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crédito a mis oídos. Y se precipitó hacia su antecámara, sin preocuparse más de Rosa, a la que dejó en su despacho. Apenas llegado a su antecámara,...

crédito a mis oídos. Y se precipitó hacia su antecámara, sin preocuparse más de Rosa, a la que dejó en su despacho. Apenas llegado a su antecámara, Van Systens lanzó un gran grito al percibir el espectáculo de su escalera invadida hasta el vestíbulo. Acompañado, o más bien seguido por la multitud, un hombre joven, vestido simplemente con un traje de terciopelo violeta bordado en plata, subía con noble lentitud los escalones de piedra, brillantes de blancura y de limpieza. Detrás de él marchaban dos oficiales, uno de marina y otro de caballería. Van Systens, abriéndose paso en medio de sus criados asustados, vino a inclinarse, a prosternarse casi delante del recién llegado que causaba todo aquel alboroto. —¡Monseñor! —exclamó—. Monseñor, Vuestra Alteza en mi casa. Glorioso honor para siempre para mi humilde mansión. —Querido señor Van Systens —dijo Guillermo de Orange con una serenidad que, en él, reemplazaba a la sonrisa—, yo soy un verdadero holandés, me gusta el agua, la cerveza y las flores, a voces incluso ese queso que tanto estiman los franceses; entre las flores, la que yo prefiero son, naturalmente, los tulipanes, la que yo prefiero es, naturalmente, el tulipán. He oído decir en Leiden que la ciudad de Haarlem poseía, por fin, el tulipán negro y, después de haberme asegurado de que la noticia era verdadera, aunque increíble, vengo a pedir confirmación al presidente de la Sociedad Hortícola. —¡Oh! Monseñor, monseñor —contestó Van Systens arrebatado—, qué gloria para la Sociedad si sus trabajos agradan a Vuestra Alteza. —¿Tenéis la flor aquí? —preguntó el príncipe, que sin duda se arrepentía ya de haber hablado tanto. —Por desgracia, no, monseñor, no la tengo aquí. —¿Y dónde está? —En casa de su propietario. —¿Quién es ese propietario? —Un valiente tulipanero de Dordrecht. —¿De Dordrecht? —Sí. —¿Y se llama…? —Boxtel. —¿Se aloja…? —En el Cisne Blanco, voy a llamarlo, y si, mientras tanto, Vuestra Alteza me hace el honor de entrar en el salón, él se apresurará, sabiendo que monseñor está aquí, a traer el tulipán a monseñor. —Está bien, llamadlo. —Sí, Vuestra Alteza, sólo que… —¿Qué? —¡Oh! Nada importante, monseñor. —Todo es importante en este mundo, señor Van Systens. —¡Pues bien, monseñor! Se ha presentado una dificultad. —¿Cuál? —Ese tulipán está ya reivindicado por los usurpadores. Es verdad que vale cien mil florines. —¿De veras? —Sí, monseñor, por los usurpadores, por los falsarios. —Eso es un crimen, señor Van Systens. —Sí, Vuestra Alteza. —¿Y vos tenéis las pruebas de ese crimen? —No, monseñor, la culpable… —¿La culpable, señor…? —Quiero decir la que reclama el tulipán, monseñor, está ahí, en la habitación de al lado. —¡Aquí! ¿Qué pensáis de ello, señor Van Systens? —Pienso, monseñor, que el cebo de los cien mil florines la habrá tentado. —¿Y ella reclama el tulipán? —Sí, monseñor. —¿Y qué ha presentado por su parte como prueba? —Iba a interrogarla cuando Vuestra Alteza se presentó. —Escuchémosla, señor Van Systens, escuchémosla; soy el primer magistrado del país, oiré la causa y haré justicia. «Ya he encontrado a mi rey Salomón» —se dijo Van Systens inclinándose y mostrando el camino al príncipe. Éste iba a pasar por delante de su interlocutor cuando se detuvo de repente. —Pasad vos delante —dijo— y llamadme «señor». Entraron en el gabinete. Rosa seguía en el mismo sitio, apoyada en la ventana y mirando a través de los cristales hacia el jardín. —¡Ah! ¡Ah! Una frisona —murmuró el príncipe al percibir el casco de oro y las faldas rojas de la hermosa Rosa. Ésta se volvió, pero apenas pudo ver al príncipe, que se sentó en el ángulo más oscuro del apartamento. Toda su atención, como se comprende, era para ese importante personaje que se llamaba Van Systens, y no para aquel humilde extraño que seguía al amo de la casa, y que probablemente no recibiría el tratamiento de señor. El humilde extraño cogió un libro de la biblioteca e hizo señas a Van Systens para que comenzara el interrogatorio. Van Systens, siempre por invitación del joven del traje violeta, se sentó a su vez, y completamente feliz y orgulloso por la importancia que le habían concedido, empezó: —Hija mía, ¿me prometéis la verdad, toda la verdad sobre este tulipán? —Os la prometo. —¡Pues bien! Hablad sin miedo delante del señor; el señor es uno de los miembros de la Sociedad Hortícola. —Señor —empezó Rosa—, ¿qué os diría que no os haya dicho ya? —¿Entonces…? —Volveré al ruego que os he dirigido. —¿Cuál…? —El de hacer venir aquí al señor Boxtel con su tulipán; si no lo reconozco como el mío, lo diré francamente; pero si lo reconozco, lo reclamaré. ¿Deberé ir ante Su Alteza, el mismo estatúder, con las pruebas en la mano? —¿Tenéis, entonces, pruebas, bella niña? —Dios, que conoce mi derecho, me las proveerá. Van Systens cambió una mirada con el príncipe que, desde las primeras palabras de Rosa, parecía intentar recordar algo, como si no fuera la primera vez que aquella voz llegaba a sus oídos. Un oficial partió para ir a buscar a Boxtel. Van Systens continuó el interrogatorio. —¿Y sobre qué —dijo— basáis la aserción de que vos sois la propietaria del tulipán negro? —Pues sobre una cosa muy sencilla, ¿es que no soy yo quien lo ha plantado y cultivado en mi propia habitación? —En vuestra habitación, y ¿dónde queda vuestra habitación? —En Loevestein. —¿Vos sois de Loevestein? —Soy la hija del carcelero de la fortaleza. El príncipe hizo un pequeño gesto que quería decir: «¡Ah! E

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

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