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Las relaciones de los interlocutores en el uso efectivo de los signos no verbales son también importantes en el desarrollo del diálogo: una actitud...

Las relaciones de los interlocutores en el uso efectivo de los signos no verbales son también importantes en el desarrollo del diálogo: una actitud desafiante o displicente puede inhibir la expresión verbal del interlocutor, mientras que una actitud de complacencia o de humildad puede propiciar la avenencia. Las modalidades del lenguaje (saber, querer, poder hablar-escuchar / expresarse-interpretar) que, según pudimos observar anteriormente tienen su relieve en la organización y construcción del diálogo como actividad semiótica, son objeto también de la manipulación interesada por parte de los interlocutores para asumir turnos de intervención o para rechazar el turno del alocutor. Un locutor puede interrumpir a otro en un enunciado referencial, si advierte que ya conoce bien las referencias y tiene la información suficiente sobre el tema, o si argumenta que no quiere o no puede enterarse de más, porque no debe saber más. Las modalidades, como todos los aspectos pragmáticos del diálogo, se convierten en actitudes de los interlocutores, manipulables en favor de determinada finalidad. La organización de los turnos del diálogo está en relativa dependencia de los intereses de los interlocutores y de las modalidades del lenguaje y de la competencia lingüística; también hay una relación de dependencia cuasi mecánica de los turnos, según se formulen; así requieren un orden las respuestas respecto a las preguntas, las aceptaciones o rechazos respecto a las propuestas, la ironía respecto al discurso que se rechaza con ella, etc. La distribución formal de los turnos abre posibilidades a los interlocutores para abrir y cerrar los diálogos: es impensable acabar un diálogo con una pregunta, o con una propuesta. Parece que, salvo el caso de preguntas retóricas, los enunciados finales han de ser conclusivos, y depende de los locutores el proponerlos así y dar por terminada la interacción verbal. Podemos, pues, concluir que los turnos se articulan obedeciendo a los aspectos modalizantes del discurso, o se originan desde el contenido material o formal de los mismos enunciados, en cadena. No hay unas normas universales para ello; dependen en último término, en la realización, y siempre, hasta cierto punto, de los sujetos del diálogo. A pesar de la discrecionalidad que advertimos, podemos decir que la intervención competente de los locutores en cualquier interacción verbal, y sobre todo en la dialogada, se orienta por tres criterios generales: las modalidades del habla (que son disposiciones de los sujetos, anteriores al discurso, que garantizan que saben, pueden y quieren hablar), el valor semántico y formal de los enunciados en el transcurso del diálogo y las normas lógicas, semióticas y gramaticales de todo discurso, cuyo conocimiento y uso pasa por los sujetos del diálogo. Sobre las modalidades, las formas y las normas gramaticales del diálogo tienen peso específico las circunstancias de intervención de los sujetos (no sólo la competencia, que hemos visto hasta ahora). El diálogo, puesto que es lenguaje en situación presente, exige la presencia de los interlocutores, aunque a veces tolera la distancia espacial (no la temporal); esta exigencia deriva de la necesidad de que cada intervención ha de hacerse con el previo conocimiento de las anteriores, a fin de que el diálogo progrese. En la situación compartida se da el cara a cara de los interlocutores, que a su vez origina un compromiso determinado con las normas sociales que presiden este tipo de situaciones: se impone una distancia entre los interlocutores según el tema sea íntimo, profesional, trato social, etc.; se impone también una actitud corporal y unos gestos acordes con el tema y su concreta formulación por parte del conjunto de los interlocutores. Una actitud de impaciencia, un gesto, incluso el color de la cara, etc., puede hacer cambiar los turnos, por renuncia, por imposición. El lenguaje en situación implica en las formas de discurso dialogado unas relaciones determinadas con el espacio y unas circunstancias personales en su desarrollo. Todas estas relaciones y hechos adquieren formas textuales o dejan sus ecos en algunas formas discursivas, unas veces mediante el uso de los deícticos personales y de espacio inmediato, otras veces en el tono reticente o ingenuo de la expresión, otras veces en la suspensión de las intervenciones. Y ambas notas características: el ser lenguaje en situación presente y el ser situación cara a cara hacen del diálogo una construcción compleja porque a las modalizaciones verbales que hemos analizado se añade el hecho de que concurren también signos no verbales: paralingüísticos, kinésicos, proxémicos, objetuales, etc., que intervienen directamente en la interacción semiótica. De todos estos signos e indicios es soporte el hablante, que emite toda clase de mensajes, que deben ser interpretados para que el diálogo avance correctamente. De la misma manera que el uso de los signos verbales exigía la actividad simultánea de hablar y escuchar alternativamente, la posibilidad de emitir signos no verbales por parte de los interlocutores (tanto del que habla como del que escucha) lleva aparejada la posibilidad y la necesidad de interpretarlos. Una buena parte de la interacción dialogada corresponde a los signos no verbales concurrentes con los verbales en la situación cara a cara, y es frecuente que a un signo verbal se conteste con uno no verbal, o que las intervenciones verbales se interrumpan al interpretar como impaciencia los signos no verbales emitidos por el alocutor. Las variantes son muy numerosas y suelen recogerse en el texto narrativo con más profusión y detalle que el mismo diálogo: a veces para dar paso a un enunciado dialogal de uno de los personajes, transcurre una página o dos que describen las actitudes, movimientos, disposiciones, etc. Goffman ha demostrado mediante análisis empíricos que en los usos de la lengua la conducta lingüística de los hablantes es sustancialmente diferente cuando hablan cara a cara o en ausencia. El diálogo está en función de la presencia de los interlocutores, y en el caso de que el tema sea una persona, está también en función de su presencia o ausencia (Goffman, 1973). Las normas que rigen el lenguaje en sus usos cara a cara pueden ser alteradas, lo cual demuestra su existencia, en las llamadas por el mismo Goffman «zonas de acecho», es decir, lugares desde los que se puede escuchar un diálogo sin que lo adviertan los interlocutores. Una persona presente en el diálogo, aunque no intervenga con la palabra, participa de la situación e impone un contexto a los hablantes, que se verán en la necesidad de tenerla en cuenta al hacer las referencias, en las implicaciones conversacionales que pueda no entender, etc. Una persona que escucha sin dejarse ver no impone nada a los dialogantes, y se expone a escuchar lo que no dirían en su presencia, y se expone también a no entender las alusiones y referencias del mensaje en su verdadero marco. La presencia oculta no da derechos, como es lógico: se comparte de hecho la situación, pero no el cara a cara. Cada uno de los interlocutores de un diálogo impone con su presencia obligaciones a los demás, incluso aunque no alcance el grado de interlocutor, con la mera presencia. De aquí deriva la importancia que adquieren en los diálogos los observadores, aunque no se les reconozca voz: su influjo sobre los interlocutores no se limita a su presencia física, podemos hablar de intervención extraverbal, pues inevitablemente emiten signos no verbales: de asentimiento, de aburrimiento, de desinterés, de rechazo, etc. El diálogo suele resultar, por esta razón, más espontáneo cuando todos tienen el mismo compromiso verbal y no verbal, y resulta forzado cuando algunos de los que comparten la situación no se incluyen en el compromiso verbal. El interlocutor tiene derecho a sus turnos y tiene también el deber de reclamarlos, tiene el derecho y el deber de consumir su tiempo hasta donde le permite su competencia pragmática y lingüística, y de acuerdo con lo que él estima que merecen sus interlocutores. El observador de un diálogo produce siempre un efecto feedback sobre los interlocutores que lo tendrán en cuenta en sus intervenciones. Un caso muy especial es el que se da en la representación dramática: los personajes dialogan en escena como si hubiese una cuarta pared, y en ningún caso reconocen la presencia de un observador, el público, pero, sin embargo, el autor de la obra debe hacer los diálogos de tal modo que sean información suficiente, ordenada según un propósito y una estrategia, para que

Esta pregunta también está en el material:

O Diálogo na Sociedade Atual
356 pag.

Literário Fundacion Escuela Tecnologica De Neiva - Jesus Oviedo Perez -FetFundacion Escuela Tecnologica De Neiva - Jesus Oviedo Perez -Fet

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