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de elementos, los llamados compuestos, y éstas las guardaba en una alacena del baño en el que realizaba mis experimentos. Los elementos eran una ob...

de elementos, los llamados compuestos, y éstas las guardaba en una alacena del baño en el que realizaba mis experimentos. Los elementos eran una obsesión de coleccionista. Tenían un principio y una secuencia precisa. También parecían tener un final. (Poco sabía yo entonces de la feroz guerra fría entre los científicos americanos y soviéticos, que se esforzaban por añadir elementos a los 103 que yo había fijado en mi cabeza, sintetizando otros nuevos.) En tanto que coleccionista, mi objetivo, por inalcanzable que estuviera destinado a ser, era, naturalmente, completar el conjunto. Pero se trataba de algo más que coleccionar por el mero hecho de coleccionar. Allí estaba yo reuniendo los componentes esenciales del mundo, del universo. Mi colección no tenía nada del artificio de los sellos o los cromos de fútbol, en los que, para empezar, las reglas del juego las establecen, arbitrariamente, otros coleccionistas o, peor aún, las compañías que producen los artículos. Esto era fundamental. Los elementos eran para siempre. Se habían producido en los momentos posteriores al Gran Estallido,* y estarían aquí mucho después de que la humanidad haya perecido, después de que toda la vida de la Tierra desaparezca, incluso después de que el propio planeta haya sido consumido por su propio Sol rojo, que se hinchará desmesuradamente. Éste era el sistema del mundo que yo elegí, un sistema tan completo como cualquier otro de los que están en oferta. La historia, la geografía, las leyes de la física, la literatura; cada uno de ellos era exhaustivo según sus luces. Todo lo que ocurre, ocurre en la historia, tiene su lugar en la geografía, es reductible en último término a la interacción de energía y materia. Pero también está constituido materialmente por los elementos, ni más ni menos: el gran valle del Rift, el campo del Paño de Oro,* el prisma de Newton, la Mona Lisa... todos serían imposibles sin los elementos. En la escuela, por aquella época, leíamos El mercader de Venecia. Durante una sesión de cuarenta minutos, fui Bassanio; no era un mal papel, aunque yo odiaba leer en voz alta. Llegamos finalmente a la escena en la que le toca el turno a Bassanio de seleccionar uno de los tres cofrecitos que contiene el retrato de Porcia para poder obtener su mano en matrimonio. El desdichado muchacho que hacía de Porcia parloteaba mientras yo esperaba aterrado mi entrada. «Dejadme elegir, / pues en mi situación presente estoy en el potro del tormento», entoné sin ningún sentimiento. Entonces tenía que elegir entre los cofrecitos imaginarios. Estoy seguro de que nadie podría haber adivinado nada del razonamiento de mi personaje por mi voz monótona cuando rechacé primero el «llamativo oro» y después la plata, «tú pálido y vil agente / entre el hombre y el hombre», antes de optar por «el débil plomo». Pero, en algún lugar dentro de mi cabeza, algo chascó. ¡Tres de los elementos! ¿Acaso Shakespeare era un químico? (Más tarde descubrí que T. S. Eliot era también químico, de hecho, un espectroscopista: en La tierra baldía** presenta una imagen vívida de un madero de barco, lleno de clavos, que «repleto de cobre / ardía verde y anaranjado»: verde por el cobre, anaranjado por el sodio de la sal marina.) Nebulosamente, empecé a percibir que los elementos contaban historias culturales. El oro significaba algo. La plata significaba otra cosa, y el plomo otra cosa distinta. Además, estos significados surgían esencialmente de la química. El oro es precioso porque es raro, pero también es considerado llamativo porque es uno de los pocos elementos que se encuentran en la naturaleza en su estado elemental, sin combinarse con otros, relumbrando descaradamente en lugar de hallarse disfrazado como una mena. ¿Acaso existía, me preguntaba, una tal mitología para todos los elementos? A menudo sus mismos nombres hablan de la historia. Los elementos que se descubrieron durante la Ilustración recibieron nombres basados en la mitología clásica: titanio, niobio, paladio, uranio, etc. Los que se encontraron durante el siglo XIX, en cambio, tendían a reflejar el hecho de que ellos (o sus descubridores) eran hijos e hijas de algún suelo concreto. El químico alemán Clemens Winkler aisló el germanio. El sueco Lars Nilson llamó escandio a su descubrimiento. Marie y Pierre Curie encontraron el polonio y lo denominaron (no sin encontrar alguna resistencia) por la patria que Marie recordaba afectuosamente. Algo más tarde, el espíritu científico se hizo más comunitario. El europio recibió este nombre en 1901... y hacia el final de este nuevo siglo algún burócrata chistoso de uno de los bancos europeos decretaría que se emplearan compuestos de dicho elemento para los tintes luminiscentes que se incorporan a los billetes de euro para facilitar la detección de falsificaciones. ¿Quién lo habría pensado? Incluso el oscuro europio tiene su día cultural. De modo que los elementos habitan nuestra cultura. Realmente, ello no debería sorprendernos: son los ingredientes de todas las cosas, después de todo. Pero lo que sí debería sorprendernos es lo raramente que nos damos cuenta de este hecho. Esta conexión que no se hace es en parte culpa de los químicos, porque dan por sentado que estudian y enseñan su materia en un altivo aislamiento del mundo. Pero las humanidades también tienen parte de culpa; por ejemplo, quedé asombrado al encontrar que una biógrafa de Matisse pudo terminar su obra sin decir qué pigmentos usó el artista. Quizá esto me hace inusitado pero, de nuevo, estoy seguro de que Matisse no podría haberse mostrado indiferente a esta cuestión. Los elementos no ocupan simplemente lugares fijos en nuestra cultura como lo hacen en la tabla periódica. Suben y bajan según la marea del capricho cultural. El famoso poema «Cargamentos» de John Masefield lista dieciocho mercancías en sus tres cortas estrofas que retratan tres eras del

Esta pregunta también está en el material:

La Tabla Periodica La curiosa historia de los elementos
722 pag.

Biologia Universidad Nacional Autónoma De MéxicoUniversidad Nacional Autónoma De México

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