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de frases hechas, gastadas por la enorme cantidad de veces que las había pronunciado. —No pueden hacerlo, nos protege nuestra estructura de red. —¿...

de frases hechas, gastadas por la enorme cantidad de veces que las había pronunciado. —No pueden hacerlo, nos protege nuestra estructura de red. —¿Por qué serán ustedes siempre tan angelicales? ¡Cuánta inteligencia derrochada! No tiene usted ni idea de lo que podemos hacer con su “estructura—de—red” –el arrastre de las sílabas subrayaba el desprecio con que esas palabras fueron pronunciadas—. No se equivoque, Claudio, usted es débil y yo soy muy poderoso. Smith relajó algo el tono. —Sé que ustedes practican eso de la transparencia, y que no le va a ser fácil maniobrar, y para que vea que lo tengo en cuenta, le doy seis meses, una enormidad de tiempo —no me lo negará— para que lo haga. Eso sí, en unas semanas tenemos que ser capaces de detectar indicios del cambio de orientación. Por supuesto, si por el contrario detectamos que ha compartido esta conversación, nos vamos a enfa- dar mucho, y nos reservamos el derecho de realizar algún ataque pre- ventivo. Buenas tardes, señor Claudio. Claudio se confesó que jamás había rezado para que un correo electrónico fuera contestado con celeridad, pero esta vez sí lo hizo. Afortunadamente, la mano de Teggar se notó. A Rayodeluz le encantaba Roma, y sí, en un par de días podría estar por allí para charlar en un lugar discreto. Fue en su propia casa. Claudio no tuvo que dar ninguna explicación para su preceptivo desalojo, ninguna. Su mujer no recordaba haberle visto tan preocupado antes, estaba así desde que había vuelto del último viaje a Londres. Aunque aparentemente seguía haciendo la misma vida de siempre, ella sabía bien que no era así, y una prueba era que estaba durmiendo poco y mal. También sabía que tenía que ver con Humanos1, ninguna otra cosa que no fueran sus hijos o ella misma le podía llegar a preocupar tanto. Tras ellos, Humanos1 era lo que Claudio más quería en este mundo. Rayodeluz resultó tener alrededor de los treinta y cinco años, y contar con una cara de ésas que parece que nunca haya roto un plato, pero no era así en absoluto, varios de los más sonados ataques informáticos llevaban su firma, y en el ranking informal que algunos hac- kers mantenían, Rayodeluz ocupaba siempre una de las tres primeras plazas. Era condenadamente bueno, incluso más allá de lo que esas palabras podían llegar a expresar. El tanteo duró un rato. Saludos, café ofrecido y aceptado, comen- tarios acerca de que realmente una casa es un lugar discreto, también sobre Roma, posterior suministro de información, un tanto por en- cima, de Humanos1, y por fin, aterrizaje en la cuestión: —Teggar me ha dicho que confíe plenamente en usted. —Si él lo dice debe ser así. Sí, en este negocio todas las conver- saciones son confidenciales, no se...te, si te parece nos tuteamos, ¿no? —Por supuesto, lo que voy a decirte no lo he podido compartir con nadie en Humanos1, y ni siquiera sé cómo lo voy a compartir. —Lo entiendo, lo entiendo, Claudio. —Nos han amenazado de muerte, y creo que pueden cumplir su amenaza. —¿Qué tal vuestra seguridad? —Hasta hora muy bien, pequeñas molestias y nada más, pero me temo que está vez van a disparar balas infinitamente más grandes. —Aunque es una pregunta que quizás parezca tonta, siempre la hago. ¿Dependéis mucho del sistema informático? Claudio le explicó rápidamente el funcionamiento de Humanos1. —Vaya, ya veo, sin el sistema simplemente no sois nada. —Justo eso. El tono de Rayodeluz no hizo presagiar nada bueno. —Bueno, ¡Así es el mundo ahora! Lo que parece seguro hoy no lo es mañana, y en fin, no sé, nosotros tenemos ahora mucho trabajo, y lo que me dices suena como que puede resultar muy caro…. La imagen volvió, con absoluta nitidez se reprodujo en la mente de Claudio. Era la misma que se había presentado de improviso en la conversación con Smith. Todo sucedió simultáneamente, la llegada de la imagen y la interrupción de Claudio. —¿Puedo hacerte una confidencia? Rayodeluz no se molestó por la interrupción, al cabo ya enfilaba la recta de salida, no sabía que le diría a Teggar, pero aquel asunto no le parecía demasiado atrayente. —¿Una confidencia? —Sí, una cuestión personal. —¿Personal? ¡Adelante! —Creo que es el mismísimo Darth Vader el que está al otro lado. Ni en varias vidas podría Claudio lograr otro ¡Touché! como el que acaba de conseguir ¡¿Darth Vader?! Rayodeluz trató de domi- narse, no sin pensar que el viajecito quizás sí iba a valer la pena. —¿Y cómo lo sabes? —No lo sé, es lo que siento desde aquella tarde, lo siento, lo vivo. Solo él puede decir “les destruiremos, no tendremos más remedio que hacerlo” en la forma que lo dijo. La conversación se precipitó, Rayodeluz le prometió una respuesta muy rápida, por supuesto, no le decía que no, pero tampoco que sí. Rayodeluz acortó tanto como pudo la conversación, porque nece- sitaba hablar urgentemente con Teggar. Sabía cómo hacerlo, fue una conversación muy breve, como muchas de las que tenían. —Ernest, Claudio me ha dicho que es el mismísimo Darth Vader el que está al otro lado. —Pues créele. Claudio es un buen hombre y tiene experiencia en el mundo, no se deja impresionar tan fácil. —¿Tú sabes algo? —Ecos de ecos, nada claro, pero tengo alguna experiencia con eso. Cuando algo consigue ser llevado con tanto secreto, siempre acaba apuntando al mismo sitio. —¿A dónde? —A Darth Vader, Rayodeluz, a Darth Vader. La mujer de Claudio temió lo peor cuando lo encontró llorando ante el ordenador. Él alcanzó a decirle que no se preocupara, que todo empezaba a estar bien. Tras atenderlo, su mirada se fue hacia la pan- talla. Un cortísimo correo electrónico la ocupaba, no entendió nada. El correo simplemente decía: “¡Será interesante!” Rayodeluz ¡Darth Vader! Rayodeluz se repetía que Claudio no podía saberlo. No podía saber que había dicho dos palabras absolutamente mágicas. Las únicas que eran irresistibles para él. A veces creía que él era hac- ker porque siempre había soñado que si lo era, un día se enfrentaría al mismísimo Darth Vader. Llevaba toda su vida esperando esa bata- lla. ¡Toda su vida! La prueba es que su equipo y él se deseaban siem- pre lo mismo al iniciar una acción: ¡Que la fuerza te acompañe! XXVII Dos cosas pasaron de manera veloz. Una fue la adscripción de Laura al programa de “Docentes excelentes”. La otra fue la actuación de Rayodeluz, como si quisiera hacer honor a su nombre. De nuevo era John al teléfono, pero esta vez ya nada podía parecer extraño. —¡Jefe! Tengo aquí a dos hombres y una mujer que dicen que vie- nen de tu parte a hacer una auditoria de seguridad informática, y ya solo les falta pedirme la clave de mi cuenta corriente. —¿Quiénes son? —preguntaba Claudio mientras pensaba que no podía ser. ¡El correo era de apenas anteayer! —Pues el caso es que me han dicho que son de un equipo que tú has contratado, no han dado ningún nombre. —¿Hay uno que tiene cara de no haber roto nunca un plato? —Sí Claudio. ¿Cómo lo sabes? Claudio no lo sabía, era un tiro a ciegas, y había acertado. —John, ahora me lo pasas, pero antes te digo un par de cosas. La primera es que si te piden la clave de tu cuenta corriente, se la des sin pestañear, y la segunda es que ese equipo no está haciendo, repito, no está haciendo, una auditoria informática, ni yo he contratado nada de todo eso, son programadores que están trabajando en el tema de la traducción simultánea. —Jefe, creo que me he puesto nervioso. —De aquí a una hora, nos metemos en el chat privado y te cuento más. Ahora pásamelo por favor. —¡Hola, Claudio! —¡Rayodeluz! Realmente eres rápido. ¡Pero sí todavía no hemos hablado de nada! John era realmente muy disciplinado, al pasarle su móvil a Rayo- deluz se había retirado lo suficiente para que éste tuviera intimidad, se moría por saber de qué hablaban, pero ya lo sabría a su debido tiempo, su confianza en Claudio era absoluta. —Claudio, he considerado este proyecto como de prioridad alfa y cinco puntos, no me acuerdo del último que tuvo esa calificación. Eso quiere decir que lo hemos reprogramado todo para poder estar aquí. Si del otro lado está quién dices que está, atacará en cualquier momento. Me extraña que no lo haya hecho ya. —¡Pero me daba un plazo! —No Claudio, no hay plazos. La batalla ya ha empezado, lo que pasa es que ahora solo habrá escaramuzas y alguna que otra maniobra de distracción. Cuando atacas, tu propio sistema queda expuesto, tra- tará de tantear

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