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El síndrome NIMBY se suele aplicar a los casos de movilizaciones en contra de algún tipo de bien común. Por ejemplo, la mayoría de los ciudadanos e...

El síndrome NIMBY se suele aplicar a los casos de movilizaciones en contra de algún tipo de bien común. Por ejemplo, la mayoría de los ciudadanos está a favor de que su ayuntamiento recoja la basura cada mañana; sin embargo, nadie está dispuesto a vivir al lado de un basurero, aunque dicha infraestructura sea vital para el bienestar de la ciudad (Nicolon, 1981, 417-438; Brion, 1991; Portney, 1991). Detrás de este comportamiento existe un problema fundamental: todos los ciudadanos están dispuestos a recibir las ventajas proporcionadas por ciertos bienes comunes, pero no a asumir su coste. En este punto concreto suelen empezar las movilizaciones para impedir la instalación de incineradoras, desalinizadoras, plantas de producción de electricidad y su reubicación posterior en zonas alternativas (donde las movilizaciones volverán probablemente a suceder).
A primera vista, pues, la gestión burocrática debería ser la más aplicable para lidiar con estos fenómenos. Un alcalde legítimamente elegido y su administración deberían poder imponer su autoridad a los ciudadanos en nombre del interés general. Empero, el síndrome NIMBY se declina también a nivel de las elites políticas en síndrome NIMTO (not in my term office, «no durante la duración de mi mandato»), lo que tiende a bloquear la toma de decisiones sobre los asuntos polémicos (O’Hare, 2010).
De la misma forma, el mercado parece incapaz de responder a este reto. Primero, porque la rentabilidad de determinadas actividades no está nada clara; segundo, porque una empresa no tiene más potestad para instalarse en un territorio que su capacidad para comprar la paz social. No obstante, desde el principio de la crisis de 2008, la escasez de recursos y de empleo en algunas zonas ha generado un nuevo fenómeno llamado YIMBY (yes in my back yard), exactamente contrario del primero. Según esta nueva tendencia, se estaría desarrollando una carrera entre municipios y barrios para captar grandes infraestructuras que —a pesar de sus aspectos negativos— podrían generar empleo y riqueza para las comunidades locales. Se trata, pues, de un fenómeno de «carrera hacia abajo» donde cada grupo de actores está dispuesto a ofrecer más para conseguir algo a cambio (básicamente dinero para las arcas municipales y empleo), por muy poco que sea (Schram, 2000).
C) El impacto ecológico transfronterizo
El último gran sesgo que suele ocurrir con la gestión de los bienes comunes es consecuencia del síndrome NIMBY. En algunos casos, la instalación de determinadas actividades en un sitio resulta ser imposible. Por ello —y siempre que dichas actividades lo permitan— se suelen exportar los aspectos negativos de un bien común más allá de las fronteras de la comunidad de referencia. Es el gran problema del impacto ecológico transfronterizo (Ingram et al., 1994, 28-38). Por ejemplo, una ciudad puede abastecerse de agua en un río y dejar que sus aguas usadas sigan por el mismo camino río abajo. Es la solución más fácil y económica, ya que construir una estación de depuración del agua costaría dinero, esfuerzos, tiempo y se enfrentaría probablemente a movilizaciones tipo NIMBY. En estas condiciones la mejor decisión puede consistir en no hacer nada al respecto.
Existen mecanismos de mercado que permiten —en teoría— regular estos comportamientos. El ejemplo de los «bonos carbono» creados en 1997 por el Protocolo de Kioto para reducir la emisión de gases causantes del calentamiento global va en este sentido (Chichilnisky y Heal, 1995). Pero la historia reciente ha demostrado que el tráfico de bonos y el no respeto de estos «derechos a contaminar» todavía no habían permitido zanjar el asunto. Por tanto, la única forma de gestionar este sesgo desde la administración parece ser a nivel metropolitano (o a nivel internacional si la contaminación se efectúa de un Estado a otro). Sin la existencia de un escalón de gobernanza superior, las medidas sólo pueden estar basadas en arreglos bilaterales entre vecinos, sin garantía de éxito. Por estas razones, algunos economistas insisten hoy en día en la necesidad de incluir a las poblaciones locales en las políticas de gestión de los bienes comunes.
III. EL MARCO DE DESARROLLO Y ANÁLISIS INSTITUCIONAL
La perspectiva del «desarrollo y análisis institucional» (DAI) es uno de los marcos teóricos contemporáneos más utilizados en análisis de políticas públicas. Fue creado por Elinor Ostrom (1990) a través del Taller de Teoría Política y Análisis de Políticas Públicas de la Universidad de Indiana, creado en 1973. Politóloga y especialista de la gestión de los bienes comunes, Ostrom abogó toda su vida por un uso más razonable y una gestión localizada de los recursos naturales. La particularidad de Ostrom es que no se limitó a analizar bases de datos en su despacho, sino que realizó mucho trabajo de campo comparando estudios de casos de gestión comunitaria de bienes comunes. Su trabajo está siendo muy utilizado en el campo de las políticas públicas de desarrollo y de las políticas medioambientales 8 .
A) Matizar la racionalidad instrumental
Ostrom (2008, 8-21) se opone parcialmente a los marcos racionales de las políticas públicas ya que, como demuestra el ejemplo de la gestión de los bienes comunes, la gestión racional-egoísta puede generar un uso desmesurado y cortoplacista de los mismos y la burocracia carece de reactividad. Por ejemplo, el Amazonas está siendo destruido por los propios brasileños para poder cultivar la tierra, sin que los poderes públicos consigan actuar de forma contundente. Pero lo que puede ser racional a nivel individual (como comer su cosecha para sobrevivir) no lo es necesariamente a nivel colectivo (se supone que el Amazonas es un bosque fundamental para el equilibrio medioambiental del planeta).
Según Ostrom, a veces los lugareños que viven en contacto con los bienes comunes desarrollan sistemas de gestión mucho más eficaces que los que podrían imponer expertos del Estado o de instituciones internacionales. Mejores incluso que las propias reglas del mercado (Baland y Platteau, 1986). En resumen, la comunidad puede gestionar recursos de forma más eficiente que la burocracia o el mercado porque tiene un interés directo en ello. Pero, llegados a este punto, se plantean tres problemas. El primero tiene que ver con las reglas que hay que seguir para compatibilizar racionalidad individual y colectiva. El segundo está relacionado con el modo en que todos los actores implicados respeten las reglas y nadie se aproveche de los demás. El último se centra en la adaptación de las reglas al entorno para adecuarse a los cambios de la forma más eficaz.
Para contestar a estas preguntas, Elinor Ostrom (1999, 35-72) y su equipo no rechazan del todo el análisis racional, sino que le añaden más elementos y definen el propio DAI como un «institucionalismo de la elección racional». El postulado de base es que en un «escenario político» determinado los actores (individuales o colectivos) son racionales. Tienen objetivos y son capaces de calcular el coste y el beneficio de todas las opciones que barajan para conseguir sus metas. Sin embargo, sus preferencias dependen en gran parte de sus limitaciones cognitivas: no lo saben todo (carencia de información), y se limitan espontáneamente a algunas opciones (su entorno cultural y físico sesga sus propios análisis de la situación en la que se encuentran).
Las propuestas teóricas del modelo de Ostrom no se basan en simples conjeturas, sino en evidencias empíricas cosechadas en todo el mundo por investigadores colaboradores. Entre los primeros estudios de casos realizados cabe resaltar el de la gestión de las tierras agrícolas en Japón (McKean, 1984), el del uso comunitario de los bancales y andenes en Perú (Gilles y Jamtgaard, 1981, 129-141), el de la gestión de los campos en los Andes y en la Inglaterra de la Edad Media (Campbell y Godoy, 1985), el de las tensiones entre modelos de gobernanza de las tierras en Botsuana (Peters, 1983) y en la India (Wade, 1986), el del caso de los pastos alpinos en Suiza (Netting, 1972, 132-144) o el del uso del agua para regadío regulado por el Tribunal de las Aguas de Valencia (Becker y Ostrom, 1995, 113-133).
B) El diseño de las reglas
Según Ostrom (1990), un escenario de políticas públicas se define por tres elementos. El primero de ellos es el «entorno físico». Antes de centrarse en cualquier sistema de políticas públicas, es importante entender la relación del hombre con la naturaleza que le rodea (el ecosistema). Por ejemplo, para lanzar una política de promoción de las energías renovables es imprescindible realizar un diagnóstico del viento, de las corrientes marítimas o de las zonas soleadas del territorio para saber de

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