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Con la mirada vuelta de cuando en cuando hacia el corredor, se decía: «Allá abajo está Rosa, Rosa que vela como yo, que como yo espera de minuto en...

Con la mirada vuelta de cuando en cuando hacia el corredor, se decía: «Allá abajo está Rosa, Rosa que vela como yo, que como yo espera de minuto en minuto; allá abajo, ante los ojos de Rosa está la flor misteriosa, que vive, que se entreabre, que se abre. Tal vez en este momento Rosa tiene el tallo del tulipán entre sus delicados y tibios dedos. Toca ese tallo suavemente. Tal vez roce con sus labios su cáliz entreabierto; rózalo con precaución, Rosa, tus labios arden; tal vez en este momento, mis dos amores se acarician bajo la mirada de Dios.» En aquel momento, una estrella se inflamó en lo alto, atravesó todo el espacio que separaba el horizonte de la fortaleza y vino a abatirse sobre Loevestein. Cornelius se estremeció. —¡Ah! —exclamó—. Es Dios que envía un alma a mi flor. Y como si lo hubiera adivinado, casi en el mismo instante, el prisionero oyó en el corredor unos pasos ligeros, como los de una sílfide, el roce de una ropa que parecía un batir de alas y una voz bien conocida que decía: rse de emoción. —¡Oh! —murmuró—. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Me recompensáis mi inocencia y mi cautividad, ya que habéis hecho crecer estas dos flores en el postigo de mi prisión. —Besadla —dijo Rosa—como yo la he besado hace un momento. Cornelius, reteniendo el aliento, tocó con la punta de los labios el extremo de la flor, y jamás beso dado a los labios de una mujer, aunque fuera a los labios de Rosa, le entró tan profundamente en el corazón. El tulipán era bello, espléndido, magnífico; su tallo tenía más de treinta centímetros de altura; se alzaba del seno de cuatro hojas verdes, lisas, derechas como puntas de lanza; toda su flor era negra y brillante como el azabache. —Rosa —dijo Cornelius jadeante—, Rosa, no hay un instante que perder, es preciso escribir la carta. —Ya está escrita, mi bien amado Cornelius —contestó Rosa. —¿De veras? —Mientras el tulipán se abría, yo escribía, porque no quería que se perdiera ni un solo instante. Mirad la carta, y decidme si la encontráis bien. Cornelius cogió la carta y leyó, en una escritura que había hecho grandes progresos desde la primera frase que había recibido de Rosa: Señor presidente: El tulipán negro va a abrirse dentro de diez minutos tal vez. Tan pronto se abra, os enviaré un mensajero para rogaros vengáis vos mismo en persona a buscarlo a la fortaleza de Loevestein. Soy la hija del carcelero Gryphus, casi tan prisionera como los prisioneros de mi padre. No podré, pues, llevaros esta maravilla. Por eso es por lo que me atrevo a suplicaros que vengáis a buscarlo vos mismo. Mi deseo es que se llame Rosa Barloensis. Acaba de abrirse; es perfectamente negro… Venid, señor presidente, venid. Tengo el honor de ser vuestra humilde servidora. ROSA GRYPHUS. —Eso es, eso es, querida Rosa. Esta carta es una maravilla. Yo no la hubiera escrito con esta simplicidad. En el Congreso, daréis todos los informes que os pidan. Sabrán cómo ha sido creado el tulipán, a cuántos cuidados, vigilias y temores ha dado lugar, mas, por el momento, Rosa, no hay un instante que perder… ¡El mensajero! ¡El mensajero! —¿Cómo se llama el presidente? —Dádmela para que ponga la dirección. ¡Oh! Es muy conocido. Es Mynheer Van Systens, el burgomaestre de Haarlem… Dádmela, Rosa, dádmela. Y, con mano temblorosa, Cornelius escribió sobre la carta: A Mynheer Peters van Systens, burgomaestre y presidente de la Sociedad Hortícola de Haarlem. —Y ahora, marchaos, Rosa, marchaos —dijo Cornelius—, y pongámonos bajo el amparo de Dios que hasta ahora nos ha protegido tan bien. XXIII EL ENVIDIOSO En efecto, los pobres jóvenes tenían gran necesidad de ser amparados por la protección directa del Señor. Jamás habían estado tan cerca de la desesperación como en este mismo instante en que creían tener asegurada su felicidad. No dudaremos en absoluto en la inteligencia de nuestro lector hasta el punto de suponer que no haya reconocido en Jacob, nuestro antiguo amigo, o más bien nuestro antiguo enemigo, a Isaac Boxtel el tulipanero. El lector ha adivinado, pues, que Boxtel había seguido de la Buytenhoff a Loevestein al objeto de su amor y al objeto de su odio: El tulipán negro y Cornelius van Baerle. Lo que cualquier otro tulipanero y más un tulipanero envidioso no hubiera podido jamás descubrir, es decir, la existencia de los bulbos y las ambiciones del prisionero, la envidia había hecho, sinó descubrir, por lo menos adivinar a Boxtel. Lo hemos visto más afortunado bajo el nombre de Jacob que bajo el nombre de Isaac, entablar amistad con Gryphus, al que gratificó el reconocimiento y la hospitalidad durante unos meses, con la mejor ginebra que se hubiera fabricado jamás desde Texel a Amberes. Adormeció sus desconfianzas; porque como hemos visto, el viejo Gryphus era desconfiado; adormeció sus desconfianzas, decimos, halagándole con una alianza con Rosa. Acrecentó por otra parte sus instintos de carcelero, después de haber halagado su orgullo de padre. Acrecentó sus instintos de carcelero pintándole con los más sombríos colores al sabio prisionero que Gryphus tenía bajo sus cerrojos, y que al decir del falso Jacob, había concertado un pacto con Satán para perjudicar a Su Alteza el príncipe Guillermo de Orange. También había tenido éxito al principio con Rosa, no inspirándole sentimientos de simpatía, ya que a Rosa siempre le había gustado muy poco Mynheer Jacob, pero al hablarle de matrimonio y de loca pasión, había apagado en principio todas las sospechas que hubiera podido tener. Hemos visto cómo su imprudencia al seguir a Rosa al jardín lo había denunciado a los

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El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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