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granja. Cuando recibí vuestra carta no pude leerla, por desgracia, pero cuando vuestra nodriza me la leyó, corrí a casa de mi tía; allí me quedé ha...

granja. Cuando recibí vuestra carta no pude leerla, por desgracia, pero cuando vuestra nodriza me la leyó, corrí a casa de mi tía; allí me quedé hasta que el príncipe vino a la lechería, y cuando vino, le pedí que mi padre cambiara sus funciones de primer portallaves de la prisión de La Haya por las funciones de carcelero de la fortaleza de Loevestein. No se imaginaba mi propósito; de haberlo sabido, tal vez hubiera rehusado; por el contrario, lo concedió. —De forma que estáis aquí. —Como veis. —¿De forma que os veré todos los días? —Lo más a menudo que pueda. —¡Oh, Rosa! ¡Mi bella madona Rosa! —dijo Cornelius—. ¿Me amáis, pues, un poco? —Un poco… —contestó ella—. ¡Oh! No sois bastante exigente, señor Cornelius. Cornelius le tendió apasionadamente las manos, pero sólo sus dedos pudieron tocarse a través del enrejado. —¡Aquí está mi padre! —exclamó la joven. Y Rosa abandonó vivamente la puerta y se lanzó hacia el viejo Gryphus que apareció en lo alto de la escalera. Gryphus iba seguido del moloso. Le hacía realizar su ronda para que cuando llegara la ocasión reconociera a los prisioneros. —Padre mío —dijo Rosa—, aquí está la famosa celda de la que el señor De Grotius se evadió. ¿Recordáis al señor De Grotius? —Sí, sí, ese bribón de De Grotius; un amigo de aquel bandido de Barneveldt al que vi ejecutar cuando yo era niño. ¡Ah! ¡Ah! Así que ésta es la celda de la que se evadió. Pues bien, yo respondo de que nadie se evadirá de ella jamás. cabo de seis semanas me servía de él como si nada le hubiera sucedido. Con tal motivo el médico de la Buytenhoff, que conoce su oficio, quería rompérmelo de nuevo para arreglármelo según las reglas, prometiendo que, esta vez, estaría tres meses sin poderlo utilizar. —¿Y vos no habéis querido? —Yo dije: «No.» Mientras pueda hacer la señal de la cruz con este brazo —Gryphus era católico—, mientras pueda hacer la señal de la cruz, me río del diablo. —Pero si os reís del diablo, maese Gryphus, con mayor razón debéis reíros de los sabios. —¡Oh! ¡Los sabios, los sabios! —exclamó Gryphus sin responder a la interpelación—. ¡Los sabios! Preferiría tener diez militares a guardar, que un solo sabio. Los militares fuman, beben, se emborrachan; son dulces como corderos cuando se les da aguardiente o vino del Mosa. Pero un sabio, ¿beber, fumar, emborracharse? ¡Pues sí! Es sobrio, no gasta nada en eso, y así mantiene su cabeza fresca para conspirar. Pero empiezo por deciros que no os resultará fácil conspirar. En primer lugar nada de libros, nada de papeles, nada de galimatías. Fue con los libros como el señor De Grotius se salvó. —Yo os aseguro, maese Gryphus —replicó Van Baerle— que tal vez haya tenido por un instante la idea de salvarme, pero ciertamente ya no la tengo. —¡Está bien! ¡Está bien! —concedió Gryphus—. Vigilaos vos mismo, yo haré otro tanto. Esto es igual, es igual. Su Alteza cometió una falta grave. —¿No dejando que me cortaran la cabeza…? Gracias, gracias, maese Gryphus. —Sin duda. Ved si los señores De Witt no están ahora bien tranquilos. —Es espantoso eso que decís, señor Gryphus —replicó Van Baerle volviéndose para ocultar su desagrado—. Olvidáis que uno era mi amigo, y el otro… el otro mi segundo padre. —Sí, pero recuerdo que tanto el uno como el otro eran unos conspiradores. Y además, hablo por filantropía. —¡Ah! ¿De veras? Explicad, pues, un poco esto, querido Gryphus, pues no lo comprendo muy bien. —Sí. Si vos os hubierais quedado en el tajo de maese Harbruck… —¿Y bien? —¡Pues bien! No sufriríais ya. Mientras que aquí, no os oculto que voy a haceros la vida muy dura. —Gracias por la promesa, maese Gryphus. Y mientras el prisionero sonreía irónicamente al viejo carcelero, Rosa detrás de la puerta le respondía con una sonrisa llena de angélica consolación. Gryphus se dirigió a la ventana. Había todavía bastante luz para que se viera, sin distinguirlo, un horizonte inmenso que se perdía en una bruma grisácea. —¿Qué vista hay desde aquí? —preguntó el carcelero. —Muy hermosa —contestó Cornelius mirando a Rosa. —Sí, sí, demasiada vista, demasiada vista. En este momento, los dos palomos, espantados por la aparición y, sobre todo, por la voz de aquel desconocido, salieron de su nido, y desaparecieron asustados en la niebla. —¡Oh! ¡Oh! ¿Qué es esto? —preguntó el carcelero. —Mis palomos —respondió Cornelius. —¡Mis palomos! —exclamó el carcelero—. ¡Mis palomos! ¿Es que un prisionero tiene alguna cosa suya? —Entonces —dijo Cornelius—¿los palomos que el Buen Dios me ha prestado…? —He aquí una infracción —replicó Gryphus—. ¡Unos palomos! ¡Ah!, joven, joven, os prevengo de una cosa, y es que, no más tarde de mañana, estos pájaros hervirán en mi olla. —Sería preciso primero que vos los cogierais, maese Gryphus —dijo Van Baerle—. Vos no queréis que sean mis palomos; todavía son menos vuestros, os lo juro, que lo son míos. —Lo que está diferido, no está perdido —refunfuñó el carcelero—y no más tarde de mañana, les retorceré el cuello. Y mientras profería esta maligna promesa a Cornelius, Gryphus se inclinó hacia fuera para examinar la estructura del nido. Lo que dio tiempo a Van Baerle para correr a la puerta y estrechar la mano de Rosa que le dijo: —Esta noche, a las nueve. Gryphus, enteramente ocupado con el deseo de coger al día siguiente los palomos como

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El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

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