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igual que aquélla, una suma de trabajo idéntico que se aplica a algo que se mueve, anda y no se detiene. Así el hombre y las instituciones marcan e...

igual que aquélla, una suma de trabajo idéntico que se aplica a algo que se mueve, anda y no se detiene. Así el hombre y las instituciones marcan en el tiempo sus trayectorias, alimentando en cada caso sus impulsos motrices con los elementos que les son propios. Lo censurable está en la tergi­ versación deliberada cuando entra en juego la valoración jerárquica de los actos o, dicho de otro modo, cuando no se ignora el valor de la calidad sobre la can­ tidad; pero teniendo sólo ésta, se busca la manera de obtener aquélla con medios ilícitos. Los Juegos Olímpicos perdieron su energía tradicional con la primera ilustración (Sócrates, Platón, Aristóteles, Jenófanes y las críticas desdeñosas de Epaminoiídas y Alejandro), pero hallaron otras nuevas con el advenimiento del profesionalismo y el espectáculo circense. Pero como sus orígenes mitológicos, caballerescos y éticos se habían perdido irremisiblemente, hubo que fraguar códigos nuevos y echar mano a los eufemismos. Ya de por sí, los Juegos habían empezado a degradarse en su propio lugar de origen, cuando perdieron su sen­ tido espiritual nacido de la épica y de la religiosidad pagana, como asimismo del anhelo de pacificar estados-ciudades de un mismo trinco étnico que ame­ nazaban destruirse. Volver a implantarlos en el siglo xix, ya penetrado de las ideas racionalistas de un Voltaire, de un Diderot, de un Kant o de un Feijóo, que en el siglo anterior dieron lugar a la Ilustración; tratar de exhumarlos en pleno tiempo de Fichte, Herbart o Spencer, en que se enseñorea una filosofía y una pedagogía que ahondan en la ciencia, es como imponer un Olimpo con sus dioses en momentos en que el hombre rastrea su pasado en las disciplinas rigurosas de las antropologías. Sólo queda el recurso falaz de extraer frases ambi­ guas o prosopopéyicas y montar escenarios espectaculares. A falta de dioses mitológicos, a quienes se rindan, inicial y posteriormente, los triunfos apetecidos, se crea el mito del Deporte, dios supremo de las multitudes desorientadas que necesitan creer en algo fácil. La estirpe de los antiguos contendientes es reem­ plazada por la genealogía de las perfomances. Hasta el propio juramento olím­ pico moderno reemplaza a Zeus, Hermes o Apolo, en los ofrecimientos de una lucha noble que estos dioses exigían, por las solicitaciones de ese único dios que es el Deporte, cuya supuesta gloria se pretende acrecentar. Y así como la victoria obtenida por el atleta heleno correspondía a su estirpe y a su “ciudad de origen”, hoy se escamotean estos hechos tan significativos diciendo que se lucha “por el honor de sus países y la gloria del deporte”. Precisamente hay en esta frase última más de un motivo que para nosotros no puede pasar inadyertido. En primer lugar resulta inapropiado y extemporáneo admitir que el honor de un país pueda estar pendiente de la conducta (y también la eficacia) de un depor­ tista moderno, ya que no inviste representación oficial en su cometido, y, más aún, le está absolutamente prohibida por las propias reglamentaciones del Co­ mité Olímpico Internacional. Por lo tanto, que ésta sea una frase ampulosa, no cabe duda; y si bien así lo entienden los gobiernos de los países, no ocurre lo mismo con sus pueblos, que interpretan a veces el “honor nacional” con el tras­ fondo de sus propias pasiones deportivas, absolutamente subalternas con respecto a aquél. Que ello haya ocurrido con el pueblo heleno de las primeras épocas se explica y justifica, porque todo atleta griego pertenecía a un solo país, dividido en distintos estados o ciudades que eran celosos en la posesión de ese honor que acrecentaba un honor mayor: el de descender de Heleno, o de sus hijos Eolo y Doro, o bien de su nietos Acaeo e Ion. Quien no poseyera esta progenie estaba inhibido de participar, ya que merecía el calificativo de “bárbaro” o “forastero”. Así lo establece el primer precepto de dichos Juegos: “Quedan excluidos los esclavos y los bárbaros.” Por otra parte, es necesario no olvidar que cada atleta griego era, ante todo, un guerrero en potencia y en acto, no siendo extraño que en él la legitimidad del honor de su estirpe trascendiera en el honor de luchar por su patria, como ocurrió luego entre los lacedemonios. Si el signo de los tiempos ha cambiado, con el acontecer histórico, no nos puede asistir ningún derecho para extraer frases, costumbres y tradiciones que al pertenecer a otras épocas resultan inapropiadas y hasta absurdas e irrespetuosas para con ellas mismas. Sólo una lamentable ignorancia, o una ingenuidad sin límites (por no incluir una tergiversación deliberada) puede justificar en parte el mantenimiento de los Juegos Olímpicos sin dioses olímpicos, un culto sin la fe que lo justifique, y, sobre todo, un pretendido anhelo de unión y armonía entre países de distinta contextura étnica, nada menos que con el argumento más inoportuno para concretarlo. Y si fuera necesaria una prueba fehaciente para confirmarlo, allí están las Olimpíadas de 1916, 1940 y 1944, que hubieron de suspenderse para dar paso a las dos guerras más cruentas que ha conocido la Humanidad. Tal vez si fuera menester establecer, en pocas palabras, la diferencia más significativa que puede haber entre los Juegos Olímpicos de la antigüedad y los de nuestro tiempo, la definición más elocuente sería: los antiguos tenían la virtud de interrumpir las guerras para ocupar su lugar; los modernos tienen la particularidad de ceder cinco días cada cuatro años, si esos insignificantes cinco días pueden interrumpir la magnitud de una contienda que los necesita perentoriamente.

a. No sin deliberada intención es que también hemos escindido a la llamada Educación Física en esos dos conceptos separativos, identificadores y dinámicos que denominamos EDUCACIÓN DE LO FÍSICO' y EDUCACIÓN POR LO FÍSICO, que ahora aparecen más nítidos en relación con los distintos puntos que hemos abordado en el transcurso de estas lecciones. No es difícil advertir, por lo mismo, que quienes hasta hoy se han referido a la Educación Física, lo han hecho por lo general atendiendo a la parte que nosotros hemos denominado EDUCACIÓN DE LO FISICO; y en cuanto a la otra, subcons­ cientemente presentida pero no razonada (por no haberla identificado como tal), ha sido interpretada solamente, y coa torcida intencionalidad, por quienes menos derecho han tenido para hacerlo, pero en cambio más oportunidades para llevarla a cabo: éstos son los ignorantes. Aparte de dar a este calificativo el sentido no peyorativo que se acostumbra, diríamos, para justificar lo afirmado, que son precisamente los seres menos dotados de razón quienes tienen arraigado con mayor fuerza el “sentimiento del cuerpo”. Sentimiento del cuerpo, en este caso, no significa “sentido del cuerpo”, a la manera con que se interpreta la cenestesia o la cinestesia en la nueva terminología científica, sino más bien aquella captación aristotélica del “ánima”, dividida en toes planos superpuestos, en donde el superior —o racional—, en vez de mantenerse enhiesto, se vuelve este clima de psicopatologia, tan poco penetrado por los especialistas, pertenecen los miólatras, que sólo ocupan su pensamiento en las absurdas manías del “re­ cord”. No habría de parecemos a nosotros, que actuamos dentro de un campo educacional tan específicamente propicio para mantener la observación del hom­ bre integral en las alternativas de su integración, también, en la Sociedad y en la Cultura, que este hecho psicopatológico fuera de una alarma musitada, si sólo se diera en casos aislados o en circunstancias solamente esporádicas. Bien sabemos que en toda agrupación humana siempre existen, individuos que, por naturaleza y pensamiento, parecen no encajar en la estructura social, por sus características opuestas a las normas generales que la rigen, sean éstas civili­ zadoras, jurídicas, políticas, morales o religiosas. Pero el calificativo de psico­ patológico excede aquí, como es natural, lo que se conoce como excéntrico y aun está al margen de lo antisocial. Diríamos más bien que este supuesto diagnóstico se afina y se extiende (y por lo tanto se perfecciona) con la actitud semiológica que tiende a aumentar el número de casos comprobados y estu­ diados. La propia medicina, en sus distintos campos, sólo da carta de ciudadanía a aquellas afecciones o anormalidades que dejan de ser una excepción —o un

Esta pregunta también está en el material:

ESTUDIO DE LA EDUCACIÓN FÍSICA
110 pag.

Educação Física e Educação Universidad Autónoma de Santo DomingoUniversidad Autónoma de Santo Domingo

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