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Uno de ellos, y era un hombre que pasaba por un profundo observador, estableció que ese joven tan flemático en apariencia, debía de ser muy peligro...

Uno de ellos, y era un hombre que pasaba por un profundo observador, estableció que ese joven tan flemático en apariencia, debía de ser muy peligroso en realidad, supuesto que debía ocultar bajo su manto de hielo que le servía de envoltura un ardiente deseo de vengar a los señores De Witt, sus allegados. Otro hizo observar que el amor a los tulipanes se aliaba perfectamente con la política, y que está históricamente probado que varios hombres de los más peligrosos han trabajado en un jardín ni más ni menos como si fuera su oficio, aunque en el fondo estuvieran ocupados realmente en otra cosa. Ejemplo, Tarquino el Viejo, que cultivaba adormideras en Cumas, y el gran Conde, que regaba sus claveles en la fortaleza de Vicennes, y ello en el momento en que el primero meditaba su regreso a Roma y el segundo su salida de la prisión. El juez concluyó con este dilema: O Cornelius van Baerle quiere mucho a los tulipanes o quiere mucho a la política; en uno u otro caso, nos ha mentido: en primer lugar porque está probado que se ocupaba de la política y ello por las cartas que se han hallado en su casa; a continuación porque se ha probado que se ocupaba de los tulipanes. Los bulbos que están allí dan fe de ello. Finalmente, y aquí está la enormidad; ya que Cornelius van Baerle se ocupaba a la vez de los tulipanes y de la política, el acusado era, pues, de una naturaleza híbrida, de una organización anfibia, trabajando con igual ardor la política y el tulipán, lo que le otorgaría todos los caracteres de la especie de hombres más peligrosos para la tranquilidad pública, y una cierta o más bien, una completa analogía con los grandes cerebros de los que Tarquino el Viejo y el señor De Conde proporcionaban hace un momento un ejemplo. El resultado de todos esos razonamientos fue que el príncipe estatúder de Holanda sentiría, sin duda alguna, un agradecimiento infinito hacia la magistratura de La Haya por simplificarle la administración de las Siete Provincias, al destruir hasta el menor germen de conspiración contra su autoridad. Este argumento privó sobre todos los otros, y para destruir eficazmente el germen de las conspiraciones, fue pronunciada por unanimidad la pena de muerte contra Cornelius van Baerle, culpable y convicto de haber participado, bajo las inocentes apariencias de un aficionado a los tulipanes, en las detestables intrigas y en los abominables complots de los señores De Witt contra la nacionalidad holandesa, y en sus secretas relaciones con el enemigo francés. La sentencia llevaba subsidiariamente que el susodicho Cornelius van Baerle sería sacado de la prisión de la Buytenhoff para ser conducido al cadalso erigido en la plaza del mismo nombre, donde el ejecutor de las condenas le cortaría la cabeza. Como esta deliberación había sido formal, había durado una media hora, y durante esta media hora, el prisionero había sido reintegrado a su prisión. Fue allí donde el escribano de los Estados vino a leerle el fallo. Maese Gryphus estaba retenido en su lecho por la fiebre que le causaba la fractura de su brazo. Sus llaves habían pasado a las manos de uno de sus criados supernumerarios, y detrás de ese criado, que había introducido al escribano, Rosa, la bella frisona, había venido a colocarse en el rincón de la puerta, con un pañuelo sobre la boca para ahogar sus suspiros y sus sollozos. Cornelius escuchó la sentencia con un rostro más asombrado que triste. Leída la sentencia, el escribano le preguntó si tenía algo que objetar. —Por mi fe, no —respondió—. Confieso solamente que entre todos los motivos de muerte que un hombre precavido puede prever para evitarlos, no hubiese sospechado jamás éste. Tras esta respuesta, el escribano saludó a Cornelius van Baerle con toda la consideración que ese tipo de funcionarios conceden a los grandes criminales de todo género. —A propósito, señor escribano —dijo Cornelius, cuando aquél se disponía a salir—. ¿Para qué día es la cosa, si me hacéis el favor? —Pues, para hoy —respondió el escribano, un poco molesto por la sangre fría del condenado. Un sollozo estalló detrás de la puerta. Cornelius se inclinó para ver quién había dejado escapar aquel sollozo, pero Rosa, adivinando el movimiento, se había echado hacia atrás. —Y —añadió Cornelius—, ¿a qué hora es la ejecución? —Al mediodía, señor. —¡Diablo! —exclamó Cornelius—. Me parece que he oído dar las diez hace menos de veinte minutos. No tengo tiempo que perder. —Para reconciliaros con Dios, sí, señor —dijo el escribano inclinándose hasta el suelo—, y podéis solicitar al ministro de vuestra preferencia. Diciendo estas palabras, salió andando hacia atrás, y el carcelero suplente iba a seguirle, cerrando la puerta de Cornelius cuando un brazo blanco y tembloroso se interpuso entre ese hombre y la pesada puerta. Cornelius no vio más que el casco de oro con orejeras de puntillas blancas, tocado de las bellas frisonas; no oyó más que un murmullo al oído del carcelero; pero éste entregó sus pesadas llaves a la blanca mano que se le tendía y, descendiendo unos escalones, se sentó en medio de la escalera, guardada así en lo alto por él, y abajo por el perro. El casco de oro dio media vuelta, y Cornelius reconoció el rostro surcado de lágrimas y los grandes ojos azules anegados de la bella Rosa. La joven avanzó hacia Cornelius apoyando sus dos manos sobre su desgarrado pecho. —¡Oh, señor, señor! —exclamó. Y no acabó. —Mi bella niña —replicó Cornelius emocionado—, ¿qué deseáis de mí? De ahora en adelante no tengo ya ningún poder sobre nada, os lo advierto. —Señor, vengo a reclamar de vos una gracia —dijo Rosa tendiendo sus manos mitad hacia Cornelius, mitad hacia el cielo. —No lloréis así, Rosa —advirtió el prisionero—, porque vuestras l

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El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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