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preocupación, viven una vida ordinaria. Solamente, de cuando en cuando, ese peligro olvidado les muerde el corazón de repente con su agudo diente. ...

preocupación, viven una vida ordinaria. Solamente, de cuando en cuando, ese peligro olvidado les muerde el corazón de repente con su agudo diente. Se sobresaltan, se preguntan por qué se han sobresaltado, y luego, recordando lo que habían olvidado, dicen con un suspiro: —¡Oh, sí! ¡Es esto! El esto de Cornelius era el temor de que Rosa no viniera aquella noche como de costumbre. Y a medida que la tarde avanzaba, la preocupación se hacía más viva y más presente, hasta que al fin esta preocupación se apoderó de todo el cuerpo de Cornelius, y no hubo nada más que viviera en él. Así pues, saludó la oscuridad con un fuerte latido de su corazón; a medida que la oscuridad crecía, las palabras que había dicho la víspera a Rosa, y que tanto habían afligido a la pobre chica, se hacían más presentes en su mente; y se preguntaba cómo había podido decir a su consoladora que la sacrificaba a su tulipán, es decir, a renunciar a verla si era preciso, cuando en él la vista de Rosa se había convertido en una necesidad de su vida. En la celda de Cornelius se oían sonar las horas del reloj de la fortaleza. Dieron las siete, las ocho, luego las nueve. Nunca un timbre de bronce vibró más profundamente en el fondo de un corazón como lo hizo el martillo al golpear por novena vez señalando esta hora. Después, todo quedó en silencio. Cornelius apoyó la mano sobre su corazón para ahogar los latidos, y escuchó. El rumor del paso de Rosa, el roce de su ropa en los peldaños de la escalera, le eran tan familiares que, desde el primer escalón subido por ella, se decía: «¡Ah! Ya viene Rosa.» Aquella noche, ningún ruido turbó el silencio del corredor; el reloj señaló las nueve y cuarto. Luego, en dos sonidos diferentes, las nueve y media; después las nueve y tres cuartos; y finalmente, con su voz grave anunció no sólo a los huéspedes de la fortaleza, sino también a los habitantes de Loevestein, que eran las diez. Aquella era la hora en la que Rosa abandonaba habitualmente a Cornelius. Había sonado la hora, y Rosa no había venido todavía. Así pues, sus presentimientos no le habían engañado: Rosa, irritada, se encerraba en su habitación y le abandonaba. —¡Oh! Realmente me he merecido lo que me sucede —dijo Cornelius en voz alta—. Ya no vendrá, y hará bien; en su lugar, yo hubiera hecho lo mismo. Mas a pesar de esto, Cornelius escuchaba, esperaba, y seguía esperando. Escuchó y esperó hasta la medianoche, pero a medianoche dejó de esperar y, completamente vestido, y con el corazón transido de dolor, se echó sobre el lecho. La noche fue larga y triste, hasta la llegada del día; pero el día no trajo ninguna esperanza al prisionero. A las ocho de la mañana se abrió la puerta; pero Cornelius ni siquiera giró esperanza de que era él el que impedía venir a Rosa. Le entraron unos deseos feroces de estrangular a Gryphus; pero con Gryphus estrangulado por Cornelius, todas las leyes divinas y humanas impedirían a Rosa volver a ver jamás a Cornelius. había hablado Rosa, y cuyo parapeto confinaba, según le había dicho, con el río, y todo ello con la esperanza de descubrir, bajo esos primeros rayos del sol de abril, a la joven o al tulipán, sus dos amores desgraciados. Por la tarde, Gryphus se llevó el desayuno y la comida de Cornelius; éste apenas los había tocado. Al día siguiente, no los tocó en absoluto, y Gryphus descendió los comestibles destinados a esas dos comidas, completamente intactos. Cornelius no se había levantado en toda la jornada. —Bueno —comentó Gryphus al descender después de la última visita—, creo que vamos a vernos desembarazados del sabio. Rosa se sobresaltó. —¡Bah! —exclamó Jacob—. ¿Por qué? —Ya no bebe, ya no come, no se levanta… —explicó Gryphus—. Como el señor Grotius, saldrá de aquí en un cofre, sólo que ese cofre será un ataúd. Rosa se puso pálida como la muerte. «¡Oh! —murmuró para sí—. Está inquieto por su tulipán.» Y levantándose completamente deprimida, entró en su habitación, donde cogió pluma y papel, y durante toda la noche se ejercitó en trazar unas letras. Al día siguiente, al levantarse para arrastrarse hasta la ventana, Cornelius percibió un papel que habían deslizado por la noche bajo la puerta de su calabozo. Se lanzó sobre el papel, lo abrió, y leyó, con una escritura que apenas pudo reconocer como perteneciente a Rosa, de tanto como había mejorado durante aquella ausencia de siete días: Estad tranquilo, vuestro tulipán se porta bien. Aunque aquella pequeña frase de Rosa calmara una parte de los dolores de Cornelius, no fue por ello menos sensible a la ironía. Así pues, era realmente eso, Rosa no estaba enferma en absoluto, Rosa estaba herida; no era por la fuerza por lo que Rosa no venía, sino que había permanecido voluntariamente alejada de Cornelius. Así pues, Rosa libre, Rosa hallaba en su voluntad la fuerza de no venir a ver al que se moría de pena por no haberla visto. Cornelius tenía papel y un lápiz que le había traído Rosa. Comprendió que la joven esperaba una respuesta, pero que no vendría a buscar esta respuesta hasta la noche. En consecuencia, escribió sobre un papel parecido al que había recibido: No es la inquietud que me causa el tulipán lo que me pone enfermo; es la pena que experimento por no veros. Luego, una vez que Gryphus hubo salido, y llegada la noche, deslizó el papel bajo la puerta y escuchó. Pero, por mucha atención que puso, no oyó ni el paso ni el rozamiento de la ropa de la hija del carcelero. No oyó más que una voz débil como un suspiro, y dulce como una caricia, que le lanzaba por el postigo estas dos palabras: —Hasta mañana. Mañana…

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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