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Diciendo estas palabras, salió andando hacia atrás, y el carcelero suplente iba a seguirle, cerrando la puerta de Cornelius cuando un brazo blanco ...

Diciendo estas palabras, salió andando hacia atrás, y el carcelero suplente iba a seguirle, cerrando la puerta de Cornelius cuando un brazo blanco y tembloroso se interpuso entre ese hombre y la pesada puerta. Cornelius no vio más que el casco de oro con orejeras de puntillas blancas, tocado de las bellas frisonas; no oyó más que un murmullo al oído del carcelero; pero éste entregó sus pesadas llaves a la blanca mano que se le tendía y, descendiendo unos escalones, se sentó en medio de la escalera, guardada así en lo alto por él, y abajo por el perro. El casco de oro dio media vuelta, y Cornelius reconoció el rostro surcado de lágrimas y los grandes ojos azules anegados de la bella Rosa. La joven avanzó hacia Cornelius apoyando sus dos manos sobre su desgarrado pecho. —¡Oh, señor, señor! —exclamó. Y no acabó. —Mi bella niña —replicó Cornelius emocionado—, ¿qué deseáis de mí? De ahora en adelante no tengo ya ningún poder sobre nada, os lo advierto. —Señor, vengo a reclamar de vos una gracia —dijo Rosa tendiendo sus manos mitad hacia Cornelius, mitad hacia el cielo. —No lloréis así, Rosa —advirtió el prisionero—, porque vuestras lágrimas me enternecen mucho más que mi próxima muerte. Y, vos lo sabéis, cuanto más inocente es el prisionero, con más calma debe morir e incluso con alegría, ya que muere mártir. Vamos, no lloréis más y decidme vuestro deseo, mi bella Rosa. La joven se dejó caer de rodillas. —Perdonad a mi padre —pidió. —¡A vuestro padre! —exclamó Cornelius asombrado. —Sí, ¡ha sido tan duro con vos! Pero es así por naturaleza, es así con todos, y no es a vos particularmente a quien ha tratado con brutalidad. —Ha sido castigado, querida Rosa, incluso más que castigado por el accidente que le sobrevino, y yo le perdono. —¡Gracias! —contestó Rosa—. Y ahora, decidme, ¿puedo hacer a mi vez algo por vos? —Podéis secar vuestros bellos ojos, querida niña —respondió Cornelius con su dulce sonrisa. —Pero por vos… por vos… —El que no dispone más que de una hora para vivir, es un gran sibarita si tiene necesidad de alguna cosa, querida Rosa. —¿Ese ministro que os han ofrecido? —He adorado a Dios toda mi vida, Rosa. Le he adorado en sus obras, bendecido en su voluntad. Dios no puede tener nada contra mí. No os pediré, pues, un ministro. El último pensamiento que me ocupa, Rosa, se relaciona con la glorificación de Dios. Ayudadme, querida, os lo ruego, en el cumplimiento de este último pensamiento. —¡Ah, señor Cornelius, hablad, hablad! —exclamó la joven inundada en lágrimas. —Dadme vuestra bella mano, y prometedme no reíros, niña mía. —¡Reír! —exclamó Rosa desesperada—. ¡Reír en este momento! Pero entonces ¿vos no me habéis mirado, señor Cornelius? —Os he mirado, Rosa, con los ojos del cuerpo y los ojos del alma. Jamás mujer más bella, jamás alma más pura se había ofrecido a mí; y si no os miro más a partir de este momento, perdonadme, es porque, dispuesto a salir de la vida, prefiero no tener nada que echar de menos en ella. Rosa se sobresaltó. Cuando el prisionero decía estas palabras, sonaban las once en la torre de la Buytenhoff. Cornelius comprendió. —Sí, sí, apresurémonos —dijo—. Tenéis razón, Rosa. Entonces, sacando de su pecho, donde lo había ocultado de nuevo cuando pasó el temor de ser registrado, el papel que envolvía los tres bulbos, explicó: —Mi bella amiga, he amado mucho las flores. Era en los tiempos en que ignoraba se pudiera amar otra cosa. ¡Oh! No os ruboricéis, no interpretéis mal, Rosa, aunque os hiciera una declaración de amor, esto, pobre niña, no tendría ninguna consecuencia; abajo, en la Buytenhoff, hay un cierto acero que dentro de sesenta minutos dará cuenta de mi temeridad. Así pues, decía que amaba las flores, y había hallado, por lo menos así lo creo, el secreto del gran tulipán negro que se creía imposible, y que es, lo sepáis o no, el objeto de un premio de cien mil florines propuesto por la Sociedad Hortícola de Haarlem. Esos cien mil florines, y Dios sabe que no me lamento por ellos, esos cien mil florines los tengo aquí en este papel; están ganados con los tres bulbos que encierra, y que podéis coger, Rosa, porque os los doy. —¡Señor Cornelius! —¡Oh! Podéis cogerlos, Rosa, no causáis ningún mal a nadie, niña mía. Estoy solo en el mundo; mi padre y mi madre han muerto; no he tenido nunca hermana ni hermano; no he pensado nunca en enamorarme de nadie, y si alguien se ha enamorado de mí, no lo he sabido jamás. Por otra parte, ya podéis ver, Rosa, que estoy abandonado, ya que en esta hora solamente vos estáis en mi calabozo, consolándome y socorriéndome. —Pero, señor, cien mil florines… —¡Ah! Seamos formales, querida niña —dijo Cornelius—. Cien mil florines serán una hermosa dote a vuestra belleza; obtendréis los cien mil florines porque estoy seguro de mis bulbos. Los tendréis pues, querida Rosa, y no os pido a cambio más que la promesa de casaros con un muchacho valiente, joven, al que vos améis y que os ame tanto a vos como yo amaba las flores. No me interrumpáis, Rosa, que no dispongo más que de unos minutos… La pobre chica se ahogaba bajo sus sollozos. Cornelius le cogió la mano. —Escuchadme —continuó—, así es cómo procederéis. Coged tierra en mi jardín de Dordrecht. Pedid a Butruysheim, mi jardinero, tierra de mi platabanda número 6; plantad en ella y en una caja profunda esos tres bulbos, que florecerán en el próximo mayo, es decir, dentro de siete meses, y cuando veáis

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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