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¿Cómo puedo conseguir que os apiadéis de mí? —dijo aquel engendro. ¿No habrá súplicas que consigan que volváis vuestra benevolente mirada hacia la ...

¿Cómo puedo conseguir que os apiadéis de mí? —dijo aquel engendro. ¿No habrá súplicas que consigan que volváis vuestra benevolente mirada hacia la criatura que implora vuestra bondad y compasión…? Creedme, Frankenstein: yo era bueno… mi alma rebosaba de amor y humanidad; pero… ¿no estoy solo… miserablemente solo? Y vos, mi creador, me aborrecéis. ¿Qué esperanza puedo albergar respecto a vuestros semejantes, que no me deben nada? Me desprecian y me odian. La montañas desoladas y los lúgubres glaciares son mi refugio. He vagado por estos lugares durante muchos días. La grutas de hielo, a las que solo yo no temo, son mi hogar, y el único lugar al que los hombres no desean venir. Bendigo estos espacios tenebrosos, porque son más amables conmigo que vuestros semejantes. Si la humanidad entera supiera de mi existencia, como vos, cogería las armas para conseguir mi completa aniquilación. Así… ¿no he de odiar a aquellos que me aborrecen? No habrá tregua con mis enemigos. Soy desgraciado, y ellos compartirán mi desdicha. Pero en vuestra mano está recompensarme y librar a todos los demás de un mal que solo espera a que vos lo desencadenéis, y que no os engullirá en los torbellinos de su furia solo a vos y a vuestra familia, sino a muchísimos otros más. Permitid que se conmueva vuestra compasión y vuestra justicia, y no me despreciéis. ¡Escuchad mi historia! Cuando la hayáis oído, maldecidme o apiadaos de mí, de acuerdo con lo que consideréis que merezco. Pero escuchadme… Las leyes humanas permiten a los reos, no importa lo sanguinarios que sean, hablar en su propia defensa antes de ser condenados. Escuchadme, Frankenstein… Me acusáis de asesinato, y sin embargo destruiríais gustosamente vuestra propia criatura. ¡Oh, gloria a la eterna justicia del hombre! Pero no os pido que me perdonéis; escuchadme y luego, si podéis y así lo deseáis, destruid la obra que nació de vuestras propias manos. ¿Por qué me traes a la memoria hechos cuyo simple recuerdo me hace estremecer, y de los cuales solo yo soy la triste causa y razón? —grité—. ¡Maldito sea el día en que viste la luz! ¡Y aunque me maldiga a mí mismo, malditas sean las manos que te crearon! ¡Me has hecho más desgraciado de lo que nadie puede imaginar! ¡No me has dejado la posibilidad de considerar si soy justo contigo o no! ¡Apártate, apártate de mi vista! Así lo haré, Creador, apartaré de vuestra vista a aquel a quien aborrecéis —contestó y puso delante de mis ojos sus espantosas manos, y yo las aparté con violencia—; pero podéis seguir escuchándome y concederme vuestra compasión. Por las virtudes que tuve una vez, os lo ruego: escuchad mi historia. Es larga y extraña, y la temperatura de este lugar no es adecuada para vuestra delicada sensibilidad; venid a la cabaña de las montañas. El sol aún está alto en el cielo; antes de que caiga y se oculte tras aquellas montañas e ilumine otro mundo, habréis escuchado mi historia y podréis decidir. De vos depende si he de apartarme para siempre de los lugares que ocupan los hombres y he de llevar una vida tranquila, sin hacer daño a nadie, o he de convertirme en el azote de vuestros semejantes y en la causa de vuestra ruina inmediata. Y diciendo aquello, emprendió la marcha por el hielo. Lo seguí. Tenía el corazón destrozado y no le respondí; pero mientras avanzaba, sopesé los distintos argumentos que había utilizado, y al fin decidí escuchar su historia. En parte me vi empujado por la curiosidad, y la compasión terminó de inclinarme a ello. Hasta entonces solo lo consideraba el asesino de mi hermano, y deseaba con ansiedad que me confirmara o me negara aquella idea. Por vez primera también, sentí que un creador tenía deberes para con su criatura, y que antes de quejarme por su maldad debía conseguir que fuera feliz. Esos motivos me forzaron a aceptar su ruego. Cruzamos los hielos, pues, y ascendimos por las montañas que había al otro lado. El aire era frío, y la lluvia comenzaba a caer de nuevo. Entramos en la cabaña… el monstruo con aire de satisfacción, yo con el corazón oprimido y con los ánimos abatidos. Pero había decidido escucharle; y, sentándome junto al fuego que encendió, comenzó a contarme así su historia.

Esta pregunta también está en el material:

Frankenstein-Mary_Shelley
191 pag.

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