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Así pues, el verdugo aceptó la proposición. No había puesto más que una condición: que sería pagado por adelantado. Boxtel, como las gentes que ent...

Así pues, el verdugo aceptó la proposición. No había puesto más que una condición: que sería pagado por adelantado. Boxtel, como las gentes que entran en las barracas de feria, podía no quedar contento y por consiguiente no querer pagar al salir. Boxtel pagó por adelantado y esperó. Juzguemos después de esto si Boxtel estaba emocionado, si vigilaba a los guardias y al carcelero, si los movimientos de Van Baerle le inquietaban: cómo se colocaría éste sobre el tajo, cómo caería; si al caer no aplastaría en su caída los inestimables bulbos; ¿habría tenido cuidado al menos de encerrarlos en una caja de oro, por ejemplo, ya que el oro era el más duro de todos los metales? No intentaremos describir el efecto producido en este digno mortal por la detención producida en la ejecución de la sentencia. ¿Para qué perdía el tiempo el verdugo haciendo brillar su espada por encima de la cabeza de Cornelius, en lugar de abatir aquella cabeza? Pero cuando vio al carcelero coger la mano del condenado, levantarlo mientras sacaba de su bolsillo un pergamino; cuando oyó la lectura pública de la gracia concedida por el estatúder, Boxtel no fue ya un hombre. La rabia del tigre, de la hiena y de la serpiente estalló en sus ojos, en su grito, en su gesto; si se hubiera hallado al alcance de Van Baerle, se habría lanzado sobre él y lo habría asesinado. Así pues, Cornelius viviría, Cornelius iría a Loevestein; y se llevaría sus bulbos a la prisión, y tal vez encontraría un jardín donde hacer florecer el tulipán negro. Existen ciertas catástrofes que la pluma de un pobre escritor no puede describir, viéndose obligado a dejar suelta la imaginación de sus lectores en toda la simplicidad del hecho. Boxtel, pasmado, cayó de su mojón sobre algunos orangistas descontentos como él del giro que acababa de tomar el asunto, los cuales, creyendo que los gritos lanzados por Mynheer Isaac, lo eran de alegría, le colmaron de puñetazos, que, ciertamente, no hubieran sido mejor dados por el bando contrario. Pero ¿qué podían añadir algunos puñetazos al dolor que sentía Boxtel? Quiso entonces correr hacia la carroza que se llevaba a Cornelius con sus bulbos. Pero en su apresuramiento, no vio un adoquín que sobresalía, tropezó, perdió su centro de gravedad, rodó diez pasos y sólo se levantó enloquecido, magullado, cuando todo el fangoso populacho de La Haya hubo pasado por encima de su cuerpo. Dentro de estas circunstancias, Boxtel, que se hallaba en vena de desgracias, lo fue también por sus ropas desgarradas, su espalda martirizada y sus manos arañadas. Podría creerse que esto ya era bastante para Boxtel. Nos equivocaríamos. Boxtel, puesto en pie, se arrancó cuantos cabellos pudo, y los lanzó en holocausto a esa divinidad feroz e insensible que se llama Envidia.

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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