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ter considera que las Coplas de Puertocarrero y la Querella o Queja, en prosa y verso, del Comendador Escribá, ambas recogidas en el Cancionero General de 1511, son obras dramáticas. Los diálogos, debates, disputas y requestas son innumerables: las Danzas de la muerte incluyen siempre a un sujeto, la Muerte, que dialoga con representantes de las clases de hombres, el Diálogo del amor y un viejo, parece que se escribió para la representación (Aragone, 1961), la Razón feita d’amor con los denuestos del agua y el vino, la Disputa de Elena y María, la Disputa del cuerpo y el alma... son obras escritas en verso que se destinan, si no a la representación escénica, sí a la transmisión oral, juglaresca, como ocurre con obras semejantes en otras literaturas europeas de la época, es decir, son «lenguaje en situación». El problema de si son teatro o poemas líricos se complica aún más si tenemos en cuenta que alguna de ellas incluye una figura fingida muy próxima a la de un narrador: la Disputa del cuerpo y el alma empieza con alguien que «cuenta» cómo en la noche de un sábado a un domingo tuvo una gran visión mientras dormía y le parecía que el cuerpo y el alma de un hombre, que yacía muerto bajo una sábana nueva, disputaban increpándose mutuamente: se trata de un narrador que asiste a un diálogo, que lo enmarca en una situación espaciotemporal que describe y luego hace relato de palabras refiriendo lo que ha oído, su papel de narrador se subraya por el uso de verbos de lengua con los que concede la palabra al cuerpo o al alma en el texto: al cuerpo dixo el alma... La adscripción al género dramático (por la presencia de diálogo en el discurso) o al género lírico (por tener un lenguaje metrificado) se dificulta con la posibilidad de interpretar esas disputas como un relato debido a la presencia de un «narrador». Los diálogos directos, más dramáticos, pasan a ser diálogos referidos, más narrativos, y en todo caso no decisivos al considerar el discurso lírico, que es indiferente a la forma dialogada directa o referida. Vamos a dejar esta literatura dialogada y sus problemas de situación en un género o en otro, pues es una cuestión que surge al proyectar el esquema tripartito de los géneros literarios, formulado a partir del Renacimiento, sobre obras de una época, la medieval, que no lo tiene reconocido explícitamente. Obras que se han escrito para ser transmitidas al modo juglaresco, con cambios de voz, en situación presente y compartida, no siguen los modelos del género lírico, dramático o narrativo. La sola presencia del discurso dialogado no basta para catalogarlas como teatro, y tampoco es suficiente que un discurso esté medido para calificarlo como lírico. El diálogo y su realización juglaresca proporcionan a las obras dramaticidad, pues el tema se desarrolla en la tensión que le prestan las posturas enfrentadas propias y típicas del diálogo, y la realización juglaresca con cambios de voz, o quizá con actores diferentes, aproxima el espectáculo juglaresco al dramático. No obstante, el diálogo dramático y la representación teatral poseen unos caracteres que no tiene el diálogo en general o los espectáculos que no van más allá de la realización verbal. La diferencia entre «diálogo dramático» y «diálogo poético» estriba fundamental, aunque no únicamente, en que el drama exige del espectador una «suspensión de la incredulidad», referida a la realidad, no a la verosimilitud desde las convenciones de la obra, y no llega a dar la ilusión de que lo que está sucediendo en el escenario pertenece a la vida real. El diálogo poético, por el contrario, forma parte de un contexto comunicativo que apunta decididamente a crear la ilusión de que bajo la ficcionalidad de la anécdota se comunica una realidad vivida. Nadie se escandaliza si se interpreta que Salicio es Garcilaso y Nemoroso lo es también, y se separa la ficción del género pastoril de la realidad de los sentimientos que expresan los pastores refiriéndolos a dos etapas de la vida del poeta. La ficción de la anécdota, de los personajes y del discurso poético (dialogado o monologal) no afecta a los sentimientos o la experiencia que manifiestan (Meneghetti, 1985, 92). Por el contrario, la ficcionalidad del discurso dramático puede ser total, y en todo caso, si hay identificación, sólo puede referirse a uno de los interlocutores, al que se considera alter ego del autor. La «suspensión de la incredulidad» en forma diferenciada define al diálogo dramático del diálogo poético, en el caso de que el discurso poético adopte la forma de diálogo, que es facultativo, no obligado (De Marinis, 1982, 174 y ss). Por otra parte, el diálogo dramático es autosuficiente; no se limita a expresar sentimientos o a manifestar verdades o historias vividas, sino que las crea: construye una historia (no refiere una ya terminada), diseña unos personajes (no se limita a enfocarlos de cerca para oírlos), los sitúa en un tiempo dramático, por tanto limitado por la representación, y espacializa los conflictos que crea de modo que los espacios dramáticos de la obra (en los que pueden coincidir los tres géneros: tanto la novela como la lírica tienen unos espacios textuales) se proyectan hacia un espacio escénico, más o menos amplio, de una forma o de otra (escenario clásico, inglés, italiano, español, etc.) en el que, siguiendo las convenciones escenográficas de la época o la intención del director (simbolista, constructivista, arqueológica, etc.) se realizarán unos espacios escenográficos (decorados, con elementos tridimensionales, pintados, etc.) y se crearán unos espacios lúdicos cuando los habiten los actores y se muevan allí (distancias, acercamientos, alejamientos, grupos, etc.). Los cuatro tipos de espacios (dramático o textual, escenográfico, escénico y lúdico) se armonizan, de acuerdo con unas convenciones escénicas que varían en el tiempo y en el espacio, pero que en cualquier caso acogen a los diálogos en perfecta coherencia y verosimilitud interna, pues son creados por los mismos diálogos. Además, el diálogo dramático, a diferencia del que ilustra al discurso narrativo o da viveza al discurso lírico, orienta las intervenciones de los interlocutores hacia un tema y un fin únicos, y esta condición no suele aparecer muy clara en la poesía medieval, cuya unidad suele proceder de otros aspectos. Resulta difícil en algunos casos decidirse por el género dramático o lírico del texto. En cuanto al espectáculo juglaresco, orientado hacia la realización verbal, a la que puede añadir elementos paraverbales y acaso kinésicos, está lejos de lo que pueda considerarse un espectáculo teatral; éste es siempre más complejo por la cantidad de sistemas de signos o códigos concurrentes y por la vinculación a un espacio escénico que tiene unas fuertes exigencias y condiciones. Descartamos, pues, en la mayoría de los textos que se trate de diálogos dramáticos, como se ha afirmado, y aún más, creemos que en algunos no hay tampoco diálogo lírico, sino en todo caso diálogos referidos, cuando hay diálogo, que no siempre lo hay, a pesar de que se haya dicho. La presencia de uno de los rasgos propios del diálogo ha bastado muchas veces para considerar dialogados discursos que no lo son. Benítez afirma que la poesía medieval se caracteriza por su homogeneidad que procede del hecho de que «toda (...) ha sido construida sobre una base de diálogo», y no porque sea una conversación íntima, como lo es toda poesía lírica, sino porque responde a una exigencia expresiva dialogada que sólo se superará en el Renacimiento (Benítez, 1963). Realmente, insistimos, éste y otros autores, que tienen razón, como admitíamos en las afirmaciones de López Estrada, al referirse a la frecuencia de discursos dialogados en la literatura medieval, pueden no tener razón cuando generalizan y cuando denominan diálogo a unos poemas que simplemente están escritos en lenguaje directo, o se limitan a tener varios personajes, o hacen apelaciones a un receptor interno... En muchos casos no hay temporalidad present, no hay una vinculación de la palabra y la acción en el contexto situacional inmediato, no hay más que una codificación y una contextual
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