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Entonces haz que no puedan vernos —balbuceó. —Haznos imperceptibles hasta que nos encuentre Medianoche —añadió el soldado—. Sé que lo hará. Es así ...

Entonces haz que no puedan vernos —balbuceó. —Haznos imperceptibles hasta que nos encuentre Medianoche —añadió el soldado—. Sé que lo hará. Es así de lista. Abdullah vislumbró una sonrisita malévola en la cara de humo del genio y en sus brazos humeantes mientras hacía ciertos gestos. A esto le siguió una extrañeza pegajosa y húmeda. El mundo se distorsionó alrededor de Abdullah y creció, vasto y azul y verde y desenfocado. Se arrastraba lenta y arduamente, agachado entre lo que parecían ser jacintos gigantes, apoyando con extremo cuidado cada mano enorme y verrugosa porque, por alguna razón, no podía mirar hacia abajo (sólo hacia arriba y hacia el frente). Era un esfuerzo tan duro que quería detenerse y quedarse agachado donde estaba, pero el suelo se estremecía aterradoramente. Podía sentir que unas criaturas gigantescas galopaban hacia él, así que se arrastró con frenesí. Con todo, apenas pudo salir a tiempo del camino. El enorme casco de un caballo, tan grande como una torre circular, con la base metálica, aplastó todo lo que había junto a él. Abdullah estaba tan asustado que se quedó completamente inmóvil. Juraría que las criaturas también se habían detenido bastante cerca. Así se quedó un tiempo. Luego, el estrépito de cascos empezó de nuevo y siguió un rato más, pisoteando aquí y allá, siempre muy cerca, hasta que, después de lo que le pareció la mayor parte del día, las criaturas desistieron en su búsqueda y se marcharon, pisoteando y haciendo ruido. En el que Abdullah desafía al destino Abdullah se quedó agazapado un rato largo, pero cuando vio que las criaturas no iban a regresar, volvió a arrastrarse, de modo impreciso y desatinado, esperando descubrir qué le había pasado. Sabía que algo le había pasado, pero no parecía tener mucho cerebro con el que pensar. Mientras se arrastraba, cesó la lluvia. Esto le apenó, pues resultaba maravillosamente refrescante para su piel. Por otro lado, una mosca voló en círculos alrededor de un rayo de sol y se posó en la hoja de un jacinto cercano. Abdullah lanzó vertiginosamente su larga lengua, alcanzó a la mosca y se la tragó. «¡Qué rica!», pensó. Y luego pensó: «Pero si las moscas están sucias». Más preocupado que nunca se arrastró hasta otro macizo de jacintos silvestres. Y allí había alguien que era justo como él. Era marrón y rechoncho y verrugoso, y tenía los ojos amarillos encima de la cabeza. Tan pronto como este le vio, abrió su amplia boca sin labios en un alarido de horror y empezó a hincharse. Abdullah no esperó a ver más. Se dio la vuelta y se arrastró tan rápido como le permitían sus deformadas piernas. Ahora sabía en qué se había convertido. Era un sapo. El malicioso genio lo había arreglado todo para que fuese un sapo hasta que Medianoche lo encontrara. Y cuando lo hiciera, seguramente se lo comería. Se arrastró debajo de la hoja de la flor más cercana y se escondió allí. Casi una hora más tarde, las hojas de los jacintos se separaron para dejar pasar las garras de un monstruo negro. Parecía interesado en Abdullah. El monstruo le cubrió la cabeza con sus garras y le dio unos golpecitos. Abdullah estaba tan atemorizado que intentó saltar hacia atrás. Y se encontró a sí mismo tumbado de espaldas entre los jacintos del bosque. se detuvieron en un antiguo granero vacío. Había algo allí que interesaba a Medianoche y la mantenía alerta. De repente, se escabulló hacia las esquinas en sombra. Después de un rato volvió trotando con un ratón muerto para Mequetrefe y lo dejó cuidadosamente junto a él en el sombrero del soldado. Aunque Mequetrefe no estaba muy seguro de qué hacer con eso, al final decidió que era la clase de juguete sobre el que podía saltar con ferocidad y jugar a matar. Medianoche salió a merodear de nuevo. La mayor parte de la noche, Abdullah escuchó los débiles sonidos de su cacería. Con todo, al soldado le preocupaba alimentar a los gatos. Al día siguiente quería que Abdullah fuese a la granja más cercana y comprase leche. —Hazlo tú si quieres —dijo Abdullah cortante. Pero sin saber cómo, fue él quien se encontró saliendo de camino a la granja, con una lata del morral del soldado a un lado del cinturón y la botella del genio golpeando en el otro lado. A la mañana siguiente pasó exactamente lo mismo, y a la otra también, con la pequeña diferencia de que durmieron bajo almiares las dos noches y de que, la primera mañana, Abdullah compró un maravilloso pan de molde recién hecho y huevos la siguiente. La tercera mañana, mientras regresaba al almiar, intentó entender porque se sentía cada vez más malhumorado y explotado. No era sólo el hecho de que pasara todo el rato mojado, entumecido y cansado. Ni tampoco que malgastase mucho tiempo haciendo mandados para los gatos del soldado… Aunque sí, esto tenía algo que ver. Medianoche era, en parte, culpable. Abdullah sabía que tenía que estarle agradecido por defenderlos de los guardias. Y estaba agradecido. Pero todavía no terminaba de llevarse bien con Medianoche. Se montaba en sus hombros desdeñosamente cada día y se las apañaba para dejar bastante claro que, para ella, Abdullah era sólo una especie de caballo. Algo difícil de admitir, sobre todo viniendo de un simple animal. Durante todo el día, Abdullah estuvo rumiando este y otros asuntos mientras atravesaban el campo; él, penosamente, con Medianoche colgada con elegancia alrededor de su cuello, y el soldado en cabeza, cansado pero alegre. No era que no le gustasen los gatos. Ya se había acostumbrado. A veces encontraba a Mequetrefe casi tan dulce como lo encontraba el soldado. No, su mal humor tenía más que ver con la manera en que el soldado y el genio se empeñaban ambos en retrasar la búsqueda de Flor-en-la-noche. Abdullah pensó que, si no tenía cuidado, se pasaría el resto de la vida atravesando fatigosamente caminos campestres sin llegar ni tan siquiera a Kingsbury. Y cuando llegara todavía tenía que localizar al mago. No, esto no podía seguir así. Aquella noche acamparon en los restos de una torre de piedra. Eso era mucho mejor que un almiar. Pudieron encender fuego y comer caliente gracias a los paquetes del soldado, y Abdullah por fin pudo secarse y calentarse. Su ánimo mejoró. El soldado también estaba alegre. Se sentó contra el muro de piedra junto a Mequetrefe, que estaba dormido en su sombrero, y contempló el atardecer. —He estado pensando —dijo—. Mañana puedes pedirle un deseo a tu brumoso amigo, ¿no? ¿Sabes cuál sería el deseo más práctico? Deberías desear que volviera esa alfombra mágica. Así, sí que podríamos conseguirlo. —Sería mucho más fácil desear que nos mande directamente a Kingsbury, inteligente soldado de infantería —señaló Abdullah (un poco hoscamente, la verdad sea dicha). —Ah, sí, pero ya le he cogido la medida al genio, sé que estropeará ese deseo si puede —dijo el soldado—. Me refiero a que tú sabes cómo funciona la alfombra, podrías llevarnos allí con menos problemas y con un deseo a mano, listo para emergencias. Tenía sentido. Pese a eso, la única contestación de Abdullah fue un gruñido. Pues el modo en que el soldado había expuesto su consejo le abrió los ojos. Por supuesto que el soldado le había cogido la medida al genio. El soldado era así. Un experto en conseguir que otras personas hicieran lo que él quería. La única criatura que podía lograr que el soldado hiciera algo que no quería era Medianoche y Medianoche sólo hacía algo que ella misma no quería si era Mequetrefe el que quería algo. Eso ponía al gatito justo en lo alto del escalafón. «¡Un gatito!», pensó Abdullah. Y puesto que el soldado le había cogido la medida al genio y el genio estaba definitivamente muy por encima de Abdullah, eso ponía a Abdullah justo por debajo de todos. ¡No le extrañaba haberse sentido tan explotado! Y darse cuenta de que así es como habían funcionado las cosas con los parientes de la primera mujer de su padre, no le hacía sentir mejor. De modo que Abdullah se limitó a gruñir, algo que en Zanzib se hubiese considerado como una tremenda grosería, pero el soldado no estaba al tanto de esto y señaló alegremente hacia el cielo. —Otro encantador atardecer. Mira, otro castillo.

Esta pregunta también está en el material:

2 El castillo en el aire - Diana Wynne Jones
212 pag.

Engenharia Civil Universidad del ZuliaUniversidad del Zulia

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