noblemente los 90 000 francos gastados en los Rouxey, la baronesa hacia entregar a su marido unos 1 000 francos cada mes para que pudiera vivir; no quería tener remordimientos. El padre y la hija desearon regresar, el 15 de agosto, a Besanzón, para quedarse en la ciudad hasta fines de mes. Cuando el vicario general, después de comer, tomó aparte a Rosalía para entablar la cuestión de la boda, dándole a entender que ya no podía contar con Alberto, de quien, desde hacía un año, no tenía noticias, fue interrumpido secamente por un gesto de Rosalía. Aquella muchacha singular, cogió del brazo al señor de Grancey y se lo llevó a un banco, bajo un macizo de rododendros, desde donde se divisaba el lago. —Escuchad, querido abate, a quien amo tanto como a mi padre, porque vos sentís afecto por mi Alberto. Al fin debo confesároslo, he cometido crímenes para poder ser su mujer, y debe ser mi marido... ¡Tomad, leed! Tendióle entonces un número de un periódico que guardaba en el bolsillo de su delantal, indicándole el artículo siguiente, bajo la rúbrica de Florencia, 25 de mayo: La boda del señor duque de Rhétoré, hijo mayor del señor duque de Chaulieu, antiguo embajador, con la señora duquesa de Argaiolo, nacida princesa Soderini, se ha celebrado con gran esplendor. Numerosas fiestas, dadas con ocasión de esta boda, animan en estos momentos la ciudad de Florencia. La fortuna de la señora duquesa de Argaiolo es una de las más considerables de Italia, ya que el difunto duque la había instituido heredera universal. —Aquella a quien él amaba se ha casado —dijo Rosalía—, ¡yo los he separado! —¡Vos...! ¿Y cómo? —dijo el abate. Rosalía iba a responder, cuando un fuerte grito lanzado por dos jardineros, y precedido del ruido de un cuerpo que cae en el agua, la interrumpió; se puso en pie y corrió gritando: —¡Oh! ¡Mi padre...! Al querer coger un fragmento de granito en el que creyó distinguir la marca de una concha, hecho que habría permitido quizá descubrir algún sistema de geología, el señor de Watteville se había adelantado hacia el talud, había perdido el equilibrio y rodado al lago, donde la mayor profundidad se encuentra naturalmente al pie de la calzada. Los jardineros pusieron esfuerzos infinitos para hacer que el barón se cogiera a una pértiga; al fin pudieron sacarle cubierto de barro. El señor de Watteville había comido mucho, su digestión había comenzado y fue interrumpida. Cuando lo hubieron desnudado, limpiado y acostado, se hallaba en un estado tan visiblemente peligroso, que dos domésticos montaron sendos caballos, uno para Besanzón y el otro para ir a buscar más cerca a un médico y un cirujano. Cuando llegó la señora de Watteville, ocho horas después del suceso, con el primer cirujano y el primer médico de Besanzón, encontraron al señor de Watteville en un estado desesperado, a pesar de los inteligentes cuidados del médico de los Riceys. El miedo determinaba una infiltración suerosa en el cerebro, la digestión interrumpida acababa de matar al pobre barón. , dos nobles y sublimes cartas que Rosalía retuvo. Después de haber trabajado durante varias noches, Rosalía logró imitar perfectamente la escritura de Alberto. Había sustituido las verdaderas cartas de aquel amante fiel por otras tres cuyos borradores, comunicados al anciano cura, lo hicieron estremecer, de tal modo aparecía en ellos el genio del mal en toda su perfección. Rosalía, escribiendo en lugar de Alberto, preparaba a la duquesa para el cambio que había de experimentar el francés aparentemente infiel. Rosalía había contestado a la noticia de la muerte del duque de Argaiolo con la noticia de la próxima boda de Alberto con ella misma, con Rosalía. Las dos cartas habían de cruzar y se cruzaron. El espíritu infernal con que fueron concebidas las cartas sorprendió de tal modo al vicario general, que volvió a leerlas. En la última, Francesca, herida en su corazón por una joven que quería matar el amor en el pecho de su rival, respondía con estas sencillas palabras: "Sois libre, adiós". —Los crímenes puramente morales y que no dejan asidero alguno a la justicia humana son los más infames, los más odiosos —dijo severamente el abate de Grancey—. Dios los castiga a menudo aquí abajo: en ello reside la razón de las espantosas desgracias que nos parecen inexplicables. De todos los crímenes secretos sepultados en los misterios de la vida privada, uno de los más deshonrosos es el de abrir una carta o leerla subrepticiamente. Cualquier persona, sea quien fuere, impulsada por la razón que sea, que se permite tal acto, pone una mancha indeleble en su honradez. ¡Comprendéis lo que hay de conmovedor, de divino, en la historia de aquel joven paje, falsamente acusado, que lleva una carta en la cual se encuentra la orden de darle muerte, que

Esta pregunta también está en el material:

A Vida na Restauração
166 pag.

Administração Universidad San Carlos de GuatemalaUniversidad San Carlos de Guatemala

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