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¿En un movimiento natural y espontáneo cuyo desenvolvimiento nada perturba? De ningún modo. El texto lo dice sin ambigüedades: se trata, muy por el...

¿En un movimiento natural y espontáneo cuyo desenvolvimiento nada perturba? De ningún modo. El texto lo dice sin ambigüedades: se trata, muy por el contrario, de un acto cuyos elementos están en su totalidad bajo el control exacto y sin flaquezas de la voluntad. El hombre podía querer y, en efecto, quería todo cuanto sucede en él. La relación sexual sin libido está íntegramente habitada por el sujeto voluntario. Esta concepción no aparece por primera vez en ese texto. Agustín la ha mencionado a menudo. Así, ya en De Genesi ad litteram, al menos como hipótesis: Por qué no creer que esos primeros hombres, antes del pecado, podían gobernar los órganos de la generación a fin de procrear hijos, tal como gobernaban los otros miembros que el alma mueve sin impedimento alguno y sin el aguijón del placer para aplicarlos a cualquier tarea(11). La idea se desarrolla más extensamente en el decimocuarto libro de La Ciudad de Dios, donde se apoya en cuatro series de referencias. En lo que sucede en el cuerpo humano, donde la voluntad puede gobernar los brazos y las piernas, «todos los miembros constituidos por huesos rígidos, como las manos, los dedos y los pies», pero también –Agustín tiene la precaución de señalarlo– los miembros «que solo tienen carne y nervios» e incluso órganos internos como los pulmones, de los que se hace un uso voluntario para respirar o gritar(12). En lo que sucede en los animales, a los que Dios ha hecho capaces de mover la piel en el lugar donde los pica una mosca(13). En lo que puede comprobarse en algunas personas que son capaces de mover a voluntad las orejas y el pelo, reproducir los gritos de los pájaros, transpirar, llorar, hacerse el muerto y no sentir los golpes que se le dan(14). Por último, en la habilidad de los artesanos para hacer los gestos que necesitan en su oficio: ¿No movemos las manos y los pies cuando queremos, con vistas a los actos propios de estos miembros, sin resistencia alguna y con una facilidad que admiramos tanto en nosotros como en los otros, sobre todo en los artesanos de diversos oficios, en quienes un arte más diestro acude en ayuda de una naturaleza demasiado débil y lenta? ¿Y no creeríamos que en la obra de la generación […] esos miembros, al igual que los otros, habrían podido obedecer al hombre ante una señal de su voluntad?(15). En la conjunción sexual en el paraíso, no imaginemos al hombre como un ser ciego, arrastrado por movimientos cuya inocencia está garantizada en la medida misma en que se le escapan, sino como un artesano reflexivo que sabe valerse de sus manos. Ars sexualis. Si la falta le hubiera dejado tiempo para eso, habría sido, en el Jardín, un sembrador aplicado y sin pasiones. «El órgano destinado a esa obra habría sembrado el campo de la generación como ahora la mano siembra la tierra(16)». El sexo paradisíaco era dócil y razonable, a la manera de los dedos de la mano. En verdad, durante su discusión con Juliano, Agustín parecería haberse visto en la obligación de atenuar la idea de una relación sexual que tuviera el mismo desenvolvimiento voluntario que un gesto de la mano y después, como castigo por la caída, hubiera perdido la posibilidad de controlarse. El ejemplo de movimientos del cuerpo que no tienen la forma de gestos voluntarios y que, pese a eso, no deben incluirse entre las consecuencias de la caída, y la inquietud de Agustín por no imaginar, al día siguiente de la Creación, un cuerpo fundamentalmente distinto del nuestro, lo hicieron más propenso a admitir, en el origen, una actividad sexual que pudiera iniciarse o interrumpirse a voluntad y, por lo tanto, que no escapara a las órdenes que la razón le hubiera dado, pero que, dentro de ese marco, fuera capaz de tener un desenvolvimiento propio. Esa es la tercera hipótesis que concedía a los pelagianos en la respuesta a su carta, y que aceptará con bastante facilidad en el cuarto y el quinto libro de Contra Julianum: antes de la caída bien podía haber «movimientos carnales» y los sentidos podían ser «estimulados», pero esa estimulación estaba «sometida al imperio de la voluntad»(17). Ya se tratara de un gesto voluntario o de un «movimiento carnal» controlado por la voluntad, de todas maneras, en la Creación, las relaciones sexuales no comportaban el estremecimiento que hoy en día arrastra al cuerpo y al alma, característica de su «libido»(18) presente. Esta no consiste en alguna impureza sustancial, en cierta exageración de la violencia de ambos, sino, de manera muy precisa, en la forma involuntaria del movimiento. El punto decisivo en lo concerniente a las relaciones sexuales, el que separa la Creación de la caída, y por consiguiente el punto por donde deberá pasar la línea divisoria moral, es aquel donde lo involuntario irrumpe y sustituye a lo voluntario. En ese punto hay que encontrar la marca de la falta original y la caída o, mayor precisión, de la modificación de las relaciones de obediencia y dominio entre uno y uno mismo que dependen de ellas. Recordemos rápidamente cómo define Agustín ese cambio que afecta la materialidad del cuerpo por medio de la estructura del sujeto como voluntad de uno sobre sí mismo. La obligación que Dios había impuesto a los hombres al prohibirles el fruto era leve y, por eso, la revuelta resulta tanto más grave. Dios, en su bondad, no quiso que la consecuencia de esa desobediencia fuera un castigo definitivo, ni el abandono del hombre a fuerzas espirituales o materiales que lo dominaran para siempre. Quiso que se ajustara con exactitud a la falta, a las fuerzas del hombre y a la posibilidad de la salvación. Procuró que fuese en el hombre la reproducción de la desobediencia que había sublevado al hombre contra Él. El castigo-consecuencia de la

Esta pregunta también está en el material:

Historia Sexualidad IV Las confesiones de la carne
338 pag.

Psicologia, Psicanálise, Psicologia Humano Universidad Nacional De ColombiaUniversidad Nacional De Colombia

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